22 feb 2014

Santo Evangelio 22 de Febrero de 2014



Texto del Evangelio (Mt 16,13-19): En aquel tiempo, llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles Él: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». 

Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».


Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia

Hoy celebramos la Cátedra de san Pedro. Desde el siglo IV, con esta celebración se quiere destacar el hecho de que —como un don de Jesucristo para nosotros— el edificio de su Iglesia se apoya sobre el Príncipe de los Apóstoles, quien goza de una ayuda divina peculiar para realizar esa misión. Así lo manifestó el Señor en Cesarea de Filipo: «Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). En efecto, «es escogido sólo Pedro para ser antepuesto a la vocación de todas las naciones, a todos los Apóstoles y a todos los padres de la Iglesia» (San León Magno).

Desde su inicio, la Iglesia se ha beneficiado del ministerio petrino de manera que san Pedro y sus sucesores han presidido la caridad, han sido fuente de unidad y, muy especialmente, han tenido la misión de confirmar en la verdad a sus hermanos.

Jesús, una vez resucitado, confirmó esta misión a Simón Pedro. Él, que profundamente arrepentido ya había llorado su triple negación ante Jesús, ahora hace una triple manifestación de amor: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo» (Jn 21,17). Entonces, el Apóstol vio con consuelo cómo Jesucristo no se desdijo de él y, por tres veces, lo confirmó en el ministerio que antes le había sido anunciado: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21,16.17).

Esta potestad no es por mérito propio, como tampoco lo fue la declaración de fe de Simón en Cesarea: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Sí, se trata de una autoridad con potestad suprema recibida para servir. Es por esto que el Romano Pontífice, cuando firma sus escritos, lo hace con el siguiente título honorífico: Servus servorum Dei.

Se trata, por tanto, de un poder para servir la causa de la unidad fundamentada sobre la verdad. Hagamos el propósito de rezar por el Sucesor de Pedro, de prestar atento obsequio a sus palabras y de agradecer a Dios este gran regalo.

La Cátedra de San Pedro, 22 de Febrero

22 de Febrero

 LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO


El divino Maestro como correspondencia a la firme confesión de su fiel apóstol Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo", le dirigió aquellas trascendentales palabras: "Bienaventurado tú, Simón Baryona, porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos" (Mt. 16,17-19).

Con estas palabras el divino Redentor anunciaba la concesión a Pedro de una serie de privilegios sobre los demás apóstoles. Con ellos le hacía entrega del supremo poder de gobierno y magisterio, de legislador e intérprete de la doctrina evangélica, base esencial de la existencia misma de la obra de Jesús. "Todo reino dividido será desolado" había dicho el mismo divino Maestro. Y como el reino de Cristo debía existir por los siglos de los siglos hasta la consumación del mundo, aquel supremo poder debía naturalmente perpetuarse en los sucesores de Pedro. Todos estos privilegios y su perpetuación en los Romanos Pontífices se quisieron simbolizar y conmemorar en la institución de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, cuyo origen histórico y litúrgico vamos a explicar para promover la devoción a esta solemnidad.

Uno de los medios más sencillos y eficaces de enseñar e inculcar al pueblo fiel la doctrina evangélica han sido siempre las representaciones plásticas históricas o simbólicas. De ahí la riqueza de figuraciones artísticas de las diferentes escenas referentes a la institución del supremo magisterio de San Pedro.

De San Pedro, como la roca fundamento de la Iglesia, tenemos un hermoso relieve en un sarcófago lateranense. Se ven en él una basílica, un baptisterio y un palacio en el plano superior, y más abajo, las figuras del Salvador y de su fiel apóstol, todo descansando sobre una roca. No hay duda que la basílica quería representar la de Letrán, madre de todas las iglesias, como lo indica el baptisterio contiguo y el palacio que quería recordar el que Constantino regaló a la Iglesia romana. De esa manera se expresaba al mismo tiempo que esta Iglesia era la sucesora del apóstol.

Aún más expresiva es otra representación, y ésta conservada en muchos ejemplares, de la llamada "Traditio legis" o consigna, entrega de la ley a Pedro. Se quiso aplicar al apóstol. que había de ser el legislador supremo de la cristiandad, la escena tan conocida del Antiguo testamento en que Dios entrega las Tablas de la Ley a Moisés, el legislador del pueblo escogido. Se encuentra principalmente en relieves marmóreos de sarcófagos cristianos. en ellos se ve la majestuosa figura de Jesús sobre el monte, del cual fluyen los cuatros ríos del paraíso, con la diestra en alto, alargando con la izquierda el rollo abierto de la Ley a Pedro, que lo recibe, en señal de respeto, con las manos cubiertas, y llevando al hombro una cruz ricamente decorada. La noble figura de San Pablo está al otro lado en actitud de aplaudir la elección hecha por Jesús del primer apóstol como supremo legislador. En algunos ejemplares aparecen también los demás apóstoles en la misma actitud. La ley que recibía Pedro era la doctrina y toda la doctrina cristiana, esto es, la suma de los artículos de la fe y de los preceptos. Por esto en un ejemplar de Arlés se grabó en el rollo el crismon 0, símbolo de Jesús y de su doctrina.

Aunque todos los demás apóstoles tenían ciertamente el poder, recibido directamente del divino Maestro, de enseñar la ley evangélica, no se halla ninguna representación de la entrega de la ley a ellos, porque no había de residir en sus personas ni en sus sucesores el poder supremo de legislar, independiente del de Pedro.

Con esta representación se significaba principalmente que Pedro era el depositario, el guardián de la ley cristiana, pero Jesús le hizo además el maestro por excelencia que había de transmitirla a todos los confines de la tierra. De ahí la representación simbólica de la Cátedra de Pedro. La voz cátedra significaba materialmente el trono o silla episcopal, pero ya los Santos Padres la usan particularmente como símbolo de la autoridad de la enseñanza cristiana, atribuida generalmente a los obispos, pero especialmente a la sede de Pedro, la de Roma. San Cipriano en el siglo III decía: "Se da a Pedro el primado para que se muestre que es una la Iglesia de Cristo y una la cátedra". Y recalcando aún más la unidad, añadía: "Dios es uno, uno el Cristo y una la Iglesia y una la cátedra fundada sobre Pedro por voz del Señor" (CIPRIANO, Epist. 43,5). Y que esta cátedra era y seguía siendo la de Roma, lo atestiguaba el mismo santo Doctor, quien para indicar que por la muerte del papa Fabio vacaba la sede de Roma, lo expresaba así: "Como el lugar de Fabiano, esto es, el lugar de Pedro... vacase" (ID., Epist. 55,8). Por lo mismo el concilio de Calcedonia (a. 451) declaraba al recibir una carta del papa León Magno: "Pedro nos ha hablado por la voz de León" (Mansi, VI 971).

El apóstol, en los ejemplares más antiguos, aparece sentado sobre una roca, la de la confesión, para recordar la que según la palabra del Señor, debía ser fundamento de la Iglesia. En las manos tiene desplegado el rollo de la doctrina evangélica, en actitud de enseñar mientras dos soldados vienen a arrastrarlo, significando así que la enseñanza de la doctrina cristiana fue la causa de las persecuciones. Hay ejemplares de esta preciosa escena, no sólo en Roma y en Italia, sino también en varias provincias del Imperio. En un ejemplar de Arlés en el rollo se ve inciso el crismon 0, como en el antes mencionado relieve de la Tradítio. Pedro enseña la doctrina de Cristo en su integridad, simbolizada en el anagrama de su nombre. Para expresar aún con más fuerza esta verdad, el artista Colocó junto a Pedro la figura del Señor en actitud de hablar al apóstol, absorto en su tarea catequética. De esta manera se quiso plasmar la inspiración divina bajo cuya influencia hablaría el apóstol y sus sucesores.

En otros muchos ejemplares Pedro está sentado sobre una silla o verdadera cátedra. Tampoco conocemos una representaci6n semejante para ninguno de los demás apóstoles.

Por otra parte, el pueblo romano veneraba una verdadera cátedra de madera ya en el siglo IV y mucho antes en la que, según la tradición inmemorable, se habría sentado el Príncipe de los Apóstoles.

Esta veneranda y preciosa pieza se conserva en el Vaticano, sustancialmente en la misma forma original. Se le añadieron al correr de los siglos algunos adornos para enriquecerla, pero sin cambiar su estructura.

Es una gran silla o trono de madera de encina formada por una caja cuadrilátera de unos 89 centímetros de ancho por 78 de alto hasta el asiento, con unos pilares en los ángulos y un respaldo o dosel terminado por un tímpano triangular. Tiene en los pilares unas anillas para poder ser fácilmente trasladado. En el cuadrilátero frontal anterior, debajo del asiento, la enriquecen tres hileras de seis casetones cada una con sendos marfiles incrustados de oro, muy antiguos. Los que asimismo adornan el dosel son aún de mayor antigüedad y seguramente tallados expresamente para esta cátedra.

Durante toda la Edad Media estuvo visible y fue muy venerada. Los peregrinos, con devoción indiscreta, tomaban fragmentos de la madera para guardarlos como reliquias. En un principio habría estado en Santa Prisca, en el Aventino, en el lugar donde, según la tradición, habría residido el apóstol. Nuestro papa San Dámaso, en el siglo IV, la trasladó al baptisterio del Vaticano por él construido. Al levantarse en el siglo XVI la actual imponente basílica Vaticana, se creyó conveniente guardar como una reliquia la veneranda cátedra. Bernini, el último gran arquitecto de las obras, emplazó en el fondo del ábside un grandioso altar barroco que tiene, a manera de imagen principal, una colosal cátedra de bronce, sostenida por ángeles y que es el relicario que custodia la antigua silla del apóstol. En ocasiones extraordinarias puede ser mostrada a la veneración de los fieles, como se hizo en 1867, bajo el pontificado de Pío IX, al celebrarse el XVIII centenario de la muerte de San Pedro.

Si el arte y las tradiciones populares pudieron propagar así la admiración y devoción al magisterio supremo de Pedro, simbolizado en la cátedra, la liturgia debía consolidarlas y extenderlas a todo el orbe cristiano de todas las épocas. Por esto se instituyó muy pronto en Roma y en las provincias del Imperio la fiesta de la Cátedra de San Pedro.

El primer testimonio escrito que ha llegado hasta nosotros, es la Depositio rnartyrum: deposición de los mártires, incipiente calendario litúrgico romano del año 336, pocos lustros después de alcanzada la paz constantiniana.

Entre las poquísimas fiestas de santos, unas dos docenas, del año litúrgico, señala este calendario para el día 22 de febrero el Natale Petri de Cathedra, natalicio de San Pedro en la cátedra, o sea el día de la institución del pontificado de Pedro. El haber escogido este día para celebrar un acontecimiento del que no se podía saber la fecha exacta, parece se debió a querer suplantar con una fiesta cristiana importante la pagana de honrar a los muertos de la familia con banquetes frecuentemente escandalosos. San Agustín reprende duramente a los cristianos que en dicha fecha se entregaban a tales abusos. Lo mismo hace un concilio de Tours del año 567, al deplorar que haya fieles que, después de haber recibido dicho día el cuerpo del Señor, no se avergonzaran de manchar su alma con manjares dedicados al demonio. Quizá también, y en primer lugar, se puede creer que dicha fecha guarda relación con la fiesta de la basílica de Santa Prisca en donde, según lo dicho, se guardaba la cátedra, fiesta que coincide con el 22 de febrero. Sea como sea, lo que sí es seguro, que en los primeros siglos, IV y V cuando menos, nuestra fiesta de la cátedra se celebraba en Roma, no como hoy el 18 de enero, sino el 22 del mes siguiente. Así lo atestiguan varios libros litúrgicos.

Con esta fiesta se quiso solemnizar el episcopado de Pedro, su potestad jerárquica y magisterio universal y particularmente el episcopado de Roma, cabeza del Imperio, centro de la unidad, desde el año 42, que perduró durante veinticinco años.

Era costumbre antigua, continuada hasta hoy, la de conmemorar la consagración o entronización de los obis pos en su sede. Pero, salvo raras excepciones la conmemoración sólo se extendía a la propia diócesis. Sólo a la de San Pedro se le dio el nombre majestuoso de cátedra, y ésta fue la única que se extendió a todo el mundo cristiano. San Agustín, dirigiéndose a sus diocesanos del Africa, decía: "Cuando celebramos el natalicio de la cátedra, veneramos el episcopado de Pedro apóstol". En este texto se ve bien que la fiesta de la cátedra, sin otra distinción, era de la cátedra por excelencia, la de jurisdicción universal, la de Pedro, y, queriendo exponer el mismo santo Doctor el origen de esta denominación, advertía: "La hodierna solemnidad recibió de nuestros antepasados el nombre de cátedra, porque, según se dice, el primero de los apóstoles recibiría hoy la cátedra del episcopado". Por esto en los textos de la misa romana actual, como en los antiguos. se recuerdan principalmente los pasajes evangélicos referentes a los privilegios de magisterio y gobierno otorgados por el Señor a su fiel apóstol. "Oh Dios que al entregar las llaves del reino de los cielos a tu santo apóstol Pedro, le concediste potestad de atar y desatar..." se dice en la colecta. Después en el tracto, en el ofertorio y en la comunión se reproducen las palabras de Cristo: "Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia..." Se sabe que en el siglo IV y hasta el VI se celebraba con solemnidad especial esta fiesta en la capital de la cristiandad y era motivo de atracción de grandes grupos de peregrinos. A ella acudió el año 450, según se desprende de un sermón del tiempo, el emperador Valentiniano III con sus hijas Placidia y Eudoxia. Asistieron a la vigilia litúrgica de la fiesta y al día siguiente fueron recibidos por el Papa y numerosos obispos de Italia.

Por causas no bien explicadas esta solemnidad desaparece de los libros litúrgicos romanos de los siglos VII - X. Cuando reaparece, se ha trasladado al día 18 de enero. La causa de este traslado parece fue el que la antigua fecha caía frecuentemente en la Cuaresma tiempo de ayuno, en que se evitaban esta clase de fiestas. El papa Paulo IV, en 1558, fijó definitivamente la fecha del 18 de enero para la de la Cátedra de San Pedro en Roma, asignando a la data anterior del 22 de febrero otra fiesta de la Cátedra de Pedro en Antioquía.

En cambio en las provincias y particularmente en España, a donde había pasado ya en el siglo V, siguió celebrándose siempre, mientras se conservó la liturgia hispano - mozárabe, con toda solemnidad en la antigua datación del 22 de febrero.

Los libros de dicha nuestra liturgia nos ofrecen una riqueza de textos para esta fiesta no superada por ninguna otra de las liturgias occidentales. En el llamado Oracional visigótico manuscrito el más antiguo de un oracional completo, del siglo VII, procedente de Tarragona y conservado hoy en Verona, adonde pasó con los fugitivos de la invasión árabe, se dan nada menos que una docena de oraciones sólo para el rezo del oficio divino, ya que el oracional era precisamente el libro del preste para este rezo. Estas oraciones van acompañadas de antífonas, responsorios, aleluiyáticos, sólo iniciados, que después vemos completos y en mayor abundancia y con la correspondiente música en el famoso Antifonario de León, del siglo X, y en otros manuscritos de Toledo, San Millán, etc.

Una prueba de lo muy difundida y lo muy popular que debió ser en España ya en el siglo V esta celebración de la Cátedra de San Pedro nos la manifiesta una inscripción sepulcral, encontrada hace pocos lustros en Tarragona, en la que como datación del día del entierro se anota el de la Deposición de Pedro Apóstol, es decir, deposición en la cátedra, como también era llamada dicha fiesta en España y en las Galias.

Concluyamos con la primera oración del mencionado Oracional Visigótico, para las primeras vísperas: "Cristo, Hijo de Dios, que para edificar tu Iglesia sobre la roca, diste al beatísimo Pedro, príncipe de todos los apóstoles, las llaves del reino de los cielos, a fin de que la Iglesia en primer lugar edificada surgiera en aquel que mereció antes que los demás no sólo amarte, sino también confesarte; concédenos que en este día, en el cual él recibió la suprema gracia del pontificado, recibamos nosotros la santidad en toda perfección, para que por aquel a quien concediste el poder de atar y desatar en la Iglesia, por él mismo ordenes nos sean perdonados los pecados y entrar en el reino de la vida perpetua".

JOSÉ VIVES

21 feb 2014

Santo Evangelio, 21 de Febrero de 2014

Día litúrgico: Viernes VI del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Mc 8,34-9,1): En aquel tiempo, Jesús llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? Pues, ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles». Les decía también: «Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios».


Comentario: Rev. D. Joaquim FONT i Gassol (Igualada, Barcelona, España)
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame

Hoy el Evangelio nos habla de dos temas complementarios: nuestra cruz de cada día y su fruto, es decir, la Vida en mayúscula, sobrenatural y eterna.

Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio, como signo de querer seguir sus enseñanzas. Jesús nos dice que nos neguemos a nosotros mismos, expresión clara de no seguir "el gusto de los caprichos" —como menciona el salmo— o de apartar «las riquezas engañosas», como dice san Pablo. Tomar la propia cruz es aceptar las pequeñas mortificaciones que cada día encontramos por el camino. 

Nos puede ayudar a ello la frase que Jesús dijo en el sermón sacerdotal en el Cenáculo: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2). ¡Un labrador ilusionado mimando el racimo para que alcance mucho grado! ¡Sí, queremos seguir al Señor! Sí, somos conscientes de que el Padre nos puede ayudar para dar fruto abundante en nuestra vida terrenal y después gozar en la vida eterna.

San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con las palabras del texto de hoy: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Así llegó a ser el patrón de las Misiones. Con la misma tónica, leemos el último canon del Código de Derecho Canónico (n. 1752): «(...) teniendo en cuenta la salvación de las almas, que ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia». San Agustín tiene la famosa lección: «Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio popular ha traducido así: «Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la suya segura». La invitación es evidente.

María, la Madre de la Divina Gracia, nos da la mano para avanzar en este camino.

San Pedro Damián, Obispo y Doctor, 21 de Febrero

21 de febrero

SAN PEDRO DAMIÁN
OBISPO Y DOCTOR
(† ca.1072)

 San Pedro Damián fue, indudablemente, uno de los hombres que más intensamente trabajaron en el siglo XI para fomentar el espíritu de consagración absoluta a Dios y de la más austera vida de soledad y penitencia, al lado de San Romualdo, San Juan Gualberto y San Nilo. Mas, forzado por la necesidad de los tiempos y en particular por la obediencia al Romano Pontífice, trabajó también incansablemente por la reforma eclesiástica en multitud de legaciones y otras difíciles empresas, con todo lo cual debe ser considerado, al lado de San Gregorio VII, como uno de los hombres más insignes y beneméritos de la Iglesia en el siglo XI.

Nacido en Ravena en 1007, Pedro era el último de los hijos de una familia pobre y numerosa, y después de muchas privaciones, habiendo quedado huérfano en la más tierna edad, fue educado con dureza por uno de sus hermanos mayores. Tratado como un esclavo, iba con los pies desnudos y vestido de andrajos, y ya en su temprana edad fue ocupado en apacentar los animales. Mas, compadecido de él otro hermano suyo, llamado Damián, hombre piadoso y de buen corazón, lo tomó a su cargo e hizo de padre con él. De este modo, Pedro pudo adquirir una sólida formación sucesivamente en Ravena, Faenza y Parma, y, en agradecimiento a su hermano, se llamó en adelante Pedro Damián. Más aún: con sus extraordinarias cualidades, a los veinticinco años era profesor en Parma y más tarde en Ravena.

Pero ya desde entonces se sintió atraído de un modo irresistible hacia Dios. Empezó a ejercitarse en rigurosos ayunos, vigilias y oración; ciñóse un cilicio debajo de sus vestidos, para defenderse contra las tentaciones de la carne, y daba todo lo que podía a los pobres y necesitados, y sintiendo que Dios le exigía más todavía, decidióse a abandonar el mundo y abrazar la vida monástica en el más absoluto apartamiento.

Mientras se entretenía él con estos pensamientos, presentáronsele dos monjes del desierto de Fonte-Avellana, donde Landolfo, discípulo de San Romualdo, había fundado un monasterio. Con su mediación, se dirigió Pedro a esta soledad, donde comenzó inmediatamente a ejercitarse en las prácticas de la vida monástica. Los ermitaños de Fonte-Avellana vivían a pares en celdas separadas, ocupábanse sobre todo en la oración y lectura espiritual y llevaban una vida de gran austeridad. Pedro se entregó de lleno a este género de vida, por la cual fue pronto admitido a la profesión. Sintiéndose entonces como en su centro y movido de su abrasado amor de Dios, ejercitóse en las mayores austeridades; pero el resultado fue que experimentó fuertes dolores de cabeza y gran debilidad en su salud. Esto le hizo comprender que debía moderar aquellos excesos, y, en efecto, así lo hizo en adelante, procurando aprovechar esta enseñanza en la dirección de los demás. Todo esto le ofreció ocasión oportuna para entregarse al estudio de la Sagrada Escritura, que utilizó siempre en sus instrucciones a los monjes. Al mismo tiempo se preparó de esta manera para la composición de las importantes obras que más tarde escribió.

Con su vida ejemplar v con los conocimientos que fue adquiriendo, se constituyó bien pronto en el verdadero maestro de los ermitaños reunidos en Fonte-Avellana. La fama del monasterio atrajo cada día nuevos discípulos. Pedro Damián fue algún tiempo ecónomo y a la muerte del prior fue elegido él para sucederle en el cargo. Organizóse en las proximidades otro monasterio llamado Nuestra Señora de Sitria, y asimismo se fundaron otros cuatro centros de ermitaños, cuya dirección mantenía Pedro Damián. La forma de vida de los camaldulenses tomó algunas características especiales, que constituyen la obra de San Pedro Damián, cuyo centro principal era Fonte-Avellana. No nos dejó el Santo ninguna regla completa; mas, con lo que podemos ver en sus escritos, aparecen los rasgos más característicos. Se observaba el más absoluto silencio, y aunque no se habla de trabajo manual, sabemos que éste constituía una de las bases de la vida de los ermitaños. Por otra parte, él mismo les dirigía frecuentes instrucciones y les inspiró desde un principio un amor filial a la Santísima Virgen.

En realidad, pues, San Pedro Damián puede ser incluido en el número de los fundadores de este nuevo género de vida religiosa, mezcla de vida solitaria y de comunidad, que tanto fruto reportó a la Iglesia. Entre sus discípulos sobresalieron algunos por sus altos cargos y por sus virtudes, como Santo Domingo Loricatus y San Juan de Lodi, sucesor suyo como superior, quien escribió su vida y más tarde fue obispo de Gubbio.

Pero su celo por la gloria de Dios y el bien de las almas no se limitó a estos monasterios, que estaban bajo su dirección. Todavía durante esta primera etapa de su vida, en que se nos presenta como gran asceta cristiano, como fundador de monasterios y maestro de aquella vida austera de soledad y penitencia, mantuvo contacto con diversos monasterios o religiosos de otras órdenes y aun con eminentes seglares, como aparece en algunas de sus cartas y otros escritos. Pero debemos observar que este contacto con el mundo exterior no tenía otro objeto que la exaltación de la vida de austeridad y penitencia y en corregir los vicios y corrupción, que tantos estragos hacían en todas partes.

De este modo se preparaba San Pedro Damián para lo que debía ocuparlo durante la segunda parte de su vida, que era el servicio de la Iglesia con importantes cargos y legaciones, es decir, con una vida apostólica de intensa actividad, tan contraria a su inclinación espiritual a la soledad y penitencia. Aunque apartado por completo del mundo, Pedro Damián conocía perfectamente la triste situación de la Iglesia hacia el año 1044 durante el pontificado del tristemente célebre Benedicto IX (1032-1044). Por otro lado, sabía muy bien el profundo arraigo que tenían en la Iglesia los dos vicios fundamentales de la simonía y el concubinato. Por esto saludó con transportes de alegría el advenimiento de Gregorio VI (1045-1046), quien, lleno de los mejores deseos, fue el primero en echar mano del gran Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Luego, en 1046, asistió en San Pedro de Roma a la coronación del emperador Enrique III, quien providencialmente ponía término al estado irregular de la Iglesia, y en 1047 al concilio de Letrán, en que fueron promulgados importantes decretos de reforma.

Pedro Damián se volvió entonces a su retiro de Fonte-Avellana, decidido a seguir la vida de soledad y penitencia.

Pero entonces precisamente era necesario poner al servicio inmediato de la Iglesia y del Papado su elevado espíritu y el gran prestigio de santidad de que gozaba. Por esto, el noble emperador Enrique III, que tanto estimaba sus virtudes, lo decidió a intervenir. Así pues, Pedro Damián, impulsado por Enrique III, compuso y dirigió una célebre carta a Clemente II (1048), en la que lo exhortaba a dar un impulso más eficaz a la reforma eclesiástica. Pero la muerte del Papa impidió se tomara ninguna medida en este punto. Fue León IX (1048-1054) quien inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador.

Por su parte, Pedro Damián, que sólo ansiaba el mejoramiento de la Iglesia, publicó entonces su célebre obra Libro Gomorriano, como si dijéramos, Libro de los incontinentes, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo y a las veces algo exagerado va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal. León IX reconoció la buena intención de Pedro Damián; pero no creyó prudente proceder con tanto rigor. De hecho, mientras Hildebrando desarrollaba una intensa actividad reformadora durante este pontificado, Pedro Damián no tuvo apenas intervención en ningún asunto público. Lo mismo sucedió durante el pontificado siguiente de Víctor II (1055-1057), si bien se conservan cartas sumamente interesantes, dirigidas por él durante este tiempo a ambos Papas.

Pero desde el pontificado de Esteban IX (1057~1058) cambió por completo la situación. El nuevo Papa decidió crearlo cardenal-obispo de Ostia y sólo utilizando los medios extremos de amenaza de excomunión logró vencer la resistencia de su profunda humildad. Él mismo, personalmente, puso en su dedo el anillo episcopal. Pero la muerte prematura de este Papa frustró los vastos planes de reforma que proyectaba con la ayuda de Pedro Damián. Hubo entonces un conato de cisma y Damián se retiró algún tiempo a Fonte-Avellana; mas, con la elección de Nicolás II (1059-1061), Pedro Damián volvió de nuevo a su campo de batalla y precisamente los años siguientes significan el período de su mayor actividad por medio de las más importantes legaciones.

En efecto, ya el año 1059 recibió del Romano Pontífice su primera legación a Milán, que se hallaba en una situación desesperada, sobre todo por la simonía y la incontinencia de los clérigos. Pedro Damián y Anselmo de Lucca, designados como legados pontificios, celebraron inmediatamente un sínodo y, tras enconadas luchas, se restableció el orden.

El pontificado de Alejandro II (1061-1072) dio de nuevo ocasión a Damián para prestar extraordinarios servicios a la Iglesia y ejercitar su celo apostólico. Al ser nombrado el antipapa, Pedro Damián compuso una de sus más célebres obras, dirigida a la asamblea de Augsburgo de 1062, que contribuyó eficazmente a la solución del cisma. En 1063 desempeñó otra legación, acompañado de Hugón de Cluny, en favor de la abadía de Bourgogne y de otras cluniacenses frente a Drogón, obispo de Macón. El resultado fue enteramente favorable. Asimismo visitó Limoges y trabajó por la reforma de la abadía de San Marcial; estuvo en Sauvigny, donde fue ocasión de un milagro "de San Odilón de Cluny. Por todo ello, los cluniacenses le quedaron sumamente agradecidos. Finalmente intervino con el joven rey alemán Enrique IV, a quien dirigió luego una excelente carta en defensa de los derechos pontificios.

Después de todo esto, renováronsele sus ansias de soledad y de oración, por lo cual suplicó a Alejandro II le permitiera renunciar a todas sus dignidades. Hildebrando, que apreciaba en lo justo la fuerza de su virtud y ejemplo para la realización de las empresas que se le encomendaban, le opuso toda clase de dificultades, diciéndole al fin con su buen humor que, si se empeñaba en ello, le imponía una penitencia de cien años. A esto repuso Damián que aceptaba la penitencia y, en efecto, se retiró a Fonte-Avellana.

Vuelto a su amado retiro, se entregó de nuevo con alma joven a la vida de austeridad y oración, que él tanto amaba. Renovó los ayunos, vigilias y toda clase de mortificaciones. En el capítulo, después de dirigir alentadoras exhortaciones a todos, se acusaba de sus propias faltas, como pudiera hacerlo el más sencillo novicio, y tomando la disciplina, se flagelaba sin compasión. Tan precioso ejemplo sirvió para renovar el espíritu de todos los monjes.

Todavía tuvo que abandonar su amada soledad en servicio de la Iglesia. En 1066 acudió a Montecasino, donde pasó veinte días, dando los mejores ejemplos a todos sus moradores. El mismo año fue a Florencia, enviado por Alejandro II, para terminar un conflicto con los monjes de Valleumbrosa. Algo más tarde se vio de nuevo forzado a emprender, en nombre del Papa, un viaje a Alemania para tratar con Enrique IV el asunto de su divorcio, y en un concilio hizo triunfar los derechos de la moral cristiana. Finalmente, poco antes de su muerte, a principios de 1072, desempeñó una última legación en la que logró reconciliar a los habitantes de Ravena con el Romano Pontífice.

Precisamente cuando volvía de prestar este último servicio a la Iglesia y se dirigía a Ronta a dar cuenta del resultado de su misión, se sintió en Faenza atacado por la fiebre, retiróse al monasterio de Nuestra Señora de los Angeles y allí murió el 12 de febrero de 1072 en presencia de gran número de monjes.

Su muerte fue, en verdad, digna de una vida de piedad y servicio de Dios y de su Iglesia. San Pedro Damián fue un precursor de la gran obra reformadora que completó Gregorio VII (el antiguo Hildebrando) desde su elevación al Pontificado en 1073. Sus exhortaciones y sermones están llenos de la más cristiana elocuencia. Sus voluminosos escritos, que le han merecido el título de Doctor de la Iglesia, están llenos de gran erudición y con su vehemencia característica ensalzan la belleza y elevación de la vida monástica o descubren las horribles lacras de la corrupción y relajación de su tiempo. 

BERNARDINO LLORCA, S. I.


20 feb 2014

Santo Evangelio 20 de Febrero de 2014

Día litúrgico: Jueves VI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 8,27-33): En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas». Y Él les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo». 

Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».



Comentario: Rev. D. Joan Pere PULIDO i Gutiérrez Secretario del obispo de Sant Feliu (Sant Feliu de Llobregat, España)
¿Quién dicen los hombres que soy yo? (...) Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Hoy seguimos escuchando la Palabra de Dios con la ayuda del Evangelio de san Marcos. Un Evangelio con una inquietud bien clara: descubrir quién es este Jesús de Nazaret. Marcos nos ha ido ofreciendo, con sus textos, la reacción de distintos personajes ante Jesús: los enfermos, los discípulos, los escribas y fariseos. Hoy nos lo pide directamente a nosotros: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29).

Ciertamente, quienes nos llamamos cristianos tenemos el deber fundamental de descubrir nuestra identidad para dar razón de nuestra fe, siendo unos buenos testigos con nuestra vida. Este deber nos urge para poder transmitir un mensaje claro y comprensible a nuestros hermanos y hermanas que pueden encontrar en Jesús una Palabra de Vida que dé sentido a todo lo que piensan, dicen y hacen. Pero este testimonio ha de comenzar siendo nosotros mismos conscientes de nuestro encuentro personal con Él. Juan Pablo II, en su Carta apostólica "Novo millennio ineunte", nos escribió: «Nuestro testimonio sería enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro».

San Marcos, con este texto, nos ofrece un buen camino de contemplación de Jesús. Primero, Jesús nos pregunta qué dice la gente que es Él; y podemos responder, como los discípulos: Juan Bautista, Elías, un personaje importante, bueno, atrayente. Una respuesta buena, sin duda, pero lejana todavía de la Verdad de Jesús. Él nos pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29). Es la pregunta de la fe, de la implicación personal. La respuesta sólo la encontramos en la experiencia del silencio y de la oración. Es el camino de fe que recorre Pedro, y el que hemos de hacer también nosotros.

Hermanos y hermanas, experimentemos desde nuestra oración la presencia liberadora del amor de Dios presente en nuestra vida. Él continúa haciendo alianza con nosotros con signos claros de su presencia, como aquel arco puesto en las nubes prometido a Noé.

