12 sept 2015

Santo Evangelio 12 de deptiembre 2015


Día litúrgico: Sábado XXIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 6,43-49): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca.

»¿Por qué me llamáis: ‘Señor, Señor’, y no hacéis lo que digo? Todo el que venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica, os voy a mostrar a quién es semejante: Es semejante a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. Pero el que haya oído y no haya puesto en práctica, es semejante a un hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que rompió el torrente y al instante se desplomó y fue grande la ruina de aquella casa».

«Cada árbol se conoce por su fruto»
P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP 
(San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)

Hoy, el Señor nos sorprende haciendo “publicidad” de sí mismo. No es mi intención “escandalizar” a nadie con esta afirmación. Es nuestra publicidad terrenal lo que empequeñece a las cosas grandes y sobrenaturales. Es el prometer, por ejemplo, que dentro de unas semanas una persona gruesa pueda perder por lo menos cinco o seis kilos usando un determinado “producto-trampa” (u otras promesas milagrosas por el estilo) lo que nos hace mirar a la publicidad con ojos de sospecha. Mas, cuando uno tiene un “producto” garantizado al cien por cien, y —como el Señor— no vende nada a cambio de dinero sino solamente nos pide que le creamos tomándole como guía y modelo de un preciso estilo de vida, entonces esa “publicidad” no nos ha de sorprender y nos parecerá la más lícita del mundo. ¿No ha sido Jesús el más grande “publicitario” al decir de sí mismo «Yo soy la Vía, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6)?

Hoy afirma que quien «venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica» es prudente, «semejante a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca» (Lc 6,47-48), de modo que obtiene una construcción sólida y firme, capaz de afrontar los golpes del mal tiempo. Si, por el contrario, quien edifica no tiene esa prudencia, acabará por encontrarse ante un montón de piedras derruidas, y si él mismo estaba al interior en el momento del choque de la lluvia fluvial, podrá perder no solamente la casa, sino además su propia vida.

Pero no basta acercarse a Jesús, sino que es necesario escuchar con la máxima atención sus enseñanzas y, sobre todo, ponerlas en práctica, porque incluso el curioso se le acerca, y también el hereje, el estudioso de historia o de filología... Pero será solamente acercándonos, escuchando y, sobre todo, practicando la doctrina de Jesús como levantaremos el edificio de la santidad cristiana, para ejemplo de fieles peregrinos y para gloria de la Iglesia celestial.

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El Dulce Nombre de María, 12 Septiembre

12 de septiembre
DULCE NOMBRE DE MARIA - Por Jesús Martí Ballester
 
EL DULCE NOMBRE DE MARÍA

¡Con qué reverente brevedad escribe San Lucas, en el capítulo primero de su Evangelio, la frase que sirve de pórtico al divino cuadro de la Encarnación!: "¡Y el nombre de la Virgen era María!". Es como presentarnos, en toda su regia sencillez, en el azahar florido y oloroso de su huerto cerrado, a la llena de gracia, a la Reina de los cielos y tierra, a la elegida, a la excelsa Madre de Dios.

 Y, escuchando el acelerado palpitar de aquel corazón sorprendido ante el inefable misterio que va a realizarse, el ángel San Gabriel, con dulce confianza de siervo expresamente encargado de la custodia y guarda de su Señora, le dice, subrayando su augusto nombre: "No temas, María... ".

 La creación entera se goza en balbucear el eufónico nombre que Dios le impuso a su Madre. "Nombre cargado de divinas dulzuras", como asegura San Alfonso María de Ligorio; nombre que sabe a mieles y deja el alma y los labios rezumando castidad, alegría y fervor: ¡María! Por medio de la que así es llamada, nos han venido todos los bienes y la pobre humanidad puede levantar la humillada cabeza y presentir de nuevo la cercanía de inacabables bienaventuranzas: O clemens, o pia, o dulcis Virgo María!

 Bien le cantamos Mutans Evae nomen, porque Ella devolvió a la gracia, con el nombre de vida, todo lo que la desdichada madre natural de los hombres había entregado a las tinieblas, con el nombre de muerte.

 Prueba de sabiduría y de acierto es imponer a la persona el nombre que justamente le corresponde. Y nadie como Dios ha sabido dar exactitud, expresión y síntesis a los nombres que Él mismo ha elegido e inspirado.

 Desde la más remota antigüedad, el nombre impuesto a las personas y a las cosas tuvo, en la mayoría de los pueblos, una significación simbólica. Aun ahora, muchas tribus africanas, otras dispersas en los inmensos parques de América del Norte, y los negros australianos, consideran el nombre como una parte integrante de la personalidad, ocultándolo, a veces, a los extranjeros, bajo apodos y paráfrasis, por temor a los perjuicios que pudiera acarrear su conocimiento.

 En los países cuya historia se ha ido desenvolviendo al veril de una civilización normal y cada vez más pujante, el simbolismo de los nombres perdió, poco a poco, su luz bajo la potencia bienhechora o maléfica de las personas que los ostentaron. Con razón se dice, pues, que el nombre no hace a la persona, sino la persona al nombre. Y afirma San Pedro Canisio que, puesto que "el nombre es símbolo y cifra de la persona, invocar el nombre de María equivale a empeñar su poder en favor nuestro".

 Si el Señor escogió entre todas las criaturas la más perfecta, para ser Madre del Hijo divino; si como privilegio de esta maternidad la hizo inmaculada y arca de todas las virtudes, nos parece muy lógico que también eligiera para Ella el nombre más hermoso, el de más alta y acendrada significación, el más dulce entre todos los del humano lenguaje.

 ¿Qué significados tiene, pues, según la etimología, ese nombre cuyo misterioso sentido sólo Dios nos podría explicar?

 Si, como algunos creen, deriva del idioma egipcio, su raíz es mery, o meryt, que quiere decir muy amada. Según otros, la significación sería Estrella del mar. Si el nombre de María proviene del siríaco, la raíz es mar, que significa Señor. El padre Lagrange opina que los hebreos debieron utilizar el nombre de María con el significado de Señora, Princesa. Nada más conforme a la noble misión de la humilde Virgen nazarena. Otro tercer grupo de filólogos e intérpretes sostienen que la palabra María es de origen estrictamente hebreo. Y sus diversas y preciosas significaciones son las siguientes:

 Primera. Mar amargo, de la raíz mar y jam. María fue un verdadero mar de amargura, desde que en el templo, cuando la presentación de su Hijo, vislumbró la silueta cárdena y dolorida del Calvario. Y un mar de amargura desbordante en la pasión y muerte de Jesús.

 Segunda. Rebeldía, de la raíz mar. Ella, la omnipotencia suplicante, vence a las satánicas huestes. "El nombre de María —escribe el padre Campana— es de una energía singular y tiene en sí una fuerza divina para impetrar en favor nuestro la ayuda del cielo."

 Tercera. Estrella del mar. Le cantamos Ave, Maris Stella! ¡Y con qué arrebatador encanto glosa y profundiza San Bernardo esta expresiva metonimia!

 Cuarta. Señora de mí linaje. Frase muy justa y apropiada a la prerrogativa nobilísima de ser Madre de Dios, Reina de todo lo creado.

 Quinta. Esperanza. Significado más alegórico que etimológico, pero lleno de inefable consuelo. Porque Ella, Spes nostra, es el camino de la felicidad, el arco iris que señala un pacto de armonía entre Dios y los hombres. "Bienaventurado el que ama vuestro nombre, oh María —exclama San Buenaventura—, porque es fuente de gracia que refresca el alma sedienta y la hace reportar frutos de justicia."

 Sexta. Elevada, grande, de ram. San Agustín y San Juan Crisóstomo coinciden en adjudicarle el excelso sentido de "Señora y Maestra".

 Séptima. Iluminada, iluminadora. Está llena de luz. Sostiene en sus brazos la luz del mundo. Es pura y diáfana. "El nombre de María indica castidad", dice San Pedro Crisólogo.

 Deliciosamente narra sor María Jesús de Agreda, en su Mística Ciudad de Dios, la escena en la cual la Santísima Trinidad, en divino consistorio, determina. dar a la "Niña Reina" un nombre. Y dice que los ángeles oyeron la voz del Padre Eterno, que anunciaba: "María se ha de llamar nuestra electa y este nombre ha de ser maravilloso y magnífico. Los que le invocaren con afecto devoto, recibirán copiosísimas gracias; los que le estimaren y pronunciaren con reverencia, serán consolados y vivificados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias, tesoros con que enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna".

 Y a ese nombre, suave y fuerte, respondió durante su larga, humilde y fecunda vida, la humilde Virgen de Nazaret, la que es Madre de Dios y Señora nuestra. Y ese nombre, "llave del cielo", como dice San Efrén, posee en medio de su aromática dulzura, un divino derecho de beligerancia y una seguridad completa de victoria. Por eso su fiesta lleva esa impronta: Acies ordinata.

 España, siempre dispuesta a romper lanzas por la gloria de María, fue la primera en solicitar y obtener de la Santa Sede autorización para celebrar la fiesta del Dulce Nombre. Y esto acaeció el año 1513. Cuenca fue la diócesis que primeramente solemnizó dicha fiesta, siguiendo su ejemplo, en seguida, las demás, porque el amor de Nuestra Señora es efusivo y prende con facilidad en terrenos de sincera devoción.

 Pero fue el papa Inocencio XI —"defensor de la Iglesia con toda la fuerza de su férreo carácter, con la sabiduría de su espíritu y, sobre todo, con el amor de absoluta entrega", como decía en el radio mensaje de beatificación nuestro Santísimo Padre Pío XII—, quien decretó, el 25 de noviembre del año 1683, que toda la Iglesia celebrara solemnemente la fiesta de este nombre excelso, pues invocándolo se había alcanzado la completa victoria sobre los turcos.

 Uno de los más trascendentales y emotivos episodios de la historia universal nos da el relato de esta decisiva victoria:

 Si el empuje de las fuerzas cristianas en Lepanto, cuya alma había sido también el papa San Pío V, debilitó la potencia otomana, frenando el ímpetu de sus conquistas, el límite de los territorios dominados por los turcos no había retrocedido, y la puerta tendía a resurgir con el intento de una invasión total de Europa. En 1683 el peligro se hizo ya inminente. Los cálculos menores estiman el ejército que el gran visir Kara Mustafá llevó contra Viena, en unos 200.000 hombres. Era un momento critico en la historia del mundo. Inocencio XI, ante las indecisiones ambiciosas y la política turbia de algunos príncipes europeos, le escribía a Luis XIV de Francia: "Te conjuro, por la misericordia de Dios, que acudas en auxilio de la oprimida Cristiandad, para que no caiga bajo el yugo del tirano. Dios te ha señalado con tan buenas cualidades, y a tu reino con tantas fuerzas y recursos, que creo estás llamado por la Providencia para lograr la más hermosa gloria. ¡Sé digno de la grandeza de tu vocación!". Pero, mientras Luis XIV contestaba con frías excusas, la católica Polonia, al mando de su heroico rey Juan Sobieski, ajustaba alianza con el emperador de Austria, Leopoldo I, y acudía en su ayuda.

 Desde el 14 de julio, Viena había quedado ya enteramente cercada por los turcos y aislada del ejército imperial, que se había retirado a la izquierda del Danubio.

 Un bosque de tiendas de campaña se extendía en forma de medialuna en torno a la ciudad. Comenzó el terrible bombardeo y, por efecto de él, un incendio imponente. Las enfermedades se cebaban también en los sitiados. Las provisiones de pólvora y los víveres disminuían con suma rapidez. Cada día se hacía más violento y amenazador el apremio de los enemigos. Pero la Providencia divina atendió, una vez más, las oraciones del papa Inocencio XI y de los fieles devotos de la Madre de Dios, que en Ella habían puesto sus esperanzas. Juan Sobieski se preparó al combate recibiendo el Pan de los fuertes y oyendo devotamente la santa misa, y todo el ejército polaco siguió el ejemplo de su rey. "La hora histórica de la batalla definitiva de Viena sonó al alborear el límpido sol del día 12 de septiembre" —dice S. S. Pío XII en el citado radiomensaje con motivo de la beatificación de Inocencio XI—. El ejército de socorro, dirigido por Juan Sobieski, atacó a los asaltantes. Una inesperada tormenta de granizo cayó sobre el campamento de los turcos. Antes de la noche, la victoria sonreía a las fuerzas cristianas que se habían lanzado al combate invocando el Nombre de María. Si como instrumento de liberación Dios había escogido al rey de Polonia, unánimes afirman los críticos e historiadores que el artífice primario de esta misma liberación fue el papa Inocencio, y éste, a su vez, con humildad conmovedora, atribuyó el mérito y la gloria de aquella jornada al favor y socorro de María. Por eso quiso dedicar este luminoso día de septiembre a la fiesta de su Santísimo Nombre.

 "El Señor ha hecho vuestro Nombre tan glorioso que no se caerá de la boca de los hombres" (Judith, 13, 25). Sublime elogio que corresponde a María, a la cual todas las generaciones llaman bienaventurada, y Aquel que "hizo en Ella cosas grandes y cuyo Nombre es santo", quiso darle íntima participación de esa misma santidad para consuelo y gozo de quienes invocaren su dulce Nombre. Nombre que ha de ser también loado, "santificado", como el Nombre de Dios, en todo el mundo, porque —repitámoslo una vez más— infunde valor y fortaleza. Bien lo aprendieron los indios mejicanos de boca de los pobres soldados españoles cautivos, que subían al pavoroso "teocalli" invocando: "¡Ay, Santa María!", y con este nombre en los labios expiraban.

 En el áureo Blanquerna, de Raimundo Lulio, en el cual, según alada frase del excelentísimo doctor García y García de Castro, arzobispo de Granada, "el beato mallorquín logró aprisionar las transparencias de las ondas del mar de Mallorca y las incógnitas armonías de los montes de Miramar...", se lee de aquel monje que sólo tenía por oficio dirigir, tres veces al día, una salutación a Nuestra Señora. "Es el ruiseñor del monasterio —continúa el doctor García y García de Castro con galana pluma— y canta las delicias de María, y envídianle los otros ruiseñores esparcidos por aquellos bosques que se reflejan en las aguas luminosas del Mediterráneo mallorquín".

 "¿Quién se resistirá a escuchar sus melodiosos trinos?"

 "¡Ave, María! Salúdate tu siervo de parte de los ángeles y de los patriarcas y los profetas y los mártires y los confesores y las vírgenes, y salúdate por todos los santos de la gloria. ¡Ave, María! Saludos te traigo de todos los cristianos, justos y pecadores; los justos te saludan porque eres digna de salutación y porque eres esperanza de salvación; los pecadores te saludan porque te piden perdón y tienen esperanza de que tus ojos misericordiosos miren a tu Hijo para que tenga piedad y misericordia de sus culpas y recuerde la dolorosa pasión que sostuvo para darles salud y perdonarles sus culpas y pecados.

 ¡Ave, María! Saludos te traigo de los sarracenos, judíos, griegos, mongoles, tártaros, búlgaros, húngaros de Hungría la menor, comanos nestorinos, rusos, quinovinos, armenios y georgianos. Todos ellos y muchos otros infieles te saludan por ministerio mío, cuyo procurador soy..." (Obras selectas de Raimundo Lulio: B.A.C., p.160).

 Esa debe ser nuestra salutación y nuestro ruego: que todos conozcan y alaben a María, que todos pronuncien con reverencia su santo Nombre y que Ella mire a todos sus hijos, dispersos por el mundo, con ojos de misericordia y de amor.

 Su Nombre, para los que luchamos en el campo de la vida, es lema, escudo y presagio. Lo afirma uno de sus devotos, San Antonio de Padua, con esta comparación: "Así como antiguamente, según cuenta el Libro de los Números, señaló Dios tres ciudades de refugio, a las cuales pudiera acogerse todo aquél que cometiese un homicidio involuntario, así ahora la misericordia divina provee de un refugio seguro, incluso para los homicidas voluntarios: el Nombre de María. Torre fortísima es el Nombre de Nuestra Señora. El pecador se refugiará en ella y se salvará. Es Nombre dulce, Nombre que conforta, Nombre de consoladora esperanza, Nombre tesoro del alma. Nombre amable a los ángeles, terrible a los demonios, saludable a los pecadores y suave a los justos."

 Que el sabroso Nombre de Nuestra Madre, unido al de Jesús, selle nuestros labios en el instante supremo y ambos sean la contraseña que nos abra, de par en par, las puertas de la gloria.

 MARÍA DE LA EUCARISTÍA, R. DE J. M.

11 sept 2015

Santo Evangelio 11 de septiembre 2015



Día litúrgico: Viernes XXIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 6,39-42): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Todo discípulo que esté bien formado, será como su maestro. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo’, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano».

«Todo discípulo que esté bien formado, será como su maestro»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench 
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy, las palabras del Evangelio nos hacen reflexionar sobre la importancia del ejemplo y de procurar para los otros una vida ejemplar. En efecto, el dicho popular dice que «“Fray Ejemplo” es el mejor predicador», u otro que afirma que «más vale una imagen que mil palabras». No olvidemos que, en el cristianismo, todos —¡sin excepción!— somos guías, ya que el Bautismo nos confiere una participación en el sacerdocio (mediación salvadora) de Cristo: en efecto, todos los bautizados hemos recibido el sacerdocio bautismal. Y todo sacerdocio, además de las misiones de santificar y de enseñar a los demás, incorpora también el munus —la función— de regir o dirigir.

