DIOS NOS CONOCE POR NUESTRO NOMBRE PROPIO
Por Antonio García-Moreno
1.- AQUÍ ESTOY, SEÑOR.- Samuel vivía en el templo de Jerusalén. Su madre, Ana, era estéril y, a fuerza de oraciones y lágrimas, había conseguido de Dios tener hijos. Y ella, agradecida, había consagrado Para servicio de Dios a Samuel, el primogénito... Y una noche Dios llamó a Samuel. El niño despierta al oír su nombre y acude a la habitación de Helí, el sacerdote y le dice: "Heme aquí, pues me has llamado". "No te he llamado -responde el anciano-, vuelve a acostarte, hijo mío". Pero Dios sigue llamando segunda y tercera vez. Hasta ser escuchado. Y es que Dios es un Padre providente y bueno que se pre-ocupa de sus hijos, que tiene un proyecto maravilloso para cada uno de ellos. Y los llama, una y otra vez, para que sigan el camino concreto que él ha soñado con cariño desde toda la eternidad.
La voz de Dios resuena también en la noche de tu vida. De mil maneras te puede llegar el deseo de Dios sobre ti. Un pensamiento que te hiere en el alma, un acontecimiento que te conmueve, unas palabras que te afectan, un ejemplo que te arrastra. Cualquier cosa es buena para hacer vibrar en nuestro espíritu la voz de Dios. Puedes estar seguro, él hablará. Te seguirá hablando al corazón, esperando tu respuesta.
Dios nos conoce por nuestro nombre propio. Para la sociedad, para el Estado, somos unos números, una sigla que ocupa un lugar determinado en unos ficheros metálicos y fríos, o en un "disco duro". Pero Dios, no. Él nos lleva "escritos en sus manos", muy metidos en su inmenso y tierno corazón... Samuel, el pequeño primogénito de la que fue estéril, responde: "Habla, Señor, que tu siervo escucha". Actitud de entrega sin condiciones, de docilidad total. Consciente de que lo que Dios diga, es, sin duda alguna, lo mejor.
Ponte a la escucha. Dios no se ha vuelto mudo. No habla tan bajo que se haga difícil entenderle. Siendo lo mejor para ti y amándote el Señor como te ama, no puede ser tan arriesgado conocer cuál es su voluntad. Lo que ocurre es que somos torpes, tremendamente torpes. Y no comprendemos la voluntad de Dios, tan contraria a veces a la nuestra. Y nos empeñamos en seguir nuestro propio camino, el que nuestra imaginación de niño tonto ha escogido. Hay que rectificar y recorrer la ruta que el Señor nos indica. Sin importarnos para nada el sendero, en apariencia cuesta arriba, que Dios nos marque.
2.- LA CRUZ Y LA GLORIA.- Siempre hubo líderes entre los hombres, siempre existieron caudillos, jefes natos, maestros con autoridad que supieron convencer y arrastrar a otros tras de sí. Sin embargo, en determinadas épocas el liderazgo se hizo más frecuente. Quizá porque entonces había más necesidad de ello, de alguien que guiara y liberara al pueblo de la opresión. En tiempo de Jesucristo hubo muchos que pretendieron erigirse en guías salvadores del pueblo, según nos refiere Gamaliel en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Fueron hombres que, aprovechando la situación de desamparo y desconcierta-to que había en el pueblo, se presentaban como Mesías redentor, capaces de liberar a la gente de las cadenas del imperio romano que les subyugaba.
Me da pena esta gente -dijo Jesús- porque están abatidos y descaminados, como ovejas sin pastor. Y llevado por su inmensa compasión, Cristo se puso al frente de su pueblo, como supremo Pastor que no huiría ante el peligro como hicieron, y hacen siempre, los pastores malos, los mercenarios. El Buen Pastor, en cambio, no busca su propio provecho sino el de sus ovejas, a las que conoce una a una y las llama por su nombre, a las que ama hasta entregarles su vida misma.
Apenas aparece Jesús por las riberas del Jordán, el Bautista le señala sin titubeos: Este es el Cordero de Dios. Ante sus palabras algunos de sus discípulos van tras el nuevo Rabí. La impresión del primer encuentro fue tan profunda, que dejan al antiguo Maestro y siguen a Jesús el Nazareno. Respecto al título de Cordero de Dios, es cierto que, a primera vista, puede parecer un tanto extraño, impropio incluso de quien es el líder supremo, el más excelso rey soberano de la Historia. Sin embargo, es un título que en aquel tiempo tenía un sentido que implicaba realeza y poderío. Así, en efecto, lo refleja la literatura apocalíptica de aquella época, como se puede ver claramente en el Apocalipsis, el último libro de la Biblia.
Ese título cristológico está, además, relacionado con el cordero pascual con cuya sangre, según el libro del Éxodo, fueron señalados los dinteles de las casas israelitas, librando así de la muerte a sus moradores, cuando el ángel exterminador pasó ejecutando el castigo de Yahveh. Por otra parte esa figura deriva de los poemas de Isaías sobre el Siervo paciente de Yahveh, que marcha al sacrificio sin protestar, lo mismo que un cordero hacia el matadero. De esa forma aparece el Siervo paciente de Yahveh, que con su muerte redime al pueblo y es constituido como Rey de Israel y de todo el Orbe... En efecto, Jesús llega por el camino de la Cruz hasta la cumbre de la Gloria. Con la huella indeleble de sus pisadas marca el itinerario, costoso y alegre a la vez, que hemos de recorrer cuantos creemos y esperamos en él, cuantos le amamos sobre todas las cosas.