12 jul 2014

Santo Evangelio 12 de Julio de 2014

Día litúrgico: Sábado XIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 10,24-33): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!

»No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos».

Comentario: P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)
No está el discípulo por encima del maestro

Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar sobre la relación maestro-discípulo: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo» (Mt 10,24). En el campo humano no es imposible que el alumno llegue a sobrepasar a quien le enseñó el abc de una disciplina. Hay en la historia ejemplos como Giotto, que se adelanta a su maestro Cimabue, o como Manzoni al abad Pieri. Pero la clave de la suma sabiduría está sólo en manos del Hombre-Dios, y todos los demás pueden participar de ella, llegando a entenderla según diversos niveles: desde el gran teólogo santo Tomás de Aquino hasta el niño que se preparara para la Primera Comunión. Podremos añadir adornos de varios estilos, pero no serán nunca nada esencial que enriquezca el valor intrínseco de la doctrina. Por el contrario, es posible que rayemos en la herejía. 

Debemos tener precaución al intentar hacer mezclas que pueden distorsionar y no enriquecer para nada la substancia de la Buena Noticia. «Debemos abstenernos de los manjares, pero mucho más debemos ayunar de los errores», dice san Agustín. En cierta ocasión me pasaron un libro sobre los Ángeles Custodios en el que aparecen elementos de doctrinas esotéricas, como la metempsicosis, y una incompresible necesidad de redención que afectaría a estos espíritus buenos y confirmados en el bien.

El Evangelio de hoy nos abre los ojos respecto al hecho ineludible de que el discípulo sea a veces incomprendido, encuentre obstáculos o hasta sea perseguido por haberse declarado seguidor de Cristo. La vida de Jesús fue un servicio ininterrumpido en defensa de la verdad. Si a Él se le apodó como “Beelzebul”, no es extraño que en disputas, en confrontaciones culturales o en los careos que vemos en televisión, nos tachen de retrógrados. La fidelidad a Cristo Maestro es el máximo reconocimiento del que podemos gloriarnos: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).

San Juan Gualberto, 12 de Julio

12 de julio

SAN JUAN GUALBERTO

(† 1073)


Juan nació en un castillo cerca de la ciudad de Florencia. Su familia era noble, rica, poderosa. Su padre, Gualberto, señor del castillo, era muy conocido en toda la comarca.

Juan creció, se hizo un apuesto joven; el porvenir se le presentaba lleno de las más halagadoras promesas, como una senda sembrada de flores. Pero un acontecimiento inesperado vino a torcer el rumbo de la vida del joven florentino. El lance es conocido. Un buen día cabalgaba Juan Gualberto rodeado de varios escuderos. Todos eran gente valerosa; todos iban armados de punta en blanco. De pronto, en una revuelta del camino, se presenta ante sus ojos un hombre. Juan le reconoce al instante: es el asesino de uno de sus parientes; tal vez —es éste un punto que la historia no ha logrado poner en claro— dio este hombre muerte al propio hermano de Juan. El desgraciado reconoce también al caballero que viene a su encuentro. Inútil intentar la fuga; no le es posible, solo como se halla, hacer frente a la pequeña y aguerrida tropa; no le queda más remedio que someterse al destino, a la ley inexorable de la venganza, que exige su sangre. Todo esto se le ocurre en un momento. Y en un súbito arranque, inspirado por el sentimiento religioso, se deja caer del caballo y, con los brazos en cruz, espera el golpe mortal. Espera en vano. El golpe mortal no llega a descargarse.

En el espíritu de Juan Gualberto la actitud de su enemigo evoca la imagen de Cristo crucificado. Sí, es el Señor quien está ante él; el Señor, que murió por los que le injuriaban y calumniaban, por los que le herían y crucificaban; el Señor, que nos manda perdonar y amar a nuestros enemigos. La lucha entre la sed de venganza y la conciencia de su deber de cristiano, aunque duró breves instantes, debió de ser muy recia en el alma del joven caballero. Venció la gracia divina; la ley del amor triunfó. Juan perdonó, heroicamente, a su enemigo. Poco después, agotado, con el alma vibrante de emoción, penetraba en una iglesia, caía de hinojos ante el altar y sus ojos admirados veían que el crucifijo se animaba y Cristo le hacía una inclinación de cabeza, como agradeciéndole lo que acababa de hacer por su amor.

Desde aquel día Juan Gualberto no fue el mismo de antes. Sus pensamientos seguían otros derroteros; sus ilusiones, sus aspiraciones mundanas se amortiguaban, se desvanecían como el humo. Cristo había hecho algo más que darle a entender sensiblemente cuánto le agradecía la acción heroica de perdonar al asesino; Cristo premióle este rasgo llamándole al número de sus escogidos. La iglesia en la que entró Juan Gualberto después de la escena que acabamos de narrar era la de la abadía de San Miniato. No pasó mucho tiempo antes de que Juan llamara a la puerta de este monasterio y pidiera al abad el hábito benedictino. El abad no rechazó de pronto al postulante, sino que sometió a prueba la autenticidad de su vocación. Nada arredra al animoso joven. Pero entretanto su ausencia es notada en el castillo, y el noble señor sale en busca de su hijo.

No tarda en presentarse a la puerta de San Miniato. El padre abad está perplejo; no se atreve a resistir al noble castellano. Juan se niega a salir, temeroso de que su padre le arrastre de nuevo, a la fuerza, al torbellino de la vida mundana. Gualberto amenaza a los monjes con toda suerte de males si no le devuelven a su hijo. El abad no sabe cómo salir del atolladero. La solución la halla Juan. Ya que no se atreve el padre abad a darle el santo hábito, él mismo se lo viste, luego de haberse cortado el cabello, y, tomando un libro, se sienta en el claustro para darse a la lectura espiritual. Entretanto el superior del monasterio va a decir a Gualberto que su hijo se niega a salir al locutorio, pero que él mismo, si gusta, puede pasar a hablarle en el interior de la clausura, Al hallarse con el nuevo monje el noble señor lloró, se quejó amargamente de su ingratitud, pero acabó por bendecirle y dejarle que siguiera en paz su vocación.

Bueno y edificante era el hermano Juan; su vida transcurría pacífica y dichosa en San Miniato. Pero un día murió el abad, y uno de los monjes compró la dignidad vacante al obispo de Florencia. Nos hallamos en la época, de la simonía. Los cargos eclesiásticos se venden al mejor postor, y el redil de Jesucristo se ve invadido por falsos pastores. Juan Gualberto no se resigna a tener un abad simoníaco, y con otro religioso abandona el monasterio y su ciudad natal, no sin antes haber proclamado en plena plaza pública de Florencia que Huberto, abad de San Miniato, y Hatto, obispo de la diócesis, eran herejes simoníacos.

Juan y su compañero iban en busca de otro cenobio donde proseguir tranquilamente su vida monástica, que es vida de paz y oración. Recorren varias abadías, pero ninguna observancia llena sus aspiraciones. Sediento de perfección, Juan Gualberto se dirige a Camaldoli, entonces en la cumbre de su prestigio, en donde es probado en toda paciencia; pero, cuando el prior de Camaldoli se dispone a admitirle definitivamente, nuestro monje no se decide a abrazar la vida eremítica, que era la de los camaldulenses, pues no le parece conforme a la regla de San Benito que había profesado. Juan Gualberto quiere permanecer cenobita. Y de este modo le conduce Dios a la realización de la obra de su vida. Como ninguna observancia religiosa le satisface, el monje, inquieto, incapaz de afincar en parte alguna, fundaría un nuevo cenobio y una nueva Congregación monástica bajo la regla benedictina.

Valumbrosa, en los Apeninos toscanos, era en aquel entonces un paraje solitario, cubierto de espesos bosques. Dos religiosos llevaban allí una vida anacorética; el lugar pertenecía a las monjas de Sant'Ellero. A Juan Gualberto le gustó la paz profunda que reinaba en Valumbrosa, y resolvió quedarse allí. Los dos solitarios le recibieron con los brazos abiertos, y pronto nuevos reclutas de la milicia de Cristo se juntaron al pequeño grupo, pues la fama de santidad de Juan Gualberto era ya muy grande. Así empezó, humildemente, como suelen las obras de Dios, un movimiento espiritual que debía adquirir grandes proporciones. Durante mucho tiempo los monjes hubieron de contentarse con un oratorio de madera; sus alimentos eran escasos, y día hubo en que faltaron totalmente; sus hábitos no podían ser más pobres. Hubieron de padecer también persecuciones y calumnias de malvados y envidiosos. Los monjes, con todo, estaban contentos, pues en la escasez y en la tribulación se sentían verdaderos seguidores de Cristo. Y la obra prosperó. El número de religiosos iba creciendo. En 1036 la abadesa de Sant'Ellero, que desde el principio había ayudado a los monjes con libros y vituallas, les hizo donación del terreno, y Juan Gualberto fue nombrado primer abad de Valumbrosa, sin que le valiera la tenaz resistencia que opuso.

La aspiración suprema del nuevo, abad era que en su monasterio se observara perfectamente la regla de San Benito; sin embargo, su culto a la letra del código benedictino no rebasaba los límites de la discreción, y así, por ejemplo, cuando faltaban otros alimentos, no vacilaba en dar carne a sus religiosos. Insistió particularmente en la clausura monástica y nunca quiso aceptar para sus hijos espirituales ministerio alguno fuera del cenobio, pues sabía muy bien que, so color de cura de almas, muchos monjes habrían tal vez perdido la suya propia. Otro punto capital de la observancia valumbrosana era el espíritu de pobreza, tan olvidado en aquellos tiempos: en el hábito, en la mesa, en los edificios, todo debía ser simple, modesto, sobrio, pobre, pues los monjes han renunciado, individual y colectivamente, a toda superfluidad y boato. No para evitar el trabajo, sino a fin de salvaguardar la clausura y evitar a sus monjes, en lo posible, cualquier contacto con el mundo, aceptó el abad Juan Gualberto la institución de los hermanos conversos, recientemente implantada entre los camaldulenses. Y gracias a sus cuidados, a sus continuas exhortaciones y a su ejemplo indeficiente, la vida monástica floreció esplendorosa en Valumbrosa.

Y no sólo en Valumbrosa. Pronto llovieron de todas partes ofertas de fundaciones o de restauraciones de monasterios antiguos y de Valumbrosa la nueva savia empezó a fluir hacia otros centros de vida religiosa, Entonces comenzó para Juan Gualberto la época de las correrías monásticas. Pues no se limitaba a mandar monjes a los lugares en donde eran requeridos, sino que retenía bajo su régimen todos los monasterios fundados o reformados por los valumbrosanos. Era él quien imponía los superiores, quien visitaba las casas, quien corregía y ordenaba todo. El fundador, además, sabía elegir certeramente los lugares desde donde podría ejercer seguro influjo. Así el monasterio de San Salvi, junto a Florencia; el de San Miguel, en Passignano, y el de San Salvador, de Fucecchio, formaban una red que tenían que atravesar casi todos los viandantes que de los países transalpinos se dirigían a Roma, o de Roma se encaminaban a los países de la otra parte de los Alpes. Estas abadías rivalizaban en importancia con la de Valumbrosa, pues el Santo tuvo el acierto de mandar a ellas a sus discípulos más aventajados por la doctrina o por la santidad de vida. De esta guisa era muy grande la influencia ejercida por estos monasterios, donde se vivía la misma vida que en Valumbrosa y se pugnaba por los mismos ideales.

La Iglesia atravesaba tiempos difíciles. Su libertad se veía amenazada, coartada en todas partes; su pureza sufría rudos asaltos. La simonía y el nicolaísmo hacían estragos por doquier. La lucha estaba en el punto crítico. Sobre el trono del Imperio se sentaba Enrique IV; sobre la cátedra de Pedro, San Gregorio VII. ¿Cómo dejaría de acudir el alma ardiente del abad de Valumbrosa en auxilio de la Iglesia? Su celo devorador perseguía, más allá de las fronteras monásticas, dos objetivos principales: restaurar la santidad de la vida cristiana, particularmente entre los eclesiásticos, y restablecer la pureza de la fe. ¿No era ésta la esencia del ideal gregoriano?

La Toscana, su patria, y las regiones colindantes se beneficiaron preferentemente de sus esfuerzos titánicos, de sus carismas de taumaturgo; el clero, sumido en gran parte en el fango del concubinato, experimentó una renovación profunda, hasta el punto de que muchos eclesiásticos empezaron a vivir en comunidad, realizando el ideal que venía predicándose desde los tiempos de los Padres: los fieles abrazaban una vida cristiana más pura y más ferviente. El influjo del abad de Valumbrosa llegó a obtener que en la comarca se restaurara la celebración de la vigilia pascual a su tiempo debido, es decir, durante la noche del Sábado Santo al Domingo de Resurrección.

Pero la gran lucha de Juan Gualberto se desarrolló contra la simonía, que el Santo consideraba como la "primera y la peor de todas las herejías". Según él, debía tratársela con el mismo inflexible rigor que San Pedro usó con Simón Mago. Sus monjes serían huestes aguerridas contra los simoníacos. A los tales, por elevado que fuera el cargo que inicuamente ocuparan, tenían que desenmascararles en público, hacer lo posible para que fueran depuestos cual falsos pastores. La empresa estaba llena de las más espantables dificultades. La fuerza de los obispos simoníacos, respaldados por poderosos amigos y cómplices, era verdaderamente enorme, y muchas veces hacerles frente equivalía a poner en peligro la propia vida. Hubo casos sangrientos, como el ocurrido en el monasterio de San Salvi, cuando el Santo y sus hijos empezaron a proclamar que Pedro Mediabarba, obispo de Florencia, había comprado su sede. Las cosas llegaron a tal punto que una noche el obispo mandó a unos sicarios que maltrataron e hirieron a los religiosos, destrozaron los altares y prendieron fuego al monasterio. Mas tanto Juan Gualberto como sus monjes no cejaron hasta ver depuesto al usurpador.

El abad de Valumbrosa era un santo: de ahí la eficacia de su acción; pero un santo recio, severo, batallador. Poseía el genio que convenía para la obra que Dios le encomendara. Sus biógrafos nos hablan de sus increíbles ayunos, de la extraordinaria pobreza de sus hábitos, de su espíritu de mortificación... y también de su genio extremadamente irascible. "Su austeridad era tanta —dice uno de ellos—, tanta la vehemencia de sus increpaciones, que aquel contra quien se enfadaba experimentaba la sensación de tener contra sí el cielo, la tierra y hasta al mismo Dios." No faltan en sus gestas ejemplos que justifiquen esta frase. En cierta ocasión montó en cólera porque en uno de sus monasterios habían aceptado los bienes de un novicio, y el monasterio ardió. Otra vez, visitando el cenobio de San Pedro de Moscheto, vio que habían construido un edificio mayor y más hermoso de lo que hubiera deseado. Hizo llamar al abad y le preguntó: "¿Eres tú quien se ha edificado esos palacios?" Y, sin guardar respuesta, mandó a un riachuelo que por allí pasaba que destruyera aquel edificio, lo que, en efecto, y casi inmediatamente, hizo.

Tal se nos presenta el anverso del carácter del Santo; el reverso es mucho más simpático. Si se enfadaba tan espantosamente contra los que faltaban en algo, luego, después de la reprimenda, les consolaba con entrañas maternales. Su amor a los pobres llegaba hasta el extremo de entregarles, en tiempos de hambre, el pan de sus monjes, y, cuando no tenía con qué socorrerles, vendía los ornamentos sagrados. San Juan Gualberto, era, además, tan humilde y tal era la reverencia que tenía a todos los grados de la jerarquía eclesiástica, que, aun siendo abad y superior de una congregación monástica, jamás pudieron obligarle a que se dejara ordenar, ni siquiera de órdenes menores.

El santo abad de Valumbrosa murió el 12 de julio de 1073 en el monasterio de Passignano. Pocos días antes hizo escribir para todos sus numerosos hijos espirituales una carta en que les exhortaba a la caridad fraterna. También mandó que escribieran en un trozo de pergamino estas palabras: "Yo, Juan, creo y confieso la fe que los santos apóstoles predicaron y los Santos Padres, en los cuatro concilios ecuménicos, confirmaron". Con este pergamino en la mano murió y, conforme a su voluntad, fue sepultado. Por esta fe católica había combatido el buen combate.

GARCÍA MARÍA COLOMBÁS, O. S. B.

11 jul 2014

Santo Evangelio 11 de Julio de 2014

Día litúrgico: Viernes XIV del tiempo ordinario

Santoral 11 de Julio: San Benito, abad, patrón de Europa
Texto del Evangelio (Mt 10,16-23): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. 

Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. Cuando os persigan en una ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra. Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre».


Comentario: P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat (Montserrat, Barcelona, España)
Seréis odiados de todos por causa de mi nombre

Hoy, el Evangelio remarca las dificultades y las contradicciones que el cristiano habrá de sufrir por causa de Cristo y de su Evangelio, y como deberá resistir y perseverar hasta el final. Jesús nos prometió: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20); pero no ha prometido a los suyos un camino fácil, todo lo contrario, les dijo: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Mt 10,22).

La Iglesia y el mundo son dos realidades de “difícil” convivencia. El mundo, que la Iglesia ha de convertir a Jesucristo, no es una realidad neutra, como si fuera cera virgen que sólo espera el sello que le dé forma. Esto habría sido así solamente si no hubiese habido una historia de pecado entre la creación del hombre y su redención. El mundo, como estructura apartada de Dios, obedece a otro señor, que el Evangelio de san Juan denomina como “el señor de este mundo”, el enemigo del alma, al cual el cristiano ha hecho juramento —en el día de su bautismo— de desobediencia, de plantarle cara, para pertenecer sólo al Señor y a la Madre Iglesia que le ha engendrado en Jesucristo.

Pero el bautizado continúa viviendo en este mundo y no en otro, no renuncia a la ciudadanía de este mundo ni le niega su honesta aportación para sostenerlo y para mejorarlo; los deberes de ciudadanía cívica son también deberes cristianos; pagar los impuestos es un deber de justicia para el cristiano. Jesús dijo que sus seguidores estamos en el mundo, pero no somos del mundo (cf. Jn 17,14-15). No pertenecemos al mundo incondicionalmente, sólo pertenecemos del todo a Jesucristo y a la Iglesia, verdadera patria espiritual, que está aquí en la tierra y que traspasa la barrera del espacio y del tiempo para desembarcarnos en la patria definitiva del cielo.

Esta doble ciudadanía choca indefectiblemente con las fuerzas del pecado y del dominio que mueven los mecanismos mundanos. Repasando la historia de la Iglesia, Newman decía que «la persecución es la marca de la Iglesia y quizá la más duradera de todas».

San Benito Abad, 11 de Julio

11 de julio

SAN BENITO ABAD

(† 547)


"Hubo un varón de vida venerable, bendito por gracia y por nombre." Y fue Benito, el de Nursia. Ha tenido por biógrafo al papa San Gregorio Magno. Pero Benito escribió la Regla de los monasterios, y en ella tenemos retratado su propio vivir cotidiano, observando ya el mismo San Gregorio que Benito, consecuente con su doctrina, fue el primero en observar la norma de vida perfecta que él mismo dictó para monjes observantes, muy distintos de los sarabaítas y giróvagos, plaga de aquellos tiempos.

Nace Benito por los años de 480 en la provincia de Nursia, en los montes Sabinos, no lejos de Roma. Nace en una familia acomodada y tiene, por lo menos, una hermana, por nombre Escolástica.

Ya adolescente, sus padres quieren hacer de él un letrado, un orador, para lo cual le colocan en Roma, asistido en la gran urbe decadente por el aya, que suple las veces de una madre solícita y cariñosa.

Quizá no tiene ya madre en la tierra.

Benito asiste a las aulas de algún rétor y se entrena en la retórica, saliendo discípulo aventajado, como lo demostrará el estilo pulido de su futura Regla, sometido al ritmo o cursus de la elegante prosa entonces en boga.

Pero el joven Benito es un austero montañés, mal avenido con la corrupción de la corte, con el pensar y el vivir de gran parte de la estudiantina, en su mayoría aún pagana. Medita dejar aquel ambiente fétido y malsano, y un buen día sale de la ciudad con dirección a su tierra natal, aunque seguido por su aya, entristecida y alarmada. Se detiene en Afide, parando allí unos meses, conquistándose la simpatía del vecindario, especialmente de su párroco, quien ve en Benito un clérigo ideal, Corre un día la voz de haber recompuesto por arte de milagro un harnero prestado de frágil arcilla.

El que antes desdeñó ser un día gramático o rétor y conseguir con ello un brillante porvenir mundano, huye ahora de la aureola de taumaturgo, buscando un escondido paraje en los cercanos montes, en la cuenca del Anio, hallándolo precisamente junto a unos viejos y desmoronados edificios que habían contemplado las crápulas de la corte neroniana.

Hay allí un embalse artificial y por eso la rocosa cueva por él recogida para mansión se llama cueva de Subiaco (sub-lago).

Enterrado en vida, no habla el intrépido solitario de unos veinte años sino con las alimañas y las aves; de vez en cuando con algún pastor de ovejas y cabras que penetran en la espesura. Un compasivo monje, Román, le viste el hábito monacal y, a hurtadillas de su abad, le propina el necesario alimento, quitándolo de su propia boca.

Ya empieza, contra el todavía imberbe, pero bravo mancebo solitario, la guerra del enemigo malo, rompiéndole a pedradas la esquila que le avisa cuando Román le descuelga por el peñasco la cestilla de pobres provisiones.

Y luego, una ruda tentación carnal, de la que Benito sale triunfador, lanzándose desnudo en el próximo zarzal. Escarmentada la carne, no volverá a rebelarse contra el espíritu.

Ahora le espera al asceta otro género de palestra. Ha visto los peligros de la completa soledad, y, cuando monjes del cenobio de Vicovaro le proponen salir de su retiro y ser su abad, Benito lo consiente, bien que temeroso de su edad y quizá también de un posible fracaso, pareciéndole difícil enderezar a hombres avezados a la indisciplina.

El que hasta entonces había vivido "solo consigo, a la vista del Supremo Inspector", vivirá en adelante con otros en la vida cenobítica o de comunidad, que él considera como la más fuerte y más segura.

Y funda en las cercanías doce conventos con doce monjes cada uno, por el patrón de los monasterios pacomianos del Egipto, en los que oración y trabajo manual están sabiamente organizados.

El abad Benito admite en su convento a gentes de toda edad y condición, a ricos y a pobres, a bárbaros y a romanos, a esclavos y a libres y libertos, con un admirable sentido de cristiana igualdad, porque —dice— "en Cristo todos somos uno y servimos en una misma milicia".

Admite incluso niños, esos pueri oblati, las luego célebres Escuelas monacales, seminario de sabios y de santos.

Entre esos niños ofrecidos por sus padres como ofrenda a Dios con una oblación ritual, están los hijos de dos patricios romanos, Plácido y Mauro, los benjamines de la familia monacal. Con ellos sale cierto día y hace manar copiosa fuente, muy necesaria, dentro del cerco de piedras colocadas por ellos, y entre Mauro y Benito, éste que manda, aquél que obedece, extraen del fondo del lago a Plácido, tragado por las aguas, caminando Mauro a pie, enjuto, sobre el líquido cristal azulado hasta asirlo por el largo cabello.

Pasan días y años en la paz benedictina, entre el ora et labora, dos alas que sostienen al alma en su vuelo. Pero el enemigo, que nunca duerme, concita los ánimos de ciertos monjes revoltosos contra su joven abad, mal avenido con toda liviandad, y quizá demasiado recto para ellos. Murmuran, forcejean, y, al fin, intentan envenenarle con el vino. Mas, ¡oh prodigio! al bendecirlo en el refectorio, quiébrase el vaso. Como el presbítero Florencio, hombre influyente y disoluto, atenta también contra su vida, Benito, siempre sereno, reunida la comunidad, se despide de ella y camina hacia el sur con algunos hermanos adictos a su persona y a la Regla. Entre éstos se cuenta el obediente Mauro, está también el cariñoso cuervo, que grazna y revolotea en torno de la comitiva, cual celoso can, fiel guardador de su amo.

Y llegan juntos a la lejana villa de Cassino, ascendiendo al castro romano que domina el fértil y sonriente valle. Destruidos los simulacros de las divinidades gentiles, los monjes peregrinos establecen allí la vida monástica, aprovechando los muros de antiguos templos y fortaleza. Montecassino será en adelante un místico castillo, una atalaya desde donde los monjes oteen al mundo y calen las nubes en la oración, aunque bajen a librar las batallas del Señor cuando el interés del prójimo así lo demanda.

El monasterio de Benito, "escuela práctica del divino servicio", estará desde ahora constituido por el patrón del cenobio basiliano. En él madura sus experiencias anteriores. Si desde su infancia demostró cierta madurez de anciano, cor gerens senile, podía adiestrarse más y más, y perder quizás algún resabio de aquella nursina durities, característica de su tierra natal. Nadie ya osa envenenar al "venerable varón de Dios, lleno del espíritu de todos los justos".

Quien no le deja en paz es su eterno émulo, Satán, contra cuya picaresca y furia tiene siempre el recurso de la oración y el signo de la santa cruz. A veces bástale el desprecio para fugarlo, cuando le molesta con ruidos, cuando le llama: Maledicte! al no contestarle si le dice: Benedicte!

Y es natural que el diablo le persiga cuando también Benito le persigue él mismo y sus monjes, quemando sus simulacros y derribando sus aras, levantando un bastión espiritual inexpugnable. En él se libran batallas y se adiestran los soldados de Cristo "verdadero Rey, empleando, ante todo, las preclaras y fortísimas armas de la santa obediencia, amando y sirviendo a ese magno Rey que ni muere ni es infiel a sus promesas".

El asedio diabólico llega a ser tan rabioso, que le mata un joven monje, de noble familia, derribando cierto día la pared en construcción. Pero Benito abad arrebata su presa a la muerte voraz. La guerra contra Benito no difiere mucho de las célebres tentaciones del abad Antonio, patriarca de monjes en Egipto. Menos importancia tuvo el imaginario incendio de la cocina monasterial. Menos también el caso de aquella piedra que, con no ser muy pesada, no pueden moverla entre todos los monjes canteros. Pero no la mueven con palanca, la levantan como una plumilla cuando Benito conjura al diablo en ella asentado. De ahí la medalla y la llamada cruz de San Benito, tan buscada por los fieles.

Otro día lo lanza del cuerpo de un monje, obseso por el maligno, quien le mueve a salirse en seguida de la oración común y aun del monasterio. Entonces el conjuro eficaz es un sonoro bofetón y el monje permanece con los demás en el coro.

Se precisa un instrumento eficaz para que la obra emprendida quede consolidada y perdure hasta el fin de los tiempos; una Regla que resuma la evangélica perfección y recoja el espíritu y la experiencia monástica de Oriente y Occidente.

De ahí la Regla benedictina, la Regla maestra, la Santa Regla, la más sabia y prudente de las Reglas (San Gregorio M.), el código que figurará sobre el altar, junto a la Biblia, en algunos concilios de la Iglesia.

El abad Benito, buen romano, que sabe dictar leyes, pero también cumplirlas, es el primero en el coro a las dos de la mañana, cuando comienza el canto de las divinas alabanzas. El es el más asiduo en la "lección divina" diurna y nocturna, en el trabajo de manos, que ocupa al monje varias horas. No come carne de cuadrúpedos, como tampoco sus monjes, pero sí bebe una discreta hemina o módica ración del generoso vino de la soleada Campania, tan regustado por Horacio.

En el régimen abacial, como "padre que es del monasterio", procura a cada cual lo necesario, sin atender a las envidias, pero también sin demostrar injustas y odiosas preferencias, "amando más, únicamente, al que halla más aventajado en la obediencia", que todo lo resume.

Mira con especial solicitud de padre a los monjes enfermos, enfermos del cuerpo o del alma, viendo en ellos, muy especialmente, a Cristo, como también en los huéspedes.

Redacta un código penal, moderado cual ninguno en aquel tiempo, y antes de acudir al cuchillo de la separación con la oveja obstinada en perderse, discurre su caridad mil ingeniosos ardides, mil remedios de prudente médico y de avisado pedagogo. Aunque no transige en punto a los principios básicos, si alguno delinque descubre el delito con su admirable discreción de los espíritus y reprende en forma severa al par que paternal.

Todo el secreto de la evangélica perfección lo cifra en el complejo que llama humildad. Por los doce grados de ésta el alma llega infaliblemente a la celsitud de la perfección, a la unión de caridad más íntima con Dios, la cual fuga el imperfecto temor. Por eso reprende ásperamente a cierto monje joven y noble, alumbrándole él mismo en la comida, para con ello confundir su secreta y mal dominada soberbia.

Quiere con inflexible lógica que todo sea lo que se dice ser. Así el oratorio ha de servir para orar, no para charlar; el abad, que se llama padre, ha de serlo con todas sus consecuencias. Ha de hacer dulce la vida a sus monjes, como también éstos la del abad, y todo, principalmente, por honor y amor a Cristo.

El mayordomo, que comparte algo de la cura abacial, ha de participar asimismo del espíritu de paternidad con los monjes. No son súbditos de un señor y miembros de una sociedad religiosa, sino miembros de una familia; porque en el monasterio ha de haber cálidas relaciones familiares, Entre hermanos de toda edad, condición y temperamento, débense evitar roces dolorosos y hacer del cenobio una antesala del cielo.

El trato mutuo habrá de ser, no sólo correcto, sino de, licado y exquisito. Ni el tuteo está permitido al monje, porque el amor fraterno no excluye el respeto. Benito guarda siempre un continente noble y señorial, propio de su distinguida cuna. Considera que el monje, quizá de villana extracción, elevado ya por su total entrega a Cristo, adquiere una dignidad que le prohibe todo lo rústico y lo vulgar. Ha aprendido en San Ambrosio que "nobleza es virtud", todavía más que herencia de sangre, quizá viciada y corruptible si no corrompida por el vicio, tan general entre ricos y potentados.

Pero si el padre Benito es un asceta contemplativo y mira al cielo desde la torretta de Montecassino, no por eso desdeña la acción de caridad y de apostolado con aquellos que se debaten en lo bajo del valle contra el pecado y la adversidad.

Desciende con frecuencia, requerido por los grandes o por los humildes. Un día será un clérigo que pide aceite para un remedio urgente; otro día vendrá un pobre aldeano acosado por su brutal acreedor; otro día resucitará al niño de cierto labrador que se lo pide con sencilla fe; una vez recibe en audiencia al bárbaro rey Totila, despidiéndole corregido después de anunciarle que, tras de conquistar Roma, pasará a Sicilia, y al nono año morirá.

Pero, si toda humana desgracia conmueve su corazón, aféctale muy especialmente la ceguera de los que no conocen a Dios ni viven como para gozarle para siempre. Y por eso, aun renunciando al propio gusto, pero sin perder por ello la presencia divina, deja con frecuencia su amada soledad claustral, atendiendo a la salud espiritual de los pueblos comarcanos e iniciando así la labor misionera que luego sus monjes habrán de proseguir y ampliar por todo el Occidente, mereciendo con esto el título de padre de Europa que Dom Guéranger y finalmente el papa Pío XII atribuyeron.

El diálogo con los hombres no impide su dialogar con Dios, pues al que "ve al Creador se le hace angosta toda criatura". De donde él saca mayor luz y fuerza es de su trato con la Divinidad en los divinos misterios, el Opus Dei, la obra de Dios por excelencia, a la que nada se debe anteponer, según él enseña, por ser ellos la fuente de toda santidad, ocupación y obra principal del monje, como de todo buen cristiano.

El abad oficia, sin duda, siquiera en los días solemnes del año litúrgico. Es el primer liturgo de la casa y bien se nota que Benito tiene de Roma la confianza e incluso los poderes sacerdotales, requeridos para ciertos actos, como son la excomunión de unas beatas insolentes con su buen capellán,

En el último decenio de su vivir terreno ve Benito extinguirse algunos luceros de la Iglesia, amigos suyos: el gran Cesáreo de Arlés, como él legislador monástico. Luego el sabio abad de Vivario, Casiodoro, mentor de reyes. Una estrellada noche ha contemplado subir a los cielos, en globo, como de fuego, el alma santa de su buen amigo el obispo de Capua, Germán. Pero más aún le afecta el vuelo de paloma al seno del Esposo de su entrañable hermana, la virgen Escolástica, que ante Dios todavía ha podido mas que el, consiguiendo una furiosa tempestad para alargar unas horas la postrera despedida.

Todo esto le va despegando más y más de todo lo transitorio y apegando a lo eterno, afligiéndole asimismo la precaria situación de la patria y de la Iglesia, mal dirigida por el papa Vigilio, a quien el clero romano tilda de perjuro al credo de Calcedonia. Presiente además, nuevas invasiones y saqueos, el incendio y destrucción de su propio monasterio, salvas únicamente las vidas de sus monjes, y todo junto abate al anciano y facilita su vuelo a las altas esferas, donde se alaba a Dios y se le canta el Aleluya sin cansancio.

Quizá las nieblas invernales impresionan también su salud. Resiste la Cuaresma del 547, pero el Jueves Santo, 21 de marzo, asistiendo a los divinos misterios, siéntese morir y quiere hacerlo de pie, como lo deseaba Vespasiano.

Efectivamente; el bravo atleta de Cristo, de pie, envía su espíritu al Creador, nutrido del cuerpo y sangre de Cristo y oleado, sostenido por sus hijos, que celebran entre alegres y tristes el tránsito, la Pascua de su abad, que les había enseñado a "desear con toda concupiscencia espiritual la vida perdurable y con gozo, la santa Pascua".

Unos monjes, más favorecidos, contemplan su alma voladora subiendo sobre alfombras y entre mágicas luminarias, hasta posarse en el trono prometido a cuantos lo dejaron todo por seguir a Cristo.

Y la luminosa estela que tras él queda en el mundo, no se acaba de borrar. Benito, el Pater, Dux et Magister Benedictus, como dice San Bernardo, apacienta todavía con su doctrina, su vida, su intercesión, a cuantos se cobijan entre los pliegues de su amplia cogulla.

GERMÁN PRADO, O. S. B.

10 jul 2014

El Corazón de Jesús nos habla del amor a Dios y a los hermanos.



El Corazón de Jesús nos habla del amor a Dios y a los hermanos. No basta con no odiar, no hacer el mal, no ser egoísta. Cristo nos pide hacer el bien, servir, amar, construir. Mi vida ¿se contenta con no hacer el mal o busca hacer el bien?

El Corazón de Jesús anima, consuela, da esperanza, fortalece, perdona, ofrece,...

Santo Evangelio 10 de Julio de 2014

Día litúrgico: Jueves XIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 10,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. En la ciudad o pueblo en que entréis, informaos de quién hay en él digno, y quedaos allí hasta que salgáis. Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Y si no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de vuestros pies. Yo os aseguro: el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquella ciudad».

Comentario: Rev. D. Antonio BORDAS i Belmonte (L’Ametlla de Mar, Tarragona, España)
«Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca»

Hoy, el texto del Evangelio nos invita a evangelizar; nos dice: «Predicad» (cf. Mt 10,7). El anuncio es la buena nueva de Jesús, que intenta hablarnos del reino de Dios, que Él es nuestro salvador, enviado por el Padre al mundo y, por este motivo, el único que nos puede renovar desde dentro y cambiar la sociedad en la que vivimos.

Jesús anunciaba que «el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 10,7). Él era el anunciador del reino de Dios que se hacía presente entre los hombres y mujeres en la medida en que el bien avanzaba y retrocedía el mal.

Jesús quiere la salvación del hombre total, en su cuerpo y en su espíritu; más aun, ante el enigma que preocupa a la humanidad, que es la muerte, Jesús propone la resurrección. Quien vive muerto por el pecado, cuando recupera la gracia, experimenta una nueva vida. Éste es un gran misterio que comenzamos a experimentar a partir de nuestro bautismo: ¡los cristianos estamos llamados a la resurrección!

Una muestra de cómo el Papa Francisco busca el bien del hombre: «Esta “cultura del descarte” nos ha hecho insensibles también al derroche y al desperdicio de alimentos. En otro tiempo nuestros abuelos cuidaban mucho que no se tirara nada de comida sobrante. ¡El alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre!».

Jesús nos dice que seamos siempre portadores de paz. Cuando los sacerdotes llevamos la Comunión a un enfermo decimos: «¡La paz del Señor a esta casa!». Y la paz de Cristo permanece ahí, si hay personas dignas de ella. Para recibir los dones del reino de Dios se necesita una buena disposición interior. Por otro lado, también vemos cómo mucha gente pone excusas para no recibir el Evangelio.

Nosotros tenemos un gran cometido entre los hombres, y es que no podemos dejar de anunciar el Evangelio después de haber creído, porque vivimos de él y queremos que otros también lo vivan.


Comentario: Rev. D. David COMPTE i Verdaguer (Manlleu, Barcelona, España)
No os procuréis oro, ni plata (...) para el camino

Hoy, hasta lo imprevisto queremos tenerlo previsto. Hoy triunfan los servicios a domicilio. Y si hoy hablamos tanto de paz, quizá es porque estamos muy necesitados de ella. El Hoy del Evangelio toca de lleno estos distintos “hoy”. Vayamos por partes.

Queremos prever hasta lo imprevisible: pronto haremos un seguro por si el seguro nos falla. O cuando uno compra unos pantalones, ¡el dependiente nos ofrece el modelo con manchas o descoloridos incluidos! El Evangelio de hoy, con la invitación a ir desprovistos de equipaje («No os procuréis oro ni plata...»), nos invita a la confianza, a la disponibilidad. Pero alerta, ¡esto no es dejadez! Tampoco improvisación. Vivir esta realidad sólo es posible cuando nuestra vida está enraizada en lo fundamental: en la persona de Cristo. Como decía el Papa Juan Pablo II, «es necesario respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia (...). No se ha de olvidar que, sin Cristo, ‘no podemos hacer nada’ (cf. Jn 15,5)».

También es cierto que proliferan los servicios a domicilio: nada de catering; ahora te hacen la tortilla de patatas en casa. Sirve de icono de una sociedad donde las personas tendemos fácilmente a ir a la nuestra, a organizarnos la vida prescindiendo de los demás. Hoy Jesús nos dice «id»; salid. Esto es, tened en cuenta aquellos que tenéis a vuestro lado. Tengámoslos, pues, realmente en cuenta, abiertos a sus necesidades.

¡Vacaciones, un paisaje tranquilo..., ¿son sinónimos de paz? Parece que tenemos motivos serios para dudar de ello. Quizá muchas veces son un letargo de las zozobras interiores; éstas, más adelante, volverán a despertar. Los cristianos sabemos que somos portadores de paz, es más, que esta paz impregna todo nuestro ser —también cuando a nuestro alrededor encontramos un ambiente hostil— en la medida que seguimos de cerca de Jesús.

¡Dejémonos tocar, pues, por la fuerza del Hoy de Cristo! Y..., «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo» (Juan Pablo II).

Santa Verónica de Julianis, 10 de Julio

10 de julio

SANTA VERÓNICA DE JULIANIS

 († 1727)


Decididamente la chiquilla era de la mismísima piel del diablo. No se le podía decir a Micer Francesco, que la idolatraba, pero lo chismorreaban todas las vecinas, más o menos indignadas según el tamaño y dimensión de la última travesura. A nosotros, en cambio, lo que nos subleva es el empeño tenaz de los escritores de la época por convencernos de que todo en la niña era privilegiado, milagroso y sobrenatural. Pero Ursula Juliani, tan bonita con sus ojos dulces, sus trenzas apretadas y su nariz perfecta, era una niña sana, exuberante y dispuesta a pasarlo bien y, sobre todo, a imponerse a cuantos la rodeaban. Las circunstancias se lo habían allanado mucho. La menor de siete hermanas, muy pronto huérfana de madre, linda y pizpireta, se mostrará pronto dominante, caprichosa, pero con una espontaneidad deliciosa que hoy nos encantaría. Por supuesto, es muy piadosa, y sus hermanas, que acabarán monjas, la educan en clima muy devoto.

 Afortunadamente, para conocerla bien nos ha dejado ocho tomos gordos y rollizos de su Diario espiritual y unas confesiones o declaraciones de su niñez, y de allí tomo yo lo que los biógrafos, con un remilgo trasnochado, no han querido decir.

 Está haciendo examen tras una puerta, tomándose cuenta de su conducta de la semana. No ha sido de las peores: se emperró en que la llevasen a la lotería que han abierto para el carnaval y claro está que la llevaron; luego, como sus hermanas no querían asistir a sus cultos (unas letanías cantadas ante una frágil Madonna de barro colorado), las empujó con genio...

 ¡Ah, sí! Bueno, eso ha sido lo peor, pero con fines muy elevados... Ya verán: porque uno de sus primos se iba a divertir demasiado en los festejos de esos días le invitó a un rato de esgrima y le hirió levemente en un muslo, lo que le ha hecho tener que meterse en la cama. Seguro que ese no va en todo el carnaval a la trattoria ni a las barracas. Desde luego los sistemas de la futura santa son de los definitivos, pero ¿no nos seduce esa viveza, esa naturalidad de niña vehemente y mimada? Ursula, desde luego, no es santa. Lo será más tarde, y de una alzada extraordinaria, pero es grato y atractivo saber que la historia empieza realmente así.

 Un día en que sus hermanas no acuden al rosario porque estaban con sus mundillos haciendo encajes, Ursula, rotunda y eficaz, les da una patada, y ruedan escaleras abajo blondas y carretes, bolillos y lanzaderas...

 Por lo demás, tenia mucho corazón y una compasiva tendencia a comprender las penas de todos los que veía.

 Su padre iba alcanzando puestos más lucrativos, logrando obtener un empleo distinguido como superintendente de la Real Hacienda en Plasencia, y, no queriendo estar solo, llamó allí a sus hijas, que se instalaron con bastante boato y comodidad. Eran frecuentes los convites, y a Ursula siempre le parecían excesivas aquellas grandes bandejas de dulces para amigos que también los tenían en sus casas. No se andaba con chiquitas, y con un gran cartucho iba recogiendo antes de la fiesta cuanto le parecía oportuno para sus pobres. Luego eran los asombros de sus hermanas, su disgusto y mal rato, viendo muy disminuida su esplendidez y abundancia.

 Estas exuberancias de un temperamento riquísimo se conjugaban muy bien con gran fervor y deseo de oración, en la que seguía también su impulso de sencillez y autenticidad. Hablaba con la Virgen y con el Niño Jesús, que tenía en una imagen sumamente devota, pero, claro, no le respondían. Esto contrariaba a la niña, y se quejaba claramente a ellos con candoroso enfado. El Señor, que suele acomodarse al carácter de cada uno y que conocía la intención limpia y fragante de Ursula, se avino a la oración de la chiquilla preguntona y un día, bello entre todos, Ursula vio cómo la imagen se animaba y la Virgen viva, palpitante, ponía entre sus manos regordetas al amabilísimo Niño Jesús... Aun en ese momento de cielo sigue siendo ella y le pregunta: "¿Por qué no me contestabas ni hacías caso?". Y los dos se sonrieron porque tenían que proceder al gusto de Ursula.

 Monseñor Lucas Antonio Eustaqui, obispo de Cittá di Castello, ha decidido proceder enérgicamente. Irán tres médicos, el previsor y el jesuita padre Crivelli, expertísimo en estos asuntos, y se estudiará el caso con toda rigidez y exactitud. Y escribe el prelado los puntos severos que se impondrán a la monja capuchina. Esta se somete plenamente. Se hace obediente hasta el más exhaustivo aniquilamiento. Se entrega mansamente en rendimiento blando y absoluto. Todas las monjas se creen con derecho a comentar, decir, opinar, a imponerle pruebas y demostraciones de virtud. Ella no sólo se resigna, sino que gustosamente se deja estrujar destilando óleo de paz, bálsamo de humildad. Esta monja flexible y manejable se llama ahora sor Verónica, pero se llamaba antes Ursula de Julianis.

 Es la revancha de Dios. Es el éxito de su gracia. Paso a paso, renuncia tras renuncia, porque la santidad es bordado lento y despacioso, la hija impulsiva de Micer Francesco se ha ido adentrando en el amor de Aquel que merece todo el sacrificio de nuestro "yo" y que, después de aniquilarlo en su germen vicioso, lo torna criatura nueva, recién nacida del Agua, del Espíritu y de la Sangre.

 Verónica ingresó en las capuchinas a sus diecisiete años, buscando sólo un sitio adecuado para amar, pero Jesús ha encontrado en ella un alma a propósito para redimir.

 Y la introduce por unos caminos muy penosos a su afán de verismo, a su sensibilidad a todo lo ridículo, a su franca concepción de la vida. Pero Él ha firmado sus planes.

 Verónica encontrará un día sus manos y pies rasgados por heridas profundas; mayor todavía es la de su costado. Tres obispos, gran número de médicos y sacerdotes, después de investigaciones, exámenes y análisis, tienen que declararse impotentes para explicarlo con humana demostración. Verónica sufre de este revuelo de la ciudad, de palabras mordaces y críticas penosas, pero lo supera todo retirándose a su celda, donde a solas vive una jornada incomprensible de expiación y rescate que se reproduce cada veinticuatro horas.

 Lo de menos es que la juzguen los hombres, lo más recio es que ella se juzga en Dios, bajo esa luz contemplativa y clara, tenebrosa y fúlgida a la vez que le muestra con certero punzón todas sus faltas y tendencias. Tiene tres clases de visiones de sí misma, pero la más interesante para los estudiosos de la mística es la que ella llama "por vía de comunicación".

 Tras una repetición abundante de lo que ella llama "ósculos de amor", que nos dejan admirados de ese mundo elevadísimo de las efusiones divinas, Verónica se establece definitivamente en la Unión transformante, y al exterior se revierte en el cargo de abadesa que le es confiado.

 Nada más práctico y sensato que el gobierno de aquella que parecía vivir más allá de las nubes.

 Verónica es graciosa y afable. Todavía quedan sus recetas para emplastos y cataplasmas a las enfermas, que eran sus predilectas, Ningún gasto ni detalle le parecía excesivo tratándose de ellas.

 Corre la voz de sus milagros, y sus hermanas, que son clarisas, le piden algo suyo para conservarlo como reliquia. El buen humor de la Santa unirá la condescendencia con su aire juguetón y les confecciona una muñeca vestida de capuchina, que unos años más tarde servirá para curar enfermos.

 Así de divina y de humana, de natural y de endiosada, esta Santa italiana del setecientos, poder y voluntad de imperio, certifica la frase arriesgada de Godoy, el comentarista de Milosz: "El deseo de dominio, enraizado en el alma humana, no es otra cosa que la sed, la búsqueda frenética del amor supremo y que aboca, por lógica, en la perfecta santidad".

 MARÍA H. DE LA SANTA FAZ, O. P.

9 jul 2014

¿Miedo a quedar anticuados?

¿Miedo a quedar anticuados?

Sólo queda anticuado quien sigue modas pasajeras, porque la verdad nunca pasa.
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net

¿Miedo a quedar anticuados?
P. Fernando Pascual
28-6-2014

En diversos momentos de la historia surge un miedo íntimo a perder el tren del progreso, a quedarse anticuados, a sucumbir bajo acontecimientos e ideas que avanzan triunfantes.

Ese miedo es sano si lo nuevo resulta mejor que lo antiguo. Ese miedo es confuso si no hemos pensado seriamente dónde esté lo mejor y dónde lo peor. Ese miedo es suicida y enfermizo cuando algo nuevo destruye elementos buenos del pasado y avanza hacia metas irracionales, incluso negativas.

Un cristiano, ¿puede tener miedo a quedar anticuado? En realidad, si está profundamente enraizado en Cristo, si cree con fe auténtica en la Victoria del Maestro, si lee y busca vivir el Evangelio, si acoge lo que dicen el Papa y los obispos cuando exponen la doctrina católica... un cristiano así no tendrá nunca miedo a quedar anticuado.

Porque vivir según la fe de la Iglesia no es anclarse en ideas caducas que hoy sirven y mañana se tiran, sino que permite al creyente construir su existencia sobre una Roca viva y presente en el tiempo y más allá del tiempo: Jesucristo.

Por eso no tenemos miedo a quedar anticuados. El Evangelio conserva una vitalidad y un empuje que vale para todos los hombres, en todos los tiempos, a través de las diferentes culturas. Es levadura que rejuvenece, es sal que purifica, es agua que lava, es alimento que da vida eterna.

Sólo queda anticuado quien sigue modas pasajeras, quien abraza novedades sin un sano discernimiento, quien promueve libertades orientadas al capricho y a la comodidad, quien renuncia al sano sacrificio, quien avanza por la puerta amplia que lleva a la perdición (cf. Mt 7,13-14).

No tenemos miedo a quedar anticuados, porque la verdad nunca pasa, mientras que cielos y tierras quedan enjaulados en el flujo del tiempo (cf. Mt 24,35).

Ante nuestros ojos sucumben los engaños del mundo, del demonio y de la carne. La belleza del Resucitado brilla con la frescura de una mañana eterna y joven. No tenemos miedo, sino esperanza, porque Él ha vencido al mundo (cf. Jn 16,33).


Preguntas o comentarios al autor
P. Fernando Pascual LC

Santo Evangelio 9 de Julio de 2014


Día litúrgico: Miércoles XIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 10,1-7): En aquel tiempo, llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, el mismo que le entregó. A éstos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca».


Comentario: Rev. D. Fernando PERALES i Madueño (Terrassa, Barcelona, España)
Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca

Hoy, el Evangelio nos muestra a Jesús enviando a sus discípulos en misión: «A éstos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones» (Mt 10,5). Los doce discípulos forman el “Colegio Apostólico”, es decir “misionero”; la Iglesia, en su peregrinación terrena, es una comunidad misionera, pues tiene su origen en el cumplimiento de la misión del Hijo y del Espíritu Santo según los designios de Dios Padre. Lo mismo que Pedro y los demás Apóstoles constituyen un solo Colegio Apostólico por institución del Señor, así el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, forman un todo sobre el que recae el deber de anunciar el Evangelio por toda la tierra.

Entre los discípulos enviados en misión encontramos a aquellos a los que Cristo les ha conferido un lugar destacado y una mayor responsabilidad, como Pedro; y a otros como Tadeo, del que casi no tenemos noticias; ahora bien, los evangelios nos comunican la Buena Nueva, no están hechos para satisfacer la curiosidad. Nosotros, por nuestra parte, debemos orar por todos los obispos, por los célebres y por los no tan famosos, y vivir en comunión con ellos: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de los ancianos como a los Apóstoles» (San Ignacio de Antioquía). Jesús no buscó personas instruidas, sino simplemente disponibles, capaces de seguirle hasta el final. Esto me enseña que yo, como cristiano, también debo sentirme responsable de una parte de la obra de la salvación de Jesús. ¿Alejo el mal?, ¿ayudo a mis hermanos? 

Como la obra está en sus inicios, Jesús se apresura a dar una consigna de limitación: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 10,5-6) Hoy hay que hacer lo que se pueda, con la certeza de que Dios llamará a todos los paganos y samaritanos en otra fase del trabajo misionero.

Santos mártires de Gorkum, 9 de Julio

9 de julio

Santos Nicolás Pick, Willaldo y compañeros mártires, franciscanos

LOS SANTOS MÁRTIRES DE GORKUM

 († 1572)


La primera página de la historia de la nacionalidad holandesa está manchada de sangre. Hoy quisieran borrarla todos los holandeses, aun los protestantes más reaccionarios. Fueron jornadas inexplicables en un pueblo que pasa como prototipo de cordura y de sentido de tolerancia.

 Para comprender lo que entonces sucedió precisa trasladarse al clima político y religioso, también social, de los Países Bajos de la segunda mitad del siglo XVI, ricos y superpoblados, invadidos por los predicantes calvinistas y alzados en guerra sin cuartel contra el dominio español.

 El año 1566, con la aparición en escena del partido de los gueux o "mendigos", señala el comienzo de una serie de devastaciones iconoclastas en todo el Flandes español, no sin connivencia de la nobleza. Felipe II envía al duque de Alba. La sola presencia del gran estratega, alma recta y mano dura, impone el orden y el silencio. Silencio rencoroso, precursor de las grandes catástrofes. Guillermo de Nassau saca partido de la situación para levantar la bandera de la independencia. El de Alba le derrota en todos los frentes. Pero allí queda la pesadilla de los "mendigos del mar", guarecidos en las islas que ciñen la costa. Gente desgarrada, rebotada de todos los países, sin otro vínculo que el odio a los papistas y la sed de pillaje.

 Desde 1571 los manda el conde de la Marck, que ha jurado no raparse la barba ni cortarse las uñas hasta el día en que haya vengado, en los sacerdotes y religiosos, la muerte de los condes de Egmont y de Hornes, ajusticiados por los españoles. Un golpe audaz le ha puesto en posesión de la importante plaza fuerte de Brielle, en la desembocadura del Mosa. Iglesias y conventos son saqueados, quemadas las imágenes, asesinados con crueldad refinada los eclesiásticos que no logran ponerse a salvo.

 El 25 de junio de 1572 una flotilla, mandada por el capitán Marino Brant, atacaba la pequeña ciudad de Gorkum. Las fuerzas fieles al rey hubieron de hacerse fuertes en la ciudadela, donde fueron a refugiarse todos los sacerdotes y religiosos. Pertenecían al clero secular el párroco Leonardo Vechel, su coadjutor Nicolás Jarissen y un anciano de setenta años, por nombre Godofredo van Duynen. Los dos primeros en la plenitud de sus fuerzas y de su celo pastoral, intrépidos defensores de su grey y llenos de caridad con los pobres. El anciano vivía retirado en su casa de Gorkum, debido al trastorno de sus facultades mentales, que no le impedía ejercer las funciones sacerdotales ni llevar una intensa vida interior.

 El grupo más importante de los refugiados estaba formado por trece franciscanos de la Observancia, que componían, con algunos más, la comunidad existente en la ciudad. Gobernábala como guardián un religioso de dotes excepcionales, el padre Nicolás Pieck, joven de treinta y ocho años, en cuyo semblante se espejaban a la par la penetración de la mente y la limpidez serena del espíritu. Era su vicario el padre Jerónimo de Weert, de trato agradable y ejemplar en la guarda de sus obligaciones religiosas. Venían después los padres Nicasio de Heeze, eximio director de almas; Teodoro van der Eem, anciano de setenta años que desempeñaba la capellanía del monasterio de religiosas de la Tercera Orden; Willehald de Dinamarca, venerable y austero nonagenario, expulsado de su patria por la persecución protestante; Antonio de Weer, Antonio de Hoornaaxt, el recién ordenado Francisco van Rooy, y un padre Guillermo, que constituía la nota discordante del cuadro, pues tenía contristada a la comunidad con su conducta poco regulada. Completaban la comunidad los hermanos legos fray Pedro de Assche, fray Cornelio de Wyk-by-Duurnstende y el novicio de dieciocho años fray Enrique.

 Había también un religioso agustino, el padre Juan de Oosterwyk, capellán del segundo monasterio de religiosas de Gorkum. Las dos comunidades femeninas habían sido Puestas a salvo con anterioridad.

 Asimismo habían dejado la ciudad a tiempo los canónigos del Cabildo; a excepción del doctor Pontus van Huyter, administrador de los bienes capitulares. Se hallaba con los demás en el castillo.

 En la noche del 27 de junio la guarnición tuvo que capitular. Brant juró respetar la vida y la libertad de todos los defensores y refugiados. Pero ¿podía confiarse en la palabra de aquella gente? Como primera precaución todos se confesaron y se aprestaron con el Pan de los fuertes para la inmolación.

 Las escenas que siguieron vinieron a confirmar plenamente los presentimientos. Primero el saqueo general. Después el despojo de los detenidos uno a uno. Los gueux querían dinero, y como los franciscanos, fieles cumplidores de su regla, no lo llevaban, fueron maltratados sin piedad. El hallazgo de los cálices y demás vasos sagrados, ocultados en la torre, dio pie para una orgía sacrílega. Durante ocho días tuvieron que soportar cuantas burlas y crueldades es capaz de inventar una soldadesca ebria: parodias litúrgicas, simulacros de ejecución, torturas inauditas. Al padre Pieck le suspendieron con su propio cordón; éste se rompió, y el guardián cayó al suelo sin sentido. Los verdugos, para comprobar si había muerto, aplicáronle una llama a los oídos, a la nariz y en el interior de la boca.

 Para curarle fue preciso llamar un cirujano, que resultó ser su propio cuñado, ardid de que se sirvieron los familiares para ver de libertarlo, como ya se había conseguido con otros dos sacerdotes. El padre Pieck, en efecto, era natural de Gorkum, donde tenía parientes y amigos de influencia. Merced a ellos tuvo desde el primer momento la libertad en su mano. Su respuesta, sin embargo, lo mismo ante el cirujano que ante sus dos hermanos, ladeados ya hacia la herejía y empeñados hasta el trance final en doblegarle con ruegos, persuasiones y amenazas, fue invariablemente la del superior fiel a su puesto:

 —No aceptaré la libertad si no es juntamente con mis religiosos.

 El 7 de julio eran conducidos a Brielle. Los reclamaba el conde de la Marck desde su cuartel general. Y el emisario de confianza fue el canónigo apóstata Juan de Omal, auténtica estampa de renegado. Las befas y malos tratos se multiplicaron durante el trayecto y a la llegada al puerto de Brielle. Medio desnudos y atados de dos en dos fueron conducidos a la ciudad, entre los insultos soeces del populacho, y obligados a parodiar una procesión. El canto escogido por los confesores de la fe fue el Te Deum.

 En la inmunda cárcel donde fueron hacinados hallaron a los párrocos Andrés Wouters y Andrés Bonders. Aquel mismo día se les unieron dos religiosos premonstratenses: Jacobo Lacops, que seis años antes había dado el escándalo de hacerse pastor protestante, pero lo había reparado con una vida ejemplar, y Adrián de Hilvarenbeek. Sumaban en total veintitrés los prisioneros.

 Era demasiado hermoso. El conde de la Marck y su satélite Juan de Omal buscaban la apostasía. Y se iniciaron taimados interrogatorios, proposiciones, disputas sobre puntos de fe. Fue conmovedora la respuesta en que se cerró el lego fray Cornelio, ante las capciosas argumentaciones:

 —Yo creo todo lo que cree mi superior.

 Hubo defecciones dolorosas. Pontus van Huyter y Andrés Bonders lograron la libertad claudicando. El guardián hubo de sufrir el ataque supremo de los suyos: ¡qué le costaba lograr que sus religiosos, sin negar ningún artículo de la fe, retiraran la obediencia al Papa, al menos fingidamente!

 A la una de la mañana del día 9 fue la ejecución. Pieck subió el primero a la horca, sin dejar de animar a los demás. Ante el patíbulo hubo aún otras dos deserciones: la del padre Guillermo, tibio hasta el final, y la del novicio imberbe fray Enrique. Los demás afrontaron la muerte con serenidad, resistiendo hasta el final las insinuaciones de los ministros calvinistas,

 Los diecinueve fueron canonizados por Pío IX el 29 de junio de 1867.

 LÁZARO DE ASPURZ, O. F. M. CAP.

8 jul 2014

Santo Evangelio 8 de Julio de 2014

Día litúrgico: Martes XIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 9,32-38): En aquel tiempo, le presentaron un mudo endemoniado. Y expulsado el demonio, rompió a hablar el mudo. Y la gente, admirada, decía: «Jamás se vio cosa igual en Israel». Pero los fariseos decían: «Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios». 

Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies».


Comentario: Rev. D. Joan SOLÀ i Triadú (Girona, España)
Rogad (...) al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies

Hoy, el Evangelio nos habla de la curación de un endemoniado mudo que provoca diferentes reacciones en los fariseos y en la multitud. Mientras que los fariseos, ante la evidencia de un prodigio innegable, lo atribuyen a poderes diabólicos —«Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios» (Mt 9,34)—, la multitud se maravilla: «Jamás se vio cosa igual en Israel» (Mt 9,33). San Juan Crisóstomo, comentando este pasaje, dice: «Lo que en verdad molestaba a los fariseos era que consideraran a Jesús como superior a todos, no sólo a los que entonces existían, sino a todos los que habían existido anteriormente».

A Jesús no le preocupaba la animadversión de los fariseos, Él continuaba fiel a su misión. Es más, Jesús, ante la evidencia de que los guías de Israel, en vez de cuidar y apacentar el rebaño, lo que hacían era descarriarlo, se apiadó de aquellas multitudes cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor. Que las multitudes desean y agradecen una buena guía quedó comprobado en las visitas pastorales del Papa Juan Pablo II a tantos países del mundo. ¡Cuántas multitudes reunidas a su alrededor! ¡Cómo escuchaban su palabra, sobre todo los jóvenes! Y eso que el Papa no rebajaba el Evangelio, sino que lo predicaba con todas sus exigencias.

Todos nosotros, «si fuéramos consecuentes con nuestra fe, —dice san Josemaría Escrivá— al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron al de Jesucristo», lo cual nos conduciría a una generosa tarea apostólica. Pero es evidente la desproporción que existe entre las multitudes que esperan la predicación de la Buena Nueva del Reino y la escasez de obreros. La solución nos la da Jesús al final del Evangelio: rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a sus campos (cf. Mt 9,38).

Procopio, mártir, 8 de Julio

8 de julio

Procopio, mártir
(† c. a. 303)


La historia del santo termina en los amaneceres del siglo IV.

Han salido varios decretos del emperador Diocleciano y cada versión es peor para los cristianos que el anterior. En todo lo ancho y largo del Imperio se han enturbiado las cosas hasta el punto de crearse un ambiente de persecución abierta y ya se habla de cárceles, cruces, hogueras y espadas contra los discípulos de Jesús; al emperador le dan respeto porque desprecian a los dioses nacionales y piensan que acabarán poniendo en peligro el fundamento de su unidad.

Por desgracia, bastantes han sido flojos; no han perseverado al llegar los tiempos malos y por miedo han sacrificado a los ídolos; han sido blandos. Procopio no ha claudicado. Nació en Scitopolis ya hace años y ahora vive en Jerusalén. El amor sincero al Señor Jesús, su deseo de imitarlo, le han llevado a vivir bastante lejos de la marcha que lleva el común de los mortales que con harta frecuencia piensa en vivir del modo más cómodo posible, huyendo de lo que cuesta, y siendo amigos de cuidar que el estómago no sufra con privaciones, procurando al cuerpo algo más del sueño y descanso que pide, con el añadido de conseguir todos los placeres que a la vuelta de la esquina pueden encontrarse como oferta permanente. Así es su presencia, flaco y seco como un asceta. Supo preparar la pelea última con la lucha y el esfuerzo diario.

Tiene responsabilidades añadidas a la profesión de la fe cristiana. Lo han hecho Lector en la iglesia y lee con voz alta y pausada al pueblo lo que está escrito en el Libro Sagrado; como Exorcista, trata al poseso con la energía de quien tiene por el Señor el mando; le encomendó también el obispo la traducción oficial a la lengua vulgar -al arameo- los textos griegos de la Liturgia.

Por la persecución que se ha iniciado, lo trasladan a Cesarea y allí comienza la encrespada lid contra los que aman al único Dios y rechazan a los ídolos de los paganos. Ante el gobernador Flaviano no tiene más palabra que negar la existencia de dioses, ni mejor actitud que negarse a ofrecer incienso a ídolos falsos y a los emperadores romanos. Así las cosas, Flaviano decide que es crimen de estado negar a las imágenes incienso y censurar la tetrarquía. Termina el episodio decapitando a Procopio.

La mayor parte de los cristianos en Cesarea se ha motivado con el ejemplo. Acuden a decir a Flaviano que ellos también son cristianos y que no aceptan la imposición de llamar dioses a los falsos ídolos ni a la tetrarquía imperante en el Imperio Romano. No tenían otro modo de hacer causa común para proclamar y defender sus derechos humanos. Tantos son que el gobernador disimula, parece no oír las palabras y decide aparentar en público la claudicación de los cristianos con la simulación de que ofrecen el incienso que ni siquiera llegan a tocar las manos. Desea mantener a toda costa la apariencia del triunfo, pero quiere evitar también la masacre de los mejores y más honrados ciudadanos pacíficos.

No sé por qué ni de donde forjaron los cristianos de otros tiempos más adelantados la leyenda de un Procopio extraño presentándolo como un personaje funesto, terrible perseguidor de los cristianos, convertido a lo Damasco, predicador luego como Pablo, soldado cruel en muchas batallas ganadas con una cruz que casi casi es talismán, de aventura en aventura, ladino en el tribunal y machacón testarudo ante el juez que termina mandándolo ejecutar entre tormentos tan inconcebibles como extravagantes. ¿Pretendían quizá acumular virtudes en el santo? o ¿fingirlas en la comunidad de Cesarea? Que ni lo uno ni lo otro se necesitaba es evidente. Yo prefiero quedarme con la figura sencilla del clérigo Procopio que cumple a diario su obligación de cuidar su alma y la de su gente y que, llegado el momento, muere sencillamente cumpliendo el último de sus compromisos.