7 feb 2015

Santo Evangelio 7 de Febrero de 2015



Día litúrgico: Sábado IV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 6,30-34): En aquel tiempo, los Apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado. Él, entonces, les dice: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco». Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer. Y se fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario. Pero les vieron marcharse y muchos cayeron en cuenta; y fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos. Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.


Comentario: Rev. D. David COMPTE i Verdaguer (Manlleu, Barcelona, España)
‘Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco’. Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo

Hoy, el Evangelio nos plantea una situación, una necesidad y una paradoja que son muy actuales.

Una situación. Los Apóstoles están “estresados”: «Los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer» (Mc 6,30). Frecuentemente nosotros nos vemos abocados al mismo trasiego. El trabajo exige buena parte de nuestras energías; la familia, donde cada miembro quiere palpar nuestro amor; las otras actividades en las que nos hemos comprometido, que nos hacen bien y, a la vez, benefician a terceros... ¿Querer es poder? Quizá sea más razonable reconocer que no podemos todo lo que quisiéramos.

Una necesidad. El cuerpo, la cabeza y el corazón reclaman un derecho: descanso. En estos versículos tenemos un manual, frecuentemente ignorado, sobre el descanso. Ahí destaca la comunicación. Los Apóstoles «le contaron todo lo que habían hecho» (Mc 6,30). Comunicación con Dios, siguiendo el hilo de lo más profundo de nuestro corazón. Y —¡qué sorpresa!— encontramos a Dios que nos espera. Y espera encontrarnos con nuestros cansancios.

Jesús les dice: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco» (Mc 6,31). ¡En el plan de Dios hay un lugar para el descanso! Es más, nuestra existencia, con todo su peso, debe descansar en Dios. Lo descubrió el inquieto Agustín: «Nos has creado para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti». El reposo de Dios es creativo; no “anestésico”: toparse con su amor centra nuestro corazón y nuestros pensamientos.

Una paradoja. La escena del Evangelio acaba “mal”: los discípulos no pueden reposar. El plan de Jesús fracasa: son abordados por la gente. No han podido “desconectar”. Nosotros, con frecuencia, no podemos liberarnos de nuestras obligaciones (hijos, cónyuge, trabajo...): ¡sería como traicionarnos! Se impone encontrar a Dios en estas realidades. Si hay comunicación con Dios, si nuestro corazón descansa en Él, relativizaremos tensiones inútiles... y la realidad —desnuda de quimeras— mostrará mejor la impronta de Dios. En Él, allí, hemos de reposar.

Beato Pio IX, Papa, 7 de Febrero



BEATO PÍO IX,
Papa

Senigallia (Italia), 13-mayo-1792
+ Roma, 7-febrero-1878 
B. 3-septiembre-2000



Cuando Juan Pablo II anunció su decisión de beatificar juntos a los papas Pío IX y Juan XXIII (-11 de octubre), los medios de comunicación social de todo el mundo pusieron el grito en el cielo y desataron un turbia polémica —una más— para golpear con ella el rostro de la Iglesia. Guiándose de sus peculiares criterios, como siempre, utilizaron el enfrentamiento para comparar a Juan XXIII con Pío IX, no queriendo recordar que precisamente éste fue uno de los papas que más interés y empeño tuvo en la beatificación de Pío IX. Pero esto les hubiera llevado a la integración, elemento que no suelen utilizar los medios de comunicación, porque lo que vende es el enfrentamiento y la polémica y lo que hace daño es el enfrentamiento y no la integración, que es precisamente la que lleva a la paz. Olvidada ya la polémica, podemos recordar que Pío IX fue beatificado el 3 de septiembre del año 2000 juntamente con Juan XXIII, Tomás Regio, arzobispo de Génova; Guillermo José Chaminade (-22 de enero), fundador de los marianistas, y Columba Marmión, monje benedictino.



ESTUDIAR PARA SERVIR A LOS DEMÁS

Juan María Mastai Ferretti, que así se llamaba quien fuera después el papa Pío IX, había nacido en Senigallia (Italia), el 13 de mayo de 1792, en una familia perteneciente a la nobleza local. De constitución física delicada, pero dotado de una gran inteligencia, la cultivó con esmero en los primeros estudios junto con una intensa vida piadosa. A los 15 años, en 1809, se trasladó a Roma para cursar estudios superiores. En 1810 hizo ejercicios espirituales de los cuales sacó algunos propósitos: luchar contra el pecado, estudiar no por ambición de saber, sino para poder servir a los demás y abandonarse en las manos de Dios. A los 20 años, una enfermedad no diagnosticada con precisión, le obligó en 1812 a suspender sus estudios y a conseguir la exención del servicio militar. Pero en 1815 ingresó en la Guardia Noble Pontificia, aunque pronto se vio obligado a dejarla por causa de su enfermedad. Por entonces, se encomendó a la Virgen de Loreto, y se fue curando gradualmente de su latosa enfermedad, mientras San Vicente Pallotti (r 22 de enero) le anunció que llegaría a papa. En 1816, participó como catequista en una importante misión en su ciudad natal, que le sirvió para descubrir su vocación eclesiástica, siendo ordenado sacerdote en 1819 y revelándose en seguida como un hombre de oración, dedicado al ministerio de la Palabra, al confesonario y, sobre todo, al servicio de los más humildes y necesitados. Supo unir admirablemente la acción y la contemplación, atender con esmero las necesidades pastorales y sociales de sus fieles, ser devoto de la Eucaristía y de María, y practicar diariamente la meditación y el examen de conciencia.



UN JOVEN OBISPO DE 35 AÑOS

Tras una breve estancia en Chile (1823-25), acompañando al nuncio Juan Muzzi, volvió a Italia para hacerse cargo del Hospicio de San Miguel, una grandiosa institución religiosa, pero necesitada de una reforma a fondo. Cuando estaba consiguiendo resultados satisfactorios en su tarea, León XII le nombró en 1827, a los 35 años de edad, arzobispo de Spoleto, donde desplegó su mejor celo pastoral y donde cosechó abundantes sufrimientos. Durante la revolución de 1831, el arzobispo Mastai no quiso derramamiento de sangre, sino que se dedicó a restañar las heridas de la violencia, a conseguir la calma social y a lograr la paz y el perdón para todos.

En 1832, fue trasladado como obispo a Ímola, donde continuó con su predicación persuasiva y fecunda, con su atención asidua al crecimiento material y espiritual de su diócesis, con su preocupación por el clero y los seminaristas, con su aliento a las comunidades religiosas, logrando ganarse los corazones de sus diocesanos con su bondad, su espíritu conciliador, su tendencia reformadora y su ausencia de espíritu partidista. Todo ello colaboró a que fuera nombrado cardenal cuando apenas había cumplido los 48 años.



EL PONTIFICADO MÁS LARGO DE LA HISTORIA

Cinco años más tarde, el 16 de junio de 1845, el cardenal Mastai era elegido papa por el cónclave de cardenales, eligiendo el nombre de Pío IX, en memoria de Pío VII. Su pontificado fue el más largo de la historia, 32 años, y ciertamente difícil, pero, por eso mismo, Pío IX fue uno de los grandes papas de la Iglesia.

Como soberano de los Estados Pontificios, comenzó su pontificado con un acto de generosidad: la amnistía de todos los delitos políticos. Esto juntamente con su tendencia liberal despertó en muchos grandes esperanzas. En 1847, promulgó, para los Estados Pontificios, un decreto en defensa de una amplia libertad de prensa, y otro instituyendo la guardia civil, el consejo comunal, el Consejo de Estado y el Consejo de Ministros, y en 1848 intentó que se constituyera un Parlamento bicameral.

A Pío IX le preocupaba la cuestión de la independencia italiana, que él sentía y defendía, pero, cuando el rey del Piamonte, Carlos Alberto (1798-1849), quiso obligarle a que hiciera la guerra a los austriacos, se negó rotundamente, por lo que fue declarado traidor a Italia. Al ser asesinado el jefe de Estado, Pellegrino Rossi, el 15 de noviembre de 1848, Pío IX tuvo que refugiarse en Gaeta, en el reino de Nápoles, como huésped de Fernando II (1810-1859). Tras la proclamación de la República Romana, el 9 de febrero de 1849, se trasladó a Portici primero (4 de septiembre de 1849), desde donde regresó a Roma el 12 de abril de 1850, apoyado por los franceses, asumiendo desde entonces una posición hostil, como es comprensible, contra los liberales. No obstante, reordenó el Consejo de Estado, dio una nueva amnistía más amplia que la primera, y en 1856 aprobó los planes del ferrocarril Roma-Civitávecchia, que comenzó a funcionar en 1859. Y en 1857 visitó todos los Estados Pontificios, siendo aclamado por el pueblo en todas partes.

Pero la unificación de Italia era imparable. Víctor Manuel II (1820-1878), con su ministro Cavour, fue anexionándose inexorablemente por expropiación los diversos territorios pontificios, ante cuyo expolio Pío IX excomulgó a cuantos participaron en él. Y el 20 de septiembre de 1870 Pío IX vio cómo caía Roma en manos de los insurgentes y cómo perdía la Iglesia todos sus Estados Pontificios. La caída de los Estados Pontificios, desde el punto de vista histórico, fue un duro acto de violencia y rapiña sin paliativos. Pero, desde el punto de vista eclesial y espiritual, fue una bendición de Dios, algo providencial, pues liberó a la Iglesia de una enorme rémora que hipotecó durante doce siglos su independencia y la puso en contraste evidente con su misión de servicio universal de salvación para todos los hombres. El dolorido pontífice se encerró en el Vaticano y se consideró prisionero en él, se resistió al expolio y lo condenó, pues no era fácil para él comprender aquellos huracanes de libertad, generados en el siglo XIX ni su propia situación, en la que se sentía acosado, cercado y solo, en todos los frentes, a pesar de que tenía el cariño de todos los buenos católicos.

Sin embargo y a pesar de todo, el papa Pío IX no por eso dejó de ejercer su potestad espiritual en la Iglesia a lo largo de su larguísimo pontificado. Es más: desplegó una inmensa actividad. Su primera encíclica fue un anticipo de su programa papal y un anuncio de las condenas de la masonería y el comunismo. Firmó numerosos concordatos, como el de España en 1851, y el de Austria en 1855; restableció la jerarquía católica en Inglaterra en 1850; tres años más tarde, en 1853, en Holanda; en Escocia en 1878, y en otros muchos países de misión, a los que envió durante los años 1855 y 1856 misioneros al Polo Norte, a Birmania, a la India, a China y al Japón; definió en 1854, el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, y consagró la basílica de San Pablo, después de reconstruirla de un incendio que sufrió en 1823.

Además, publicó una serie de notables documentos magisteriales como la encíclica Quanta cura y el Syllabus (1864), en el que condenaba lo errores del modernismo y el documento Non Fxpedit(1877), sobre la participación de los católicos en la vida pública; en 1862 instituyó un dicasterio para las cuestiones orientales y en 1867 celebró, con particular solemnidad, el XVIII centenario del martirio de los apóstoles San Pedro y San Pablo en Roma.

Todavía, antes de caer Roma en poder de los insurgentes, en 1869 pudo recibir allí el homenaje de todo el mundo con motivo de sus bodas de oro sacerdotales y, el 8 de diciembre de 1869, inaugurar el Concilio Vaticano 1, la perla de su pontificado, que tuvo que suspenderse el 18 de julio de 1870, al estallar la guerra franco-prusiana. Este concilio definió como verdad dogmática la infalibilidad del papa en materia de fe y costumbres.

Ya enfermo, aún tuvo fuerzas para dirigir un discurso a los sacerdotes de la Ciudad Eterna (2 de febrero de 1878). Murió cinco días después en Roma, el 7 de febrero de 1878. Pío IX había vivido el pontificado más largo de la historia.



SEMBLANZA ESPIRITUAL

Después de más de un siglo, estudiando su vida y su obra, siempre con fama de hombre bondadoso y habiéndose probado la heroicidad de sus virtudes, Juan Pablo II lo declaró Beato el 3 de septiembre de 2000. Su semblanza espiritual la hizo Juan Pablo II el día de su beatificación al decir de Pío IX en la homilía: «En medio de los acontecimientos turbulentos de su tiempo, fue ejemplo de incondicional adhesión al depósito inmutable de las verdades reveladas. Fiel en toda circunstancia a los compromisos de su ministerio, supo siempre dar la supremacía absoluta a Dios y a los valores espirituales. Su larguísimo pontificado no fue ciertamente fácil y tuvo que sufrir mucho en el cumplimiento de su misión al servicio del Evangelio. Fue muy amado, pero también odiado y calumniado. Pero fue precisamente en medio de estos contrastes donde brilló más resplandeciente la luz de sus virtudes: las prolongadas tribulaciones fortalecieron su confianza en la divina Providencia, de cuyo soberano dominio sobre las vicisitudes humanas nunca dudó. De aquí nacía la profunda serenidad de Pío IX, incluso en medio de las incomprensiones y los ataques de tantas personas hostiles. A quien estaba a su lado gustaba decir: "En las cosas humanas hay que contentarse con hacer lo mejor que se pueda y en el resto abandonarse a la Providencia, la cual saneará los defectos y las insuficiencias del hombre". Sostenido por esta interior convicción, convocó el Concilio Ecuménico Vaticano 1, que aclaró con magistral autoridad algunas cuestiones entonces debatidas, confirmando la armonía entre la fe y la razón. En los momentos de la prueba, Pío IX encontró apoyo en María, de la que era muy devoto. Al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, recordó a todos que en las tempestades de la existencia humana brilla en la Virgen la luz de Cristo más fuerte que el pecado y que la muerte».

RAFAEL DEL OLMO, O.S.A.

ORACIÓN. Señor Dios nuestro, que, en tiempos de grandes transformaciones culturales y sociales, guiaste el camino de tu Iglesia, confiándola al seguro magisterio, al infatigable celo apostólico y a la ferviente caridad de tu siervo el papa Pío IX, te pedimos humildemente, por la intercesión de la Santísima Virgen, a quien proclamó Inmaculada, que confirmes nuestra fe, que alimentes nuestra esperanza y fortalezcas nuestra caridad.

6 feb 2015

Santo Evangelio 6 de Febrero de 2015



Día litúrgico: Viernes IV del tiempo ordinario

Santoral 6 de Febrero: San Pablo Miki y compañeros, mártires

Texto del Evangelio (Mc 6,14-29): En aquel tiempo, se había hecho notorio el nombre de Jesús y llegó esto a noticia del rey Herodes. Algunos decían: «Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él fuerzas milagrosas». Otros decían: «Es Elías»; otros: «Es un profeta como los demás profetas». Al enterarse Herodes, dijo: «Aquel Juan, a quien yo decapité, ése ha resucitado». Es que Herodes era el que había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te está permitido tener la mujer de tu hermano». Herodías le aborrecía y quería matarle, pero no podía, pues Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía; y al oírle, quedaba muy perplejo, y le escuchaba con gusto. 

Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías, danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales. El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino». Salió la muchacha y preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?». Y ella le dijo: «La cabeza de Juan el Bautista». Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista». El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.


Comentario: Rev. D. Ferran BLASI i Birbe (Barcelona, España)
Se había hecho notorio el nombre de Jesús y llegó esto a noticia del rey Herodes

Hoy, en este pasaje de Marcos, se nos habla de la fama de Jesús —conocido por sus milagros y enseñanzas—. Era tal esta fama que para algunos se trataba del pariente y precursor de Jesús, Juan el Bautista, que habría resucitado de entre los muertos. Y así lo quería imaginar Herodes, el que le había hecho matar. Pero este Jesús era mucho más que los otros hombres de Dios: más que aquel Juan; más que cualquiera de los profetas que hablaban en nombre del Altísimo: Él era el Hijo de Dios hecho Hombre, Perfecto Dios y perfecto Hombre. Este Jesús —presente entre nosotros—, como hombre, nos puede comprender y, como Dios, nos puede conceder todo lo que necesitamos.

Juan, el precursor, que había sido enviado por Dios antes que Jesús, con su martirio le precede también en su pasión y muerte. Ha sido también una muerte injustamente infligida a un hombre santo, por parte del tetrarca Herodes, seguramente a contrapelo, porque éste le tenía aprecio y le escuchaba con respeto. Pero, en fin, Juan era claro y firme con el rey cuando le reprochaba su conducta merecedora de censura, ya que no le era lícito haber tomado a Herodías como esposa, la mujer de su hermano.

Herodes había accedido a la petición que le había hecho la hija de Herodías, instigada por su madre, cuando, en un banquete —después de la danza que había complacido al rey— ante los invitados juró a la bailarina darle aquello que le pidiera. «¿Qué voy a pedir?», pregunta a la madre, que le responde: «La cabeza de Juan el Bautista» (Mc 6,24). Y el reyezuelo hace ejecutar al Bautista. Era un juramento que de ninguna manera le obligaba, ya que era cosa mala, contra la justicia y contra la conciencia.

Una vez más, la experiencia enseña que una virtud ha de ir unida a todas las otras, y todas han de crecer orgánicamente, como los dedos de una mano. Y también que cuando se incurre en un vicio, viene después la procesión de los otros.

Santo Pablo Miki y compañeros mártires 6 de Febrero



San Pablo Miki y compañeros mártires
6 Febrero

 Los mártires del Japón.

Fueron 26, martirizados el mismo día, 5 de febrero del año 1597.

En el año 1549 San Francisco Javier llegó al Japón y convirtió a muchos paganos.

Ya en el año 1597 eran varios los miles de cristianos en aquel país. Y llegó al gobierno un emperador sumamente cruel y vicioso, el cual ordenó que todos los misioneros católicos debían abandonar el Japón en el término de seis meses. Pero los misioneros, en vez de huir del país, lo que hicieron fue esconderse, para poder seguir ayudando a los cristianos. Fueron descubiertos y martirizados brutalmente. Los que murieron en este día en Nagasaki fueron 26. Tres jesuitas, seis franciscanos y 16 laicos católicos japoneses, que eran catequistas y se habían hecho terciarios franciscanos.

Los mártires jesuitas fueron: San Pablo Miki, un japonés de familia de la alta clase social, hijo de un capitán del ejército y muy buen predicador: San Juan Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores jesuitas. Los franciscanos eran: San Felipe de Jesús, un mexicano que había ido a misionar al Asia. San Gonzalo García que era de la India, San Francisco Blanco, San Pedro Bautista, superior de los franciscanos en el Japón y San Francisco de San Miguel.

Entre los laicos estaban: un soldado: San Cayo Francisco; un médico: San Francisco de Miako; un Coreano: San Leon Karasuma, y tres muchachos de trece años que ayudaban a misa a los sacerdotes: los niños: San Luis Ibarqui, San Antonio Deyman, y San Totomaskasaky, cuyo padre fue también martirizado.

A los 26 católicos les cortaron la oreja izquierda, y así ensangrentados fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse cristianos.

Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un metro y medio.

La Santa Iglesia de Roma los declaró santos en 1862.

Testigos de su martirio y de su muerte lo relatan de la siguiente manera: "Una vez crucificados, era admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella oración del salmo 30: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría".

Al Padre Pablo Miki le parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más honroso que le habían conseguido, y empezó a decir a todos los presentes (cristianos y curiosos) que él era japonés, que pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le daba gracias a Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder morir por propagar la verdadera religión de Dios. A continuación añadió las siguientes palabras:

"Llegado a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar".

Luego, vueltos los ojos hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se pudo a cantar los salmos que haba aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía decir continuamente: "Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía". Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre.

Luego los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus vidas.

El pueblo cristiano horrorizado gritaba: ¡Jesús, José y María!

Dichosos seréis si os persiguen por mi causa, porque grande es vuestro premio en el reino de los cielos.

5 feb 2015

Santo Evangelio 5 de Febrero de 2015



Día litúrgico: Jueves IV del tiempo ordinario

Santoral 5 de febrero: Santa Águeda, virgen y mártir

Texto del Evangelio (Mc 6,7-13): En aquel tiempo, Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: «Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas». Y les dijo: «Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí. Si algún lugar no os recibe y no os escuchan, marchaos de allí sacudiendo el polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos». Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.


Comentario: + Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España)
Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos (...) Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran

Hoy, el Evangelio relata la primera de las misiones apostólicas. Cristo envía a los Doce a predicar, a curar todo tipo de enfermos y a preparar los caminos de la salvación definitiva. Ésta es la misión de la Iglesia, y también la de cada cristiano. El Concilio Vaticano II afirmó que «la vocación cristiana implica como tal la vocación al apostolado. Ningún miembro tiene una función pasiva. Por tanto, quien no se esforzara por el crecimiento del cuerpo sería, por ello mismo, inútil para toda la Iglesia como también para sí mismo» 

El mundo actual necesita —como decía Gustave Thibon— un “suplemento de alma” para poderlo regenerar. Sólo Cristo con su doctrina es medicina para las enfermedades de todo el mundo. Éste tiene sus crisis. No se trata solamente de una parcial crisis moral, o de valores humanos: es una crisis de todo el conjunto. Y el término más preciso para definirla es el de una “crisis de alma”.

Los cristianos con la gracia y la doctrina de Jesús, nos encontramos en medio de las estructuras temporales para vivificarlas y ordenarlas hacia el Creador: «Que el mundo, por la predicación de la Iglesia, escuchando pueda creer, creyendo pueda esperar, y esperando pueda amar» (san Agustín). El cristiano no puede huir de este mundo. Tal como escribía Bernanos: «Nos has lanzado en medio de la masa, en medio de la multitud como levadura; reconquistaremos, palmo a palmo, el universo que el pecado nos ha arrebatado; Señor, te lo devolveremos tal como lo recibimos aquella primera mañana de los días, en todo su orden y en toda su santidad».

Uno de los secretos está en amar al mundo con toda el alma y vivir con amor la misión encomendada por Cristo a los Apóstoles y a todos nosotros. Con palabras de san Josemaría, «el apostolado es amor de Dios, que se desborda, con entrega de uno mismo a los otros (...). Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior». Éste ha de ser nuestro testimonio cotidiano en medio de los hombres y a lo largo de todas las épocas.

Santa Agueda, Virgen y Mártir, 5 de Febrero



5 de febrero

SANTA AGUEDA
VIRGEN Y MÁRTIR

Santa Agueda, una de las vírgenes y mártires cristianas más populares de la antigüedad, aparece ante nosotros con una aureola de heroísmo y de santidad tan atrayente, que no es extraño haya dado motivo a las más felices leyendas que ha ido agrupando a su alrededor durante siglos la devoción siempre creciente de los fieles. Las Actas de su martirio, como lo demuestra el crítico francés P. Allard, no responden siempre a una veracidad histórica. Con todo, en ellas encontramos los pasos principales, confirmados también por otros testimonios, de la vida y martirio de la noble virgen siciliana.

Nacida en Catania o en Palermo hacia el año 230, de nobles y ricos padres, dedica su juventud al servicio del Señor, a quien no duda en ofrecer no ya sólo su vida, sino también su virginidad y las gracias con que profusamente se veía adornada. Agueda, como, Cecilia, Inés, Catalina..., prefiere seguir el camino de las vírgenes, dando de lado las instituciones y promesas que pudieran ofrecerle sus admiradores.

Le ha tocado vivir, por otra parte, en tiempos de persecución, y más ahora, cuando en el trono de Roma se sienta un príncipe ladino, Decio, que pretende deshacer en sus mismas raíces toda la semilla de los cristianos, harto extendida ya en aquel entonces por todos los ámbitos del Imperio. Decio, "execrable animal", como le llama Lactancio, comprende la inutilidad de hacer tan sólo mártires entre los cristianos, y pretende ahora organizar en manera sistemática su total exterminio. Inventa nuevos artificios Y seducciones; se ha de emplear el soborno y los halagos. Después, en caso de negarse, la opresión, el destierro, la confiscación de bienes y los tormentos. Sólo, como en último recurso, se les habia de condenar a muerte.

Por el año 250 hace que se publique un edicto general en el Imperio, por el que se citan a los tribunales, con el fin de que sacrifiquen a los dioses, a todos los cristianos de cualquier clase y condición, hombres, mujeres y niños, ricos y pobres, nobles y plebeyos. Es suficiente, para quedar libres, que arrojen unos granitos de incienso en los pebeteros que arden delante de las estatuas paganas o que participen de los manjares consagrados a los ídolos. Al que se negara, se le privaba de su condición de ciudadano, se le desposeía de todo, se le condenaba a las minas, a las trirremes, a otros tormentos más refinados y a la misma esclavitud. El intento del emperador, al decir de San Cipriano, no era el de no "hacer mártires", sino "deshacer cristianos", con todos los malos tratos posibles, pero sin el consuelo de la condenación y de la muerte. Esto se vino a hacer con nuestra santa, Agueda, que por entonces residía en Catania, donde mandaba, en nombre del emperador, el déspota Quinciano, gobernador de la isla de Sicilia.

Si hemos de creer a las Actas, ya de antes Quinciano, el procónsul, se había enamorado de Agueda, "cuya belleza sobrepujaba a la de todas las doncellas de la época". Esta había rechazado siempre sus pretensiones, y ahora el desairado gobernador se prometía reducirla intimándola con la persecución y los tormentos a que se hacía acreedora por su constancia en defender la religión cristiana.

Obedeciera o no a esta medida, el hecho es que Agueda, como tantos cristianos de la isla, fue llevada ante el tribunal para que prestara también su sacrificio a los dioses. La Santa no teme a la muerte, pero le hacen temblar los infames propósitos del gobernador para hacerla suya. Decidida y llena de fe y de confianza, ofrece de nuevo al Señor su virginidad y se prepara para el martirio.

No eran éstos, sin embargo, los propósitos inmediatos del procónsul que, para forzar su voluntad e intimidarla, la pone en manos de una mujer liviana y perversa, y en compañía de otras de su misma deplorable condición. Durante treinta días estuvo la Santa sufriendo duramente en su sensibilidad, pero no pudieron desviarla de seguir en su propósito de esposa de Jesucristo.

Desengañado, el procónsul manda llamar a Agueda a quien increpa ásperamente: "Pero tú, ¿de qué casta eres?" "Aunque soy de familia noble y rica-le contesta-, mi alegría es ser sierva y esclava de Jesucristo".

Quinciano se enfurece. Le hace ver los castigos a que la va a condenar si sigue en su decisión, como a un vulgar asesino; la vergüenza que con ello vendría a su familia, la juventud, la hermosura que va a desperdiciar...

"¿No comprendes, le insinúa, cuán ventajoso sería para ti el librarte de los suplicios?"

"Tú sí que tienes que mudar de vida, le responde, si quieres librarte de los tormentos eternos."

Desarmado ante tal fortaleza, Quinciano manda la sometan al rudo tormento de los azotes, y ya despechado, sin tener en cuenta los sentimientos más elementales de humanidad, hace que allí mismo vayan quemando los pechos inmaculados de la virgen, y se los corten después de su misma raíz. Deshecha en su cuerpo y en los espasmos de un fiero dolor, es arrojada la Santa en el calabozo, donde a media noche se le aparece un anciano venerable, que le dice dulcemente: "El mismo Jesucristo me ha enviado para que te sane en su nombre. Yo soy Pedro, el apóstol del Señor". Agueda queda curada, da gracias a Dios, pero le pide a su vez que le conceda por último la corona del martirio.

Pronto el gobernador la vuelve a llamar a su tribunal.

-¿Quién se ha atrevido a curarte?

-Jesucristo, Hijo de Dios vivo.

-¿Aún pronuncias el nombre de tu Cristo?...

-No puedo -le responde decidida- callar el nombre de Aquel que estoy invocando dentro de mi corazón.

Quinciano quiere tentar la última prueba. Allí mismo prepara una hoguera de carbones encendidos y hace extender el cuerpo desnudo de la Santa sobre las brasas. En esto, un espantoso terremoto se extiende por toda la ciudad. Mueren algunos amigos del gobernador. El pueblo mismo se solivianta. Y entonces Quinciano manda se lleven de su presencia a la heroica doncella, que está casi a medio expirar. Cuando la vuelven a meter en el calabozo, su alma se le va saliendo por las heridas, y después de bal bucir: "Gracias te doy, Señor y Dios mío", descansa tranquila en la paz de su martirio y de su virginidad. Era el 5 de febrero del año 251, último de la persecución de Decio.

Los cristianos recogen sus reliquias y pronto se extiende por todas las cristiandades la fama de su heroísmo. Con la paz de la Iglesia, escriben de ella los Padres y Doctores y son numerosos los templos que van levantándose por todas partes en su honor. En el pueblo queda prendida la llama de su constancia y de su martirio, llegando a ser su devoción una de las más extendidas de todos los tiempos.

Las reliquias de Santa Agueda reposaron en un principio en Catania, pero ante el temor de los sarracenos fueron llevadas por un tiempo a Constantinopla, de donde se rescataron por fin en el año 1126. Hoy se veneran todavía en la misma ciudad que fuera testigo de su martirio.

FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ

San Felipe de Jesús, 5 Febrero


San Felipe de Jesús
Primer Santo Mexicano
 
Fuente: Catholic.net

Autor: Tere Vallés

Un poco de historia

De padres españoles, nació Felipe de las Casas Martínez en la Ciudad de México en 1572. Fue el mayor de once hermanos, de los que tres siguieron la vida religiosa. Su padre estaba emparentado con otro notable monje y evangelizador de América, Fray Bartolomé de las Casas. Felipe era travieso e inquieto de niño. Estudió gramática en el colegio de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México, dirigido por los jesuitas. Mostró interés por la artesanía de la plata. Por eso, cuando Felipe fue beatificado el gremio de los plateros lo nombró su patrón.
A los 21 años se encontraba en las Islas Filipinas, a donde había ido en busca de aventura. Las personas que viajaban a ese lugar, en aquellos tiempos, no lo hacían generalmente por motivos piadosos. Ni tampoco predominaba lo espiritual en el ambiente de Manila, ciudad conquistada apenas en 1571. En ésta lo común era ver gente ocupada con planes de conquista militar y haciendo planes para el comercio. Ahí decidió Felipe ingresar a la orden de los Franciscanos y escogió el nombre Felipe de Jesús. Entró al convento de Santa María de los Ángeles de Manila. Un año más tarde, Jesús hizo su profesión religiosa. Cuando tres años después se acercaba el tiempo de su ordenación, el 12 de julio de 1596, partió rumbo a México en barco. En Filipinas no se podía ordenar porque no había un obispo. El viaje de Filipinas a América era una aventura peligrosa y el viaje podía durar hasta siete u ocho meses. La travesía del barco en el que iba Felipe estuvo a punto de ser desastrosa. Durante un mes la nave estuvo a la deriva, arrojada por las tempestades de un lado a otro hasta que, destrozada y sin gobierno, fue a dar a las costas del Japón.
En Japón, no les tenían confianza a los misioneros. Cuando ellos llegaron ahí no sabían qué les iba a pasar y así pasaron varios meses. Fray Felipe de Jesús se refugió en Meaco, donde los franciscanos tenían escuela y hospital. El 30 de diciembre todos los frailes fueron hechos prisioneros junto con un grupo de cristianos japoneses. Comenzó el martirio. El día 3 de enero les cortaron a todos la oreja izquierda. Luego emprendieron una marcha en pleno invierno, por un mes, de Tokyo a Nagasaki. 

El 5 de febrero, 26 cristianos fueron colgados de cruces sobre una colina en las afueras de Nagasaki. Los fijaron a las cruces con argollas de hierro en el cuello, en las manos y en las piernas. Los atravesaron con lanzas. El primero fue Felipe de Jesús. Murió repitiendo el nombre de Jesús. Las argollas que debían sostenerle las piernas estaban mal puestas, por lo que el cuerpo resbaló y la argolla que le sujetaba el cuello comenzó a ahogarlo. Le dieron dos lanzadas en el pecho que le abrieron las puertas de la Gloria de Dios. 
Fue beatificado, junto con sus compañeros, el 14 de septiembre de 1627 y canonizado el 8 de julio de 1862.

Estos mártires son frecuentemente recordados por el Papa dando a saber que su sangre no fue derramada en balde. Llegaron al cielo. 
Este día nos podemos acercar a la Eucaristía para pedirle a Jesús nos ayude a realizar la vocación que tenemos en la vida. 

Recuerda que el testimonio de los santos confirma el amor a Dios (CEC 313). El testimonio de estas personas nos puede ayudar a crecer en nuestra vida espiritual, en nuestra vida de fe. 

Algo que no debes olvidar

San Felipe de Jesús fue el protomártir mexicano.
Fue un religioso de la orden de los franciscanos en Manila.
Al venir a ordenarse a México, naufragó su barco y llegó a Japón donde lo mataron.
Murió repitiendo el nombre de “Jesús”.

Oración

Virgen María, ayúdame a ser fiel a mi vocación, en mi estado de vida.

Hoy también se festeja a Santa Agueda, patrona de las enfermeras y a Antonio de Atenas, esclavo.

4 feb 2015

Santo Evangelio 4 de Febrero de 2015



Día litúrgico: Miércoles IV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 6,1-6): En aquel tiempo, Jesús salió de allí y vino a su patria, y sus discípulos le siguen. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: «¿De dónde le viene esto?, y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?». Y se escandalizaban a causa de Él. Jesús les dijo: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio». Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se maravilló de su falta de fe. Y recorría los pueblos del contorno enseñando.


Comentario: Rev. D. Miquel MASATS i Roca (Girona, España)
¿De dónde le viene esto?, y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos?

Hoy el Evangelio nos muestra cómo Jesús va a la sinagoga de Nazaret, el pueblo donde se había criado. El sábado es el día dedicado al Señor y los judíos se reúnen para escuchar la Palabra de Dios. Jesús va cada sábado a la sinagoga y allí enseña, no como los escribas y fariseos, sino como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,22).

Dios nos habla también hoy mediante la Escritura. En la sinagoga se leen las Escrituras y, después, uno de los entendidos se ocupaba de comentarlas, mostrando su sentido y el mensaje que Dios quiere transmitir a través de ellas. Se atribuye a san Agustín la siguiente reflexión: «Así como en la oración nosotros hablamos con Dios, en la lectura es Dios quien nos habla».

El hecho de que Jesús, Hijo de Dios, sea conocido entre sus conciudadanos por su trabajo, nos ofrece una perspectiva insospechada para nuestra vida ordinaria. El trabajo profesional de cada uno de nosotros es medio de encuentro con Dios y, por tanto, realidad santificable y santificadora. Con palabras de san Josemaría Escrivá: «Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Ésta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo; ese hogar, esa familia vuestra; y esa nación, en que habéis nacido y a la que amáis».

Acaba el pasaje del Evangelio diciendo que Jesús «no podía hacer allí ningún milagro (...). Y se maravilló de su falta de fe» (Mc 6,5-6). También hoy el Señor nos pide más fe en Él para realizar cosas que superan nuestras posibilidades humanas. Los milagros manifiestan el poder de Dios y la necesidad que tenemos de Él en nuestra vida de cada día.

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Santa Juana de Francia, 4 de Febrero



4 de Febrero

SANTA JUANA DE FRANCIA
(+ 1505)
 
Todavía parece flotar por los campos de Francia el glorioso estandarte de Juana de Arco, la libertadora de Orleáns, la santa guerrera y valiente, cuando viene al mundo, en plena corte y no en un pueblecito aislado, otra Juana que también va a llenar de gloria a Francia y a toda la Iglesia: Juana de Valois, hija de Luis XI y de Carlota de Saboya. Gran expectación reinaba en todo el país al anunciarse el próximo nacimiento de un vástago real, el segundo, que todos, y mas que nadie Luis XI, estaban convencidos sería un varón. La primogénita había sido una niña: Ana. Desagradable y decepcionante fue, pues, la noticia. de que una segunda hija había venido a ocupar su sitio en la corte francesa. El rey, malhumorado, no quiso apenas verla; y cuando al transcurrir los primeros años pudo notarse que la princesita no era agradable de rostro y empezaba a exhibir una cojera incipiente debida a una desviación de cadera, mandó que la aislaran de la corte y la condujeran al castillo de Liniéres en el Berry. El calvario de Juana de Francia había empezado: a los cinco años se separa de su madre para no volver a verla jamás.

De esa madre desconocida, resignada y obediente a su marido hasta en los más mínimos detalles, "dama virtuosa llena de paciencia y tolerancia tan necesarias para vivir con un rey como Luis XI"-así la pinta un cronista de la época-, heredará Juana su gran sentido de ponderación y su vida interior. De su padre, hombre extraordinarimente complejo, lleno de contradicciones, duro y, dominante, político sutil, audaz en las guerras y pusiláninie en las enfermedades, amante a veces de la popularidad y otras encerrado en una soledad misántropa, tendrá nuestra heroina su prudente administración en los negocios, su voluntad indomable y el convencimiento de la propia dignidad de la majestad real a la que ha sido llamada por Dios y que conservará en todas las ocasiones al lado de su deformidad física.

La infancia de Juana se desliza, solitaria y monótona, en el castillo de Liniéres, cuyos dueños la tratan con cariño, respeto y solicitud, sufriendo intensamente del estado de abandono no sólo moral sino material al que la ha reducido Luis XI. Aprende a bordar y a tocar el laúd, pero sobre todo dedica la mayor parte del tiempo a leer salmos y libros piadosos y a la oración. Desde su infancia, se ve en ella a la predestinada a gozar de las comunicaciones divinas: un día revela a la señora de Liniéres que la Virgen le ha hablado; le ha dicho: "Antes de tu muerte, fundarás una Orden en mi honor". Y se queda pensativa considerando qué dirá su padre, el rey.

Luis XI, alguna vez acompañado de su escolta de caballeros, después de una desenfrenada caza de lobos, hace una ruidosa aparición en el castillo de Liniéres. Ni siquiera quiere ver un minuto a su hija. Mientras le preparan la comida, comenta brutalmente con el señor del castillo que no sabe qué espera para matar a esa hija contrahecha que le ha nacido en lugar de un varón. Una vez satisfecho su voraz apetito, por uno de esos contrastes tan desconcertantes en él, declara solemnemente que quiere velar por la buena conducta de su hija y que le pidan que elija al punto un director de conciencia. No permite la menor dilación y tienen que buscar a la princesa, que se halla ya acostada. Pero ella, a pesar de su humillante posición y de su temprana edad, es absolutamente consciente de sus derechos y deberes. Cuando el señor de Liniéres espera que la hija sumisa responda que hará en eso como en todo la voluntad de su señor, oye la respuesta mesurada y prudente de la futura santa: "Necesito reflexionar antes de decidir un asunto tan importante; mañana contestaré". El rey acató con deferencia la decisión de su hija y a la mañana siguiente, después de la misa, la niña anunció con naturalidad que el padre Juan de la Fontaine, franciscano, sería su confesor.

Luis XI, que no deseaba lo más mínimo encontrarse con su hija, se preocupaba no obstante de su porvenir, mejor dicho, había decidido meterla en uno de sus engranajes políticos a los que tanto acostumbraba. Un hombre que no tenía el menor escrúpulo en hacer y deshacer matrimonios a su antojo, que forzaba realmente a sus súbditos a que se casasen con quien él decidía, era natural que siguiera la misma costumbre al tratarse de su propia hija. Casi desde el nacimiento de Juana, el rey de Francia concertó su matrimonio con Luis de Orleáns, hijo del duque Carlos de Orleáns y de María de Cléves, su más próximo pariente en todo el reino, y a quien concedió el honor de ser su padrino. Pero aún le pareció poco tener por ahijado al pequeño duque y, queriendo evitar disgustos por medio de esa rama poderosa de la familia, pensó convertirlo en su yerno para tenerle más en mano. Los años pasaron y en toda Francia empezó a susurrarse que la segunda hija del rey era jorobada y coja, rumor que, naturalmente, llegó al castillo de Blois, donde Luis de Orleáns, el futuro Luis XII, huérfano ya de padre, llevaba una vida de lujo y de placer al lado de su madre, terrible contraste con la vida monótona y triste de su prometida. Al recibir María de Cléves al emisario del rey que le notificaba la ratificación de los esponsales entre su hijo y la princesa Juana, creyó que se trataba de un error y que la futura duquesa sería Ana, la hija mayor del rey, pero, al ver con sus propios ojos el escrito de Luis XI, exclamó midiendo toda la tragedia que se avecinaba: "La casa de Orleáns está perdida". Y en seguida, majestuosamente, se negó en rotundo. Para Luis XI no suponía nada la negativa, más aún: la repugnancia de los Orleánis. El monarca llegó a amenazar con la muerte al jovén duque y en estas condiciones, mientras la infeliz Juana no sospechaba lo más mínimo y, mujer al fin, esperaba con ilusión la felicidad al lado del esposo que todo el mundo alababa por sus maneras afables y corteses, se decidió la boda para el 8 de septiembre de 1476 en la capilla de Montrichard. Todavía un momento antes de la ceremonia, a la que el rey no se dignó asistir, el obispo, preocupado, preguntó al duque de Orleáns: "Monseñor, ¿estáis decidido a pasar por todo?", a lo que el joven respondió. "Se me hace fuerza, no hay remedio". Y se efectuó la triste ceremonia en la que el novio no tuvo ni una mirada, ni una palabra para la pobre princesa, que empezaba a comprender que aún le esperaba un calvario más amargo, que tenía que seguir realizando el nombre que le aplicarán más tarde: la cenicienta de los Valois.

La vida no cambié para Juana, únicamente lo que antes era como una espera de algo, se convirtió en una realidad sin esperanzas. De cuando en cuando, por orden expresa del rey, va Luis a visitar a su esposa, pero apenas se hablan ni se ven. Cada vez renace la esperanza en el corazón de la mujer que siempre amó a su marido, y de nuevo la triste realidad, la amarga desilusión. En cuanto a su padre una vez le verá antes de morir el rey, para sufrir aún más, amargamente al comprender el estupor de aquella mirada, pues nunca creyó Luis que era tanta la deformidad de su hija. Ella le quería y le admiraba, pero no pudo quedarse con él y tuvo que volver a su soledad mientras veía, sin ninguna envidia de su parte, a su hermana Ana objeto de las complacencias de su padre. Luis XI muere asistido por San Francisco de Paula y la vida de Juana va a cambiar al subir al trono su hermano Carlos VIII, que la aprecia y quiere tenerla cerca de él. Pero otra prueba la espera: durante la minoría de Carlos, es Ana de Beaujeu, la hermana mayor, la que llamaron "el rey de Francia", la que tiene las riendas del gobierno. El duque de Orleáns, levantisco y rebelde, aunque muy querido de su cuñado, se mete en varios movimientos contra la corona y es detenido y apresado. Juana emplea toda su diplomacia y todo su corazón para obtener el perdón del que tanto la martiriza a ella. En una ocasión va a verle al calabozo y su marido se vuelve del otro lado, molesto, sin tener una mirada de agradecimiento para la santa y sufrida mujer que tanto hace por él. Pero la fortuna es cambiante y movediza y cuando Luis de Orleáns ve venir a los emisarios reales, creyendo que le traen una nueva orden de detención, estupefacto los ve doblar la rodilla, llamarle señor y comunicarle el fallecimiento repentino de su cuñado y la noticia de que en un momento ha pasado a regir los destinos de Francia.

¿Será Juana la reina como parece de todo derecho? Dios le reserva aún una cruz más pesada antes de coronar la obra sublime de su santificación: los trámites de la anulación del matrimonio, que había comenzado Luis ocultamente van a apresurarse ahora. De las causas alegadas en favor de la anulación, las dos de más valor son: la fuerza exigida al esposo y la no consumación del matrinionio. Sobre el primer argumento se encuentra una carta escrita de puño y letra de Luis XI a Antonio de Chabannes gran dignatario del reino, en la que, además, da por hecho que Juana no podrá tener descendencia. En cuanto al segundo, ante el desacuerdo de las partes, Luis XII tiene que hacer juramento público de la no consumación del matrimonio. Por ese mismo hecho, Alejandro VI extiende la Bula de anulación y en seguida el rey contraerá matrimonio con Ana de Bretaña, la viuda de Carlos VIII.

¿Y Yuana? Para darle la noticia se reúnen sus buenos amigos el cardenal de Luxemburgo y el obispo de Albí con su confesor, que se lo comunica como en broma. Ella lo comprende al punto y por un momento se siente desfallecer y temblar. Más tarde descubrió un secreto a su confeso: "En ese momento Dios le concedió la gracia de comprender que Él así lo permitía para que realizase un gran bien. Y que ahora, sin sujeción a ningún hombre, podría hacerlo plenamente".

Por orden del rey, la que debía haber sido reina se convertía en duquesa de Berry y fijó su residencia en Bourges. Entonces decidió poner en práctica lo que oyó en su oración cuando era niña: fundar una Orden religiosa en honor de la Santísima Virgen. Varias muchachas jóvenes, con deseo de vida religiosa, se reunieron con ella y, después de muchas vicisitudes, Alejandro VI aprobó la regla de la nueva Orden de la Anunciación, justo cuando alboreaba el siglo XVI. En realidad ella era la fundadora, pero siguió viviendo en el mundo y gobernando sus estados de Berry. Hizo, no obstante, su profesión religiosa el 26 de mayo de 1504 y siempre fue un ejemplo y una miadre para sus hijas, que la veneraban ya como santa. El Señor juzgó que pronto debía dar el premio a una vida tan llena de sufrimientos y trabajos y en febrero del año siguiente, después de haber dado sus últimos consejos a su confesor y a sus hijas, descansó en la paz del Señor.

Desde el principio fue venerada como santa en Bourges y luego en toda Francia; los milagros se suceden alrededor de sus despojos mortales; el 13 de enero de 1632 se introduce la causa de beatificación; en 1742 se aprueba el culto público y se la declara beata. Después la causa parece sumirse en un profundo letargo, hasta que un milagro notabilísimo la hace resurgir en 1932 y culmina con la canonización solemne el día de Pentecostés de 1950 en que Pío XII quiere glorificar a Francia y a la Iglesia entera con esta nueva y esplendorosa joya: Santa Juana de Francia.

ALMUDENA GARCÍA MORENTE

3 feb 2015

Santo Evangelio 3 de Febrero de 2015



Día litúrgico: Martes IV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 5,21-43): En aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía. 

Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’». Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». 

Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?». Jesús que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe». Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de Él. Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te digo, levántate». La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer.


Comentario: Rev. D. Francesc PERARNAU i Cañellas (Girona, España)
Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad

Hoy el Evangelio nos presenta dos milagros de Jesús que nos hablan de la fe de dos personas bien distintas. Tanto Jairo —uno de los jefes de la sinagoga— como aquella mujer enferma muestran una gran fe: Jairo está seguro de que Jesús puede curar a su hija, mientras que aquella buena mujer confía en que un mínimo de contacto con la ropa de Jesús será suficiente para liberarla de una enfermedad muy grave. Y Jesús, porque son personas de fe, les concede el favor que habían ido a buscar.

