27 dic 2014

Santo Evangelio 27 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: 27 de Diciembre: San Juan, apóstol y evangelista


Texto del Evangelio (Jn 20,2-8): El primer día de la semana, María Magdalena fue corriendo a Simón Pedro y a donde estaba el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.


Comentario: Rev. D. Manel VALLS i Serra (Barcelona, España)
Vio y creyó

Hoy, la liturgia celebra la fiesta de san Juan, apóstol y evangelista. Al siguiente día de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta del primer mártir de la fe cristiana, san Esteban. Y el día después, la fiesta de san Juan, aquel que mejor y más profundamente penetra en el misterio del Verbo encarnado, el primer “teólogo” y modelo de todo verdadero teólogo. El pasaje de su Evangelio que hoy se propone nos ayuda a contemplar la Navidad desde la perspectiva de la Resurrección del Señor. En efecto, Juan, llegado al sepulcro vacío, «vio y creyó» (Jn 20,8). Confiados en el testimonio de los Apóstoles, nosotros nos vemos movidos en cada Navidad a “ver” y “creer”.

Uno puede revivir estos mismos “ver” y “creer” a propósito del nacimiento de Jesús, el Verbo encarnado. Juan, movido por la intuición de su corazón —y, deberíamos añadir, por la “gracia”— “ve” más allá de lo que sus ojos en aquel momento pueden llegar a contemplar. En realidad, si él cree, lo hace sin “haber visto” todavía a Cristo, con lo cual ya hay ahí implícita la alabanza para aquellos que «creerán sin haber visto» (Jn 20,29), con la que culmina el vigésimo capítulo de su Evangelio.

Pedro y Juan “corren” juntos hacia el sepulcro, pero el texto nos dice que Juan «corrió más aprisa que Pedro, y llegó antes al sepulcro» (Jn 20,4). Parece como si a Juan le mueve más el deseo de estar de nuevo al lado de Aquel a quien amaba —Cristo— que no simplemente estar físicamente al lado de Pedro, ante el cual, sin embargo —con el gesto de esperarlo y de que sea él quien entre primero en el sepulcro— muestra que es Pedro quien tiene la primacía en el Colegio Apostólico. Con todo, el corazón ardiente, lleno de celo, rebosante de amor de Juan, es lo que le lleva a “correr” y a “avanzarse”, en una clara invitación a que nosotros vivamos igualmente nuestra fe con este deseo tan ardiente de encontrar al Resucitado.

San Juan Evangelista, 27 de Diciembre



27 de diciembre

HOMILÍAS


SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA
(+ final s. I)

 
1. Veinte años tendría escasamente cuando Jesús le llamó, Fue, sin duda, el más joven de los discípulos y me nor que el Maestro en una buena docena de años,

Ribereño del lago de Tiberíades, ni su género de vida como pescador, ni aquella fogosidad juvenil que le mereció el título de Boanerges (= hijo del trueno" ), compartido con su hermano Santiago el Mayor; ni su actividad apostólica en los tiempos heroicos de la primitiva Iglesia palestinense; ni su longevidad casi centenaria, la cual supone una constitución somática vigorosa; ni la intrepidez con que defendió, frente a herejes gnósticos—llamándoles "anticristos"—, la verdadera fe en Jesús Dios-hombre; ni la densidad sublime de su teología y de su mística, basadas, sin embargo, en la realidad histórica: nada de esto autoriza esa figura de jovencito blandengue—casi femenil, si no enfermizo—, tantas veces representada por un arte iconográfico que parece ignorar los datos bíblicos. Si Juan fue "el discípulo a quien amaba Jesús" y el más joven de los apóstoles, fue también el pescador robusto y vigoroso, el mozo equilibrado y sereno que respetuosamente sabe quedarse en segundo lugar cuando acompaña a Pedro; el hombre varonil a quien Jesús confía de por vida su propia Madre como herencia; el teólogo que, sin perder el contacto con la tierra, sabe elevarse a tales cumbres teológicas como ningún otro escritor neotestamentario, ni siquiera San Pablo. Todo ello supone una personalidad riquisima en cualidades humanas y una entrega interna y externa, total y decisiva, al amor y al servicio del Maestro.

Dos etapas conócense de su vida, separadas por un largo silencio de casi medio siglo. Los detalles de la primera quedaron consignados en los libros sagrados del Nuevo Testamento; los de la segunda, en la más estricta y depurada tradición contemporánea. Entre ambas, la carencia de datos durante ese prolongado silencio.

2. Respecto de la primera etapa sabemos que Juan era de Betsaida, a orillas del lago, patria también de Pedro. Sus padres fueron Zebedeo y Salomé (¿hermana de San José?). Los hijos de este matrimonio, Santiago y Juan, fueron pescadores, como su padre, pero no de condición precaria, puesto que tenían a su servicio jornaleros, poseían barca propia, pescaban al copo con amplia red barredera, y su madre era una de aquellas piadosas mujeres que con sus bienes sufragaban las necesidades materiales del Maestro,

Juan, su hermano Santiago y su amigo Pedro formaban el grupo predilecto de Jesús, Los tres fueron testigos directos de la resurrección de la hija de Jairo, de la transfiguración de Jesús en el Tabor, de su agonía en Getsemaní.

Jesús tuvo tal predilección por Juan que éste se señalaba a sí mismo como "el discípulo a quien amaba Jesús". En la noche de la cena reclinó su cabeza sobre el costado del Maestro y fue el único discípulo que estuvo al pie de la cruz, a quien Jesús agonizante dejó encomendada su divina Madre.

Su amistad con Pedro fue de siempre. Paisano suyo y compañero de pesca, ellos dos fueron los encargados por Jesús de preparar la ultima cena pascual. También fue Juan, seguramente, el que introdujo a Pedro en la casa del sumo sacerdote durante la noche de la pasión. Y en la mañana de la resurrección ambos comprueban juntos que el sepulcro está vacío. Juntos aparecen también en la curación del paralítico por Pedro, en la detención y en el juicio sufrido ante el Sanedrín, y en Samaria, adonde van en nombre de los Doce, para invocar allí, sobre los ya creyentes, al Espíritu Santo. Y cuando San Pablo, allá por el año 49, vuelve a Jerusalén al final de su primera expedición misionera, encuentra allí a Pedro y a Juan, a quienes califica de "columnas" de la Iglesia.

3. La segunda etapa de su vida coincide con el último decenio del primer siglo de nuestra era poco más o menos. Juan es ahora el oráculo de los cristianos de la provincia romana de Asia, es decir, del litoral egeo y parte de tierra adentro de la actual Turquía. El centro de su actividad apostólica es siempre Efeso.

Él mismo nos dice en el Apocalipsis que estuvo desterrado en Palmos por haber dado testimonio de Jesús. Esto debió de acontecer durante la persecución de Domiciano (años 81-96 d. C.). Su sucesor, el benigno y ya casi anciano Nerva (a. 96-98), concedió una amnistía general, en virtud de la cual pudo Juan volver a Efeso. Allí nos lo sitúa la tradición cristiana de primerisima hora, cuya solvencia histórica es irrecusable. El Apocalipsis y las tres cartas de Juan atestiguan igualmente que su autor vive en Asia y que goza allí de extraordinaria autoridad. Y no es para menos. En ninguna otra parte del mundo civilizado, ni siquiera en Roma, quedaban ya apóstoles supervivientes. Y sería de ver la veneración que sentirían los cristianos de fines del primer siglo por aquel anciano que había oído hablar al Señor Jesús, y le habia visto con sus propios ojos, y le habia tocado con sus manos, y le había contemplado en su vida terrena y ya resucitado, y había presenciado su ascensión a los cielos. Por eso el valor de sus enseñanzas y el peso de sus afirmaciones por fuerza había de ser excepcional y único. Y en este anciano, que al parecer jamás iba a morir—eso anhelaban y, en parte, creían los buenos hijos espirituales del apóstol viendo su longevidad—, encontraban aquellas comunidades cristianas un manantial inagotable de vida en Cristo. De él dependen, en su doctrina, en su espiritualidad y en la suave unción cristocéntrica de sus escritos, los Santos Padres de aquella primera generación postapostólica que le trataron personalmente o se formaron en la fe cristiana con los que habian vivido con él, como San Papias de Hierápolis, San`Policarpo de Esmirna, San Ignacio de Antioquía y San Ireneo de Lyón. Y son éstos precisamente las fuentes de donde dimanan las mejores noticias que la tradición nos transmitió acerca de esta última etapa de la vida del apóstol.

Mas la situación no era nada halagüeña para la Iglesia. A las persecuciones más o menos individuales de Nerón siguióse, bajo Domiciano, una persecución en toda regla. El inmenso poder del divinizado cesar romano se propone aniquilar la inerme Esposa de Cristo. La Bestia contra el Cordero. Y, para colmo, el cúmulo de herejías que entraña el movimiento religioso gnóstico, nacido y propagado fuera y dentro de la Iglesia, intenta corroer la esencia misma del cristianismo. Triste situación la de este nonagenario sobre cuyos hombros pesa ahora, por ser el único superviviente de los que convivieron con el Maestro, el sostenimiento de la fe cristiana. Pero Dios le concedió, providencialmente, tan largos años de vida para que fuera el pilar básico de su Iglesia en aquella hora terrible.

Y lo fue. Para aquella hora y para las generaciones futuras también. Con su predicación y sus escritos quedaba asegurado el porvenir glorioso de la Iglesia, entrevisto por él en sus visiones de Palmos y cantado luego en el Apocalipsis.

Cumplida su obra, el santo evangelista murió ya casi centenario, sin que sepamos la fecha exacta. Fue al final del primer siglo o muy a principios del segundo, en tiempos de Trajano (a. 98-117).

4. Entre estas dos etapas de la actividad apostólica de San Juan existe la gran laguna de un silencio prolongado. Desde el año 49, cuando San Pablo le encuentra todavía en Jerusalén, siendo allí "columna' de la Iglesia palestinense, hasta cerca del año 90, cuando fue desterrado a Palmos, nada se sabe de él. ¿Dónde estuvo? ¿Qué iglesias evangelizó?

Desde luego, la tradición considera su venida a Efeso después de Palmos como una vuelta, como un regreso. Allí, pues, había trabajado anteriormente. Mas ¿cuándo llegó por primera vez?

Quizá los hechos hayan de explicarse así: entre el año 66 y el 68 sucedieron muchas cosas que pudieron motivar la marcha de San Juan a Efeso. Por de pronto, la Santísima Virgen, encomendada a los cuidados filiales de Juan, había volado ya en cuerpo y alma a los cielos. Por otra parte, comenzaba en el 66 la espantosa guerra judía que terminaría con la destrucción de Jerusalén por el ejército romano, y, en conformidad con el aviso previo de Jesús, los cristianos de la Ciudad Santa se dispersaron de antemano y se situaron en otras regiones. Ya no era, pues, necesaria la presencia de Juan en Palestina. Además, hacia el año 67, Pablo, el gran evangelizador del mundo greco-romano, que había permanecido en Efeso más tiempo que en ninguna otra ciudad del Imperio, había sido decapitado en Roma. ¿Cómo dejar abandonada a sí misma la región de Asia, que por su situación, su cultura helenistica y por el estado florecientisimo de sus comunidades, amenazadas de las nuevas corrientes heréticas, podía considerarse como el centro vital de irradiación cristiana? Las circunstancias de Efeso reclamaban la presencia de un apóstol que, como Juan, continuara en Asia la siembra de Pablo y fecundara su desarrollo doctrinal. Para tal obra nadie más a propósito—y quizá ya el único disponible— como aquel animoso Boanerges, el cual, por otra parte, había calado tan hondamente en la comprensión del "misterio" de Jesús,

Estos hechos motivaron seguramente el traslado de Juan a Efeso para ejercer allí su actividad misionera, plasmada luego en sus escritos.

5. Pero el Juan misionero queda como empequeñecido por el Juan escritor. Si con su palabra hablada fue el oráculo del Asia durante muchos años, con sus escritos es y seguirá siendo, a través de los siglos, el "teólogo" y el "místico" por excelencia, el "águila" de los evangelistas, la antorcha que ilumina con claridades celestiales el futuro terrestre y eterno de la Iglesia.

Tres son la obras salidas de su pluma incluidas en el canon del Nuevo Testamento: el cuarto evangelio, el Apocalipsis y las tres cartas que llevan su nombre.

A pesar de la aparente serenidad y del buscado anonimato, en parte, de estas obras, la recia personalidad de su autor, dominada por una hondísima penetración del "misterio" de Jesús, se acusa fuertemente en ellas por la concepción y trama de las mismas, por la profundidad de sus ideas, que el lector nunca logra agotar, y por lo peculiar de su estilo, pobre de gramática y de recursos literarios, pero de un dramatismo inigualado.

Los escritos de San Juan son ya el final de los libros sagrados, el último estadio del fieri de la Iglesia naciente, la madurez definitiva de la revelación. Con media docena escasa de ideas, pero cargadas de una densidad teológica inagotable, Juan desarrolla el tema central y aun único de sus escritos: enseñarnos quién es y qué es Jesús: Dios-hombre, luz, vida, verdad y amor.

Si a San Juan se le llama el evangelista del amor, por las mismas razones debería llamársele el evangelista de la vida, del Cristo-Vida, cuya "gloria' junto al Padre, reverberada sobre la vida terrestre del Maestro, nos describe como ningún otro escritor sagrado.

Igualmente es característica de San Juan la teología de nuestra palingenesia o renacer del Espíritu Santo y la de nuestra inmanencia en Cristo mediante la fe y la Eucaristía. Y es curioso anotar que San Juan no repara en la esperanza. Nunca utiliza este término en el evangelio o en el Apocalipsis y sólo una vez en sus epístolas, Parece como si no pensara en el más allá. Pero es que, según su ideologia, para el que "permanece en Cristo" no hay fronteras entre este mundo y el venidero. Todo es ya presente para el que ama a Cristo. La vida eterna la posee ya en toda su esencia el que tiene fe en Cristo y "permanece en El" por la observancia de los mandamientos.

Los escritos de San Juan son, pues, esencialmente cristocéntricos. Su finalidad es revelarnos las riquezas que se encierran en la persona de Jesús. Su tema central es Jesús, quien, por ser tan realmente hombre y tan realmente Dios, es el revelador del Padre, y es por eso la luz del mundo, y la vida de los hombres, y la clave del universo, que en Él encuentra la razón de su existencia y de su destino,

Juan es, por último, el evangelista de la universal misión maternal de María. Aun prescindiendo de la parte que él pudo tener en transmitir las noticias recogidas en San Lucas sobre la infancia de Jesús, el evangelista San Juan, que tanto simbolismo sabe descubrir en los principales milagros de Jesús, coloca a la Santísima Virgen en el milagro de Caná y al pie de la cruz—principio y fin de la vida pública de Jesús—, como para indicar la presencia permanente de María en la obra de su Hijo y su solícita colaboración maternal con Él.

Si quisiéramos resumir en pocas palabras a qué se deben estas características de los escritos de San Juan, diriamos: primero, al amor sincero de su corazón varonil por el Maestro durante su vida terrena: segundo, a la intimidad de su diario vivir con la Santísima Virgen desde que Jesús se la encomendara al pie de la cruz hasta que Ella subió a los cielos; tercero, a un continuo repensar los hechos de que fue testigo directo durante la vida de Cristo y valorar su significación sobrenatural, y cuarto, a su constante "permanecer en Cristo" a lo largo de tantos años de unión íntima con Él por la fe y por el recuerdo con lo que consiguió esa penetración sabrosísima del "misterio" de Jesús reflejada en sus obras.

6. Hay anécdotas simpáticas, aunque históricamente no del todo seguras, que confirman la amabilidad de este santo anciano, junto con su natural viveza de carácter y el amor en Cristo que a todos profesaba.

Cuentan de él que, como descanso para su espíritu, le gustaba entretenerse en acariciar a una tortolilla domesticada que tenía. Buen precedente para San Francisco de Asís... En cierta ocasión—narra San Ireneo—, habiendo ido el bienaventurado apóstol a bañarse en los baños públicos de Efeso, vió que en ellos estaba el hereje Cerinto; e inmediatamente, sin haberse bañado, salióse fuera diciendo: "Huyamos de aquí; no vaya a hundirse el edificio por estar dentro tan gran enemigo de la verdad". En cambio habiendo sabido que un joven cristiano, educado con miras al sacerdocio, dió luego tan malos pasos que acabó en jefe de bandoleros, hízose llevar el Santo hasta el monte que al ladrón servia de guarida, y, corriendo tras él y llamándole a grandes voces: "¡Hijo mío, hijo mío!", logró rescatarle para Cristo.

