30 ago 2014

En medio de la tormenta, la sensatez


En medio de la tormenta, la sensatez

¿Cómo salir a flote en medio de esta tormenta que nos aflige? 
Autor: P. Dennis Doren L.C. | Fuente: Catholic.net

Cómo no recordar las palabras tan sabias de Santa Teresa:

Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta.

Aunque no alcanzamos a comprender todas las cosas, y nuestro corazón se llena de dolor, dejamos que su infinita Providencia y Misericordia nos guíen.

Es sensato agradecer el bien de las personas que nos han acompañado en la vida y que nos han llevado a Dios. San Pablo, en un momento de inspiración, aconsejó a los Corintios: 

Y si no, hermanos, tengan en cuenta quienes han sido llamados, pues no hay entre ustedes muchos sabios según los criterios del mundo, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Al contrario, Dios ha elegido lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los fuertes; ha elegido lo vil, lo despreciable, lo que no es nada a los ojos del mundo para aniquilar a quienes creen que son algo. De este modo, nadie puede presumir ante Dios... (1 Cor 1,26-ss).

¿Cómo salir a flote en medio de esta tormenta que nos aflige?, ¿cómo librarnos del remolino que nos quiere engullir, en sus falaces críticas, cavilaciones,conjeturas a medias? Todos opinan, todos dicen, todos ahora se convierten en expertos moralistas y jueces implacables. Es la hora de la sensatez, decir poco y hacer mucho por el bien de la humanidad y que cada uno nos preocupemos en ser coherentes con lo que somos y profesamos ser, maravillosa lección para aprender, no sea que el día de mañana, cuando nos toque a nosotros presentarnos frente el Sumo Juez, no quedemos bien parados. Hoy les invito a todos mis lectores a elevar a Dios nuestra oración pidiendo la sensatez. Creo que traerá paz y sosiego a nuestra alma:

SEÑOR, Ayúdame a decir la verdad, delante de los fuertes y a no decir mentiras para ganarme el aplauso de los débiles.
Si me das fortuna, no me quites la felicidad;
Si me das fuerza, no me quites la razón;
Si me das éxito, no me quites la humildad;
Si me das humildad, no me quites la dignidad.
Ayúdame siempre a ver el otro lado de la medalla.
No me dejes inculpar de traición a los demás, por no pensar como yo.
Enséñame a querer a la gente como a mí mismo, y a juzgarme como a los demás.
No me dejes caer en el orgullo si triunfo, ni en la desesperación si fracaso.
Más bien, recuérdame que el fracaso es la experiencia que precede al triunfo.
Enséñame a seguir amando a pesar del sufrimiento.
Enséñame a confiar a pesar de las decepciones.
Enséñame que perdonar es lo más importante del fuerte, y que la venganza es la señal primitiva del débil.
Si me quitas la fortuna, déjame la esperanza.
Si me quitas el éxito, déjame la fuerza para triunfar del fracaso.
Si yo faltara a la gente, dame valor para disculparme.
Si la gente faltara conmigo, dame valor para perdonar.
Señor, si yo me olvido de Ti, Tú no te olvides de mí. Amén.

Santo Evangelio 30 de agosto de 2014

Día litúrgico: Sábado XXI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 25,14-30): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Un hombre, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda: a uno dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad; y se ausentó. Enseguida, el que había recibido cinco talentos se puso a negociar con ellos y ganó otros cinco. Igualmente el que había recibido dos ganó otros dos. En cambio, el que había recibido uno se fue, cavó un hoyo en tierra y escondió el dinero de su señor.

»Al cabo de mucho tiempo, vuelve el señor de aquellos siervos y ajusta cuentas con ellos. Llegándose el que había recibido cinco talentos, presentó otros cinco, diciendo: ‘Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes otros cinco que he ganado’. Su señor le dijo: ‘¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor’. Llegándose también el de los dos talentos dijo: ‘Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes otros dos que he ganado’. Su señor le dijo: ‘¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor’. 

»Llegándose también el que había recibido un talento dijo: ‘Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso me dio miedo, y fui y escondí en tierra tu talento. Mira, aquí tienes lo que es tuyo’. Mas su señor le respondió: ‘Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí; debías, pues, haber entregado mi dinero a los banqueros, y así, al volver yo, habría cobrado lo mío con los intereses. Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos. Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes’».


Comentario: Rev. D. Albert SOLS i Lúcia (Barcelona, España)
Un hombre, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda

Hoy contemplamos la parábola de los talentos. En Jesús apreciamos como un momento de cambio de estilo en su mensaje: el anuncio del Reino ya no se limita tanto a señalar su proximidad como a describir su contenido mediante narraciones: ¡es la hora de las parábolas!

Un gran hombre decide emprender un largo viaje, y confía todo el patrimonio a sus siervos. Pudo haberlo distribuido por partes iguales, pero no lo hizo así. Dio a cada uno según su capacidad (cinco, dos y un talentos). Con aquel dinero pudo cada criado capitalizar el inicio de un buen negocio. Los dos primeros se lanzaron a la administración de sus depósitos, pero el tercero —por miedo o por pereza— prefirió guardarlo eludiendo toda inversión: se encerró en la comodidad de su propia pobreza.

El señor regresó y... exigió la rendición de cuentas (cf. Mt 25,19). Premió la valentía de los dos primeros, que duplicaron el depósito confiado. El trato con el criado “prudente” fue muy distinto.

El mensaje de la parábola sigue teniendo una gran actualidad. La separación progresiva entre la Iglesia y los Estados no es mala, todo lo contrario. Sin embargo, esta mentalidad global y progresiva esconde un efecto secundario, peligroso para los cristianos: ser la imagen viva de aquel tercer criado a quien el amo (figura bíblica de Dios Padre) reprochó con gran severidad. Sin malicia, por pura comodidad o miedo, corremos el peligro de esconder y reducir nuestra fe cristiana al entorno privado de familia y amigos íntimos. El Evangelio no puede quedar en una lectura y estéril contemplación. Hemos de administrar con valentía y riesgo nuestra vocación cristiana en el propio ambiente social y profesional proclamando la figura de Cristo con las palabras y el testimonio.

Comenta san Agustín: «Quienes predicamos la palabra de Dios a los pueblos no estamos tan alejados de la condición humana y de la reflexión apoyada en la fe que no advirtamos nuestros peligros. Pero nos consuela el que, donde está nuestro peligro por causa del ministerio, allí tenemos la ayuda de vuestras oraciones».

San Esteban de Zudaire, 30 de agosto

San Esteban de Zudaire
30 de Agosto


Nació en Zudaire (Navarra) en 1548. Con el ideal de entregar su vida a Dios, al modo de San Francisco Javier, entra en la Compañía de Jesús a sus 19 años en el otoño de 1567, en el Noviciado de Villarejo de Fuentes (Cuenca). 

«Es sastre, tiene fuerzas y desea aprovecharse en la perfección, manifiesta un informe de sus Superiores.Terminada su formación en Alcalá de Henares y en Cuenca, pasa al Colegio de Plasencia (Cáceres) donde es destinado a la misión del Brasil. 

«Yo voy contento porque tengo que ser mártir, comunica a su Director Espiritual después de unos Ejercicios Espirituales. "Se portaba con tanta sinceridad y pureza de vida, que era muy amado por todos", constata la historia de la provincia de Toledo. 

El 15 de julio de 1570, a disparo de arcabuz y golpe de pica y espada, cuatro navíos y un galeón enemigos de la fe católica y del ideal misionero que llevaba al Brasil a cuarenta jesuitas en la nave Santiago, ornarían para siempre en sangre martirial cuarenta palmas misioneras. Son los mártires del Brasil. 

Con su crucifijo al frente, el Beato Esteban de Zudaire había sido escogido entre otros por el Beato Ignacio de Acevedo, su Superior, para que animara estratégicamente en aquellos momentos. 

Hasta que con el cuerpo abierto a punta de espada, en el pecho y junto al cuello, es arrojado vivo al mar. Sus labios jubilosamente vibran hacia el Cielo, con un Te Deum de agradecimiento a Dios por el martirio. 

Juan de Mayorga, nació en San Juan de Pie de Puerto el año 1533. Sus cuadros como pintor eran muy celebrados en Zaragoza, donde entra en la Compañía de Jesús en 1568. Desde Valencia parte para el Brasil con el Beato Ignacio de Acevedo, que esperaba mucho de su arte. 

Al sufrir el martirio en alta mar, juntamente con el Beato Esteban de Zudaire, sus cuadros pintados en Zaragoza, Val de Rosal e Isla de Madeira, fueron conservados como reliquias. 

San Juan de Pie de Puerto le ha dedicado diversas obras, sobre todo escolares y artísticas.

29 ago 2014

Santo Evangelio 29 de agosto de 2014

Día litúrgico: 29 de Agosto: El martirio de san Juan Bautista

Texto del Evangelio (Mc 6,17-29): En aquel tiempo, Herodes había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te está permitido tener la mujer de tu hermano». Herodías le aborrecía y quería matarle, pero no podía, pues Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía; y al oírle, quedaba muy perplejo, y le escuchaba con gusto. 

Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías, danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales. El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino». Salió la muchacha y preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?». Y ella le dijo: «La cabeza de Juan el Bautista». Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista».El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.


Comentario: Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM (Barcelona, España)
Juan decía a Herodes: ‘No te está permitido tener la mujer de tu hermano’

Hoy recordamos el martirio de san Juan Bautista, el Precursor del Mesías. Toda la vida del Bautista gira en torno a la Persona de Jesús, de manera que sin Él, la existencia y la tarea del Precursor del Mesías no tendría sentido.

Ya, desde las entrañas de su madre, siente la proximidad del Salvador. El abrazo de María y de Isabel, dos futuras madres, abrió el diálogo de los dos niños: el Salvador santificaba a Juan, y éste saltaba de entusiasmo dentro del vientre de su madre.

En su misión de Precursor mantuvo este entusiasmo -que etimológicamente significa "estar lleno de Dios"-, le preparó los caminos, le allanó las rutas, le rebajó las cimas, lo anunció ya presente, y lo señaló con el dedo como el Mesías: «He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1,36).

Al atardecer de su existencia, Juan, al predicar la libertad mesiánica a quienes estaban cautivos de sus vicios, es encarcelado: «Juan decía a Herodes: ‘No te está permitido tener la mujer de tu hermano’» (Mc 6,18). La muerte del Bautista es el testimonio martirial centrado en la persona de Jesús. Fue su Precursor en la vida, y también le precede ahora en la muerte cruel.

San Beda nos dice que «está encerrado, en la tiniebla de una mazmorra, aquel que había venido a dar testimonio de la Luz, y había merecido de la boca del mismo Cristo (…) ser denominado "antorcha ardiente y luminosa". Fue bautizado con su propia sangre aquél a quien antes le fue concedido bautizar al Redentor del mundo».

Ojalá que la fiesta del Martirio de san Juan Bautista nos entusiasme, en el sentido etimológico del término, y, así, llenos de Dios, también demos testimonio de nuestra fe en Jesús con valentía. Que nuestra vida cristiana también gire en torno a la Persona de Jesús, lo cual le dará su pleno sentido.

Martirio de San Juan Bautista 29 de agosto

29 de Agosto

 HOMILÍAS

EL MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA


Maqueronte, castillo, había tomado el nombre de Maqueronte, ciudad. Ciudad cercana. Castillo emplazado en el punto de declive en que la triste meseta del desierto declina hacia el mar Muerto. Horizontes calcáreos, polvo blanco, aridez, sol y tierras calcinadas. Pendiente inclinada hacia las desoladas orillas del mar de la maldición, declive que se fragmenta en diversas cimas, aisladas unas de otras. Por Flavio Josefo, el historiador judío, conocemos interesantes noticias y pormenores de esta fortaleza de Maqueronte. Levantaba sus arrogantes murallas al oeste del mar Muerto, en la Perea. Como fortaleza —según Plinio la más segura después de la de Jerusalén— servía de recio baluarte contra los árabes nabateos, lindantes con los estados herodianos. Construcción fuerte y cómoda a la vez; era una de aquéllas que Herodes el Grande había edificado en diversos lugares de sus dominios. Se advierte en la morosidad y detalles de la prosa de Flavio Josefo un particular gusto en describirla. Dice que Herodes construyó en medio del recinto fortificado "una casa regia", suntuosa por la grandiosidad y hermosura de sus departamentos" y que la proveyó, además, de abundancia de cisternas y de toda clase de almacenes. Convenía a la aridez y apartamiento del lugar.

 La doble ventaja de Maqueronte de aunar fortaleza y casa de placer ofrecía al hijo de Herodes el Grande, Herodes Antipas, actual tetrarca, la oportunidad de atender a un doble objeto: vigilancia de sus fronteras, amenazadas por Aretas, rey de los nabateos, y solaz para sus largas horas de pequeño rey desocupado y amigo de fiestas y diversiones. De aquí su detenerse preferentemente muchas temporadas en este alcázar. El generoso abastecimiento, la alegre compañía, acomodada a sus caprichos, y los gustos que podía permitirse, convertían la aridez del desierto en amena y divertida morada.

 Y es el mismo historiador judío, Josefo, quien nos certifica de este sitio como escenario de uno de los dramas más pungentes, aleccionadores y bellos en la historia de la santidad: el del final de la vida y el martirio de Juan, el Bautista. Flavio Josefo era contemporáneo del santo Precursor. Austeridad de paisaje y palacio de deleites. Marco expresivo para aquella figura de vida penitencial que remata corno invencible víctima de ajenos placeres.

 Una providencial incidencia nos ilustra sobre este caso sublime de la vida del hijo de Zacarías y de Isabel. San Marcos y San Mateo nos lo recuerdan, ocasionalmente, con motivo de los temores de Herodes ante la predicación y los milagros de Jesús. Cuando llegan a oídos del tetrarca galileo las noticias de la aparición del Maestro, se estremece. En su pavor, turbio y supersticioso, se pregunta: ¿Es Juan el que yo maté, que ha resucitado? "Y oyó el rey Herodes, el tetrarca, la fama de Jesús, todas las cosas que El hacía, porque se había hecho notorio su nombre, y decía: Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos; y por esto óbranse en él milagros. Y otros decían: Es Elías. Y decían otros: Es el profeta, como uno de los antiguos profetas. Cuando lo oyó Herodes, dijo a sus criados: Este es Juan el Bautista. Este es aquel Juan que yo degollé, que ha resucitado de entre los muertos. Y dijo Herodes: A Juan yo lo degollé. ¿Quién, pues, es éste, de quien oigo tales cosas?" Así, los dos evangelistas nos hacen el don de unas páginas impresionantes. Consiguen en ellas uno de los relatos de más dramática viveza. Y de suprema lección moral y sublime heroísmo. Con la información de San Marcos y la complementaria, paralela, de San Mateo, se nos da, de mano sobria y segura, penetrante agudeza psicológica, desarrollo y meandros de la pasión, descripción costumbrista, altísimo ejemplo de santidad. Sintetizando la acción del drama, podríamos formular: sobre el pavimento de mármol de una sala de festín, bajo el lujo asiático de damascos y sedas, entre perfumes, copas de plata y de cristal, serpea la vileza de la lujuria, la vileza de la venganza y la vileza de la cobardía. Del juego combinado de esta triple alianza brota un crimen. Y de la negrura de este crimen, como de la tiniebla subterránea del calabozo donde se ejecuta, se alza una aurora de heroísmo, la gloria de un martirio. A través de las líneas de la narración de los sagrados escritores, centellean, con alternativa luz de horror y de hermosura, el relámpago de la espada cercenadora y la plata de la bandeja donde cae el fruto cortado por la espada.

 Casi diez meses ya que Juan, el Bautista, está encarcelado. "Herodes había hecho prender a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías." La obscuridad de una reducida mazmorra en el sótano, excavado en la propia roca, de Maqueronte, retiene su austera figura nazarena. Se intenta apagar con el aislamiento aquella voz de verdades que, con libertad de santo, amonesta a los grandes, al monarca: "No te es lícito tener la mujer de tu hermano". Este monarca es Herodes Antipas, hijo de Herodes llamado el Grande, aquel perseguidor de Jesús niño que había mandado degollar a los Inocentes. Herodes Antipas reinaba, como tetrarca, en Galilea y en Perea desde la muerte de su padre. Era hermano de Arquelao, que ocupó el trono de Judea, Idumea y Samaría. Y hermano también, por parte de padre solamente, de Filipo —así le apellida San Marcos, en tanto que Flavio Josefo le llama Herodes—, que vivía como obscuro particular en la capital del Imperio. En uno de los viajes de Antipas a Roma, —viaje probablemente de información secreta sobre gobernadores romanos a Tiberio, amigo suyo, conquistado con hábiles y aduladoras complacencias— se hospedó en casa de su hermano Filipo. La intimidad y frecuencia de trato le llevó a enamorarse allí, con la tenacidad de una pasión de madurez —de otoño casi, pues Herodes pasaría de la cincuentena— de su cuñada Herodías, nieta de Herodes el Grande y sobrina de los dos, de Filipo y de Antipas. A la pasión erótica del segundo responde la ambición soñadora de la mujer. Altiva, dominadora, intrigante, fantaseando grandezas y sedienta de fausto, descubre Herodías, con la declaración de Antipas, la posibilidad de abandono de su obscura existencia en Roma. Se le abre un horizonte áureo y sonriente, de brillantez y suntuosidades. Corresponde a la pecaminosa ternura y decide, con cautela, seguir, en el momento oportuno, hasta el Mediterráneo oriental a su real amante.