San Hilario, Papa y Confesor, 28 de Febrero

28 de febrero

SAN HILARIO
PAPA Y CONFESOR
(† 468)


Su nombre latino es ordinariamente Hilarus, a veces Hilarius, Natural de Cerdeña. Siendo diácono de Roma fue enviado en 449 por el papa San León I al concilio [Latrocinio] de Éfeso en calidad de legado pontificio. Aquí se negó a firmar la deposición de San Flaviano, patriarca de Constantinopla. Temiendo las iras de sus adversarios, Hilario partió ocultamente, llevando consigo la apelación que Flaviano dirigía a San León, texto hallado en 1882 por Amelli en la Biblioteca Capitular de Novara. Ya en Italia, el enviado pontificio escribió a la emperatriz Pulqueria, informándole de lo ocurrido. Todavía diácono, despliega otra actividad muy distinta, de carácter litúrgico: encarga a un tal Victorio de Aquitania la composición de un Ciclo Pascual, donde se intenta fijar la verdadera fecha de la Pascua, punto sobre el que aún no estaban de acuerdo griegos y latinos. El mismo Hilario estudió previamente la cuestión; pero, para informarse de los escritos de aquéllos, se valió de traducciones latinas, pues, según parece, conocía bien poco el griego. Por lo demás, el cómputo de Victorio fue ley en la Galia hasta el siglo VIII.

Hilario sucedió a San León en la Sede de San Pedro a fines de 461. Durante sus siete años de pontificado no ocurrieron acontecimientos de gran importancia para la Iglesia universal. El mérito del Santo consiste principalmente en la firme defensa de los derechos de la Iglesia en materia de disciplina y jurisdicción. Ya al año escaso de su consagración, como Pastor Supremo, tuvo que dirigirse a Leoncio, arzobispo de Arles, pidiendo informes sobre la usurpación del episcopado narbonense, llevada a cabo por Hermes: el Papa se extraña de que, siendo el asunto de la incumbencia de Leoncio, éste no le haya escrito antes sobre el conflicto. Poco después, presente "numeroso concurso de obispos" reúne en Roma un concilio donde, por bien de la paz, se consiente dejar a Hermes en la sede narbonense, pero, para prevenir futuros abusos, se le priva del derecho de ordenar obispos, derecho que pasa a Constancio, prelado de Uzés. La resolución conciliar fue enviada el 3 de diciembre, año 462, a los obispos de la Galia meridional en una carta donde también se prescribe que, convocados por Leoncio, se reúnan cada año, a ser posible, todos los titulares de las provincias eclesiásticas a quienes se dirige el documento, o sea de Viena, Lyon, dos de Narbona y la Alpina: en tales asambleas se han de examinar costumbres y ordenaciones de obispos y eclesiásticos; si ocurren causas más importantes que no puedan "terminar", consulten a Roma.

Asimismo tuvo que atender Hilario al asunto del arzobispo de Viena, Mamerto, que había consagrado ilegalmente a Marcelo como obispo de Díe. El Papa, manteniendo los principios legales y renunciando a imponer penas (supuesta la sumisión del acusado), remite la cuestión a Leoncio, a quien pertenecía en este caso el derecho de consagrar.

Abusos semejantes, cometidos en España, fueron considerados en un concilio de 48 obispos que congregó el Papa en Santa María la Mayor (nov. del 465). En la carta referente a este sínodo, enviaba a los prelados de la provincia de Tarragona, que previamente habían consultado a Hilario, manda el Pontífice, entre otras cosas: 1.º Sin consentimiento del metropolitano tarraconense, Ascanio, no sea consagrado ningún obispo. 2.º Ningún prelado, dejando su propia iglesia, pase a otra. 3.º En cuanto a Ireneo, sea separado de la iglesia de Barcelona y retorne a la suya. 4.º A los obispos ya ordenados, los confirma el Papa, con tal que no tengan las irregularidades señaladas en el concilio.

Otro mérito de San Hilario fue el haber impedido la propaganda herética en Roma al macedoniano Filoteo, y esto a pesar del apoyo que encontró el hereje en el nuevo emperador de Occidente, Antemio.

Tal rectitud de Hilario en lo tocante a la disciplina y a la fe, brota de lo que podríamos llamar norma de su vida y su gobierno: "En pro de la universal concordia de los sacerdotes del Señor, procuraré que nadie se atreva a buscar su propio interés, sino que todos se esfuercen en promover la causa de Cristo" (epist. Dilectioni meae, a Leoncio, ed. Thiel, 1,139).

En cuanto a lo referente a la piedad personal y fomento del culto, señalemos que Hilario edificó, entre otros, dos oratorios en la basílica constantiniana de Letrán: el de San Juan Bautista y el de San Juan Evangelista. Otro, dedicado a la Santa Cruz, con ocho capillas, se alzaba al noroeste de aquél. El Papa profesaba especial devoción al santo Evangelista, pues a él atribuía el haberse salvado de los peligros que corrió en el Latrocinio de Éfeso: en señal de gratitud hizo grabar a la entrada del oratorio la siguiente inscripción: "A su libertador, el Beato Juan Evangelista, Hilario obispo, siervo de Dios". A este mismo Papa atribuye el Liber Pontificalis la construcción de un servicio de altar completo, destinado a las misas estacionales: un cáliz de oro para el Papa; 25 cálices de plata para los sacerdotes titulares que celebraban con él; 25 grandes vasos para recibir las oblaciones de vino presentadas por los fieles y 50 cálices ministeriales para distribuir la comunión. El servicio se depositaba en la iglesia de Letrán o en Santa María la Mayor, y el día de estación se transportaban los vasos sagrados a la iglesia donde iba a celebrarse la asamblea litúrgica. También levantó Hilario un monasterio dedicado a San Lorenzo, y cerca de él una casa de campo, probablemente residencia o "villa" papal con dos bibliotecas.

Murió el Santo el 9 de febrero de 468. Fue enterrado en San Lorenzo extra muros. Largo tiempo se celebró su aniversario el 10 de septiembre, conforme a ciertos manuscritos jeronimianos; pero ya desde la edición de 1922 del Martirologio Romano, se trasladó su memoria al 28 de febrero.  

AUGUSTO SEGOVIA, S. I

San Euquerio, Obispo, 20 de Febrero


20 de febrero

Euquerio, obispo
(c.a. 690-743)

Natural de Francia y nacido de familia noble alrededor del año 690, en Orleáns.

Dice la leyenda que su madre era piadosísima y que poco antes de tener al hijo tuvo un sueño angelical. Sí, una criatura celeste le anunciaba que iba a ser madre de un futuro obispo muy santo. Y es que hubo un tiempo en que las biografías de santos tenían poco «gancho» si no se presentaba su figura con títulos de gran alcurnia y con abundancia de datos sobrenaturales.

Normalmente las cosas de Dios suelen ser más simples y sencillas y el santo se forja en el continuo juego de la correspondencia a la gracia, teniendo con frecuencia los altibajos que dependen tanto de los dones otorgados -y esto sólo lo puede medir el Espíritu Santo- como de la generosidad en la respuesta del que los recibe -siendo esto cosa muy difícil de calibrar.

El caso es que nació como todos los niños y con la acción de gracias de los padres, como es lo normal. De niño se inicia en el conocimiento de las letras y cuando joven le entusiasman los conocimientos propios del saber de la época; se adentra en las artes y en las ciencias; le gusta la filosofía y prefiere ante todo la teología. Al calor de la devoción sincera con la Virgen comienzan a señalarse rasgos de profundidad en la virtud.

Cuando Leodoberdo es obispo abraza el estado clerical. Luego se hace monje en el monasterio de Jumièges, a orillas del Sena, cerca de Ruan; al parecer es uno de los lugares santos de más estricta observancia. A la oración y la penitencia propia del monasterio añade el estudio de los sagrados cánones y de los santos Padres. Recibe el Orden Sacerdotal y se adentra en la Eucaristía con lágrimas en los ojos.

Muerto Severo, obispo de Orleáns, es propuesto para obispo de la sede vacante. Tiene que ser Carlos Martel, el rey merovingio hijo bastardo de Pipino de Heristal, quien casi le obligue a aceptar, una vez vencida la resistencia personal a abandonar el silencio del claustro y la compañía de sus hermanos monjes. Pensaba en aquel momento que las «dignidades» bien podrían ser causa de condenación.

Parece que le va bien el oficio de obispo, un tanto extraño para un monje. Desempeña su ministerio con un celo poco usual. Cuentan los cronicones que entra de lleno en cuidar la disciplina eclesiástica ya que está convencido de que el buen ejemplo es la primera predicación al pueblo. Y así sucedió. Con un clero bien dispuesto, llegan tempranos los frutos que pudo recoger: hay reforma en las costumbres del pueblo; se da una vuelta a la piedad sincera. Incluso se traspasan los límites de la diócesis de Orleáns que agradece de modo ostensible el recibimiento a su obispo-padre hasta en los lugares más remotos.

No iba a estar exenta esta santa vida y labor de cruces que purifican ni de la acción de los que padecen el tic de la envidia que siempre y en todo lugar fueron muchos. Aquí también. Soliviantan los ánimos de Carlos Martel, cuando regresa de Aquitania, volviéndolos en contra de su protegido de otro tiempo porque tuvo el valor de enfrentarse el rey franco defendiendo los bienes de la Iglesia al utilizarlos como fondos para sus campañas guerreras. Los envidiosos supieron aprovechar bien el momento y echaron leña al fuego hasta levantar una hoguera de tamaño natural. El resultado fue el destierro del obispo Euquerio que muere el 20 de febrero del año 743 en la abadía de Tron donde pasó en humilde y escondida santidad sus últimos seis años.

19 feb 2014

Santo Evangelio 19 de Febrero de 2014

Día litúrgico: Miércoles VI del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Mc 8,22-26): En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegan a Betsaida. Le presentan un ciego y le suplican que le toque. Tomando al ciego de la mano, le sacó fuera del pueblo, y habiéndole puesto saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntaba: «¿Ves algo?». Él, alzando la vista, dijo: «Veo a los hombres, pues los veo como árboles, pero que andan». Después, le volvió a poner las manos en los ojos y comenzó a ver perfectamente y quedó curado, de suerte que veía claramente todas las cosas. Y le envió a su casa, diciéndole: «Ni siquiera entres en el pueblo».




Comentario: Rev. D. Joaquim MESEGUER García (Sant Quirze del Vallès, Barcelona, España)
Quedó curado, de suerte que veía claramente todas las cosas

Hoy a través de un milagro, Jesús nos habla del proceso de la fe. La curación del ciego en dos etapas muestra que no siempre es la fe una iluminación instantánea, sino que, frecuentemente requiere un itinerario que nos acerque a la luz y nos haga ver claro. No obstante, el primer paso de la fe —empezar a ver la realidad a la luz de Dios— ya es motivo de alegría, como dice san Agustín: «Una vez sanados los ojos, ¿qué podemos tener de más valor, hermanos? Gozan los que ven esta luz que ha sido hecha, la que refulge desde el cielo o la que procede de una antorcha. ¡Y cuán desgraciados se sienten los que no pueden verla!».

Al llegar a Betsaida traen un ciego a Jesús para que le imponga las manos. Es significativo que Jesús se lo lleve fuera; ¿no nos indicará esto que para escuchar la Palabra de Dios, para descubrir la fe y ver la realidad en Cristo, debemos salir de nosotros mismos, de espacios y tiempos ruidosos que nos ahogan y deslumbran para recibir la auténtica iluminación?

Una vez fuera de la aldea, Jesús «le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: ‘¿Ves algo?’» (Lc 8,23). Este gesto recuerda al Bautismo: Jesús ya no nos unta saliva, sino que baña todo nuestro ser con el agua de la salvación y, a lo largo de la vida, nos interroga sobre lo que vemos a la luz de la fe. «Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado, y veía todo con claridad» (Lc 8,25); este segundo momento recuerda el sacramento de la Confirmación, en el que recibimos la plenitud del Espíritu Santo para llegar a la madurez de la fe y ver más claro. Recibir el Bautismo, pero olvidar la Confirmación nos lleva a ver, sí, pero sólo a medias.

Beato Alvaro Cordoba, 19 de febrero

19 de febrero

BEATO ÁLVARO DE CORDOBA

(† 1430)

Beato Álvaro de Córdoba —como le llama vulgarmente el pueblo andaluz— o fr. Alvarus Zamorensis —como escriben los bularios y registros pontificios de súplicas— no debe ser confundido con Álvaro Paulo, alias Álvaro Cordobés, nacido de noble familia a principios del siglo IX en la Córdoba de los Omeyas, amigo entrañable de San Eulogio y Juan Hispalense, defensor de la fe católica y escritor de muchos quilates. El Beato Álvaro de Córdoba, dominico, vivió en tiempos quizá más difíciles que los de su homónimo: los tiempos de la Claustra del Cisma de Occidente.

La semblanza de este hombre excepcional hay que trazarla a través de su obra, porque en ella cristalizó lo más puro de su alma grande y, en cierto modo, también buena parte de lo que su tiempo encierra de afán de trascender y superar una situación cristiana y religiosa que motivó una de las más graves crisis del catolicismo. Esa obra se llama Escalaceli. ¿Un nombre poético? ¿Un símbolo? Eso y mucho más. Encarnación de un sueño de reforma auténtica, Escalaceli, a siete kilómetros de Córdoba, en las estribaciones de Sierra Morena, no muy lejos de las ermitas, es la obra del Beato Álvaro. Una obra que hay que valorar en sus tres características: primero, como cuna de la reforma de la vida dominicana a raíz de aquel funesto bache de la Claustra, provocado por la tristemente famosa peste negra y acentuado por el Cisma de Occidente; segundo, porque en Escalaceli se levantó, según parece, el primer Vía crucis de Europa, y tercero, porque ese rincón de la Sierra Morena ha sido la fuente inexhausta donde Andalucía bebió su entrañable devoción a la pasión de Cristo.

El Beato Álvaro de Córdoba es una figura señera, vibrante de inquietud y de dinamismo paulino. Maestro por la universidad de Salamanca, pasó sus mejores años en la paz de los claustros y de las aulas, pero, al nacer el siglo XV, abandonó la cátedra aguijoneado por la urgencia del apostolado y recorrió las ciudades y los asendereados caminos de España, de Provenza, de Saboya, de Italia... atareado en la siembra de la palabra divina; buena falta hacía entonces esta labor, pues el campo de la fe era barbecho en el que germinaba la cizaña del desconcierto, de la corrupción de costumbres, de la holganza infecunda, mientras los pastores y los sembradores disputaban por la solución de un drama terrible: en la Iglesia llegó a haber tres tiaras al mismo tiempo, todas tres con ínfulas de legitimidad. El Beato Álvaro de Córdoba predica, pero también observa; reza, pero sin cerrar los ojos a la cristiandad lancinada; paladín de la unidad, anhela la solución del largo conflicto; hay mar revuelto incluso en las Ordenes religiosas; la peste negra, que devastó a media Europa dejó los conventos casi vacíos, y después se fueron poblando de hombres sin tensión espiritual. La crisis se agravó con el cisma, cuyo resultado más calamitoso fue la escisión de la unidad católica. Mientras unos reinos reconocían como legítimo Papa al que residía en Avignon, otros se mostraban adictos al que estaba en Roma; para empeorar las cosas, algunos cardenales se reunieron en Pisa y eligieron un tercer Papa. La algidez del problema se puso así al rojo vivo. De todas partes apremiaban a los tres Papas a renunciar a sus supuestos o legítimos derechos en bien de la Iglesia; un concilio acabaría con ese estado de confusión eligiendo un Papa único, previa la renuncia de los otros tres.

Por otra parte, los religiosos se esforzaban también en reducir a los cauces tradicionales sus propios institutos. Gracias a Dios, en medio de la desolación, abundaban los hombres de buena voluntad y de gran sabiduría. Sólo la Orden de Predicadores ofrece en esa época un magnífico santoral, casi todos ellos trabajadores incansables de la restauración de la Iglesia bajo un solo Pastor, dechados del espíritu genuino que debía animar la vida monástica de su Instituto, luchadores por la paz y la unidad en el recinto de los conventos: San Vicente Ferrer († 1419), San Antonino de Florencia († 1459), Beato Juan Dominici († 1419), Beato Álvaro de Córdoba († 1430), Beato Andrés Abelloni († 1450), etc. La relajación sesteaba a la sombra de la división. Si en la Iglesia había tres tiaras, la orden de Santo Domingo tenía tres jerarcas, uno para cada sector de obediencia a un Pontífice. La reforma se fue llevando a cabo poco a poco, con un temple admirable de prudencia, pese a los altibajos inevitables; por eso no se resquebrajó la unidad de la Orden como iba a acontecer en otros institutos religiosos. El Beato Raimundo de Capua, confesor y biógrafo de Santa Catalina de Siena, es la figura más representativa de esa reforma. La idea clave que preside su empeño es sustraer a los observantes de la jurisdicción del provincial; un vicario general se encargará de regir los conventos reformados; a la muerte de Raimundo de Capua —5 octubre 1399— le sucede en el generalato de la Orden Tomás de Fermo, que emprendió un camino distinto. El sucesor del espíritu del capuano es fray Juan Dominici, fundador del convento de Fiésole, que dio el hábito a Antonio Pierozzi, más tarde San Antonino de Florencia. El convento de Fiésole, en un paisaje vencido por la ternura, vio cómo dos años después de su fundación, en 1407, llamaban a la puerta los jóvenes Benedetto y Guidolino, hermanos y artistas. Son de Vicchio, cerca de Mugello, donde vio la luz el Giotto. Guidolino tomó, con el hábito, el nombre de Fra Giovanni de Fiésole, pero la posteridad se lo cambiará por otro aún más bello: Fra Angélico.

Después de la coronación de Alejandro V en Pisa, 7 de junio de 1409, la situación de la Iglesia y, en consecuencia, la situación de la Orden de Predicadores se hizo más dramática; los dominicos quedaron divididos, como la cristiandad entera, en tres secciones: parte —los adictos a Benedicto XIII— bajo el régimen de Juan de Puinoix; parte —los entusiastas del concilio de Pisa y de su papa Alejandro V— a las órdenes de Tomás de Fermo; parte, en fin, fieles a Gregorio XII congregándose en torno a Juan Dominici. El drama se agravó enormemente. Los conventuales de Fiésole, por citar un ejemplo, reciben el imperativo de Fermo para que se adhieran a Alejandro V y nieguen la obediencia a Gregorio XII. La disyuntiva era agobiante. Pero aquel puñado de auténticos religiosos optó por la huida, porque la voz de la conciencia era más fuerte que la autoridad de Fermo. Y una noche, a la luz de la luna, cruzaron la verde campiña toscana rumbo a Foligno, orando y llorando. Entre los fugitivos van artistas y santos. Algunos nos son ya conocidos. San Antonino, Fra Angélico...

En 1414 Dati sucede a Fermo; el drama se orientó, bajo su mandato, hacia la solución anhelada. Asistió al concilio de Constanza, en el que fue elegido único Papa Martín V el 11 de noviembre de 1417, y reinstauró el método de reforma esbozado por Capua, cuyo representante era Juan Dominici, cardenal y luego legado de Martín V.

El Beato Álvaro de Córdoba ha vivido intensamente esos días del plural cisma, le ha dolido el alma como a buen religioso, ha mirado con simpatía los esfuerzos de los reformistas italianos durante los días que estuvo predicando en Lombardía, a su ida y a su regreso del viaje a Tierra Santa —del que hablaremos pronto—. Fray Álvaro de Córdoba va a ser el maestro y el peón de la reforma en España. Esta empresa suya puede analizarse desde un doble ángulo de vista: primero, en lo que tiene de común con la reforma de los dominicos italianos; segundo, en lo que presenta de fisonomía propia. En el primer plano, se advierte que conoce bien el patrón de la reforma patrocinada por Raimundo de Capua y llevada adelante por Juan Dominici; en el segundo aspecto, es peculiar el tacto con que la realiza, huyendo de la lucha imprudente. En una ocasión se había acudido en Palermo a plantar un convento reformado frente por frente de otro no reformado. Casi como un reto. Fray Álvaro de Córdoba limó todo posible encono de las relaciones fraternas.

A su regreso a España es elegido confesor de la reina Catalina de Lancáster y de su hijo Juan II. Iluminado ya de unidad y esperanza el panorama de la Iglesia, fray Alvaro dice adiós a la corte. Su ideal es la reforma. El rey don Juan —el padre de Isabel la Católica— y su esposa doña María, hija del rey de Aragón don Fernando de Antequera, lo quieren como se quiere a los varones de Dios. Es un hombre virtuoso, maduro, emprendedor. No hay que cortarle la marcha. Expone sus planes y los apoyan con una crecida limosna. Fray Álvaro va a Córdoba y, en mitad de la Sierra Morena, funda a Escalaceli como una lanza erguida de reconquista espiritual. Es la conclusión de todas sus experiencias y la puesta en marcha de un sueño fecundo. Ha trabajado incansablemente en la Corte de Castilla por la unidad de la Iglesia; en la Corte de Aragón otro dominico batalla por la misma causa: fray Vicente Ferrer.

