4 de marzo
SAN CASIMIRO, REY
(† 1484)
Cuando nació San Casimiro el día 3 de octubre de 1458 en el castillo de Wawel, en Cracovia, habían pasado setenta y dos años desde que su abuelo, el célebre Jaguelón, gran duque de Lituania, se posesionara del trono de Polonia con el nombre de Ladislao II. Amenazados continuamente por los asaltos de los caballeros de la orden teutónica y por las incursiones de los tártaros y los rusos, lituanos y polacos, aunque tan dispares en lengua y estirpe, habían resuelto, al fin, unir su suerte creando una federación o "república", como entonces se decía, la cual sería regida por un jefe único, pero conservando ambos estados sus derechos y sus prerrogativas, con ejército, parlamento y cargas civiles propias.
Jaguelón solamente tuvo hijos de su cuarta espesa, la princesa lituana Sofía de Alsenai; entre éstos se encontraba el padre de nuestro Santo, llamado también Casimiro, que fue desde 1440 gran duque de Lituania v desde 1447 rey también de Polonia. Casó con la princesa austríaca Isabel de Habsburgo, de la cual tuvo trece hijos, siendo el segundo San Casimiro.
Las familias numerosas son consideradas en los salmos como una bendición: "Tus hijos, como retoños de olivo alrededor de tu mesa". Y a menudo los santos han salido de estas familias con mucha prole; y en la actualidad demuestran las estadísticas que de estas familias salen las mejores vocaciones religiosas y sacerdotales.
Volviendo a nuestro Santo hemos de decir que, como sus hermanos y hermanas, tuvo una educación sólida y profundamente cristiana.
Por lo que toca a su madre no puede dudarse. Era una de las princesas más piadosas de su siglo. Pero, además, tenemos un testimonio excepcional. Una carta de la propia Isabel de Habsburgo, escrita en 1502 a su hijo Ladislao, rey de Bohemia y Hungría, en la cual describe minuciosamente cómo deben los padres educar a sus propios hijos. Y sin duda que los sabios consejos que da la madre son sencillamente la exposición de su experiencia personal.
A esta labor básica e insustituible de los padres se juntó la obra de excelentes maestros.
En primer lugar, la del humanista polaco Juan Dlugosz, conocido entre los contemporáneos con el nombre latinizado de Joannes Longinus senior. Fue canónigo de Cracovia y consejero del obispo y por su defensa de los derechos de la Santa Sede mereció el destierro, que pronto le levantó el rey Casimiro para encargarle de la educación de sus hijos. Rechazó el arzobispado de Praga y posteriormente aceptó el de Lemberg, en 1479, muriendo antes de ser consagrado. Su fama literaria le viene de haber escrito una Historia polónica, en que hermana sabiamente el amor a la patria y a la religión. Pero haber sido preceptor de San Casimiro le sigue mereciendo mayores citaciones y probablemente también mayor gloria en el cielo.
Con él compartió la grave responsabilidad de educar a los príncipes el humanista italiano Filippo Bonaccorsi, llamado "Calímaco". En los tiempos de Pío II llegó a ser miembro de la célebre Academia Romana; pero a la muerte del papa Piccolómini, sospechoso de haber tomado parte en la conjuración contra Paulo II, hubo de huir de Roma y refugiarse en el extranjero. Fue bien acogido en la corte polaca, al servicio de la cual perduró treinta años. Calímaco debió enseñar a sus regios discípulos el latín y la retórica y para San Casimiro tuvo el preceptor italiano una frase que lo canonizaba en vida, pues le llamaba divus adolescens, joven divinizado. Opinión que concuerda con la del propio Dlugosz, que le definió como "mancebo maravilloso, de raras dotes y espléndida instrucción".
Claro está que ni los cuidados exquisitos de sus padres ni la competencia de sus maestros alcanzaran gran cosa si el príncipe Casimiro no hubiera correspondido generosamente a la gracia. Porque sus otros hermanos, a pesar de haber recibido la misma educación y criarse en circunstancias semejantes, no sólo no llegaron a su mismo grado de perfección, sino que su vida dejó bastante que desear en cuanto a ejemplaridad cristiana.
El primer biógrafo del Santo fue otro humanista italiano, enviado a Polonia por León X, a los pocos años de su muerte, con el fin de que recopilara los datos para su vida, por ser tan general la fama de su santidad. Zacarías Ferreri nos describe en la vida de San Casimiro, en un latín de corte clásico, sus virtudes eminentes. Nos habla de su piedad, de su mortificación, de las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, y de las cuatro cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza... Hemos de confesar que tal enumeración de virtudes se nos antoja un tanto convencional. Ferreri hizo el esquema y después lo fue aplicando al piadoso príncipe. Pero lo cierto es que los hechos revelan un alma de santidad no común.
El continuo esfuerzo del jovencito de agradar a Dios y estar siempre unido a él denotaba una conducta muy por encima de lo ordinario. Para domar su cuerpo y evadir los peligros de la corte renacentista, tan poco propicia a la abnegación, se ejercitaba en las mortificaciones más austeras. Usaba cilicio, se azotaba con disciplinas, practicaba el ayuno corporal, dormía en la dura tierra...
De la mortificación de los sentidos no hay que decir. Ni los vestidos ricos, ni los regalos de palacio, ni los pasatiempos frívolos, ni las fiestas mundanas conseguían atraerle. No podía concebirse mayor inocencia, mayor compostura, mayor devoción en tan tierna edad, En el templo, sobre todo, sobrecogía por su actitud piadosa y recogida, olvidado de todo y arrebatado a Dios.
Principalmente fue devoto de la pasión de Cristo.
A lo largo de toda la Edad Media las almas religiosas habían ido penetrando en el misterio insondable de la redención, y una ascética pujante llevaba a los espíritus a conformarse con Cristo crucificado.
Del hieratismo de los crucifijos bizantinos se pasó a la humanización del arte gótico. Fue una exaltación continua de los sufrimientos del Salvador, que llega a su ápice en las tablas de los maestros flamencos y de los primitivos italianos.
Las cruzadas primero y las peregrinaciones después fomentaron el mismo sentimiento de devoción a Cristo crucificado. Los grandes místicos medievales, Santa Matilde, Santa Brígida, Santa Catalina de Siena, San Francisco de Asís, crucifijo viviente, adornado de los sagrados estigmas, Ruysbroeck, con los místicos alemanes y más cercanos a nuestro santo, Gerardo Groot y los religiosos de Windesheim... todos exaltan la meditación sobre temas de la pasión de Cristo.
Nuestro joven príncipe se abismaba en la contemplación del Crucificado, y al oír hablar de los dolores y agonías que se le presentaron al Redentor en el huerto, de los escarnios que padeció en el atrio de los sumos sacerdotes, de las befas y ludibrios de la flagelación y la coronación de espinas, así como de las caídas del terrible itinerario y de la crucifixión y muerte a la hora de nona, las lágrimas brotaban de sus ojos compasivos y el corazón se le desmayaba en deliquios amorosos.
Embebido en pensamientos tan divinos, ninguna otra cosa le apetecía, y por su gusto todo su tiempo lo pasara en oración tan sabrosa.
Y no siendo esto posible, por los deberes ineluctables de su alto rango, aprovechaba las noches para tan piadosa ocupación y para visitar las iglesias, pues tan grande como su piedad hacia la pasión de Cristo era su amor al Santísimo Sacramento.
Y como no puede haber amor divino sin caridad para con el prójimo, San Casimiro socorría a manos llenas a los necesitados, amparaba a los débiles, ejercitaba su influencia en favor de los oprimidos, de los prisioneros, de los enfermos y angustiados. Vida tan santa resulta más admirable en una corte del cuatrocientos, en un ambiente poco propicio a la abnegación y a la virtud.
Esta santidad del príncipe Casimiro nos la atestigua su propia madre, en carta que escribe a su hijo primogénito Ladislao. En ella le recuerda el ejemplo edificante de su hermano, como digno de toda imitación. Le presenta como un hombre ocupado singularmente en las cosas divinas, que buscaba en todo la verdad, concluyendo que su memoria perdura a través de los siglos. Expresiones de este género en la carta de una madre que escribe al hijo que ha sido compañero de juego y testigo de la vida cotidiana de su mismo hermano, deben asentarse en la sólida realidad.