 No es fácil dar apariencia legal a estos amores. Ya el matrimonio con Filipo había encontrado sus dificultades a causa de la próxima consanguinidad. Y el matrimonio entre cuñados estaba prohibido según la Ley de Moisés. Y donde reinaba Antipas regía la observancia de rabinos, duros y exigentes, por lo menos con las apariencias de la Ley. Además, el tetrarca de Galilea y de Perea tenía su esposa legítima, una princesa, la hija de Aretas, rey de los árabes nabateos. Pero triunfan la vehemencia erótica de la pasión del torpe enamorado y la vehemencia ambiciosa de la querida. Después de un tiempo de espera, en el que, y durante la ausencia del tetrarca de sus dominios, la esposa legítima informada, ha huido buscando otra vez refugio en la corte de su padre, Herodías lo salta todo, deja a su marido, y acompañada de su hija, habida del matrimonio con Filipo, marchan a Galilea. Su vanidad se colma, deslumbrada ante el boato de la corte de Herodes, cuyo amor a la fastuosidad, heredado de su padre, era conocido en Roma. Antipas, oriental educado en la capital del Imperio, unía el sentido suntuario del Oriente con el refinamiento de las costumbres paganas.

 Aretas, el rey de los nabateos, herido en su honor de monarca y en su afecto de padre por el repudio de su hija, se ha convertido en enconado y temible enemigo del tetrarca galileo. Esto justifica más la presencia de Herodes en Maqueronte. Pero su avidez de goce y de ostentación disfruta más del palacio que de la fortaleza. Los lujosos salones son testigos de frecuentes fiestas. La tensión de la vigilancia y el tedio cortesano se amenizan con diversiones. Músicas de placer tienen el encargo de ahogar el ingrato estrépito de un posible ataque. Herodías colabora, con su don de insinuación, al olvido, Y triunfa en aquel pequeño ambiente con su seducción, su brillo y ansia de distracciones. Solo el índice acusador de San Juan se hinca, como un torcedor, como un hierro afilado, en su sensualidad: —No es lícito.

 Una alegre conmemoración, con su fiesta correspondiente, brinda el anhelo de venganza, siempre al acecho, de la adúltera, una oportunidad magnífica. La fiesta del aniversario del natalicio de Herodes. Son conocidas las grandes solemnidades con que la antigüedad oriental y romana celebraba tales aniversarios. El Génesis nos evoca la pompa desplegada con este motivo por uno de los faraones egipcios. Para el fausto acontecimiento la munificencia de Herodes había invitado a lo más descollante de su reino. Y la fiesta en que cortesanos interesados habían hecho alarde de su ingenio áulico y fraseología aduladora, en felicitaciones, poemas y regalos al monarca, terminaba con la opulencia de un banquete. Y al caer de la tarde ve reunidos en torno a la mesa presidida por el rey —así le llama en sentido lato San Marcos— los principales personajes de sus Estados. Tres categorías distingue el evangelista: elevados oficiales de palacio, los altos militares de su ejército y notables de Galilea, lo más distinguido de la sociedad de su tetrarquía. Gente de autoridad y dinero. Aristocracia ávida, desde su apartamiento provinciano, de tornar parte en el tono cosmopolita de la capital, de que se preciaba el tetrarca, seguidor del ritmo de la metrópoli. Las luces, encendidas por esclavos en el bronce y plata de los candelabros, iluminaron alcatifas, triclinios, ricas vestimentas, joyas, frases ingeniosas, complacencias y sonrisas. En los manjares del banquete brilla el alarde munífico y sibarita de los gustos del asmoneo. Complementa su vanidad de deslumbrar y su irrefrenada sensualidad la astucia femenina de Herodías, con otras intenciones de sumo interés personal.

 La adúltera, ofendida y enfurecida con Juan, el profeta delator de su adulterio, cuya presencia era una admonición constante, tenía a su lado un medio muy apto: su hija. Esta hija cuyo nombre no se nos dice en el Evangelio y que sabemos por Flavio Josefo: Salomé. Y cuyo perfil físico —el de varios años después— conocemos gracias a una pequeña moneda en la que aparece con el rey de Calcis, Aristóbulo, del que fue esposa. Herodías; podría tender una trampa habilísima. La muchacha había aprendido en la alta sociedad de la urbe a bailar elegantísimamente y a ejecutar danzas desconocidas de aquellos magnates de provincia. La ayudaba su fragante juventud. Salomé tendría entonces unos diecinueve años. Supo la madre, perspicaz, multiplicados sus ardides mujeriles por el encono, estimular el amor propio de la joven. Salomé, encendida juvenilmente del deseo femenino de exhibirse, estuvo a la altura de la intención de la madre. La coreografía amenizadora de festines era habitual en las costumbres romanas. La poesía de Horacio nos informa, con su habitual desenfado, del aire atrevidamente impúdico de tales danzas. Hoy no actuarán bailarinas asalariadas. La danzarina será esta vez la propia hija de Herodías. En la apoteosis del banquete, cuando al fuego del vino y la embriaguez se inflaman los instintos menos elevados, hace su deslumbrante aparición la refinada bailarina. Se arquea su cuerpo con ritmos tan elásticos y graciosos, danza de forma tan audaz y seductora para la baja avidez de tanto instinto despertado, que Antipas se estremece. El halago de un espectáculo superior, que le eleva por encima de las demás cortes de Oriente, le sacude. Es el brillo de la metrópoli danzando en los movimientos de Salomé. Y es la lujuria y frivolidad del tetrarca que exultan hasta el entusiasmo. "Pídeme lo que quieras y te lo daré" —le asevera con la ternura viscosa de la sensualidad exaltada, entre el delirio y los aplausos de la concurrencia complacida—. "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino". Y corrobora la promesa con solemne juramento.

 Siglos antes, en otra corte de Oriente, otro monarca había hecho promesa semejante a otra mujer, pero en ocasión alta, noble y pura: Asuero a Esther. Aturdida ante tal ofrecimiento, Salomé cruza, rápida, la sala y va a la del banquete de las damas —las mujeres no podían participar como comensales en estos festines—, donde estaba su madre. Su madre en despertísimo alerta. "¿Qué le pido?" Herodías no duda un instante. Tenía madurada la respuesta desde mucho tiempo. La taima con que la zalamería femenina la envuelve no puede disimular la crueldad de la tajante decisión. Tajante como el filo de la espada que dentro de unos minutos cercenará la cabeza de un profeta. La rapidez en expresar esta voluntad y las prisas con que se ejecute —"ahora mismo", dice el texto evangélico—, descubren en su satisfacción el logro de un incontenible y represado anhelo. ¡Por fin! "La cabeza de Juan el Bautista". Vuelve Salomé apresuradamente donde estaba el rey. Pide, decidida: "Quiero que me des al instante, sobre esta bandeja —cogería una de las de la misma mesa—, la cabeza de Juan el Bautista." El rey se entristeció. Porque apreciaba a Juan. "Le tenía como profeta y le custodiaba, y por su consejo hacía muchas cosas, y le oía de buena gana. Pero por el juramento y por los que con él estaban a la mesa, no quiso disgustarla. Mas enviando uno de su guardia, le mandó traer la cabeza de Juan en un plato. Y le degolló en la cárcel. Y trajo su cabeza en un plato y la dio a la muchacha y la muchacha la dio a su madre".

 La tristeza de Antipas fue sincera. Pero ineficaz. Con la ineficacia de la cobardía. El respeto humano de los débiles que teme quedar mal ante los hombres y no tiene la entereza de defender más altos imperativos de conciencia, lleva la voluntad del monarca al crimen. Y da la orden al "speculator", o soldado destinado para estos eventuales menesteres de muerte. Sobre una de las mismas bandejas de la fiesta, ¡qué fuerza del símbolo!, aparece un trágico fruto: la cabeza de Juan. Ya calló la santa boca que recordaba el deber. La de aquel asceta santísimo que vivió austeramente en el desierto, del que dijo el Divino Maestro: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida por el viento? ¿Un hombre vestido de ropas delicadas? ¿Un profeta? Ciertamente os digo: Y más aún que un profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi ángel ante tu faz, que aparejará tu camino delante de Tí". Ya calló la boca del predicador de la virtud. Para cerrar esos labios santos que te señalaban la limpia trayectoria del bien, no necesitas ya tu mano blanda y cobarde, rey lascivo. El filo de tu pecado le segó la voz. La debilidad tiene también sus espadas de finísimo corte, la caricia vedada sus arañazos asesinos, Tus delicias prohibidas gotean ahora sangre en las venas del cuello mártir. No temas la mirada de estos ojos inertes. Están cerrados: Cerrados —purísimos y viriles— del horror de tu lascivia.

 La cabeza cercenada del Bautista pasó apresuradamente de manos de la hija, ligera, a las de la madre, incestuosa y adúltera. El odio acumulado ardía con los vértigos más vivos de la prisa. Más que el alfiler de plata o el puñal de acero, con que, según informe tardío de San Jerónimo, atravesó, como desahogo de su odio, la nieta de Herodes —lamentable fidelidad de crueles atavismos— la lengua del defensor de la castidad —así hizo Fulvia con la cabeza de Cicerón—, la taladran ahora, en punta confluyente de saeta, los dos ojos del adulterio de Herodías que en ella se clavan con la innoble alegría del rencor satisfecho. El tiempo había alimentado la llama del odio. "No dejes libre a este amonestador importuno", urgía a su amante. Y consiguió encarcelarlo. Ahora obtiene su remate, el hito supremo: matarle. El afilamiento definitivo de la espada lo dio la venganza de una mujer servida por los lúbricos movimientos de danza de otra mujer. Digna hija de tal madre. "La cabeza de un profeta —clama, lleno de espanto, San Ambrosio—, el premio de una danzarina."

 En la historia de los hombres se leerán estos hechos como un normal discurrir de la pasión y la intriga. En la historia de la gracia la mirada sobrenatural leerá, a través de la flaqueza y perversión de los sucesos humanos, la intención de Dios, que saca de ellos la maravilla de un santo, la corona de un mártir.

 Cuando los discípulos de Juan se enteraron de su muerte, "vinieron y tomaron su cuerpo, y lo pusieron en un sepulcro", añade el evangelista. El respeto de los buenos a lo santo sigue al odio a lo santo de los perversos. En el silencio reverente con que envuelve esta frase evangélica la tumba de Juan Bautista, suena para la piedad y para la fe de una sinfonía triunfal. La alta sinfonía de la verdad, que no cede ante el poder y el pecado, duraderos en el tiempo. La gloria del mártir, duradera en la eternidad.

 Cuando el beduino señala hoy al viajero piadoso una cumbre, azotada por el viento frío, con unas viejísimas ruinas, y le dice, con voz de misterio, el nombre de aquel lugar, el "Mashaka", el "palacio colgado", donde se irguió Maqueronte, la memoria cristiana evoca algo más que un inane recuerdo elegíaco. Allí se cumplió la suprema aspiración de un alma nobilísima, el hito de un santo: "Yo no Soy el Esposo, sino el amigo del Esposo; no soy el Cristo, sino el precursor. El debe crecer, yo menguar, empequeñecerme". "Tú te empequeñeces, Juan —le dirá San Agustín—, con el cercén de la cabeza. Él crecerá con la cruz".

 FERMÍN YZURDIAGA LORCA


El martirio de San Juan Bautista
Año 30

Señor: te rogamos por tantas parejas que viven sin casarse y en pecado. Perdónales y concédeles la verdadera conversión. Y te suplicamos que nunca dejes de enviarnos valientes predicadores, que como Juan Bautista no dejen a los pecadores estar tranquilos en su vida de pecado por que los puede llevar a la perdición, y que despierten las conciencias de sus oyentes para que cada uno prefiera morir antes que pecar.

 Martirio de San Juan BautistaEl evangelio de San Marcos nos narra de la siguiente manera la muerte del gran precursor, San Juan Bautista: "Herodes había mandado poner preso a Juan Bautista, y lo había llevado encadenado a la prisión, por causa de Herodías, esposa de su hermano Filipos, con la cual Herodes se había ido a vivir en unión libre. Porque Juan le decía a Herodes: "No le está permitido irse a vivir con la mujer de su hermano". Herodías le tenía un gran odio por esto a Juan Bautista y quería hacerlo matar, pero no podía porque Herodes le tenía un profundo respeto a Juan y lo consideraba un hombre santo, y lo protegía y al oírlo hablar se quedaba pensativo y temeroso, y lo escuchaba con gusto".

"Pero llegó el día oportuno, cuando Herodes en su cumpleaños dio un gran banquete a todos los principales de la ciudad. Entró a la fiesta la hija de Herodías y bailó, el baile le gustó mucho a Herodes, y le prometió con juramento: "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino".

La muchacha fue donde su madre y le preguntó: "¿Qué debo pedir?". Ella le dijo: "Pida la cabeza de Juan Bautista". Ella entró corriendo a donde estaba el rey y le dijo: "Quiero que ahora mismo me des en una bandeja, la cabeza de Juan Bautista".

El rey se llenó de tristeza, pero para no contrariar a la muchacha y porque se imaginaba que debía cumplir ese vano juramento, mandó a uno de su guardia a que fuera a la cárcel y le trajera la cabeza de Juan. El otro fue a la prisión, le cortó la cabeza y la trajo en una bandeja y se la dio a la muchacha y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse los discípulos de Juan vinieron y le dieron sepultura (S. Marcos 6,17).

Herodes Antipas había cometido un pecado que escandalizaba a los judíos porque esta muy prohibido por la Santa Biblia y por la ley moral. Se había ido a vivir con la esposa de su hermano. Juan Bautista lo denunció públicamente. Se necesitaba mucho valor para hacer una denuncia como esta porque esos reyes de oriente eran muy déspotas y mandaban matar sin más ni más a quien se atrevía a echarles en cara sus errores.

Herodes al principio se contentó solamente con poner preso a Juan, porque sentía un gran respeto por él. Pero la adúltera Herodías estaba alerta para mandar matar en la primera ocasión que se le presentara, al que le decía a su concubino que era pecado esa vida que estaban llevando.

Cuando pidieron la cabeza de Juan Bautista el rey sintió enorme tristeza porque estimaba mucho a Juan y estaba convencido de que era un santo y cada vez que le oía hablar de Dios y del alma se sentía profundamente conmovido. Pero por no quedar mal con sus compinches que le habían oído su tonto juramento (que en verdad no le podía obligar, porque al que jura hacer algo malo, nunca le obliga a cumplir eso que ha jurado) y por no disgustar a esa malvada, mandó matar al santo precursor.

Este es un caso típico de cómo un pecado lleva a cometer otro pecado. Herodes y Herodías empezaron siendo adúlteros y terminaron siendo asesinos. El pecado del adulterio los llevó al crimen, al asesinato de un santo.

Juan murió mártir de su deber, porque él había leído la recomendación que el profeta Isaías hace a los predicadores: "Cuidado: no vayan a ser perros mudos que no ladran cuando llegan los ladrones a robar". El Bautista vio que llegaban los enemigos del alma a robarse la salvación de Herodes y de su concubina y habló fuertemente. Ese era su deber. Y tuvo la enorme dicha de morir por proclamar que es necesario cumplir las leyes de Dios y de la moral. Fue un verdadero mártir.

Una antigua tradición cuenta que Herodías años más tarde estaba caminando sobre un río congelado y el hielo se abrió y ella se consumió hasta el cuello y el hielo se cerró y la mató. Puede haber sido así o no. Pero lo que sí es histórico es que Herodes Antipas fue desterrado después a un país lejano, con su concubina. Y que el padre de su primera esposa (a la cual él había alejado para quedarse con Herodías) invadió con sus Nabateos el territorio de Antipas y le hizo enormes daños. Es que no hay pecado que se quede sin su respectivo castigo.

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Martirio de San Juan el Bautista

Autor: Itunet


Juan el Bautista era hijo de san Zacarías y santa Isabel. Casi toda su vida transcurrió en el desierto. Allí se preparó con la oración y el ayuno para la misión de precursor que Dios le había escogido ya antes de su nacimiento.

A los treinta años de edad recorrió el valle del Jordán predicando, a fin de preparar la llegada del Mesías. Cuando Jesús se acercó a Juan para que lo bautizase, éste presentó ante sus discípulos al Maestro. Y cuando el Salvador comenzó su vida púbIica, Juan continuó su camino, predicando.

Reinaba entonces en Judea el tetrarca Herodes Antipas, hijo de aquel otro Herodes llamado Ascalonita que ordenó la matanza de los inocentes. Estaban con él Herodías y su hija Salomé. En su madurez, durante un viaje a Roma, capitaI del Imperio, Herodes Antipas había arrancado Herodías a su medio hermano Filipo, para vivir con ella, llevando ambos una vida licenciosa.

El país todo se indignó, pero nadie tuvo el valor de reprochar al tetrarca su conducta escandalosa. Nadie, excepto un hombre: Juan el Bautista, quien, apersonándose repetidamente al rey, le enrostraba: "No te es lícito tener a la mujer de tu hermano". Herodes no se decidía a tomar medidas en contra de él, pero Herodías clamaba a su lado pidiéndole que eliminara a aquel hombre que la humillaba. Por último, abrumado, el tetrarca mandó prenderlo y lo aherrojó a la cárcel.

Al llegar la fiesta de su cumpleaños, Herodes invitó a un banquete a los grandes de su corte, a los jefes de las tropas y a la gente de mayor prestigio social de Galilea.