El prestigio de fray Álvaro en la corte es extraordinario. A sus ruegos, el rey don Juan escribe a Martín V solicitando la fundación en sus reinos de media docena de conventos observantes. El 5 de febrero de 1418 Martín V expide dos breves: en uno decreta la división de la provincia de Castilla en tres —las otras dos serán la de Galicia y la de Aragón— para que puedan ser reformadas con más facilidad; en el otro accede complacido a la súplica de que se funden seis conventos reformados, autorización necesaria, pues Bonifacio VIII había prohibido a las Ordenes mendicantes hacer nuevas fundaciones sin licencia de la Santa Sede; por otra parte, el capítulo general que la Orden celebra en Metz, 1421, exige que en cada provincia haya al menos un convento de observancia. Fray Álvaro, a quien acompaña fray Rodrigo de Valencia, compra la Torre Berlanga, en la sierra cordobesa, el 13 de Junio de 1423 y allí funda el primer convento reformado de su Orden en España; el breve de Martín V no ha sido letra muerta; pero, además, el paraje elegido, con sus olivares y sus torrenteras, tiene un encanto cautivador para fray Álvaro: recuerda la topografía de Jerusalén, tan pegada al alma del dominico desde los días de su peregrinación a los Santos Lugares. La vieja torre moruna fue rebautizada con un nombre bello: Santo Domingo de Escalaceli. Religiosos de espíritu austero, reclutados en diversos conventos, forman la nueva comunidad. Son ocho en total, amén del fundador: fray Juan de Valenzuela, fray Rodrigo de Valencia, fray Pedro Morales, fray Juan de Mesta, fray Juan de Aguilar, fray Bernabé de la Parra, fray Miguel de Paredes y fray Juan de San Pedro. Un mes más tarde el convento otorga públicos poderes a Pedro Sánchez de Sevilla y a Alfonso García para que reciban lismosnas para la construcción de un convento amplio y digno. Los gastos consumieron el donativo del rey, las limosnas de los cordobeses; los obreros se negaron a seguir trabajando. Fray Álvaro pasa la noche en oración y disciplinas. Dios oye su oración. Según refieren los testigos del proceso de su culto inmemorial, vinieron los ángeles y descargaron de sus carros aéreos el material que era menester. Por la mañana los obreros reanudaron, gozosos y asombrados, la obra, mientras el alba sonreía por los picos de Sierra Morena. Así se construyó, sobre roca viva, sobre penitentes oraciones, Santo Domingo de Escalaceli, primer convento reformado de la Orden en España.

Pero fray Álvaro, medidor de dificultades, solucionador a lo divino de problemas humanos, hombre prevenido —que siempre vale por dos, y aun por cien—, buscó apoyo en la corte y, por medio de ésta, en Roma. Había que ahuyentar el peligro de que el primer convento reformado naufragase por oposición o por otras causas. Necesitaba, en una palabra, cierta autonomía o independencia con relación a los no reformados. Con este fin, la reina María escribió a Martín V pidiéndole la institución de un vicario general de todos los conventos que abracen la reforma. Martín V expide el suplicado breve el día 4 de enero de 1427. Fray Álvaro, "profesor de teología, quien con licencia de la Santa Sede ha construido recientemente" un convento en Escalaceli, donde reina la más estricta observancia, es nombrado de por vida —quoad vixerit— prior mayor de todos los conventos reformados.

El historiador de la Orden, P. Mortier, ve en esto la primera congregación dominicana de observancia, casi en todo independiente del general de la Orden, con superiores elegidos por los mismos reformados. El módulo italiano de reforma ha sido superado en perfección y en eficacia, y se suman algunos elementos jurídicos que parecen estar inspirados en la Congregación de San Benito de Valladolid, bien conocida por fray Álvaro.

La vitalidad lograda en Escalaceli no sólo fue jurídica, sino también expansiva. En 1426 los frailes de Escalaceli fundan el convento de Portaceli, en Sevilla; y, casi por las mismas fechas, una hospedería en Córdoba con el fin de servicio auxiliar para los religiosos que bajaban del monte a las tareas apostólicas. La ciudad, conmovida por el ejemplo de los predicadores, hizo donación del solar "al honrado y sabio varón fray Álvaro, maestro en santa teología", según dice la escritura notarial. La hospedería era una cabeza de puente y, andando el tiempo, el P. Posadas la hará famosa (véase la semblanza de éste en el 20 de septiembre).

La reforma había empezado. Conducida a término superaba ya las posibilidades de quien fue alma y motor de ella. Pero la semilla estaba echada. "No fueron estériles los esfuerzos del Santo cordobés —dice el P. Beltrán de Heredia—. Gracias a ello se despertó una tendencia reformadora que, luchando con enormes dificultades, logró abrirse paso hasta conquistar totalmente el campo".

Junto a este aspecto de la obra del Beato Álvaro pongamos otro que tiene un valor singular en la historia de la piedad cristiana: en Escalaceli se construyó el primer Vía crucis de Europa.

La Edad Media, con las cruzadas, con la predicación de San Bernardo y de los mendicantes, centró la devoción del pueblo hacia los misterios de la vida y pasión de Cristo. Fray Álvaro, hombre de su siglo, era devotísimo de la pasión del Señor. Un cuadro que se halla en San Esteban de Salamanca nos lo presenta en pie, amorosamente abrazado a la cruz. Impulsado por ese fervor pasionario peregrinó a Tierra Santa. Al empezar la reforma comprendió que era necesario orientarla por un cauce de austeridad y ascetismo. Si eligió la sierra de Córdoba para fundar fue porque la topografía presentaba una gran semejanza con la de Jerusalén; él haría que se pareciese aún más. En lo alto de la ladera del lado este del convento, pasado el valle por el que se precipitan las aguas serranas, levantó una capilla que bautizó con el nombre de "Cueva de Getsemaní"; al valle lo llamó "Torrente Cedrón"; pero hay más: desde el convento —Jerusalén cordobesa— hasta un montecico situado al sur y que dista, como han podido apreciar los técnicos, tanto como el lugar de la crucifixión de la Ciudad Santa, edificó una serie de estaciones que terminaban en el "Calvario", donde puso tres cruces. Otras capillitas construyó en torno a Escalaceli, conmemorativas de lugares santos; pero interesa, sobre todo, destacar el Vía crucis. No han faltado quienes han querido derribarlo con la pica de un criticismo anodino, porque, dicen, no se encuentran en él elementos formales ni coincidencia con la estructura definitiva; fútil argucia, aún blandida por el P. Zedelgen, pues es clara verdad que el Beato Álvaro construyó el Vía crucis con un obvio fin de meditación y acompañamiento del itinerario doloroso del Señor. La vida religiosa, ejercitándose en ese camino ascético, adquiría así una tónica robusta y catártica. Fray Álvaro y sus religiosos meditaban los sufrimientos del Redentor por esa Vía dolorosa recordadora. Los biógrafos y el proceso del culto inmemorial del Beato relatan escenas impresionantes de esta plástica devoción pasionaria del fundador de Escalaceli. Fray Álvaro pasaba las noches en oración, amparado por el silencio, de los olivos y el éxtasis de las estrellas, en la capilla de Getsemaní; a veces, cuando muy de madrugada acudía a rezar los maitines con la comunidad, los ángeles le ayudaban a subir la áspera pendiente o vadear la torrentera. Un testigo del proceso cuenta haber oído a su abuelo, amigo del Santo, que éste se disciplinaba junto a aquellas cruces levantadas a la vera del camino como pregón de eternidad y redención bajo las nubes altas, fugitivas, del cielo cordobés. En una ocasión, narra otro testigo, retornaba fray Álvaro de su tarea apostólica en la ciudad y, antes de llegar al convento, halló un mendigo moribundo; lo envolvió en su capa, lo echó a su hombro y cuando intentó descubrirlo en la portería, el mendigo ya no era un mendigo: era un Cristo en la cruz, el mismo, según una secular tradición, que se venera hoy en la iglesia del convento.

Sería pueril querer buscar en el Vía crucis del Beato Álvaro un Vía crucis exacto al hoy usual e indulgenciado. Pero la idea, la sustancia es la misma. El sentido realista del hombre meridional, sensibilizador de los temas espirituales, explica el porqué del gran éxito de esta reconstrucción pasionaria que hacía en cierta manera asequible para todos la "peregrinatio spiritualis" a Jerusalén en aquella época enardecida de sueños de cruzadas, cuando la peregrinación real era punto menos que imposible.

El haber en Escalaceli otras capillas que no se refieren a la Vía calvaríi, no es una razón suficiente —como han querido algunos— para decir que no era un Vía crucis lo que San Álvaro hizo en Escalaceli, como si lo más excluyese lo menos, el todo a la parte...

Los demás Vía crucis conocidos en Europa son todos posteriores al de Escalaceli, como el del Monte Varallo, el de Romans-sur Isere, el de Fribourg, el de Lovaina, el de Adam Krafft en Nuremberg, etc. Además, si la primacía cronológica de los Vía crucis le corresponde a España, también es suya la primacía de intensidad; es decir, en ninguna parte arraigó tan profundamente como en España esa devoción. En cuanto a la estructura hay que confesar que ha sufrido una notable evolución y que la obra del holandés cristiano Adricomio —fines del siglo XVI— sobre el modo de practicar esa devoción, y los Ejercicios espirituales, del P. A. Daza, O. F. M., que fue el que dio el número de las 14 estaciones (1625), han ejercido un influjo definitivo. La devoción del Vía crucis, nacida como flor natural en el ambiente medieval de fervor por la meditación y el rescate de los Santos Lugares, plasmada por el Beato Álvaro en Escalaceli en un atisbo certero y espontáneo, alcanzó su forma última con San Leonardo de Porto Maurizio, el santo que construyó en Italia nada menos que 572 Vía crucis, adoptando la forma española de las 14 estaciones. De España le venía también su fervor por este apostolado, como él declara: "Habiendo sabido, por religiosos españoles que me informaron, que en España se erigían los Vía crucis con gran provecho para las almas, se me encendió el espíritu de un ardiente deseo de procurar un tan gran bien para Italia".

Después de haber visto las dos dimensiones anteriores de Escalaceli, tan homogéneas y ensambladas, es fácil pasar al tercer eslabón: Escalaceli ha sido la fuente donde Andalucía ha bebido su honda devoción a la Pasión, a la "Semana Santa". No es una conclusión; es un corolario de lo que precede. Por Escalaceli llegamos inmediatamente a las más profundas raíces de ese fervor del pueblo andaluz por sus Cristos, sus Macarenas y sus "pasos". El Cristo del Beato Álvaro, las cruces de Escalaceli abrieron un abismal surco en el alma religiosa de Andalucía; en él han florecido, como máximo exponente, esas procesiones —consteladas de cera y suspiros—, esos Cristos sangrantes y esas Vírgenes sublimemente consternadas, que labraron gubias tan creyentes como las de Martínez Montañés, Juan de Mesa o Cristóbal de Mora. Escalaceli fue meta de peregrinaciones; el proceso canónico del culto del Beato Álvaro abunda en confesiones de este tipo. Los peregrinos se pasaban noches enteras velando delante del Cristo del Beato Álvaro y durante el día visitaban las capillas que evocaban los santos lugares y recorrían la Vía crucis.

Esta es la obra —y también la biografía— del Beato Álvaro de Córdoba. Allí, en aquel nido de águilas espirituales, murió en 1430. Escalaceli siguió largo tiempo la ruta trazada por el fundador. El Beato Álvaro ha seguido velando por su continuidad. En 1530 los religiosos lo abandonaron, trasladándose al monasterio de los santos mártires Acisclo y Victoria; intentaron llevarse los restos del fundador, pero sus reiteradas intentonas se vieron frustradas por prodigios celestes. Fray Luis de Granada recibe en 1534 el encargo de reconstruir material y espiritualmente el célebre convento. Y, con su celo y juventud, renovó los mejores tiempos de Escalaceli. A fines del siglo XVI se erigió la Cofradía del Beato Álvaro, inscribiéndose en pocos años más de 4.000 hermanos. La flor de la nobleza andaluza abrazó los estatutos; en 1655 medio centenar de caballeros cordobeses escriben al P. Provincial de Andalucía ofreciéndole su ayuda para restaurar el santuario, que, por las inclemencias de los temporales y por los años, se estaba desmoronando. En el siglo XVIII el conde de Cumbre Hermosa, Lorenzo María de la Concepción Ferrari, alto personaje de la corte, tomó el hábito y, electo prior, rehizo el convento y dejó cuantiosos bienes para convertirlo en un centro de misiones, decisión que el hagiógrafo cordobés Sánchez de Feria comentó como "idea propia del cielo". Por esa época, 1741, se logró dar remate al proceso de beatificación de fray Álvaro; Benedicto XIV, el gran maestro clásico de las causas de beatificación y canonización, había estudiado detenidamente el caso típico que presentaba el proceso; en su monumental obra sobre la materia se refiere repetidas veces a este proceso. La desamortización y exclaustración del siglo XIX amenazó una vez más de ruina a Escalaceli; pero el Beato Álvaro veló por su convento. Devotos cordobeses restauran la "Hermandad del Santísimo Cristo y del Beato Álvaro de Córdoba" y la reina Isabel II con toda la familia real fueron recibidos en ella; el P. Ferrari había logrado que Fernando VI adoptase a Escalaceli bajo el patronato real. En 1900 volvieron los dominicos, Las Cortes de Cádiz habían querido reformar la Iglesia española inspirándose en la obra del Beato Álvaro, a quien dedican elogios que más parecen sarcasmos que otra cosa. Porque mientras le encendían una vela, Escalaceli se estaba derrumbando. Aún hoy sobre el Monte Calvario tres cruces medio caídas recuerdan, en su anhelo de brazos extendidos, enclavados, abiertos sobre la ciudad lejana, su historia antigua. Pero pese a esta desgracia, que el hombre malo no ha permitido remediar, unos sencillos mojones de cal y canto rematados en cruz de hierro señalan el camino del primer Vía crucis de Europa y la gente vuelve a subir en romería y en peregrinación durante todo el año, especialmente en el tiempo penitente y nazareno de la Cuaresma. Un poco más allá, donde arranca la primera estación, está el convento rehecho, con su castillo al lado. Y casi medio centenar de novicios dominicos están curtiendo el cuerpo y el alma bajo el patronato del santo fundador. Para el peregrino, lo mismo que para los novicios, los versos de la puerta son un memorial inolvidable:

Alcázar de la fe, sagrado asilo...
la cristiana piedad goza en tu historia,
que escala te apellida de la gloria.

Todo en Escalaceli, el convento que yergue su hermosura en el mar grisáceo de la sierra como un blanco navío, invita a enfilar el alma proa a Dios. 

ÁLVARO HUERGA, O. P.

18 feb 2014

Santo Evangelio 18 de Febrero de 2014



Día litúrgico: Martes VI del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Mc 8,14-21): En aquel tiempo, los discípulos se habían olvidado de tomar panes, y no llevaban consigo en la barca más que un pan. Jesús les hacía esta advertencia: «Abrid los ojos y guardaos de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes». Ellos hablaban entre sí que no tenían panes. Dándose cuenta, les dice: «¿Por qué estáis hablando de que no tenéis panes? ¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís? ¿No os acordáis de cuando partí los cinco panes para los cinco mil? ¿Cuántos canastos llenos de trozos recogisteis?». «Doce», le dicen. «Y cuando partí los siete entre los cuatro mil, ¿cuántas espuertas llenas de trozos recogisteis?» Le dicen: «Siete». Y continuó: «¿Aún no entendéis?».



Comentario: Rev. P. Juan Carlos CLAVIJO Cifuentes (Bogotá, Colombia)
Guardaos de la levadura de los fariseos

Hoy —una vez más— vemos la sagacidad del Señor Jesús. Su actuar es sorprendente, ya que se sale del común de la gente, es original. Él viene de realizar unos milagros y se está trasladando a otro sector en donde la Gracia de Dios también debe llegar. En ese contexto de milagros, ante un nuevo grupo de personas que lo espera, es cuando les advierte: «Abrid los ojos y guardaos de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes» (Mc 8,15), pues ellos —los fariseos y los de Herodes— no quieren que la Gracia de Dios sea conocida, y más bien se la pasan cundiendo al mundo de mala levadura, sembrando cizaña. 

La fe no depende de las obras, pues «una fe que nosotros mismos podemos determinar, no es en absoluto una fe» (Benedicto XVI). Al contrario, son las obras las que dependen de la fe. Tener una verdadera y autentica fe implica una fe activa, dinámica; no una fe condicionada y que sólo se queda en lo externo, en las apariencias, que se va por las ramas… La nuestra debe ser una fe real. Hay que ver con los ojos de Dios y no con los del hombre pecador: «¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada?» (Mc 8,17). 

El reino de Dios se expande en el mundo como cuando se coloca una medida de levadura en la masa; ella crece sin que se sepa cómo. Así debe ser la autentica fe, que crece en el amor de Dios. Por tanto, que nada ni nadie nos distraiga del verdadero encuentro con el Señor y su mensaje salvador. El Señor no pierde ocasión para enseñar y eso lo sigue haciendo hoy día: «Nos hemos de liberar de la falsa idea de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy» (Benedicto XVI).

Comentario: + Rev. D. Lluís ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona, España)
¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?

Hoy notamos que Jesús —como ya le pasaba con los Apóstoles— no siempre es comprendido. A veces se hace difícil. Por más que veamos prodigios, y que se digan las cosas claras, y se nos comunique buena doctrina, merecemos su reprensión: «¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada?» (Mc 8,17).

Nos gustaría decirle que le entendemos y que no tenemos el entendimiento ofuscado, pero no nos atrevemos. Sí que osamos, como el ciego, hacerle esta súplica: «Señor, que vea» (Lc 18,41), para tener fe, y para ver, y como el salmista dice: «Inclina mi corazón a tus dictámenes, y no a ganancia injusta» (Sal 119,36) para tener buena disposición, escuchar y acoger la Palabra de Dios y hacerla fructificar.

Será bueno también, hoy y siempre, hacer caso a Jesús que nos alerta: «Abrid los ojos y guardaos de la levadura de los fariseos» (Mc 8,15), alejados de la verdad, “maniáticos cumplidores”, que no son adoradores en Espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23), y «de la levadura de Herodes», orgulloso, despótico, sensual, que sólo quiere ver y oír a Jesús para complacerse.

Y, ¿cómo preservarnos de esta “levadura”? Pues haciendo una lectura continua, inteligente y devota de la Palabra de Dios y, por eso mismo, “sabia”, fruto de ser «piadosos como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico de la fe (...). Piedad de niños, pues, y doctrina segura de teólogos» (San Josemaría).

Así, iluminados y fortalecidos por el Espíritu Santo, alertados y conducidos por los buenos Pastores, estimulados por los cristianos y cristianas fieles, creeremos lo que hemos de creer, haremos lo que hemos de hacer. Ahora bien, hay que “querer” ver: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), visible, palpable; hay que “querer” escuchar: María fue el “cebo” para que Jesús dijera: «Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28).

Beato Francisco Regis Clet, 18 de Febrero

18 de febrero

BEATO FRANCISCO REGIS CLET

(† 1830)

¿Sucedió hace un siglo? ¿Ocurrió quizá ayer por la tarde? ¿Ha salido en los periódicos de esta mañana la noticia de que un sacerdote francés ha sido asesinado en China? ¿O quizá mañana? ¿O siempre? Es una vieja historia. Desde el anciano Ignacio, el de Antioquía, comido por los leones, hasta el sacerdote que quizás ahora está muriendo en una cárcel de cualquier parte, la cadena de sacerdotes pasando de mano en mano la antorcha de la fe, manchada en sangre, no muere nunca, hasta el fin. Francisco Regis Clet fue un eslabón. Nadie ha dicho que tú o yo no podamos ser otro.

Francisco Regis Clet fue un paúl francés. Francisco Regis Clet fue durante catorce años profesor de teología de un seminario. Durante un año fue director de novicios. Durante veintisiete años fue misionero en China. Desde hace ciento veintiocho años es un habitante del cielo. No fue obispo. No fue predicador de Notre Dame. No murió joven, ni fue un santo arrollador en los que el brazo de Dios obra a modo de relámpago. Apenas hizo nada que no pueda hacer un profesor de seminario. Pero tuvo el coraje de subir paso a paso hasta la cumbre.

Siempre quiso ser mártir, pero no murió mártir hasta los 72 años. Murió sin prisa, año a año, en Europa y en China, pensando siempre: "Para mí, vivir es Cristo, y morir, una recompensa". Una recompensa cuando Dios quiso, y mientras tanto evitó la muerte que dejaría a muchos cristianos sin sacerdote, huyó de las persecuciones chinas, se refugió con sus cristianos en las montañas, se escondió en los pozos y en las cuevas, huyó de casa en casa.

Una mañana, disfrazado de comerciante, con una vasija de aceite en la mano, Regis Clet salía de la última casa que le había servido de refugio. Aquella noche alguien le llamó mientras dormía:

—"¡Francisco, Francisco, que vienen los soldados, levántate!"

Francisco siguió dormido. Entonces ese alguien le tiró del brazo.

—"De: manera que están los perseguidores a la puerta y tú duermes tan tranquilo."

Se levantó de la cama. No vio a nadie. (¿Será el ángel?) Celebró la misa, se disfrazó y abrió la puerta para escapar. Allí estaban los soldados. El cristiano renegado que venía con ellos dijo:

—"Ese es".

Francisco se adelantó.

—",Amigo, ¿a qué has venido?"

Sabía muy bien que ningún lugar de prendimiento, aunque sea Ho-nan, allá en China, está muy lejos de Getsemaní. Ni tampoco está muy lejos del Calvario aquella cruz de Hou-pe donde murió dos años después.

El 17 de febrero de 1820 los soldados de la prisión de Hou-pe entraron en la celda donde estaba el padre Clet con el sacerdote nativo Chen. Dijeron a Clet:

—"Síguenos".

—"¿Me volveréis de nuevo aquí?", —preguntó Clet.

Los soldados callaron. Entonces el padre Chen les miró.

—"Decid, la verdad. Los europeos no temen la muerte."

—"La verdad es que no ha de volver."

El padre Clet pidió unos momentos para hablar con su compañero del que recibió por última vez la absolución sacramental. Quisieron darle unos vestidos nuevos para ir al suplicio por estar ya viejos los que llevaba. "No voy al suplicio como un mártir, contestó, voy como un penitente". Antes de salir se volvió hacia los cristianos que lloraban tras él, diciendo: "No abandonéis jamás la fe". Y salió.