Sí, todos —queramos o no— con nuestra conducta tenemos la oportunidad de llegar a ser un modelo estimulante para aquellos que nos rodean. Pensemos, por ejemplo, en la ascendencia que unos padres tienen sobre sus hijos, los profesores sobre los alumnos, las autoridades sobre los ciudadanos, etc. El cristiano, sin embargo, debe tener una conciencia particularmente viva acerca de todo esto. Pero..., «¿podrá un ciego guiar a otro ciego?» (Lc 6,39).

Para nosotros, cristianos, es como una llamada de atención aquello que los judíos y las primeras generaciones de cristianos decían de Jesucristo: «Todo lo ha hecho bien» (Mc 7,37); «El Señor comenzó a hacer y enseñar» (Hch 1,1).

Debemos procurar traducir en obras aquello que creemos y profesamos de palabra. En una ocasión, el Papa Benedicto XVI, cuando todavía era el Cardenal Ratzinger, afirmaba que «el peligro más amenazador son los cristianismos adaptados», es decir, el caso de aquellas personas que de palabra se profesan católicas pero que, en la práctica, con su conducta, no manifiestan el “radicalismo” propio del Evangelio.

Ser radicales no equivale a fanáticos (ya que la caridad es paciente y tolerante) ni a exagerados (pues en cuestiones de amor no es posible exagerar). Como ha afirmado Juan Pablo II, «el Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre»: no se trata ni de un fanático ni de un exagerado. Pero sí que es radical, tanto que nos hace decir con el centurión que asistió a su muerte: «Verdaderamente este hombre era justo» (Lc 23,47).

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San Juan Gabriel Perboyre, 11 septiembre


11 de septiembre

SAN JUAN GABRIEL PERBOYRE
(† 1840)

El 6 de enero de 1802 y en el caserío de Puech, parroquia de Mongesty, diócesis da Cahors en Francia, la estrella de los Magos se vino a posar sobre el hogar de Pedro Perboyre y María Rigal, para iluminar la cuna de su primogénito y señalarle el camino de su vocación misionera en tierras de la gentilidad. Al día siguiente en el bautismo recibió los nombres de Juan Gabriel y desde entonces hasta que murió colgado en la cruz de Utchang, guardó el precepto que le impuso la Iglesia cuando le dijo por el sacerdote: Recibe este vestido blanco que has de presentar sin mancha ante el tribunal de Jesucristo. Todos los testigos de su vida están acordes en afirmar que la única mancha que cayó en este vestido fue la de su sangre vertida por Cristo.

Pero aquel hogar floreció otras siete veces y Dios descendió hasta él seis veces para llevar al jardín de San Vicente de Paúl a tres varones —Juan Gabriel, Luís y Santiago— para misioneros, y a dos hembras —Antonieta y Mariana— para Hijas de la Caridad, mientras que para el Carmelo se llevó a María —junto con otra prima que murió en olor de santidad—. Para demostrar el temple cristiano de esta familia que de sus ocho hijos entrega seis a Dios, basta consignar las palabras de María Rigal cuando recibió la noticia del martirio de su hijo: ¿Por qué he de vacilar en hacer a Dios el sacrificio de mi hijo? ¿No sacrificó la Santísima Virgen al suyo por mi salvación?...

Cuando Juan Gabriel tenía quince años, después de una infancia tan piadosa como angélica, ingresó en el seminario de Montauban, que pilotaba su tío Santiago Perboyre, C. M. No tardó en ocupar el primer puesto en la clase y en la conducta. Un día el profesor de retórica, repasando las composiciones de los alumnos, tropezó con una que llevaba por título: La cruz es el más bello de los monumentos, que firmaba Juan Gabriel. El profesor la seleccionó para ser declamada por su autor el día de la distribución de premios. Fue para el joven orador un día de triunfo. Todos le vieron transfigurado y radiante cuando pronunció esta frase en que hizo el retrato de toda su vida: ¡Qué hermosa es la cruz plantada en tierras de infieles y regada con la sangre de los apóstoles de Jesucristo!

Y, en efecto, toda su vida gira en torno de la cruz. Hasta 1825, tanto en Montauban, donde cursa humanidades, como en París, donde cursa filosofía y teología, es el discípulo de la cruz. El 23 de septiembre de 1825, en la capilla de las Hijas de la Caridad, que cinco años más tarde había de ser santificada con las apariciones de la Virgen Milagrosa, se ordena de sacerdote y desde este día, antes de subir al altar, dice a Cristo esta oración compuesta por él:

¡Oh salvador mío, a quien voy a dar un ser que ahora no tienes, el ser sacramentado!: ruégote que obres en mí la misma maravilla que yo voy a obrar sobre este pan en virtud de los poderes que Tú me has otorgado. Cuando yo diga: "Este es mi cuerpo", di también Tú sobre este tu indigno siervo: "Este es mi cuerpo". Haz por tu omnipotencia e infinita misericordia que yo sea mudado y totalmente transformado en Ti. Que mis manos sean tus manos, mis ojos los tuyos y mi lengua la tuya. Que mis sentidos y todo mi cuerpo no se ocupen en otra cosa que en glorificaros. Sobre todo transforma mi alma y mis potencias... de suerte que mis actos y sentimientos sean tan iguales a los tuyos, que tu Padre pueda decir de mí lo que dijo de Ti: "Hoy te he engendrado", y "Este es mi Hijo muy amado en quien he puesto mis complacencias". Destruye en mí todo lo que no sea tuyo; para que pueda decir con el gran Apóstol: "No soy yo quien vivo, sino que Cristo es el que vive en mí".

Desde entonces durante diez años fue el maestro de la cruz, primero en el colegio de Montdidier, luego en el seminario de San Floro y por fin en el seminario interno de los Paúles en París, donde se forman las generaciones nuevas de los misioneros.

Un día reunió a todos los novicios de los que era director y, presentándoles los vestidos ensangrentados del Beato Francisco Regis Clet, que había sido martirizado en China en 1820, les dijo: "Ved los vestidos del señor Clet, ved la cuerda con que fue estrangulado. ¡Qué dicha la nuestra si tuviéramos igual suerte! Rogad a Dios para que mi salud se fortifique, a fin de que pueda ir a China a predicar allí a Jesucristo y morir por Él". Ya hacía diez años que venía importunando a los superiores para que le enviaran a recoger la herencia del Beato Clet; pero la respuesta era la misma: la falta de salud. La muerte de su hermano Luís en medio del océano, rumbo a China, vino a confirmar a los superiores en su decisión. Pero la víspera de la Purificación de 1835 el superior general decidió atenerse al parecer del médico y el médico dijo que no. Sin embargo, aquella noche el médico no pudo conciliar el sueño hasta que resolvió cambiar de parecer y el día 2 de febrero se decidió su partida. "El día de la Purificación —escribía, dando la noticia a su tío Santiago Perboyre— me ha sido otorgada la misión de ir a China, lo que me inclina a creer que en este negocio debo mucho a la Santísima Virgen". El 21 de marzo salió de El Havre y llegó a Macao el 29 de agosto, siguiendo la ruta del Cabo de Buena Esperanza, Madagascar y Java.

En Macao empleó unos meses en "chinizarse", que va desde saber la lengua hasta saber comer arroz con palillos, y desde el atuendo hasta las ceremonias sociales. Y así camuflado se metió en el interior para ser lo que había soñado: apóstol de la cruz, y hacer lo que tanto había deseado: plantar la cruz en los países de infieles.

