5 jul 2014

Santo Evangelio 5 de Julio de 2014



Día litúrgico: Sábado XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 9,14-17): En aquel tiempo, se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán. Nadie echa un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, porque lo añadido tira del vestido, y se produce un desgarrón peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en pellejos viejos; pues de otro modo, los pellejos revientan, el vino se derrama, y los pellejos se echan a perder; sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos, y así ambos se conservan».


Comentario: Rev. D. Joaquim FORTUNY i Vizcarro (Cunit, Tarragona, España)
Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán

Hoy notamos cómo con Jesús comenzaron unos tiempos nuevos, una doctrina nueva, enseñada con autoridad, y cómo todas las cosas nuevas chocaban con la praxis y el ambiente dominante. Así, en las páginas que preceden al Evangelio que estamos contemplando, vemos a Jesús perdonando los pecados al paralítico y curando su enfermedad, mientras que los escribas se escandalizan; Jesús llamando a Mateo, cobrador de impuestos y comiendo con él y otros publicanos y pecadores, y los fariseos “subiéndose por las paredes”; y en el Evangelio de hoy son los discípulos de Juan quienes se acercan a Jesús porque no comprenden que Él y sus discípulos no ayunen.

Jesús, que no deja nunca a nadie sin respuesta, les dirá: «Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán» (Mt 9,15). El ayuno era, y es, una praxis penitencial que contribuye a «adquirir el dominio sobre nuestros instintos y la libertad del corazón» (Catecismo de la Iglesia, n. 2043) y a impetrar la misericordia divina. Pero en aquellos momentos, la misericordia y el amor infinito de Dios estaba en medio de ellos con la presencia de Jesús, el Verbo Encarnado. ¿Cómo podían ayunar? Sólo había una actitud posible: la alegría, el gozo por la presencia del Dios hecho hombre. ¿Cómo iban a ayunar si Jesús les había descubierto una manera nueva de relacionarse con Dios, un espíritu nuevo que rompía con todas aquellas maneras antiguas de hacer?

Hoy Jesús está: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), y no está porque ha vuelto al Padre, y así clamamos: ¡Ven, Señor Jesús!

Estamos en tiempos de expectación. Por esto, nos conviene renovarnos cada día con el espíritu nuevo de Jesús, desprendernos de rutinas, ayunar de todo aquello que nos impida avanzar hacia una identificación plena con Cristo, hacia la santidad. «Justo es nuestro lloro —nuestro ayuno— si quemamos en deseos de verle» (San Agustín).

A Santa María le suplicamos que nos otorgue las gracias que necesitamos para vivir la alegría de sabernos hijos amados.

San Antonio María Zacarías, 5 de Julio

5 de julio


SAN ANTONIO MARÍA ZACARÍAS

(†  1539)


Nació en Cremona (Italia) el año 1502 y murió en la misma ciudad el 5 de julio de 1539. Basta la escueta indicación de estas fechas para comprender la trascendencia que, para la vida de la Iglesia, tuvieron los días que vivió Antonio María Zacarías. Inquietud y aspiración de reforma, ansias de renovación por caminos no siempre gratos a la jerarquía eclesiástica, miedo pusilánime en unos y excesos imprudentes en no pocos, definen el clima en el que debía germinar la semilla de un nuevo reformador santo, entre otros que, como San Cayetano de Thiena y San Ignacio de Loyola, produjo la Iglesia católica en el siglo XVI. Reformador, santo y, además añadimos, precursor del gran San Carlos Borromeo en la elevación espiritual de la diócesis de Milán.

 Antonio María fue obra de la gracia, que comenzó por materializarse en el regalo de una piadosísima madre; de su seno salió a contemplar la luz de este mundo y de sus brazos tuvo la dicha indecible de volar a contemplar la claridad de Dios. La buena Antonieta Pescaroli recibió con conciencia de responsabilidad el encargo y la confianza que la Providencia en ella depositó al darle un hijo para hacer de él un buen cristiano; por fidelidad a él, y para mejor dedicarse a su formación, rehusó la joven viuda un nuevo matrimonio. Antonio María Zacarías pudo así aprender de su madre a ser pobre para poder ser caritativo, hasta tanto que, con el fin de facilitar a ésta el ejercicio de la caridad en favor de los necesitados, renunció notarialmente a los bienes que le correspondían por herencia paterna; se nos hará, pues, natural que, como un necesitado más, solicite humilde de su madre lo indispensable para su sustento, sin permitirse jamás nada que pueda parecer superfluo o lujoso; para Antonio María supondría ello privar a otros de lo necesario para vivir.

 Quiso prepararse por el estudio de la medicina para ser un ciudadano útil a sus hermanos los hombres. Pero el Señor le quería escoger para curar dolencias de otra índole. En los años de estudiante la piedad y amor a la Santísima Virgen, a quien había consagrado su virginidad, sostuvo firme su propósito de virtud y su espíritu de caritativo servicio a los hermanos, que fue poco a poco transformándose en el deseo de ser sacerdote. Pero, a pesar de que la decadencia de las costumbres, aun en el clero, hiciera a sus contemporáneos poco respetable la dignidad sacerdotal, supo él descubrir la grandeza de la misión del sacerdote, a la vez que la profundidad de su indignidad, de manera que sólo por el prudente consejo de su director espiritual se decidiera a entrar por el camino del sacerdocio.

 En una época en que la Reforma de la Iglesia aspiraba no solamente a la purificación de las costumbres, sino a la consolidación de la doctrina, no bastaba ser virtuoso para responder a las exigencias que su tiempo tenía, consciente o inconscientemente, respecto de los sacerdotes. Hacía falta doctrina sólida inspirada precisamente en las fuentes puras de la revelación, en la Sagrada Escritura. Visto desde la perspectiva del siglo XX, nos parece sumamente moderno y actual el esfuerzo puesto por Antonio María Zacarías, estudiante para el sacerdocio, de llegar a la comprensión de la doctrina católica, en la teoría y en el espíritu de San Pablo, a través de sus preciosas epístolas. Libertad y gracia, virginidad y cuerpo místico, locura por Cristo crucificado y desprecio de las realidades terrestres, son unos de los muchos temas en los cuales se fue empapando el futuro apóstol y reformador, cuya íntima preocupación no fue otra que la de reproducir la imagen del apóstol Pablo, gran enamorado de Cristo.

 Once años escasamente fue Antonio María sacerdote; pero los santos saben vivir con intensidad su tiempo, y así debió vivirlo quien en tan poco tiempo mereció ser llamado por su bondad y caridad, por su prudencia y celo, el "Angel de Cremona" y el "Padre de la Patria". Su madre le enseñó a compadecer y a aliviar el sufrimiento ajeno, y, ordenado sacerdote, no tuvo que hacer otra cosa que seguir la misma trayectoria, poniendo al servicio de sus hermanos el gran don del sacerdocio, que fue en él luz, mortificación, amor.

 En un siglo de exaltación de la razón y de la cultura, y de optimismo desbordado por los valores humanos, Antonio María Zacarías luchó por llevar a los creyentes la ceguera de la fe y la locura de la cruz; la Eucaristía y la pasión fueron las devociones que con mayor ardor trató de inculcar en el pueblo cristiano, y aún perduran todavía ciertas prácticas que él introdujo, como son el recuerdo piadoso de la pasión y de la muerte del Señor al toque de las tres de la tarde de todos los viernes, y la práctica de las cuarenta horas de adoración al Santísimo Sacramento, solemnemente expuesto sucesivamente en diversas iglesias para salvar la continuidad del culto.

 Los santos no suelen ser guardianes egoístas de los tesoros que en ellos deposita la gracia; buscan la comunicación abundante y fecunda, en vistas a una mayor eficacia apostólica; por esto es frecuente que en torno a ellos surjan familias religiosas vivificadas por su espíritu y penetradas de su misma inquietud apostólica. Antonio María descubrió en el mundo en que la Providencia le situó, una gran indigencia; vio en su cristianismo una radiante luz que la colmara; y su vida personal, lo mismo que la de los clérigos de la Congregación de San Pablo, no será otra cosa que la dedicación a la obra de la salvación de los hermanos, en el sacrificio total de las apetencias puramente personales. Así nació en Milán esta asociación para la reforma del clero y del pueblo, que más tarde sería conocida con el nombre de los "barnabitas", por la sede en que se instalaron definitivamente a partir del año 1545. Clemente VII la aprobó en 1533. Un sacerdote y un seglar, Bartolomé Ferrari y Jacobo Morigia, fueron sus primeros colaboradores. Y no solamente en el espíritu y la doctrina quisieron estos hombres de Dios imitar a San Pablo; como éste en el foro, se lanzaron ellos a las calles de Milán, predicando, mucho más que por la preparación de su elocuencia, por la austeridad y la mortificación de la vida. No faltaron quienes se escandalizaron ante estas santas "excentricidades", acusándoles de hipócritas y aun heréticos. Se les promovió una causa ante el senado y la curia episcopal de Cremona, de la que la nueva asociación salió fortalecida, pues le valió la bula de Paulo III, quien el año 1539 puso a la nueva Congregación religiosa bajo la inmediata jurisdicción de la Santa Sede.

 Con el fin de llevar el espíritu de la Reforma a las jóvenes y a las mujeres, Antonio María transformó un instituto erigido, con esta finalidad por la condesa Luisa Torrelli de Guastalla en monasterio de religiosas que tomará por nombre el de Angélicus, que fue también aprobado por Paulo III. Siguiendo fiel a su espíritu, la base de la transformación religiosa y moral la puso el fundador en la instrucción religiosa, sin la cual no puede existir una verdadera reforma. San Carlos Borromeo se sirvió de ella aun para la reforma de los monasterios, elogiándola tanto que la llamó "la joya más preciosa de su mitra".

 No sería completa la reseña sobre la obra de San Antonio María Zacarías si pasáramos por alto una de sus preocupaciones que plasmó en una realización que a nosotros, hombres del siglo XX, nos parece especialmente interesante y actual. Consciente por experiencia propia de lo que la vida familiar, honradamente vivida, puede colaborar en la elevación de las costumbres privadas y públicas, creó una Congregación para los unidos en matrimonio, ordenada a la reforma de las familias.

 Al echar ahora una mirada retrospectiva sobre la vida de Antonio María, canonizado el 27 de mayo de 1890 por Su Santidad el papa León XIII, llama poderosamente la atención no sólo la abundancia de su obra, realizada en tan breve espacio de tiempo, sino también, y en mayor grado aún, la perspicacia y claridad de la visión que tuvo de los problemas, que le hizo buscar los remedios verdaderos y permanentes de todas las situaciones difíciles de la vida de la Iglesia: el estudio de la verdad, el amor de la caridad, el sacrificio por el hermano. Por esto San Antonio María Zacarías nos parece aun hoy un santo moderno, actual, capaz de iluminarnos con el resplandor de su vida y de su espíritu.

 JOSÉ MARÍA SETIÉN

Médico, sacerdote y fundador


En san Antonio María Zacarías tenemos a un médico, sacerdote y fundador. Un hombre ilustre que hizo de su vida joven, 37 años (1502-1539) , un servicio de amor a los demás. 

Hijo de una familia noble genovesa, nació en Cremona, Italia, donde pasó sus primeros 14 años. Y a los 15 ya estaba en París estudiando. Luego continuó haciéndolo en Padua. Obtenido el título de médico, regresó a su tierra y se enfrentó a la peste. Convirtió su casa en un hospital, y la experiencia que allí vivió fue como el manantial en que surgió su vocación sacerdotal. 

Ordenado sacerdote a los 26 años, dio pruebas de su capacidad creadora y organizadora, y la ciudad de Cremona comenzó a sentir su influencia renovadora. De allí pasó a Milán y en ella organizó varios centros de espiritualidad en los que floreció la vida según el Espíritu y el compromiso de fidelidad a los hombres.

Ese ensayo de formación de comunidades espirituales fue el germen que luego floreció en la fundación de tres instituciones que encarnan su espíritu de servicio: Barnabitas o Clérigos regulares de san Pablo, Hermanas Angélicas de San Pablo, Congregación de Señores Casados. Consumadas en breve sus energías, murió a los 37 años de edad. ¡Qué buena cosecha la de su viña! Pidamos a María, Madre de Dios y madre nuestra, que esas semillas se conserven.

ORACIÓN:

Señor, Dios nuestro: queremos compartir hoy contigo el gozo de la santidad de tu siervo e hijo Antonio María Zacarías. Como médico, fue mano protectora de muchos necesitados de salud. Como sacerdote, fue bendición par almas que buscaban perdón, gracia, paz. Como fundador, promovió en la Iglesia el espíritu comunitario de trabajo y vida. Haznos a nosotros imitadores suyos, servidores de nuestros hermanos. Amén.

4 jul 2014

Devoción al Sagrado Corazón de Jesus


DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

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La devoción al Sagrado Corazón de Jesús tiene por objeto el Corazón de Jesucristo y el amor inmenso en que se abrasa por nosotros.

Tiene por fin devolverle amor por amor, darle gracias por sus beneficios y reparar los ultrajes que no cesa de recibir.

Esta devoción es la más excelente sea por su objeto material, que es el corazón de carne del Hombre Dios, manantial de la sangre que ha salvado al mundo, sea sobre todo por su objeto espiritual que es el amor de este divino Salvador.

Este divino Corazón ha sido formado para nosotros en el seno de María; ha palpitado, ha orado, se ha conmovido, ha sufrido. El ha dictado las hermosas páginas del Evangelio; es la fuente de los Sacramentos.

Santo Evangelio 4 de Julio de 2014

Día litúrgico: Viernes XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 9,9-13): En aquel tiempo, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme». Él se levantó y le siguió. Y sucedió que estando Él a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos decían a los discípulos: «¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?». Mas Él, al oírlo, dijo: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: ‘Misericordia quiero, que no sacrificio’. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».


Comentario: Rev. D. Pere CAMPANYÀ i Ribó (Barcelona, España)
Sígueme

Hoy, el Evangelio nos habla de una vocación, la del publicano Mateo. Jesús está preparando el pequeño grupo de discípulos que han de continuar su obra de salvación. Él escoge a quien quiere: serán pescadores, o de una humilde profesión. Incluso, llama a que le siga un cobrador de impuestos, profesión menospreciada por los judíos —que se consideraban perfectos observantes de la ley—, porque la veían como muy cercana a tener una vida pecadora, ya que cobraban impuestos en nombre del gobernador romano, a quien no querían someterse.

Es suficiente con la invitación de Jesús: «Sígueme» (Mt 9,9). Con una palabra del Maestro, Mateo deja su profesión y muy contento le invita a su casa para celebrar allí un banquete de agradecimiento. Era natural que Mateo tuviera un grupo de buenos amigos, del mismo “ramo profesional”, para que le acompañaran a participar de aquel convite. Según los fariseos, toda aquella gente eran pecadores reconocidos públicamente como tales.

Los fariseos no pueden callar y lo comentan con algunos discípulos de Jesús: «¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?» (Mt 9,10). La respuesta de Jesús es inmediata: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal» (Mt 9,12). La comparación es perfecta: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13).

Las palabras de este Evangelio son de actualidad. Jesús continúa invitándonos a que le sigamos, cada uno según su estado y profesión. Y seguir a Jesús, con frecuencia, supone dejar pasiones desordenadas, mal comportamiento familiar, pérdida de tiempo, para dedicar ratos a la oración, al banquete eucarístico, a la pastoral misionera. En fin, que «un cristiano no es dueño de sí mismo, sino que está entregado al servicio de Dios» (San Ignacio de Antioquía).

Ciertamente, Jesús me pide un cambio de vida y, así, me pregunto: ¿de qué grupo formo parte, de la persona perfecta o de la que se reconoce sinceramente defectuosa? ¿Verdad que puedo mejorar?

Santa Isabel, reina de Portugal, 4 de Julio

4 de julio

SANTA ISABEL,
REINA DE PORTUGAL

(† 1336)


Según parece más probable, nació a principios de 1270, hija del rey Don Pedro III de Aragón y de la reina Doña Constanza. ¿En qué lugar? ¿En Zaragoza? ¿En Barcelona? No sabemos de fijo. Se casó en 1282 con Don Dionís, rey de Portugal, firmando el diploma matrimonial en latín. Esta frágil criatura de cabellos dorados y doce años incompletos no adivinaba, seguramente, la misión que Dios le reservaba en la agitada vida peninsular de aquellos tiempos, misión religiosa, política, social y humana de primera clase.

Nieta de Jaime I el Conquistador, biznieta de Federico II de Alemania, de ellos heredó la energía tenaz y la fuerza del alma. Pero se caracterizaba, sobre todo, por la bondad inmensa y el espíritu equilibrado y justo de Santa Isabel de Hungría, su pariente cercana. Como dice la leyenda medieval de su vida, escrita por una mano contemporánea de la reina santa, ella era una mujer llena de dulzura y bondad, muy inteligente y bien educada.

 El viaje a Portugal fue largo y dificultoso, pues los guerreros rodeaban los caminos de entonces, poco seguros. En junio de 1282 se encontraba en Trancoso con el rey Don Dionís, a quien veía por primera vez. El Libro que habla de la buena vida que hizo la reina de Portugal, Doña Isabel de Portugal, al que llamaremos leyenda primitiva, y las Crónicas de los siete primeros reyes de Portugal, trazan vigorosamente el retrato moral de esta mujer extraordinaria, que al indomable Don Alfonso IV el Bravo tan cariñosamente amó.

 Le gustaba la vida interior y el trabajo silencioso. Ayunaba días incontables a lo largo del año, se conmovía por los errantes, rezaba por su Libro de horas, cosía y hacía bordados en compañía de las dueñas y doncellas, y distribuía limosnas a los necesitados, sin olvidarse del gobierno de su casa (la casa de la reina era un mundo). Todo esto lo hacía intensamente y esta intensidad nos da medida de su vida.

 A los veinte años nació Don Alfonso IV el Bravo, que fue su cruz y el gran amor de su existencia. Caso único en la primera dinastía portuguesa, la vida de este hombre fue pura y no estará descaminado descubrir aquí la influencia de la madre, y tal vez un complejo de repugnancia por las aventuras amorosas, influenciado por los dolores, que él veía padecer a Santa Isabel, medio abandonada por el marido.

 Pero era discreta esta joven reina. Obligaba al hijo a obedecer a su padre (¡él era el rey!), fingía no saber nada, de lo de Don Dionís y al hablarle de eso cambiaba la conversación o empezaba a rezar y a leer sus libros. El rey se arrepentía o tapaba sus pecados lo más que podía. Y ella, muy mujer, pero cristiana hasta la medula del alma, criaba los hijos ilegítimos del marido. De esta forma todos se maravillaban de ver esta niña con tanto juicio y dominio de sí misma.

 En la política peninsular de entonces su poder moderador se hizo sentir profundamente, ya en las guerras entre reinos cristianos que habían de formar la España moderna, ya en las desavenencias interminables de Don Dionís con el hermano y el hijo turbulento. Daba a su dueño la razón, procuraba explicarle el derecho y la verdad. Y no siempre era fácil convencerle. En estos momentos sombríos y cargados de destino hacia el alma de esposa, de madre y de reina, aunque dulce en el habla, jugaba heroicamente todo por todo, llegando a ser desterrada lejos del rey.

 Un odio fuerte enraizaba en el alma del infante, a punto de tratar a su padre como a un extraño. Y no era solamente la familia real la que estaba desunida, eran millares de familias divididas por ambos partidos, odiándose implacablemente, quemando casas y talando campos. Para rehacer la paz, deshecha en cada momento, Santa Isabel se puso en camino de Coimbra. Luchaba por lo que modernamente llamamos arbitraje. Nada de guerras. Que la sentencia sea dada por el juez. Este es su curso. Que las tropas se alejen y, si el infante tuviese alguna razón, que el rey se la dé.

 Ahora era junto a Lisboa, donde los soldados de Don Dionís y del infante iban a empezar una guerrilla más sin fruto. Apresuradamente, Santa Isabel subió a una mula y, sin nadie a su alrededor, pasó como una mujer cualquiera entre las huestes enemigas.

 Recordó al hijo sus juramentos pasados, le pidió que no hiciese daño a su padre, habló con Don Dionís y volvió al infante por segunda vez. Y la tempestad se apaciguó pausadamente. Es una pena que se haya perdido casi toda la correspondencia, fuera de pocas cartas. De éstas recordamos una que le envió al rey Don Jaime, almirante de la Santa Iglesia de Roma. Otra se destinaba al rey Don Dionís, y nos da medida exacta de angustia de esta mujer, que amaba igualmente al marido que al hijo y los veía siempre en guerra: "No permitáis —escribe ella— que se derrame sangre de vuestra generación que estuvo en mis entrañas. Haced que vuestras armas se paren o entonces veréis cómo en seguida me muero. Si no lo hacéis iré a postrarme delante de vos y del infante, como la loba en el parto si alguien se aproxima a los cachorros recién nacidos. Y los ballesteros han de herir mi cuerpo antes de que os toque a vos o al infante. Por Santa María y por el bendito San Dionís os pido que me respondáis pronto, para que Dios os guíe".

 Los años fueron pasando, Don Dionís enfermó de viejo, como dice el cronista anónimo. Lleváronlo a Santarém y Santa Isabel, una vez más, fue su humilde enfermera, hasta que el rey entregó su alma a Dios. Entonces la reina se sintió más lejos de este mundo. Volvería a hacer paces, a entrar en relaciones, a encaminar como podía la tormentosa política de la península Ibérica, pero su propósito estaba tomado. Púsose un velo blanco y el hábito de Santa Clara, aunque libre de votos religiosos, conservando lo que era suyo, como dice ella, para construir iglesias, monasterios y hospitales. Era una resolución antigua, ya conocida del hijo y de su confesor, fray Juan de Alcami. Como antes (y todavía más, pues era ahora más libre para darse a Dios y a los pobres), se entregó a la vida interior y dio largas a su sentido cristiano de función social de riqueza.

 En sus viajes veía a los pobres sentados a las puertas de las villas y de los pueblos. Distribuía vestidos, visitaba a los enfermos poniendo en ellos sus manos sin darle asco, y los entregaba a los médicos. Frailes menores, dominicos y carmelitas, monjitas medio emparedadas en los conventos religiosos, los que venían desde España pidiendo limosna, a todos ella daba alguna cosa. En suma: no quedaban desamparados ni presos que de su limosna no recibiesen parte. Besaba los pies de las mujeres leprosas. Junto a sí criaba muchas hijas de hidalgos, caballeros y gente más humilde. De ellas, unas se casaban, otras se metían monjas, conforme Dios quería, llevando todas una dote. Y Santa Isabel ponía en todo un cariño especial, un gesto de inefable delicadeza. Per ejemplo, a las novias que ella casaba les prestaba una corona de piedras amarillas, y el tocado y el velo, para que estuviesen más guapas. Era una actividad de estadista competente y de bienhechora social. Por donde pasaba y veía hospitales, iglesias, puentes o fuentes en construcción en seguida ayudaba. Se interesaba por todas las obras, dirigió la construcción del convento de Santa Clara de Coimbra, hablaba con los operarios, les decía cómo tenían que hacer las cosas, y ellos se quedaban asombrados de sus conocimientos.