Algunos autores de los primeros siglos cuentan que San Juan resucitó en cierta ocasión a un muerto. Pero el milagro principal fue el sucedido en su propia persona. Refiere Tertuliano que, llevado el apóstol a Roma poco antes de su destierro a Palmos, fue sumergido en una tinaja de aceite hirviendo, de la que salió totalmente ileso y pletórico de renovada juventud, Hay quien pone en duda la historicidad de este hecho, porque ni consta que San Juan estuviera alguna vez en Roma ni de tal milagro se hacen eco los escritores que le conocieron, mientras que Tertuliano, de la iglesia de Africa, difícilmente podía tener información segura. Con todo, la Iglesia romana celebra esta fiesta en su liturgia bajo el título de "San Juan ante portam Latinam".

Una leyenda curiosa recogió San Agustín. En el sepulcro del santo apóstol—dice—se ve moverse la tierra sobre la parte correspondiente al pecho, como si el cuerpo allí sepultado respirara todavía o palpitara aún su corazón. Simple leyenda desde luego. Pero lo que no es leyenda sino realidad, es que el corazón del santo evangelista sigue palpitando en sus escritos, y que esas palpitaciones son de amor, de admiración, de arrobamiento ante la persona de Jesús, que fue para él la gran revelación de su vida y el centro de su vivir. Y Juan quería que lo fuera también para todos los hombres. Porque Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; Él es la Luz, y la Verdad, y la Vida, y el Amor.

SERAFIN DE AUSEJO, O. F. M. CAP.
 

Juan Apóstol y Evangelista, San

Autor: P. Ángel Amo. 

El Discípulo Amado 

Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago, fue capaz de plasmar con exquisitas imágenes literarias los sublimes pensamientos de Dios. Hombre de elevación espiritual, se lo considera el águila que se alza hacia las vertiginosas alturas del misterio trinitario: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”. 

Es de los íntimos de Jesús y le está cerca en las horas más solemnes de su vida. Está junto a él en la última Cena, durante el proceso y, único entre los apóstoles, asiste a su muerte al lado de la Virgen. Pero contrariamente a cuanto pueden hacer pensar las representaciones del arte, Juan no era un hombre fantasioso y delicado, y bastaría el apodo que puso el Maestro a él y a su hermano Santiago -”hijos del trueno”- para demostrarnos un temperamento vivaz e impulsivo, ajeno a compromisos y dudas, hasta parecer intolerante. 

En el Evangelio él se presenta a sí mismo como “el discípulo a quien Jesús amaba”. Aunque no podemos indagar sobre el secreto de esta inefable amistad, podemos adivinar una cierta analogía entre el alma del “hijo del trueno” y la del “Hijo del hombre”, que vino a la tierra a traer no sólo la paz sino también el fuego. Después de la resurrección, Juan parmanecerá largo tiempo junto a Pedro. Pablo, en la carta a los Gálatas, habla de Pedro, Santiago y Juan “como las columnas” de la Iglesia. 

En el Apocalipsis Juan dice que fue perseguido y relegado a la isla de Patmos por la “palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.” Según una tradición, Juan vivió en Éfeso en compañía de la Virgen, y bajo Domiciano fue echado en una caldera de aceite hirviendo, de la que salió ileso, pero con la gloria de haber dado también él su “testimonio”. Después del destierro en Patmos, regresó definitivamente a Éfeso en donde exhortaba infatigablemente a los fieles al amor fraterno, como resulta de las tres epístolas contenidas en el Nuevo Testamento. Murió de avanzada edad en Éfeso, durante el imperio de Trajano, hacia el año 98.
 
 
San Juan Apostol y Evangelista (S.I)

Juan iba con Juan Bautista cuando al pasar Jesús le dijo el Precursor: "Ese es el Cordero de Dios". El mismo se llamará "el discípulo al que amaba Jesús". Juan Evangelista escribió cinco libros del Nuevo Testamento: El cuarto Evangelio, tres Cartas y el único libro profético, el Apocalipsis.

Era el hijo del Zebedeo y de María la de Salomé. Era hermano menor de Santiago el Mayor. La primera llamada de Jesús la recibió Juan estando con Andrés: "Venid y veréis". Le quedaron tan profundamente grabadas las palabras de Jesús que, cuando escribía su Evangelio casi sesenta años después de aquella llamada, aún recordará la hora: Eran como las cuatro de la tarde cuando el Maestro me llamó.

Juntamente con su hermano Santiago y con Simón Pedro formará parte de los tres discípulos hacia lo que el Maestro sentía una predilección especial. A ellos se los llevará a la Transfiguración al Tabor.

A ellos les acercará más en la noche del Jueves Santo, en el Huerto. Si a Pedro le entrega la Iglesia, a Juan le entregará a su Madre.

¿Por qué sintió predilección especial Jesús hacia Juan? Lo ignoramos.

Algunos Santos Padres pensaron que fue por su virginidad, ya que sabemos que era muy jovencillo cuando lo llamó Jesús a seguirle y que fue virgen toda su vida. Dice San Jerónimo, el Padre de las Sagradas Escrituras: "El Señor virgen quiso poner a su Madre Virgen en manos del discípulo virgen".

Juan era de Betsaida, la patria de Simón Pedro y de Andrés, con quienes les unía a los hermanos Boanerges o hijos del trueno una gran amistad. Pertenecía a una familia bien acomodada, para lo que entonces se estilaba, ya que tenían jornaleros y barca propia. Juan era de los "validos" de Jesús. También asistió a la resurrección de la hija de Jairo junto con su hermano y Pedro, y fue el único que tuvo la dicha de reposar su cabeza en el Costado de Cristo la Noche de la última Cena.

Juan es el único que será fiel a Jesús hasta el último momento de la Cruz. Mientras los demás le abandonarán, le venderán o le negarán, Juan le acompañará en los últimos momentos y como premio recibirá a María como Madre suya y en su nombre, de toda la humanidad. ¡Gracias, Juan, por este regalo que por tu medio nos hace Jesús!

Cuando por el año 49 vuelve Pablo a Jerusalén de su primer viaje, dice que se encontró a Pedro y Juan "columnas de aquella Iglesia".

Hay un lapso de más de cuarenta años que nada se sabe de Juan, desde el año 49 hasta el 90 poco más o menos. ¿Dónde pasó este tiempo y qué hizo durante todos aquellos largos años? Lo ignoramos. Sabemos que los últimos años de su vida los pasó en Efeso y Patmos, y desde allí parece ser que escribió sus tres Cartas y el Apocalipsis. Él era el sostén de aquella naciente y floreciente Iglesia. Todos escuchaban con admiración sus palabras: "Hijitos míos, les decía, amaos los unos a los otros". Le dicen sus discípulos: Padre ¿por qué siempre nos repites lo mismo?" -"Porque, contesta él, es lo que yo aprendí cuando recosté mi cabeza sobre el pecho del Maestro. Y si hacéis esto, todo está cumplido."

Se cuentan muchas y bellas anécdotas de estos años, más o menos verídicas. Sus discípulos, San Papías de Hierápolis, San Policarpo, San Ignacio de Antioquía, San Ireneo, todos recogieron de sus labios las enseñanzas del Maestro. San Juan fue misionero, predicador de la Palabra de Dios, pero sobre todo "escritor" profundo del Mensaje del Maestro. Murió por el año 96, después de haber sido arrojado a una caldera de aceite hirviendo, sin hacerle daño. Con la muerte de Juan, enamorado de Cristo, se concluyó la revelación en el Nuevo Testamento.

 

26 dic 2014

Santo Evangelio 26 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: 26 de Diciembre: San Esteban, protomártir


Texto del Evangelio (Mt 10,17-22): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará».


Comentario: + Rev. D. Joan BUSQUETS i Masana (Sabadell, Barcelona, España)
Os entregarán a los tribunales y os azotarán

Hoy, la Iglesia celebra la fiesta de su primer mártir, el diácono san Esteban. El Evangelio, a veces, parece desconcertante. Ayer nos transmitía sentimientos de gozo y de alegría por el nacimiento del Niño Jesús: «Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2,20). Hoy parece como si nos quisiera poner sobre aviso ante los peligros: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán» (Mt 10,17). Es que aquellos que quieran ser testimonios, como los pastores en la alegría del nacimiento, han de ser también valientes como Esteban en el momento de proclamar la Muerte y Resurrección de aquel Niño que tenía en Él la Vida.

El mismo Espíritu que cubrió con su sombra a María, la Madre virgen, para que fuera posible la realización del plan de Dios de salvar a los hombres; el mismo Espíritu que se posó sobre los Apóstoles para que salieran de su escondrijo y difundieran la Buena Nueva —el Evangelio— por todo el mundo, es el que da fuerzas a aquel chico que discutía con los de la sinagoga y ante el que «no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (Hch 6,10).

Era un mártir en vida. Mártir significa “testimonio”. Y fue también mártir por su muerte. En vida hizo caso de las palabras del Maestro: «No os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento» (Mt 10,19). Esteban, «mirando al cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios» (Hch 7,55). Esteban lo vio y lo dijo. Si el cristiano hoy es un testigo de Jesucristo, lo que ha visto con los ojos de la fe lo ha de decir sin miedo con las palabras más comprensibles, es decir, con los hechos, con las obras.

San Esteban ,26 de Diciembre



26 de diciembre

SAN ESTEBAN

(+ c. 34)


Vamos a presenciar el nacimiento del martirio cristiano y el sepelio del mártir primero según lo refieren, con una divina simplicidad, los Hechos de los Apóstoles.

"Y en aquellos días suscitóse en Jerusalén una gran persecución. Y los discípulos todos, menos los apóstoles, se esparcieron y anduvieron huidos por toda la Judea y Samaria. Y unos varones religiosos enterraron a Estaban e hicieron sobre él un llanto muy grande" (Act. 8,2).

Harto da a entender este pasaje de los Hechos de los Apóstoles que la primera agresión inopinada y brutal contra la iglesia de Jerusalén, medrosa y pequeñita, confiada en su propia inocencia y parvedad, como la que asegura aI polluelo debajo de la protección del ala materna, ocasionó en los adeptos de la fe nueva una impresión de terror y desconcierto. Aquella violencia súbita desencadenada contra la chica grey de almas seguras y pacíficas produjo una indecible sorpresa y un afán instintivo de huida. El diácono Esteban, glorificado más tarde como abanderado y caudillo del innumerable ejército de los mártires, no tuvo laureles ni coronas de triunfo, sino funerales, exequias y duelo muy amargo. Así acaeció en Jerusalén. En Roma, no muchos años más tarde, el holocausto de los cristianos que dió Nerón al pasto de las llamas parece haber dejado asimismo el recuerdo de una deserción espantosa. Y en Jerusalén, y en Roma, y en dondequiera, las primeras colisiones con el fuerte armado, los furores primeros que se abatieron sobre las comunidades cristianas en su infancia más tierna, sembraron entre los fieles congoja, y dolor, y desconcierto, y fuga.

Pero bien pronto la conciencia cristiana se recobró y reaccionó con energía. El repentino ímpetu no debiera haberles tomado de sorpresa si hubiesen recibido las enseñanzas del divino Maestro con corazón reflexivo. Él habíales anunciado estas pruebas duras con palabras tan llanas y tan claras, que el propio martirio (sinónimo de testimonio) les era prometido con su nombre propio:

"Os entregarán en tribunales y en sinagogas, os azotarán, y aun a príncipes y a reyes seréis llevados por causa de Mí, por testimonio a ellos y a los gentiles." Y, al mismo tiempo, el divino Maestro proclamaba bienaventurados a quienes tocara una suerte para el sentido carnal tan recia y tan poco apetecible:

"Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os denostaren y os persiguieren y dijeren con mentira todo linaje de mal contra vosotros. Alegraos entonces y gozaos, porque vuestra ganancia copiosa es en los cielos; así fueron perseguidos los profetas que han sido antes de vosotros."

Diríase que las ímbeles iglesias primitivas no atinaron a interpretar el obvio sentido de estos pasajes que aquel dulce y fuerte obispo típico que fue San Cipriano denominó Evangelium Christi unde martyres fiunt: el Evangelio de Cristo, poderosa forja de mártires. Solamente los apóstoles, admitidos más profundamente en la intimidad del pensamiento de Cristo, se mostraron iniciados y penetrados de la doctrina nueva. En Jerusalén, conducidos a la presencia del sanedrín y azotados, ibant gaudentes, andaban con una alegría ostensible, con una rabiosa extravasación de júbilo, porque habíaseles juzgado dignos de sufrir baldones por el nombre de Jesús.

Pero ya no es la vena profunda y callada del gozo fiel, ni es la miel secreta de los padecimientos por amor de Cristo, ni tampoco el entrañable y manso río de Espíritu Santo el que los inunda, sino que es como un vino violento y una embriaguez más que dionisíaca la que hace prorrumpir a San Pablo en expresiones inflamadas por la muerte y por la cruz. Los más grandes cantores del placer es fuerza que enmudezcan ante ese sublime orgiasta del dolor. Nada ni nadie podrán separar a Pablo de la caridad de Cristo: Ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni la desnudez, ni el hambre, ni el peligro, ni la espada. Cristo es mi vida—dice—y la muerte me es una ganancia.

El dolor es el camino de los astros. Fue nuestro Aurelio Prudencio quien halló esta expresión feliz condensada en aforismo: Ad astra doloribus itur. Pero no; el martirio no es doloroso. La primitiva liturgia cristiana encontró para el martirio un nombre refrigerante, consolador: llamóle bautismo, es decir, inmersión en la propia sangre, cual deleitoso baño en un fresco hontanar del paraíso. El manantial perenne que brota del costado de Jesús sumerge al mártir en el refrigerio de sus aguas vivas. Y, aunque fuera doloroso el martirio, no es precisamente el mártir quien lo soporta. Por una divina suplantación es Cristo quien lo padece: Christus in martyre est. Nuestro acérrimo Prudencio expresó esta divina suplantación al cantar la pasión de un mártir español en versos de una arrogancia y de una entereza más que numantinas:

"En lo más profundo de mi ser hay otro; otro a quien nada ni nadie pueden dañar; hay otro ser, sereno, quieto, libre, íntegro, exento de toda suerte de padecimiento."

Así, en el torrente raudo del himno prudenciano, hablaba al verdugo con una altivez y reciedumbre saguntinas, no lejos de los muros de Sagunto, el diácono Vicente, y mientras su cuerpo, trabazón de lodo, y sus miembros, urdimbre de venas tenues, saltaban en pedazos, su intacto espíritu se mantenía ileso debajo de las ruinas del alcázar inderrocable.

Pero demos ya paso y aclaremos en la vanguardia de quienes blanquearon sus estolas en la sangre del Cordero al primer coronado con la corona incorruptible:

lo, Triumphe!

"Y en aquellos días, como el número de los discípulos iba en aumento, murmuraban los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la distribución de la limosna cotidiana."

En aquel tiempo y sazón denominábanse helenistas quienes, aun siendo judíos de raza, procedían de las colonias griegas del Asia Menor y de Egipto. Habíalos muchos avecindados en la Ciudad Santa, y debieron de oír el estampido del Espíritu y contemplar la lluvia de lenguas ígneas y escuchar el sermón candente brotado en los labios de Pedro. Los helenistas, primicias de la conversión, constituían en Jerusalén un núcleo tan numeroso como los judíos nativos.

"Entonces los Doce convocaron la multitud de los discípulos y les dijeron: No es razón que nosotros abandonemos el ministerio de la palabra y sirvamos en las mesas. Escoged, pues, entre vosotros siete varones de probidad acrisolada, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, y constituidlos en el servicio de la distribución del pan, y nosotros continuaremos en la oración y en el ministerio de la palabra."

Tres mil cristianos en su primera redada cogió el pescador de Galilea, trocado en pescador de hombres. Los conversos de Pedro no eran solamente judíos de Jerusalén sino que los había procedentes de toda nación que está debajo del cielo. ¿Cómo iban a cejar los apóstoles en el apostolado de la palabra que tan opimos y tan tempranos frutos les rendía?

Plugo a los discípulos el consejo de Pedro.

"Eligieron a Esteban, varón lleno de fe y de Espíritu Santo, y también a Felipe, Prócer, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás. prosélito éste de Antioquía." Helenistas son todos ellos y helénicos son sus nombres. Presentados a los apóstoles, les consagraron diáconos por la imposición de las manos. Callaron las murmuraciones, y las viudas de los helenistas fueron atendidas equitativamente. Con estos animosos predicadores nuevos la palabra evangélica crecía y los cristianos se multiplicaban.

"Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, obraba en el pueblo prodigios y milagros grandes."

Lucas, el cronista de estos sensacionales acontecimientos, no especifica ninguno de esos carismas que acompañaban y robustecían la palabra de Esteban y hacían avasalladora su predicación. En son de protesta de tamañas novedades irguiéronse algunos miembros de la sinagoga de los libertos, secundados por algunos otros recalcitrantes, originarios de Cirene y de Alejandría, y otros aún, procedentes de Cilicia y de Asia. Estos libertos que iniciaron la contraofensiva debieron de ser descendientes de aquellos judíos que, sesenta y tres años antes de que el Verbo de Dios se hiciese carne y habitase entre los hombres, trajo cautivos a Roma Pompeyo, que con su presencia exasperó el judaísmo, mancilló Jerusalén y profanó el santo de los santos. Vendidos en Roma por esclavos y recobrada temprano o tarde su libertad, tornaron a Jerusalén. Trabados en disputa con Esteban, arrollábalos su sabiduría y la vehemencia del Espíritu que caldeaba su palabra, que, como en la boca de Elías, ardía y crepitaba cual una antorcha.

