17 ene 2015

Santo Evangelio 17 de Abril de 2015



Día litúrgico: Sábado I del tiempo ordinario

Santoral 17 de Enero: San Antonio, abad

Texto del Evangelio (Mc 2,13-17): En aquel tiempo, Jesús salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a Él, y Él les enseñaba. Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme». Él se levantó y le siguió. Y sucedió que estando Él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían. Al ver los escribas de los fariseos que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos: «¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?». Al oír esto Jesús, les dice: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».


Comentario: Rev. D. Joaquim MONRÓS i Guitart (Tarragona, España)
No he venido a llamar a justos, sino a pecadores

Hoy, en la escena que relata san Marcos, vemos cómo Jesús enseñaba y cómo todos venían a escucharle. Es manifiesto el hambre de doctrina, entonces y también ahora, porque el peor enemigo es la ignorancia. Tanto es así, que se ha hecho clásica la expresión: «Dejarán de odiar cuando dejen de ignorar».

Pasando por allí, Jesús vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado donde cobraban impuestos y, al decirle «sígueme», dejándolo todo, se fue con Él. Con esta prontitud y generosidad hizo el gran “negocio”. No solamente el “negocio del siglo”, sino también el de la eternidad.

Hay que pensar cuánto tiempo hace que el negocio de recoger impuestos para los romanos se ha acabado y, en cambio, Mateo —hoy más conocido por su nuevo nombre que por el de Leví— no deja de acumular beneficios con sus escritos, al ser una de las doce columnas de la Iglesia. Así pasa cuando se sigue con prontitud al Señor. Él lo dijo: «Y todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campo por mi nombre, recibirá el ciento por uno y gozará de la vida eterna» (Mt 19,29).

Jesús aceptó el banquete que Mateo le ofreció en su casa, juntamente con los otros cobradores de impuestos y pecadores, y con sus apóstoles. Los fariseos —como espectadores de los trabajos de los otros— hacen presente a los discípulos que su Maestro come con gente que ellos tienen catalogados como pecadores. El Señor les oye, y sale en defensa de su habitual manera de actuar con las almas: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17). Toda la Humanidad necesita al Médico divino. Todos somos pecadores y, como dirá san Pablo, «todos han pecado y se han privado de la gloria de Dios» (Rm 3,23).

San Antonio Abad, 17 de Enero



17 de enero

San Antonio Abad
(† 356)

 
El lector habrá de hacer un esfuerzo y trasladarse con nosotros muy lejos, en el tiempo y en el espacio. Debemos situarnos en el bajo Egipto, cerca del gran Delta del Nilo, al Sur de Menfis, en un pequeño poblado, Queman, que seguramente se identifica con el actual Quaeman - el -‘Arous, allá por la segunda mitad del sigo III.

Era Egipto, en aquellos tiempos agitados por las herejías, en especial por el arrianismo, foco de correcta ortodoxia y cuna de varones ilustres, luchadores gigantescos contra Arrio y sus secuaces. No obstante las persecuciones, florecía la Iglesia en todo sentido y es entonces cuando comienza a notarse el fenómeno de algunos cristianos que, ansiosos de llevar una vida más perfecta, de acercarse más a Dios sin los estorbos que puede ofrecer el trato con los demás, abandonaban la vida de familia, yéndose a vivir a pequeñas casas situadas cerca de los pueblos donde tenían sus moradas y allí, relativamente solos, se dedicaban a una vida de austeridad y de contemplación.

Entre los ascetas que rodeaban la villa de Queman comenzó a verse, hacia el año 269 (6 271), un joven de dieciocho o veinte años, llamado Antonio.

Era, ciertamente, un joven singular. Sus padres, que acababan de morir, habíanle dejado una copiosa herencia y el cargo de tutelar a una hermaníta menor. Un buen día Antonio entra en la iglesia y escucha del sacerdote las palabras evangélicas: "Ve, vende lo que tienes. dalo a los pobres..." Fue a los seis meses de quedar huérfano, deja sus tierras y posesiones a sus convecinos; vende todos sus muebles, reservando solamente lo necesario para el sustento de su hermana. Pero otra vez escucha en la iglesia la voz del Evangelio que le amonesta a no atesorar para el día de mañana, dejando a Dios todo cuidado. En consecuencia, se despoja definitivamente de todo, confía su hermana a un grupo de vírgenes que observaban los consejos evangélicos viviendo en común y, rompiendo todas las cadenas que le sujetaban al mundo, a imitación de un asceta que vivía a las afueras del pueblo, comienza en una a modo de ermita vida retirada y ascética.

Pasaron años. Luchaba Antonio con todas sus fuerzas por adelantar en el camino emprendido. Frecuentaba el trato de los ascetas vecinos, codicioso de aprender de ellos los secretos del reino de Dios, de imitar sus virtudes. Comenzó a extenderse su fama.

Sí es cierto que todos los santos brillan con fulgor espiritual propio, parece que a San Antonio quiso elegirle Dios para enseñarnos a los demás hombres a luchar contra el demonio. Efectivamente, ya en este primer retiro el enemigo le asalta constante y visiblemente con tentaciones, de impureza sobre todo. Antonio lucha virilmente. Siguiendo el consejo evangélico se da a la oración y al ayuno. Come una vez al día solamente. Pasa las noches en vigilia. Dentro de semejantes luchas y trabajos, Antonio siente en el alma una potente voz interior: la llamada de la soledad absoluta. Había aprendido cuanto los demás podían enseñarle; era capaz ya, sin temeridad alguna, de verse a solas con Dios. Huye hacia los montes líbicos. Encuentra una tumba vacía. Un amigo se presta a llevarle de cuando en cuando el alimento imprescindible. El demonio redobla sus ataques, causando a veces ruidos tan fuertes que daban espanto. Se le aparece bajo la forma de terribles fieras que le originan sufrimientos indecibles; con el aspecto de hermosas mujeres que le invitan a la fornicación. Tan duras son las batallas que ha de sostener, que, en una ocasión. el amigo que le llevaba de comer le encuentra a la entrada de la choza completamente exánime. Creyéndole muerto, se lo lleva a la población vecina y cuando está disponiéndole los funerales, Antonio se recobra y vuelve a su refugio, a la lucha incesante, en medio de la cual a veces viene el Señor a reforzarle en apariciones consolatorias.

Su fama le ha venido siguiendo y los hombres tornan a molestar su quietud. Otra vez vuelve a sentir la apremiante llamada de la soledad. Pasa a la orilla derecha del Nilo. En Pispir, cerca de Der – e l – Meimun, en un repliegue de los montes arábigos, encuentra una vieja fortaleza abandonada en medio de un espantoso desierto, sí bien provista de abundante agua. El edificio estaba infectado de serpientes, que huyen a su sola presencia. Convino Antonio con un amigo que le trajese pan dos veces al año (en Tebas duraba el pan incorrupto hasta un año y era costumbre tebana guardarlo para seis meses). Inmediatamente procedió a defender su soledad levantando un muro que le aislase por completo de la vista y trabo de los hombres, de tal forma que ni aun hablaba con su amigo, quien le arrojaba el pan por encima del muro y de igual forma recogía las espuertas que hacía Antonio para huir de la ociosidad con el trabajo de sus manos. Tenía nuestro asceta treinta y cinco años y corría el 285 de nuestra era.

Aquí pasó veinte años sin interrupción. Sus familiares iban muchas veces a verle para hablar con él; las gentes venían a pedirle consuelos, consejos, milagros. Juntamente con esto sentía redoblarse los ataques del diablo. Los ecos de sus luchas eran tan fuertes y ruidosos, que llenaban de pavor a los viandantes que pasaban cerca del lugar. No obstante hallarse encerrado, debían sus palabras poseer tal fuerza de persuasión que, poco a poco, fueron acudiendo las gentes y acampando de manera estable junto a la fortaleza, a fin de beneficiarse continuamente de sus ejemplos y consejos. Un día ya no pudo contenerse la impaciencia de sus admiradores y, uniéndose, derribaron el muro construido por Antonio. Habían pasado veinte años y no se notaban en su rostro ni en su aspecto huellas de la extrema dureza de su ascesis. Todo él respiraba serenidad e íntima pureza. Pronto se llenó la montaña de hombres que iban a pedirle alientos y fuerzas para llevar una vida semejante a la suya. La montaña se llenó de ermitaños. Constantemente resonaban en ella las divinas alabanzas. Se practicaba una pobreza heroica, una caridad perfecta. Los eremitas vivían solos, o en pequeños grupos. Antonio nunca fue, propiamente, su superior; era, simplemente, una norma de vida, un ejemplo a imitar. Curaba enfermos, expulsaba demonios, enseñaba a amar al prójimo con perfección; amaestraba en la lucha contra el diablo, cuyos ardides y la forma de protegerse de ellos conocía perfectamente. San Atanasio, que fue su discípulo, nos ha recogido su doctrina en forma de un largo discurso: Antonio enseñaba que la meditación de los novísimos fortalece al alma contra las pasiones y el demonio, contra la impureza. Si viviésemos, decía, como si hubiésemos de morir cada día, no pecaríamos jamás. Para luchar contra el demonio son infalibles la fe, la oración, el ayuno y la señal de la cruz. El demonio teme, enseñaba, los ayunos de los ascetas, sus vigilias y oraciones, la mansedumbre, la paz interior, el desprecio de las riquezas y de las glorias vanas del mundo, la humildad, el amor a los pobres, las limosnas, la suavidad de costumbres y, sobre todo, el ardiente amor a Cristo.

Era el 305. Acababa de nacer, aun sin propósito premeditado de Antonio, el monacato oriental. Y aunque hubo quienes expresaron sus temores acerca de una posible infiltración de espíritu de independencia y separación de la Iglesia, la probada ortodoxia y la prudencia del Santo lograron que tal género de vida se impusiese poco a poco y terminara constituyendo un inapreciable sostén para la Iglesia de la época.

La soledad de Antonio no era infecunda. Enseñaba a preferir sobre todas las cosas la caridad. Así, cuando en el 311 estalló la persecución de Maximino, Antonio voló a Alejandría con algunos de sus monjes para fortalecer a los perseguidos por la fe y compartir con ellos el martirio. Nadie, sin embargo, se opuso a su propósito ni les infirió daño alguno, de forma que, terminada la persecución, volvieron a Pispir.

Antonio volvió cambiado: había comprendido – y lo supo viendo sufrir a los mártires – que el signo de su vivir era la cruz perfecta. Redobló su ascetismo, multiplicó los ayunos, durmió en la tierra desnuda o en tablas. Nunca se lavó, cambió de ropa, ni usó aceites o perfumes (se piense lo tremenda que es tal mortificación en el Egipto, donde el baño constituye una auténtica necesidad corporal). Y otra vez la llamada del espíritu resonó, fuerte, muy fuerte, en su corazón. Su viaje a Alejandría, su vida entera, le habían hecho más y más famoso entre las gentes, que afluían a él sin cesar. Sintió peligrar su humildad, su silencio. Dios le inspiró de nuevo. Un buen día una caravana de beduinos que iba a internarse en el desierto contempló a un hombre extraño que les pedía unirse a ellos durante el viaje. Vestía túnica de pelos de camello, sujeta por cinturón de cuero; un manto de piel de carnero, con capucha caída por la espalda. Parecía totalmente endiosado.

Fue una larga y dura caminata. Los camellos de los beduinos se internaban por un desierto sin límites, sólo alterado por las dunas; bañado por las noches de un inusitado fulgor de estrellas; abrasado durante el día por el ardiente sol. Tres días con sus noches. A medida que el paso de los camellos iba alejándole de Pispir con sus monjes contemplativos y. sus multitudes ansiosas de curaciones y milagros, Antonio se sentía caminar derecho a la consumación de su vocación. Sabía que Dios le aguardaba en el desierto, lejos, muy lejos de todo.

Llegaron por fin. Habían caminado hacia Oriente, hacia el mar Rojo. Muy cerca ya de éste, en el monte Qolzoum, encontraron un pequeño oasis lleno de palmeras y con alguna tierra laborable. Allí quedó Antonio. Era el año 312; acababa de fundar lo que había de llamarse monasterio de Deir - el - 'Arab.

Los beduinos le proporcionaron una azada y algunas semillas. Algunos discípulos, que no tardaron en visitarle a pesar de los horrores del desierto, le llevaron trigo. Antonio se preocupó de sembrar un trozo de tierra, a fin de poder ayudar a los peregrinos y visitantes. Allí permaneció absolutamente solitario durante dieciocho años, hasta quince antes de su muerte, en que admitió la presencia estable de sus dos discípulos Amathas y Macario.

La vida del Santo en los años siguientes se revela extraordinaria. Regularmente visitaba el monasterio de Pispir, donde le aguardaban sus discípulos y las turbas venían a pedirle milagros. Solamente algunos, los más valientes, se atrevían a visitarle en Deir – el –Arab. Uno de éstos fue San Atanasio, el campeón de la ortodoxia oriental contra los arrianos, quien más tarde escribió su vida, contribuyendo con ello a esparcir por el mundo los ideales de nuestro asceta. Allí le escribió el emperador Constantino pidiéndole sus Oraciones.

Allí refutó filósofos griegos y herejes arrianos, quienes atraídos por su fama y por la circunstancia de que Antonio era analfabeto, fueron a probar su sabiduría. Desde allí combatió el cisma de Melecio de Nicópolis; escribió duramente al obispo Gregorio, suplantador fraudulento de San Atanasio, y a Balacio, quienes habían desencadenado una violenta persecución contra los ascetas y vírgenes ortodoxos; sostuvo el prestigio de San Atanasio.

El 340 fue a visitar a San Pablo, el primer ermitaño. A su llegada. el cuervo que todos los días llevaba a Pablo medio pan como alimento, trajo un pan entero para los dos solitarios.

Antonio se había convertido casi en personaje de leyenda. La fama de sus milagros. de sus doctrinas, de sus austeridades, la noticia de su extremada soledad, habían llenado el mundo de Oriente. Pasaron los años, subido en la contemplación de las noches del desierto, que tan extraño poder tienen para llevar las almas a Dios, para excitar el deseo de los bienes eternos.

Probablemente en el año 355, último de su vida (otros señalan el 338, a la vuelta del primer destierro de San Atanasio), fue a visitar a éste en Alejandría. para animarle y sostenerle con su autoridad legendaria en la lucha contra los arrianos y melecianos. Es indescriptible la impresión que su presencia y sus milagros causaron en la ciudad, donde convirtió muchos herejes e infieles.

Finalmente, el 17 de enero del 356, luego de haber anunciado su muerte, haberse hecho prometer por sus dos discípulos que a nadie revelarían el secreto de su tumba, a fin de evitar honores póstumos; luego de haberles exhortado a la pureza de la fe, entregó su alma a Dios. Antes quiso legar a San Atanasio su túnica de piel de carnero y el antiguo manto que el mismo Atanasio le había regalado y que durante muchos años le había servido de lecho y abrigo. Otro manto dejó a Serapión, obispo de Thmuis. Con ello simbolizaba su unión con la jerarquía y el espíritu de su neta ortodoxia.

En Occidente, desde el 1089, se le comenzó a venerar como abogado contra la peste y epidemias, llegando a fundarse incluso una Orden hospitalaria bajo su advocación.

No obstante la dureza de la vida de San Antonio, podemos apreciar en ella contrastes que nos enseñan cómo algunas veces la santidad suple muchos valores humanos y cómo en otras no solamente no los suprime, sino que los supone y realza.

Cuenta San Atanasio, que le conoció bien, cómo, a pesar de sus ayunos, de su austeridad, jamás exageró. Supo guardar siempre la justa medida; prohibió las demasías en la mortificación entre sus discípulos; enseñó a valorar sobre las cosas exteriores la pureza de corazón y la confianza en Dios. De ordinario mostraba una faz tan resplandeciente de alegría, que por ella le conocían quienes no le habla visto nunca antes. Murió sonriendo.

A pesar de haberse criado y haber envejecido en el desierto, nada se observaba de agreste en sus maneras, sino que todo él respiraba una exquisita educación.

Sorprende su intrépido espíritu apostólico y la integridad de su fe, que le constituyeron en uno de los paladines de la ortodoxia de su tiempo.

No prescribió reglas, ni hábitos especiales a sus discípulos (las reglas que circulan bajo su nombre son apócrifas), pero su influjo personal fue tan hondo que pronto se pobló Egipto, en sus lugares más desérticos y apartados (Celdas, Escita, Nitria), la Siria y el Asia Menor, de monjes que de una forma u otra copiaron su género de vida, que aún perdura en cierto modo entre los monjes del Monte Athos, los cartujos y los camaldulenses.

Sin embargo, la vida de San Antonio encierra una ejemplaridad superior. Es todo un símbolo. Nos dice que los peores enemigos del hombre no son los externos. En la soledad más estricta el hombre lleva consigo su naturaleza caída, propensa al orgullo, a la soberbia interior, a la lujuria, a la que es preciso vigilar y mortificar constantemente si el alma quiere verse libre de sus flaquezas y encontrar a Dios en la paz. Por otro lado, el demonio se encarga de afligir con sus tentaciones (presunción, soberbia, desánimo, falta de fe y confianza) al más retirado de los ermitaños. Es decir, que la vida cristiana es, esencialmente, lucha. Podremos huir del mundo; no podemos despojarnos de nosotros mismos, no podemos evitar los asaltos del demonio, que da vueltas en torno a nosotros buscando a quien devorar, como nos enseña San Pedro. Por eso el desierto se ha convertido en símbolo de lugar de tentaciones y los antiguos lo identificaron muchas veces cual morada de espíritus malignos.

Otra lección del Santo es el inestimable precio de la soledad interior para quien de veras desea darse del todo a Dios. Es menester que ninguna criatura ocupe indebidamente nuestro corazón, que sepamos tenerlo desprendido de todas, de forma que ninguna nos pueda ser impedimento a nuestra carrera hacia la unión con Dios. Espíritu de soledad que, como vemos en nuestro Santo, no es sino una forma superior de caridad, porque solamente el hombre que se ha purificado en soledad, en mortificación, en oración, es capaz de sentir fielmente la caridad y de ejercitarla exponiendo su vida. El solitario, de ninguna manera si es auténticamente discípulo de Cristo se desentiende de los demás. Como puede, desde su soledad, lucha por sostener en la fe, se inmola por su salvación, socorre las almas y los cuerpos. Pocos hombres de su tiempo hicieron tanto bien como San Antonio. La religión cristiana, como enseñaba a sus discípulos para combatirles una desordenada propensión a la soledad egoísta y cómoda, es una profesión, de caridad fraterna.

El solitario no ha de dudar en abandonar su refugio cuando lo piden así las necesidades de la Iglesia y de las almas. Soledad, caridad, las dos inmortales lecciones de San Antonio, o lo que es lo mismo, acción y contemplación, oración y apostolado, dos ejes aparentemente opuestos, pero que se conjugan perfectamente cuando el espíritu que los anima es legítimo espíritu de Cristo. Todos necesitamos ser un poco eremitas si es que, en definitiva, queremos triunfar de los asaltos del demonio y aprender el sublime arte de amar, por Cristo, a nuestros hermanos.

Fray Pedro de Alcántara, O. F.M. 

16 ene 2015

Oración a la Sagrada familia



Sagrada Familia de Nazaret: enséñanos el recogimiento, la interioridad; danos la disposición de escuchar las buenas inspiraciones y las palabras de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad del trabajo de reparación, del estudio, de la vida interior personal, de la oración, que sólo Dios ve en lo secreto;enséñanos lo que es la familia, su comunión de amor, su belleza simple y austera, su carácter sagrado e inviolable. Amén.

Santo Evangelio 16 de Enero de 2015



Día litúrgico: Viernes I del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 2,1-12): Entró de nuevo en Cafarnaum; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y Él les anunciaba la Palabra. 

Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde Él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». 

Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?». Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate, toma tu camilla y anda?’ Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice al paralítico-: ‘A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’». 

Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida».


Comentario: Rev. D. Joan Carles MONTSERRAT i Pulido (Cerdanyola del Vallès, Barcelona, España)
Hijo, tus pecados te son perdonados (...). A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa

Hoy vemos nuevamente al Señor rodeado de un gentío: «Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio» (Mc 2,2). Su corazón se deshace ante la necesidad de los otros y les procura todo el bien que se puede hacer: perdona, enseña y cura a la vez. Ciertamente, les dispensa ayuda a nivel material (en el caso de hoy, lo hace curando una enfermedad de parálisis), pero —en el fondo— busca lo mejor y primero para cada uno de nosotros: el bien del alma.

Jesús-Salvador quiere dejarnos una esperanza cierta de salvación: Él es capaz, incluso, de perdonar los pecados y de compadecerse de nuestra debilidad moral. Antes que nada, dice taxativamente: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5). Después, lo contemplamos asociando el perdón de los pecados —que dispensa generosa e incansablemente— a un milagro extraordinario, “palpable” con nuestros ojos físicos. Como una especie de garantía externa, como para abrirnos los ojos de la fe, después de declarar el perdón de los pecados del paralítico, le cura la parálisis: «‘A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’. Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos» (Mc 2,11-12).

Este milagro lo podemos revivir frecuentemente nosotros con la Confesión. En las palabras de la absolución que pronuncia el ministro de Dios («Yo te absuelvo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo») Jesús nos ofrece nuevamente —de manera discreta— la garantía externa del perdón de nuestros pecados, garantía equivalente a la curación espectacular que hizo con el paralítico de Cafarnaum.

Ahora comenzamos un nuevo tiempo ordinario. Y se nos recuerda a los creyentes la urgente necesidad que tenemos del encuentro sincero y personal con Jesucristo misericordioso. Él nos invita en este tiempo a no hacer rebajas ni descuidar el necesario perdón que Él nos ofrece en su alcoba, en la Iglesia.

San Marcelo, papa y mártir, 16 de Enero



16 Enero

San Marcelo I, Papa y Mártir
(† 308)

 
En la serie de los romanos Pontífices, San Marcelo hace el número treinta. Su pontificado es de muy escasa duración, un año nada más, que transcurre del 308 al 309. Todavía no era la suya una época muy apta para los pontificados largos, aun cuando la salud personal lo hubiera permitido. Si cualquier simple cristiano corría continuos peligros de perder la vida, mucho más los que por imperativo del deber tenían que actuar como jefes de la perseguida comunidad, en este caso con el carácter supremo y forzosamente visible a que su jerarquía le obligaba.

La Iglesia era ya una verdadera potencia en este tiempo. La fuerza avasalladora de su espíritu había ido superando todas las dificultades que, a lo largo del siglo II se levantaron contra ella. Las persecuciones de Decio y Valeriano sirvieron para robustecería. Y cuando el último de éstos murió, prisionero de los persas, su hijo y sucesor, Galieno, optó por abrir una era de tolerancia, como quien está convencido de que era imposible, e incluso injusto, destruir aquella religión que tan firmes raíces había logrado echar en el alma de sus seguidores.

¿Progresaría este convencimiento en sus inmediatos sucesores? La Providencia tenía dispuesto que no fuera así. Todavía habían de tardar en aparecer en el horizonte los días de la paz y la victoria definitivas. Durante los años 284 al 305 tiene lugar el largo reinado de Diocleciano, el cual, respetuoso para con los cristianos, sólo al final se desató en una implacable persecución que había de ser la última, pero también la más violenta y general de cuantas se habían decretado. En los años 303 al 305, cediendo a las instigaciones de Valerio, firmó el emperador sucesivos edictos persecutorios, y en todas las regiones del Imperio, excepto en las Galias y Gran Bretaña, innumerables mártires sellaron con su vida la fe que proclamaban. El papa San Marcelino fue una de sus víctimas en el año 304.

Sucedió a este Pontífice en la silla de Pedro, el presbítero romano Marcelo, que había sido, en los días de la persecución, uno de aquellos héroes tan frecuentes en la Iglesia de entonces, firmes puntales de la comunidad combativa, a la que, superando dificultades sin cuento, había tratado de sostener con su intrépida caridad y arrojado celo. De él la historia nos dice poco, y la leyenda no mucho. Empezando por la fecha misma de su elección, nos encontramos con que ésta no pudo hacerse hasta mayo o junio del 308, según el catálogo liberiano, o en el 307, según otras fuentes, lo cual significa que hubo un paréntesis de tres o cuatro años, desde la muerte del papa anterior, en que la Iglesia estuvo privada de su jefe visible. Al dolor de la sangre derramada por tantos hijos suyos se unió también el de orfandad y el de desamparo.

No hace falta esforzarse mucho para comprender que la única explicación de este hecho se halla en lo inseguro y turbulento de la situación político - religiosa de la época. Era imposible, mientras duraba la tempestad, que se reunieran los obispos que habían de intervenir en la elección. Es cierto que Diocleciano abdicó en el 305, y la persecución cesó. Pero no fue así en el Oriente, y aun en la misma Roma aparecieron intermitentes brotes de la misma aun después de que Majencio quedó como único dueño de esta parte del Imperio.

Elegido, por fin, Marcelo, su tarea principal fue restaurar la disciplina eclesiástica, harto quebrantada como consecuencia de la anterior situación, y reorganizar la jerarquía en los diversos grados entonces existentes Era un hombre de carácter enérgico, aunque templado y sereno; enemigo de estridencias, pero muy tenaz en sus propósitos y valeroso en el mantenimiento de las resoluciones adoptadas. Los que le eligieron conocían sus dotes, y sabían muy bien que era el hombre que las circunstancias reclamaban.

La persecución, sabiamente dirigida mientras duró, había atacado ante todo la organización misma de la vida de la Iglesia. Sus principales objetivos fueron arrasar los templos y lugares de reunión de los cristianos, quemar los libros sagrados y documentos de los archivos, y llevar a la apostasía o a la muerte a los sacerdotes, con preferencia a los simples fieles.

El nuevo Papa se dedicó ardorosamente a habilitar nuevas iglesias, restableció o elevó a veinticinco los títulos presbiterales de la ciudad de Roma, equivalentes a otras tantas parroquias, consagró nuevos obispos y sacerdotes, estableció un nuevo cementerio, que llegó a hacerse famoso, en la Vía Salaria, y abrió las puertas de la reconciliación, no sin exigir la debida penitencia, a quienes, más débiles que apóstatas, se habían separado de la Iglesia en los días amargos y buscaban ahora el abrazo del perdón. Eran los "lapsi" famosos que, con su presencia, tantas veces dieron ocasión en la Iglesia primitiva a conflictos de diversa índole y a doctrinas encontradas, bien por su intolerable rigorismo, bien por su indulgencia inadmisible. De esto último se resentía ahora la tendencia que trataba de prevalecer en Roma. Querían muchos que los que habían sido apóstatas fuesen de nuevo admitidos en la Iglesia sin hacer penitencia. A ello se opuso terminantemente el papa Marcelo.

Con tal motivo, la situación se hizo demasiado tensa entre los partidarios de una y otra tendencia, y llegaron a producirse disturbios y revueltas callejeras en Roma, incluso con derramamiento de sangre. Tachaban al Pontífice de demasiado riguroso, siendo así que él no hacía otra cosa más que mantener la necesaria disciplina penitencial. Esto es lo que dio origen a los llamados cismas romanos. semejantes en algún sentido a los que, por razones de la misma índole, surgirían poco después en Egipto con Melecio y en Africa con los donatistas.

Majencio, que a la sazón gobernaba en Roma, hizo responsable de todo al papa Marcelo y le condenó al destierro, brutal atropello equivalente a un acto de auténtica persecución. No sólo se trataba de la usurpación de funciones en materia religiosa, que en, modo alguno le correspondía. sino de odio manifiesto a la firme actitud que el Pontífice mantenía en defensa de la pureza de la fe y la moral cristiana, y como restaurador de la jerarquía y sus derechos. Poco tiempo después. en enero del 309, según el citado, catálogo, o del 308 según otros, moría el santo Pontífice en su destierro, consumido de dolor y privaciones.

A estos datos, de los que claramente se hace eco San Dámaso en el epitafio que medio siglo después redactó para honrar la memoria de Marcelo, se añaden algunos otros que sólo se encuentran en actas compuestas varios siglos más tarde, en las cuales resulta difícil distinguir lo verdaderamente histórico de lo que la piadosa leyenda pudo haber añadido. Se nos dice que fue condenado a cuidar, como mozo de establo, las bestias de las caballerizas públicas de Roma, hasta que una piadosa matrona cristiana, Lucila, le brindó refugio oculto en su propia mansión. Transformada ésta más tarde en iglesia, a ella acudían los cristianos y desde allí seguía ejerciendo su acción pastoral el perseguido Pontífice. Incluso se habla de unas cartas que escribió a los obispos de Antioquía recomendándoles encarecidamente la unión con la sede de Roma. Hasta que por fin, de nuevo descubierto, el perseguidor llevó su ensañamiento al extremo de trasladar los animales a la casa de Lucila, que, de iglesia, se transformó nuevamente, ahora en un inmundo establo, en el cual se extinguió el valeroso Pontífice en un silencioso y lento martirio, nunca rendido su espíritu indomable. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de Priscila.

Marcelo González.

 

San Marcelo I, Papa 
Ha de ser un fenómeno inexplicable, para los que no crean o no conozcan las promesas de Jesús, la permanencia ininterrumpida de los sucesores de San Pedro, al frente de la Iglesia. En el caso de San Marcelo hubo un intervalo, debido a las crueles persecuciones romanas que sufrió la Iglesia, pero la barca de Pedro salió de nuevo a flote. 

San Marcelo I, es el número treinta de la serie de los Papas. Su pontificado fue muy corto, del año 308 al 309. Pero más largo que el de Marcelo II, en tiempos de San Ignacio de Loyola, que duró apenas tres semanas. 

La Iglesia había salido robustecida de las persecuciones del siglo III. Hubo después de Decio y Valeriano un tiempo de tolerancia que no duró mucho. Diocleciano, en su largo reinado, del año 284 al 305, fue respetuoso al principio. 

Pero al final, del año 303 al 305, se desató una violenta persecución, la más fuerte de las habidas hasta entonces. El emperador publicó varios edictos persecutorios, y en las diversas regiones del Imperio hubo muchos mártires, entre ellos el Papa San Marcelino en el año 304.

Marcelo, que había querido acompañar al Papa en el martirio, fue en las persecuciones el gran animador de la vida cristiana por su caridad y su celo apostólico. Su elección como Papa no pudo hacerse hasta el año 308, según las fuentes más verosímiles, cuatro años después del martirio del Papa San Marcelino. La triste situación de la época obstaculizaba la reunión de los Obispos que habían de elegirle, pues aunque Diocleciano abdicó el año 305, las dificultades siguieron con su sucesor Majencio. 

Los Obispos comprendieron que Marcelo era el hombre que las circunstancias requerían. La persecución había atacado principalmente la organización de la vida de la Iglesia. Habían destruido los templos, quemado los libros sagrados, habían llevado a la apostasía o a la muerte preferentemente a Sacerdotes. Hacía falta, pues, un hombre de temple, suave y fuerte, que restaurara sobre todo la disciplina y la jerarquía. 

El nuevo Papa construyó nuevos templos, consagró Obispos y Sacerdotes, colocó 25 Sacerdotes muy elegidos en otras tantas iglesias de Roma, estratégicamente situadas, y estableció un nuevo cementerio, en la Vía Salaria, con la ayuda de una noble y rica matrona romana, Santa Priscila, que se dedicaba a socorrer a los mártires, a los que luego sepultaba. 

Un problema espinoso tenía que afrontar el Papa. Eran los famosos "lapsi", que por debilidad se habían apartado de la Iglesia en la persecución. Unos exigían un rigorismo intransigente, otros una indulgencia demasiado blanda. El Papa impuso su autoridad. Abrió a todos las puertas de la reconciliación, pero a todos se exigiría la debida penitencia. 

Algunos aún trataron al Papa de demasiado riguroso, lo que originó disturbios y revueltas en Roma, y los llamados "cismas romanos". Con el pretexto de las citadas revueltas, Majencio el ursurpador, que ya que se encontraba seguro, se revolvió contra el Papa. San Marcelo fue primero cruelmente azotado y después condenado a cuidar bestias en las caballerizas romanas. 
En enero del año 309 moría San Marcelo en silencioso martirio. Sus restos descansan bajo el altar mayor de la Iglesia, levantada en su honor, en la ciudad de Roma, en la Vía del Corso, en el lugar donde antes se levantara el establo público al que fue conducido Marcelo.

15 ene 2015

Santo Evangelio 15 de Enero de 2015



Día litúrgico: Jueves I del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 1,40-45): En aquel tiempo, vino a Jesús un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio». Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. Le despidió al instante prohibiéndole severamente: «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio». 

Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a Él de todas partes.


Comentario: Rev. D. Xavier PAGÉS i Castañer (Barcelona, España)
‘Si quieres, puedes limpiarme’ (...). ‘Quiero; queda limpio’

Hoy, en la primera lectura, leemos: «¡Ojalá oyereis la voz del Señor: ‘No queráis endurecer vuestros corazones’!» (Heb 3,7-8). Y lo repetimos insistentemente en la respuesta al Salmo 94. En esta breve cita, se contienen dos cosas: un anhelo y una advertencia. Ambas conviene no olvidarlas nunca. 

Durante nuestro tiempo diario de oración deseamos y pedimos oír la voz del Señor. Pero, quizá, con demasiada frecuencia nos preocupamos de llenar ese tiempo con palabras que nosotros queremos decirle, y no dejamos tiempo para escuchar lo que el Buen Dios nos quiere comunicar. Velemos, por tanto, para tener cuidado del silencio interior que —evitando las distracciones y centrando nuestra atención— nos abre un espacio para acoger los afectos, inspiraciones... que el Señor, ciertamente, quiere suscitar en nuestros corazones.

Un riesgo, que no podemos olvidar, es el peligro de que nuestro corazón —con el paso del tiempo— se nos vaya endureciendo. A veces, los golpes de la vida nos pueden ir convirtiendo, incluso sin darnos cuenta de ello, en una persona más desconfiada, insensible, pesimista, desesperanzada... Hay que pedir al Señor que nos haga conscientes de este posible deterioro interior. La oración es ocasión para echar una mirada serena a nuestra vida y a todas las circunstancias que la rodean. Hemos de leer los diversos acontecimientos a la luz del Evangelio, para descubrir en cuáles aspectos necesitamos una auténtica conversión.

¡Ojalá que nuestra conversión la pidamos con la misma fe y confianza con que el leproso se presentó ante Jesús!: «Puesto de rodillas, le dice: ‘Si quieres, puedes limpiarme’» (Mc 1,40). Él es el único que puede hacer posible aquello que por nosotros mismos resultaría imposible. Dejemos que Dios actúe con su gracia en nosotros para que nuestro corazón sea purificado y, dócil a su acción, llegue a ser cada día más un corazón a imagen y semejanza del corazón de Jesús. Él, con confianza, nos dice: «Quiero; queda limpio» (Mc 1,41).

San Pablo Tebas, 15 de Enero



15 de enero

San Pablo, Primer Ermitaño
(† ca. 341)

 
La aparición de Pablo en el escenario de la vida puede compararse a la de un meteoro cuyo paso es señalado únicamente por medios potentes de captación. En su larga carrera mortal pasó San Pablo desapercibido a los ojos del común de los mortales, y sólo la mirada de águila de San Jerónimo logró captar los destellos de virtud que irradiaba su personalidad desde las fragosidades del desierto de la Tebaida.

Pero hubo un tiempo en que este testimonio de San Jerónimo sobre la vida y virtudes de San Pablo se puso en tela de juicio, y se dudó incluso de la originalidad de su información sobre el santo ermitaño. En efecto, en nombre de la crítica histórica se lanzó la hipótesis de que el Santo Doctor se inspiró en su obra en una versión griega anterior. El famoso padre Juan Bolando afirmó que la redacción latina jeronimiana no era original. Amelineau encontró un texto copto de la vida de San Pablo conteniendo restos de una narración compuesta por un discípulo de San Antonio Abad y utilizada por San Jerónimo. Actualmente se admite que los escritos griegos en torno a la vida de San Pablo dependen del texto jeronimiano. De esta manera la critica histórica, después de dimes y diretes, ha confirmado la solidez histórica de unos brevísimos datos que San Jerónimo ha recogido de fuentes autorizadas, para que sirvieran de ejemplo a los mortales que aspiran a una vida perfecta. Como San Antonio Abad encontró en San Atanasio un digno biógrafo, le fue dado también a San Pablo contar con la pluma autorizadísima de un gran doctor de la Iglesia.

Se cree que nació San Pablo hacia el año 228. Su casa natal apenas se diferenciaba de las de sus conciudadanos menos favorecidos por la fortuna, obradas con adobes de limo del Nilo, secados al sol. Sus padres eran ricos y hacendados. No sabemos cuáles eran las relaciones de la familia con los poderes de ocupación. Desde hacía casi dos siglos Egipto había perdido su independencia para incorporarse, al igual que otros pueblos de Africa y Asia, al vasto Imperio romano. Las órdenes de los césares romanos cruzaban el mar y llegaban a Egipto a través de los funcionarios imperiales. Pero sucedía muchas veces que, a pesar de las promesas de los emperadores, y en contra de su voluntad, no se hacia justicia al pueblo que enviaba sus barcos cargados de víveres a la capital del Imperio y alimentaba a funcionarios y soldados estacionados en su suelo. La familia de Pablo estaba obligada, como cualquier otra, a pagar los gastos de las tropas de ocupación y a contribuir con su tributo al erario imperial.

La familia de Pablo era cristiana, pero no sabemos cuándo la fe de Cristo se adueñó de aquel hogar y en qué grado había arraigado en el corazón de los padres del santo ermitaño. Por largos años gozó el cristianismo de paz dentro del Imperio romano y gracias a la misma fueron muchos los cristianos que escalaron puestos de responsabilidad civil y militar. En Egipto la fe cristiana se instaló en primer lugar en las ciudades de la costa mediterránea y de allí fue remontando paulatinamente hacia el interior, creándose pequeñas comunidades cristianas junto a las riberas del Nilo e incluso en los oasis del desierto. Sin embargo, el favor de que gozaba la religión cristiana, el roce continuado con los paganos. la penuria de clero docto, los obstáculos naturales que entorpecían el contacto con la jerarquía eclesiástica fueron causa de que se cultivara una fe superficial, y de que reinara en algunos lugares cierto sincretismo religioso y de que la ignorancia en materias de religión fuera espantosa. Esta fe vacilante podía desaparecer tan pronto como soplaran los vientos de la persecución. Y ésta llegó con el emperador Decio.

En octubre del año 249 Decio quedó dueño absoluto del Imperio. Enardecido por un celo fanático, llegó al convencimiento de que la veneración de los dioses era la base para la prosperidad del Imperio romano. A los cristianos hacia responsables del divorcio existente entre los dioses.