 Como todos los cristianos de la Edad Media iban a Santiago de Compostela, allí se dirigió ella sin dar explicaciones a nadie, pues su marido ya había muerto. El arzobispo celebró misa y Santa Isabel ofreció al patrono de España la más noble corona de su tesoro, velos, paños bordados, piedras preciosas y la mula con su manto de oro y plata. Al volver a Portugal traía consigo el bordón y la esclavina de los peregrinos, para "aparecer peregrina de Santiago".

 En un día caliente de verano la oyeron decir que la guerra iba a estallar entre Don Alfonso IV, rey de Portugal, y el rey de Castilla. Eran su hijo y su nieto. El calor era tremendo. Aun así la reina, cansada de años y de trabajo, se puso en camino. Esta vez el camino de Estremoz era como de muerte. Con un dolor agudo apareció una herida en el brazo y tuvo también fiebre. Junto a su cama estaba su nuera doña Beatriz, Entonces vio pasar como una dama con vestiduras blanca. ¿Tal vez Nuestra Señora? ¿Le subió la fiebre? Es posible. Pero revela un alma que pensaba en el otro mundo. El jueves siguiente confesóse, asistió a misa y con gran devoción y muchas lágrimas recibió el cuerpo de Dios. Volvió a la cama. La noche caía. Dijo a Don Alfonso IV que fuese a cenar, siguiendo la costumbre que tienen las madres de cuidar a los hijos como si siempre fuesen pequeños. Sentía que la hora estaba al llegar. ¡Mucho había ya rezado en su vida! Había visitado centenares de iglesias, había asistido a incontables fiestas eucarísticas. Sabía latín, conocía de memoria los himnos litúrgicos, a punto de corregir a los clérigos cuando ellos se equivocaban. No nos extrañemos oyéndola recitar a la hora de la muerte los versos latinos de Maria, mater gratiae, etc. La voz se consumía cada vez más, pero ella continuaba rezando, hasta que nadie la entendió; y así rezando acabó su tiempo. Cumpliríase lo que ella tanto pedía a Dios: murió junto al hijo. Y nada tan conmovedor como el amor indestructible de esta Santa que nadie vio enfadada con aquel hijo bravo y duro de cerviz. Fue esto en el castillo de Estremoz el 4 de julio de 1336.

 En siete jornadas, a través de las planicies abrasadoras de Alemtejo y de Extremadura, llevaron su cuerpo al convento de Santa Clara de Coimbra. Y allí quedó a lo largo de los siglos, rodeado de una aureola de milagros. Algunos de ellos legendarios, como el milagro de las rosas, que no viene en la leyenda primitiva. Otros verdaderos. Al canonizarla el 25 de mayo de 1625, Urbano VIII confirmaba la voz antigua del pueblo rodeando de una gloria inmortal una de las más perfectas mujeres de la Edad Media.

 MARIO MARTINS, S. I.





Realeza y Santidad


Hoy la historia y ejemplo de Isabel de Portugal (1271-1336) nos afecta, por su grandeza y cercanía. No toda nobleza humana se aleja y huye de la nobleza de hijos de Dios.

Isabel era hija de Pedro III de Aragón; nieta, por parte de padre, de Jaime I el conquistador; y sobrina-nieta, por parte de madre, de santa Isabel de Hungría (de la que tomó el nombre). 

Educada en castillos-palacios de Aragón, a los doce años ya fue entregada en matrimonio al rey de Portugal, don Dionis, que era un tipo muy distinto de ella en moral y delicadeza. Se le abría camino de flores y espinas, gloria y humillación.

Tuvo con don Dionis un hijo, el único suyo, pero hubo de sobrellevar la amargura de que otros muchos hijos de su marido fueran bastardos. 

En dos ocasiones, el hijo legítimo se rebeló contra su padre. No se entendían ni toleraban. En ambas ocasiones ella se presentó como mediadora en la batalla, como un ángel de Dios, ángel de paz y hogar.

Cuando el esposo murió, ella, en edad de 54 años, se dedicó totalmente a los pobres durante once años, bajo el hábito de terciaria franciscana. 

Era piadosa peregrina de Santiago de Compostela, adonde acudía con sus pobres. 

¡Qué belleza de santa! Con ejemplares de mujer como ella, el mundo se llenaría de vida y esperanza.

ORACIÓN:

¿Oh Dios!, tu creas la paz y amas la caridad; tú concediste a Isabel la gracia de ser conciliadora de personas enfrentadas¸ a imitación suya, haz también de nosotros instrumentos de concordia, paz, amor, esperanza. Amén.

3 jul 2014

Santo Evangelio 3 de Julio de 2014





Día litúrgico: 3 de Julio: Santo Tomás, apóstol

Texto del Evangelio (Jn 20,24-29): Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». 

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».



Comentario: + Rev. D. Joan SERRA i Fontanet (Barcelona, España)
Señor mío y Dios mío

Hoy, la Iglesia celebra la fiesta de santo Tomás. El evangelista Juan, después de describir la aparición de Jesús, el mismo domingo de resurrección, nos dice que el apóstol Tomás no estaba allí, y cuando los Apóstoles —que habían visto al Señor— daban testimonio de ello, Tomás respondió: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20,25).

Jesús es bueno y va al encuentro de Tomás. Pasados ocho días, Jesús se aparece otra vez y dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20,27).

—Oh Jesús, ¡qué bueno eres! Si ves que alguna vez yo me aparto de ti, ven a mi encuentro, como fuiste al encuentro de Tomás.

La reacción de Tomás fueron estas palabras: «Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). ¡Qué bonitas son estas palabras de Tomás! Le dice “Señor” y “Dios”. Hace un acto de fe en la divinidad de Jesús. Al verle resucitado, ya no ve solamente al hombre Jesús, que estaba con los Apóstoles y comía con ellos, sino su Señor y su Dios.

Jesús le riñe y le dice que no sea incrédulo, sino creyente, y añade: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,28). Nosotros no hemos visto a Cristo crucificado, ni a Cristo resucitado, ni se nos ha aparecido, pero somos felices porque creemos en este Jesucristo que ha muerto y ha resucitado por nosotros.

Por tanto, oremos: «Señor mío y Dios mío, quítame todo aquello que me aparta de ti; Señor mío y Dios mío, dame todo aquello que me acerca a ti; Señor mío y Dios mío, sácame de mí mismo para darme enteramente a ti» (San Nicolás de Flüe).

San Raymundo Gayrard, 3 de Julio


3 de julio

SAN RAIMUNDO GAYRARD

(† 1118)


Los orígenes de la ciudad de Tolosa (Francia) se remontan hasta las emigraciones de los pueblos celtas (siglo IV antes de nuestra era), en el que los "bárbaros" descendieron hacia el Garona y fundaron en torno al viejo Tolosa un Estado cuya influencia debía extenderse hasta las orillas del Mediterráneo. Bajo la conquista romana, desde el año 125 antes de Jesucristo al 52 después del mismo, la Galia céltica se asimila la civilización del ocupante, y Tolosa, renovada al contacto con las instituciones romanas, constituye durante el primer siglo de nuestra era la ciudad más opulenta de la provincia Narbonense.

En esta ciudad galorromana penetró en el siglo III San Saturnino, fundador de la iglesia de Tolosa, cuya grandiosa figura se destaca en toda la antigüedad cristiana del sur de Francia. El fue quien plantó la iglesia, y él quien, por su sepulcro, es como signo visible de la apostolicidad de la misma. En su conmemoración se construyeron dos basílicas: una en el lugar de su suplicio, antiguo Capitolio, dedicada hoy a Nuestra Señora del Toro; la otra sobre su tumba, donde se veneran aún sus reliquias, y que es uno de los más célebres monumentos de la arquitectura románica.

Pues bien; a la construcción de esta grandiosa basílica está ligado el nombre de otro santo, San Raimundo Gayrard, cuya fiesta se celebra en Tolosa el 3 de julio y en las casas de los canónigos regulares de Letrán el día 8. Es más, habiéndose realizado, por breve de 4 de mayo de 1959, la Confederación de las cuatro Congregaciones de canónigos regulares de San Agustín que existen en la Iglesia, la fiesta de San Raimundo ha pasado a celebrarse en todas las casas de dicha Confederación en esta misma fecha.

Raimundo nació en Tolosa a mediados del siglo XI. Sus padres le hicieron entrar al servicio de la iglesia de San Sernín o San Saturnino, en la que fue cantor, aunque sin pertenecer al estado clerical. Allí vio comenzar los trabajos de la nueva basílica y cómo rápidamente, en los años que van del 1080 al 1096, se elevaban el ábside y el presbiterio. El papa Urbano II, el 24 de mayo de ese año 1096, consagraba solemnemente la parte de obra que se había acabado ya.

Joven aún abandona la basílica y se casa. Transcurren así unos años de vida tranquila y ejemplar. Pero su mujer muere joven y Raimundo decide no volver a casarse y dedicarse de lleno a adquirir la santidad. Lo hace por el camino que el mismo Señor nos ha marcado en el Evangelio: la práctica de la caridad. Una caridad sin límites, manifestada en la continua distribución de limosnas, de víveres, de vestidos, de buenos consejos. Tan amplia que alcanza a todos, incluso a los mismos judíos, entonces tan menospreciados. Una caridad que llega a simbolizarse en el asilo que logra construir para acoger a trece pobres, en honor de Cristo y de los doce apóstoles. Una caridad que le lleva también a realizar una hermosa obra al servicio de los caminantes: las crecidas del río Hers les causaban muchas dificultades y Raimundo encuentra la manera de construir rápidamente dos puentes de piedra.

Pero hay una cosa que le causa profundo sentimiento. La basílica de San Sernín, que había comenzado con tan buenos auspicios, se encontraba, sin embargo, casi detenida en su edificación. El pueblo se había cansado, y en Tolosa cundía el desaliento ante la enormidad del trabajo que quedaba por realizar. En ese momento toma Raimundo la dirección de la obra, que habría de conservar hasta el mismo día de su muerte. Todo cambia al contacto con su entusiasmo y su tenacidad. Trabajador infatigable, siempre en su puesto para dirigir y estimular a los obreros, va resolviendo al mismo tiempo las dificultades de carácter técnico, que no eran pequeñas, y las de orden económico, mayores aún. Cuidando con amor de todos y cada uno de los detalles consigue salvar el plan primitivo, que muchos consideraban completamente imposible. Edifica primero el transepto, después los últimos cuatro trozos de la nave, por fin los muros exteriores de los lados hasta el nivel de las ventanas altas. La muerte le impide acabar por completo la obra, pero, como hemos dicho, el plan primitivo se habrá salvado y sus sucesores, unas veces con mayor rapidez y otras, las más, con lentitud, irán terminando la obra. Sin embargo, aún hoy se puede apreciar en la maravillosa basílica la finura de la decoración y el mimo con que están tratadas las partes edificadas por San Raimundo.

Ocurrió lo que cabía esperar. De una parte, San Raimundo, entregado por completo a su vida de caridad y de trabajo al servicio de la Iglesia, concibió deseos de consagrarse enteramente a Dios. De otra parte, los canónigos no podían mirar con indiferencia a aquel admirable arquitecto que la Providencia les había deparado para terminar la obra emprendida. Raimundo solicitó ser admitido en el Cabildo. Y los canónigos no sólo accedieron, sino que poco después le dieron el cargo de preboste del Cabildo. Canónigo ejemplar, continúa edificando a sus hermanos durante el resto de su vida hasta morir santamente el 3 de julio de 1118.

Numerosos milagros se produjeron en su tumba, y bien pronto fue honrado como un santo. Sin embargo, no se obtuvo la aprobación de su culto por parte de la Santa Sede hasta el año 1652. Con ocasión de una gran epidemia, aplacada por su intercesión, se acrecentó grandemente la devoción hacia él, y el papa Inocencio X aprobó solemnemente su culto.

Su vida no fue escrita hasta el siglo XIII, y de esta única fuente parten todos los conocimientos que de él tenemos. Inocencio X recomendó que se le invocara en las enfermedades. Pero, con razón, varios autores modernos, como los monjes benedictinos de Hautecombe y de París, han señalado la oportunidad de invocarle también como patrono de los arquitectos, de los constructores y de los mismos arqueólogos, ya que manifestó de manera tan admirable su ciencia técnica, su habilidad y su conciencia profesional. En estos tiempos de incertidumbre en cuanto al camino que ha de recorrer el arte sagrado, la protección del santo canónigo tolosano, autor de una de las más maravillosas obras de arte de la cristiandad, podría ser prenda de acierto en tan difíciles problemas.

LAMBERTO DE ECHEVERRÍA

2 jul 2014

Ofrecimiento al Sagrado Corazón de Jesús



OFRECIMIENTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESUS

¡Divino Corazón de Jesús! Por medio del Corazón Inmaculado de María, te ofrezco las oraciones, obras y trabajos de este día, para corresponder a tu gran amor. Te presento mi vida entera para que se haga tu voluntad y no la mía. Haz que toda mi persona contribuya a la construcción de tu Reino. Que mi corazón responda a los impulsos de tu Corazón. Tu que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Santo Evangelio 2 de Julio de 2014

Día litúrgico: Miércoles XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,28-34): En aquel tiempo, Jesús al llegar a la otra orilla, a la región de los gadarenos, vinieron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros, y tan furiosos que nadie era capaz de pasar por aquel camino. Y se pusieron a gritar: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?». Había allí a cierta distancia una gran piara de puercos paciendo. Y le suplicaban los demonios: «Si nos echas, mándanos a esa piara de puercos». Él les dijo: «Id». Saliendo ellos, se fueron a los puercos, y de pronto toda la piara se arrojó al mar precipicio abajo, y perecieron en las aguas. Los porqueros huyeron, y al llegar a la ciudad lo contaron todo y también lo de los endemoniados. Y he aquí que toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, en viéndole, le rogaron que se retirase de su término.


Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Le rogaron que se retirase de su término

Hoy contemplamos un triste contraste. “Contraste” porque admiramos el poder y majestad divinos de Jesucristo, a quien voluntariamente se le someten los demonios (señal cierta de la llegada del Reino de los cielos). Pero, a la vez, deploramos la estrechez y mezquindad de las que es capaz el corazón humano al rechazar al portador de la Buena Nueva: «Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, en viéndole, le rogaron que se retirase de su término» (Mt 8,34). Y “triste” porque «la luz verdadera (...) vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1,9.11).

Más contraste y más sorpresa si ponemos atención en el hecho de que el hombre es libre y esta libertad tiene el “poder de detener” el poder infinito de Dios. Digámoslo de otra manera: la infinita potestad divina llega hasta donde se lo permite nuestra “poderosa” libertad. Y esto es así porque Dios nos ama principalmente con un amor de Padre y, por tanto, no nos ha de extrañar que Él sea muy respetuoso de nuestra libertad: Él no impone su amor, sino que nos lo propone.

Dios, con sabiduría y bondad infinitas, gobierna providencialmente el universo, respetando nuestra libertad; también cuando esta libertad humana le gira las espaldas y no quiere aceptar su voluntad. Al contrario de lo que pudiera parecer, no se le escapa el mundo de las manos: Dios lo lleva todo a buen término, a pesar de los impedimentos que le podamos poner. De hecho, nuestros impedimentos son, antes que nada, impedimentos para nosotros mismos.

Con todo, uno puede afirmar que «frente a la libertad humana Dios ha querido hacerse “impotente”. Y puede decirse asimismo que Dios está pagando por este gran don [la libertad] que ha concedido a un ser creado por Él a su imagen y semejanza [el hombre]» (Juan Pablo II). ¡Dios paga!: si le echamos, Él obedece y se marcha. Él paga, pero nosotros perdemos. Salimos ganando, en cambio, cuando respondemos como Santa María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

San Francisco de Jerónimo. 2 de Julio



2 de julio

FRANCISCO DE JERÓNIMO


San Francisco de Jerónimo, nacido en Prolagia (Nápoles) en 1642 y muerto en esta ciudad en 1716, canonizado por Gregorio XVI en 1839. Fue el Juan de Ávila de la región napolitana. Sus principales obras fueron la fundación del Círculo Católico de obreros y la comunión general de cada mes, a la que solían acudir más de veinte mil personas. Dios le concedió largamente el don de profecía y de milagros. Además de sus misiones y Ejercicios, predicaba sin cesar en las iglesias y plazas, porque las multitudes que le seguían arrebatadas por su elocuencia, no cabían en el sagrado recinto. Fue el predicador más popular de su época: al bendecir a San Alfonso de Ligorio, le predijo que llegaría a los noventa años y que haría gran bien a la Iglesia.

1 jul 2014

Santo Evangelio 1 de Julio de 2014

Día litúrgico: Martes XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,23-27): En aquel tiempo, Jesús subió a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero Él estaba dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Díceles: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza. Y aquellos hombres, maravillados, decían: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?».


Comentario: Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet (Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)
Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza

Hoy, Martes XIII del tiempo ordinario, la liturgia nos ofrece uno de los fragmentos más impresionantes de la vida pública del Señor. La escena presenta una gran vivacidad, contrastando radicalmente la actitud de los discípulos y la de Jesús. Podemos imaginarnos la agitación que reinó sobre la barca cuando «de pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas» (Mt 8,24), pero una agitación que no fue suficiente para despertar a Jesús, que dormía. ¡Tuvieron que ser los discípulos quienes en su desesperación despertaran al Maestro!: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mt 8,25).

El evangelista se sirve de todo este dramatismo para revelarnos el auténtico ser de Jesús. La tormenta no había perdido su furia y los discípulos continuaban llenos de agitación cuando el Señor, simplemente y tranquilamente, «se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza» (Mt 8,26). De la Palabra increpatoria de Jesús siguió la calma, calma que no iba destinada sólo a realizarse en el agua agitada del cielo y del mar: la Palabra de Jesús se dirigía sobre todo a calmar los corazones temerosos de sus discípulos. «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8,26).

Los discípulos pasaron de la turbación y del miedo a la admiración propia de aquel que acaba de asistir a algo impensable hasta entonces. La sorpresa, la admiración, la maravilla de un cambio tan drástico en la situación que vivían despertó en ellos una pregunta central: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mt 8,27). ¿Quién es el que puede calmar las tormentas del cielo y de la tierra y, a la vez, las de los corazones de los hombres? Sólo quien «durmiendo como hombre en la barca, puede dar órdenes a los vientos y al mar como Dios» (Nicetas de Remesiana).

Cuando pensamos que la tierra se nos hunde, no olvidemos que nuestro Salvador es Dios mismo hecho hombre, el cual se nos acerca por la fe.

Preciosisima Sangre de Cristo, 1 de Julio

1 de julio

LA PRECIOSÍSIMA SANGRE
DE NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO


¡Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa de Cristo; de esa Sangre, fruto de un seno generoso, que el Rey de las gentes derramó para rescate del mundo: "in mundi praetium"!

 Pero, antes de que la lengua cante gozosa y el corazón se explaye en afectos de gratitud y amor, es necesario que medite la inteligencia las sublimidades del Misterio de Sangre que palpita en el centro mismo de la vida cristiana.

 Hay tres hechos que se dan, de modo constante y universal, a través de la historia del hombre: la religión, el sacrificio y la efusión de sangre.

 Los más eminentes antropólogos han considerado la religiosidad como uno de los atributos del género humano. La función céntrica de toda forma religioso-social ha sido siempre el sacrificio. Este se presenta como la ofrenda a Dios de alguna cosa útil al hombre, que la destruye en reconocimiento del supremo dominio del Señor sobre todas las cosas y con carácter expiatorio. Por lo que se refiere a la efusión de sangre, observamos que el sacrificio —al menos en su forma más eficaz y solemne— importa la idea de inmolación o mactación de una víctima, y, por lo mismo, el derramamiento de sangre, de modo que no hay religión que, en su sacrificio expiatorio, no lleve consigo efusión de sangre de las víctimas inmoladas a la divinidad.

 La sangre es algo que repugna y aparta, sobre todo si se trata de sangre humana. Sin embargo, en los altares de todos los pueblos, en el acto, cumbre en que el hombre se pone en relación con Dios, aparece siempre sangre derramada.

 Así lo hace Abel, a la salida del paraíso (Gen. 4, 4), y Noé, al abandonar el arca (Gen. 8, 20-21). El mismo acto repite Abraham (Gen. 15, 10). Y sangre emplea Moisés para salvar a los hijos de Israel en Egipto (Ex. 12, 13), para adorar a Dios en el desierto (Ex. 14, 6) y para purificar a los israelitas (Heb. 9, 22). Una hecatombe de víctimas inmoladas solemnizó la dedicación del templo de Salomón.

 Y no es sólo el pueblo escogido el que hace de la sangre el centro de sus funciones religiosas más solemnes, sino que son también los pueblos gentiles; en ellos encontramos igualmente víctimas y altares de sacrificio cubiertos de sangre, como lo cuentan Homero y Herodoto en la narración de sus viajes.

 Adulterado el primitivo sentido de la efusión de sangre, en el colmo de la aberración, llegaron los pueblos idólatras a ofrecer a los dioses falsos la sangre caliente de víctimas humanas. Niños, doncellas y hombres fueron inmolados, no sólo en los pueblos salvajes, sino también en las cultas ciudades. Y todavía, cuando los conquistadores españoles llegaron a Méjico, quedaron horripilados a la vista de los sacrificios humanos. Los sacerdotes idólatras sacrificaban anualmente miles de hombres, a los que, después de abrirles vivos el pecho, sacaban el corazón palpitante para exprimirlo en los labios del ídolo,

 El hecho histórico, constante y universal, del derramamiento de sangre como función religiosa principal de los pueblos encierra en sí un gran misterio, cuya clave para descifrarlo se halla entre dos hechos también históricos, uno de partida y otro de llegada, de los que uno plantea el tremendo problema y el otro lo resuelve, para alcanzar su punto culminante en el "himno nuevo”, que eternamente cantan los ancianos ante el Cordero sacrificado (Apoc. 7, 14), al que rodean los que, viniendo de la gran tribulación, lavaron y blanquearon sus túnicas en la Sangre del Cordero (ibid.), y vencieron definitivamente, por la virtud de la Sangre, al dragón infernal (cf. Apoc. 12, 11).

 El pecado original creó un estado de discordia y enemistad entre Dios y el hombre. Consecuencia del pecado fue la siguiente: Dios, en el cielo, ofendido; el hombre, en la tierra, enemigo de Dios, y Satanás, "príncipe de este mundo" (lo. 12, 31), al que reduce a esclavitud.