La magnificencia, eI lujo y el derroche campeaban en el festín. Los esclavos circulaban entre los invitados con bandejas cargadas de pIatos raros y exquisitos vinos procedentes de las regiones más apartadas de] Imperio.

Entró, por último, Salomé, la hija de Herodías; bailó y agradó tanto a Herodes, que éste dijo a Ia joven:

Pídeme cuanto quieras, que te lo daré. Y añadió con juramento: Aunque sea la mitad de mi reino.

Salió entonces ella de la sala y fue a una contigua, donde se hallaba su madre con las otras mujeres.

- ¿Qué pediré? le preguntó.

Respondió ésta:

- La cabeza de Juan el Bautista.

Se entristeció Herodes; mas se creyó obligado por el impío juramento. Momentos después, Juan agregaba a sus palabras el testimonio de su sangre, siendo martirizado en la cárcel de Maqueronte. Su cabeza ensangrentada apareció en la sala traída en una bandeja por el verdugo. La tomó Salomé y se la entregó a su madre, quien se ensañó con ella, según refiere san Jerónimo.

Tenía san Juan Bautista treinta y dos años de edad y corría el año 31 de nuestra era.

Aquí terminan las noticias ciertas sobre los personajes de este drama.


28 ago 2014

Santo Evangelio 28 de agosto de 2014



Día litúrgico: Jueves XXI del tiempo ordinario

Santoral 28 de agosto: San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia

Texto del Evangelio (Mt 24,42-51): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa. Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre. ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el señor puso al frente de su servidumbre para darles la comida a su tiempo? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. Yo os aseguro que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si el mal siervo aquel se dice en su corazón: ‘Mi señor tarda’, y se pone a golpear a sus compañeros y come y bebe con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes».


Comentario: + Rev. D. Albert TAULÉ i Viñas (Barcelona, España)
Estad preparados

Hoy, el texto evangélico nos habla de la incertidumbre del momento en que vendrá el Señor: «No sabéis qué día vendrá» (Mt 24,42). Si queremos que nos encuentre velando en el momento de su llegada, no nos podemos distraer ni dormirnos: hay que estar siempre preparados. Jesús pone muchos ejemplos de esta atención: el que vigila por si viene un ladrón, el siervo que quiere complacer a su amo... Quizá hoy nos hablaría de un portero de fútbol que no sabe cuándo ni de qué manera le vendrá la pelota...

Pero, quizá, antes debiéramos aclarar de qué venida se nos habla. ¿Se trata de la hora de la muerte?; ¿se trata del fin del mundo? Ciertamente, son venidas del Señor que Él ha dejado expresamente en la incertidumbre para provocar en nosotros una atención constante. Pero, haciendo un cálculo de probabilidades, quizá nadie de nuestra generación será testimonio de un cataclismo universal que ponga fin a la existencia de la vida humana en este planeta. Y, por lo que se refiere a la muerte, esto sólo será una vez y basta. Mientras esto no llegue, ¿no hay ninguna otra venida más cercana ante la cual nos convenga estar siempre preparados?

«¡Cómo pasan los años! Los meses se reducen a semanas, las semanas a días, los días a horas, y las horas a segundos...» (San Francisco de Sales). Cada día, cada hora, en cada instante, el Señor está cerca de nuestra vida. A través de inspiraciones internas, a través de las personas que nos rodean, de los hechos que se van sucediendo, el Señor llama a nuestra puerta y, como dice el Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Hoy, si comulgamos, esto volverá a pasar. Hoy, si escuchamos pacientemente los problemas que otro nos confía o damos generosamente nuestro dinero para socorrer una necesidad, esto volverá a pasar. Hoy, si en nuestra oración personal recibimos —repentinamente— una inspiración inesperada, esto volverá a pasar.

San Agustín, 28 de agosto



San Agustín


Autor: Archidiócesis de Madrid

Obispo de Hipona y Doctor de la Iglesia

Un poco de historia

San Agustín es doctor de la Iglesia, y el más grande de los Padres de la Iglesia, escribió muchos libros de gran valor para la Iglesia y el mundo.

Nació el 13 de noviembre del año 354, en el norte de África. Su madre fue Santa Mónica. Su padre era un hombre pagano de carácter violento.

Santa Mónica había enseñado a su hijo a orar y lo había instruido en la fe. San Agustín cayó gravemente enfermo y pidió que le dieran el Bautismo, pero luego se curó y no se llegó a bautizar. A los estudios se entregó apasionadamente pero, poco a poco, se dejó arrastrar por una vida desordenada.

A los 17 años se unió a una mujer y con ella tuvo un hijo, al que llamaron Adeodato.
Estudió retórica y filosofía. Compartió la corriente del Maniqueísmo, la cual sostiene que el espíritu es el principio de todo bien y la materia, el principio de todo mal.

Diez años después, abandonó este pensamiento. En Milán, obtuvo la Cátedra de Retórica y fue muy bien recibido por San Ambrosio, el Obispo de la ciudad. Agustín, al comenzar a escuchar sus sermones, cambió la opinión que tenía acerca de la Iglesia, de la fe, y de la imagen de Dios.

Santa Mónica trataba de convertirle a través de la oración. Lo había seguido a Milán y quería que se casara con la madre de Adeodato, pero ella decidió regresar a África y dejar al niño con su padre.
Agustín estaba convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía a convertirse.

Comprendía el valor de la castidad, pero se le hacía difícil practicarla, lo cual le dificultaba la total conversión al cristianismo. Él decía: "Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo". Pero ese "pronto" no llegaba nunca.

Un amigo de Agustín fue a visitarlo y le contó la vida de San Antonio, la cual le impresionó mucho. Él comprendía que era tiempo de avanzar por el camino correcto. Se decía "¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy?". Mientras repetía esto, oyó la voz de un niño de la casa vecina que cantaba: "toma y lee, toma y lee". En ese momento, le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al escuchar la lectura de un pasaje del Evangelio. San Agustín interpretó las palabras del niño como una señal del Cielo. Dejó de llorar y se dirigió a donde estaba su amigo que tenía en sus manos el Evangelio. Decidieron convertirse y ambos fueron a contar a Santa Mónica lo sucedido, quien dio gracias a Dios. San Agustín tenía 33 años.

San Agustín se dedicó al estudio y a la oración. Hizo penitencia y se preparó para su Bautismo. Lo recibió junto con su amigo Alipio y con su hijo, Adeodato. Decía a Dios: "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte". Y, también: "Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera". Su hijo tenía quince años cuando recibió el Bautismo y murió un tiempo después. Él, por su parte, se hizo monje, buscando alcanzar el ideal de la perfección cristiana.

Deseoso de ser útil a la Iglesia, regresó a África. Ahí vivió casi tres años sirviendo a Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. En el año 391, fue ordenado sacerdote y comenzó a predicar. Cinco años más tarde, se le consagró Obispo de Hipona. Organizó la casa en la que vivía con una serie de reglas convirtiéndola en un monasterio en el que sólo se admitía en la Orden a los que aceptaban vivir bajo la Regla escrita por San Agustín. Esta Regla estaba basada en la sencillez de vida. Fundó también una rama femenina.
Fue muy caritativo, ayudó mucho a los pobres. Llegó a fundir los vasos sagrados para rescatar a los cautivos. Decía que había que vestir a los necesitados de cada parroquia. Durante los 34 años que fue Obispo defendió con celo y eficacia la fe católica contra las herejías. Escribió más de 60 obras muy importantes para la Iglesia como "Confesiones" y "Sobre la Ciudad de Dios".

Los últimos años de la vida de San Agustín se vieron turbados por la guerra. El norte de África atravesó momentos difíciles, ya que los vándalos la invadieron destruyéndolo todo a su paso.

A los tres meses, San Agustín cayó enfermo de fiebre y comprendió que ya era el final de su vida. En esta época escribió: "Quien ama a Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él".

Murió a los 76 años, 40 de los cuales vivió consagrado al servicio de Dios.

Con él se lega a la posteridad el pensamiento filosófico-teológico más influyente de la historia.
Murió el año 430.

¿Qué nos enseña su vida?

A pesar de ser pecadores, Dios nos quiere y busca nuestra conversión.
Aunque tengamos pecados muy graves, Dios nos perdona si nos arrepentimos de corazón.
El ejemplo y la oración de una madre dejan fruto en la vida de un hijo.
Ante su conflicto entre los intereses mundanos y los de Dios, prefirió finalmente los de Dios.
Vivir en comunidad, hacer oración y penitencia, nos acerca siempre a Dios.
A lograr una conversión profunda en nuestras vidas.
A morir en la paz de Dios, con la alegría de encontrarnos pronto con Él.


27 ago 2014

Santo Evangelio 27 de agosto de 2014



Día litúrgico: Miércoles XXI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 23,27-32): En aquel tiempo, Jesús dijo: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos, y decís: ‘Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas!’. Con lo cual atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!».