En 1699 pisaba tierra de China el primer paúl Luís Apiani, comisionado por el Papa para visitar las misiones de China y fundar el seminario indígena, y con él Juan Mullener, que años más tarde fue nombrado vicario apostólico de Sutchuen. En 1712, el tercer paúl, Teodorico Petrini, era nombrado en Pekín maestro de música del palacio imperial. En 1780 los paúles portugueses y franceses sucedieron a los jesuitas en todas las misiones de China. Cuando Juan Gabriel llegó a China, terminaba la época imperial de las misiones y empezaba la de los vicariatos. De las diecisiete provincias del Imperio, siete las misionaban los paúles; los portugueses el obispado de Macao, con las dos provincias próximas del continente, más los de Nankin y Pekín, y los franceses, los vicariatos apostólicos de Mongolia, Kiagsi, Tchekiang y Honan. A Juan Gabriel le tocó evangelizar las de Honan y Hupé, recorriéndolas durante cuatro años, en que reorganizó las cristiandades y las dotó de los instrumentos más necesarios para su desarrollo religioso. Estos años de duros trabajos le maduraron y pusieron a punto para ser triturado en el lagar del martirio. Pero antes de entrar en esta carrera Cristo bajó hasta él para dorarle en el horno de la "noche oscura". Parecíale que estaba condenado y angustiábase hasta el agotamiento ante el pensamiento de no poder amar a Cristo en la otra vida. La Virgen, el crucifijo y la Eucaristía, misterios consoladores, antes abiertos a su amor y contemplación, se volvieron mudos para él y surgían acusadores ante su conciencia atormentada. Así durante tres meses. Diríasele Cristo en el huerto. Y Cristo, como ángel confortador, se le apareció en la cruz y le dijo: ¿Por qué temes? ¿No he muerto yo por ti? Mete tus dedos en mi costado y deja de temer tu condenación. Y con esto huyeron las sombras y las angustias y brillaron la luz y la paz. Y aquí empieza la "pasión de Juan Gabriel", que parece un calco de la de Cristo. El 15 de septiembre de 1839, misioneros y cristianos celebran en Chayuen los Dolores de la Virgen. De pronto ven acercarse ciento cincuenta soldados del Vire de Utchang, teniendo que dispersarse por los bosques y montes vecinos. Los soldados saquean, incendian y buscan. Juan Gabriel se refugia en un bosque vecino de bambúes y un catecúmeno pregunta al capitán: "¿Cuánto me dais si os lo descubro?" "Treinta taels" —le prometen—. Y con alma de judas, el catecúmeno los conduce al bosque y les señala a Juan Gabriel. Los cristianos quieren defenderle, pero él se lo estorba y se entrega. Le cargan de cadenas, le despojan de los vestidos y, a empellones, le arrastran a los tribunales civiles y militares de Koangyintan, Kutchin, Siangyan y Utchang, con un total de sesenta leguas de recorrido y más de treinta interrogatorios, en los que se le urgía a apostatar, y, al negarse, se le sometía al tormento de los azotes en el rostro con cuarenta correazos, de palizas con cañas de bambú en todo el cuerpo, de la terrible máquina de Hangsté, de la que colgaba durante horas por los índices y cabellos, y de las cadenas de hierro y fragmentos de tejas y cristales sobre los que estaba de rodillas durante las sesiones y días enteros. Ni le ahorraron injurias, ni calumnias, ni tormentos del alma, como hacerle pasar sobre la cruz trazada en el suelo, o revestido de los ornamentos sagrados echarle en cara que quería hacerse proclamar rey por los cristianos y burlarse de tal realeza. Con un estilete candente grabaron en su frente los caracteres chinos de su crimen: Propagador de una religión abominable. Le dieron a beber la sangre de un perro para deshacer la virtud de un pretendido talismán que le hacía insensible al dolor. Y así durante un año, hasta que el 11 de septiembre de 1840 llega de Pekín el decreto imperial confirmando la sentencia del virrey de morir estrangulado. Le sacaron de la prisión con siete criminales, le cargaron el instrumento del suplicio con la sentencia escrita en él y, corriendo, salió de la ciudad y subió a la cumbre de la montaña Roja, en donde, decapitados los criminales, le colgaron en la cruz, atados sus brazos hacia atrás y las piernas en el palo vertical. El verdugo apretó por tres veces la soga que traía al cuello y un soldado le dio un puntapié en el lado izquierdo. Era viernes, a las tres de la tarde, y una gran cruz luminosa apareció en el cielo. Fue beatificado por León XIII, el 10 de noviembre de 1889.

Fue canonizado el 2 de junio de 1996

JOSÉ HERRERA, C. M

10 sept 2015

Santo Evangelio 10 de septiembre 2015



Día litúrgico: Jueves XXIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 6,27-38): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y los perversos. 

»Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá».


«Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo»
Rev. D. Jaume AYMAR i Ragolta 
(Badalona, Barcelona, España)

Hoy, en el Evangelio, el Señor nos pide por dos veces que amemos a los enemigos. Y seguidamente da tres concreciones positivas de este mandato: haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Es un mandato que parece difícil de cumplir: ¿cómo podemos amar a quienes no nos aman? Es más, ¿cómo podemos amar a quienes sabemos cierto que nos quieren mal? Llegar a amar de este modo es un don de Dios, pero es preciso que estemos abiertos a él. Bien mirado, amar a los enemigos es lo más sabio humanamente hablando: el enemigo amado se verá desarmado; amarlo puede ser la condición de posibilidad para que deje de ser enemigo. En la misma línea, Jesús continúa diciendo: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra» (Lc 6,29). Podría parecer un exceso de mansedumbre. Ahora bien, ¿qué hizo Jesús al ser abofeteado en su pasión? Ciertamente no contraatacó, pero respondió con una firmeza tal, llena de caridad, que debió hacer reflexionar a aquel siervo airado: «Si he hablado mal, di en qué, pero si he hablado como es debido, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,22-23).

En todas las religiones hay una máxima de oro: «No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti». Jesús es el único que la formula en positivo: «Lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente» (Lc 6,31). Esta regla de oro es el fundamento de toda la moral. Comentando este versículo, nos alecciona san Juan Crisóstomo: «Todavía hay más, porque Jesús no dijo únicamente: ‘desead todo bien para los demás’, sino ‘haced el bien a los demás’»; por eso, la máxima de oro propuesta por Jesús no se puede quedar en un mero deseo, sino que debe traducirse en obras.

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San Pedro de Mezonzo, 10 de septiembre



10 de Septiembre
SAN PEDRO DE MEZONZO

 (†  1003)

Hijo de su tiempo.— Tiempo de señores y de siervos, nació, con el signo de la servidumbre, en Curtis (Coruña), al pie del palacio en donde servían sus padres: Martín y Mustacia, allá por los años de 930.

 Y vivió siempre bajo ese mismo signo de servidumbre; pues sirvió a sus amos, don Hermenegildo y doña Paterna, como "capellán"; sirvió a los monjes benedictinos en Mezonzo, Sobrado y Antealtares, como abad; sirvió a la diócesis compostelana como obispo, y sirvió a Dios como fiel cristiano.

 Porque fue siervo toda su vida, terminó como terminan los humildes: señor de sí y de los demás: Santo.

 Santo de su tiempo (930-1003).— Grabó en el recuerdo de sus coetáneos cuatro imágenes vivas de su figura santa: imagen de cortesano santo; imagen de monje santo; imagen de abad santo; imagen de obispo santo.

 Imagen de cortesano santo.— Hasta los veintidós años vivió con los señores de sus padres. Y su fidelidad, su honradez y su piedad debieron ser muy acendradas, puesto que a sus dieciocho abriles los infantes le nombraron su "capellán" para que custodiase sus tesoros, y sus alhajas, y sus vasos sagrados, y sus vestiduras sacerdotales... En ese oficio de cortesano fiel mereció la gracia del llamamiento divino y puso los cimientos de su santidad monacal.

 Imagen de monje santo.— Cuando don Hermenegildo y doña Paterna ingresaron en el monasterio de Sobrado, fundado por ellos, Pedro vistió la cogulla en Santa María de Mezonzo, a unas dos leguas de Curtis. Contaba entonces veintidós años. Lejos del ruido del mundo y de las comodidades de los castillos, se dedicó de lleno al estudio y a la oración. De su aprovechamiento en las letras y en las ciencias nos dejó constancia el Cronicón Iriense al llamarle: "Monasterii Mosonti sapientem monachum" (monje sabio del monasterio de Mezonzo). De su espíritu de oración nos habla el hecho de que el abad le eligiese para el presbiterado (el 9 de julio del 959 ya firma: "Petrus Presbyter").

 Imagen de abad santo.— A sus treinta y seis años empuñó el báculo abacial de Sobrado. El estudio y la oración de Mezonzo le habían hecho acreedor a tal dignidad. Y su gobierno no debió defraudar a los monjes, puesto que, a los pocos años, su fama le llevó a la abadía de Antealtares, el Montecasino medieval en el noroeste de España. En Antealtares fue confidente de San Rosendo, obispo de Compostela por aquel entonces. Y dirigido por él, se hizo un padre para los monjes, un maestro para los sabios y un modelo para todos.

 Imagen de obispo santo.— Tenía cincuenta y cinco años cuando todos los "Seniores Loci Sancti" —canónigos de Santiago— le eligieron obispo. Fue el mejor elogio a su prelacía en Antealtares. Y el mejor acierto en aquellos días en que Compostela precisaba un obispo sabio, celoso y santo. De su episcopado nos quedan como recuerdo la salvación de las reliquias del Apóstol y del mobiliario litúrgico compostelano cuando la invasión de Almanzor, la edificación de la iglesia de San Martín Pinario, la reedificación de la de Curtis —su pueblo natal—, la restauración de la catedral y la paz que logró para Galicia entera con su oración, con su sacrificio y con su predicación.

 Santo, con un estilo de santidad característico de su tiempo.— El temor: San Pedro de Mezonzo explicó su primera lección desde la Cátedra del Hijo del Trueno sobre el primero de los doce grados de humildad que San Benito exige a sus monjes: el temor de Dios. Lección verdaderamente oportuna. Pues los normandos amenazaban por el norte. Por el sur llegaban rumores de que los moros codiciaban las riquezas de la ciudad del Apóstol. Doctos e indoctos interpretaban falsamente el Evangelio, creyendo que el año 1000 acontecería el fin del mundo. Reinaba un pánico general. Un pánico terrorífico que despoblaba las ciudades y villas y abarrotaba los monasterios. Un pánico que multiplicaba los cilicios, y los sayales, y la ceniza... En ese medio ambiente se oyó la voz del nuevo obispo, recomendando y bendiciendo el temor, pero desaconsejando y condenando el miedo al castigo, presentando a Dios como un Padre que ama a sus hijos y quiere premiarlos, y del que sólo hay que temer la pérdida de su amor o la pérdida de sus premios; no como un juez vengador y sin entrañas que acecha a sus súbditos para castigarlos sin motivo.

 Ese temor, alimentado por el deseo sincero de agradar a Dios, por la confianza filial de su paternidad y por la esperanza de la recompensa, fue el temor que animó a San Pedro de Mezonzo. El que le obligó a firmar sus órdenes y escrituras: "sub pondus timoris Dei" (bajo el peso del temor de Dios). El que le condujo a esa santidad que sancionó la opinión pública y que aprobó la Iglesia al inscribirle en el catálogo de los santos.

 La tradición ha registrado dos pruebas fehacientes de lo reverencial, y de lo filial, y de lo confiado de su temor: la leyenda del monje solitario y la Salve.

 La leyenda del monje solitario la relata así López Ferreiro en su Historia de la S. A. M. Iglesia de Santiago: "Los muslimes seguían avanzando, y el 10 ú 11 de agosto (del año de 997) dieron vista a los muros de Compostela. Se acercan cautelosos, pero advierten con sorpresa que las torres y las almenas se hallan desiertas, y que no ofrecen la menor señal de resistencia (San Pedro había juzgado más prudente evacuar la ciudad con todo cuanto de precioso y digno de estimación se encerraba en ella y guarecerse en el interior del país, al abrigo de una áspera sierra, en donde sería más fácil burlar al enemigo, gastar sus fuerzas, agotar sus recursos y obligarle a la retirada). Penetran en la ciudad y notan la misma quietud, la misma soledad, el mismo silencio. Se dirigen al templo del Apóstol, y lo ven también abierto y abandonado. Unicamente al pie de la tumba de Santiago hallan postrado a un anciano monje en actitud de orar.

 —¿Qué haces aquí? —le interroga Almanzor.

 —Estoy orando ante el sepulcro de Santiago —contestó el monje.

 —Reza cuanto quieras —replicó Almanzor—. Y prohibió que nadie le molestase; y aún se añade que puso guardias cerca del sepulcro para impedir cualquier desmán y atropello".

 Los comentarios huelgan. San Pedro no tiene miedo a enfrentarse con el Señor. En vez de escapar como todos, baja a la catedral, se pone en la presencia de Dios, le adora de rodillas, le cuenta su tragedia como a Padre, le pide remedio, pone por intercesor al Apóstol... y confía. Ese era su temor de Dios,

 La otra prueba de la santidad de su temor es la Salve. Porque la Salve —esa oración mariana compuesta por San Pedro— es el canto del temor. Pero el canto del temor reverencial, del temor filial, del temor confiado... Del temor santo. Su autor se retrató en ella. Veámoslo.

 La violencia furiosa y pagana de los normandos y la avaricia sanguinaria y antirreligiosa de los musulmanes obligaron a las gentes a buscar y esperar la tumba y la ultratumba entre las peñas de las montañas (temor servil). San Pedro, en vez del camino de la fuga, cogió el camino del altar de la Virgen. Y, ante él, la saludó: "Dios te salve". Reconoció su realeza y su poder: "Reina". Excluyó de Ella todo espíritu de castigo y de venganza: "Madre de misericordia". Le hizo una reverencia en tres tiempos y con tres piropos: "Vida, dulzura y esperanza nuestra". Y la volvió a saludar: "Dios te salve" (temor reverencial).

 La peste, el hambre y la guerra que cundían por Europa, y el recuerdo de los desastres privados, familiares y sociales ocasionados por los normandos y los moros, condujeron a los gallegos al caos popular y al miedo a Dios (temor servil.) Sólo San Pedro no perdió el control de sus nervios y la serenidad de su espíritu. Oró a Dios cabe el sepulcro del Apóstol, como vimos arriba. Y expuso sus cuitas a la Madre de Dios, cabe su altar, de esta manera: "El arcángel nos arrojó del paraíso terrenal, al arrojar a nuestros primeros padres, Adán y Eva, y, errantes, andamos por el mundo: "A Tí llamamos los desterrados hijos de Eva". El mundo sólo nos brinda cardos y abrojos, trabajo y dolor: "A ti clamamos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas". Eres Reina y Madre de misericordia. Como Reina puedes poner remedio. Como Madre de misericordia quieres hacerlo: "Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos" (temor filial).

 La hecatombe del país, el relinchar de los caballos y el chirriar de los carros de batalla, los sueños con armas y el olor a muerto hicieron que la generalidad de los hombres viese anticristos por todas las esquinas, creyese encima el fin del mundo, desesperase de la salvación (temor servil). El obispo santo fue el único que no se dejó arrollar por las circunstancias. Al contrario, se aprovechó de esas mismas circunstancias para pedir a su "Esperanza": "Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre" (temor confiado).

 Ese fue San Pedro de Mezonzo. Un santo amante de su patria chica. Un santo defensor de su Patria grande.

 Un santo religioso cien por cien. Un santo apóstol a lo Hijo del Trueno. Un santo con temple de su tiempo. Un santo, santo de verdad.

 CESÁREO GIL.





9 sept 2015

Santo Evangelio 9 de septiembre de 2015


Día litúrgico: Miércoles XXIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 6,20-26): En aquel tiempo, Jesús alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataban sus padres a los profetas. 

»Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto. ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas».

«Bienaventurados los pobres. (...) ¡Ay de vosotros los ricos!»
Rev. D. Joaquim MESEGUER García 
(Sant Quirze del Vallès, Barcelona, España)

Hoy, Jesús señala dónde está la verdadera felicidad. En la versión de Lucas, las bienaventuranzas vienen acompañadas por unos lamentos que se duelen por aquellos que no aceptan el mensaje de salvación, sino que se encierran en una vida autosuficiente y egoísta. Con las bienaventuranzas y los lamentos, Jesús hace una aplicación de la doctrina de los dos caminos: el camino de la vida y el camino de la muerte. No hay una tercera posibilidad neutra: quién no va hacia la vida se encamina hacia la muerte; quién no sigue la luz, vive en las tinieblas.

«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios» (Lc 6,20). Esta bienaventuranza es la base de todas las demás, pues quien es pobre será capaz de recibir el Reino de Dios como un don. Quien es pobre se dará cuenta de qué cosas ha de tener hambre y sed: no de bienes materiales, sino de la Palabra de Dios; no de poder, sino de justicia y amor. Quien es pobre podrá llorar ante el sufrimiento del mundo. Quien es pobre sabrá que toda su riqueza es Dios y que, por eso, será incomprendido y perseguido por el mundo.

«Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo» (Lc 6,24). Esta lamentación es también el fundamento de todas las que siguen, pues quien es rico y autosuficiente, quien no sabe poner sus riquezas al servicio de los demás, se encierra en su egoísmo y obra él mismo su desgracia. Que Dios nos libre del afán de riquezas, de ir detrás de las promesas del mundo y de poner nuestro corazón en los bienes materiales; que Dios no permita que nos veamos satisfechos ante las alabanzas y adulaciones humanas, ya que eso significaría haber puesto el corazón en la gloria del mundo y no en la de Jesucristo. Nos será provechoso recordar lo que nos dice san Basilio: «Quien ama al prójimo como a sí mismo no acumula cosas innecesarias que puedan ser indispensables para otros».

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San Pedro Claver, 9 de septiembre


9 de septiembre
SAN PEDRO CLAVER

 (†  1654)

Escenario de horror.— No hace aún doscientos años los periódicos de La Habana publicaron estos avisos en sitio destacado:

 "Un mulato como de treinta años, buen cocinero, sano y con todas tachas, menos ladrón, se cambia por negro, mulas, caballos o volanta. En el almacén que era de don Juan Rincón darán razón." (Papel periódico 18 enero de 1785.)

 "Buena ocasión." "Se vende una mulata de dieciocho años de edad, recién venida del campo, sin vicios malos, muy dócil, 500 pesos. Otra mulata de veintiséis años, casada en la villa de Santiago, con su cría de cinco meses, en 300 pesos, alcabala y escritura y sin incluir la cría."

 Adelante, señores; 200 piastras vale esta linda negra, buena lavadora, 200 piastras, señores. Vedla: es joven aún."

 "¿250 piastras dijo? Es suya... ",  y el dueño la empujó y siguió con ella; había comprado también un reloj de la sucesión de M. Reynoil y dos sillas. La escena sucede en Martinica, comienzos del XVIII.

 Mercados parecidos tenían lugar en Portobello, Jamaica, Lima, Veracruz, Cartagena. Es la esclavitud de la raza de color. La trata negrera. El negocio era bueno. Un esclavo, "una pieza de Indias", se compraba en Africa en 1683 por ocho francos y se vendía en Cartagena en 100 pesos. Se podían permitir los negreros el lujo "de que murieran en el camino las dos terceras partes del cargamento humano".

 El sordo rumor de los encadenados, el ambiente fétido "de las calas de los veleros, el dolor de un presente y el temor de un futuro sin esperanzas", pensaban que les destinaban a morir y de su sangre teñir los navíos, dan una estampa de colores crudos. Aragó fue un viajero que vio esta escena:

 "Allá en un salón bajo y hediondo están clavados en el suelo y en las paredes bancos negros y sangrientos. En estos bancos y sobre este piso húmedo, se sientan desnudos, hombres, mujeres, niños y alguna vez ancianos que esperan al comprador. Apenas se presenta éste en la puerta, y a una señal del amo, todo el harén se levanta, gesticula, se agita, se contrae, muge canciones salvajes, prueba de que tiene pulmones y que ha comprendido perfectamente la esclavitud. ¡Infeliz del que no trata de distinguirse de sus compañeros!, el látigo está preparado para surcar su cuerpo y hacer volar por el aire los pedazos de carne negra.

 Ahora, silencio: el negocio va a tratarse, y cerrarse la venta.

 —¡Eh, pst, tú, aquí...!

 "Cualquiera cosa" se levanta: esa cualquiera cosa es un ser que tiene dos ojos, una frente, sesos, un corazón como vos y como Yo... ¡pero me engaño!, ese pecho no encierra un corazón; pero, por lo demás, está completo.

 —Mirad "esto". (Es el amo.)

 —Camina.

 Y "eso" se pone a caminar.

 —Ahora corre.

 Y "eso" corre. Alza la cabeza, agita los miembros, patea, grita, enseña los dientes.

 —Vamos, bravo. ¿Cuánto vale?

 —Seis cuádruplos.

 —Doy cinco. Pero ahora que me acuerdo, ¿ha pasado ya la viruela?

 —Ya la ha tenido; mirad bien.

 "En efecto, manchas amarillas y lucientes esparcidas sobre el cuerpo negro testifican el contacto de un pequeño hierro candente, cuya cicatriz ha dejado una señal que engaña al inexperto comprador."

 —Está bien; he aquí vuestros cuádruplos.

 —Cantad ahora vosotros.

 La cascada cae mugiendo, los compradores salen, empujando delante de ellos a puntapiés su adquisición. El amo mete su oro en una bolsa de cuero, y se coloca en la puerta para detener otros parroquianos al paso: he aquí en miniatura un mercado de negros.

 Estas escenas del realismo brutal ocurrían en el Nuevo Mundo y eran eco de la gran cacería africana.

 Un día del siglo XV el portugués Albiso de Cadamosto se encontró en la Costa de Oro con unos negros. "Todos –-dice— corrieron a verme como una gran maravilla...; los unos cogían mis manos y las frotaban con saliva para ver si mi blancura procedía de alguna pintura o tinte que tuviera sobre mi carne..."

 Más tarde hay una fecha. El 12 de enero de 1510, segundo viaje de Colón. Su majestad manda a los oficiales de Indias emplear negros. Asientos de negros..., palabras que esconde la tragedia de catorce millones de seres desplazados de sus bohíos, de su tierra nativa, de sus familiares y lanzados a un mundo nuevo. Un millón llegó a Cartagena de Indias. Era uno de los tres puertos negreros.

 El dorado Divino.— "Padre Claver: ¿cuántos esclavos negros cree haber bautizado?

 —Hermano Nicolás: según mi cuenta más de 300.000..."

 Este diálogo seco tuvo lugar hace trescientos seis años en el colegio de los jesuitas de Cartagena de Indias. Al protagonista no le ha cubierto el polvo de tres siglos.

 En voz baja los niños de hoy, blancos y negros, preguntan a sus padres: "¿De quién es esa calavera que va en esa urna dorada? —Es un santo, es San Pedro Claver, y agregan: se llamó el esclavo de los esclavos negros; les quería mucho; murió en Cartagena el 8 de septiembre de l654."

 Tres siglos no han borrado su recuerdo. Y los niños blancos y negros unen sus rostros curiosos y se acercan al Santo que vive hoy como ayer. La figura de Claver se agiganta. Es el patrono de Colombia. No se piensa que ese hombre es el libertador de una raza oprimida.

 El padre Pedro Claver, cuando charlaba con el hermano Nicolás y se sometía a un verdadero reportaje, era un anciano de setenta años; le llamaban el Santo y sus ojos eran tristes. "Era de mediana estatura, un poco inclinado, cabeza grande, rostro descarnado, color pálido obscuro, frente ancha y rugosa cruzada por dos profundas arrugas horizontales, ojos hundidos, tristes, barba poblada, boca grande."

 El hermano Nicolás González, cuyo testimonio permite reconstruir algo de la vida del Santo, era un hermano coadjutor jesuita que le acompañó durante veintidós años. Fue su gran amigo y admirador: fue el testigo que dijo más cosas en el proceso de canonización. La personalidad de Claver le llenaba de estupor. En él no se realizaba la frase "No hay hombre grande para el ayuda de cámara".

 Declaró con juramento, "por lo menos hacía un acto heroico diario". Esta palabra: "heroísmo", en aquel siglo XVII, tenía un sentido fuerte, sonaba a selva virgen y a sangre. Pedro Claver vivió una época brillante (1580-1651).

 Habían pasado tres grandes sucesos: el Renacimiento, la Reforma y el descubrimiento de América. Era la etapa de la consolidación de fronteras, de forcejeo de fuerzas, de cimientos de imperios. Existía la magia fresca del Nuevo Mundo. El eco de las hazañas sonaba como clarín en los descendientes de Pizarro, Cortés, Quesada... El Dorado brillaba como una ilusión en los ojos ardientes de aquellos campesinos acostumbrados a domeñar una tierra gastada. El fabuloso nuevo mundo era el ideal de las almas selectas y de los cuerpos famélicos. América fue luz de conquista terrena y espiritual. El soldado soñaba con su espada y su misión. Era la tierra nueva para los conquistadores a lo humano y lo divino.

 El 15 de abril de 1610 se embarcó en Sevilla en el galeón San Pedro en la madurez de los treinta años el silencioso Pedro Claver. Un conquistador más en su Dorado de esclavitud.

 Infancia sin historia.— Verdú es un pueblo catalán del valle del Urgel. 2.000 habitantes en tiempos del Santo. Célebre entonces y ahora por sus ferias de mulas y sus cántaros redondos que conservan el agua fresca. Paisaje de viñedos, olivos y cereales. El horizonte es amplio en la llanura. La silueta que se destaca desde la carretera de Lérida-Barcelona es simple en su simbolismo. La torre —Verdú era una villa amurallada, militar— del homenaje, que domina el castillo, gloria de los Cerveras antes, hoy depósito de cereales y una iglesia románica. Verdú fue durante mucho tiempo una ciudad levítica, de abadengo. Perteneció a la abadía de Poblet. Una sardana popular dice de la villa: "Brillas en primavera la púrpura con sus amapolas, en verano con el oro de tus trigales, en otoño con el rojo de los viñedos y el verde obscuro de los olivares". Verdú es gloria de dos grandes hombres: Juan Teres, que fue virrey de Cataluña, y Pedro Claver, el misionero de la Nueva Granada. Los amigos de la leyenda agregan un tercer personaje: Colom... Este apellido es frecuente entre los payeses, y un padrino de Claver calcetero se apellidaba Colom.

 En la calle mayor de la villa, en una masía grande, nació el 26 de junio de 1580 Pedro Claver. Sus padres eran unos campesinos acomodados, tenían dieciocho fincas y un patronato con otras once: no pertenecían a la nobleza como se ha dicho. Los padrinos eran calceteros y canteros. Los padres del Santo se llamaban Pedro Claver y Juana Corberó. Tuvieron 6 hijos, de los cuales, Catalina y Catalina María murieron en la infancia, Jaime a los veintiún años. Quedaron tres: Juan Martín, el mayor; Isabel, la más pequeña, y el Santo, que era el penúltimo. El jefe de la familia no era muy instruido, apenas sabía firmar, pero era de juicio recto y singular bondad; figura como albacea en muchos testamentos y fue "jurat encap" en 1601 y 1605. La fe de bautismo que se conserva hoy día en el despacho parroquial de Verdú dice así: "El 26 de junio de 1580 fue bautizado Juan Pedro, hijo de Pedro Claver, de la calle mayor, y Ana, mujer de aquél. Fueron padrinos Juan Borrel, cantero, y Magdalena, mujer de Flavian Colom, calcetero, todos de Verdú. Dios le haga buen cristiano." Dios le hizo algo más: un gran santo.

 Su infancia fue la de un campesino. No tiene historia. A los diecinueve años inició su vida eclesiástica. Más tarde entró en la Compañía de Jesús. En la maravillosa isla de Mallorca se encontró con un santo anciano, San Alfonso Rodríguez. Era un místico, su figura de castellano viejo se parecía a un sarmiento retorcido por la penitencia, tenía fuego interior. Un día tuvo una visión que se refería a su amigo. Vio un trono en el cielo para Claver, "porque allá en las Indias tendría que padecer mucho".

 "¡Ay!, Pedro, cuántos están ociosos en Europa mientras en América perecen tantas almas..., allá está tu misión". Pedro Claver sintió una luz en su camino y un gran ardor conquistador. Desde ese momento su alma grande soñó con el nuevo mundo. Tres ciudades de Colombia fueron el escenario de su vida:

 Santa Fe de Bogotá, con sus casonas, sus patios, sus claustros viejos de San Bartolomé. Pedro Claver vivió en la capital dos años. Es el único santo canonizado que ha pisado estas calles y recorrido estos caminos.

 Tunja, envuelta en su paisaje ascético y místico, dureza serena y elevación profunda. Es otra ciudad claveriana. Allí estuvo un año.

 Cartagena, la metrópoli cálida de la colonia, llena de luz y de contrastes, ciudad militar, mística y popular. Por sus calles y plazas el Santo de los esclavos anduvo treinta y ocho años.

 El día 20 de marzo de 1616 Pedro Claver se ordena de sacerdote en la catedral de la ciudad heroica. Unos años más tarde, el 3 de abril de 1622, tuvo lugar una escena silenciosa pero trascendental. En un papel ordinario, vasto, con su letra clara un poco inclinada a la derecha y con trazos rectos, escribió las palabras que se han hecho inmortales, Petrus Claver aethiopum semper servus. "Pedro Claver, esclavo para siempre de los etíopes" (es decir, de los negros).

 Desde este momento, la vida de este hombre no será sino una cadena de sacrificios, de entregas al hermano, que sufre abandonado. Olvidará todo lo brillante de la vida.

 Ataúdes flotantes.— La humanidad siempre ha sido cruel; hoy hay campos de concentración, ayer había barracones negreros.

 El padre Sandoval fue el primer apóstol de los negros que de una manera sistemática trabajó en Cartagena de Indias. Escribió un libro genial: De la salvación de los negros, que en su género es único por su valor sociológico y valiente. El galeón negrero se acerca al puerto. Ya las velas se recogen. Ha pasado el fuerte del Pastelillo y se puede oír el rumor del puerto. En el fondo del navío un terrible murmullo. Gritos de angustia, miradas ansiosas, los negreros muestran un rostro más benévolo. Ha llegado una tercera parte de su mercancía y hay interés en que dé buena impresión. "Rían, esclavos..., rían".

 "Cautivos estos negros con la justicia que Dios sabe —dice Sandoval— los echan luego en prisiones asperísimas, de donde no salen hasta llegar a este puerto de Cartagena. A veces llegan doce o catorce navíos al año, hediondos, y les da tanta tristeza y melancolía por la idea que tienen que les traen para hacer aceite de ellos o comérselos, que mueren un tercio de la navegación. Vienen apretados, asquerosos y tan mal tratados que me certifican los que los traen que vienen de seis en seis con argollas en el cuello, con grillos en los pies de dos en dos, de modo que de los pies a la cabeza vienen aprisionados. Debajo de la cubierta, cerrados por fuera, donde no ven sol ni luna, que nadie puede atreverse a meterse allá sin marearse ni resistir una hora.

 "Comen cada veinticuatro horas, no más que una mediana escudilla de harina de maíz o de mijo o millo crudo y con él un pequeño jarro de agua, y no otra cosa sino mucho palo, mucho azote y malas palabras."

 "Con este tratamiento llegan unos esqueletos, sacándolos luego a tierra en carnes vivas, pónenles en un gran patio corral, acuden luego a él innumerables gentes, unos llevados de la codicia, otros de curiosidad y otros de compasión; éstos son los misioneros, y aunque van corriendo siempre hallan algunos muertos."

 Página terrible de un testigo del maestro y antecesor de San Pedro Claver. El mismo confiesa que, ante esta humanidad repugnante, sentía espasmo y su naturaleza quería huir.

 La gran manada.— Sólo se conserva un retazo de carta del 31 de marzo de 1617. De ella son estas líneas:

 "Ayer saltaron a tierra un gran navío de negros de los Ríos de Guinea. Fuimos allá cargados de naranjas, limones, tabaco. Entramos en sus barracones, remeros de una y otra parte. Fuimos rompiendo hasta llegar a los enfermos, de que había gran manada echados en el suelo, muy húmedo y anegadizo. Echamos manteos fuera, terraplenamos el lugar, llevamos en brazos a los enfermos..."

 La sociología de Claver no era complicada ni recargada de incisos. Tuvo un amor supremo: "Señor, te amo mucho, mucho...". Una voluntad de acero: cuando el cuerpo se rebelaba ante una llaga abierta, ante el horror de un leproso hecho pedazos, su rostro demacrado y amarillento como las olivas de su pueblo se encendía, sacaba una disciplina que termina en pequeños pedazos de hierro y allí mismo, ante el enfermo, desgarraba sus carnes magras. "Así, así, pues ya verás", y la tempestad pasaba, Su rostro, como el mar Caribe que lamía los muros de su cuarto, se volvía sereno y se inclinaba al enfermo, besaba una y otra vez sus llagas, "hasta dejarlas limpias con sus propios labios".

 "Retírese, hermano".— El hermano Nicolás, su compañero de veintidós años, dijo: "Yo le acompañé —declara en el proceso—, la enferma está en un cuarto obscuro, hacía un calor terrible y un hedor insoportable. A mí se me alborotó el estómago y me caía por tierra. El padre me dijo: "Retírese, hermano mío" y vi sus labios en las llagas de la pobre esclava negra". Una vez, una enferma no pudo soportar esta postración y gritó con angustia: "No, no, mí padre, no hagáis esto". Pocas veces la tierra ha visto a un hombre amar tanto a unos seres rotos y abandonados. como el padre Claver.

 El capitán Barahonda testifica: "Y los negros a su vez le amaban, pues les tenía mucho amor y siempre que lo veían iban a besarle la mano y se postraban arrodillados en su presencia".

 Llega un buque negrero.— Un día cualquiera de 1622 a 1654. La escena era muy conocida en el colegio de San Ignacio, situado junto a las murallas, a pocos pasos del desembarcadero de los esclavos. Un mensajero llegaba jadeante al cuarto de Claver. El Santo había prometido oraciones especiales al que diera la primera noticia. Gran don. Su cuarto era muy pobre: una silla desvencijada, una cama con una estera y allá, en el rincón —cosa singular— una despensa abastecida: naranjas, limones, tabaco, aguardiente o aguafuerte.

 Al primer anuncio todo es movimiento. Los intérpretes negros "su brazo derecho"; uno, llamado Calapino, hablaba doce lenguas de Africa. ¿Sus nombres? Andrés Sacabuche, Aluanil, de Angola; Sofo y Yolofo, de Guinea; Viafara Manuel y Juan Moniolo... y con ellos el hermano Nicolás González, el viejo amigo. Al puerto, pronto. Cada uno con su carga. Decía Pedro Claver: "Navío de negros ha venido, es necesario anzuelo".

 Su facha era singular: una bolsa de cuero amarrada al brazo izquierdo, en ella un revoltijo: un manual eclesiástico, los cirios, aceite santo, una cruz, tabaco, vestidos...

 El padre Claver era melancólico en sus últimos años, pero su natural era colérico. Había sufrido mucho y visto mucha miseria. Allá se veían en la borda unas figuras negras, él saludaba con ansia. A veces no esperaba, tomaba la primera barquichuela que encontraba. El espectáculo era triste, en el ambiente fétido, mezcla de pez y desperdicios, un rebaño de seres desnudos; en su mirada, el recuerdo de un pasado de horror y terror indisimulado.