El texto del discurso con que Esteban cerró su fulgurante ministerio y motivó su bárbara lapidación, tal como nos lo da el autor de los Hechos, es uno de los más venerables monumentos de la literatura cristiana. Es la primera de las homilías. Más que una autodefensa es una didaché. El primicerio de los diáconos, como le llama San Agustín, de acusado se convierte en acusador, contundente como un martillo. Erizadas contra él, a guisa de jabalíes, estaban todas las sectas del judaísmo, y él, con la firmeza de su palabra, sostuvo, solo y señero, la causa de Jesús y el honor del Evangelio. Recias de oír eran las verdades que Esteban les lanzaba al rostro. Mientras hablaba, su rostro resplandecía con lumbre purpúrea de juventud, como el de un ángel. Sus primeras palabras saliéronle de la boca bañadas en miel: Favus distillans labia tua. Abstúvose de decirles algo así como progenie de vitoras, aun a pesar de que le olan con estridor de dientes y con las entrañas secas como el peñón del desierto antes que la vara de Moisés lo convirtiera en hontanar.

"¡Hermanos y padres mios, escuchad!" Con estas palabras, las más tiernas del vocabulario humano, les recuerda la comunidad de su origen; no es entre ellos Esteban un desconocido, no es un alienigena. Es de la raza de Abraham; es partícipe de las mismas promesas y de las mismas esperanzas. Y con amargura de su alma despliega ante los ojos de ellos, con precisión geográfica, con exactitud cronológica, la larga cadena de sus infidelidades...

El parlamento, que empezó con mansedumbre y unción de homilía, con tranquilidad de exposición objetiva, en llegando a su fin, estalla en ese valentísimo apóstrofe:

"¡Duros de cerviz; incircuncisos de corazón! Siempre habéis resistido al Espiritu Santo. Como vuestros padres fueron, habéis sido vosotros. ¿Qué profeta no persiguieron? Dieron muerte a quienes les anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros ahora traicionasteis y crucificasteis; vosotros, sí, vosotros, que por ministerio de ángeles recibisteis la Ley y no la observasteis..."

Ese impávido apóstrofe de Esteban pone en revuelo a los judíos. Más que ningún otro les exaspera ese postrer agravio directísimo que para ellos es el más insoportable de todos: la desobediencia a la Ley. Estalla un alto griterio: los judíos se tapan los oídos, lastimados por la blasfemia, en embestida unánime se arrojan sobre él: le arrastran fuera; le lapidan. Saulo asiente a la fiera lapidación y guarda celosamente los vestidos de los lapidadores. Esteban hunde en el cielo los errantes ojos y dice: Veo la gloria de Dios y los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios.

¡El Hijo del hombre en pie!

¿Por qué, preguntase San Ambrosio, Esteban vió a Jesús stantem, puesto en pie? Pónese Jesús en pie por contemplar el combate de su atleta aguerrido; levántase de su silla por ver la victoria del adalid, cuya victoria es su propia victoria; yérguese y se inclina a la tierra por estar más dispuesto a coronarle; el héroe combate y triunfa de rodillas; su fuerza es su oración y reza a modo de brindis:

"Señor Jesús, recibe mi espíritu". Y con voz más recia, añade: "No les imputes, Señor, este pecado".

Si Esteban no hubiese orado y Dios no le hubiese oído, Saulo no se trocara en Pablo ni la Iglesia tendría el Apóstol de las Gentes.

LORENZO RIBER


Esteban, San

Fuente: 
Autor: P. Ángel Amo. 

Se le llama "protomartir" porque tuvo el honor de ser el primer mártir que derramó su sangre por proclamar su fe en Jesucristo.

Después de Pentecostés, los apóstoles dirigieron el anuncio del mensaje cristiano a los más cercanos, a los hebreos, despertando el conflicto por parte de las autoridades religiosas del judaísmo.

Como Cristo, los apóstoles fueron inmediatamente víctimas de la humillación, los azotes y la cárcel, pero tan pronto quedaban libres, continuaban la predicación del Evangelio. La primera comunidad cristiana, para vivir integralmente el precepto de la caridad fraterna, puso todo en común, repartían todos los días cuanto bastaba para el sustento. Cuando la comunidad creció, los apóstoles confiaron el servicio de la asistencia diaria a siete ministros de la caridad, llamados diáconos.

Entre éstos sobresalía el joven Esteban, quien, a más de desempeñar las funciones de administrador de los bienes comunes, no renunciaba a anunciar la buena noticia, y lo hizo con tanto celo y con tanto éxito que los judíos “se echaron sobre él, lo prendieron y lo llevaron al Sanedrín. Después presentaron testigos falsos, que dijeron: Este hombre no cesa de proferir palabras contra el lugar santo y contra la Ley; pues lo hemos oído decir que este Jesús, el Nazareno, destruirá este lugar y cambiará las costumbres que nos transmitió Moisés”.

Esteban, como se lee en el capítulo 7 de Los Hechos de los apóstoles, “lleno de gracia y de fortaleza”, se sirvió de su autodefensa para iluminar las mentes de sus adversarios. Primero resumió la historia hebrea desde Abrahán haste Salomón, luego afirmó que no había blasfemado contra Dios ni contra Moisés, ni contra la Ley o el templo. Demostró, efectivamente, que Dios se revela aun fuera del templo, e iba a exponer la doctrina universal de Jesús como última manifestación de Dios, pero sus adversarios no lo dejaron continuar el discurso, porque “lanzando grandes gritos se taparon los oídos...y echándolo fuera de la ciudad, se pusieron a apedrearlo”.

Doblando las rodillas bajo la lluvia de piedras, el primer mártir cristiano repitió las mismas palabras de perdón que Cristo pronunció en la cruz: “Señor, no les imputes este pecado”. En el año 415 el descubrimiento de sus reliquias suscitó gran conmación en el mundo cristiano. 

Cuando parte de estas reliquias fueron llevadas más tarde por Pablo Orosio a la isla de Menorca, fue tal el entusiasmo de los isleños que, ignorando la lección de caridad del primer mártir, pasaron a espada a los hebreos que se encontraban allí. La fiesta del primer mártir siempre fue celebrada inmediatamente después de la festividad navideña, es decir, entre los “comites Christi”, los más cercanos a la manifestación del Hijo de Dios, porque fueron los primeros en dar testimonio de él.



25 dic 2014

Santo Evangelio 25 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: La Natividad del Señor (Misa de la noche)

Texto del Evangelio (Lc 2,1-14): Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Quirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento. 

Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El Ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Y de pronto se juntó con el Ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace».


Comentario: Mons. Jaume PUJOL i Balcells Arzobispo de Tarragona y Primado de Cataluña (Tarragona, España)
La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros (Jn 1,14)

Hoy, con la sencillez de niños, consideramos el gran misterio de nuestra fe. El nacimiento de Jesús señala la llegada de la "plenitud de los tiempos". Desde el pecado de nuestros primeros padres, el linaje humano se había apartado del Creador. Pero Dios, compadecido de nuestra triste situación, envió a su Hijo eterno, nacido de la Virgen María, para rescatarnos de la esclavitud del pecado.

El apóstol Juan lo explica usando expresiones de gran profundidad teológica: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Juan llama "Palabra" al Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Y añade: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14).

Esto es lo que celebramos hoy, por eso hacemos fiesta. Maravillados, contemplamos a Jesús acabado de nacer. Es un recién nacido… y, a la vez, Dios omnipotente; sin dejar de ser Dios, ahora es también uno de nosotros.

Ha venido a la tierra para devolvernos la condición de hijos de Dios. Pero es necesario que cada uno acoja en su interior la salvación que Él nos ofrece. Tal como explica san Juan, «a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). ¡Hijos de Dios! Quedamos admirados ante este misterio inefable: «El Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre para hacer a los hombres hijos de Dios» (San Juan Crisóstomo).

Acojamos a Jesús, busquémosle: solamente en Él encontraremos la salvación, la verdadera solución para nuestros problemas; sólo Él da el sentido último de la vida y de las contrariedades y del dolor. Por esto, hoy os propongo: leamos el Evangelio, meditémoslo; procuremos vivir verdaderamente de acuerdo con la enseñanza de Jesús, el Hijo de Dios que ha venido a nosotros. Y entonces veremos cómo será verdad que, entre todos, haremos un mundo mejor.


Comentario: Rev. D. Ramon Octavi SÁNCHEZ i Valero (Viladecans, Barcelona, España)
MISA DE LA NOCHE (Evangelio: Lc 2,1-14) Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor

Hoy, nos ha nacido el Salvador. Ésta es la buena noticia de esta noche de Navidad. Como en cada Navidad, Jesús vuelve a nacer en el mundo, en cada casa, en nuestro corazón.

Pero, a diferencia de lo que celebra nuestra sociedad consumista, Jesús no nace en un ambiente de derroche, de compras, de comodidades, de caprichos y de grandes comidas. Jesús nace con la humildad de un portal y de un pesebre.

Y lo hace de esta manera porque es rechazado por los hombres: nadie había querido darles hospedaje, ni en las casas ni en las posadas. María y José, y el mismo Jesús recién nacido, sintieron lo que significa el rechazo, la falta de generosidad y de solidaridad.

Después, las cosas cambiarán y, con el anuncio del Ángel —«No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo» (Lc 2,10)— todos correrán hacia el portal para adorar al Hijo de Dios. Un poco como nuestra sociedad que margina y rechaza a muchas personas porque son pobres, extranjeros o sencillamente distintos a nosotros, y después celebra la Navidad hablando de paz, solidaridad y amor.

Hoy los cristianos estamos llenos de alegría, y con razón. Como afirma san León Magno: «Hoy no sienta bien que haya lugar para la tristeza en el momento en que ha nacido la vida». Pero no podemos olvidar que este nacimiento nos pide un compromiso: vivir la Navidad del modo más parecido posible a como lo vivió la Sagrada Familia. Es decir, sin ostentaciones, sin gastos innecesarios, sin lanzar la casa por la ventana. Celebrar y hacer fiesta es compatible con austeridad e, incluso, con la pobreza.

Por otro lado, si nosotros durante estos días no tenemos verdaderos sentimientos de solidaridad hacia los rechazados, forasteros, sin techo, es que en el fondo somos como los habitantes de Belén: no acogemos a nuestro Niño Jesús.

24 dic 2014

Santo Evangelio 24 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: Feria privilegiada de Adviento: 24 de Diciembre

Texto del Evangelio (Lc 1,67-79): En aquel tiempo, Zacarías, el padre de Juan, quedó lleno de Espíritu Santo, y profetizó diciendo: «Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo, como había prometido desde tiempos antiguos, por boca de sus santos profetas, que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odiaban haciendo misericordia a nuestros padres y recordando su santa alianza y el juramento que juró a Abraham nuestro padre, de concedernos que, libres de manos enemigas, podamos servirle sin temor en santidad y justicia delante de Él todos nuestros días. Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos y dar a su pueblo conocimiento de salvación por el perdón de sus pecados, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de la altura, a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz».


Comentario: Rev. D. Ignasi FABREGAT i Torrents (Terrassa, Barcelona, España)
Harán que nos visite una Luz de la altura, a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas

Hoy, el Evangelio recoge el canto de alabanza de Zacarías después del nacimiento de su hijo. En su primera parte, el padre de Juan da gracias a Dios, y en la segunda sus ojos miran hacia el futuro. Todo él rezuma alegría y esperanza al reconocer la acción salvadora de Dios con Israel, que culmina en la venida del mismo Dios encarnado, preparada por el hijo de Zacarías.

Ya sabemos que Zacarías había sido castigado por Dios a causa de su incredulidad. Pero ahora, cuando la acción divina es del todo manifiesta en su propia carne —pues recupera el habla— exclama aquello que hasta entonces no podía decir si no era con el corazón; y bien cierto que lo decía: «Bendito el Señor Dios de Israel...» (Lc 1,68). ¡Cuántas veces vemos oscuras las cosas, negativas, de manera pesimista! Si tuviésemos la visión sobrenatural de los hechos que muestra Zacarías en el Canto del Benedictus, viviríamos con alegría y esperanza de una manera estable.

«El Señor ya está cerca; el Señor ya está aquí». El padre del precursor es consciente de que la venida del Mesías es, sobre todo, luz. Una luz que ilumina a los que viven en la oscuridad, bajo las sombras de la muerte, es decir, ¡a nosotros! ¡Ojalá que nos demos cuenta con plena conciencia de que el Niño Jesús viene a iluminar nuestras vidas, viene a guiarnos, a señalarnos por dónde hemos de andar...! ¡Ojalá que nos dejáramos guiar por sus ilusiones, por aquellas esperanzas que pone en nosotros!

Jesús es el “Señor” (cf. Lc 1,68.76), pero también es el “Salvador” (cf. Lc 1,69). Estas dos confesiones (atribuciones) que Zacarías hace a Dios, tan cercanas a la noche de la Navidad, siempre me han sorprendido, porque son precisamente las mismas que el Ángel del Señor asignará a Jesús en su anuncio a los pastores y que podremos escuchar con emoción esta misma noche en la Misa de Nochebuena. ¡Y es que quien nace es Dios!

24 de diciembre VIGILIA DE NAVIDAD


24 de diciembre
 

VIGILIA DE NAVIDAD


Todo el Adviento es una búsqueda apasionada. Una noche obscura, ",con ansias, en amores inflamada", en la que palpita ya, lejanamente, la sombra sin tinieblas de la luz.

Pobre chiquilla desasosegada, la Iglesia se ha lanzado por los caminos y los desiertos. No puede lograr quietud. Se ve en abandono y en pobreza, masticando la piel amarga del desamparo. Falta en su casa el lustre de la vajilla bien compuesta, la blanca mantelería, el rincón con flores, la tarantela alegre de las mañanas con sol. Falta la ternura, la compañía.

A esta niña indigente la apoya sólo la esperanza. Le dieron, hace mucho tiempo, una palabra de amor. Le prometieron un Esposo que, librándola de toda villanía, habría de alzarla en un trono cubierta de rosas, encendida en belleza. Y ahora la niña—Iglesia se llama—ha salido en su busca. Lleva cuatro semanas de andadura.

¿Adonde te escondiste, Amado, 
y me dejaste con gemido? 
Como el ciervo huiste habiéndome herido: 
salí tras ti clamando, y eras ido.

Va preguntando en las posadas, en las chozas de los pastores, en las alquerías: "¿Sabéis algo de mi Amado?'' La niña ha encontrado pronto quien le haya dicho algo de Él. Isaías, un hombre de recia y bella palabra, que ha esbozado con emoción la hermosa figura del prometido. Y, unos días más tarde, un robusto muchacho, vestido de pieles y moreno de sol—Juan Bautista—, le ha dicho a la pequeña un recado amable: el Esposo está cerca. Ella va gritando enamoradamente: ¡Ven, ven, Adonai, palabra henchida de sabiduría, raíz de Jesé, llave de David, Oriente lleno de fulgor, rey de las gentes, deseado de los hombres, Enmanuel, Salvador!

El camino esta mañana ha sido propicio y grato. Han regalado los oídos de la niña con un mensaje suavísimo: Él está ya muy cerca; mañana lo verá. Ella ha brincado entre lágrimas dulces, sin poder contener el gozo. Y grita sin desmayo—¡que se enteren bien todos!—: hoy vais a saber una feliz nueva: que viene el Señor. Y mañana, mañana contemplaréis su esplendor. Salid todos a esperarle, hijos de los hombres. Llamadle Señor y Príncipe, Caudillo de la paz, Aurora de grandezas, Rey sin ocaso, Dominador, Fuerte, Dios.

Hay un gozo, el de la víspera, que muchas veces supera al de la fiesta. Sin duda, a causa de la incontrovertible fugacidad de las cosas. Montamos un tren que no se detiene. El hombre no sabe mirar más que adelante o, nostálgicamente, hacia atrás. El paisaje, estrictamente paralelo a la ventanilla, es reducido y, además, se escapa pronto, como perseguido por un toro. Lo que pasó se va hundiendo en la lejanía; lo que llega, pronto caerá también al saco del recuerdo; lo que no llegó es perspectiva grata. La víspera, más sutilmente gozosa que la fiesta. Sólo cuando la fiesta no termine nunca, y haya para siempre, para siempre, luz y flores, música serena, contemplación de Dios, mar de maravillas, sólo entonces descansaremos sin inquietud en la orilla de la playa

La víspera de Navidad, ¿más alegre que la fiesta que se acerca? ¡Qué se yo! Tal vez no. Porque la Navidad misma no es sino un preámbulo, un ponerse en camino con la sorpresa de que Dios está a nuestro lado, en compañía de carne y sangre, de temor y de ternura, de ojos que ven, de nervios que vibran. La Navidad, prólogo también y víspera para los más soberanos regalos, que se llamarán Nazaret, Betania, camino del Gólgota, triunfo pascual, Y más adelante aún, Pentecostés, Iglesia militante y purgante, Sólo la Iglesia triunfante del último día, ya redonda en número y en gracia, encendidas en brillo las almas y rutilante de cuerpos gloriosos, será la sorpresa última, siempre igual y siempre nueva. Aun entonces la plenitud feliz de cada día será más luminosa con la seguridad de plenitud para el día siguiente.

De todos modos, hoy 24 de diciembre, víspera gozosa de tantos escondidos y sabrosos misterios. Y la Iglesia a nuestro lado diciéndonos, para que trepidemos jubilosamente; Hoy sabréis que viene el Señor y mañana contempiaréis su gloria (Intr. y Grad. de la misa; Invit. ad Matut., 2ª ant. de Laudes, resp. br. de tercia).

Saber..., contemplar. Noticia y visión. El verle cara a cara será únicamente cuando podamos recostarnos en el césped celestial. La contemplación es también noticia, 'noticia de Dios amorosa", como dice Juan de la Cruz. Un dejarse empapar por el rayo puro, sin motas ni polvillos, invisible, pero ya absorbente, del que brotan, como flores, mil claridades jugosas. Así la Iglesia mañana, abandonándose a la invasión de la alegría, a la clara presencia de su Señor. Hoy, vigilia de Navidad, hoy es el anticipo; la noticia en su recinto más reducido, casi de perfiles periodísticos: el suceso o novedad que se comunica según la prosa gélida del diccionario. Pero ya es también evangelio, "buena nueva", proclamada con alborozo. "Viene el Señor: mañana veréis su gloria."

Y porque la noticia es venturosamente excepcional, la liturgia la envuelve en ropajes solemnes. En el coro hay un ceremonial desacostumbrado para la lectura del martirologio, la gozosa y barroca calenda. Brillan en el altar las candelas encendidas, mientras en el centro del coro dos blandones con hachas montan guardia de luz al atril. A él llega, revestido de capa morada, el presidente de la asamblea con la compañía del maestro de,ceremonias, del turiferario, de los acólitos. Se inciensa el libro, que contiene grandes fechas gloriosas de la historia cristiana. Ninguna, tal vez, como ésta. Por eso el tono del anuncio va envuelto en melodía solemne, con un cortejo ingenuo pero impresionante de fechas antiguas, en un afán de remachar la ineludible historicidad del acontecimiento. "El año 5199 de la creación del mundo, cuando al principio creó Dios el cielo y la tierra; el 2957 del diluvio; del nacimiento de Abraham el 2015; el año 1510 desde Moisés y la salida del pueblo de Israel de Egipto...; el año 42 del Imperio de Octavio Augusto, estando todo el mundo en paz, en la sexta edad del mundo, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del Eterno Padre: queriendo consagrar el mundo con su venida misericordiosa, concebido por obra del Espíritu Santo, transcurridos nueve meses desde su concepción, nace, hecho hombre, de la Virgen Maria, en Belén de Judá." Todo el coro está arrodillado. Y la voz del presidente, con el mismo tono en que se canta la pasión, gravemente, notifica a la Iglesia y al mundo: "¡La natividad de Nuestro Señor Jesucristo según la carne!" (Martyr. Rom.)

Algo nos sorprende en este anuncio regocijado. El clima popular navideño está cuajado de nieves y de ternura. Se ensayan villancicos: van asomándose por los escaparates los portales agrestes, con un Niño encantador entre San José y la Virgen, la mula y el buey; los christmas son deliciosamente ingenuos, con ovejitas, estrellas y pequeños ángeles traviesos. Un aire de niñez, aceptado y aun buscado, envolviéndolo todo, como si el mundo estuviese en infancia, a punto de estrenar. Y, sin embargo, la Iglesia apenas si nos anuncia que el que llega es un niño, ni trenza su liturgia con cantinelas infantiles. Es cierto. Mañana nos dirá: "Un Niño nos ha nacido", y leerá la dulce historia de los pastores. Pero antes nos habrá mostrado, en un marco de notas solemnes, el salmo 102, cuadro de la majestad del Mesías dominando a los monarcas de la tierra. Y el salmo 109, himno a la grandeza de Dios, eterno y creador. También la proclamación grandiosa del misterio del Verbo, que era en el principio, antes que todas las cosas, por quien todo fue hecho. De modo parecido hoy, en el momento sabroso de la primera noticia, nos la da con trompetas solemnísimas: "Veréis al Señor en su gloria" (Intr.); "mañana reinará sobre nosotros el Salvador del mundo" (Alleluia; 3ª ant. ad Laudes; ant. y resp. br. ad sexta».): "se manifestará la gloria del Señor" (Communio); "Alzad, príncipes, vuestras puertas y entrará el rey de la gloria" (Ofert). Nada que haga suponer la humilde escena de la gruta de Belén.

Y es que la gloria del Cristo Señor es el quicio sobre el que van girando estos portones venerables de la liturgia navideña. "El Verbo ha plantado su tienda entre nosotros y hemos visto su gloria." Para San Juan el abajamiento de Dios es para engrandecimiento del hombre, en lo que se manifiesta la potencia de lo alto. La carne humana del Salvador no es sino un sendero por el que pasa la gloria que viene de los cielos y que ha de hacer resplandecer a la raza de los hombres en sus almas y hasta en sus cuerpos. El nacimiento de Cristo es una sinfonía nunca oída en la sala de conciertos del mundo. Todo en él brota de una fuente pura, virginal. Ni la concupiscencia de la carne ni la ley del pecado enturbian la clara melodía. El fruto de este nacimiento será una humanidad nueva, rescatada y purificada. La Encarnación va orientada, desde su mismo punto inicial, por la estrella polar de la glorificación, que ha de expansionar su fuerza, al término del tiempo, inundándolo todo. Y, como primicia y promesa de esta plenitud final, el resplandor del Señor resucitado, su cuerpo gloriosisimo sentado en el penacho de los cielos.

El misterio pascual es centro del año litúrgico. El ciclo navideño, lejos de un distanciamiento que lo empobrecería se acoge también a la gran luz de la Pascua. La pobre, la endeble materia humana, se ve en Jesús poblada por la potencia divina. La asunción de la carne por la persona del Verbo es un albor de glorias futuras, reflejado ya en los hijos de Adán. Tras el pequeño de Belén, la Iglesia contempla, absorta y agradecida, el rostro radiante del Kyrios, del Señor triunfante. Del plinto humilde, sobre el que alza su esbeltez única la vida de Cristo, ella encumbra su vista al tímpano radiante donde ángeles y santos, violines y estrellas, cantan a Jesús los himnos de la victoria. La liturgia navideña es una proclamación de la gloria del Verbo encarnado. Y su anuncio en esta vigilia abre ya perspectivas triunfales. "Mañana quedará borrada la iniquidad de la tierra. Y reinará sobre nosotros el Salvador del mundo" (resp. br. ad sexta».). En tono más brillante pero en grato acorde, las liturgias orientales: "Sacerdotes—exhorta, en el oficio de esta mañana, la liturgia armenia—, exaltad grandiosamente por los siglos, con cánticos espirituales, a Aquel que ha ascendido a lo alto llevando cautivo el imperio de la muerte y que hoy se nos comunica a los hombres en don de incorruptibilidad". La Iglesia contempla en el Verbo encarnado, más que su pequeñez y anonadamiento la potencia en Él encerrada, su rico filón de vida celestial que ha de iluminar y regenerar a los hombres. La Esposa está enamorada, desde el primer momento, de la gloria y del señorío de su Esposo.

En realidad, al dejar casi en sombras lo puramente anecdótico en el nacimiento de Cristo, la Iglesia nos posibilita la participación en el misterio de la Navidad. Sin duda que hay una conmemoración del hecho histórico del nacimiento del Señor. Pero, al recordar el episodio, la Iglesia pasa por encima de él y contempla el desarrollo del misterio de la Encarnación, o sea su propio misterio de los desposorios con Cristo, su incorporación a Él. El Verbo se hace carne para habitar entre nosotros, y, conforme vamos entrando en su tienda, vamos compartiendo los frutos de su presencia.

La esencia de la Navidad es el admirable comercio que se organiza entre Dios y los hombres. Él participa de nuestra pobreza; nosotros, de su encumbramiento. Él se hace hijo del hombre; nosotros, hijos de Dios. En el Verbo, sala donde se firma el intercambio, se encuentran ahora emparejadas la excelsitud de los cielos y la miseria de la tierra, la inefable Palabra, que es vida y vivifica, con la flor, que crece y muere. El misterio de la Encarnación es un ancho estadio propicio para los juegos de antítesis, y la liturgia los ha empleado para festejar la Navidad. Dios y hombre. Cruce inefable de caminos. Los textos vigiliares nos anuncian este sorprendente acercamiento de distancias, que abre ancho abismo para profundizar en contemplación, en acción de gracias, en rendida alabanza. En la epístola, San Pablo nos dice del Señor: Hijo de David según el linaje de la carne, constituido Hijo de Dios. (¿Te has fijado que en esta lectura de hoy, San Pablo nos habla del poder de Cristo "por su resurrección de entre los muertos"? Fuerza de atracción del centro. La Pascua siempre, con su ala de luz.) En el evangelio, la concepción de María, la congoja de San José, la respuesta del ángel, que tranquiliza. Humano y divino. Hijo de una mujer de la tierra, pero sin padre terreno. Unigénito del Padre de toda la vida, que le dió a Él el imperio, la grandeza y el poderío. "Su nombre será Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados."

Es a este Dios-hombre, con su perfil glorioso, a quien la Iglesia contempla. Gracias a la unión indecible de las dos naturalezas en su Persona, la tierra toca al cielo y es así transfigurada. "El Verbo entra en mi cuerpo para que yo pueda contener su divinidad. Toma mi carne, dándome así su Espíritu. De este modo, dando y tomando, adquiere para mí un tesoro de vida. Toma mi carne a fin de santificarme; me da su Espíritu a fin de salvarme" (SAN JUAN CRISÓSTOMO: MG 56,389). No se trata de un panteísmo imposible, transformando a la criatura en la propia divinidad del Verbo, sino de un reflejo espléndido de la inexpresable vida divina, que hace brillar las almas de los justos.

De esta manera, como dice San León, al adorar la Natividad de nuestro Salvador festejamos nuestros propios orígenes. El misterio de salvación es único, aunque parcelado en etapas. El ciclo litúrgico es toda la economía de la salud vista por sus varias esquinas: nacimiento, pasión, resurrección, ascensión; pero no siendo en su volumen total más que una obra única y admirable, un castillo de inmensa luz, que acoge en su resplandor a todos los que se acercan a sus puertas. Cristo, que edifica su obra redentora; los hombres, que a Él nos agremiamos. En este niño de la gruta campesina de Belén se encuentra ya la plenitud de la salvación. "Es verdaderamente justo y necesario... darte gracias, Señor, Padre santo, Dios omnipotente y eterno porque todo el objeto del culto, ofrecido en su devoción por el pueblo cristiano, encuentra su origen en esta solemnidad y se halla contenido en este don", decía un prefacio para esta vigilia guardado en el sacramentario Leoniano. La obra de Cristo precisará pasar por escalas diversas, siendo principalmente su muerte la que rompa las vallas que nos separan de Dios. Pero desde el momento en que el nuevo Adán se encuentra entre nosotros, cuando la raza humana tiene ya un jefe para la empresa de su rescate, podemos estimar como una realidad palpitante el cable tendido entre Dios y los hombres, por el cual podremos trepar hasta el paraíso antiguo. Puede, ciertamente, decir el oficio de hoy: "Mañana estará con vosotros la salvación" (resp. 3 ad Matut., 5.a ant. ad Laudes).

Pero el chorro bendito de luz no alcanza solamente a los hombres. Todas las criaturas terrestres—que encuentran en el hombre su punto de engarce con el cosmos espiritual—se ven transformadas y enaltecidas. "Mañana se borrará la iniquidad de la tierra" (Alleluia; 3a ant. ad Laudes). San Pablo nos descubre una dolorosa participación de las cosas en la maldad humana. Nos dice también que la creación está esperando con ansia la liberación de su servidumbre para participar en la gloria de los hijos de Dios. "Brilla un nuevo astro, que raerá toda vileza", canta el himno de laudes. A la hierba, al pájaro, al mar, a la estrella, les llega esta nueva claridad. Solidaria del hombre la creación está llamada a ser "el cielo nuevo y la nueva tierra" de que nos hablan Isaías y San Juan, el escenario para la eterna visión enamorada de los elegidos en el último día.

Porque aún todo está en camino, todo en víspera. La colecta de hoy nos habla de Cristo Juez. La secreta, del gozo de los dones eternos. No se cerrará la curva de la redención sino al final de los tiempos, cuando entre en las praderas celestiales la gran multitud que aclamará a Cristo como Cabeza y Señor. Ahora todo se realiza en misterio y en esperanza, a través del rito sensible y en la invisible caridad. Es el anticipo placentero de la eterna y juvenil alegría. Nuestra incorporación al Verbo encarnado, descendido de los cielos propter nostram salutem, nos da una cédula de confianza. Y también un comienzo de transformación asombrosa, aunque escondida.

La vigilia nos lleva de la mano hasta la gruta del nacimiento para que en él veamos nuestro propio renacimiento: para que contemplemos y adoremos la gloria oculta del hijo de la Virgen y soñemos en la nuestra futura. En esta espera trepidante de hoy la Iglesia nos invita al júbilo y a la santidad. "Cada año nos alegras con la expectación de nuestra redención", dice la colecta. "Santificaos hoy y estad preparados", exhortan los responsorios de maitines. Para compañía, ejemplo y ayuda, la Iglesia pone a nuestro lado a Santa María, en cuyo templo mayor romano se celebra el culto estacional. No podríamos encontrar más sabroso acompañamiento. Asidos a la ternura de Nuestra Señora, esperamos con impaciencia el momento en que "Jesucristo, Dios eterno e hijo del Padre eterno, queriendo consagrar el mundo con su venida misericordiosa', nazca, hecho hombre, en Belén de Judá (Martyr. Rom.)
JUAN Mª. LECEA

23 dic 2014

Santo Evangelio 23 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: Feria privilegiada de Adviento: 23 de Diciembre

Texto del Evangelio (Lc 1,57-66): Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo. Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia, y se congratulaban con ella. Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: «No; se ha de llamar Juan». Le decían: «No hay nadie en tu parentela que tenga ese nombre». Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y todos quedaron admirados. Y al punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las grababan en su corazón, diciendo: «Pues, ¿qué será este niño?». Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él.


Comentario: Rev. D. Miquel MASATS i Roca (Girona, España)
‘¿Qué será este niño?’. Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él

Hoy, en la primera lectura leemos: «Esto dice el Señor: ‘Yo envío mi mensajero para que prepare el camino delante de Mí’» (Mal 3,1). La profecía de Malaquías se cumple en Juan Bautista. Es uno de los personajes principales de la liturgia de Adviento, que nos invita a prepararnos con oración y penitencia para la venida del Señor. Tal como reza la oración colecta de la misa de hoy: «Concede a tus siervos, que reconocemos la proximidad del Nacimiento de tu Hijo, experimentar la misericordia del Verbo que se dignó tomar carne de la Virgen María y habitar entre nosotros».

El nacimiento del Precursor nos habla de la proximidad de la Navidad. ¡El Señor está cerca!; ¡preparémonos! Preguntado por los sacerdotes venidos desde Jerusalén acerca de quién era, él respondió: «Yo soy la voz del que clama en el desierto: ‘Enderezad el camino del Señor’» (Jn 1,23). 

«Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20), se lee en la antífona de comunión. Hemos de hacer examen para ver cómo nos estamos preparando para recibir a Jesús el día de Navidad: Dios quiere nacer principalmente en nuestros corazones.

La vida del Precursor nos enseña las virtudes que necesitamos para recibir con provecho a Jesús; fundamentalmente, la humildad de corazón. Él se reconoce instrumento de Dios para cumplir su vocación, su misión. Como dice san Ambrosio: «No te gloríes de ser llamado hijo de Dios —reconozcamos la gracia sin olvidar nuestra naturaleza—; no te envanezcas si has servido bien, porque has cumplido aquello que tenías que hacer. El sol hace su trabajo, la luna obedece; los ángeles cumplen su misión. El instrumento escogido por el Señor para los gentiles dice: ‘Yo no merezco el nombre de Apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios’ (1Cor 15,9)».

Busquemos sólo la gloria de Dios. La virtud de la humildad nos dispondrá a prepararnos debidamente para las fiestas que se acercan.