Comentario: + Rev. D. Lluís ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona, España)
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!

Hoy, como en los días anteriores y los que siguen, contemplamos a Jesús fuera de sí, condenando actitudes incompatibles con un vivir digno, no solamente cristiano, sino también humano: «Por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad» (Mt 23,28). Viene a confirmar que la sinceridad, la honradez, la lealtad, la nobleza..., son virtudes queridas por Dios y, también, muy apreciadas por los humanos.

Para no caer, pues, en la hipocresía, tengo que ser muy sincero. Primero, con Dios, porque me quiere limpio de corazón y que deteste toda mentira por ser Él totalmente puro, la Verdad absoluta. Segundo, conmigo mismo, para no ser yo el primer engañado, exponiéndome a pecar contra el Espíritu Santo al no reconocer los propios pecados ni manifestarlos con claridad en el sacramento de la Penitencia, o por no confiar suficientemente en Dios, que nunca condena a quien hace de hijo pródigo ni pierde a nadie por el hecho de ser pecador, sino por no reconocerse como tal. En tercer lugar, con los otros, ya que también —como Jesús— a todos nos pone fuera de sí la mentira, el engaño, la falta de sinceridad, de honradez, de lealtad, de nobleza..., y, por esto mismo, hemos de aplicarnos el principio: «Lo que no quieras para ti, no lo quieras para nadie».

Estas tres actitudes —que podemos considerar de sentido común— las hemos de hacer nuestras para no caer en la hipocresía, y hacernos cargo de que necesitamos la gracia santificante, debido al pecado original ocasionado por el “padre de la mentira”: el demonio. Por esto, haremos caso de la exhortación de san Josemaría: «A la hora del examen ve prevenido contra el demonio mudo»; tendremos también presente a Orígenes, que dice: «Toda santidad fingida yace muerta porque no obra impulsada por Dios», y nos regiremos, siempre, por el principio elemental y simple propuesto por Jesús: «Sea vuestro lenguaje: ‘Sí, sí’; ‘no, no’» (Mt 5,37).

María no se pasa en palabras, pero su sí al bien, a la gracia, fue único y veraz; su no al mal, al pecado, fue rotundo y sincero.

Santa Mónica, 27 de Agosto

27 de agosto

SANTA MÓNICA

(†  387)


Cae el sol africano, un sol de justicia, sobre las calles pueblerinas de Tagaste. Mónica, niña de pies inquietos, corretea y se divierte por la pequeña ciudad. A la voz de una vieja criada, gruñona pero querida, suspende el juego, y con un gracioso mohín, mezcla de cariño y de protesta, vuelve presurosa a la casa de sus padres.

 Nacida bajo la paz declinante del Imperio romano, Mónica florece a la vida en el seno de una familia cristiana, noble de alcurnia, aunque arruinada por el curso desgraciado de los destinos públicos. Desde la más tierna edad sabe de prácticas piadosas y de ejercicios domésticos. Su educación, si no en ambiente de penuria, comienza a desenvolverse, desde la cuna misma, con sencillez y sin alardes de opulencia.

 Más que a la madre, debe la obra de su formación a la diligencia y al celo de aquella anciana y fiel sirvienta, que llevó ya a su padre a la espalda, cuando niño, y que es ahora, por sus años respetables y por sus óptimas costumbres, la autoridad moral más acatada de la familia. Condescendiente tanto como severa con los pequeños, hasta el agua les regula a deshora, para que se habitúen a moderar los apetitos. Bajo su vigilancia aprende Mónica lecciones de honestidad. Está haciéndose un alma exquisita, encerrada en un corazón sumamente sensible. Los pobres, a diario, son su debilidad apasionante, y la frecuencia de la limosna su recreo más feliz. La dicha de su corazón explota cuando halla oportunidad para lavar los pies a algún peregrino u ofrecer consuelo a algún enfermo.

 A medida que va siendo crecida empieza a gustar los deleites interiores de la espiritualidad. Más de una vez la sorprenden los íntimos arrodillada en un rincón oscuro, haciendo oración a solas, en diálogo de cordialidad inocente con Dios. En los juegos ríe y disfruta como nadie. Sus amigas la respetan, y su palabra es resolutoria en cualquier discusión.

 No ha de faltarle, tampoco, alguna cándida picardía. Como aquella de los tragos clandestinos, que recordará siempre con vergüenza. A la hora de comer, por mandato de sus padres, es la encargada de bajar a la bodega para sacar vino de la cuba. Y cede a la tentación de probarlo, sólo por tomarle el gusto, antes de servirlo a la mesa. Al principio bebe una pizca, casi nada. Poco a poco va aumentando el paladeo, y con él la cantidad. Ahora es ya una gran copa lo que saborea cada vez, antes de subir, sin que lo sepa la criada inflexible ni ninguno de sus mayores. Hasta que todo se descubre. Unicamente está en el secreto otra sirvienta más joven y consentida. En cierta ocasión, discutiendo una y otra, la criada echa en rostro de su pequeña ama este defecto, llamándola, con intención humillante, "borrachuela". Santo remedio. Herida Mónica por el aguijón del insulto, comprende la fealdad del vicio y lo condena al instante, arrojándolo definitivamente de sí. El amor propio afrentado actúa aquí de medicina maravillosa.

 Desde muy niña se está mostrando maestra en reflexionar y en cordura de saber. Lo demostrará más tarde dando lecciones en la escuela de filósofos sutiles, improvisada en el retiro de Casirciaco. Sencilla tanto como culta, desprecia las galas de lujo. Aunque mujer, su prudencia y su discreción están por encima de la vanidad.

 Rica en dones de espíritu y en gracias exteriores, al cumplir los veinte se casa con Patricio, curial de Tagaste, noble pero arruinado también. El corazón del esposo, naturalmente leal y honrado, estalla en volcanes de pasiones vergonzosas. Pagano, violento, de fibra colérica y de pensamientos nada castos, choca en rudo contraste con la delicadeza de Mónica, que consigue enamorarlo y vencerlo, en medio de sus repetidas y alardeadas infidelidades. Un matrimonio así, con edades dobladas y con temples tan distintos, humanamente no puede adivinarse sino como un presagio seguro de desdicha. Pero Mónica acepta ante el altar la mano de Patricio, consciente de un holocausto y con presentimiento de misión. El tacto de su santidad y de sus silencios transforma pronto el infierno previsible del hogar en un remanso de concordia. Bien puede atestiguarlo la propia suegra, en cuya casa vive. Pagana e irritable, como Patricio, acoge las calumnias de los criados, quienes, sólo por adularla, fomentan sus celos, su malquerencia y su astucia contra Mónica. Pero la nuera ya conoce el procedimiento: no huye ni protesta, sino que convive para convertir. Y lo logra: con defensa de amor, de humildad, de dulzura, de paciencia. Táctica de éxito, que aconseja a sus amigas. Mónica nunca sale a la calle con huellas de castigos en el rostro ni comunica las defecciones maritales de Patricio. La oratoria de su ejemplo y el prestigio de su conducta sin tacha ponen paz en las disputas de familiares y extraños. Abomina los chismes y el comadreo. Al fin, la rudeza del esposo y el rencor de la suegra terminan quebrándose contra el corazón suavísimo de Mónica, trasunto ideal de la perfecta casada.

 Al filo de los veintidós años Mónica es madre. El 13 de noviembre del 354 nace su primogénito: Agustín. Otros dos vástagos brotarán de su seno: Navigio y Perpetua.

 Agustín es una llamarada de ímpetus contrarios. La fogosidad de Patricio y la ternura de Mónica arden en su corazón. Navigio es más plácido, más tímido, más maternal; como Jacob. Agustín lleva arreboles de crepúsculo y ascuas de fuego en la sangre. Si no concierta en número, en peso y en medida el huracán temprano de sus inquietudes, será otro Esaú. Toda la vida de Mónica va a cifrarse en un colosal esfuerzo por abrir metas de luz y caminos de seguridad al paso de este gigante.

 Perpetua, la menor, se casa y enviuda pronto. No sale del solar africano. Cuando Agustín sea sacerdote ingresará en un convento, bajo su regla monástica. Navigio no abandona nunca a la madre. Va a ser su fuente de consolación y su descanso durante los extravíos de Agustín.

 Se casará también y tendrá hijos. Uno de ésos se verá más tarde de subdiácono en Hipona, junto al tío obispo. Algunas hijas florecerán a su vez entre las vírgenes de Africa, al lado de la tía monja. Navigio y Perpetua, elevados a los altares, ocupan hoy un lugar de gloria en el santoral cristiano.

 Mónica acierta a sustituir rápidamente los sinsabores y las contrariedades del matrimonio con la educación de sus hijos. Desde el regazo de la madre, "mientras saborean las delicias de su leche", gustan ya la palabra y la sonrisa de Dios. Nos lo dirá el propio Agustín. Todos creen en casa por Mónica. El nombre de Jesús es familiar a hijos y criados. Aquéllos son catecúmenos. La servidumbre es cristiana. Sólo Patricio permanece infiel.

 Navigio y Perpetua, discretos en dones, no son problema para Mónica. El talento fuera de lo normal de Agustín es su tormento de pesadilla. Al principio se limita a reír las quejas de los palmetazos que recibe el pequeño en la escuela de Tagaste, con su aversión clamorosa al estudio. Pero después, cuando el genio despierta monstruoso en sus potencias, con los triunfos apoteósicos de Madaura, unidos a un entusiasmo incontinente por Virgilio, por las estrofas encendidas de los poetas, por las representaciones teatrales..., Mónica mira con miedo al mar agitado de su alma y teme por su perdición.

 Comienza ahora el calvario más cruel de la madre. Sólo Agustín le importa, porque le ve al borde del abismo. “Amar y ser amado" es el lema del escolar brillante, a quien el orgullo de sus paisanos vaticina ya gloria de la patria. La labor de Mónica en la educación de Agustín, estremecido de pasiones rugientes, como su padre, en el albor de los dieciséis años, cae estruendosamente a tierra. La indiferencia de Patricio, preocupado sólo por los aplausos, contribuye al derrumbamiento.

 Entonces, en medio de las primeras lágrimas que vierte la madre por el hijo difícil, recibe alborozada la primera alegría: Patricio se convierte. En la primavera del año 370 abjura públicamente la religión pagana, haciéndose catecúmeno, y un año más tarde, gravemente enfermo, recibe el bautismo, muriendo poco después con muerte edificante. El valor del holocausto, concluido por Mónica en su corazón al recibir el velo de casada, resulta así absolutamente positivo.

 Viuda y joven, con sus treinta y nueve años, viste sencillamente, ayuna y se ejercita en obras de piedad. Agustín no ha asistido a la muerte de su padre. Estudiante en Cartapo, recibe con dolor la triste noticia. La viuda pobre no podrá seguir costeándole los estudios. Pero el corazón generoso de un amigo, Romaniano, soluciona felizmente la contrariedad. Agustín y Mónica pagarán al mecenas con la educación de su hijo Licencio, perfectamente lograda en ciencia y en espíritu por tan extraordinarios preceptores.

 Mónica quiere casto a Agustín. Al saberle en pubertad, ya antes de morir Patricio, le exhortó con valentía sobre los bienes de la continencia. Pero Agustín despreció el consejo como "palabras de mujer". Ahora, lejos de su madre, envuelto en los peligros de una gran ciudad, “ama al fin, es amado y gusta los placeres, los celos y todas las tempestades del amor". A los dieciocho años tiene un hijo: Adeodato. Cuando Mónica lo sabe comprende que toda su vida va a resolverse en lágrimas. No le importa que Agustín sea el primero en los estudios, que entienda sin maestro las cuestiones más abstrusas de filosofía, que triunfe en los certámenes, que en su torno exploten siempre los aplausos; sólo le importa definitivamente la salvación de su alma. Piensa, después de todo, que por la ciencia llegará a Dios. Y se decide a esperar.

 Agustín lee el Hortensio de Cicerón, que le transforma intelectualmente. Penetra con avidez en la dialéctica platónica. Abriga la ilusión de hallar el nombre de Jesús, "mamado amorosamente en la leche de la madre". Y no lo encuentra. Repasa después las Sagradas Escrituras. Pero lo hace con orgullo, sin humildad, con el corazón manchado. Y no las comprende. Mónica sigue estos pasos hacia la luz. Y cada día con más confianza, ora, se mortifica y silenciosamente continúa en espera.

 El problema de Agustín, en estos momentos, es ideológico tanto como afectivo. Busca una doctrina que le proporcione el descubrimiento de la verdad y el culto al nombre de Jesús, sin renunciar a las pasiones. Todo esto le promete el maniqueísmo. Y se afilia con entusiasmo a su fe. Apenas cuenta diecinueve años y aparece ya con tacha de concubinato y herejía. ¡Horror para Mónica! Ferviente maniqueo, se hace apóstol de la secta. En seguida comienzan las conversiones. Todos cuantos le siguen, Alipio, Romaniano, Honorato, Nebridio.... prendados de su lógica y de su corazón, figuran entre los adeptos. Mónica llora desconsolada. Regresa Agustín de Cartago, al terminar sus estudios, y prosigue la captación en Tagaste. A su propia madre trata de convencer. Pero sólo ella se le resiste y le echa de casa. Cabizbajo, se refugia en la de su mecenas y abre escuela de gramática entre los suyos.

 Le acompaña la mujer y el hijo. Mónica no tolera la separación y le visita a diario. Es ley de corazones grandes. Un día le cuenta un sueño. Estando de pie sobre una regla, triste y afligida, ve venir a un joven resplandeciente, que le pregunta el porqué de sus lágrimas. Mónica le contesta que la causa no es sino la perdición de Agustín, El joven, para su confortación, le ordena entonces que mire y observe cómo donde ella está se encuentra el hijo. Mirando rápidamente hacia atrás, descubre con alegría que no se engaña. Y pronostica luego Mónica a Agustín que muy pronto le verá católico. Pero éste interpreta la visión volviéndola hacia sí, intentando persuadir a la madre de que es ella la que algún día terminará en maniquea. A lo cual replica agudamente: "No me dijo: ‘Donde él está allí estás tú', sino: 'Donde tú estás allí está él’. Y agrega, sonriendo, que se cumplirá la profecía.

 A pesar de todo, Agustín continúa en la oscuridad y Mónica sigue llorando. Por esta misma época visita a un santo obispo en demanda de orientación, e insiste ante él con lágrimas incontenidas para que le ayude en su desconsuelo. Y, asomándose a su alma, le responde el obispo con acento seguro: "Ve en paz, mujer, y que Dios te dé vida; no es posible que hijo de tantas lágrimas perezca".

 Tras la muerte de un amigo entrañable Agustín languidece, comienza a sentirse mal y precipita su salida para Cartago, donde abre cátedra de retórica. Con el alejamiento todo se cura. Mónica no lo impide, pues en ello va la salud del hijo. Y confía en el milagro de la ciencia. Nacen aquí las primeras dudas del joven maestro en torno a la dogmática maniquea, que sus doctores no aciertan a resolverle.

 Sin paz en el alma y sin convicción en la inteligencia, Agustín emprende la búsqueda por otros horizontes. Y anuncia su salida para Roma. La madre, armada de valor, se presenta en Cartago para impedirlo. Teme que en la capital del Orbe se pierda irremisiblemente. Agustín, contrariado en sus planes, huye con una mentira. Mientras ora ella en la ermita de San Cipriano, él la abandona y sube a la nave que le conducirá a la urbe. Cuando Mónica advierte el engaño enloquece de dolor. ¡Mucho tarda en cumplirse la visión de la regla!

 En Roma explica Agustín durante un año, pródigo en desilusiones escolares y en angustia espiritual. Por un lado, los alumnos no le pagan. Por otro, conoce al fin la corrupción de los maniqueos y decide abandonar la secta. La duda absoluta y el escepticismo universal le llevan al pórtico de los académicos. Enferma entonces gravemente, sin inquietarse por morir sin bautismo, con riesgo de condenación. Se cura, según intuirá después, por las oraciones de su madre, siempre a su lado, a pesar de la lejanía.

 Roma no le llena y prepara otro salto. Huye de sí mismo, sin lograr ausentarse. En el año 385 gana brillantemente la cátedra de elocuencia patrocinada por los emperadores en Milán. El problema económico se le esclarece. Informada Mónica de la enfermedad y del triunfo académico sale para Roma. La acompaña Navigio. Perpetua, casada, queda en Tagaste. Con ánimo sereno en medio de una borrasca aparatosa, hace felizmente la travesía. En Roma se entera de la salida para Milán. Desilusión otra vez. Nuevamente de viaje, llega a la ciudad lombarda y se arroja en los brazos del hijo. Le encuentra muy otro. Va a rechazar abiertamente la herejía maniquea. Pero ahora es cuando más necesita a la madre. Tiene vacíos el corazón y el pensamiento. En sus razones atiende sólo al encanto de lo formal, sin fe en la verdad. Mónica se dispone a rellenarle de contenido. Para ello visita a San Ambrosio y le presenta a Agustín. Se tratan los tres. El santo obispo felicita al deslumbrante profesor por tener una madre tan extraordinaria. Mónica inventa excusas para que el hijo repita las visitas. Pero Ambrosio no es explícito: espera que la gracia obre independiente del hombre. En compañía de la madre Agustín asiste a los sermones de la basílica ambrosiana, interesado por el estilo y por la dicción, sin cuidados para mayores honduras. Pero con la retórica, sutilmente, penetra en los oídos del puro artista la luz de la verdad cristiana. Sin discusiones, ni con la madre ni con el obispo, Agustín medita, y poco a poco va hallando a Dios dentro de sí.