 Pensaban que les iban a matar y por eso gritaban en su lengua aguda. ¿Habría llegado la hora de la matanza? "No temáis —gritaban los intérpretes—, es el padre Pedro; él os ama". Y Claver, en la imposibilidad de hacerse entender en todas las lenguas, les iba abrazando uno a uno, era el lenguaje común. Primero a los niños moribundos: "yo te bautizo", y allí mismo muchos volaban a la eternidad. Luego los enfermos. A veces un sorbo de aguafuerte les hacía volver en sí. Claver era muy humano para los demás, sólo para él reservaba el rigor. Su cuerpo estaba lleno de cilicios "desde los dedos del pie al cuello". El hermano Lomparte dijo un día:

 —¿Qué es eso, padre? Hasta cuándo ha de tener amarrado el borrico?

 —Hasta la muerte, hermano —fue la respuesta.

 El borrico era su Propio cuerpo atormentado.

 Esclavo, de los esclavos.— Y seguía la gran carrera de la caridad. La catequesis maravillosa; cinco, ocho horas en lóbregos barracones. El bautismo, 300.000. La rudeza de los hospitales donde su cuerpo y su alma se entregaban. La idea fija de la liberación de sus "señores esclavos". Este fue Claver durante cuarenta años. El santo heroico. El maravilloso santo de Cartagena que hacía milagros con su Cristo de madera y sabía poner esperanzas en los que habían llegado de Africa sin ellas. Tuvo contradicciones. Le llamaron ignorante. "El prefería a sus negros, y las señoras de Cartagena doña Isabel de Urbina y doña Mariana de Delgado debieron aguardar horas en la fila de esclavas que esperaban junto al confesonario del padre Claver". Dice un intérprete: "Tenía gran compasión de estas pobres negras que no tenían a nadie. Para las otras no faltaban confesores".

 Abandonado.— Misterios de la vida y de la ingratitud humana. El padre Claver cayó un día paralítico, "entró, después de una misión en Tolú, al colegio con el color del rostro más pálido, las facciones desencajadas, las fuerzas débiles". Estaba herido de muerte.

 Cuatro años en este aposento que visitan hoy los turistas en Cartagena de Colombia, allí, junto al rumor del mar Caribe. El dinámico estaba inmóvil. El santo de la ciudad estaba abandonado. Todos habían huido y sólo el negro Manuel estaba a su lado. El negro Manuel, sin embargo, era esclavo nuevo. Le hizo sufrir mucho y no se quejó. "El mismo confesó luego que le dejaba sin pan ni ración. No quería vestirle, le gobernaba a empellones y sólo pudo notar que cuando bajaba a la cocina el anciano paralítico, con su mano temblorosa, tomaba una disciplina sobre sus carnes moribundas. "Más merecen mis culpas", solía decir. Era la suprema purificación del abandono y el olvido.

 Paz.— Y llegó un día, 6 de septiembre de 1654, en que un murmullo potente se oyó en la ciudad. Despertaba de un sueño de olvido. ¿Qué sucedía? El Santo muere. El Santo muere. Y ante el moribundo empezó la apoteosis más gigantesca que los hombres hayan conocido. El 7 de septiembre perdió el habla y el día 8, entre "la una y las dos de la mañana —dice el padre Arcos, su superior y testigo—, sin hacer acción ni movimiento alguno, con la misma paz, tranquilidad y quietud que había vivido. dio su alma a Dios".

 El hermano Nicolás escribía sublimemente más tarde:

 Quedó con el mismo semblante que siempre tuvo, Y yo conocí que había muerto porque de repente se le mudó la cara pálida y muy macilenta en un esplendor y belleza extraordinarias; conocí que su alma gozaba de Dios separada del cuerpo. Me arrodillé, besé sus pies muertos, muy bellos y muy blancos y lo mismo hicieron los que estaban allí, sacerdotes, españoles, moros...

 Han pasado tres siglos desde aquel día memorable. San Pedro Claver no es para su ciudad, Cartagena, ni para el mundo un personaje muerto. Vive irradiando beneficios y amor. Sus reliquias van triunfales por los caminos de Colombia y en su santuario de Cartagena pasan todos los años más de 100.000 personas venidas de todo el mundo.

 Hoy se oye también la palabra maravillada: "el Santo, el Santo". Es el patrono de todas las misiones con negros, el patrono de los obreros de Colombia, en especial. Es una de las mayores figuras del mundo hispánico. El primer misionero del siglo XVII (Astrain).

 "Columna inexpugnable de la Iglesia" (Tarraconense).

 "Su nombre queda grabado con letras de oro en la historia" (Pastor).

 "La vida que mas nos ha impresionado después de la de Cristo" (León XIII).

 Reconciliación.— Margarita era una esclava negra de Caboverde; su dueña era la gran señora cartagenera doña Isabel de Urbina, devotísima de Claver. La esclava era predilecta del Santo, pues le ayudaba a cocinar platos especiales para los leprosos de San Lázaro y en los últimos días ella preparaba, por mandato de su ama, algo nuevo para el moribundo. En la mañana del 8 de septiembre doña Isabel se acercó llorosa a la esclava. Leyó en sus ojos la noticia. El padre Pedro había muerto. "Margarita —le dijo— desde hoy eres libre". Abrió sus grandes ojos y cayó en los brazos de la gran señora. Sintió dolor por su libertad. Era la reconciliación simbólica de dos razas sobre la tumba de Claver.

 Esta es una de las mayores grandezas de este Santo. Fue el libertador de una raza, sobre todo porque supo infundir en aquellas almas desgarradas un ideal de esperanza. Les enseñó a reír de nuevo con esa risa fresca de la raza de color. En estos tiempos de inquietudes, de odios, de egoísmos, San Pedro Claver trae un mensaje.

 ANGEL VALTIERRA, S.I.

8 sept 2015

Santo Evangelio 8 de septiembre de 2015



Día litúrgico: 8 de Septiembre: El Nacimiento de la Virgen María

Texto del Evangelio (Mt 1,1-16.18-23): Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos, Judá engendró, de Tamar, a Fares y a Zara, Fares engendró a Esrom, Esrom engendró a Aram, Aram engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Naassón, Naassón engendró a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz, Booz engendró, de Rut, a Obed, Obed engendró a Jesé, Jesé engendró al rey David. 

David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón, Salomón engendró a Roboam, Roboam engendró a Abiá, Abiá engendró a Asaf, Asaf engendró a Josafat, Josafat engendró a Joram, Joram engendró a Ozías, Ozías engendró a Joatam, Joatam engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendró a Amón, Amón engendró a Josías, Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando la deportación a Babilonia. 

Después de la deportación a Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliakim, Eliakim engendró a Azor, Azor engendró a Sadoq, Sadoq engendró a Aquim, Aquim engendró a Eliud, Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Mattán, Mattán engendró a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. Así que el total de las generaciones son: desde Abraham hasta David, catorce generaciones; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce generaciones; desde la deportación a Babilonia hasta Cristo, catorce generaciones.

La generación de Jesucristo fue de esta manera: su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel», que traducido significa: "Dios con nosotros".

«He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel»
+ Fray Agustí ALTISENT i Altisent Monje de Santa Mª de Poblet 
(Tarragona, España)


Hoy, la genealogía de Jesús, el Salvador que tenía que venir y nacer de María, nos muestra cómo la obra de Dios está entretejida en la historia humana, y cómo Dios actúa en el secreto y en el silencio de cada día. Al mismo tiempo, vemos su seriedad en cumplir sus promesas. Incluso Rut y Rahab (cf. Mt 1,5), extranjeras convertidas a la fe en el único Dios (¡y Rahab era una prostituta!), son antepasados del Salvador.

El Espíritu Santo, que había de realizar en María la encarnación del Hijo, penetró, pues, en nuestra historia desde muy lejos, desde muy pronto, y trazó una ruta hasta llegar a María de Nazaret y, a través de Ella, a su hijo Jesús. «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel» (Mt 1,23). ¡Cuán espiritualmente delicadas debían ser las entrañas de María, su corazón y su voluntad, hasta el punto de atraer la atención del Padre y convertirla en madre del “Dios-con-los-hombres”!, Él que tenía que llevar la luz y la gracia sobrenaturales para la salvación de todos. Todo, en esta obra, nos lleva a contemplar, admirar y adorar, en la oración, la grandeza, la generosidad y la sencillez de la acción divina, que enaltece y rescatará nuestra estirpe humana implicándose de una manera personal.

Más allá, en el Evangelio de hoy, vemos cómo fue notificado a María que traería a Dios, el Salvador del Pueblo. Y pensemos que esta mujer, virgen y madre de Jesús, tenía que ser a la vez nuestra madre. Esta especial elección de María —«bendita entre todas las mujeres» (Lc 1,42)— hace que nos admiremos de la ternura de Dios en su manera de proceder; porque no nos redimió —por así decirlo— “a distancia”, sino vinculándose personalmente con nuestra familia y nuestra historia. ¿Quién podía imaginar que Dios iba a ser al mismo tiempo tan grande y tan condescendiente, acercándose íntimamente a nosotros?

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