Día litúrgico: Domingo XI (C) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 7,36-8,3): Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de Él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume.
Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora. Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte». Él dijo: «Di, maestro». «Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?». Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien perdonó más». Él le dijo: «Has juzgado bien», y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra».
Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados». Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?». Pero Él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz».
Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.
«No me diste agua para los pies. (…) No me diste el beso. (…) No ungiste mi cabeza con aceite»
Fr. Eusebio MARTÍNEZ
(Brownsville, Texas, Estados Unidos)
Hoy, el Evangelio nos explica que aquel que encuentra a Jesús no puede hacerlo con indiferencia. ¿Por qué el rabino lo invita a compartir su comida para tratarlo luego con descortesía descuidando atenderlo con las muestras de respeto y honor acostumbradas?
Lucas dibuja un agudo contraste entre el arrogante e incorrupto fariseo, que sigue todas las normas pero carece de la sensibilidad de aplicar las más elementales acciones de amabilidad hacia un huésped, y la mujer que —teniendo una reputación de pecadora— recibe, en cambio, a Jesús con una atención amorosa (cf. Lc 7,45-46). No hay duda que ella entiende la importancia de esa amorosa atención al tiempo que el fariseo carece totalmente de esa sensibilidad. Los Fariseos evitaban la compañía de los “pecadores públicos” y, al hacerlo, descuidaban darles la ayuda que necesitaban para que encontrasen su curación y su integridad.
Como humanos, es muy difícil amar de verdad y saber perdonar a las personas, y caemos en la tentación de preocuparnos de las apariencias, para adquirir así la reputación de una vida virtuosa, mientras continuamos cultivando nuestra tendencia a juzgar y a no perdonar. Muchas de las narraciones del Evangelio nos hablan de la actitud de los fariseos frente a los publicanos. Si ahora quisiésemos describir lo que los fariseos harían si viviesen en nuestra sociedad actual, podríamos ver, por ejemplo, que ciertamente irían a Misa y la seguirían debidamente pero, en su camino de vuelta a casa, no dudarían en criticar negativamente a los demás. Desde luego es laudable asistir a Misa y observar las normas de la conducta cristiana, pero toda esa cuidadosa observancia carece de valor si no va acompañada de un genuino espíritu de amor y perdón.
Según Benedicto XVI, «el nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos de la vida, transfigurándola (...). La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible día a día la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios».