15 feb 2014

Santo Evangelio 15 de Febrero de 2014


Día litúrgico: Sábado V del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 8,1-10): En aquel tiempo, habiendo de nuevo mucha gente con Jesús y no teniendo qué comer, Él llama a sus discípulos y les dice: «Siento compasión de esta gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Si los despido en ayunas a sus casas, desfallecerán en el camino, y algunos de ellos han venido de lejos». Sus discípulos le respondieron: «¿Cómo podrá alguien saciar de pan a éstos aquí en el desierto?». Él les preguntaba: «¿Cuántos panes tenéis?». Ellos le respondieron: «Siete».

Entonces Él mandó a la gente acomodarse sobre la tierra y, tomando los siete panes y dando gracias, los partió e iba dándolos a sus discípulos para que los sirvieran, y ellos los sirvieron a la gente. Tenían también unos pocos pececillos. Y, pronunciando la bendición sobre ellos, mandó que también los sirvieran. Comieron y se saciaron, y recogieron de los trozos sobrantes siete espuertas. Fueron unos cuatro mil; y Jesús los despidió. Subió a continuación a la barca con sus discípulos y se fue a la región de Dalmanuta.


Comentario: Rev. D. Carles ELÍAS i Cao (Barcelona, España)
No tienen qué comer

Hoy, tiempo de inclemencia y desasosiego, también Jesús nos llama para decirnos que siente «compasión de esta gente» (Mc 8,2). Hoy, con la paz en crisis, puede abundar el miedo, la apatía, el recurso a la banalidad y a la evasión: «No tienen qué comer».

¿A quién llama el Señor? Dice el texto: «A sus discípulos» (Mc 8,1), es decir, me llama a mí, para no despedirlos en ayunas, para darles algo. Jesús se ha compadecido —esta vez en tierra de paganos— porque también tienen hambre.

¡Ah!, y nosotros —refugiados en nuestro pequeño mundo— decimos que nada podemos hacer. «¿Cómo podrá alguien saciar de pan a éstos aquí en el desierto?» (Mc 8,4). ¿De dónde sacaremos una palabra de esperanza cierta y firme, sabiendo que el Señor estará con nosotros cada día hasta el fin de los tiempos? ¿Cómo decir a los creyentes y a los incrédulos que la violencia y la muerte no son solución?

Hoy, el Señor nos pregunta, simplemente, cuántos panes tenemos. Los que sean, ésos necesita. El texto dice «siete», símbolo para paganos, como doce era símbolo para el pueblo judío. El Señor quiere llegar a todos —por eso la Iglesia se quiere reconocer a sí misma desde su catolicidad— y pide tu ayuda. Dale tu oración: ¡es un pan! Dale tu Eucaristía vivida: ¡es otro pan! Dale tu decisión por la reconciliación con los tuyos, con los que te han ofendido: ¡es otro pan! Dale tu reconciliación sacramental con la Iglesia: ¡es otro pan! Dale tu pequeño sacrificio, tu ayuno, tu solidaridad: ¡es otro pan! Dale tu amor a su Palabra, que te da consuelo y fuerza: ¡es otro pan! Dale, en fin, lo que Él te pida, aunque creas que sólo es un poco de pan.

Como nos dice san Gregorio de Nisa, «el que parte su pan con los pobres se constituye en parte de aquél que, por nosotros, quiso ser pobre. Pobre fue el Señor, no temas la pobreza».

San Claudio de la Colombiere, 15 de Febrero

15 de febrero

SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIERE

(† 1682)

Lyon ha cumplido recientemente dos mil años. Con este motivo se ha recapitulado su historia religiosa, y se ha recordado el papel, tan decisivo en muchos aspectos, que le ha correspondido en la vida católica de Francia y aun de Europa entera.

Mediaba el siglo XVII cuando al colegio de la Santísima Trinidad que en Lyon tenían los padres jesuítas acudió un joven perteneciente a una familia muy cristiana radicada en Viena del Delfinado. Ya antes había sido alumno del colegio de jesuitas del Buen Socorro, en la misma Viena. Y había recibido cristianísima educación en su familia, a la que los anales de la Visitación llaman "familia de santos". Su misma madre, en el lecho de muerte, le había profetizado: "Hijo mío, tú tienes que ser un santo religioso".

Y, en efecto, en contacto con los jesuitas del colegio, Claudio de la Colombière sintió nacer en su alma la vocación religiosa. No sin repugnancia. Él mismo nos dirá más tarde, en sus apuntes de ejercicios, que sentía una grandisima aversión a la vida que iba a abrazar. Porque, añade, los planes de Dios nunca se realizan sino a costa de grandes sacrificios". Pero no importaba el precio cuando se trataba de conseguir la realización de su ideal de santidad. Su fino instinto le había dicho que en la Compañía de Jesús podría llegar a santo. Y por eso se decidió a solicitar la admisión. "He ingresado —escribía después— en la Compañía por el aprecio que siempre tuve a sus sabias reglas y por haber visto que los superiores sabían exigir de tal modo su observancia, que me persuadí sería cosa muy fácil en la Compañía santificarse uno mismo y ayudar con la palabra y el ejemplo a la santificación de los demás."

De esta manera fue como el 25 de octubre de 1658, a los dieciocho años de edad, Claudio entraba en el noviciado de Avignon. Eran días muy revueltos para la ciudad de los Papas. Como consecuencia de las disensiones entre el Beato Inocencio XI y Luis XIV, la ciudad se iba a ver invadida por las tropas francesas, ocupación que añadiría nuevas zozobras a las que ya producían la tensión existente entre los nobles y los plebeyos, y la actividad proselitista de los calvinistas. Pero todas estas cosas antes le sirvieron a Claudio de estímulo para realizar con mayor perfección sus dos años de noviciado y sus estudios de filosofía, además de ejercitarse en el magisterio con los niños, alumnos externos, en el colegio de la misma ciudad.

Avignon pacificada ya, celebró con gran solemnidad la canonización de San Francisco de Sales. El sermón que con esta ocasión pronunció el joven y fervoroso Claudio de la Colombière, le hizo destacarse de tal manera que fue destinado a estudiar teología en París, la gran ciudad formadora de santos. Allí le esperaba un cargo importante: el de regente de estudios de los dos hijos de Colbert, el célebre ministro del Tesoro de Luis XIV. Y le esperaba también una gran pena: había recogido en un cuaderno, junto a otras curiosidades literarias, un epigrama contra el ministro. Sin mala intención, puramente por el ingenio con que estaban redactados los versos. Pero le sorprendieron el cuaderno. El ministro se quejó amargamente al padre Provincial y exigió la destitución inmediata del preceptor y su alejamiento de París. Así fue destinado de nuevo a Lyon. Y en su antiguo colegio de la Santísima Trinidad trabajó, desde 1670 a 1674, como excelente maestro y, sobre todo, como acertado director de la congregación mariana.

Faltaba dar la última mano a su formación jesuítica. Por eso sus superiores le enviaron a hacer la tercera probación. Fue una época decisiva en su vida. En los ejercicios espirituales de mes, bajo el influjo de la gracia, en pleno fervor, hizo voto de guardar con exactitud todas las reglas y constituciones de la Compañía, después de haberlo cumplido algún tiempo por vía de ensayo. Sabemos cuáles fueron los motivos que le movieron a tan heroica resolución: "Imponerme la ineludible necesidad de cumplir, en cuanto sea posible, todos los deberes de mi estado y ser fiel al Señor aun en las cosas más mínimas; romper de un golpe y para siempre las cadenas del amor propio, quitándole toda esperanza de ser alguna vez tenido en consideración; adquirir en poco tiempo los méritos de una vida larga; reparar las irregularidades pasadas; dar a Dios una prueba de gratitud por las infinitas gracias recibidas, y hacer de mi parte cuanto pueda para ser de Dios sin reserva alguna".

Tal espíritu debió demostrar el joven tercerón y tales dotes debieron de brillar en él que, sin terminar su tercera probación, fue admitido a los votos solemnes, que hizo el 2 de febrero de 1675, y destinado como superior de la residencia y del colegio que funcionaban en Paray-le-Monial.

Allí, de la manera más impensada, iba a encontrar el joven jesuita su misión en la tierra.

Tiene hoy Paray-le-Monial muy poco más de seis mil habitantes. Algunos menos tenía cuando llegaba allí el Beato Claudio. Se trataba por consiguiente de una residencia relativamente tranquila, enmarcada en un ambiente provinciano, en el que no parecía fácil que se presentaran grandes complicaciones.

Y, sin embargo, las complicaciones le estaban esperando ya. En el monasterio de la Visitación había una religiosa que aseguraba haber tenido visiones y revelaciones, a través de las cuales se trataba de introducir una nueva devoción dirigida al Sagrado Corazón de Jesús. La religiosa estaba siendo juzgada de manera muy diversa, y no eran pocos quienes estimaban que todo aquello no pasaba de ser una ilusión, producida por su enfermiza sensibilidad. Dentro de los muros del monasterio existía una fuerte corriente de oposición, basada en las mismas constituciones de la orden de la Visitación. Y las personas de fuera que habían sido consultadas, parecían inclinarse casi unánimemente hacia esta misma solución negativa.

La religiosa, Margarita María de Alacoque, se encontraba, por consiguiente, en extrema aflicción. Pero había oído un día al Señor decirle: "Vive tranquila. Yo te enviaré a mi siervo fiel".

Y el siervo fiel llegó. El nuevo superior de los jesuitas se acercó al monasterio y dirigió una plática a la comunidad. Margarita María oyó una voz que le decía con toda claridad: "Es ése el que te he enviado". Y los acontecimientos lo confirmaron ampliamente, "Bien pronto —escribe la Santa—me di cuenta de la verdad de tales palabras, puesto que en la primera confesión que hice con él durante las témporas, sin que nunca antes nos hubiésemos visto ni tratado, me habló como quien conocía perfectamente lo que me pasaba. Volví a los pocos días y, aunque entendía ser voluntad de Dios que le hablara, experimenté una muy extraña repugnancia cuando me llegó el turno de acercarme al confesionario. Le manifesté sencillamente lo que me sucedía, y me contestó que él estaba contento de poderme proporcionar oportunidad para ofrecer un sacrificio al Señor. Libre entonces de toda pena le abrí mi alma totalmente, tanto lo bueno como lo malo. Fue grande mi consuelo cuando me aseguró que no tenía nada que temer por el espíritu que me guiaba, mientras no me desviara de la santa obediencia, y que estaba obligada a seguir sus impulsos hasta el sacrificio y la inmolación."

La reacción que esta manera tan decisiva de comportarse del joven jesuita, recién salido de la tercera probación y apenas llegado a la residencia de Paray-le-Monial, tenía que producir, llegó en efecto. No faltaron críticas ni juicios poco favorables. "El padre —nos dice la Santa— tuvo que sufrir mucho por causa mía. Decíase que yo pretendía engañarle con mis ilusiones. Pero él no se preocupaba de habladurías, y no dejó de ayudarme en el corto tiempo que estuvo en la ciudad, y siempre ha continuado ayudándome."

No todo fueron penas. Hubo también alegrías. Así, hubo un día en que el padre fue a celebrar misa a la Visitación, circunstancia que aprovechó el Señor para conceder al director y a la dirigida extraordinarios favores. En el momento en que Santa Margarita se acercaba a recibir la sagrada comunión vio el Sagrado Corazón de Jesús ardiendo en llamas, y dos corazones que se acercaban a Él, mientras oía: "De esta suerte mi amor une para siempre estos tres corazones". Fue aquel mismo día, pocos instantes después, cuando el Sagrado Corazón dio el encargo al padre Claudio de trabajar por dar a conocer sus riquezas y los beneficios de la devoción al mismo Corazón. Encargo que él recibió, humildísimamente.

Los acontecimientos se sucedían con rapidez. El día de la octava de Corpus de aquel año, 1675, el Señor hacía la gran revelación de su amor y de la extraordinaria misión que quería confiar a la Compañía de Jesús. Después de haber pedido una fiesta especial, en el día siguiente a la octava de Corpus, dedicada a su Corazón, prometió derramar con abundancia su amor sobre cuantos le dieren y procuraren que otros le tributasen honor. Y cuando la Santa, sintiéndose incapaz de cumplir tal encargo, puso alguna dificultad, el Sagrado Corazón le remitió de nuevo al padre la Colombière. El viernes después de la octava de Corpus, 21 de junio, fiel a esta invitación, el Beato Claudio de la Colombière se consagraba por entero al Corazón de Jesús.

No imaginemos, sin embargo, que todas las tareas del Beato se reducían en Paray a la dirección de Santa Margarita. Había reorganizado, dándole nuevo empuje, la congregación mariana del colegio del que era rector, con gran fruto para toda la ciudad. Y, lo que era más importante, había fundado otra congregación mariana para nobles y profesionales, consiguiendo de esta manera agrupar a los caballeros católicos de la ciudad, permitiéndoles actuar conjuntamente y oponerse al influjo de los protestantes, que hasta entonces habían venido prevaleciendo.

Y cuando todo marchaba viento en popa, he aquí que la divina Providencia le obliga, por medio de la obediencia, a dejar el confesionario de la Visitación, el cuidado del colegio y de las congregaciones, y a marchar muy lejos: a Londres. Por recomendación del padre Lachase, confesor de Luis XIV, iba a desempeñar el cargo de capellán de María Beatriz de Este.

Sabido es que esta piadosa señora, hija del duque de Módena, había prescindido de sus deseos de ir a un convento, por consejo del papa Clemente X, que le aconsejó más bien que aceptara ser esposa del duque de York, entonces católico, y futuro rey de Inglaterra con el nombre de Jacobo II. Se había concedido a la duquesa el libre ejercicio y práctica de la religión católica, con derecho a tener una capilla en su palacio, y el correspondiente capellán. Pero el padre Saint-Germain, que venía ejerciendo este oficio, fue acusado de proselitismo religioso y expulsado de Inglaterra. El padre de la Colombière iba a ser su sucesor.

Y, en efecto, después de haber pasado por París, salió a fines de septiembre para Londres, a donde llegó el 13 de octubre. Su vida en el palacio fue ejemplar en todo: en su oración y en su mortificación; en su aislamiento del torbellino de la corte, pues vivió, según él mismo decía, "como si estuviese en un desierto". Jamás subió a la terraza para contemplar el espléndido panorama que desde el palacio se divisaba, ni tuvo interés por visitar ninguno de los monumentos de la gran ciudad. Su único interés era propagar la devoción a la Sagrada Eucaristía y al Corazón de Jesús: "Lleno de compasión por estos ciegos que no quieren rendirse a creer tan grande e inefable misterio, daría gustoso mí sangre para convencerlos de esta verdad que cree y profesa. En este país en que se hace gala de negar la presencia real en el augusto sacramento, experimentó inmenso consuelo al repetir con frecuencia actos de fe en la realidad de vuestro cuerpo adorable bajo las especies del pan divino".

Trabajó con celo. Predicando en público, en la capilla del palacio con sermones exquisitamente preparados. Y con la dirección espiritual y la administración del sacramento de la penitencia. Muchas almas de la aristocracia de Londres, movidas por su ejemplo, se orientaron hacia una vida de mayor perfección. Envió a algunas a conventos de Francia y otras las reunió en Londres, cerca de la iglesia de San Pedro, en una especie de vida religiosa, sin apariencias exteriores, pero con una intensa vida interior.

Era demasiado para lo que el ambiente consentía. La persecución tenía que llegar. Y llegó por un conducto rastrero y vil. Un sacerdote francés, Verio de Fiquet, refugiado en Inglaterra por ciertos delitos que había cometido, recurrió al Beato para que le socorriera. Así lo hizo durante algún tiempo, pero, cuando el desdichado sacerdote mostró de nuevo la bajeza de sus inclinaciones, se vio obligado a despedirle. Juró venganza el apóstata, y para lograrla acusó a su bienhechor ante los jueces de haber tomado parte en la célebre conspiración amañada por Tito Oates. Bajo el peso de tal acusación el 24 de noviembre de 1678 era detenido y conducido a la cárcel.

Dos días después comparecía ante los jueces. Nada se le pudo probar en relación con la falsa conjuración. Pero le condenaron por proselitismo religioso, por haber convertido a súbditos ingleses, haber recibido abjuraciones y fundado un convento en Londres. Sabida es la crueldad con que los ingleses trataban a los católicos. Algo le tocó conocer de la misma al Beato: devuelto a la cárcel, fue encerrado en un calabozo tan lóbrego, tan mal acondicionado y con tan deficiente alimentación, que al poco tiempo el prisionero comenzó a echar sangre, y se temió por su vida. Una intervención de Luis XIV se la salvó y pudo regresar a Francia en 1679, después de haber pasado diez días en el palacio restableciéndose lo imprescindible para poder efectuar el viaje.

El jesuita que llegaba, en enero de 1679, a París era otro enteramente que el que poco más de dos años antes había Partido hacia Londres. Completamente extenuado, deshecho por la fiebre, fue devuelto primero, durante diez días, a Paray-le-Monial y después, durante unos meses, a su pueblo natal, Saint Symphorien d'Ozon Al llegar el otoño volvió destinado al colegio de la Santísima Trinidad de Lyon en el que había pasado su adolescencia, y donde había recibido la gracia insigne de la vocación religiosa. Iba como director espiritual de los filósofos jesuitas. Allí pudo desplegar, Por consiguiente, con toda libertad su fervor y su entusiasmo por la devoción al Corazón de Jesús. Entre los jóvenes religiosos que le escuchaban se encontraba uno, el padre José de Gallifet, nombre célebre en los anales de esa devoción, pues tanto hizo con sus escritos por propagarla y defenderla contra mil ataques e incomprensiones.

Días de inmenso consuelo espiritual, pero de tremendo desgaste corporal. El Beato veía que de un momento a otro iba a quedar reducido a absoluta inercia, pues la enfermedad avanzaba implacable. Dios dio a entender a Santa Margarita María que no entraba en sus planes que el padre la Colombière recobrara su salud. "Según las miras humanas —escribe la Santa— parece que su salud es de mayor gloria de Dios; mas los sufrimientos le dan una gloria mucho mayor... puesto que el Señor tiene gusto en dar un realce inestimable a sus padecimientos, uniéndolos a los que Él sufrió, para difundirlos después como rocío celestial sobre las semillas que Él esparció en tantos lugares, y hacerla crecer y desarrollarse en su santo amor."

Así era, en efecto. El invierno de 1681 fue durísimo para el enfermo, a pesar de que ya desde agosto los superiores habían dispuesto que se trasladara desde Lyon a Paray, donde el clima le había de resultar más benigno. Así pareció al principio, durante el otoño, pero el invierno le fue, como decimos, muy duro: "Le he visto dos veces —escribe Santa Margarita— y apenas puede hablar. Tal vez Dios lo permita así a fin de que tenga más tiempo para hablar a su gusto con el Corazón Divino".

Parecía necesario tomar una decisión. Su hermano, el canónigo Florís de la Colombière, arcediano de la catedral de Viena, en el Delfinado, logró permiso de sus superiores para tenerle como huésped en su casa. El 23 de enero de 1682 estaba todo dispuesto para el viaje. Cuando he aquí que llega una señorita con un encargo de parte de Santa Margarita. La Santa rogaba al padre que, si no era contrario a la obediencia, se quedara en Paray "porque el Señor me ha dicho que quiere aquí el sacrificio de su vida".

El superior de la casa fue de la misma opinión, y negó su permiso para el viaje. Sólo quedaban unos días de vida al santo enfermo. El sacrificio total de la vida no iba a tardar en llegar. En efecto, sus condiciones de salud fueron agravándose de día en día. Y el 15 de febrero de aquel mismo año 1682 el Beato Claudio de la Colombière entregaba su alma a Dios. Contaba sólo cuarenta y un años y trece días de edad.

Quedaba sobre la tierra, confortada por su santa muerte, Santa Margarita María. Unas horas después de los funerales decía llena de confianza a una señorita amiga: "Deje ya de afligirse; invóquelo con toda confianza porque él puede socorrernos".

Fue beatificado por el papa Pío XI en 1929.

El Papa Juan Pablo II lo declaró santo en 1992.

LAMBERTO DE ECHEVERRÍA




14 feb 2014

Santo Evangelio 14 de Febrero de 2014

Día litúrgico: Viernes V del tiempo ordinario

Santoral 14 de Febrero: San Cirilio, monje, y san Metodio, obispo, Patronos de Europa
Texto del Evangelio (Mc 7,31-37): En aquel tiempo, Jesús se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. Él, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: "¡Ábrete!". 

Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».


Comentario: Rev. D. Joan MARQUÉS i Suriñach (Vilamarí, Girona, España)
Todo lo ha hecho bien

Hoy, el Evangelio nos presenta un milagro de Jesús: hizo volver la escucha y destrabó la lengua a un sordo. La gente se quedó admirada y decía: «Todo lo ha hecho bien» (Mc 7,37).

Ésta es la biografía de Jesús hecha por sus contemporáneos. Una biografía corta y completa. ¿Quién es Jesús? Es aquel que todo lo ha hecho bien. En el doble sentido de la palabra: en el qué y en el cómo, en la sustancia y en la manera. Es aquel que sólo ha hecho obras buenas, y el que ha realizado bien las obras buenas, de una manera perfecta, acabada. Jesús es una persona que todo lo hace bien, porque sólo hace acciones buenas, y aquello que hace, lo deja acabado. No entrega nada a medias; y no espera a acabarlo después.

—Procura también tú dejar las cosas totalmente listas ahora: la oración; el trato con los familiares y las otras personas; el trabajo; el apostolado; la diligencia para formarte espiritual y profesionalmente; etc. Sé exigente contigo mismo, y sé también exigente, suavemente, con quienes dependen de ti. No toleres chapuzas. No gustan a Dios y molestan al prójimo. No tomes esta actitud simplemente para quedar bien, ni porque este procedimiento es el que más rinde, incluso humanamente; sino porque a Dios no le agradan las obras malas ni las obras “buenas” mal hechas. La Sagrada Escritura afirma: «Las obras de Dios son perfectas» (Dt 32,4). Y el Señor, a través de Moisés, manifiesta al Pueblo de Israel: «No ofrezcáis nada defectuoso, pues no os sería aceptado» (Lev 22,20). Pide la ayuda maternal de la Virgen María. Ella, como Jesús, también lo hizo todo bien.

San Josemaría nos ofrece el secreto para conseguirlo: «Haz lo que debas y está en lo que haces». ¿Es ésta tu manera de actuar?

San Valentín, 14 de Febrero

14 de Febrero

SAN VALENTÍN
(† ca.270)


La historia carda —dolorosamente a veces— la leyenda. ¿Por qué, cuando uno escribe sobre vidas de santos, aflora y fluye siempre, insistente y donoso, por sobre el dato histórico —veraz y escueto— el colorido jubiloso de la leyenda, donde la verdad es una maciza y ancha ternura amasada con piadosas exageraciones que la tradición mantiene severamente? ¿Por qué el pueblo cristiano incorpora su miedo o su júbilo cósmicos al santoral?...

No sólo continuamos en la Iglesia la pasión de Cristo, sino que continuamos también su Redención y esa restauración total, plena, del cosmos que, en nosotros y por medio de nosotros, realiza el sacerdocio de Cristo.

Sería interesante hacer, en la historia de la espiritualidad, una cala que mostrase esas interpolaciones que el pueblo —no sabemos cómo— ha hecho en el santoral, en función de necesidades y problemas religiosos o humanos determinados por el riesgo en que su propio "compromiso" cristiano le sitúa ante esas actitudes negativas que de vez en cuando surgen en núcleos aislados de la cristiandad.

Es posible, por ello, que el patronazgo de San Valentín sobre el amor humano obedezca al empeño de cristianizar viejas costumbres de matiz pagano, cuya reiteración conmemorativa coincidiera con el aniversario de su martirio, ocurrido hacia el año 270, en la vía Flaminia de Roma, cuando la primavera gusta de anticiparse jubilosamente —un poco franciscanamente aún— y el ciclo de la expectación de la fecundidad se inicia en la naturaleza. Vuelve a los árboles la savia por entonces, inician su regreso las aves y a Roma vuelven —ut viderent Petrum—, en romería, los romeros. Entraban por la puerta Flaminia, que se llamó puerta de San Valentín, porque allí, en recuerdo de su martirio, el papa Julio I —siglo IV— construyó en su honor una basílica...

Fue allí, en el umbral de Roma —cuando a Roma se llega desde la Umbría—, donde San Valentín —sacerdote y mártir— sería degollado por orden del emperador Claudio II. Por haber socorrido a los cristianos encarcelados, Valentín hubo de soportar, ante el tribunal del emperador, un largo, severo y minucioso interrogatorio. ¡Con qué amorosa firmeza declaró, profesó y defendió la verdad San Valentín! Por ello, el prefecto Calpurnius le condena. Su lugarteniente Asterius recibe y acepta la misión de custodiarle. Pero él —Asterius— tiene adoptada una niña en casa, cuyos menudos ojos nada ven hace tiempo ya. ¿Qué movió a Asterius a la súplica? ¿Acaso aquella sensación de frialdad triste que se remansa en el rostro ciego, en la belleza inútil de las adolescentes esculturas grecolatinas? ¿Por qué condicionó Asterius su súplica a la promesa de creer en Cristo si Valentín encendía los ojos de la niña? Porque Valentín aceptó sacerdotalmente, y en nombre del Señor obró el prodigio, y con él se hizo la luz no sólo en Asterius, sino en su casa toda, y toda la familia recibe el agua bautismal, para recibir, con ella, el martirio...

Los peregrinos que de Roma vuelven, por la vía Flaminia, regresarán con reliquias de San Valentín —sacerdote y mártir— y el recuerdo de aquellos ojos muertos a los que dio videncia. Se referirá la historia fervorosamente y la fe, con el júbilo de creer y poseer la verdad, coloreará la anécdota hasta hacerse precisos varios San Valentín para completarla, y para mantenerla varias serán las ciudades de la cristiandad que reclamen después —y aún hoy— su oriundez.

Un escritor —de confesionalidad protestante— francés cuenta en un libro de viajes publicado en 1698 cómo la vigilia de San Valentín, en Inglaterra, siguiendo una —según él— antiquísima costumbre, celebran una fiesta en la que cada Valentín elige su Valentina precisamente al llegar la conmemoración del santo romano —sacerdote y mártir—, que es cuando la naturaleza va a iniciar un nuevo ciclo de pujanza y desarrollo. Y lo curioso es que no faltan severos sermonarios protestantes en los que se denunciaba ya esta efemérides como festividad de cuño "papista" y pagano al mismo tiempo.

San Francisco de Sales, en cambio —que ve también un indudable poso de paganía en la vieja tradición de los valentinos—, aconseja a los jóvenes que imiten las virtudes del Santo. Nosotros pensamos que muchas de las costumbres y celebraciones paganas que Roma extendió por su vasto imperio coincidieron, en las épocas de las persecuciones, con testimonios y martirios que, cual el de San Valentín, supusieron después, en la Edad Media, una motivación providencial para enjugar de sentido cristiano viejas tradiciones paganas. De aquí, tal vez, el que San Valentín fuera incorporado por la misma Iglesia discente, de un modo popular, colectivo y espontáneo, al patronazgo del amor humano, porque donde está el amor, y con él su proyección y su gesto, que es la caridad, allí está Dios. Ubi charitas et amor Deus ibi est, canta la Iglesia el Jueves Santo. Y amar —Santo Tomás de Aquino así lo afirma— es querer el bien para aquel a quien se ama.

Nuestra vocación cristiana es —hic et nunc— el amor. Precisamente porque hay muchas moradas en la casa, en el hogar del Padre, son muchos los llamados... Es, por ello, necesario conocer nuestra vocación específica, personal e intransferible, y darnos, entregarnos —esto es amor— a ella sin reservas, por amor de Dios Nuestro Señor... Porque el cristiano —viator, peregrino siempre— regresa constantemente, un día y otro, hacia Dios. Y es Cristo —verbum Dei, palabra, verdad, pujanza y vida— el camino. San Pablo insiste en que "cada uno ande según Dios le dio y según le pidió", y si a unos pide Dios que regresen hasta Él negándose a sí mismos, gallardamente, todo el apoyo que las criaturas de Dios prestan para posibilitar este plebiscitario, eclesial, regreso hacia Él, a otros —los más— llama Dios pidiéndoles que utilicen distintos vasos donde consagrar su vida y ofrecerla para la gloria de su nombre y la piadosa, amorosa edificación de los hermanos.

Todo amor verdadero es fecundo. Todo amor verdadero es un don de Dios. Unicamente se impone la renuncia al amor propio —el odio propio, que así le llamó Santa Teresa—, porque el don del amor exige dar, entregarse, totalizar ese sacerdocio menor para el que el amor nos prepara, desde nuestra propia e íntima vigilia de San Valentín hasta el borde mismo del sacramento en que Dios —¡aquella oración sacerdotal de Cristo: ...ut sint unum!— hace, de dos, una sola carne, para que alcancen —conforme a la impresionante expresión paulina— "la medida de la edad en Cristo"...

Señor San Valentín: tú que diste videncia a aquellos ojos ciegos, niños, en casa del lugarteniente Asterius, cura esta torpe, maciza ceguedad en nuestros ojos, por que logremos ver y otear la impresionante hondura, la jubilosa perspectiva de ese misterio estremecedor del amor humano, para que, como tú, sepamos dar testimonio de la verdad, en la presencia del Dios que nos une... Congregavit nos in unum Christi amor.

ALFONSO ALBALÁ

San Valentín

Proclamado espontáneamente "patrono de los enamorados", dio su nombre a los pupulares "valentines"; recuerdos y misivas, en su día, de un amor que pueda recibir la bendición sacerdotal, en el Sacramento del Matrimonio.

En Roma vivía un sacerdote de nombre Valentín, quien era reconocido como un hombre virtuoso por su bondad y sabiduría. En el año 270, en tiempos de Claudio II (El Gótico), se le acusó de blasfemia, ya que defendía el Cristianismo y en ese entonces se rendía honores a los falsos dioses imperiales.

Fue enviado al tribunal y condenado por el emperador Asterio, quien estaba al mando. Mientras Valentín cumplía su condena, Asterio se impresionabla con el testimonio que daba en la cárcel, ya que soportaba duras torturas sin quejarse y demostraba amor por los demás presos.

Asterio le propuso a Valentín que si hacía el milagro de devolverle la vista a una niña, que la había perdido desde hacía unos años, él y su familia se convertirían al Cristianismo. Pero con milagro o no, Valentín debería cumplir su condena.

Valentín pidió en nombre de Jesucristo que la niña recobrara la vista y así sucedió. Asterio y toda su numerosa familia se convirtieron al Cristianismo. Al pasar el tiempo, llegaría el día de la muerte de Valentín, que murió torturado y degollado el 14 de febrero, dando así testimonio del amor hacia Cristo y su Iglesia. Tiempo después el Papa, Julio I, erigió una basílica junto al lugar en donde el santo fue martirizado y sepultado. De ahí que su nombre se le dé más tarde a los famosos "valentines", que eran aquellos que mostraban valentía y decisión en el amor divino, ya que también los futuros esposos han de avanzar con valentía y decisión hacia el amor de su matrimonio, Sacramento grande en Cristo y en su Iglesia.

Por aquella época, alrededor de esta fecha de San Valentín, las aves de diversas regiones empezaban a deleitar con sus cantos y arrullos y se les podía ver de dos en dos formando sus nidos. Esto simbolizaba para la gente de diferentes naciones como un regalo especial. Tiempo después la gente empezó a intercambiar tarjetas en vez de regalos. Aunque son especialmente los enamorados quienes celebran el Día de San Valentín, actualmente en este día se festeja también a todos aquellos que comparten la amistad, ya sea maestros, parientes, compañeros de trabajo. ¡Feliz día de la amistad! San Valentín, rogad por nosotros. 

13 feb 2014

Santo Evangelio 13 de Febrero de 2014

Día litúrgico: Jueves V del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Mc 7,24-30): En aquel tiempo, Jesús partiendo de allí, se fue a la región de Tiro, y entrando en una casa quería que nadie lo supiese, pero no logró pasar inadvertido, sino que, en seguida, habiendo oído hablar de Él una mujer, cuya hija estaba poseída de un espíritu inmundo, vino y se postró a sus pies. Esta mujer era pagana, sirofenicia de nacimiento, y le rogaba que expulsara de su hija al demonio. Él le decía: «Espera que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Pero ella le respondió: «Sí, Señor; que también los perritos comen bajo la mesa migajas de los niños». Él, entonces, le dijo: «Por lo que has dicho, vete; el demonio ha salido de tu hija». Volvió a su casa y encontró que la niña estaba echada en la cama y que el demonio se había ido.



Comentario: Rev. D. Enric CASES i Martín (Barcelona, España)
Vino y se postró a sus pies (...) le rogaba que expulsara de su hija al demonio

Hoy se nos muestra la fe de una mujer que no pertenecía al pueblo elegido, pero que tenía la confianza en que Jesús podía curar a su hija. En efecto, aquella madre «era pagana, sirofenicia de nacimiento, y le rogaba que expulsara de su hija al demonio» (Mc 7,26). El dolor y el amor le llevan a pedir con insistencia, sin tener en cuenta ni desprecios, ni retrasos, ni indignidad. Y consigue lo que pide, pues «volvió a su casa y encontró que la niña estaba echada en la cama y que el demonio se había ido» (Mc 7,30).

San Agustín decía que muchos no consiguen lo que piden pues son «aut mali, aut male, aut mala». O son malos y lo primero que tendrían que pedir es ser buenos; o piden malamente, sin insistencia, en lugar de hacerlo con paciencia, con humildad, con fe y por amor; o piden malas cosas que si se recibiesen harían daño al alma o al cuerpo o a los demás. Hay que esforzarse, pues, por pedir bien. La mujer sirofenicia es buena madre, pide bien («vino y se postró a sus pies») y pide algo bueno («que expulsara de su hija al demonio»).

El Señor nos mueve a usar perseverantemente la oración de petición. Ciertamente, existen otros tipos de plegaria —la adoración, la expiación, la oración de agradecimiento—, pero Jesús insiste en que nosotros frecuentemos mucho la oración de petición. 

¿Por qué? Muchos podrían ser los motivos: porque necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar nuestro fin; porque expresa esperanza y amor; porque es un clamor de fe. Pero existe uno que quizá sea poco tenido en cuenta: Dios quiere que las cosas sean un poco como nosotros queremos. De este modo, nuestra petición —que es un acto libre— unida a la libertad omnipotente de Dios, hace que el mundo sea como Dios quiere y algo como nosotros queremos. ¡Es maravilloso el poder de la oración!

San Gregorio II, Papa,13 de Febrero



13 de Febrero

SAN GREGORIO II, PAPA

(† 731)


 San Gregorio II (715-731), considerado por algunos historiadores como el mejor Papa del siglo VIII, fue digno sucesor de Gregorio Magno, a quien se pareció en la alteza de miras que lo guió en todas sus acciones y en la magnitud de empresas en que tuvo que intervenir.

Procedente de una ilustre familia patricia nació en Roma, donde recibió la educación propia de la nobleza en el palacio de Letrán. De este modo se apropió ya desde un principio aquella erudición eclesiástica que luego lo distinguió y tan excelentes servicios prestó a la Iglesia. Algunos autores suponen que fue monje benedictino, pero los bolandistas lo desmienten. En realidad, no aparece como tal en todo el desarrollo de su actividad eclesiástica. Bien pronto entró en servicio directo de la Iglesia, pues el papa Sergio I (687-701) lo puso al frente de la tesorería pontificia y luego lo ordenó de diácono. En medio de todas estas ocupaciones y honores eclesiásticos, distinguióse Gregorio ya desde entonces por la sencillez y humildad de su conducta, así como también por su absoluta fidelidad al servicio de la Iglesia.

Pero Dios lo tenía destinado para altas empresas y para defender a su Iglesia en problemas y momentos difíciles, por lo cual quiso introducirlo pronto en los asuntos más trascendentales que entonces se debatían. El papa Constantino I (708-715), a quien él debía suceder en el solio pontificio, tuvo que hacer un viaje a Oriente, con el objeto de terminar las discusiones que habían surgido después del célebre concilio Quini-Sexto o Trullano II, del año 692. Tomó, pues, consigo como asesor y técnico al diácono Gregorio, y notan los historiadores del tiempo que, gracias a su profundo conocimiento de las cuestiones eclesiásticas, se fueron resolviendo pacíficamente las dificultades que surgieron en la controversia. Por lo demás, la acogida de que fueron objeto el Papa y su acompañante fue realmente tan grandiosa, que en nada presagiaba las turbulencias que debían seguirse poco después.

No mucho después, el 19 de mayo del año 715, a la muerte de Constantino I, Gregorio fue elegido Papa y como tal tuvo que intervenir desde un principio en importantes asuntos de la Iglesia, en todos los cuales aparece siempre su extraordinaria virtud y el esfuerzo constante, puesto en la defensa de los derechos eclesiásticos y pontificios.

Siguiendo el ejemplo de su gran predecesor y modelo, San Gregorio Magno, en primer lugar, afianzó definitivamente el prestigio y posición del Romano Pontífice en Roma y en toda Italia. Ya desde la invasión de los lombardos en Italia hacia el año 570, dos poderes se disputaban la posesión de estos territorios: los lombardos, que poseían el norte con su capital en Pavía, y los bizantinos, que desde Justiniano I (527-565) dominaban el sur y centro de la Península. En medio de estas dos fuerzas se hallaba el Romano Pontífice, quien, territorial y civilmente, era súbdito del emperador bizantino, mas por un conjunto de circunstancias se fue desligando de él e independizando cada vez más. Precisamente en esto consiste el mérito especial de San Gregorio II, en haber sabido aprovechar las circunstancias para aumentar el prestigio del Romano Pontífice. De hecho, ya de antiguo poseían los Papas, en Roma y en sus cercanías, en Sicilia y aun en Oriente, algunas posesiones, fruto de donativos personales de algunos príncipes. Esto los constituía en señores feudales, como tantos otros de su tiempo y formaba lo que se llamó patrimonio de San Pedro. Uno de los grandes méritos de San Gregorio Magno consiste precisamente en haber organizado y valorizado debidamente este patrimonio, de donde se sacaban los recursos económicos para sus grandes empresas.

Pues bien, Gregorio II se propuso desde un principio dar la mayor consistencia posible a la posición en que se encontraba el Romano Pontífice. Uno de sus primeros cuidados fue reparar y consolidar los muros de la Ciudad Eterna, para poderse defender contra las incursiones posibles de los lombardos. Al mismo tiempo restauró algunas iglesias y monasterios. Es célebre, sobre todo, la restauración que realizó del monasterio de Montecasino, derruido por los lombardos ciento cuarenta años antes. Para ello envió el año 718 algunos monjes de Letrán, a cuya cabeza puso al abad Petronax. De este modo surgió de nuevo el gran monasterio de Montecasino, cuna de la Orden benedictina. Gregorio II reconstruyó asimismo otros monasterios junto a San Pablo y a Santa María la Mayor, y, a la muerte de su madre, transformó su propia casa en convento en honor de Santa Agueda.

Esta actividad constructora y renovadora ayudó poderosamente al Papa para aumentar el prestigio de la Iglesia. Pero al mismo tiempo procuró fomentar la vida eclesiástica y la disciplina interior de la Iglesia, para lo cual celebró el 5 de abril del año 721 un sínodo, al que asistieron numerosos obispos y el clero de Roma, a los que se juntaron otros veintiún prelados. Este prestigio romano fue aumentando a medida que los emperadores bizantinos se iban haciendo más impopulares en Italia. En efecto, empeñado León III Isáurico (717-741) desde el principio de su gobierno en reformar la administración del imperio, inició una serie de impuestos y exacciones sobre todas las provincias y en particular sobre Italia, que sus exarcas exigían con la mayor brutalidad. A esto se añadió poco después la violenta campaña contra las imágenes, que quiso extender asimismo a Italia e imponer por la fuerza al Romano Pontífice. El resultado fue un aumento creciente de la antipatía del pueblo italiano hacia el emperador bizantino y, por el contrario, un crecimiento cada día mayor del prestigio del Romano Pontífice.

Todo esto aumentó extraordinariamente cuando, en diversas ocasiones, ante las incursiones de los lombardos, no obstante las reiteradas instancias del Papa, los exarcas bizantinos no acudían en su ayuda y en defensa del pueblo, y entonces el mismo Papa, con los recursos que le proporcionaba su patrimonio, se defendía a sí y al pueblo frente a las violentas acometidas lombardas. De este modo, Gregorio II mejoró notablemente la posición de los Romanos Pontífices, con lo cual se sintió con fuerzas para otras grandes empresas que iba acometiendo.

Efectivamente, el celo por la gloria de Dios y el ansia de extender su reino por todo el mundo, dieron principio a una serie de obras que constituyen una de las principales glorias del pontificado de Gregorio II. La primera es la de la evangelización del centro de Europa, sobre todo de Alemania, y en particular la protección de San Bonifacio, apóstol del gran imperio de los francos. Como San Gregorio Magno tiene el gran mérito de haber enviado a Inglaterra a San Agustín con sus treinta y nueve compañeros, y con ellos la gloria de haber iniciado la gran empresa de la conversión de los anglosajones, de una manera semejante a San Gregorio II le corresponde el extraordinario mérito de haber enviado a San Bonifacio a Alemania, y dado con ello comienzo a la gran obra de completar su evangelización y organización de sus iglesias.

Ya el año 716, segundo de su pontificado, Gregorio II había enviado tres legados a Baviera, con el objeto de erigir allí una provincia eclesiástica y fomentar el movimiento iniciado de conversiones al cristianismo. Al mismo tiempo, sostenía en la parte noroeste de Alemania la obra apostólica de San Wilibrordo. Pero el año 718 compareció en Roma un monje sajón, llamado Winfrido, a quien Gregorio II impuso el nombre de Bonifacio, por el que es conocido en la historia. A él, pues, le confió la gran empresa de completar la evangelización de Alemania. Cuatro años más tarde, después de iniciar su obra en Frisia y Hesse con la conversión de millares de paganos, se presentó de nuevo Bonifacio en Roma. Gregorio II lo consagra obispo y lo colma de facultades espirituales, de reliquias y cartas de recomendación para fomentar la evangelización germana, y durante los años siguientes continúa apoyando con todo su poder la gran obra realizada por Bonifacio en la gran Germania. En realidad, pues, esta obra se debe en buena parte al celo apostólico del papa San Gregorio II.

Roma misma se iba convirtiendo cada vez más en centro a donde afluían los peregrinos de toda la cristiandad, a lo cual contribuía eficazmente el prestigio que iba adquiriendo San Gregorio II. Los católicos anglosajones, cuya conversión y organización había quedado terminada hacia el año 680 por la obra de Teodoro de Tarso, arzobispo de Cantorbery, experimentaban una prosperidad extraordinaria. Sus grandes monasterios, exuberantes de vocaciones y ansiosos de expansión, enviaban ejércitos de misioneros a Europa, como San Wilibrordo y Winfrido o Bonifacio. No contentos con esto, enviaban a Roma embajadas especiales, con el objeto de testimoniar su adhesión al Romano Pontífice. Gregorio II recibió las del abad Ceolfrido, quien le presentó como obsequio el famoso códice Amiatinus, y del rey Ina con su esposa Ethelburga, quienes fundaron en Roma la Schola Anglorum. Asimismo recibió las visitas y homenajes del duque de Baviera y otros príncipes de la cristiandad.

Otro problema muy diverso dio ocasión a Gregorio II a manifestar claramente su ardiente celo por la gloria de Dios y la defensa de los principios cristianos, sin detenerse ante la más horrible persecución y la misma muerte. Nos referimos a la tristemente célebre cuestión iconoclasta, es decir, la horrible persecución de las imágenes y de sus defensores, desencadenada en Oriente desde el año 726 por el emperador León III Isáurico.

Las causas que motivaron esta violenta persecución de las imágenes son muy diversas. Por una parte, la posición del Antiguo Testamento, poco simpatizante con el culto de las imágenes; la aversión de algunas sectas contra este culto; el influjo especial del Islam, que ya en un edicto de 723 no permitía ninguna clase de imágenes en las iglesias cristianas de los territorios sometidos a los mahometanos. Por otra, algunos excesos y abusos ocurridos en la veneración de las imágenes, particularmente fomentadas en la Iglesia griega y promovidas por el monacato oriental; todas estas causas habían ocasionado, hacía ya tiempo, en el seno de la Iglesia griega la formación de un poderoso partido enemigo del culto de las imágenes, cuyo principal sostén era el obispo de Nacoleo de Frigia, Constantino. Este partido consiguió finalmente mover al emperador León III a publicar en 726 el primer decreto iconoclasta. Indudablemente, León III, que trataba de afianzarse definitivamente en el trono, perseguía fines políticos. Por una parte, esperaba con esta conducta, en el exterior, atraerse la simpatía de sus vecinos, los musulmanes, y en el interior, implantar una política de absoluto dominio en lo civil y en lo religioso que deshiciera el predominio del monacato y de la jerarquía eclesiástica,

Pero no, se contentó León III con envolver a todo el Oriente en aquella violenta persecución. Mientras ésta se desarrollaba, cada vez con más rigor, en todo el Oriente y aparecían los héroes de la ortodoxia, San Germano de Constantinopla y San Juan Damasceno, el emperador se dirigía al Occidente y exigía en los territorios italianos sometidos a su dominio la admisión y aplicación del edicto iconoclasta. A esta intimación de León III respondió el papa Gregorio II con la entereza de un mártir, sin amedrentarse por el peligro a que con ello se exponía. Ante todo, según refieren algunas crónicas, celebró en Roma un sínodo, en el que se rebatieron todas las razones que oponían los orientales al culto de las imágenes y se probó con toda suficiencia su licitud. Luego, el Papa se dirigió personalmente, por medio de una carta, al emperador bizantino, en la que protestaba contra estas intromisiones en el terreno dogmático. Por otro lado, dirigió el Papa un llamamiento a la cristiandad occidental, para que estuviera alerta frente a los enemigos de Dios, que trataban de levantar cabeza.

Los acontecimientos que siguieron prueban una vez más, por un lado, la santidad, celo y entereza de Gregorio II en defensa de los intereses divinos, y por otra, la ceguera de León III, con lo que fue aumentando cada vez más su impopularidad en Italia, que fue la ocasión de la pérdida de estos territorios para el imperio bizantino. En efecto, ciego de furor por la oposición que encontraba en Italia, amenazó a sus habitantes con las más horribles represalias. Entonces, pues, levantáronse en manifiesta rebelión contra los bizantinos, y aprovechándose del desorden reinante, el rey lombardo Luitprando, en un golpe de mano, se apoderó de Ravena. La situación para el Papa era verdaderamente comprometida. Si se ponía de parte de los revoltosos o de Luitprando, comprometía su porvenir, pues los bizantinos, como los más fuertes, podían luego volver con mas fuerzas y aplastarlos a todos. Por esto, no obstante los atropellos de que había sido víctima de parte de los bizantinos, pidió auxilio a Venecia en favor de Ravena, y gracias a su intercesión, los bizantinos volvieron a recuperarla.

Pero la conducta de los bizantinos acabó de exasperar al pueblo, que amaba sinceramente a los Papas. En lugar de agradecer a Gregorio Il su generosidad para con ellos, el nuevo exarca de Ravena se dirigió a Roma el año 728 con el objeto de apoderarse por la fuerza de la ciudad si no se publicaba en Roma y en toda la Italia bizantina el decreto iconoclasta. El Papa, con heroísmo de mártir, contestó excomulgando al exarca Paulo. Este intentó entonces aplicar por la fuerza el edicto, pero murió en la refriega contra los insurrectos. El nuevo exarca Eutimio fue excomulgado igualmente, pero este no obstante, con el intento de apoderarse de la persona del Papa, intentó unirse con su enemigo Luitprando; pero el Papa se le adelantó, pues, con el único intento de salvar al pueblo romano, acudió personalmente al rey lombardo y se puso a sí y al pueblo en sus manos. Conmovido éste entonces por la actitud humilde y caritativa del Romano Pontífice, se arrojó a sus pies, y entrando luego en Roma junto con el Papa, depositó ante San Pedro su espada y sus insignias reales, y para que todo terminara felizmente, pidió perdón para sí y para el exarca Eutimio, que Gregorio II concedió generosamente.

Todo parecía terminar favorablemente, pero entonces se inició una revuelta más peligrosa en Toscana, que puso en verdadero peligro al exarca bizantino. Dando de nuevo las más elocuentes pruebas de magnanimidad, Gregorio II se constituyó en defensor de los bizantinos, induciendo, a los romanos a prestarle auxilio, con el que se logró dominar a los rebeldes. Pero ni aun con tan repetidos actos de magnanimidad consiguió Gregorio Il desarmar a León Isáurico, quien continuó en su ciega campaña contra las imágenes y contra el Papa, todo lo cual, en último término, fue preparando la ruina de los bizantinos en Italia.

El Liber Pontificalis le atribuye obras importantes de restauración de la basílica de San Pablo extramuros, de Santa Cruz de Jerusalén y de San Pedro de Letrán. Asimismo, testifica que dejó "una suma de doscientos sesenta sueldos de oro para distribuir entre el clero y los monasterios, las diaconías y los mansionarios; otro legado de mil sueldos, para la iluminación del sepulcro de San Pedro"; todo esto, además de las innumerables limosnas y obras de caridad, que constantemente practicaba. Finalmente, consumido por sus trabajos, murió el 11 de febrero del año 731. Durante su vida, y sobre todo durante todo su pontificado, dio las más claras pruebas de virtud cristiana, elevación de espíritu, inflamado amor de Dios y de la Iglesia, fortaleza y constancia frente a las mayores dificultades, magnanimidad y mansedumbre frente a sus enemigos.

BERNARDINO LLORCA, S. I.

12 feb 2014

LECTURA BREVE Tb 4, 16-17. 19-20



LECTURA BREVE   Tb 4, 16-17. 19-20

No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan. Da de tu pan al hambriento y da tus vestidos al desnudo. Busca el consejo de los prudentes. Bendice al Señor en toda circunstancia, pídele que sean rectos todos tus caminos y que lleguen a buen fin todas tus sendas y proyectos.

Santo Evangelio 12 de Febrero de 2014


día litúrgico: Miércoles V del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 7,14-23): En aquel tiempo, Jesús llamó a la gente y les dijo: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Quien tenga oídos para oír, que oiga». 

Y cuando, apartándose de la gente, entró en casa, sus discípulos le preguntaban sobre la parábola. Él les dijo: «¿Así que también vosotros estáis sin inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que de fuera entra en el hombre no puede contaminarle, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar al excusado?» —así declaraba puros todos los alimentos—. Y decía: «Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre».



Comentario: Rev. D. Norbert ESTARRIOL i Seseras (Lleida, España)
Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle

Hoy Jesús nos enseña que todo lo que Dios ha hecho es bueno. Es, más bien, nuestra intención no recta la que puede contaminar lo que hacemos. Por eso, Jesucristo dice: «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre» (Mc 7,15). La experiencia de la ofensa a Dios es una realidad. Y con facilidad el cristiano descubre esa huella profunda del mal y ve un mundo esclavizado por el pecado. La misión que Jesús nos encarga es limpiar —con ayuda de su gracia— todas las contaminaciones que las malas intenciones de los hombres han introducido en este mundo.

El Señor nos pide que toda nuestra actividad humana esté bien realizada: espera que en ella pongamos intensidad, orden, ciencia, competencia, afán de perfección, no buscando otra mira sino restaurar el plan creador de Dios, que todo lo hizo bueno para provecho del hombre: «Pureza de intención. —La tendrás, si, siempre y en todo, sólo buscas agradar a Dios» (San Josemaría).

Sólo nuestra voluntad puede estropear el plan divino y hace falta vigilar para que no sea así. Muchas veces se meten la vanidad, el amor propio, los desánimos por falta de fe, la impaciencia por no conseguir los resultados esperados, etc. Por eso, nos advertía san Gregorio Magno: «No nos seduzca ninguna prosperidad halagüeña, porque es un viajero necio el que se para en el camino a contemplar los paisajes amenos y se olvida del punto al que se dirige».

Convendrá, por tanto, estar atentos en el ofrecimiento de obras, mantener la presencia de Dios y considerar frecuentemente la filiación divina, de manera que todo nuestro día —con oración y trabajo— tome su fuerza y empiece en el Señor, y que todo lo que hemos comenzado por Él llegue a su fin.

Podemos hacer grandes cosas si nos damos cuenta de que cada uno de nuestros actos humanos es corredentor cuando está unido a los actos de Cristo.

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Santa Eulalia, Virgen y Mártir, 12 de Febrero

12 de febrero

SANTA EULALIA DE BARCELONA
Virgen y Mártir
(† ca. 304)

Eulalia nació en la inmediaciones de la ciudad de Barcelona, probablemente hacia los últimos años del siglo tercero. Descendía, a lo que parece, de noble familia; sus padres, con quienes vivía en una quinta de su propiedad, más que amarla la mimaban cariñosísimamente, impelidos por la humildad, la sabiduría y la prudencia que resplandecían en ella de una manera impropia de su tierna edad. Por encima de todo brillaba en aquella virtuosa niña un acendrado amor a Dios Nuestro Señor; su piedad la llevaba a encerrarse cotidianamente en una pequeña celda de su casa con un grupo de amiguitas que había reunido junto a sí para pasar buena parte del día en el servicio del Señor, rezando oraciones que alternaban con el canto de himnos. Habiendo llegado a la pubertad, hacia los doce o trece años, llegó a los oídos de los barceloneses la noticia de que la persecución contra los cristianos volvía a arder de nuevo en todo el Imperio, de manera que quienquiera que se obstinara en negarse a sacrificar a los ídolos era atormentado con los más diversos y espantosos suplicios.

Los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano, que hablan oído contar la rápida y maravillosa propagación de la fe cristiana en las lejanas tierras de España, donde hasta entonces había sido tan rara aquella fe, mandaron al más cruel y feroz de sus jueces, llamado Daciano, para que acabara de una vez con aquella "superstición".

Al entrar en Barcelona hizo, con todo su séquito, públicos y solemnes sacrificios a los dioses, y dio orden de buscar cautelosamente todos los cristianos para obligarles a hacer otro tanto. Con inusitada rapidez divulgose entre los cristianos de Barcelona y su comarca la noticia de que la ciudad era perturbada por un juez impío e inicuo como hasta entonces no se había conocido otro. Oyéndolo contar Santa Eulalia se regocijaba en su espíritu y se le oía repetir alegremente: "Gracias os doy, mi Señor Jesucristo, gloria sea dada a vuestro nombre porque veo muy cerca lo que tanto anhelé, y estoy segura de que con vuestra ayuda podré ver cumplida mi voluntad".

Sus familiares estaban vivamente preocupados por la causa de aquel deseo tan vehemente que Eulalia les ocultaba, ella que precisamente no les escondía ningún secreto, sino que siempre les explicaba con la prudencia y circunspección debidas cuanto Dios Nuestro Señor le revelaba. Pero Santa Eulalia seguía sin contar a nadie lo que iba meditando en su corazón, ni a sus padres, que tan tiernamente la amaban, ni a alguna de sus amigas o de sus servidoras que la querían más que a su propia vida; hasta que un día, a la hora de mayor silencio, mientras los suyos dormían, emprendió sigilosamente el camino de Barcelona, al rayar el alba. Llevada de las ansias que la enardecían y la hacían infatigable, hizo todo el trayecto a pie, a pesar de que la distancia que la separaba de la ciudad fuese tal como para no poder andarla una niña tan delicada como ella.

Llegado que hubo a las puertas de la ciudad, y así que entró, oyó la voz del pregonero que leía el edicto, y se fue intrépida al foro. Allí vio a Daciano sentado en su tribunal y, penetrando valerosamente por entre la multitud, mezclada con los guardianes, se dirigió hacia él, y con voz sonora le dijo: "Juez inicuo, ¿de esta manera tan soberbia te atreves a sentarte para juzgar a los cristianos? ¿Es que no temes al Dios altísimo y verdadero que está por encima de todos tus emperadores y de ti mismo, el cual ha ordenado que todos los hombres que Él con su poder creó a su imagen y semejanza le adoren y sirvan a Él solamente? Ya sé que tú, por obra del demonio, tienes en tus manos el Poder de la vida y de la muerte; pero esto poco importa".

Daciano, pasmado de aquella intrepidez, mirándola fijamente, le respondió, desconcertado: "Y ¿quién eres tú, que de una manera tan temeraria te has atrevido, no sólo a presentarte espontáneamente ante el tribunal, sino que, además, engreída con una arrogancia inaudita, osas echar en cara del juez estas cosas contrarias a las disposiciones imperiales?".

Mas ella, con mayor firmeza de ánimo y levantando la voz, dijo: "Yo soy Eulalia, sierva de mi Señor Jesucristo, que es el Rey de los reyes y el Señor de los que dominan: por esto, porque tengo puesta en Él toda mi confianza, no dudé siquiera un momento en ir voluntariamente y sin demora a reprochar tu necia conducta, al posponer al verdadero Dios, a quien todo pertenece, cielos y tierra, mar e infiernos y cuanto hay en ellos, al diablo, y lo que es peor, que quieres obligar a hacer lo mismo a aquellos hombres que adoran al Dios verdadero y esperan conseguir así la vida eterna. Tú les obligas inicuamente, bajo la amenaza de muchos tormentos, a sacrificar a unos dioses que jamás existieron, que son el mismo demonio, con el cual todos vosotros que le adoráis vais a arder otro día en el fuego eterno".

Oyendo Daciano tales requerimientos, mandó que la detuvieran y que inmediatamente la azotaran sin piedad. 'Mientras, sin compasión, se ejecutaba el suplicio, decíale Daciano, en son de burla: "Oh miserable doncella: ¿Dónde está tu Dios? ¿Por qué no te libra de esta tortura? ¿Cómo te has dejado llevar por esta imprudencia que te hizo ejecutar un acto tan atrevido? Di que lo hiciste por ignorancia, que desconocías mi poder, y te perdonaré enseguida, pues hasta a mí me duele que una persona nobilísima como tú, ya que vienes, según me han dicho, de rancio abolengo, sea tan atrozmente atormentada". A cuyas palabras repuso Santa Eulalia: "Esto no será jamás; y no me aconsejes que mienta confesando que desconocía tu poderío; ¿quién ignora que toda potestad humana es pasajera y temporal como el mismo hombre que la tiene, que hoy existe y mañana no? En cambio, el poder de mi Señor Jesucristo no tiene ni tendrá fin, porque es el mismo que es eterno. Por esto, no quiero ni puedo decir mentiras, porque temo a mi Señor, que castiga a los mentirosos y sacrílegos con fuego, como a todos los que obran la iniquidad. Por otra parte, cuanto más me castigas, me siento más ennoblecida; nada me duelen las heridas que me abres, porque me protege mi Señor Jesucristo, que, cuando sea Él quien juzgue, mandará castigarte por lo que habrás hecho con penas que serán eternas".

Enfurecido y rabioso, Daciano mandó traer el potro. La extienden en él, y mientras unos esbirros la torturaban con garfios, otros le arrancaban las uñas. Pero Santa Eulalia, con cara sonriente, iba alabando a Dios Nuestro Señor, diciendo: "Oh Señor mío Jesucristo, escuchad a esta vuestra inútil sierva; perdonad mis faltas y confortadme para que sufra los tormentos que me infligen por vuestra causa, y así quede confuso y avergonzado el demonio con sus ministros".

Díjole Daciano: "¿Dónde está este a quien llamas e invocas? Escúchame a mí, oh infeliz y necia muchacha. Sacrifica a los dioses, si quieres vivir, pues se acerca ya la hora de tu muerte y no veo todavía quién venga a librarte".

Mas he aquí que Santa Eulalia, gozosa, le respondió: "Nunca vas a tener prosperidad, sacrílego y endemoniado perjuro, mientras me propongas que reniegue de la fe de mi Señor. Aquel a quien invoco está aquí junto a mí; y a ti no es dado el verle porque no lo mereces por culpa de tu negra conciencia y la insensatez de tu alma. Él me alienta y conforta, de manera que ya puedes aplicarme cuantas torturas quieras, que las tengo por nada".

Desesperado ya y rugiendo como un león ante aquel caso de insólita rebeldía, Daciano mandó a los soldados que, extendida todavía sobre el potro, aplicaran hachones encendidos a sus virginales pechos para que pereciera envuelta en llamas. Al oír aquella decisión judicial, Santa Eulalia, contenta y alegre, repetía las palabras del salmo: "He aquí que Dios me ayuda y el Señor es el consuelo de mi alma. Dad, Señor, a mis enemigos lo que merecen, y confundidles; voluntariamente me sacrificaré por Vos y confesaré vuestro nombre, pues sois bueno, porque me habéis librado de toda tribulación y os habéis fijado en mis enemigos". Y habiendo dicho esto, las llamas empezaron a volverse contra los mismos soldados. Viendo lo cual Santa Eulalia, levantando la vista al cielo, oraba con voz más clara todavía, diciendo: "Oh Señor mío Jesucristo, escuchad mis ruegos, compadeceos misericordiosamente de mí y mandad ya recibirme entre vuestros escogidos en el descanso de la vida eterna, para que, viendo vuestros creyentes la bondad que habéis obrado en mí, comprueben y alaben vuestro gran poder".

Luego que hubo terminado su oración se extinguieron aquellos hachones encendidos que, empapados como estaban en aceite, debían haber ardido por mucho tiempo, no sin antes abrasar a los verdugos que los sostenían, los cuales, amedrentados, cayeron de hinojos, mientras Santa Eulalia entregaba al Señor su espíritu, que voló al cielo saliendo de su boca en forma de blanca paloma. El pueblo que asistía a aquel espectáculo, al ver tantas maravillas, quedó fuertemente impresionado y admirado, en especial los cristianos, que se regocijaban por haber merecido tener en los cielos como patrona y abogada una conciudadana suya.

Pero Daciano, al ver que después de aquella enconada controversia y que, a pesar de tantos suplicios, nada había aprovechado, descendió del tribunal, mientras, enfurecido, daba la orden de que fuera colgada en una cruz y vigilada cautelosamente por unos guardianes: "Que sea suspendida en una cruz hasta que las aves de rapiña no dejen siquiera los huesos". Y he aquí que al punto de ejecutarse la orden cayó del cielo una copiosa nevada que cubrió y protegió su virginidad. Los guardas, aterrorizados, la abandonaron para seguir vigilándola a lo menos desde lejos, según se les había ordenado.

Tan pronto se divulgó lo acaecido por los poblados circunvecinos de la ciudad, muchos quisieron ir a Barcelona para ver las maravillas obradas por Dios. Sus mismos padres y amigas corrieron enseguida con gran alegría, pero lamentando al propio tiempo no haber conocido antes lo sucedido.

Después de tres días que Santa Eulalia pendía de la cruz, unos hombres temerosos de Dios la descolgaron con gran sigilo, sin que se dieran cuenta los soldados o guardianes; y habiéndosela llevado, la embalsamaron con fragantes aromas y amortajaron con purísimos lienzos. Entre ellos había uno que dicen se llamaba Félix, que con ella había también sufrido confesando a Cristo, el cual con gran alegría dijo al cuerpo de la Santa: "Oh señora mía, ambos confesamos juntos, pero vos merecisteis la palma del martirio antes que yo". Y he aquí que la Santa le contestó con una sonrisa. Los demás, mientras la llevaban a enterrar, alegrábanse entonando cánticos e himnos al Señor: "Los justos os invocarán, oh Señor, y Vos los habéis escuchado. mientras les librabais de cualquier tribulación". Al oírse aquellos cantos, fue asociándose a la comitiva una gran multitud, hasta que con gran regocijo le dieron sepultura.

ANGEL FÁBREGA GRAU, PBRO.

11 feb 2014

Santo Evangelio 11de Febrero de 2014

Día litúrgico: Martes V del tiempo ordinario

Santoral 11 de Febrero: La Virgen de Lourdes

Texto del Evangelio (Mc 7,1-13): En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén. Y vieron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir no lavadas, -es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas-. 

Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?». Él les dijo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres’. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres». Les decía también: «¡Qué bien violáis el mandamiento de Dios, para conservar vuestra tradición! Porque Moisés dijo: ‘Honra a tu padre y a tu madre y: el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte’. Pero vosotros decís: ‘Si uno dice a su padre o a su madre: Lo que de mí podrías recibir como ayuda lo declaro "Korbán" -es decir: ofrenda-’, ya no le dejáis hacer nada por su padre y por su madre, anulando así la Palabra de Dios por vuestra tradición que os habéis transmitido; y hacéis muchas cosas semejantes a éstas».


Comentario: Rev. D. Iñaki BALLBÉ i Turu (Rubí, Barcelona, España)
¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados?

Hoy contemplamos cómo algunas tradiciones tardías de los maestros de la Ley habían manipulado el sentido puro del cuarto mandamiento de la Ley de Dios. Aquellos escribas enseñaban que los hijos que ofrecían dinero y bienes para el Templo hacían lo mejor. Según esta enseñanza, sucedía que los padres ya no podían pedir ni disponer de estos bienes. Los hijos formados en esta conciencia errónea creían haber cumplido así el cuarto mandamiento, incluso haberlo cumplido de la mejor manera. Pero, de hecho, se trataba de un engaño.

«¡Qué bien violáis el mandamiento de Dios, para conservar vuestra tradición!» (Mc 7,9): Jesucristo es el intérprete auténtico de la Ley; por eso explica el justo sentido del cuarto mandamiento, deshaciendo el lamentable error del fanatismo judío.

«Moisés dijo: ‘Honra a tu padre y a tu madre’» (Mc 7,10): el cuarto mandamiento recuerda a los hijos las responsabilidades que tienen con los padres. Tanto como puedan, les han de prestar ayuda material y moral durante los años de la vejez y durante las épocas de enfermedad, soledad o angustia. Jesús recuerda este deber de gratitud.

El respeto hacia los padres (piedad filial) está hecho de la gratitud que les debemos por el don de la vida y por los trabajos que han realizado con esfuerzo en sus hijos, para que éstos pudieran crecer en edad, sabiduría y gracia. «Honra a tu padre con todo el corazón, y no te olvides de los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido. ¿Qué les darás a cambio de lo que han hecho por ti?» (Sir 7,27-28).

El Señor glorifica al padre en sus hijos, y en ellos confirma el derecho de la madre. Quien honra al padre expía los pecados; quien glorifica a la madre es como quien reúne un tesoro (cf. Sir 3,2-6). Todos estos y otros consejos son una luz clara para nuestra vida en relación con nuestros padres. Pidamos al Señor la gracia para que no nos falte nunca el verdadero amor que debemos a los padres y sepamos, con el ejemplo, transmitir al prójimo esta dulce “obligación”.

Aparición Nuestra Señora de Lourdes, 11 de Febrero


11 de febrero

LA APARICIÓN DE LA VIRGEN EN LOURDES


En 1858 Lourdes era un pueblecito desconocido, de unas cuatro mil almas. Simple capital de partido judicial, tenía su juzgado de paz, su tribunal correccional y hasta un pequeño destacamento de gendarmería. Esto y un mercado bastante concurrido era lo único que le daba un poco de superioridad sobre los demás pueblecillos de los alrededores, perdidos, como él, en las estribaciones de los Pirineos.

Poco tiempo antes, un célebre escritor, Taine, garabateó en su cuaderno de viaje esta apresurada nota: "Cerca de Lourdes, las colinas se vuelven rasas y el paisaje se entristece. Lourdes no es más que un amasijo de tejados sucios, de una melancolía plúmbea, amontonados junto al camino". Fue injusto. Hoy admiramos en Lourdes algo que no ha podido cambiar desde entonces; la belleza de su paisaje. El jugoso verde de las orillas del Gave, las perspectivas maravillosas de los Pirineos nevados, la airosa construcción del castillo dominando toda la villa... y hasta las callejuelas, empinadas algunas de ellas, no exentas de una cierta gracia pirenáica.

Si el paisaje no ha cambiado, la población en cambio se ha transformado por completo. El pueblecillo, entonces ignorado, es hoy conocido en todo el mundo. Sin sombra de duda se puede asegurar que Lourdes es, de toda Europa, el punto por el que pasan un mayor número de personas. Es cierto que otros le superan en cuanto al arte de retenerlas mucho tiempo. El flujo y reflujo de Lourdes durante la época de las peregrinaciones no conoce descanso y es algo único e impresionante. De aquí el nacimiento de una nueva ciudad, la de los hoteles y las tiendas de recuerdos, que han venido a erigirse y casi a eclipsar a la antigua.

¿Qué ha ocurrido?

Algo increíble. Y, sobre todo, inesperado. Podemos conocerlo hasta en sus más insignificantes detalles. Una literatura inmensa, una legión de investigadores, una serie de procesos cuidadosamente elaborados, nos permiten hoy saber cómo era el Lourdes de 1858, cuántos habitantes tenía, en qué se ocupaban, qué actitud tomaron ante los acontecimientos, qué periódicos se leían, qué cartas escribieron. Recientes están los descubrimientos de documentación que han acabado de arrojar completa luz sobre todo lo relacionado con las apariciones. No creemos que haya habido acontecimiento histórico sobre el que se conserve una documentación contemporánea tan abundante y tan exhaustiva.

La historia la conoce todo el mundo. Había en Lourdes una pobre niña, analfabeta, que por su rudeza no había podido aprender el catecismo ni estaba aún en condiciones de hacer su primera comunión. Ni siquiera sabia hablar francés, y tenía que expresarse en el dialecto de la región. Era hija de padres pobrísimos, que atravesaban por aquellos días una situación de auténtica miseria. Pero, aunque pobre en las cosas materiales, era riquísima en las del espíritu, buena, humilde, caritativa, pura y, sobre todo, sincera. El testimonio de cuantos convivieron con ella a lo largo de su existencia es terminante sobre este punto: antes y después de las apariciones María Bernarda Soubirous, que así se llamaba la niña, había dicho siempre la verdad con la sinceridad más plena.

Un 11 de febrero, cuando ella llevaba escasamente quince días en Lourdes, a su regreso de Bartres, donde había estado haciendo de pastorcita, salió en busca de leña y de huesos, en compañía de una hermana suya y de una amiguita. Estaba en una pequeña isla, formada Por el Gave y el canal que en él desembocaba. Sus compañeras la habían dejado sola. Era el mediodía. Oyó un fragor como de tempestad, dirigió su vista hacia una concavidad que había en la roca por encima de ella, y la encontró ocupada por una jovencita de su misma estatura, de rostro angelical, vestida de blanco, ceñida por una banda azul, cubierta con un velo, que tenia un hermoso rosario entre las manos.

Había comenzado una serie de dieciocho apariciones que se sucederían durante los días siguientes, con algunos intervalos, hasta terminar el 16 de julio. Durante esa temporada, las autoridades estarían alerta, el pueblo dividido, el clero en un silencio total y más bien reticente. Sospechas, que humanamente podían considerarse fundadas, habrían de envolver a la niña. Era mucha la miseria que había en casa de los Soubirous para que se pudiera excluir la hipótesis de que acaso se estuviese buscando una solución a tan trágica coyuntura económica.

María Bernarda sufrió con paz celestial y sin inmutarse toda clase de pruebas. Ya sea el procurador imperial, ya el comisario de policía, ya el párroco, ya los visitantes..., a todos contestará con absoluta serenidad y paz, repitiendo exactamente las mismas expresiones. En vano los visitantes buscarán con habilidad la manera de sorprender su buena fe. Ella se mantendrá firme, dando testimonio de la verdad de lo que ha visto. Cuando los alrededores de la gruta estén rebosantes de público y la aparición no se produzca, ella dirá con toda sinceridad que nada ha visto. Cuando le amenacen para que calle, ella continuará diciendo siempre que ha sido verdad la aparición. Será testigo de la verdad, sin conocer un instante de vacilación, ni un desfallecimiento.

El párroco ha pedido una señal del cielo: quisiera que floreciese el rosal que está junto a la gruta. La aparición no ha querido que fuese así. Pero se va a producir un acontecimiento con el que nadie contaba. A lo largo de una aparición extraña, que decepciona al público, mientras Bernardita prueba unas hierbas no comestibles y araña la tierra, ésta se abre bajo sus dedos y brota una fuente. El público se marcha decepcionado. Hay críticas. Más de uno siente vacilar sus anteriores convicciones, favorables a la aparición. Y, sin embargo, aquel jueves, 25 de febrero, será decisivo en la historia de Lourdes. La fuente continuará brotando, para no secarse ya jamás. Muy pronto ese agua comienza a ser instrumento de maravillosas curaciones. Y el rumor de esas curaciones empezará a atraer las muchedumbres a Lourdes, que tampoco faltarán ya jamás.

La aparición ha dado a la niña un encargo concreto: decir al clero que han de edificar una capilla, y que se ha de ir allí en procesión. El cura de Lourdes se ha mostrado severo. No puede creer en semejante encargo, sin más ni más. Por otra parte, la aparición no ha dicho todavía su nombre. Es lo menos que puede exigírsele.

Y un día, el de la Anunciación, lo dice: "Yo soy la Inmaculada Concepción". La niña no sabe lo que significa aquello. Es más, las primeras veces que cuenta lo que ha ocurrido, pronuncia mal la palabra "Concepción", hasta que las hermanas del hospicio de Lourdes la corrigen y la enseñan a decirlo bien. No importa. Esta misma ignorancia suya será una de las pruebas de que no se trata de nada que haya sido fingido. Ahora ya se sabe quién se aparece: la Santísima Virgen, a quien poco tiempo antes el Papa ha declarado solemnemente libre del pecado original desde el mismo instante de su concepción.

La serie de apariciones se va a cerrar rápidamente. El 7 de abril, doce días después de la Anunciación, tiene lugar la decimoséptima aparición, y el 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, la decimoctava. Bernardita no volverá a ver a la Santísima Virgen mientras esté en la tierra.

El demonio no podía contemplar lo que estaba sucediendo sin intentar algo por desacreditarlo. Ya en una de las primeras apariciones, exactamente en la cuarta, unos diabólicos aullidos fueron apagados instantáneamente por una mirada severa de la Santísima Virgen. Era sólo el comienzo. Poco tiempo después, una epidemia de visionarios se produce en la pequeña ciudad pirenáica. Ahora son unas mujeres que dicen haber visto extrañas apariciones; luego unos niños momentáneamente delirantes y posesos; más tarde extravagantes hombres, que aparecen como portadores de extraños mensajes, y tienen que ser retirados por alucinados. Es cierto que nunca tan sacrílegas mascaradas llegan a poder utilizar la misma gruta. Pero sus alrededores son manchados con esta clase de manifestaciones. Es notable: el contraste con la serena majestad, con la humildad y dulzura de Bernardita es tal, que puede decirse que esta clase de manifestaciones, lejos de servir para oscurecer su gloria, sirvió, por contraste, para enaltecerla más y más. La diferencia entre la única vidente verdadera y las burdas falsificaciones diabólicas, apareció siempre manifiesta y clara.

Con todo, no iba a ser fácil la realización de lo que la Virgen había pedido. Durante no poco tiempo la gruta misma iba a estar cerrada, y el acceso a la misma prohibido. Se conserva todavía el cuaderno en el que el guarda jurado fue apuntando, con pintoresca ortografía, los nombres de los contraventores. Un día fue la señora del almirante Bruat, aya de los hijos del emperador. El mismo día, Luis Veuillot, el temible polemista. Estas visitas producen una cierta emoción en la ciudad. Hasta que, por orden del emperador Napoleón III, desaparecen las barreras y se decreta de nuevo que el acceso a la gruta es enteramente libre. Fue un día de inmensa alegría en Lourdes.

Pero ¿hasta qué punto se podía hablar de apariciones verdaderas? El obispo de Tarbes había mantenido hasta entonces una actitud sumamente prudente. Casi al mismo tiempo que se decretaba la libertad para ir a la gruta, monseñor Laurence daba, por su parte, otro decreto constituyendo una comisión de información sobre los hechos ocurridos en Massabielle. Y la comisión comenzaba inmediatamente, de manera concienzuda, sus informaciones. Estas habrían de tardar más de dos años. Por fin, entregaba sus conclusiones al señor obispo. Este quiso presidir personalmente la sesión final, que tuvo lugar en la sacristía de Lourdes.

La asamblea era impresionante. En torno al señor obispo, todas las personalidades que formaban parte de la comisión. En medio, Bernardita, tocada con su capuchón, calzada con zuecos, hablaba con absoluta sencillez, pero con una autoridad sorprendente. Sobre todo, como siempre solía ocurrir, cuando llegó el momento en que reprodujo el gesto de la Virgen, juntó sus manos, alzó su mirada y dijo: "Yo soy la Inmaculada Concepción", y pareció envuelta de una gracia tan celestial, que un escalofrío circuló por toda la reunión. El anciano obispo sintió cómo se le humedecían las mejillas, y dos gruesas lágrimas resbalaron por su rostro. Apenas salió la niña, exclamó movido por la emoción: "¿Han visto ustedes esta niña?"

Sólo faltaba proclamar la verdad. El sábado 18 de enero de 1862 el obispo firmaba la "Carta pastoral con el juicio sobre la aparición que tuvo lugar en la gruta de Lourdes". Después de haber expuesto los antecedentes, declaraba con toda solemnidad: 'Juzgamos que la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, se apareció realmente a Bernardetta Soubirous el 11 de febrero de 1858 y días siguientes, en número de dieciocho veces, en la gruta de Massabielle, cerca de la ciudad de Lourdes; que tal aparición contiene todas las características de la verdad y que los fieles pueden creerla por cierto... Para conformarnos con la voluntad de la Santísima Virgen, repetidas veces manifestada en su aparición, nos proponemos levantar un santuario en los terrenos de la gruta".

Las dificultades no iban a ser, sin embargo, pequeñas. Unas veces nacerían del criterio restrictivo del ministerio de cultos, que había de dar su autorización para el nuevo santuario. Otras serían minúsculas cuestiones locales, como un pleito que hoy se nos antoja ridículo, entre el cabildo de Tarbes y la prefectura a propósito de la construcción de unos almacenes y unas cuadras en terreno de ésta, otras veces se mezclarían miras puramente humanas en lo que debiera ser única y exclusivamente sobrenatural. No importa: pese a tantas dificultades, el santuario de Lourdes habría de ser un hecho, y rápidamente, Massabielle cambiaría de fisonomía: ya el 22 de enero de 1862 escribía el párroco al señor obispo que Ia nivelación del terreno le da un aspecto grandioso". El arquitecto diocesano concibió un proyecto atrevido, que en un principio se creyó irrealizable: dar por corona gigantesca a la roca de la aparición un edificio que armonizase con el círculo de las graciosas colinas y cuya flecha ostentaría la cruz a una altura de cien metros sobre el nivel del Gave. De esta forma la gruta continuaría de la misma manera que cuando la consagraron las visiones de Bernardetta, abierta siempre sobre el río y su murmullo, bajo el cielo azul y las estrellas. No a todos gustó este proyecto, y se conserva la airada carta de un cura español al obispo de Tarbes, amenazándole con toda suerte de castigos del cielo si se llegaba a realizar. Pero a pesar de todo fue el que se llevó a cabo, y hoy los peregrinos agradecen tan feliz idea.

El 14 de octubre de 1862 se dio el primer golpe de pico para poner los cimientos de la futura capilla. Entre los sesenta obreros que trabajaban, se contaba Francisco Soubirous, padre de Bernardita, orgulloso de cooperar, desde puesto tan humilde, a tan grandiosa obra. El 4 de abril de 1864 se colocaba la estatua que todos los peregrinos conocen, en la gruta. Rápidamente Lourdes fue tomando el aspecto que hoy presenta. El 19 de mayo de 1866, vigilia de Pentecostés, quedaba consagrada la cripta, que había de ser el cimiento de la futura capilla. Su inauguración quedó señalada para dos días después, lunes de Pentecostés, en presencia de una inmensa multitud. Todavía pudo asistir a ella Bernardita. Pero le costaba reconocer el terreno. Estaba todo muy cambiado.

En 1873 se inician las grandes peregrinaciones francesas. En 1876 es solemnemente consagrada la basílica y coronada la estatua de la Virgen. Los veinticinco años de las apariciones se celebran con afluencia de una inmensa multitud, y colocando la primera piedra de la iglesia del Rosario, para suplir la insuficiencia, de la primitiva basílica. Seis años más tarde era inaugurada esta iglesia, que fue solemnemente consagrada en 1901. Todavía con la marcha del tiempo habría de resultar insuficiente, y el 25 de marzo de 1958, el cardenal Roncalli, futuro papa Juan XXIII, consagraba una nueva y más inmensa basílica subterránea, dedicada a San Pío X.

No todas estas construcciones llenan por completo las exigencias del buen gusto. Lourdes es, en su aspecto artístico, fruto de una época de indecisión estilística. Aún sin admitir la tesis extrema de Huysmans, que sostiene que el mal gusto es la venganza que el demonio se ha tomado por el triunfo de la Santísima Virgen, sí que hay que reconocer que tiene una parte de razón. Pero no importa mucho. Es más, creo que todos los peregrinos protestarían si la fisonomía de Lourdes se alterara. Hay un algo maravilloso que flota en el ambiente, que penetra hasta lo más profundo del alma y que hace que Lourdes sea un sitio único para saciar la devoción cristiana.

Y en primer lugar, como lugar de oración. La ciudad, con sus tiendas de recuerdos, sus hoteles y fondas, suele causar una impresión desagradable al peregrino. Una multitud tan inmensa exige todo eso. Pero desilusiona un poco ese contraste entre la finalidad espiritual del viaje y estas exigencias de la naturaleza humana. Todo cesa, sin embargo, desde el momento en que se entra en el dominio de la gruta. Hay un ambiente sobrenatural de oración, de silencio, de recogimiento. Los hombres descubiertos, las mujeres como en la iglesia, y dominando todo el rumor de los cánticos que brotan de las iglesias o de la gruta.

Al llegar a ésta, se olvida todo. No cabe más que dejarse envolver por el silencio, apenas turbado por el rumor del río y el paso de los trenes que ponen como una nota lejana de recuerdo, de que todavía existe un mundo que se afana y corre. Allí todo es calma. La muchedumbre, de rodillas, en silencio, ora sin cansarse.

Sin embargo, no todo es paz y calma. Las peregrinaciones se suceden, ateniéndose todas a un mismo reglamento. Entran en la ciudad, se dirigen a la gruta, se lee allí la sencilla narración de las apariciones. Se realizan una serie de actos piadosos, misas cantadas, de comunión, vía crucis, etcétera, para partir después y dejar su sitio a otras que le seguirán. Todo en medio de un orden admirable.

Hay, sin embargo, todos los días dos actos cumbres, a los que concurren todas las peregrinaciones presentes en la ciudad: la procesión con el Santísimo y la de las antorchas.

Exactamente a las cuatro de la tarde se pone en marcha la procesión con el Santísimo. Avanza triunfal la Custodia, entre las filas de los peregrinos. Llega a la explanada y allí es esperada por la multitud de los enfermos. Es necesario haber contemplado aquel espectáculo para captar toda su significación.

El Señor ha entrado en la plaza y, oculto bajo las especies eucarísticas, comienza a recorrer las filas de camillas y carritos en que se encuentran los enfermos. Y una voz se alza penetrante, llena de vibración y energía: "¡Señor, creemos en ti!" La muchedumbre contesta al unísono: "¡Señor, creemos en ti!"

Son miles y miles de gargantas, Toda una generación trabajada por la escuela laica, acosada por unas costumbres corruptoras, influenciada por un ambiente de escepticismo... hace el acto de fe más emocionante, más lleno de sentido que puede imaginarse. Las lágrimas pugnan por salir, mientras las invocaciones, de evangélicas resonancias, se van sucediendo. Hace más de mil novecientos años que salieron de otros labios. Ahora, el mismo Señor, oculto bajo las especies eucarísticas, vuelve a escucharlas: "¡Señor, si quieres, puedes curarme!" "¡Señor, que vea "¡Señor, aquel que Tú amas, está enfermo!"

Por la noche, en cambio, el espectáculo es diferente. Los treinta, cuarenta o cincuenta mil peregrinos presentes en la ciudad, cantan acompasadamente la melodía sencilla, monótona, sin especial valor, pero devotísima del Ave, recorriendo un largo trayecto por todo el dominio de la gruta. Al final van agrupándose, ordenadamente, en la gran plaza, que se transforma en ascua de oro y de fuego, ante la confluencia de tantos miles de antorchas. Y entonces surge potente, arrollador, el canto del Credo. Venidos de los puntos más diversos del orbe, cantan, sin embargo, al unísono todos los peregrinos, proclamando a una voz su única fe. Espectáculo maravilloso y conmovedor.

Hay que decir algo, sin embargo; otro espectáculo, también consustancial con Lourdes: el de los enfermos. Sacudidos por un viaje interminable, heridos de muerte por sus enfermedades, incómodamente instalados en sus carritos..., son ellos los sembradores de una suavísima sensación de paz y consuelo. La tienen ellos, y la van derramando por doquier a su paso. Cada uno de ellos, cada mirada enfebrecida, cada llaga purulenta, cada mano retorcida, inflamada y monstruosa, va dejando en el alma del peregrino una gota de la más sobrehumana y deleitosa paz. Es ésta una de las grandes paradojas de Lourdes. Uno de sus milagros permanentes.

De vez en cuando, sin someterse a ley alguna, se produce el milagro. Unas veces ante la gruta, otras durante la procesión del Santísimo, otras en el viaje de vuelta. No hay ley alguna, lo repetimos. En medio de la multitud o lejos de ella, en Lourdes, o a muchos kilómetros de allí, la Santísima Virgen viene operando maravillas a centenares, a millares. Algunas de ellas llegan a comprobarse científicamente, con un rigor que no deja nada que desear. Otras, no. El alivio que ha recibido el enfermo, o su curación, no podrán comprobarse, porque no había lesión orgánica, o por falta de datos previos, pero eso no importará nada: quien recibió el beneficio disfrutará de él. De vez en cuando, en una prosa helada, que en su misma frialdad es el mejor argumento de la veracidad del hecho, Le Journal de la Grotte dará la noticia de que en esta o aquella diócesis se ha reconocido canónicamente la realidad de un milagro. Pero el más colosal milagro es el que todos los días se realiza en Lourdes: el de que una inmensa multitud de enfermos que ha peregrinado allí pidiendo su salud, se retire consolada, alegre, con dulce resignación. Y el de que la multitud que le rodea, en contacto permanente con el dolor, viendo con sus propios ojos aquel espectáculo de sufrimiento que presentan los enfermos, no haga de Lourdes una ciudad triste, sino todo lo contrario. Todos los peregrinos os dirán que Lourdes es una ciudad en la que ellos han pasado días de paz, de bienestar, de profunda e íntima alegría.

No ha faltado el sello oficial de la Iglesia. En 1869, Pío IX, por un breve de 4 de septiembre, proclamaba la luminosa evidencia de los hechos. León XIII autorizó un oficio especial y una misa en memoria de la aparición, que San Pío X, su sucesor, extendió por decreto de 13 de noviembre de 1907 a la Iglesia universal. Todos los Romanos Pontífices han rivalizado en dar muestras de benevolencia a este santuario mariano, Es digna de destacarse la preciosa encíclica Le pélerinage, de Pío XII, con motivo del grandioso centenario de las apariciones. Con tales testimonios de la Iglesia, el fiel cristiano puede invocar con seguridad a la Virgen de Lourdes y descansar tranquilo en su maternal regazo. Ella visitó la tierra y se digno alegrarla con su presencia. La Iglesia de una parte, y los continuos milagros de otra, nos lo aseguran así.

LAMBERTO DE ECHEVERRÍA