 En la conciencia del hombre desgraciado quedó el recuerdo de su felicidad primera, la amargura de su deslealtad para con el Creador, el instinto de recobrar el derecho a sus destinos gloriosos y el ansia de reconciliarse con Dios.

 ¡Y surge el fenómeno misterioso de la sangre! El hombre siente en lo más íntimo de su naturaleza que su vida es de Dios y que ha manchado esta vida por el pecado original y por sus crímenes personales. La voz de la naturaleza, escondida en lo íntimo de su conciencia, le exige que rinda al supremo Hacedor el homenaje de adoración que le es debido, y, después de la caída desastrosa, le reclama una condigna expiación. Adivina el hombre la fuerza y el valor de la sangre para su reconciliación con Dios, pues en la sangre está la vida de la carne, ya que la sangre es la que nutre y restaura, purifica y renueva la vida del hombre; sin ella, en las formas orgánicas superiores, es imposible la vida: al derramarse la sangre sobreviene la muerte.

 Por otra parte, si en la sangre está la vida —vida que manchó el pecado—, extirpar la vida será borrar el pecado. De ahí que el hombre, llevado por su instinto natural, se decide a "hacer sangre", eligiendo para este oficio a "hombres de sangre", como han llamado algunas razas a sus sacerdotes, para que, con los sacrificios cruentos, rindan, en nombre de todos, homenaje y expiación a la divinidad. Dios mostró su agrado por estos sacrificios (Gen. 4, 4; 8, 21) y consagró con sus mandatos esta creencia al ordenar el culto del pueblo hebreo (Lev. 1, 6; 17, 22).

 La sangre, por representar la vida, fue entonces elegida como el instrumento más adecuado para reconocer el supremo dominio de Dios sobre la vida y sobre todas las cosas y para expiar el pecado. Por eso Virgilio, al contemplar la efusión de sangre de la víctima inmolada, dirá poéticamente que es el alma vestida de púrpura la que sale del cuerpo sacrificado (Eneida, 9,349).

 Pero como el hombre no podía derramar su propia sangre ni la de sus hermanos, buscó un sustituto de su vida en la vida de los animales, especialmente en la de aquellos que le prestaban mayor utilidad, y los colocó sobre los altares, sacrificándolos en adoración y en acción de gracias, para impetrar los dones celestes y para que le fueran perdonados sus pecados. He aquí descifrado el misterio del derramamiento de sangre. Su universalidad hace pensar si sería Dios mismo el que enseñara a nuestros primeros padres esta forma principal del culto religioso.

 Los sacrificios gentílicos, aun en medio de sus aberraciones, no eran otra cosa que el anhelo por la verdadera expiación. Por eso se ofrecían animales inmaculados o niños inocentes, buscando una ofrenda enteramente pura. Pero vana era la esperanza de reconciliación con Dios por medio de los animales: no hay paridad entre la vida de un animal y el pecado de un hombre (cf. Heb. 10, 4). Era inútil para ello la efusión de sangre humana, de niños y doncellas, que eran sacrificados a millares: no se lava un crimen con otro crimen, ni se paga a Dios con la sangre de los hombres.

 Quedaban los sacrificios del pueblo judío, ordenados y queridos por Dios, pero en ellos no había más que una expiación pasajera e insuficiente.

 Los sacrificios judaicos, especialmente el sacrificio del Cordero pascual y el de la Expiación, tenían por fin principal anunciar y representar el futuro sacrificio expiatorio del Redentor (Heb. 10, 1-9). Estos sacrificios no tenían más valor que su relación típica con un sacrificio ideal futuro, con una Sangre inocente y divina que había de derramarse para nivelar la justicia de Dios y poner paz entre Él y los hombres (cf. Cor, 2, 17). Todo el Antiguo Testamento estaba lleno de sangre, figura de la Sangre de Cristo, que había de purificarnos a todos y de la que aquélla recibía su eficacia. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran, en efecto, de un valor limitado, pues su eficacia se reducía a recordar a los hombres sus pecados y a despertar en ellos afectos de penitencia, significando una limpieza puramente exterior, por medio de una santidad legal, que se aviniera con las intenciones del culto, pero que no podía obrar su santificación interior.

 Por lo demás, Dios sentía ya hastío por los sacrificios de animales, ofrecidos por un pueblo que le honraba con los labios, pero cuyo corazón estaba lejos de Él (cf. Mt. 15, 8). "¡Si todo es mío! ¿Por qué me ofrecéis inútilmente la sangre de animales, si me pertenecen todos los de las selvas? No ofrezcáis más sacrificios en vano" (Is. 1, 11-13; 40, 16; Ps. 49, 10).

 Para reconciliar al mundo con Dios se necesitaba sangre limpia, incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había ofendido a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como precio de la redención y de la paz; sangre representativa y sustitutiva de la de todos los hombres, porque todos estaban enemistados con Dios. ¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de Cristo, Hijo de Dios!

 Esta sola es incontaminada, como de Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de valor infinito, porque es sangre divina; representativa de toda la sangre humana manchada por el pecado, porque Dios cargará a este, su divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is. 53, 6).

 Si los hombres tuvieron facilidad para venderse, observa San Agustín, ahora no la tenían para rescatarse; pero aún más, no tenían siquiera posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un ímpetu inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente" (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una sola oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb. 10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su deuda con precio infinito; alejado de Él, pudo acercarse con confianza (Heb. 10, 19-22); degradado por la hecatombe de origen, fue rehabilitado y restituido a su primitiva dignidad. Se había acabado todo lo viejo; la reconciliación estaba hecha por medio de Jesucristo; Dios y el hombre habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo Jesús. Todo había sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de la Cruz (2 Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).

 La sangre real de Cristo (Lc. 1, 32; Apoc. 22, 16), divina y humana, sangre preciosa, precio del mundo, había realizado el milagro. El rescate fabuloso estaba pagado. "Nada es capaz de ponérsele junto para compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha podido comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos" (San Agustín).

 Pudo Jesucristo redimir al mundo sin derramar su Sangre; pero no quiso, sino que vivió siempre con la voluntad de derramarla por entero. Hubiera bastado una sola gota para salvar a la humanidad; pero Jesús quiso derramarla toda, en un insólito y maravilloso heroísmo de caridad, fundamento de nuestra esperanza.

 ¡Oh generoso Amigo, que das la vida por tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo. 15, 13: 10, 15). ¡Y nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se nos presenta como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su santidad inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el anhelo, por la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su Sangre redentora.

 "¡Sangre y fuego, inestimable amor!", exclamaba Santa Catalina de Siena. "La flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió del todo y en todo el cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre" (SAN BUENAVENTURA, La vid mística, 23).

 Las tres formas legítimas de religión con las que Dios ha querido ser honrado a lo largo de los siglos (patriarcal, mosaica y cristiana) están basadas en un pacto que regula las relaciones entre Dios y el hombre; pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8; Mt. 26, 8; Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de Jesucristo es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.

 Cada uno de estos pactos es un mojón de la misericordia de Dios, que orienta la ruta de la humanidad en su camino de aproximación a la divinidad: caída del hombre, vocación de Abraham, constitución de Israel, fundación de la Iglesia.

 Todo pacto tiene su texto. El texto del Nuevo Testamento es el Evangelio en su expresión más comprensiva, que significa el cúmulo de cosas que trajo el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el nombre de la "Buena Nueva". Buena Nueva que comprende al mismo Jesucristo, alfa y omega de todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo Místico, con su ley, su culto y su jerarquía; los sacramentos, que canalizan la gracia, participación de la vida de Dios, y el texto precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos apostólicos, llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y monumento de sabiduría del cielo y de la tierra.

 Además, el Pacto lleva consigo compromisos y obligaciones que Cristo ha cumplido y sigue cumpliendo, y debe cumplir también el cristiano. Antes de ingresar en el cristianismo y de ser revestidos con la vestidura de la gracia hicimos la formalización del Pacto de sangre, con sus renuncias y con la aceptación de sus creencias. "¿Renuncias?... ¿Crees?..., nos preguntó el ministro de Cristo. "¡Renuncio! ¡Creo!" "¿Quieres ser bautizado?" "¡Quiero!" Y fuimos bautizados en el nombre de la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que entendiéramos que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de Dios. Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no ha sido dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que quiere, suplicio para el que la rehusa" (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest. Pret. Sanguinis).

 El pacto de paz y reconciliación tendrá su confirmación total en la vida eterna. "Entró Cristo en el cielo —dice Santo Tomás— y preparó el camino para que también nosotros entráramos por la virtud de su Sangre, que derramó en la tierra" (3 q.22 a.5).

 "No os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo", advierte San Pablo (1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y radiante —por una vida intachable y una conducta auténticamente cristiana— a imagen soberana de Dios, impresa en nosotros por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada en nuestra alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos a la misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión para beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).

 En esta hora de sangre para la humanidad sólo los rubíes de la Sangre de Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena. "os suplico, por el amor de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo", pues es sangre dulcísima y pacificadora, en la que "se apagan todos los odios y la guerra, y toda la soberbia del hombre se relaja".

 Si para el mundo es ésta una hora de sangre, para el cristiano ha sonado la hora de la santidad. Lo exige la Sangre de Cristo. "Sed. Santos —amonestaba San Pedro a la primera generación cristiana—, sed santos en toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os ha llamado a la santidad... Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con el valor de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo, que es como de Cordero incontaminado e inmaculado" (1 Petr. 1, 15-18).

 Roguemos al Dios omnipotente y eterno que, en este día, nos conceda la gracia de venerar, con sentida piedad, la Sangre de Cristo, precio de nuestra salvación, y que, por su virtud, seamos preservados en la tierra de los males de la vida presente, para que gocemos en el cielo del fruto sempiterno (Colecta de la festividad).

 ¡Acuérdate, Señor, de estos tus siervos, a los que con tu preciosa Sangre redimiste!

 JUAN HERVÁS BENET

30 jun 2014

Oración al Niño Jesús, ante la adversidad



ANTE LA ADVERSIDAD

Niño Jesús: Tú eres el Rey de la Paz, ayúdame a aceptar sin amarguras las cosas que no puedo cambiar.

Tú eres la fortaleza del cristiano; dame valor para transformar aquello que en mí debe mejorar.

Tú eres la sabiduría eterna; enséñame en cada instante como debo obrar para agradar más a Dios y hacer mayor bien a las demás personas. Te lo suplico, por los méritos de tu infancia a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Santo Evangelio 30 de Junio de 2014

Día litúrgico: Lunes XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,18-22): En aquel tiempo, viéndose Jesús rodeado de la muchedumbre, mandó pasar a la otra orilla. Y un escriba se acercó y le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas». Dícele Jesús: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Otro de los discípulos le dijo: «Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre». Dícele Jesús: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos».


Comentario: Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells (Salt, Girona, España)
Sígueme

Hoy, el Evangelio nos presenta —a través de dos personajes— una cualidad del buen discípulo de Jesús: el desprendimiento de los bienes materiales. Pero antes, el texto de san Mateo nos da un detalle que no querría pasar por alto: «Viéndose Jesús rodeado de la muchedumbre...» (Mt 8,18). Las multitudes se reúnen cerca del Señor para escuchar su palabra, ser curados de sus dolencias materiales y espirituales; buscan la salvación y un aliento de Vida eterna en medio de los vaivenes de este mundo.

Como entonces, algo parecido pasa en nuestro mundo de hoy día: todos —más o menos conscientemente— tenemos la necesidad de Dios, de saciar el corazón de los bienes verdaderos, como son el conocimiento y el amor a Jesucristo y una vida de amistad con Él. Si no, caemos en la trampa de querer llenar nuestro corazón de otros “dioses” que no pueden dar sentido a nuestra vida: el móvil, Internet, el viaje a las Bahamas, el trabajo desenfrenado para ganar más y más dinero, el coche mejor que el del vecino, o el gimnasio para lucir el mejor cuerpo del país.... Es lo que les pasa a muchos actualmente. 

En contraste, resuena el grito lleno de fuerza y de confianza del Papa Juan Pablo II hablando a la juventud: «Se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo». Para eso es preciso, como el Señor, el desprendimiento de todo aquello que nos ata a una vida demasiado materializada y que cierra las puertas al Espíritu.

«El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (...). Sígueme» (Mt 8,22), nos dice el Evangelio de hoy. Y san Gregorio Magno nos recuerda: «Tengamos las cosas temporales para uso, las eternas en el deseo; sirvámonos de las cosas terrenales para el camino, y deseemos las eternas para el fin de la jornada». Es un buen criterio para examinar nuestro seguimiento de Jesús.

30 de junio Primeros mártires de la Iglesia Romana

30 de junio

Primeros mártires de la Iglesia Romana


Nada sabemos de sus nombres, salvo que los apóstoles Pedro y Pablo encabezaron este ejército de los primeros mártires romanos, víctimas en el año 64 de la persecución de Nerón tras el incendio de Roma. A veces me he preguntado si estaría entre ellos una ilustre dama romana, Pomponia Graecina, esposa de Aulo Plaucio, gobernador de Britania. Antiguas leyendas incluso hacen de Pomponia una princesa britana y la relacionan con los orígenes del cristianismo en las Islas Británicas. Pero no parece probable que aquella mujer se contara entre los mártires de la primera persecución contra los cristianos. Sin embargo, hay indicios escritos y arqueológicos que permiten asegurar que hacia el año 57 ó 58, Pomponia dio también testimonio, aunque incruento, de su fe cristiana. Los Anales de Tácito (XIII, 32) aseguran que fue acusada de “superstición extranjera”, algo que podría hacer referencia a su condición de cristiana. Se constituyó un tribunal doméstico, presidido por su marido, y que finalmente proclamó la inocencia de la esposa, tras una indagación sobre su vida y su fama. Con todo, Tácito atribuye a Pomponia el carácter de “una persona afligida”, alguien que durante cuarenta años llevó luto por el asesinato de Julia, una víctima más entre los miembros de una familia imperial, diezmada por las ejecuciones o envenenamientos que el círculo del poder disponía de forma arbitraria. Acaso esa aflicción no procediera de una mera tristeza humana sino del deseo de mantenerse al margen de una sociedad marcada por el crimen y la corrupción. Quizás la tristeza que Tácito ve en Pomponia no fuera tal sino un aire de seriedad, una expresión de desaprobación por un ambiente en el que no se respira a gusto, pero en el que hay que estar necesariamente en función de las obligaciones familiares y sociales. Habría que pensar que Pomponia no borraría por completo su afabilidad femenina y su “saber estar”, pese a algunas apariencias externas. En el cristiano no puede caber la tristeza. Las únicas lágrimas que puede derramar son las del amor, como las que derramó Cristo a la vista de Jerusalén. Pero cuando alrededor de alguien, se extienden las risas maliciosas, las alusiones de dudoso gusto y, en general, todas las dimensiones de las lenguas desatadas, es comprensible que pueda adoptar una expresión de seriedad. Sea como fuere, Pomponia padeció en su fama y en su ánimo por seguir a Cristo. Como en todas las épocas, los cristianos que están en el mundo, pero no son del mundo, son señalados con el dedo, tachados de locos o etiquetados con calumnias.

Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe” (Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”, “atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.

Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón, una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis, homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle delante de los hombres.