En Egipto, como en otras partes, se exigió el cumplimiento escrupuloso del edicto imperial. ante el cual los cristianos reaccionaron diversamente. Como tónica general cabe señalar que los efectos del edicto fueron lamentables; el número de apóstatas sobrepujó toda previsión. Nunca la Iglesia tuvo que deplorar tanta defección. Unos renegaban de su fe públicamente, otros huían y se refugiaban en la clandestinidad. Familias, grupos enteros llegaban al cercano desierto. Individuos aislados se ocultaban en los bosques, en los cañaverales de los pantanos, en tumbas y en grutas, cuando no en la vivienda de algún pagano (Queffélec). Pero no faltaron quienes se mantuvieron valientes a pesar de las amenazas y suplicios a que se los sometía. Las recias y santas columnas de la Iglesia, dice Eusebio, fortalecidas por él y sacando de su probada fe una dignidad, vigor y potencia proporcionados, fueron admirables testimonios de su reinado. San Jerónimo, en su vida de San Pablo, primer ermitaño, cuenta el caso de un joven cristiano que, solicitado por una mujer de mala vida y no teniendo otros medios para deshacerse de ella, tuvo el arrojo de morder su lengua, partirla en dos y escupir uno de los pedazos sobre el rostro impúdico de la que le besaba.

La persecución de Decio decidió el rumbo que tomaría en el futuro la vida de San Pablo. Contaba a la sazón unos veinte años cumplidos. El edicto imperial le ponía en la alternativa de apostatar de su fe o de morir en defensa de la misma. Sus padres habían muerto y el joven vivía en compañía de una hermana casada. Además de una rica hacienda, sus padres le dejaron en herencia una educación refinada y una cultura humanística que abarcaba el conocimiento perfecto de las letras griegas y egipcias. Si renegaba de Cristo, podía seguir al frente de sus propiedades y disfrutar de una vida apacible en el hogar; pero si decidía perseverar en la fe debía afrontar los males que caerían sobre él, incluso la muerte.

Imitando el ejemplo de muchos de sus conciudadanos también cristianos, tomó la decisión de ausentarse del pueblo natal por algún tiempo, esperando a que cediera la vehemencia de la persecución. Poniendo en práctica sus proyectos se marchó a un pueblo lejano, con la esperanza de pasar allí totalmente desapercibido. Pero fallaron sus cálculos, por cuanto su cuñado, que debía velar por la vida de Pablo, le amenazó con delatarle a la autoridad. ¿Era o no cristiano el cuñado? ¿Había acaso renegado de la fe y quería vengarse ahora de un valiente soldado de Cristo que le confundía con su ejemplo? ¿Fue el interés el móvil que empujó al cuñado a perseguir a Pablo? No lo sabemos. De nada sirvieron los ruegos y las lágrimas de la hermana; tampoco los lazos de la sangre fueron capaces de ablandar el corazón del cuñado. Puesto Pablo al corriente de las maquinaciones de aquél, marchóse a unos montes desiertos esperando a que amainara el temporal desencadenado por Decio contra los cristianos.

También en esta ocasión se frustraron las esperanzas de Pablo, por cuanto, a la muerte de Decio, sucedióle Valeriano, aclamado emperador por sus tropas el año 253. Favorable en un tiempo a los cristianos, no tardó mucho en convertirse en perseguidor de los mismos. Por su edicto del otoño del año 257 amenazó con pena de muerte a los que asistieran a reuniones sagradas y visitaran los cementerios, exigiendo además a todos el reconocimiento del culto oficial del Imperio romano. De vez en cuando regresaba Pablo al poblado en busca de provisiones y para informarse de la marcha de los acontecimientos político - religiosos del Imperio, y otras tantas veces debía internarse en la inmensidad del desierto.

En una de las ocasiones en que volvía a su guarida, adentrándose hasta el mismo corazón del desierto, tropezó con un monte pedregoso en cuya falda divisó la entrada a una caverna medio obstruida por una grande piedra. Movido por la curiosidad penetró dentro de la cavidad y se halló frente a un vestíbulo espacioso, a cielo abierto, cubierto por las ramas de una vieja palmera. Divisó así mismo, allí un manantial de aguas purísimas que tras de un brevísimo curso desaparecían en el suelo. Por la pendiente del monte existían otras muchas cuevas más pequeñas dentro de las cuales había restos de yunques, martillos y otros instrumentos que sirvieron, en los tiempos de Antonio y Cleopatra, para acuñar moneda.

Prendóse Pablo de aquel lugar y decidió instalarse allí para siempre. La palmera se encargaría de suministrarle los alimentos que hasta entonces traía de su casa con peligro de su vida; el agua del manantial apagaría su sed. El desierto, que había sido para él más humano que sus hermanos los hombres, continuaría protegiéndole de las emboscadas de los enemigos de su fe. El mundo quedaba lejos y únicamente la carne y el demonio le siguieron hasta su escondite, amenazando de continuo la paz de su alma. Pero no era el desierto de la Tebaida un feudo de los espíritus diabólicos, porque también allí imperaba Dios sobre ellos. En otro tiempo, el demonio asmoneo huyó al Egipto superior, donde fue atado por un ángel (Tob. 8,3). Los babilonios y los antiguos pueblos árabes creían ciegamente que el desierto estaba poblado por Djins, o sea espíritus diabólicos. Estos seres, según ellos, visitaban los lugares habitados en otro tiempo y los cementerios. En todas partes se les podía encontrar, al roturar un campo, al excavar un pozo, al levantar una casa o una choza. Ellos se encarnan en los animales salvajes, en las aves de rapiña, serpientes, lagartos, etc. A veces se aparecen bajo el aspecto de seres híbridos, cubiertos de pelo. Según San Jerónimo, cuando Antonio abad caminaba por el desierto en busca de un ermitaño misterioso de que se le había hablado en una visión, tropezó con hipocentauros, de aspecto terrible y repugnante, pero inofensivos para todo hombre que sirviera a Dios fielmente. A ellos se juntó el coro de otros monstruos "que los gentiles llaman sátiros", cuya misión era atemorizar a Antonio y obligarle a que regresara a su monasterio. Ya antes San Antonio tuvo que mantener una prolongada y descomunal lucha contra tales monstruos, encarnación del diablo.

Por otra parte, el Dios de Israel asentó su morada visible en el desierto del Sinaí y atrajo a aquel lugar a su pueblo predilecto con el fin de hablarle allí confidencialmente al corazón. El contacto con la civilización de Egipto y de Canaán había contribuido a su progreso técnico y material, pero habían enfriado el espíritu. Israel fue adoctrinado directamente por Dios en la soledad del desierto (Os. 2,16) y nunca, en el curso de su historia, olvidó totalmente estos cursos catequísticos divinos. Los profetas recuerdan con nostalgia los días de la peregrinación de Israel por el desierto, días en que se celebraron sus desposorios con Yahvé.

Como hemos visto, en el desierto montan guardia los ángeles, prontos a encadenar al demonio y a servir a los que triunfan de él en el combate. San Pablo sabía que además de la compañía de animales salvajes y aves de rapiña, podía contar con la de los ángeles, invisibles a su vista, pero muy cercanos a su persona, atentos siempre a protegerle contra las potestades tenebrosas y listos para presentar al trono de Dios los méritos acumulados con sus penitencias y oraciones. Con él estaba Dios. que trabajaba a su gusto el corazón de Pablo. Nunca sabremos lo que Pablo y Dios se dijeron en la intimidad del desierto; pero aquellos prolongados coloquios de corazón a corazón llevaron al ermitaño a la cima de la santidad.

Pasaron los años. Pablo se arrastraba penosamente encorvado por el peso de sus ciento trece años. Hacía unos noventa que había muerto al mundo y pensaba morir sin volver a ver el rostro de un ser humano. Cualquier día su corazón dejaría de latir; sus carnes se pudrirían en el fondo de la cueva o serían pasto de animales y aves de rapiña. Unos huesos descarnados legarían a la posteridad el recuerdo del paso de un hombre mortal en el corazón del desierto de la Tebaida. San Pablo, en este supuesto, habría vivido para sí, desconocido, sin dejar rastro de su paso por el mundo. Pero no quiso Dios que quedaran bajo el celemín los ejemplos de su larga vida de penitencias y abnegaciones y, por lo mismo, aprovechó la coyuntura de que, al asaltar a otro viejo ermitaño el pensamiento de que no había en el desierto otro monje que le igualara en santidad, le reveló en sueños que en las honduras del desierto vivía uno mucho más perfecto que él, dándole el encargo de visitarle.

El abad Antonio esperó a que amaneciera para emprender el viaje en busca de su émulo. Con un nudoso bastón en sus manos emprendió de madrugada su viaje hacia un lugar desconocido. Contaba entonces noventa años de edad. Anduvo toda la mañana. Llegado el mediodía sin avistar alguna huella humana, se decía: "Espero que Dios me enviará el lugar donde mora su consiervo de que me habló en una visión".

Refiere San Jerónimo que el intrépido viajero tropezó en pleno desierto con monstruos que trataban de atajarle. Pero San Antonio no se arredró por cuanto sabía que el diablo tomaba tales apariencias monstruosas furioso de ver a su viejo enemigo pasearse por el desierto. Dos días y dos noches siguió andando, guiado solamente por inspiración divina. Pero he aquí que entre dos luces divisó cómo una loba sedienta corría hacia el pie de un monte. San Antonio siguió con la vista los pasos de la fiera, y cuando ésta hubo desaparecido en el anchuroso desierto, se acercó al lugar, oteó en el interior de la cueva, todavía envuelta en tinieblas, avanzó cuidadosamente, reteniendo el aliento y aplicando el oído para captar cualquier ruido proveniente del interior. Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, trató de acelerar el paso cuando, inopinadamente, tropezaron sus pies con una piedra. Al oír aquél estrépito el ermitaño, temiendo acaso que una fiera se introdujera en su guarida, se abalanzó hacia la entrada y la taponó con una grande piedra.

Descorazonado Antonio ante aquel inesperado recibimiento, se acurrucó junto a la puerta pidiendo insistentemente y durante largas horas que le franqueara la entrada, diciendo: "Sabes quién soy y de dónde vengo. Bien sé que no soy digno de aparecer ante tu presencia; pero no me volveré hasta haberte visto. Tú que recibes a las bestias del campo. ¿por qué rehusas conceder audiencia a un hombre? Busqué anhelosamente tu morada y di con ella; ahora llamo para que me llames. Si no alcanzo lo que deseo moriré en el umbral de tu mansión y tendrás que sacarme de aquí cadáver".

Por fin, el huraño ermitaño, sonriente, abrió la puerta y se echó en brazos de Antonio, saludándose los dos, sin haberse conocido antes, con sus respectivos nombres, y ambos dieron gracias a Dios. Repuesto Pablo de la emoción primera, se desató su lengua, diciendo: "He aquí al que buscaste con tantos afanes, estropeado por los años y en vísperas de que sus carnes sean pasto de los gusanos". De repente cambió el tono jeremíaco de su voz y abrumó a Antonio con preguntas relacionadas con el mundo que había abandonado hacía años: "¿Cómo va el mundo? ¿Se levantan nuevas construcciones en las viejas ciudades? ¿Cuál es el imperio que rige el mundo? ¿Quedan todavía individuos víctimas de los engaños diabólicos?" Muchas otras preguntas dirigió Pablo a su huésped, a las que éste contestaba complaciente.

El emocionante encuentro y el coloquio que le siguió habían hecho olvidar a los dos ancianos la comida material. pero no los había desamparado Dios, ya que todavía enzarzados en animada conversación, vieron que revoloteaba un cuervo sobre sus cabezas llevando un pan prendido de su pico, que depositó luego a los pies de los dos ermitaños. Ante la extrañeza de Antonio, díjole el ermitaño Pablo: "He aquí que el misericordioso Dios nos envía la comida. Por espacio de sesenta y más años me enviaba por el mismo recadero medio pan, pero con tu llegada se ha duplicado la ración". Los dos, según San Jerónimo, dieron gracias a Dios y se sentaron cabe al manantial de aguas cristalinas. Pero se entabló una amigable discusión sobre quién de los dos partiría el pan, prolongándose la misma hasta la noche. Alegaba Pablo el privilegio de la hospitalidad, Antonio oponía el de la edad. Decidieron por fin tomar cada cual el pan por un aparte, tirando hacia sí y reservándose el trozo que les quedara en la mano. Después, inclinados sobre el arroyo, bebieron un poco de agua, ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanzas y pasaron la noche velando (Queffélec).

Un nuevo día amaneció en el desierto y con él un cambio de tono en el diálogo entre Antonio y Pablo. Sabía éste que sus días tocaban al fin y quiso aprovechar la presencia de su amigo para disponer su sepultura. "Ha llegado el momento tan deseado, dijo Pablo, de despojarme de este cuerpo de carne para ir a recibir de manos de mi Dios la corona de justicia. A ti te ha enviado Dios para que cubras mi cuerpo con tierra, o mejor, para que entierres lo que es tierra." Al oír Antonio aquellas palabras rompió en llanto, rogando entre sollozos a Pablo que le llevara consigo en el viaje hacia la eternidad. "No, contestó Pablo, porque tus hermanos necesitan todavía de tu ejemplo." Te ruego ahora, si no te es molesto, que vayas a tu monasterio y traigas el manto que te legó el obispo Atanasio, para envolver con él mi cadáver. Se admiró Antonio de que Pablo supiera lo del manto de Atanasio, infiriendo de ello que Dios se lo había revelado. Viendo, pues, que Pablo era un gran siervo de Dios, bajó la cabeza y marchó a su monasterio en busca del mencionado manto. Le era igual a Pablo, comenta San Jerónimo, que su cuerpo se pudriera estando al descubierto u oculto bajo una prenda de vestir; lo que pretendía con lo del palio era ahorrar a Antonio el dolor de verle morir.

Antes de llegar al monasterio saliéronle al encuentro dos monjes, quienes, admirados, le preguntaron dónde había estado tanto tiempo. El Santo no supo decir otra cosa que el haber encontrado en pleno desierto a un santo en comparación del cual era él un pecador. Dicho esto entró rápido en el monasterio y, sin probar alimento, salió de nuevo en dirección al desierto, acelerando su paso por miedo a que, en su ausencia, entregara Pablo su alma a Dios. Sus temores cumpliéronse desgraciadamente, por cuanto, faltando todavía unas tres horas para llegar a la meta, vio una visión, el alma resplandeciente de Pablo entre los coros de los santos. Antonio postró su rostro en tierra, quejándose dulcemente con estas palabras: "¿Por qué me abandonas, Pablo? ¿Por qué te vas sin decirme adiós? ¡Tan tarde te conocí y tan pronto te perdí!"

Refería más tarde San Antonio que, vencida la primera impresión, se incorporó de nuevo y emprendió veloz marcha hacia la cueva de Pablo. Entrando dentro de la cavidad encontró al Santo postrado de rodillas, la frente alta, extendidos los brazos hacia lo alto y el cuerpo exánime. Creyó al primer momento que estaba en oración, pero al no oírle ningún suspiro convencióse de que su amigo había traspasado los umbrales de la eternidad.

Antonio amortajó el cuerpo de Pablo con el palio de San Atanasio. Pero, llegado el momento de darle sepultura, no encontró a mano instrumento alguno para cavar la fosa. ¿Qué hacer? Ir al monasterio en su busca era imposible por la distancia del trayecto, calculado en cuatro días de viaje, dos de ida y otros dos de vuelta. Entonces se le escaparon las palabras: "Moriré, Señor, junto a tu siervo Pablo". Ocupado en estos pensamientos, vio surgir de las profundidades del desierto a dos leones que con paso veloz avanzaban en dirección a él. Durante unos momentos sintió la sensación del miedo, pero pronto se repuso al ver que, una vez junto al cadáver de Pablo, movían los leones suavemente sus colas y lanzaban al aire dolorosos quejidos, asociándose, a su manera, al dolor que embargaba el corazón de Antonio. Luego empezaron ambos a excavar la tierra con sus garras hasta abrir una zanja capaz de contener el cadáver de un hombre. Terminada aquella tarea se acercaron a Antonio cabizbajos, lamiendo sus manos y pies y esperando a que les diera su bendición y autorización para regresar a sus antros.

Antonio perdía a un amigo y la humanidad un santo. Transido de dolor su corazón ejerció para con su amigo Pablo la obra de caridad de enterrar su cadáver. Una vez terminada la lúgubre ceremonia resolvió Antonio regresar a su monasterio. Como recuerdo inolvidable cargó con la túnica tejida con hojas de palmera que usaba Pablo para cubrir sus desnudeces y que usó Antonio en lo venidero en las solemnidades de Pascua y Pentecostés.

San Jerónimo acaba la vida de Pablo con las palabras: "Si el Señor me diera a escoger, no titubearía en elegir la túnica de Pablo con sus méritos, más que las púrpuras de los reyes con sus penas".

A San Jerónimo debemos los pocos datos históricos sobre la vida y virtudes de San Pablo, del cual dice que fue en realidad el creador del monaquismo. Es posible que San Jerónimo al escribir la vida de Pablo diera en algunas cosas rienda suelta a su imaginación, tratando de embellecer con descripciones poéticas los datos escuetos de la historia. No es posible trazar una línea divisoria entre la leyenda y la historia, pero podemos decir que no ha inventado Jerónimo a Pablo el ermitaño ni su túnica de hojas de palmera. Que entre Antonio y Pablo haya habido contactos es más que posible; como lo es que ambos hayan alabado conjuntamente a Dios en el corazón del desierto, y que ambos compartieran allí el pan de la caridad, cualquiera que fuera su procedencia. Lo cierto es que Pablo, con una vida callada en las inmensidades del desierto, ha influido en el ánimo de muchos que han buscado a Dios en la soledad y se han santificado en una atmósfera de silencio y de olvido total del mundo, atentos solamente a la voz del Maestro divino, que habla al corazón.

Luis Arnaldich, O. F. M.
 

San Pablo, Primer Ermitaño, (229-342)


Empezamos hoy la semana de los Padres del yermo, llamada también de los barbudos: San Pablo de Tebas, San Palemón, San Mauro, San Antonio el Grande.

San Pablo es venerado por la Iglesia como modelo de la vida solitaria, por ser el primer ermitaño o anacoreta de quien habla la historia. Nació en la Tebaida, hacia el año 228. Sus padres le dieron una esmerada educación en las ciencias humanas, pero él cada día progresaba más en las divinas. Quedó huérfano muy joven, heredero de los bienes paternos, de los que muy pronto se desprendió totalmente para siempre.

Ante la persecución contra los cristianos decretada por el emperador Decio, huyó al desierto. En principio su idea era estar allí sólo hasta que amainase la persecución. Pero empezó a tomarle gusto al silencio del desierto, a la oración sin estorbos. Perdió el miedo a las fieras que al principio le asustaban. Y se quedó en el desierto, para no salir nunca más. Una pléyade de anacoretas le seguirían, y "el desierto se cubrió de flores".

Se adentró más y más en aquellas soledades. Encontró una cueva como destinada para él por la divina Providencia, y determinó sepultarse en ella para todos los días de su vida, sin otra ocupación que contemplar las verdades eternas y gastar en oración los días y las noches.

Había a la entrada de la cueva una palmera que con sus hojas y dátiles le daba para cubrirse y alimentarse. Más tarde cuenta la tradición que, la divina Providencia, que alimenta las aves del cielo y viste los lirios del campo, dispuso que un cuervo, como al santo profeta Elías, le trajese cada día medio pan, prodigio que duró hasta el día de su muerte.

Tenía Pablo 113 años y llevaba ya 90 en el desierto. Entonces San Antonio, que tenía 90 años y vivía en otro desierto - la región de la Tebaida estaba llena de anacoretas y cenobitas - tuvo el deseo de saber si habría algún otro anacoreta que viviese por aquellos agrestes parajes. Se sintió inspirado por Dios y desafiando las fieras que, según San Jerónimo, le salían al paso, caminó sin parar hasta dar con la cueva de Pablo. Así vencería la tentación de vanagloria al creer que no había en todo el desierto otro más antiguo y santo que él.

Una escena entrañable tuvo lugar entonces. Se abrazaron con ternura los dos ancianos, se saludaron por sus nombres, y pasaron muchas horas en oración y en santas conversaciones. En esto vieron llegar al cuervo con un pan entero en el pico. Admirado Pablo, dijo: Alabado sea Dios. Hace 60 años que este cuervo me trae medio pan cada día, pero hoy Jesucristo, en tu honor, ha doblado la ración. Demos gracias a Dios por su bondad.

Pablo anunció a Antonio - sigue la leyenda dorada - que estaba muy próxima su muerte, y le pidió que le trajese el manto de San Atanasio. Cuando Antonio volvía con el manto, vio subir al cielo el alma de Pablo, llena de esplendor. Llegó a la cueva, lo amortajó con el manto y, con la ayuda de dos leones que abrieron la sepultura, lo enterró. Era el año 342. Antonio se quedó con la túnica de Pablo, que luego vestía en las solemnidades.

San Jerónimo termina su relato comparando a los que tienen fortunas fabulosas con la vida del más perfecto solitario de todos los tiempos. Vosotros, les dice, lo tenéis todo, él no tenía nada. Pero el cielo se le ha abierto a este pobre, a vosotros, en cambio, se os va a abrir el infierno. Por mi parte, prefiero la túnica de Pablo a la púrpura de los reyes.

Velázquez inmortalizó con su pincel la figura de Pablo el Tebano.


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Oración
Concédenos, Señor todopoderoso, que el ejemplo de San Pablo de Tebas nos estimule à una vida más perfecta y que cuantos celebramos su fiesta sepamos también imitar sus ejemplos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.-
 

14 ene 2015

Santo Evangelio 14 de Enero de 2015



Día litúrgico: Miércoles I del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 1,29-39): En aquel tiempo, Jesús, saliendo de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella. Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirles. 

Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Y no dejaba hablar a los demonios, pues le conocían. 

De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración. Simón y sus compañeros fueron en su busca; al encontrarle, le dicen: «Todos te buscan». El les dice: «Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he salido». Y recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.


Comentario: Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM (Barcelona, España)
De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración

Hoy vemos claramente cómo Jesús dividía la jornada. Por un lado, se dedicaba a la oración, y, por otro, a su misión de predicar con palabras y con obras. Contemplación y acción. Oración y trabajo. Estar con Dios y estar con los hombres.

En efecto, vemos a Jesús entregado en cuerpo y alma a su tarea de Mesías y Salvador: cura a los enfermos, como a la suegra de san Pedro y muchos otros, consuela a los tristes, expulsa demonios, predica. Todos le llevan sus enfermos y endemoniados. Todos quieren escucharlo: «Todos te buscan» (Mc 1,37), le dicen los discípulos. Seguro que debía tener una actividad frecuentemente muy agotadora, que casi no le dejaba ni respirar.

Pero Jesús se procuraba también tiempo de soledad para dedicarse a la oración: «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración» (Mc 1,35). En otros lugares de los Evangelios vemos a Jesús dedicado a la oración en otras horas e, incluso, muy entrada la noche. Sabía distribuirse el tiempo sabiamente, a fin de que su jornada tuviera un equilibrio razonable de trabajo y oración.

Nosotros decimos frecuentemente: —¡No tengo tiempo! Estamos ocupados con el trabajo del hogar, con el trabajo profesional, y con las innumerables tareas que llenan nuestra agenda. Con frecuencia nos creemos dispensados de la oración diaria. Realizamos un montón de cosas importantes, eso sí, pero corremos el riesgo de olvidar la más necesaria: la oración. Hemos de crear un equilibrio para poder hacer las unas sin desatender las otras.

San Francisco nos lo plantea así: «Hay que trabajar fiel y devotamente, sin apagar el espíritu de la santa oración y devoción, al cual han de servir las otras cosas temporales».

Quizá nos debiéramos organizar un poco más. Disciplinarnos, “domesticando” el tiempo. Lo que es importante ha de caber. Pero más todavía lo que es necesario.

San Juan de Rivera, 14 de Enero



14 de Enero

SAN JUAN DE RIBERA
Arzobispo de Valencia
(† 1611)

 

Cuando él nace, atraviesa la cristiandad una crisis durísima. El fuego de la revolución protestante se ha corrido a media Europa. Reina la confusión y el dolor en el mundo católico, mientras herejes e infieles se mofan a coro de la Santa Iglesia esperando su agonía. Pero el soplo del Divino Espíritu vivificó de nuevo a la Esposa de Cristo y ésta empezó a mostrar de nuevo al mundo los caminos de la restauración católica o de la verdadera reforma. Una falange de santos reformadores promovieron esta corriente purificadora, especialmente en España e Italia. Don Juan de Ribera será devotísimo amigo de todos ellos: Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Pedro de Alcántara, Juan de Avila, Francisco de Borja, Teresa de Jesús, Luis Beltrán, Alonso Rodríguez, y otros más en nuestra patria. El papa San Pío V pensó hacerle cardenal, y San Carlos Borromeo, que le amaba entrañablemente sin haberle visto nunca, pedía consejo a Ribera para el buen gobierno de su vastísima diócesis de Milán.

Fue natural de la ciudad de Sevilla, hijo del ilustre don Pedro Afán Enríquez de Ribera y Portocarrero, conde de los Molares, marqués de Tarifa, duque de Alcalá, virrey de Nápoles y antes de Cataluña. El niño crecía sin el amor materno. Su madre, doña Teresa de los Pinelos, falleció muy pronto. Sevilla era a la sazón la puerta de América, por donde se derramaba en Europa aquel torrente de riquezas, de conocimientos nuevos, de sustancias desconocidas: oro, plata. perlas, cacao, maíz, animales raros, hombres y mujeres de razas exóticas. Pero también riquezas del espíritu daba de sí esta ciudad al mundo. Para nuestro caso bastará recoger las palabras de un historiador local: "Es indudable que de toda la nobleza sevillana fue la familia de los Enríquez de Ribera la que más se señaló por su generosidad y amor a los pobres. Nadie como doña Catalina y su hijo don Fadrique de Rivera en caridad a los enfermos y desvalidos. Esta egregia señora, prototipo de las más egregias virtudes, fundó el Hospital de las Cinco Llagas, que luego su hijo dotó y amplió con extraordinaria munificencia". En esta misma línea de santidad familiar merece un recuerdo doña Teresa Enríquez de Alvarado, "la loca del Sacramento", de quien se cuenta que por sus manos escogía la flor de los racimos traídos de doce leguas, de Cebreros, en la provincia de Ávila, por ser la más excelente uva para fabricar el vino del Sacrificio. Por sí misma cernía la harina de las hostias y la guardaba en limpia y rica orza, delante de la cual tenía siempre una luz encendida. No porque la creyese consagrada, sino porque sólo el pensar que aquella harina se había de transubstanciar en el cuerpo de Cristo, la obligaba a mirarla con tierno respeto: algo así como se mira una corona regia o como una madre contempla los vestidos que han de cubrir y abrigar el cuerpecito del esperado primogénito. Don Juan fue enviado por su padre a la Universidad de Salamanca, que por entonces vive un periodo áureo: lecciones de Vitoria, teólogos a Trento, introducción del método teológico salmanticense en Italia por obra de los hijos del patriarca de Loyola. Y en suma, foco del prestigio hispano que batalla con la espada y con la pluma frente a turcos y herejes. Ribera salió discípulo aventajado en aquellas aulas, sacó sus títulos y tuvo cátedra en la misma. Atenas española. Estaba para terminar el concilio de Trento y el papa Pío IV escogió para la mitra vacante de Badajoz a nuestro joven maestro, que a sus virtudes y alcurnia juntaba el ser hijo del virrey de Nápoles. Aún no había cumplido los treinta años. Para la reforma y santificación de sus ovejas lanzó pequeñas tropas de choque y conquista. reclutó misioneros y recabó la ayu da del Maestro Avila, quien dice con gran consuelo en una de sus cartas: "EI obispo de Badajoz ha enviado seis predicadores por el obispado, según él me ha escrito, y da a cada uno cuarenta mil maravedís y cuarenta fanegas de trigo, y aún si yo le enviara algunos, dijo daría más, si tuvieran necesidad de socorrer a padres o hermanos". El, por su parte, no se desdeñaba de administrar los sacramentos a los enfermos y sentarse para atender a las almas como confesor ordinario en su iglesia. Dormía muchas veces sobre haces de sarmientos y Seguía el mismo rigor que en Salamanca. Por eso, el arzobispo de Granada, respondió por carta a una que el mismo don Juan le había escrito: "Me pide V. S. Ilma. que le dé cuenta de mi vida; eso deseo saber de V. S. Ilma., que siempre desde su niñez fue santo, pues cuando V. S. Ilma. vino a Salamanca, de poca edad, yo era estudiante pasante, y ya entonces erais santo." Los avisos que él dio, a petición de los padres y del concilio provincial Compostelano, en 1565. han pasado a las actas. Entre diversas sugerencias, señala remedios prácticos para la reforma personal de los obispos, primer intento de esta clase en España, que sepamos, de aplicación de los decretos Tridentinos. En la predicación puso tal fuego y acierto, que los vecinos de los lugares circunvecinos a donde predicaba se convidaban mutuamente: "Vamos a oír al apóstol." En dos ocasiones vendió la vajilla de plata y el importe lo invirtió en comprar trigo y remediar a los pobres en años de carestía. El divino Morales nos ha transmitido la efigie del obispo de Badajoz: sus facciones revelan a un hombre de nervio, pero limpio de toda excitación exterior, contemplativo y apóstol, con aires de alta nobleza y finos modales. El día que partió de su obispado, siendo ya patriarca de Antioquía, para regir la archidiócesis valentina, dio a los pobres todas sus alhajas, dinero y bienes. Más de una vez había quedado sin un maravedí, pero siempre estuvo a punto la bolsa paterna. En Valencia, como en Badajoz, se sujetó a un horario que recuerda hábitos estudiantiles. Gran madrugador, se levantaba de tres a cuatro de la mañana y comenzaba el estudio y meditación sobre la Biblia hasta las siete; daba cuatro horas para el rezo del oficio divino, santa misa, preparar sermones y un breve descanso. A la una de la tarde, audiencia pública. Se retiraba a eso de las tres, sin tener tiempo señalado para la co mida, y sólo tomaba algunos higos secos, uvas o fruta del tiempo. Bebía muy poco, raramente vino con agua. Por la tarde concedía audiencia sin poner inconvenientes. Terminada esta obligación, marchaba a un jardín extramuros donde iba acumulando libros y más libros. Tornaba a palacio al anochecer, y por espacio de tres horas se recogía en oración. Tampoco para cenar había momento señalado. Antes de acostarse tenía unos momentos de solaz con los suyos. Al rigor ordinario en la comida, añadía ciertos ayunos, como en los días de Semana Santa, que se pasaba cuarenta horas sin probar alimento, y, mientras fue joven, tres veces por semana ayunaba como un monje: sólo pan y agua. Su criado, Pedro Pascual, no podía menos de maravillarse muchas mañanas al entrar en la alcoba de su señor; la cama estaba como el día anterior, y, para cerciorarse, metía las manos entre las sábanas, y no hallándolas calientes, concluía que el patriarca no había reposado en ellas durante la noche. Tenía don Juan ciertos lugares secretos en sus habitaciones, así en palacio como en el colegio por él fundado y en su jardín - biblioteca de la calle de Alboraya, donde escondía las disciplinas y cilicios, que la curiosidad de Pedro Pascual descubría, hallándolos siempre bañados en sangre. Estos indicios hacían presagiar un pontificado santo, como el de fray Tomás de Villanueva, fallecido aún no hacía tres lustros y cuyo recuerdo amable estaba en la memoria de todos, a él escribe un cronista que a su muerte eran tal el llanto y la pena de los pobres y del pueblo en general, que el espectáculo causaba la mayor tristeza. No le llamaban de otra manera que "el arzobispo santo". Vestía un hábito humilde y apedazado, guardó en todo gran pobreza voluntaria. No hizo testamento, porque no tenía de qué. Y a fin de morir totalmente desprendido. renunció en favor de su iglesia ciertos derechos que sobre ella le correspondían.

Los valencianos se percataran pronto que don Juan de Ribera, su nuevo pastor, aunque joven - llegaba a esta sede a los treinta y seis años -, era viejo en doctrina, virtud y prudencia. Solían decir los que trataban con el patriarca que de sus palabras fluía un no sé qué misterioso que infundía juntamente respeto y un gozo conmovedor. Fray Tomás había dejado abiertos con sus fatigas los primeros surcos para la reforma de esta diócesis, que por más de cien años estuvo huérfana de la presencia de sus pastores. Cier to que Ribera tenía ante sí Las trazas y el ejemplo del arzobispo limosnero. Pero también una perspectiva ardua: aplicar a sus ovejas la doctrina reformatoria del concilio de Trento, que acababa de ser aceptado en España: un plan salvador, intenso, y cuyos frutos no se tocarían sino a largo plazo. Estaba también por delante la angustiosa cuestión morisca, con todos los anteriores fracasos de evangelización y apaciguamiento. Meditaba don Juan cuál sería el método adecuado para aquella tan general y variada misión entre cristianos viejos e infieles astutos, que no otra cosa eran los moros bautizados unas veces por la fuerza, otras voluntariamente, aunque para mayor amparo y encubrimiento de su infidelidad. Abrió el buen pastor su campaña con las visitas pastorales. Once veces visitó completamente, por sí o por sus delegados, todas las parroquias de su amplia jurisdicción. Cada bienio tenía noticia cabal del estado de sus 290 parroquias rurales. Lo mismo aparece el infatigable apóstol en los fragosos lugares del arciprestazgo de Villahermosa del Río, como en los no menos ásperos de la región alicantina. Aun en medio de penosas ocupaciones halla tiempo para el estudio, hurtando horas al descanso. Alojaba cierta vez en su casa el cura de Carcagente al patriarca durante la visita pastoral. Y aconteció que, habiéndose retirado todos a dormir y siendo muy entrada ya la noche, había luz en la alcoba del prelado. Movido por la curiosidad, atisbo el rector por los resquicios de la puerta y vio al arzobispo en la cama, sentado y estudiando rodeado de libros. El cura se movió a devoción, al recordar que lo mismo había leído de San Ambrosio. Entre los años 1569 y 1610 llevó a cabo 2.715 visitas pastorales, recogidas en 91 volúmenes, con un total de 91.202 folios. Celebró siete sínodos. Cada vez, los decretos eran pocos, breves y prácticos, para evitar que la muchedumbre de ellos tentase a olvidarlos. Son de carácter marcadamente sacerdotal. Del clero, en estrecha comunión con su obispo, cabía esperar con toda razón la enmienda del pueblo y una vida cristiana floreciente. Tratábalos con exquisita cortesía, ya en los retiros a puerta cerrada en la parroquia de Santo Tomás donde solía instruirles y aun reprenderles, ya en privado con advertencias paternales. Jerónimo Martínez de la Vega recordó toda su vida las palabras del arzobispo cuando le otorgaba licencia de confesar: "Mirad, hijo, lo que hacéis; que sois mozo y el oficio es peligroso." Y hablaba el bueno del patriarca aleccionado por la experiencia. En Badajoz hubo de rechazar a una joven, la cual simulando confesión, le descubrió los torpes deseos que hacia él sentía, Ribera huyó del lazo y aun ganó aquella alma para Dios. En Valencia se repitió la escena en horas de audiencia. Mas el patriarca, puesto en pie, en voz alta y en presencia de sus criados, comenzó a reprender a la desdichada, con tanto fervor de espíritu, que parecía echaba rayos de sus ojos. Así estuvo dos horas; y al cabo logró trocar aquel corazón apasionado y la envió a casa de sus padres con la advertencia de que la perdonasen y recibiesen. Este hombre, grande por su origen y por sus ministerios, sabía tratar con los pequeñuelos. Acostumbraba a ponerse en una sillita en la plaza de Burjasot, pueblecito cercano a la capital, y enseñaba por sí la doctrina cristiana a los niños. Y luego repartía dulces, monedas, ropas y otras cosas que necesitaban. Cuidadoso de la juventud, estableció en su palacio una escuela para los hijos de los nobles, en número de unos treinta, pues, como él afirmaba, se debía a todos como pastor. Desde muy niños estaban en casa del señor patriarca aprendiendo la piedad y las letras. Serviase de ellos solamente para el mayor esplendor de los pontificales. Cuando ya cursaban estudios superiores acudían a la Universidad en carroza para oír a sus respectivos maestros. Aquella escuela parecía más bien un seminario. De ella salieron un cardenal, un arzobispo, doce obispos, amén de un buen número de religiosos, canónigos y rectores de iglesias. La experiencia pastoral había persuadido al patriarca la conveniencia de empuñar juntamente el báculo y la espada. Felipe III le nombró virrey y capitán general. La tranquilidad, largos años perturbada, vino como por encanto y la justicia se aplicaba con rectitud. Nada escapaba al ojo vigilante del virrey arzobispo. Una viuda que llevaba pleito de importancia, se quejó alegando sospecha de parcialidad en el juez. Ribera se personó al día siguiente en el consejo y preguntó: "¿Quién de vuestras mercedes tiene la causa?" "Yo, señor", respondió el oidor. "¿En qué punto está?", tomó a preguntar el patriarca. "Ya está acordado para sentenciar y dados memoriales de ambas partes". Y mirando a los otros oidores insistió el patriarca: "¿Por qué no se da sentencia?" Y como todos guardasen silencio, prosiguió: "Venga el proceso mañana y estudien la causa, porque quiero que se dé sentencia". Cuando terminó el pleito dijo el oidor a un amigo: "Verdaderamente este señor es un santo. Yo estaba ciego con favorecer a una persona, y con sola la visita del patriarca y dos palabras que habló en consejo, cobré luz y descargué mi conciencia".

Fundó en la ciudad el Colegio y Seminario de Corpus Christi para atender a la formación del clero y en esta misma casa, una capilla - instituci6n entre las más famosas de la cristiandad - donde se honra al Santísimo Sacramento con un ceremonial y una liturgia llena de majestad y de sosiego, aun en nuestros días. De su amor a Jesús Sacra mentado diremos que con frecuencia se retiraba a celebrar el santo sacrificio a una capilla de su propia iglesia y, luego de alzar a Dios, íbase el ayudante, hasta el aviso del patriarca con una campanilla. Durábale esta misa de dos a tres horas por el arrobamiento y las lágrimas. Falleció en su amado colegio el 6 de enero de 1611. Aún pudo ver la expulsión de los moriscos por mandato de Felipe III en 1609. Ribera los había catequizado durante treinta y cuatro años, sin reducirlos al yugo de Cristo.

Cuando el anciano pastor rendía su alma a Dios, los niños en tropel cantaban por las calles de la ciudad: "El señor patriarca está en la gloria, con la palma y corona de la victoria." En sus funerales abrió los ojos y se le encendió el rostro para adorar al Señor desde la consagración hasta la comunión del celebrante. San Pío V le había llamado, hacía cuarenta años, "lumen totius Hispaniae" ("lumbrera de toda España").

RAMÓN ROBRES LLUCH.