12 mar 2017

¿Por qué, Señor, te quedaste en la Eucaristía?



¿Por qué, Señor, te quedaste en la Eucaristía?

Nos sorprende que a pesar de la indiferencia y la frialdad, Él sigue ahí fiel y firme, derramando su amor a todos y a todas horas.

Por: P. Antonio Rivero LC | Fuente: Catholic.net 


“Te amo, Señor, por tu Eucaristía,
por el gran don de Ti mismo.
Cuando no tenías nada más que ofrecer
nos dejaste tu cuerpo para amarnos hasta el fin,
con una prueba de amor abrumadora,
que hace temblar nuestro corazón
de amor, de gratitud y de respeto”.

Llevamos veinte siglos de cristianismo, por todas las latitudes, celebrando lo que Jesús encomendó a sus apóstoles en la noche de la Cena: “Haced esto en conmemoración mía”.

Es de tal profundidad y belleza la eucaristía que en el transcurso de los tiempos a este misterio eucarístico se le ha llamado con varios nombres:



Fracción del pan, donde se parte, se reparte y se comparte el pan del cielo, como alimento de inmortalidad.
Santo Sacrificio de la Misa, donde Cristo se sacrifica y muere para salvarnos y darnos vida a nosotros.
Eucaristía, porque es la acción de gracias por antonomasia que ofrece Jesús a su Padre celestial, en nombre nuestro y de toda la Iglesia.
Celebración Eucarística, porque celebramos en comunidad esta acción divina.
La Santa Misa, porque la eucaristía acaba en envío, en misión, donde nos comprometemos a llevar a los demás esa salvación que hemos recibido.
Misterio Eucarístico, porque ante nuestros ojos se realiza el gran misterio de la fe.

Antes de empezar a hablar de este misterio hay que preguntarse el porqué de la eucaristía, por qué quiso Jesús instituir este sacramento admirable, por qué quiso quedarse entre nosotros, con nosotros, para nosotros, en nosotros; qué le movió a hacer este asombroso milagro al que no podemos ni debemos acostumbrarnos. ¡Oh, asombroso misterio de fe!

¿Por qué quiso Jesús hacer presente el sacrificio de la Cruz, como si no hubiera bastado para salvarnos ese Viernes Santo en que nos dio toda su sangre y nos consiguió todas las gracias necesarias para salvarnos?

La respuesta a esta pregunta sólo Jesús la sabe. Nosotros podemos solamente vislumbrar algunas intuiciones y atisbos.

Se quedó por amor excesivo a nosotros, diríamos por locura de amor. No quiso dejarnos solos, por eso se hizo nuestro compañero de camino. Nos vio con hambre espiritual, y Cristo se nos dio bajo la especie de pan que al tiempo que colma y calma, también abre el hambre de Dios, porque estimula el apetito para una vida nueva: la vida de Dios en nosotros. Nos vio tan desalentados, que quiso animarnos, como a Elías: “Levántate y come, porque todavía te queda mucho por caminar” (1 Re 19, 7).


La eucaristía prolonga la encarnación. Es más, la eucaristía es la venida continua de Cristo sobre los altares del mundo. Y la Iglesia viene a ser la cuna en la que María coloca a Jesús todos los días en cada misa y lo entrega a la adoración y contemplación de todos, envuelto ese Jesús en los pañales visibles del pan y del vino, pero que, después de la consagración, se convierten milagrosamente y por la fuerza del Espíritu Santo en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y así la eucaristía llega a ser nuestro alimento de inmortalidad y nuestra fuerza y vigor espiritual.

Hace dos mil años lo entregó a la adoración de los pastores y de los reyes de Oriente. Hoy María lo entrega a la Iglesia en cada eucaristía, en cada misa bajo unos pañales sumamente sencillos y humildes: pan y vino. ¡Así es Dios! ¿Pudo ser más asequible, más sencillo?

¿Cuál es el valor y la importancia de la eucaristía?

La eucaristía es la más sorprendente invención de Dios. Es una invención en la que se manifiesta la genialidad de una Sabiduría que es simultáneamente locura de Amor.

Admiramos la genialidad de muchos inventos humanos, en los que se reflejan cualidades excepcionales de inteligencia y habilidad: fax, correo electrónico, agenda electrónica, pararrayos, radio, televisión, video, etc.

Pues mucho más genial es la eucaristía: que todo un Dios esté ahí realmente presente, bajo las especies de pan y vino; pero ya no es pan ni es vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¿No es esto sorprendente y admirable? Pero es posible, porque Dios es omnipotente. Y es genial, porque Dios es Amor.

La eucaristía no es simplemente uno de los siete sacramentos. Y aunque no hace sombra ni al bautismo, ni a la confirmación, ni a la confesión, sin embargo, posee una excelencia única, pues no sólo se nos da la gracia sino al Autor de la gracia: Jesucristo. Recibimos a Cristo mismo. ¿No es admirable y grandiosa y genial esta verdad?

¿Cómo no ser sorprendidos por las palabras “esto es Mi cuerpo, esta es Mi sangre”? ¡Qué mayor realismo! ¿Cómo no sorprendernos al saber que es el mismo Creador el que alimenta, como divino pelícano, a sus mismas criaturas humanas con su mismo cuerpo y sangre? ¿Cómo no sorprendernos al ver tal abajamiento y tan gran humildad que nos confunden? Dios, con ropaje de pan y gotas de vino...¡Dios mío!

Nos sorprende su amor extremo, amor de locura. Por eso hay que profundizar una y otra vez en el significado que Cristo quiso dar a la eucaristía, ayudados del evangelio y de la doctrina de la Iglesia. Nos sorprende que a pesar de la indiferencia y la frialdad, Él sigue ahí fiel y firme, derramando su amor a todos y a todas horas.


Necesitamos la eucaristía para el crecimiento de la comunidad cristiana, pues ella nos nutre continuamente, da fuerzas a los débiles para enfrentar las dificultades, da alegría a quienes están sufriendo, da coraje para ser mártires, engendra vírgenes y forja apóstoles.
La eucaristía anima con la embriaguez espiritual, con vistas a un compromiso apostólico a aquellos que pudieran estar tentados de encerrarse en sí mismos. ¡Nos lanza al apostolado!
La eucaristía nos transforma, nos diviniza, va sembrando en nosotros el germen de la inmortalidad.
Necesitamos la eucaristía porque el camino de la vida es arduo y largo y como Elías, también nosotros sentiremos deseos de desistir, de tirar la toalla, de deprimirnos y bajar los brazos. “Ven, come y camina”.


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