Pero no concluyamos de aquí que Casimiro, entregado a sus devociones, se desentendiese de sus obligaciones de príncipe o rehuyese el trato social.
La historia nos lo presenta como un muchacho alegre y emprendedor, de extraordinarias cualidades para el estudio, sumamente despierto. A los trece años tuvo un breve discurso latino en presencia del legado pontificio, el cardenal Marco Barbo. Dos años más tarde saludaba igualmente en latín al embajador veneciano Ambrosio Contarini.
Pero lo más admirable es la campaña, que emprendió el 2 de octubre de 1471, a los trece años, para la conquista del reino de Hungría.
Los nobles húngaros, cansados del gobierno irregular de Matías Corvino, hicieron gestiones ante el rey de Polonia para que les enviase al joven Casimiro, al cual no faltaban títulos dinásticos por parte de su madre para aspirar a la corona de San Esteban. Al último momento no prevaleció su candidatura, porque Sixto IV intervino para poner paz entre Matías y sus vasallos, y porque el peligro turco aconsejaba no fomentar disensiones entre los reyes cristianos.
Sin embargo, San Casimiro continuó titulándose "señor natural por derecho de nacimiento del reino de Hungría", y no perdió las esperanzas de ocupar en la ocasión propicia aquel trono; si bien nunca llegó a realizarse aquel proyecto, que nos habla de las legítimas aspiraciones del valiente príncipe.
Lo que hizo fue asociarse al gobierno paterno, y desde los diecisiete años le encontramos continuamente en viaje, ya con su padre, ya haciendo de lugarteniente suyo cuando se ausentaba.
Así fue como en 1475 se acercó por vez primera a Lituania, a la que tan profundo afecto profesaba su padre, que, después de haber sido por siete años gran duque de aquella provincia, no consintió en ocupar el trono de Polonia sin asegurarse primero que podría conservar íntegramente sus derechos al ducado de Lituania y la libertad de movimiento para acudir a la misma siempre que lo desease. Desde entonces su hijo, todos los años, pasaba largos períodos de tiempo en Lituania. En 1483, estando en Vilna, se ocupó de la administración del gran ducado.
Por aquella fecha su padre manifestó su voluntad de que contrajese matrimonio con una hija del emperador Federico III. Los cronistas contemporáneos nos refieren que el rey intentaba la boda de su hijo por razones de estado, pero, además, porque según el dictamen de los médicos palatinos, la salud vacilante del príncipe, que por entonces había contraído la tuberculosis, padecería grave riesgo si no se casaba.
Este peregrino consejo de los doctores, que juzgaban ser la vida austera y continente del Santo la causa de su mal, no tuvo efecto, pues él prefirió ser fiel a su voto de castidad, aunque ello le acarrease la muerte.
Efectivamente, la enfermedad se agravó y el Santo moría de tisis el día 4 de marzo de 1484, a los veinticuatro años de edad, como otros santos que tanto se le parecen: San Luís Gonzaga, San Gabriel de la Dolorosa, Santa Teresita del Niño Jesús.
Que su muerte fue edificante nos lo abona la santidad de su vida, pero también el hecho de que supo esperarla serenamente, habiendo recibido los santos sacramentos, y con sus ojos clavados en la imagen del crucifijo e invocando a su dama, la Virgen María. Testigos hubo que aseguraron haber visto su alma, llena de gran claridad, ascender hasta el cielo, donde era recibida por los coros de los ángeles.
Murió en Gardinas (Grodno), pero su cuerpo fue enterrado en la catedral de Vilna, capital de Lituania, en la capilla de Nuestra Señora, lugar escogido por el santo doncel para ser fiel hasta la muerte a tan buena madre.
Cuando ciento veinte años después, en 1604, fue abierta su sepultura para el reconocimiento de sus reliquias, fue hallado entero y sin corrupción su sagrado cuerpo, así como sus vestidos, a pesar de la humedad del enterramiento. Y sobre el pecho del Santo se encontró una copia del himno latino Omni die dic Mariae meae laudes animae. No contento con haberlo rezado diariamente, para demostrar así su devoción a la Virgen, quiso el Santo llevarlo consigo al sepulcro. Este himno se compone de sesenta estrofas rimadas, de seis versos cada una:
Cada día,
alma mía,
di a María
alabanzas.
A sus fiestas,
a sus gestas,
tú les prestas
culto y prez.
Durante mucho tiempo se creyó que el propio San Casimiro había sido el autor de este himno que el juglar de la Virgen cantaba en las iglesias de Cracovia ante sus imágenes. Mas la crítica moderna ha demostrado que se trata de una composición medieval, más de cien años anterior, que algunos atribuyen a San Anselmo de Cantorbery. Con todo, queda el hecho de que el Santo fue quien la propagó, y a su gran devoción mariana se debe el que no se perdiera. Por eso hicieron muy bien los monjes de Montserrat, en la reciente decoración del camarín de la Virgen morenita, el poner la efigie de San Casimiro entre los amantes de María, pronunciando las estrofas del Omni die.
Entre las virtudes de San Casimiro hay que mencionar su celo por promover la fe católica. Tal vez no sea del todo exacta la noticia de las lecciones del segundo nocturno del breviario, donde se dice que consiguió de su padre una ley prohibiendo a los cismáticos rutenos levantar nuevas iglesias o reparar las ruinosas. Esta prohibición estaba ya en vigor cincuenta años antes, desde los tiempos de su abuelo; lo que sí hizo el joven príncipe fue favorecer por todos los medios la extensión del catolicismo y luchar decididamente contra las herejías y movimientos subversivos que en el siglo XV, época de hussitas y wiclefitas, tenían en conmoción al centro de Europa.
Este joven, dulce y amable, es para lituanos y polacos un santo guerrero, algo así como un Santiago del Este, que hace cara a las embestidas moscovitas.
El padre Sarbieswski, famoso latinista, celebró en versos de corte clásico las dos victorias milagrosas que el débil ejército lituano reportó de los rusos en 1518 junto a Polock, y posteriormente en 1654, cuando el general Seremetieff avanzaba con el intento de invadir el gran ducado. San Casimiro se aparece cabalgando un corcel blanco como la nieve y vestido de roja púrpura, dando a los suyos el triunfo.
La canonización de San Casimiro se fija el año 1521, habiendo compuesto su oficio litúrgico el propio Ferreri, su primer biógrafo. Su culto se extendió con rapidez por su tierra natal, congregándose el 4 de marzo millares de fieles junto a su tumba en Vilna. Desde el siglo XVIII se tiene en esta ciudad la mayor feria del año, llamada "kaziukes", corrupción popular de Casimiro. En tal ocasión se vendían hierbas medicinales y golosinas en forma de corazón. De manera tan ingenua la gente sencilla pone bajo la protección de San Casimiro la salud de los enfermos y el amor de los novios.
Los campesinos polacos y lituanos acostumbran a colocar estatuillas de madera del Santo para guardas de sus heredades, y son muchas las poblaciones que han puesto su imagen en los cuarteles de su escudo.
La opresión de la época zarista sobre Lituania y Polonia y después el comunismo soviético han obligado a la emigración a masas enormes de los habitantes de ambos países, lo que ha contribuido a extender por todo el mundo el culto a San Casimiro. En Estados Unidos, en Canadá, en Argentina, Venezuela y aun en Australia hay muchas parroquias, instituciones, organizaciones y círculos de juventudes puestos bajo la protección del glorioso Santo. El arzobispo metropolita monseñor Skvireckas alcanzó en 1943 de Pío XII que San Casimiro fuese proclamado patrón principal de la juventud lituana, "en cualquier parte del mundo que se encuentre".
Bien lo necesita el martirizado pueblo lituano. Y San Casimiro no abandona a los suyos. Precisamente, en mayo de 1953 los soviéticos convirtieron la catedral de Vilna y la capilla donde reposaban sus reliquias en museo antirreligioso. Hubo que transportar aquellos restos sagrados a un lugar más modesto, a una parroquia de los suburbios de la capital. Así, en esta hora de prueba, el Santo duque de Lituania vuelve en medio de sus hijos más humildes para sostener su fe y su esperanza.
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA