Isabel de Hungría, la princesa entre los pobres
Santa Isabel de Hungría 17 Noviembre
(1207-1231)
Sobre la dura corteza espiritual de la Edad Media, hendida por la gracia de Dios, brotó una de las flores más delicadas de la Cristiandad: Santa Isabel de Hungría. Nació en el año 1207 en uno de los castillos -Saróspatak o Posonio- de su padre, Andrés II, rey de Hungría, que la hubo de su primera mujer, Gertrudis, hija de Bertoldo IV, el cual llevaba en sus venas sangre de Bela I, también rey de Hungría, por lo que la princesita Isabel vino a ser el más preciado florón de la estirpe real húngara.
Abrió la princesita sus ojos a la luz en un ambiente de lujo y abundancia que, por divino contraste, fue despertando en su sensible corazón ansias de evangélica pobreza. Desde su privilegiado puesto en la corte descendía, desde muy niña, para buscar a los menesterosos, y los regalos que recibía de sus padres pasaban muy pronto a manos de los pobres. En balde la vestían conforme a su rango principesco, porque aprovechaba el menor descuido para quitarse las sedas y brocados, dárselos a los pobres y volver a palacio con los harapos de la más miserable de sus amiguitas.
Conforme a las costumbres de la época, fue prometida en su más tierna edad a Luis, hijo de Herman I, margrave de Turingia. Este compromiso matrimonial tenía, sin duda, la finalidad política de afianzar la alianza de ambos países contra el rey Felipe de Suabia. Un buen día de primavera -1213-, cuando los campos se desperezaban del gélido sueño invernal, se presentó en el castillo de Posonio una embajada turingia para recoger a la prometida de su príncipe heredero. El rey de Hungría, entonces en la cumbre del poder y riqueza de la dinastía, dotó generosamente a su hija diciendo a los emisarios: «Saludo a vuestro señor y ruego se contente de momento con estas pobres prendas, que, si Dios me da vida, completaré con mayores riquezas». Y revistiendo con palabras tan modestas su jactanciosa exhibición, hizo sacar un cúmulo de tesoros que dejaron admirados a los compromisarios, poco acostumbrados a tales galas en la abrupta y dura comarca de Turingia. El matrimonio tuvo lugar en el año 1221, es decir, al cumplir Isabel sus catorce años, en Wartburg de Turingia. Y de esta manera la princesa, nacida en un país lleno de sol y de abundancia como era Hungría, vino a parar a la dura y pobre tierra germánica.
La pobreza del pueblo estimuló más aún la caridad de la princesa Isabel. Todo le parecía poco para remediar a los necesitados: la plata de sus arcas, las alhajas que trajo como dote y hasta sus propios alimentos y vestidos. En cuanto podía, aprovechando las sombras de la noche, dejaba el palacio y visitaba una a una las chozas de los vasallos más pobres para llevar a los enfermos y a los niños, bajo su manto, un cántaro de leche o una hogaza de pan. Y hasta el propio manto lo entregó un día crudísimo de invierno a una pobre mendiga que temblaba de frío a la vera del camino, y cuál no sería su asombro que, al tender el armiño sobre la chepa de la anciana, vio transfigurarse aquélla en la adorable imagen de Jesucristo.
Por mucho que escondiera sus mercedes no es raro que éstas llegasen a herir a los espíritus envidiosos y mezquinos. No faltó quien acusó a la princesa ante el propio duque de estar dilapidando los caudales públicos y dejar exhaustos los graneros y almacenes. El margrave Luis quería a su esposa con delirio, pero no pudo resistir, sin duda, el acoso de sus intendentes y les pidió una prueba de su acusación.
-- Espera un poco -le dijeron- y verás salir a la señora con la faltriquera llena.
Efectivamente, poco tuvo que esperar el duque para ver a su mujer que salía, como a hurtadillas, de palacio cerrando cautelosamente la puerta. Violentamente la detuvo y la preguntó con dureza:
-- ¿Qué llevas en la falda?
-- Nada..., son rosas -contestó Isabel tratando de disculparse, sin recordar que estaba en pleno invierno-.
Y, al extender el delantal, rosas eran y no mendrugos de pan lo que Isabel llevaba, porque el Señor quiso salir fiador de la palabra de su sierva.
Parece que su suegra, la duquesa viuda Sofía, no miraba a Isabel con buenos ojos, tal vez porque las mercedes que aquélla hacía eran una acusación a su egoísmo o, simplemente, porque creyera que el cariño de Isabel, en el corazón de Luis, había desplazado al suyo. Con más o menos pasión aprovechaba cualquier oportunidad para desvirtuar a Isabel ante los ojos de su marido. Según cuenta la leyenda, volvió en cierta ocasión el margrave Luis de un largo viaje y, ansioso de abrazar a su esposa, fue a buscarla a la alcoba conyugal. Salió a su encuentro la duquesa Sofía, que había escuchado tras de la puerta voces extrañas en la alcoba, y le previno diciendo:
-- Ahora verás, hijo mío, hasta dónde llega la fidelidad de tu esposa.
Forzó la puerta el celoso marido y, al tirar de la cobertura del lecho, vio en él tendida la imagen de Cristo crucificado, en la que se había transfigurado un pobre leproso que Isabel había acostado en su lecho para curarle las llagas.
El celo de los pobres, en los que ella veía siempre la imagen trasunta de Cristo, fue espiritualizando cada vez más su vida. Su alma generosa se asomaba a sus ojos negros y profundos, que brillaban como candelas de amor en las sombrías casuchas de los pobres de Wartburgo. Por muy severas que fuesen sus penitencias, Isabel las recubría con cariño y donaire para no perder el encanto natural ante los ojos de su enamorado esposo. Pero no pudo, en cambio, conciliar su espíritu franciscano con la frivolidad de la vida cortesana.
Bajo la influencia de su confesor, extremadamente severo, Conrado de Marburgo, que la prohibió incluso probar ciertos manjares, Isabel vino a ser una viviente acusación contra una corte un tanto licenciosa, que empezó a conspirar contra la princesa extranjera.
Mientras su marido fue su amparo, nada tuvo que temer la princesa Isabel, pero llegó un día en que en los oídos del príncipe Luis sonó, como llamada irresistible, el clarín convocando a cruzada en nombre de Federico II. Isabel no quiso ser un obstáculo en el camino del príncipe cristiano que ofrecía su lanza para rescatar el Santo Sepulcro. Ya su padre, el rey Andrés II, había regresado sobreviviente de la quinta cruzada, y cada vez era más difícil vencer la desilusión y la indiferencia de los reyes y de los pueblos cristianos por coronar tan caballerosa empresa. El noble corazón de Luis se creyó, sin duda, más obligado a dar ejemplo y, dejando sola a su esposa, partió con sus caballeros, con propósito de embarcarse en Otranto para unirse a la cruzada. Pocos meses después, Isabel recibía, de manos de un emisario turingio, la cruz de su marido, que había muerto víctima de una epidemia.
Así, pues, a los veinte años -1227- la princesa Isabel quedó viuda y desamparada en una corte extranjera y hostil, y fue entonces cuando realmente empezó su calvario. Su cuñado Herman, queriendo desplazar a los hijos de Luis de la herencia del Ducado, acusó a Isabel de prodigalidad, y en verdad que ella había volcado hasta el fondo de su arca para remediar la miseria del pueblo en el temible «año del hambre» que Europa entera atravesaba. Las acusaciones de Herman encontraron eco en la corte, y la princesa Isabel, expulsada de palacio, tuvo que buscar refugio con sus tres hijos y la compañía de dos sirvientas en Marburgo, la patria de su madre. En tan difícil situación la socorrieron sus tíos, la abadesa Mectildis de Kitzingen y el obispo de Bamberg, que ya había abandonado el proyecto que tuvo de casarla de nuevo.
El pontífice Gregorio IV nombró a Conrado de Marburgo su «defensor». Los buenos oficios que éste desplegó consiguieron, por fin, que la princesa fuese indemnizada con una importante suma y se le asignasen unas posesiones en la villa de Marburgo. Pero Isabel ya nada tenía que la ligase al mundo, y solemnemente, en la iglesia de los Frailes Menores de Eisenach, renunció a sus bienes, vistió el hábito gris de la Tercera Orden y se consagró enteramente y de por vida a practicar heroicamente la caridad. Años después -1228-29- emprendió la construcción del hospital de Marburgo, cuya capilla puso bajo la advocación del Padre Seráfico, San Francisco de Asís, recientemente canonizado.
Por aquel entonces regresaban los cruzados de los Santos Lugares ardiendo en fiebres y con sus carnes maceradas por la lepra, y a ellos dedicaba Isabel sus más amorosos cuidados, en recuerdo, sin duda, de su marido, muerto muy lejos del alcance de sus manos.
Isabel, firme en su propósito de dedicar su vida a los pobres y enfermos, buscando en ellos al propio Jesucristo, rechazó una y otra vez la llamada de su padre, el rey de Hungría, que, valiéndose de nobles emisarios y hasta de la autoridad episcopal, trataba de convencerla de que regresase a su país. En cambio, acudió solícita a la llamada de su Señor, y a los veinticuatro años -1231- subió al cielo a recibir el premio merecido por haber aplicado el agua a tantos labios sedientos, curado tantas heridas ulceradas y consolado tantos corazones oprimidos.
La fama de su santidad quedó bien patente en el entierro, que conmovió toda la comarca. Poco después de su muerte, las jerarquías religiosas de tres países y Conrado de Turingia, gran maestre que fue de la Orden Teutónica, promovieron en la Santa Sede la declaración de sus heroicas virtudes, y el proceso terminó con la solemne ceremonia de la canonización el 27 de mayo de 1235 en Perusa, todavía en vida de su padre, Andrés II de Hungría. Su festividad fue fijada para el 19 de noviembre [pero, en la actualidad, se celebra el 17 del mismo mes]. Unos meses más tarde fue colocada la primera piedra de la catedral gótica de Marburgo y en ella se rindió el primer testimonio de veneración a la santa princesa por el emperador Federico II al frente de su pueblo.
Santa Isabel de Hungría ha sido erigida como Patrona de la Tercera Orden Franciscana y son muchas las congregaciones religiosas dedicadas a la caridad que llevan su nombre, y más de setenta los templos que la tienen por Patrona.
Javier Martín Artajo
Entre las flores de santidad que por el carisma de San Francisco crecieron en todo el mundo, la más bella flor de Alemania fue Sta. Isabel. Desde la edad de 4 años fue declarada novia del príncipe Ludovico de Turingia. En tan tierna edad dejó su patria y fue entregada a la custodia de su futura suegra, la princesa Sofía. Fue hija del rey de Hungría y nació el año 1207.
Una característica de la pequeña Isabel era su amor a Jesús Sacramentado, ante Quien se postraba frecuentemente en la capilla del Castillo de Wartburg. Desde niña, también acostumbraba llevar a sus compañeros de juegos a rezar a la capilla; repartía su merienda entre los niños pobres y no quería llevar corona de perlas viendo a Jesús con espinas. A los 15 años se casó con el príncipe, que entonces contaba con 21 años de edad.
Este matrimonio fue inmensamente feliz, pero desgraciadamente duró muy poco tiempo. A los seis años de casados, el esposo se unió a los caballeros de una cruzada para rescatar la Tierra Santa del poder de los musulmanes, y murió a consecuencia de una fiebre maligna que contrajo el año de 1227. Isabel, con sus tres niños pequeños, recibió la noticia de la muerte de su esposo y lloró tristemente.
Ludovico, junto con su esposa, habían purificado el ambiente feudal de su territorio y habían hecho justicia a los pobres campesinos explotados por los nobles.
Al dejarlo todo por amor a Cristo pobre, cumplió el Evangelio al pie de la letra. Su confesor, ciertamente bien intencionado, quiso llevarla por el camino de una obediencia extraordinaria, a una amistad íntima con Cristo, al ejemplo de San Francisco y Sta. Clara. Asimismo, confirmó la heróica caridad de Isabel. Una vez le preguntaron cómo dar limosnas, si no se tenía dinero, y
contestó:
"Siempre tenemos dos ojos para ver a los pobres, dos oídos para escucharlos, una lengua para consolarlos y pedir por ellos, dos manos para ayudarlos y un corazón para amarlos". Y ella practicaba lo que aconsejaba.
Isabel tenía un corazón extraordinariamente compasivo. Sentía en carne propia
no sólo los sufrimientos de Cristo, sino también los de cada ser humano explotado, marginado, enfermo y sumido en la detestable miseria de aquellos tiempos.
El amor y la penitencia la habían agotado en plena juventud. Tenía 24 años cuando el Señor se la llevó al Paraíso, el año 1231. Cuatro años más tarde Sta. Isabel era canonizada por Gregorio IX.
o en la historia por “el Confesor". Nieta de Edmundo, el llamado por su valor Iron-side ("Costado de hierro"). Hija de Eduardo, llamado Outremer ("el desterrado"), que por intrigas del intruso rey Canuto de Inglaterra no llegó a reinar. Y hermana del rey Edgaro, que llegó a ocupar el trono por la ayuda que le prestó el rey de Escocia, Malcolm, consorte de Santa Margarita.
Por parte de madre fue igualmente regia su estirpe, ya que lo fue Agata, hija de Enrique, emperador del Sacro Romano Imperio, y, según algunos, hermana de Gisela, esposa de San Esteban, rey de Hungría.
La fecha del nacimiento es difícil de precisar: pero tenemos dos fechas topes, entre las cuales debió acaecer: la de la muerte de San Esteban (a. 1038) y el regreso de Eduardo, su padre (a. 1057), cuando, muerto el conspirador, fue llamado por la nobleza para sentarle en el trono de San Eduardo, su abuelo.
Margarita recibió, pues, el influjo de Hungría, su patria, vigorosamente cristianizada por su rey San Esteban, y, consiguientemente, la piedad de la familia de su madre. No desdecía tampoco Inglaterra, donde alentaba el fervor de los dos santos reyes Eduardos; el primero, mártir; el segundo, llamado "Confesor", ambos progenitores de Santa Margarita.
Al hablar de la santidad heroica, de la que aquí tratamos, hay que tener en cuenta el tiempo en que tuvo lugar; porque, así como los santos del principio del cristianismo tenían que desprenderse del medio ambiente espiritual en que vivían (lo cual pasa también ahora bastante, por desgracia, por el laicismo de los modernos Estados), en cambio, en los tiempos medievales, por el contrario, ese medio ambiente favorecía y facilitaba la santidad. Puede decirse que en el primer caso actuaba el individuo con su iniciativa propia, a despecho del común sentir de las demás gentes. En el segundo, estaba de acuerdo con la manera de sentir general y se diferenciaba de ellos en llegar hasta las últimas consecuencias de lo que su fe le enseñaba. Claro está que todo esto supone la gracia preveniente y la concomitante, pero nos referimos a la correspondencia a esa gracia que ayuda y no impide la libre actividad humana.
Tenemos, pues, en el caso de Santa Margarita, un alma que, como dice la Escritura: Sortita est animam bonam (Sap. 8,10), o, como diríamos en nuestro lenguaje: "A quien la virtud parecía connatural. Así la describen los autores más antiguos, casi contemporáneos, reproducidos por los jesuitas bolandistas: inteligente, prudente, inclinada a la piedad y a la misericordia con los desvalidos. Fácilmente se comprende lo que de hecho sucedió; que se asimiló cuanto en punto a piedad y virtud vio en torno suyo y lo que, además, la instruyeron en particular, viniendo a dar, al tiempo de su completo desarrollo físico y moral, frutos de virtud no vulgares.
Hay que apuntar aquí algo de historia para darse bien cuenta de cómo aquella planta en el jardín de la Iglesia crecía y respondía a los cuidados del divino Jardinero. Según dijimos al tratar de su regia estirpe, su padre, llamado Eduardo, como su abuelo San Eduardo, había sido enviado con un hermano suyo llamado Edmundo a Salomón, rey de Hungría, a fin de librarlos del intento de asesinato que contra ellos se tramaba en Inglaterra. El rey húngaro recibióles benignamente; se encargó de su educación e instrucción, conforme a su regia estirpe y, llegados a la edad viril, dio a Edmundo su propia hija y a Eduardo, la hija de su hermano, llamada Agata. De este matrimonio nacieron tres hijos: Edgaro, Margarita y Cristina.
Cuando, cambiadas las circunstancias y por muerte de su hermano Edmundo, fue Eduardo, padre de Santa Margarita, llamado a ocupar el trono de Inglaterra, tuvo lugar la subitánea invasión del normando Guillermo el Conquistador, que se ciñó la corona real inglesa, exigiendo de los ingleses juramento de fidelidad. Murió en esto de muerte natural el padre de Santa Margarita y la viuda, su madre, pensó en irse con sus tres hijos al continente; pero, o porque una tempestad la hiciera arribar a las costas escocesas, o porque la aconsejaran que hallaría asilo seguro en la corte de Malcolmo III, rey de Escocia, de hecho, se realizó así providencialmente.
Y ésta fue la ocasión de que Margarita abrazara el estado del matrimonio. El Breviario Romano hace constar que "el rey Malcolmo quedó cautivado por las egregias dotes de Margarita" y que, para ésta, el motivo determinante fue "el habérselo mandado así su madre".
Esas bodas, humanamente consideradas, llenaban cuantas aspiraciones puede alentar el corazón de una joven. Verse hecha reina de un reino floreciente, esposa de un varón prudente, piadoso y recto, que la amaba de veras y la asociaba a su regia dignidad, de modo que tomaba ella parte en las más importantes deliberaciones del gobierno del Estado.
Pero la prosperidad no es en sí obstáculo para la santidad; lo es, por desgracia, en muchas ocasiones, por el mal uso de esa prosperidad, dejándose esclavizar por el demasiado amor a las cosas temporales. Divitiae si affluant, nolite cor apponere: "Si vienen riquezas, no queráis que se os pegue el corazón” (Ps. 60,11 ).
Es, creemos, Santa Margarita, reina de Escocia, un ejemplar insigne en muchos respectos, como esposa que supo ganarse el corazón de su marido; de madre, que atendió a la crianza y educación cristiana de sus hijos, de los cuales, dice el Breviario, la mayor parte abrazaron el estado de perfección, así como su propia madre y su hermana Cristina. De reina, que procuró ahincadamente el bien y la felicidad de sus súbditos; de santa, que amaba de corazón a Dios y, por Dios, a los pobrecitos de su reino, de los que alimentaba a un centenar diariamente en su palacio, lavándoles los pies y hallando satisfacción en aplicar sus labios a las úlceras que les afligían, proveyendo, además, al sostenimiento de varios centenares de familias necesitadas. Para ello, en alguna ocasión, vendió sus joyas y sus ropas más preciosas, y, a veces, llegó a agotar el tesoro regio.
Edificó varias iglesias, entre ellas la abadía de Dunferline, dedicada a la Santísima Trinidad, para custodiar la más preciosa reliquia: la de la Vera Cruz. Su libro de rezos, primorosamente decorado, se conserva al presente en la Biblioteca Boldleiana, de Oxford (Inglaterra).
Sobrevivió sólo algunos días a su marido, el rey Malcolmo, que pereció en el asedio del castillo de Aluwick, en el Northumberland, del cual se había apoderado Guillermo el Conquistador. Malcolmo emprendió la campaña para reconquistarlo, ya que pertenecía al hermano de su esposa, Edgaro, tomando parte en el asalto los dos hijos de Santa Margarita: Eduardo y Edgaro, de los cuales murió el primero. La reina, que había mirado siempre aquella expedición como fatídica, al llegar su hijo Edgaro, estando ya ella para expirar, hizo que le relatara todo lo sucedido, y, al oírlo, “—-Gracias, Dios mío —exclamó—, porque me dais paciencia para soportar tantas desgracias juntas".
Al morir, en Edimburgo, el 16 de noviembre de 1093, quedó su rostro sonrosado, después de la lívida palidez que se le vio durante los últimos seis meses, en los que padeció acerbos dolores. Su cuerpo fue enterrado en una urna que quedaba frente al altar mayor de la iglesia de Dunferline. Fue canonizada por Inocencio IV en 1250, y en 1259 se trasladó su cuerpo a un nuevo y rico altar en Dunferline. Su cráneo pasó a ser propiedad de la reina de Escocia, María Estuardo, y más tarde a los jesuitas de Douai, perdiéndose su noticia durante las turbulencias de la Revolución Francesa. Su cuerpo, por empeño de Felipe II, fue trasladado a España y consta que este rey mandó tallar para colocar los restos de Santa Margarita y su esposo, el rey Malcomo, un sepulcro en una capilla de El Escorial; pero, según G. Roger Hudleston, O. S. B., cuando Gelliers, arzobispo de Edimburgo, pidió al papa Pío XI que fuesen trasladadas a Edimburgo las reliquias, por ser dicha Santa la Patrona de Escocia, no pudieron ser halladas.
Nos hemos valido para esta biografía, principalmente, de la valiosa exposición del padre Daniel Papebroch, S. I., en AA. SS. iunius, t.2 p.320 y sigs., y la de G. Roger Hudleston, O. S. B., abad de Downsside Abbey, en Bath (Inglaterra), en su artículo de The Catholic Encyclopedia, de Nueva York, t.9 p.665 y sigs., y de Encyclopaedia Britannica, de Londres, t.14 p.875 (sin firma), dando una relación histórica, sí, pero tendenciosa, al afirmar que Santa Margarita fue canonizada por Inocencio IV en 1250, o sea ciento cincuenta y siete años después de su muerte, por sus donaciones a la Iglesia. Donde se echa de ver: 1º, la inconsistencia de ese motivo, que, mirado positivamente, poco podía halagar ya a la donante; 2º, que muestra desconocer, como lo hacen, por desgracia, los acatólicos, lo que significa la canonización, a saber: la declaración solemne de las virtudes heroicas del canonizado, que son, por cierto, abundantes en Santa Margarita de Escocia, y la definición de que aquella alma es del número de los bienaventurados y goza de la visión beatífica.
En la vida de Santa Margarita de Escocia falta la narración de hechos milagrosos. Teodorico, monje de San Cuberto, su confesor, en la relación de la vida de la Santa, dedicada a la hija de la misma, Matilde, reina de Inglaterra, cuya relación reproduce el padre Papebroch en el lugar ya citado, dice así: "Son más dignos de admiración los hechos que la hacían santa que los que solamente la declaraban santa ante los hombres. Narraré, con todo, algo que juzgo pertinente, como indicio de su religiosa vida".
Y después de reseñar todos los abusos que desterró en punto a las observancias religiosas en aquel país, reuniendo concilios en los que, con su autorizada palabra, hizo ver la obligación de seguir todo, y sólo, lo aprobado por la Santa Iglesia, en las disposiciones de los papas y los Santos Padres, dice así:
"Tenía un libro de los cuatro Evangelios, decorado con oro y joyas, cuyas mayúsculas brillaban con el oro. Este códice, que, más que los otros, acostumbraba a leer y meditar, lo estimaba ella mucho. El cual libro, trasladándoselo uno cierto día, al atravesar el vado de un río, el libro, que había sido envuelto menos cuidadosamente, vino a caer en medio de las aguas; ignorando lo cual el portador prosiguió con resolución el viaje emprendido; mas cuando luego quiso entregar el libro echó de ver, por vez primera, que lo había perdido. Lo buscó mucho, pero inútilmente. Por fin lo descubrieron abierto en el mismo lecho del río, de tal manera que sus hojas se agitaban con el incesante ímpetu de las aguas, y los paños de seda que llevaba para evitar que las letras de oro se oscureciesen con el roce, ahora, con la violencia del río, se desprendieron. ¿Quién diría que aquel libro podría ya servir? ¿Quién creería que pudiera ya leerse una sola letra? Pues, ciertamente, íntegro, incorrupto, es extraído de en medio del río, de tal modo que parecía no haber tenido contacto alguno con el agua. La limpieza de las hojas y la íntegra configuración de todas las letras permaneció tal cual estaban antes de que cayesen en el río; sólo en las últimas hojas podía percibirse la señal del líquido. El libro, y con él el milagro, se transmitió a la reina, la cual, rendidas las gracias a Cristo, tuvo mucho más estima que antes del códice. Con esto, otros vean qué sienten del caso; yo opino, por el venerable aprecio de la reina, que fue un milagro del Señor".
JOSÉ MÚNERA, S. I.
Margarita de Escocia, Santa
Autor: Archidiócesis de Madrid
De estirpe regia y de santos. Por parte de padre emparenta con la realeza inglesa y por parte de madre con la de Hungría. Los santos son, por parte de padre, san Eduardo —llamado el "Confesor"— que era su bisabuelo y, por parte de madre, san Esteban, rey de Hungría.
Nació del matrimonio habido entre Eduardo y Agata, en Hungría, con fecha difícil de determinar. Su padre nunca llegó a reinar, porque al ser llamado por la nobleza inglesa para ello, resulta que el normando Guillermo el Conquistador invade sus tierras, se corona rey e impone el juramento de fidelidad; al poco tiempo murió Eduardo de muerte natural.
Pero esta situación fue la que hizo que Margarita llegara a ser reina de Escocia por casarse con el rey. Su madre había previsto y dispuesto que la familia regresara al continente al quedarse viuda tras la muerte de su esposo y, bien sea por necesidad de puerto a causa de tempestades, bien por la confianza en la buena acogida de la casa real escocesa, el caso es que atracaron en Escocia y allí se enamoró el rey Malcon III de Margarita y se casó con ella.
Es una mujer ejemplar en la corte y con la gente paño de lágrimas. Se la conoce delicada en el cumplimiento de sus obligaciones de esposa; esmerada en la educación de los hijos, les dedica todo el tiempo que cada uno necesita; sabe estar en el sitio que como a reina le corresponde en el trato con la nobleza y asume responsabilidades cristianas que le llenan el día. Señalan sus hagiógrafos las continuas preocupaciones por los más necesitados: visita y consuela enfermos llegando a limpiar sus heridas y a besar sus llagas; ayuda habitualmente a familias pobres y numerosas; socorre a los indigentes con bienes propios y de palacio hasta vender sus joyas. Lee a diario los Libros Santos, los medita y lo que es mejor ¡se esfuerza por cumplir las enseñanzas de Jesús! De ellos saca las luces y las fuerzas. De hecho, su libro de rezos, un precioso códice decorado con primor —milagrosamente recuperado sin sufrir daño del lecho del río en que cayó— se conserva en la biblioteca bodleiana de Oxford (Inglaterra).
También se ocupó de restaurar iglesias y levantar templos, destacando la edificación de la abadía de Dunferline.
Puso también empeño en eliminar del reino los abusos que se cometían en materia religiosa y se esforzó en poner fin a las abundantes supersticiones; para ello, convocó concilios con la intención de que los obispos determinaran el modo práctico de exponer todo y sólo lo que manda la Iglesia y las enseñanzas de los Padres.
"Gracias, Dios mío, porque me das paciencia para soportar tantas desgracias juntas". Esta fue su frase cuando le comunicaron la muerte de su esposo y de su hijo Eduardo en una acción bélica. Fue cuando marcharon a recuperar el castillo de Aluwick, en Northumberland, del que se había apoderado el usurpador Guillermo. Ella soportaba en aquellos momentos la larga y penosísima enfermedad que le llevó a la muerte el año 1093, en Edimburgo.
Es la reina Margarita la patrona de Escocia, canonizada por el papa Inociencio IV en el año 1250. Pero no pueden venerarse sus reliquias por desconocerse el lugar donde reposan. Por la manía que tenían los antiguos de desarmar los esqueletos de los santos, su cráneo —que perteneció a María Estuardo— se perdió con la Revolución francesa, porque lo tenían los jesuitas en Douai y, desde luego, no salieron muy bien parados sus bienes. El cuerpo tampoco se pudo encontrar cuando lo pidió Gelliers, arzobispo de Edimburgo, a Pío XI, aunque se sabe que se trasladó a España por empeño de Felipe II quien mandó tallar un sepulcro en El Escorial para los restos de Margarita y de su esposo.
Aunque les duela esa carencia de reliquias a los escoceses, tienen sin embargo el orgullo de disfrutar en su historia de las grandes virtudes de una mujer que supo primar su condición cristiana a su condición de reina. O mejor, que ser reina no fue dificultad para vivir hasta lo más hondo su responsabilidad de cristiana. O aún más, supo desde la posición más alta ser testigo de Cristo. Y eso es mucho en cualquier momento de la Historia. ¿No será la gente como ella los que se llaman pobres de espíritu?