 Comienza a entusiasmarle San Pablo. Conversa con personas venerables, confiándoles sus angustias interiores. Está a punto de romper con los vínculos del pecado. Pero la voluntad de la carne se afirma en él más fuerte que la del espíritu. Y lucha sin redimirse de las cadenas que le esclavizan.

 Mónica sigue con más atención que nunca el desarrollo del drama y redobla sus oraciones. Presiente la alborada de Dios. La borrasca irrumpe inclemente en el alma agitada de Agustín. Hasta que un día, en una crisis de rebelión frente a sus miserias, el canto suavísimo de la gracia suena rotundo en su corazón. Y el hombre viejo, perdido por Adán y prisionero en la culpa, se transforma en el hombre nuevo, salvado por Cristo y libre en la fe.

 Las lágrimas de Mónica han precipitado el desenlace feliz. Se ha cumplido la profecía. Agustín está ya en la regla junto a la madre. Con su adiós a la vanidad de la retórica se retira a la quinta de Casiciaco. Van tras él los amigos de siempre, discípulos del maestro en sus desviaciones maniqueas y en sus pasos hacia la pila bautismal, seguros de que su elección, antes y ahora, es criterio de sabiduría. A tanto llega la autoridad de su preeminencia. Le acompaña su madre, con Navigio y Adeodato. Sólo falta la mujer que le dio este hijo, recluida desde hace meses en un convento de Africa, donde habrá rezado, sin duda por él.

 Otoño melancólico y dulce, con suavidad dorada en la vertiente alpina, con inquietud anhelante de recibir a Dios por el bautismo, con doctas controversias, con poesía en las almas, bajo la providencia amorosa de Mónica..., esto es Casiciaco en los primeros fervores de la conversión. La vida allí, de otoño a primavera, es una preparación al bautismo, entre lecturas y discusiones, elevándose a Dios por la belleza de las cosas. Mónica cuida de todos con materna solicitud. El ejemplo de su santidad les dirige, corrigiendo e ilustrando, presente a cada uno, "con traje de mujer, fe de varón, seguridad de señora, caridad de madre y piedad cristiana". Entona con ellos los salmos de David. Participa en los diálogos de sobremesa, aunque humildemente se resiste a emitir opinión en aquel cenáculo. Instada por Agustín, encauza discusiones sobre la verdad, la hermosura, el orden, la felicidad y el amor de Dios, con una sabiduría, una discreción y un talento, desplegados muy por encima de la frivolidad sensible, que a todos sorprende, penetrando sin dificultad y con agudeza en cuestiones arduas aun para los versados.

 Transcurrido el tiempo de iniciación, al cabo de siete meses, Agustín, Adeodato y sus amigos dan el paso regenerante, recibiendo en Milán el sacramento del bautismo. La ceremonia se ha fijado para el día 25 de abril del año 387. Una fecha de glorioso recuerdo, señalada con piedra blanca en el calendario de la Iglesia. La presencia de Mónica, con lágrimas todavía, pero no de ansiedad dolorosa, sino de júbilo radiante, realza la solemnidad del acto. No ha sido estéril tanta súplica. Agustín funde sus emociones con las incontenidas de la madre, mientras el torrente de la gracia penetra en su corazón, entre el eco novísimo que han dejado disperso por las bóvedas las cadencias exultantes del Te Deum laudamus.

 Una armonía inefable inunda el alma de Mónica. Todo es paz en su vida. Nada la detiene ya en la tierra. Sólo siente la nostalgia del cielo. Colinada, su misión, ¿para qué esperar?

 Entretanto, madre e hijo, con la pequeña comunidad de bautizados, vuelven a Africa. En el puerto romano de Ostia se detienen unos días, mientras llega el momento de embarcar.

 Caen las primeras hojas de otoño. Declina la tarde, una famosa tarde del año 387. Mónica y Agustín están solos junto al mar, reclinados sobre una ventana. Con olvido del pretérito y atentos únicamente al porvenir, se ocupan de la verdad, presente en la vida eterna de Dios. Piensan que ante el gozo de aquella vida vale el deleite perecedero del sentido. Recorren la escala de los seres corpóreos. Se elevan interiormente sobre la luna y el sol. Suben más arriba de las estrellas, admirando la obra del dedo divino. Llegan, a la esfera intáctil del pensamiento, y la transcienden también. Alcanzan, por fin, la región de la abundancia indeficiente, donde se apacienta Israel con el pasto inmarchito de la verdad pura. La vida aquí se llama Sabiduría, principio de todas las cosas, así de las que fueron como de las que serán, existente antes del tiempo, increada, total y constante en el ser, con ausencia de pasado y de futuro. Y hablando de ella y desvividos por su logro, llegan a tocarla un instante, con el ímpetu más intenso de su corazón, elevado sobre las ataduras de la pesada mortalidad. Pero el arrebato de beatitud se desvanece. Con un hondo suspiro vuelven a la tierra y al estrépito de las palabras, dejando allí prisioneras las primicias del espíritu. Mónica tiene las manos de Agustín entre las suyas. No aciertan con la frase que exprese la ansiedad de su ánimo: si enmudeciesen las cosas y sólo Dios hablase, no por ellas, sino directamente por sí, oyéndole sin sonido de voces, en contacto del pensamiento con su Sabiduría, abismada el alma en la fruición de sus dulzuras, como en aquel instante de efímero deleite, ¿no sería esto el "entra en el gozo de tu Señor"? "Y tanta dicha, ¿cuándo será?", exclama Agustín enardecido. Por lo que a mí atañe, prosigue Mónica, más sosegada y menos vehemente, nada me ilusiona ya en esta vida. No sé qué hago en ella ni por qué estoy aquí aún, consumado cuanto podía esperar en este siglo. Por una sola cosa deseaba detenerme un poco más: verte cristiano y católico antes de bajar al sepulcro. Con creces me lo ha dado el Señor, pues te veo siervo suyo cabal, con desdén para la felicidad terrena. Por lo mismo, ¿qué hago yo aquí?

 Cinco días después es atacada por una fiebre maligna. Su presentimiento no precisa más. Comprende y manifiesta a todos que ha llegado su hora. Sin preocupaciones por la sepultura, construida en Tagaste junto a la de Patricio, y satisfecha de haber cumplido la misión del hogar, no le importa ni el dónde ni el cuándo para morir. Su serenidad es sorprendente. Nadie quiere creerlo. De pronto, un éxtasis, alarmante pero dulcísimo, deja inmóvil su cuerpo durante un breve intervalo. ¿Dónde estoy?, pregunta al volver en sí. Y añade con suavidad: Aquí dejaréis enterrada a vuestra madre.

 Un movimiento de dolor irreprimible se estremece en la estancia. La angustia es general. Adeodato estalla en lamentos inconsolables. “Mejor sería morir en la patria, antes que en este pueblo extraño", profiere Navigio. Mónica le reprende con una mirada de autoridad y reproche, y, dirigiéndose a Agustín, más sereno y más fuerte, corrige imperiosa: Enterrad este mi cuerpo dondequiera, ni os preocupe más su cuidado. Una sola cosa os pido, que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde os hallareis.

 Este es su testamento. Poco después, agravándose la enfermedad, entra en agonía. Minutos más tarde, con la suavidad de un crepúsculo sin nubes, es liberada del cuerpo aquella alma trasparente, anhelosa de aires más puros, Nacida para la eternidad del goce beatífico, deja de llorar en la tierra, a los cincuenta y seis años de edad, para recibir el premio de sus lágrimas: un cielo de consolación gloriosa para sí, y la gracia de la fe con una corona de inmortalidad para su hijo.

 Después del entierro nadie acierta a separarse del sepulcro. Tantas cosas les recuerda. La afligida comunidad aplaza por ello el viaje de retorno a la patria. Durante un año permanecen aún entre Roma y Ostia, asociándose a los cánticos de las basílicas y orando ante la tumba inolvidable, en súplica de iluminación y de consuelo.

 La presencia protectora de la ausente adorada se acusa en la vida de todos. Trece años después, en obsequio devoto de gratitud, la pluma de Agustín cantará sus virtudes con fidelidad amorosa. Los siglos venideros recogerán con entusiasmo este mensaje finísimo de ternura filial. Su luz penetra en las familias, portadora de paz interior. Angel del hogar cristiano, las esposas desamparadas y las madres afligidas de todos los tiempos hallan siempre en su memoria el bálsamo de salud que cura las penas en el infortunio y un paño de lágrimas para enjugar el espíritu en la contrariedad.

 GABRIEL DEL ESTAL, O. S. A.