La primera fue ella, aquella que pensaba que no era digna de que Jesús le dedicara tiempo, la que no se atrevía a molestar al Maestro ni a aquellos judíos tan influyentes. Sin hacer ruido, se acerca y, tocando la borla del manto de Jesús, “arranca” su curación y ella enseguida lo nota en su cuerpo. Pero Jesús, que sabe lo que ha pasado, no la quiere dejar marchar sin dirigirle unas palabras: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad» (Mc 5,34).

A Jairo, Jesús le pide una fe todavía más grande. Como ya Dios había hecho con Abraham en el Antiguo Testamento, pedirá una fe contra toda esperanza, la fe de las cosas imposibles. Le comunicaron a Jairo la terrible noticia de que su hijita acababa de morir. Nos podemos imaginar el gran dolor que le invadiría en aquel momento, y quizá la tentación de la desesperación. Y Jesús, que lo había oído, le dice: «No temas, solamente ten fe» (Mc 5,36). Y como aquellos patriarcas antiguos, creyendo contra toda esperanza, vio cómo Jesús devolvía la vida a su amada hija.

Dos grandes lecciones de fe para nosotros. Desde las páginas del Evangelio, Jairo y la mujer que sufría hemorragias, juntamente con tantos otros, nos hablan de la necesidad de tener una fe inconmovible. Podemos hacer nuestra aquella bonita exclamación evangélica: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad» (Mc 9,24).

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San Blas, Obispo y Mártir, 3 de Febrero



3 de Febrero

SAN BLAS
OBISPO Y MARTIR
(† ca. 316)
 

La Iglesia conmemora en este día a un santo muy popular cual es San Blas, mártir, obispo de Sebaste.

La existencia de este santo armenio, su episcopado en Sebaste, su glorioso martirio, su culto antiguo extendido en la iglesia oriental y occidental, su fama de taumaturgo, la popularidad de su devoción son hechos plenamente históricos que la tradición cristiana ha encuadrado en la leyenda de San Blas, no del todo segura en cuanto a todos los detalles, por proceder de fuentes históricas que no remontan más allá del siglo IX aunque derivan de tradición y culto muy antiguos.

Cuatro son las Actas de San Blas que traen los bolandistas. De ellas extraemos la semblanza del Santo, que presentamos a continuación, modernizada y aumentada con notas históricas referentes a su vida, devoción y culto.

Nació San Blas en Armenia, en la ciudad de Sebaste, la actual Sivas, en la segunda mitad del siglo III. Según quieren algunos, fue médico. El ejercicio de la medicina de los cuerpos lo preparó y le dio a la vez ocasión para ejercer la medicina de las almas, exigida por su fervoroso proselitismo cristiano. Ponderan las Actas las virtudes de este ejemplar cristiano: su humildad. Mansedumbre. paciencia, devoción, castidad, inocencia; en una palabra, su santidad.

Estas virtudes contribuyeron a que, vacante el obispado de Sebaste, fuera propuesto por voz unánime del clero y pueblo para ocupar la sede.

Terribles eran las circunstancias. La persecución desencadenada por Diocleciano a principios del siglo IV y continuada por sus sucesores Galeno, Máximo y Daia y Licinio, se ensañó particularmente en la iglesia de Sebaste, e hizo allí ilustres mártires: San Eustracio y compañeros. San Carcerio y consortes, San Blas, los famosos cuarenta soldados mártires. Los cristianos vivían perseguidos y escondidos, como si fueran alimañas. San Blas fue el pastor prudente, celoso e intrépido elegido por la Providencia para presidir aquellas trágicas cuanto gloriosas circunstancias.

Escasas son las noticias que nos dan las Actas acerca de su gobierno pastoral. San Blas, oculto por la persecución, sostenía, alentaba y edificaba ocultamente a los cristianos con su palabra y con el ejemplo de su santa Vida.

Las Actas nos han conservado, sin embargo, un episodio que revela el temple apostólico del Santo. San Eustracio se encuentra en la cárcel condenado a próxima muerte. Sale su obispo del escondrijo; obtiene por amero el acceso a la prisión; besa emocionado las cadenas del confesor de Cristo; lo conforta; pasan toda la noche en celestiales coloquios; le administra la santa Eucaristía. Eustracio entrega a San Blas su testamento, confiándole la ejecución del mismo. Al rayar el alba se despiden dándose el ósculo de paz. San Blas vuelve a su escondite y Eustracio al día siguiente rubrica su fe con glorioso martirio.

Arreciando más la persecución bajo el prefecto Agrícola, comisionado por Licinio para exterminar el cristianismo, San Blas, siguiendo el consejo de Cristo, huye a las montañas (Armenia es país muy montañoso), y se refugia en una gruta del monte Argeo. Allí hace vida eremítica, entregado a la penitencia y a la contemplación, privado de todo consuelo humano, pero abundando en consuelos celestiales. Cual otro Moisés, ora San Blas en el monte por su dispersa y desolada grey.

La leyenda, al relatar la estancia de San Blas en las soledades del Argeo, nos describe escenas paradisiacas. Al perseguido por los hombres le hacen compañía las fieras, que se agrupan en tropel a la entrada de la gruta, esperando respetuosas a que el santo anacoreta termine su oración, para recibir de él su bendición y obtener también la curación de sus dolencias. Así lo encontraron los satélites del prefecto Agrícola en una cacería organizada por aquellos montes, quedando estupefactos ante el nunca visto espectáculo. Comunican el caso al prefecto y ordena éste que le traigan al obispo solitario.

En la noche precedente a la prisión se le aparece por tres veces el Salvador instándole para que le ofrezca el sacrificio, entendiendo San Blas que el Señor lo llamaba para ofrecer el cáliz del martirio. Se levanta, ofrece los sagrados misterios y se presentan los ministros del prefecto. "Salte de tu gruta. le dicen: el prefecto te flama". Responde el Santo a la citación con rostro sonriente y palabras cariñosas. "Bienvenidos seáis, hijitos míos. Me traéis una buena nueva. Vayamos prontamente. y sea con nosotros mi Señor Jesucristo que desea la hostia de mi cuerpo".

El traslado de San Blas a Sebaste constituyó una apoteosis popular. Las gentes, incluso los mismos paganos, acudían en tropel para presenciar el paso del santo obispo, implorando su bendición, el remedio de los males, la curación de las dolencias. San Blas, olvidado de su extrema necesidad propia, atendía a las súplicas, repartía bendiciones, encomendaba al Señor las necesidades.

De pronto. una madre le presenta a su hijo moribundo, a causa de una espina atravesaba en la garganta, clamando: ¡Siervo de Nuestro Salvador Jesucristo, apiádate de mi hijo; es mi único hijo! Compadecido San Blas, impone la mano sobre el agonizante, signa su garganta con la señal de la cruz, ora por Él..., y devuelve el niño, sano y salvo, a la desolada madre. Y dilatando su caridad a través del tiempo y del espacio, pide que cuantos recurran a su intercesión en trances semejantes obtengan la protección del cielo.

Presentado San Blas al prefecto, éste le propone con blandas palabras la renuncia al cristianismo y la adoración de los dioses. Rechaza San Blas con santa indignación la idolátrica propuesta. En consecuencia es apaleado terriblemente. El brutal castigo no arranca de San Blas tina queja.. Los esbirros, cansados, lo encierran en la cárcel.

Otro día intentan quebrantar su fortaleza suspendiéndolo de un madero y desgarrando sus carnes con garfios de hierro... Pero el santo pastor no habla de ofrecer solo el sacrificio; lo hablan de acompañar sus ovejas y corderos. Al volver a la prisión regando el suelo con sangre, siete fervorosas cristianas recogen su sangre y se ungen con ella. Detenidas por ello, confiesan intrépidas su fe en Jesucristo sin que hagan vacilar su fortaleza los más crueles y variados tormentos y alentadas por el ejemplo de su pastor perseveran firmes, hasta ser decapitadas. Una de estas heroínas encomienda a San Blas sus dos hijitos, que querían seguirla por la senda celestial del martirio.

No tardó el pastor en consumar su sacrificio. El prefecto lo condena a la decapitación con los dos niños. Y en las afueras de Sebaste es sacrificado el pastor con los dos corderos. Ocurrió el glorioso martirio, según la opinión más probable. el año 316.

El culto de San Blas se extendió prontamente por toda la Iglesia. En el Oriente se celebra su fiesta desde muy antiguo con culto solemne el 11 de febrero. En Constantinopla había un templo dedicado a San Blas. En Armenia existió la Orden Militar de San Blas. El culto de San Blas es también muy antiguo en Occidente. Según el cardenal Schuster, en la Edad Media se erigieron en Roma no menos de 35 iglesias en honor de San Blas. Una de ellas llegó a ser contada entre las 24 abadías privilegiadas de Roma.

La república independiente de Ragusa (Yugoslavia) lo tenía por patrón principal. Lo honraba con fiesta de precepto muy solemne. Su efigie figuraba en las monedas. Uno de los principales monumentos de Ragusa es el templo de San Blas. En el calendario romano figuraba la fiesta de San Blas con rito simple, pero muchas diócesis de Europa occidental la celebran con rito doble. En muchas iglesias se conservan reliquias insignes.

Paralela al culto oficial ha sido la devoción del pueblo cristiano a San Blas, devoción popular y típica. Se le cuenta entre los 14 santos protectores, llamados así porque se les tiene por abogados eficaces en las penalidades de la vida.

Se le invoca especialmente como abogado en las enfermedades de la garganta. Como tal lo reconoce el Ritual. Es considerado como especial protector de los niños: San Blas bendito, que se ahoga este angelito. En Rusia es el patrón de los ganados. En otras naciones también se le atribuye cierto patronato sobre los mismos. Los cardadores y sombrereros lo veneraban por patrón. En el día de su fiesta se bendicen pan, vino, agua y frutos que se dan después a hombres y ganados. En muchas diócesis de Alemania, Bohemia, Suiza y también de otras naciones se da la bendición de San Blas por medio de dos velas cruzadas que se ponen sobre la cabeza de los fieles y con ellas se toca la garganta. En Roma y otras partes por unción del cuello con una candela mojada en aceite bendecido.

San Blas es el santo humano, bondadoso, accesible. Invoquémoslo en nuestras necesidades en las enfermedades de la garganta no sólo materiales, sino también espirituales: respeto humano para confesar nuestra fe, angustias de pecados mortales ocultados, intemperancias en la bebida, etc. En este sentido hay una hermosa oración indulgenciada en el Enquiridión de Indulgencias. 

BLAS FAGOAG

2 feb 2015

Santo Evangelio 2 de Febrero 2015



Texto del Evangelio (Lc 2,22-40): Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. 

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. 

Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones». 

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.


Comentario: Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés (Tarragona, España)
Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación

Hoy, aguantando el frío del invierno, Simeón aguarda la llegada del Mesías. Hace quinientos años, cuando se comenzaba a levantar el Templo, hubo una penuria tan grande que los constructores se desanimaron. Fue entonces cuando Ageo profetizó: «La gloria de este templo será más grande que la del anterior, dice el Señor del universo, y en este lugar yo daré la paz» (Ag 2,9); y añadió que «los tesoros más preciados de todas las naciones vendrán aquí» (Ag 2,7). Frase que admite diversos significados: «el más preciado», dirán algunos, «el deseado de todas las naciones», afirmará san Jerónimo.

A Simeón «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (Lc 2,26), y hoy, «movido por el Espíritu», ha subido al Templo. Él no es levita, ni escriba, ni doctor de la Ley, tan sólo es un hombre «justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25). Pero el Espíritu sopla allí donde quiere (cf. Jn 3,8).

Ahora comprueba con extrañeza que no se ha hecho ningún preparativo, no se ven banderas, ni guirnaldas, ni escudos en ningún sitio. José y María cruzan la explanada llevando el Niño en brazos. «¡Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria!» (Sal 24,7), clama el salmista.

Simeón se avanza a saludar a la Madre con los brazos extendidos, recibe al Niño y bendice a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32). 

Después dice a María: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). ¡Madre!, —le digo— cuando llegue el momento de ir a la casa del Padre, llévame en brazos como a Jesús, que también yo soy hijo tuyo y niño.

Presentación de Jesús en el templo 2 de Febrero



Presentación del Señor y Purificación de la Virgen María
2 de Febrero

El actual himno del Oficio de lectura comienza así: "En el templo entra Maria, más que nunca pura y blanca, luces del mármol arranca, reflejos al oro envia. Va el Cordero entre la nieve, la Virgen nevando al Niño, nevando a puro cariño, este blanco vellón leve..."

Esta fiesta, que también se le llama "La Candelaria", es de origen oriental. La celebraban hasta el siglo VI a los cuarenta dias de la Epifania, el 15 de febrero, después pasó a celebrarse el 2, por ser a los cuarenta dias de la Navidad, 25 de diciembre.

A mediados del siglo V se celebra con luces y toma el nombre y color de "la fiesta de las luces"

Hasta el Concilio Vaticano II se celebraba como fiesta principalmente mariana, pero desde entonces ha pasado a ser en primer lugar Cristológica, ya que el principal misterio que se conmemora es la Presentación de Jesús en el Templo y su manifestación o encuentro con Simeón. E1 centro, pues, de esta fiesta no sería María, sino Jesús. Maria entra a formar parte de la fiesta en cuanto lleva en sus brazos a Jesús y está asociada a esta manifestación de Jesús a Simeón y a la anciana Ana.

Hasta el siglo VII no se introdujo esta fiesta en la liturgia de Occidente. Al final de este siglo ya estaba extendida en toda Roma y en casi todo Occidente. En un principio, al igual que en Oriente, se celebraba la Presentación de Jesús más que la Purificación de María.

No se sabe con certeza cuándo erupezó a celebrarse la Procesión en este día. Parece ser que en el siglo X ya se celebraba con solemnidad esta Procesión y ya empezó a llamarse a la fiesta como Purificación de la Virgen María. Durante mucho tiempo se dio gran importancia a los cirios encendidos y después de usados en la procesión eran llevados a las casas y allí se encendían en alguna necesidades.

La ley de Moisés mandaba que toda mujer que dé a luz un varón, en el plazo de cuarenta días, acuda al Templo para purificarse de la mancha legal y allí ofrecer su primogénito a Jahvé. Era lógico que los únicos exentos de esta ley eran Jesús y María: Él por ser superior a esa ley, y Ella por haber concebido milagrosamente por obra del Espíritu Santo. A pesar de ello María oculta este prodigio y... acude humildemente como cualquier otra mujer a purificarse de lo que no estaba manchada.

Los mismos ángeles quedarían extasiados ante aquel maravilloso cortejo que atraviesa uno y otro atrio hata llegar al pie del altar para ofrecer en aquellos virginales brazos al mismo Hijo de Dios.

Una vez cumplido el rito de ofrecer los cinco siclos legales después de la ceremonia de la purificación, la Sagrada Familia estaba dispuesta para salir del templo cuando se realizó el prodigio del Encuentro con Simeón, primero, y con la ancianísima Ana, después. San Lucas nos cuenta con riqueza de detalles aquel encuentro: "Ahora, Señor, ya puedes dejar irse en paz a tu siervo, porque han visto mis ojos al Salvador... al que viene a ser luz para las gentes y gloria de tu pueblo Israel..." Y le dijo a la Madre: "Mira, que este Niño está puesto para caída y levantamiento para muchos en Israel... Y tu propia alma la traspasará una espada...".

Contraste de la vida: El mismo Infante está llamado para ser: Luz y gloria y a la vez escándalo y roca dura contra la que muchos se estrellarán. ¡ Pobre Madre María, la espada que desde entonces atravesó su Corazón! . . .

Bien podemos hoy cantar como la Iglesia lo hace en Laudes: "Iglesia santa, esposa bella, sal al encuentro del Señor, adorna y limpia tu morada y recibe a tu Salvador...".