Apenas había amanecido. En Pekín, a muchas leguas de allí, tampoco había amanecido ni amanecería en todo el día, ni al día siguiente. Durante tres días estuvo la ciudad envuelta en tinieblas cerradísimas que muchos atribuyeron a castigo por el asesinato de Clet. En Hou-pe apenas había amanecido. Un grupo de soldados conducía hacia las afueras de la ciudad a un viejecito de setenta y dos años, mal vestido, con su barba blanca demasiado larga, encorvado y gastado, pero sonriente. Llegaron al campo de los ajusticiados. Había allí una cruz, no muy alta. Sólo lo preciso para que un hombre pudiese morir en ella estrangulado. Clet, después de haber estado un momento arrodillado junto a ella, levantóse diciendo: "Podéis atarme ya". Y le amarraron. Con las cuerdas, bajando desde el cuello, le sujetaron las manos a la espalda, y le ataron los pies, uno sobre otro.

Ya no quedaba más que morir. Pero, en China, morir estrangulado es morir tres veces. El verdugo aprieta tres veces el cuello para hacer regustar el tremendo sabor de la muerte. Los cristianos pagaron a los verdugos para evitar que el suplicio fuese tan cruel con este pobre anciano. Pero fue inútil. El verdugo apretó hasta el límite de la muerte y soltó. Un momento más de vida para volver a morir. Un instante más para volver a ver los setenta y dos años de vida que se van.

Dicen que al morir la vida aparece junta y más clara. Toda la vida como es, como un suspiro que dice el salmo. Francisco Regis Clet había reunido ahora, como en un puñadico, todo lo que quedaba de su vida, todos los recuerdos. En su prisión, cuando volvía al calabozo despedazado, hecho polvo después de las torturas de los interrogatorios, Francisco Regis Clet no dormía. Rezaba y recordaba durante toda la noche, arrodillado en un banquillo. Una noche el carcelero le vio así, sólo y despierto y aún sangrando. "¿Qué prodigio, preguntó a la mañana siguiente, qué prodigio quería obtener este anciano que ha pasado de ese modo en vela toda la noche?" El prodigio de morir por Cristo, de ofrecerle todo lo que había sido su vida. Otro carcelero puso una cadena sobre el banquillo para que no se arrodillase. Pero él hizo como si no se diese cuenta y se volvió a arrodillar allí, rezando Y recordando.

Ahora, desde el umbral de la muerte, lo tiene todo fresco en la memoria, todo junto para ofrecérselo a Dios. Desde la soga de estrangulado puede ver allá lejos, más allá de estas montañas de China, mucho más allá de lagos y bosques, la dulce Francia, y aquella ciudad de Grenoble, al pie de los Alpes, donde nació el 19 de agosto de 1748. Puede recordar a su padre, comerciante de tejidos, a su madre, Claudina Bourquy. Recordar su despedida para ingresar en el seminario de la Congregación de la Misión de Lyon. Su ordenación sacerdotal en 1773, sus años de profesor de teología en Annecy, donde era llamado "biblioteca ambulante". Su marcha a París para la Asamblea General de la Congregación, y su nombramiento de director de novicios. Y aquella noche del 12 al 13 de julio, cuando las turbas que hicieron la Revolución Francesa asaltaron la casa de San Lázaro a las dos de la madrugada. Él, con los demás sacerdotes se había refugiado en las casas cercanas. Cuando volvieron al día siguiente sólo encontraron lo que queda después de una tormenta, un montón de muebles y altares destrozados en medio de unas paredes desnudas. Y muy cerca de allí un cuerpo en su ataúd. El cuerpo de Vicente de Paúl. Cuando las turbas, gritando, derrumbándolo todo, se encontraron de repente ante el cuerpo de San Vicente de Paúl, callaron. Allí estaba el padre de los pobres, el hombre del pueblo, el único corazón de Francia que podía detener todas las revoluciones del hambre y del odio. Y dejando las hachas y descubriendo las cabezas, cargaron el ataúd y en un silencio de muerte lo transportaron a la próxima iglesia.

Francisco se acuerda de Vicente de Paúl. Siempre ha vivido bajo su luz. Hace ya veintinueve años, poco después del asalto a San Lázaro, besó por última vez sus reliquias.

¡Tantas cosas sucedieron hace veintinueve años! ¡Qué lejos quedó Francia desde entonces! ¡Qué lejos su casa, su familia, su hermana María Teresa! María Teresa, la hermana mayor, había sido como una madre para los hermanos pequeños de la familia Clet. Francisco era el décimo de los quince hermanos. Son emocionantes las cartas de despedida entre los dos hermanos, antes de embarcarse Francisco para China. María le escribió llorando que no les abandonase para siempre. Francisco contestó: "Aprovecho la noche que precede a mi salida para contestar a tu tiernísima carta. Ya esperaba yo que tu constante y dulce cariño hacia mí no te había de permitir obedecer a la invitación que te hacía de que no intentaras quebrantar mi proyecto... Las cosas han avanzado demasiado y no me arrepiento en modo alguno de mi conducta. No por falta de amor hacia ti, sino porque creo que en esto sigo los designios de la Providencia hacia mí". Todo el cariño más puro y más fuerte que puede contener el pecho de un hombre se levantó entonces en el corazón de Francisco. Hace falta haber sufrido este género de pena para comprenderlo. María Teresa era para él el amor de su madre muerta, el amor de la familia, el hogar, toda su infancia personalizada en una persona. Era la parte que en su vida había cabido al amor humano. Pero la voluntad de Dios estaba más allá del mar. A pesar de todo, allí se iría, pues. No se vieron al despedirse, no se habrían de volver a ver en la vida. Pero no importa. Unos momentos antes de embarcarse le escribió de nuevo: " ... Ruega al Señor que me haga cumplir exactamente su obra. Comunica otra vez mis afectos a mis queridos hermanos, así como también a mi cuñado y sobrinillos. Encomiéndame a las oraciones de mi tía, de la carmelita, y persuádete de que por muy apartado que de ti me halle, jamás te olvidaré". Y cruzó el mar, dejándolo todo detrás, dejando su tierra que amaba como un francés ama a Francia, dejando cuarenta y tres años, media vida, detrás. Ahora estaba en China, ahora iba a morir. Pero, "por muy apartado que de ti me halle, jamás te olvidaré".

Después de un noviciado de costumbres y usos chinos, marchó a la misión del Kiang-si. Pero el lenguaje chino no se aprende en un día. Francisco necesitó toda su paciencia y tesón para aprenderlo. Enseguida marchó al Hou-Kouang, subdividida en las provincias de Hou-pe y Ho-nan, donde había diez mil cristianos diseminados, refugiados en las montañas por causa de la persecución de 1784, y por miedo a los Peisien-kiao, bandas de sublevados contra el emperador. Y para tantos cristianos a veces cinco sacerdotes, a veces tres, a veces sólo el padre Clet, caminando de monte en monte, disfrazado. "Para ponernos al abrigo de una sorpresa, escribe, hemos formado, en unión de nuestros cristianos, campos fortificados en las cumbres de los montes". Y ni aun esto bastaba, porque los revolucionarios venían a cualquier hora quemándolo todo. Así, escribió Clet: "Han visitado mi casa y se han llevado cuanto han querido; pero no la han incendiado. La casa tiene dos cuartos e invadieron el primero mientras yo me estaba tranquilamente en el segundo. No tenían más que abrir la puerta y me hubieran prendido. Pero no abrieron, sino que se entretuvieron en beberse el vino que encontraron, y después se marcharon". En medio del peligro salía hacia grupos de cristianos que hacía veinte o treinta años no habían visto un sacerdote. Y en los días de descanso confesaba durante nueve o diez horas seguidas, y al final todavía conservaba su buen humor para decir: "Aquí hay algunos cristianos tibios, pero gracias a Dios no existen filósofos ni mujeres teólogas".

A todos los rincones llegaba la fama de su abnegación, sabiduría y santidad, y era considerado como el oráculo de los misioneros de China, según testimoniaba muchos años más tarde otro mártir de China, el Beato Gabriel Perboyre. Si un día libraba del demonio a una mujer con sólo tocarle con la estola, otro día conseguía una lluvia torrencial después de haberse puesto a rezar a petición de los cristianos, y de haberla anunciado. Un día, navegando por el río, le dijo el barquero: "Si no se levanta un viento favorable que nos aleje de la orilla, le reconocerán y prenderán". No había el viento suficiente para hacer temblar la hoja de una flor de loto. Pero, de improviso, mientras rezaba, se levantó un viento que alejó la barca de la costa... Volvía otro día a casa y unos paganos le esperaban en un recodo del camino para abalanzarse sobre él y despojarle de cuanto llevaba. Pero no pudieron moverse de espanto al verle venir rodeado de luz y avanzando sin pisar el suelo.

Bueno, ya estamos en el fin. Cuánto ha tardado en llegar. ¡Hacerse viejo en los escondrijos, vivir sabiendo que el mandarín ha ofrecido tres mil tails y la condecoración nacional por la cabeza de uno! ¡Y todavía en estas circunstancias tener valor y humor para escribir desde su escondite: "No deseo de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo, pues de los que me enviaron hace dos años sólo uno está medianillo. Los otros se adelantan una o dos horas al día; de pronto fueron asaltados de una calentura intermitente que los condujo a la muerte!" ¡Santo Dios! "No deseo de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo". A los setenta años, perseguido, a punto de ser capturado y estrangulado tener serenidad y coraje para decir que no desea de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo. Nunca entenderemos la maravilla de sublimidad y sencillez de que está hecho un santo.

Quizá ahora, ahora que está atado y a punto de ser estrangulado, entre sus pobres ropas, lleva su buen reloj de bolsillo. Desde ahora ya no importará que el reloj se atrase o se adelante, ¿verdad? Ya todo es lo mismo, Todo está cumplido. Los veinte meses de prisión también. Y todos sus tormentos.

Pero a pesar de todo, aún se puede sonreír, aún está sonriendo, esperando a que el verdugo apriete definitivamente. Siempre ha sonreído, pase lo que pase. Hasta entre los tormentos y los interrogatorios, de rodillas ante el tribunal. Mientras el tribunal estaba distraído, dijo un día el padre Lamiot, que acababa de llegar encadenado, al padre Clet:

—"¡Ánimo! me encomiendo a vuestras oraciones. ¿Cómo estáis?

Entonces Clet sonrió:

—"Ya no sé hablar francés, ni latín, ni chino".

Y, al verles sonreír, les separaron.

C'est tout. Sencillo y emocionante. De tanta sencillez que podría hacer llorar. Pero el verdugo no llora; el verdugo aprieta. La pobre garganta ya no resistirá más. Es la garganta de un profesor de seminario y la garganta de un apóstol y la garganta de un habitante de las catacumbas. Eso, la garganta de un cristiano. Ahora ya no sabe hablar ni el francés del seminario, ni el chino de las misiones, ni el latín de las catacumbas. Ahora ya no puede hablar. Sólo sonríe.

... Más allá de las montañas está Francia. Más allá de las nubes está Dios...

El mandarín dio la señal. El verdugo le apretó por tercera vez la garganta, sin miedo, hasta el fin. Francisco Regis Clet sonrió. Eso es, sonrió. Y murió.

LUIS GALLÁSTEGUI, C. M.