21 mar 2015

Cristo es redentor porque es Hijo de Dios

Cristo es redentor porque es Hijo de Dios
Cristo es, por encima de todo, el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvarnos. 


La liturgia de estos días nos va hablando de cómo Jesús se va encontrando cada vez más ante un juicio. Un juicio que Él hace sobre el mundo y, al mismo tiempo, un juicio que el mundo hace sobre Él. El juicio que el mundo hace sobre Él se define en la fe, y por eso dirá: "Si no creen que Yo soy". Ese juicio, que se define en la fe, es el juicio del hombre que tiene que acabar por aceptar la presencia de Dios tal y como Él la quiere poner en su vida, porque mientras el hombre no acepte esto, Jesucristo no podrá verdaderamente salvarlo.

Cristo es acusado, y por eso dirá: "Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre conocerán lo que Yo soy". Pero, al mismo tiempo es juez, y es Él mismo el que realiza el veredicto definitivo sobre nuestro pecado.

El juicio que nosotros hacemos sobre Cristo se resume en la cruz. Dios envía a su Hijo, y el mundo lo crucifica; Dios realiza la obra de la redención a través del juicio que el mundo hace de su Hijo, es decir de la cruz.

Esto es para nosotros un motivo de seria reflexión. El darnos cuenta de que nuestro juicio sobre Cristo es un juicio condenatorio, porque lo llevan a la cruz.

Nuestros pecados, nuestras debilidades, nuestras miserias, reconocidas o no, son las que juzgan a Cristo. Y lo juzgan haciéndolo que tenga que ser levantado y muerto por nosotros. Ésa es nuestra palabra sobre Cristo; pero, al mismo tiempo, tenemos que ver cuál es la palabra de Cristo sobre nosotros. Jesús dirá: "Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo soy". Ese "Yo soy", no es simplemente un pronombre y un verbo, "Yo soy" es el nombre de Dios. Cuando Cristo está diciendo "Yo soy", está diciendo Yo soy Dios.

La cruz es la que nos revela, en ese misterio tan profundo, la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, porque la cruz es el camino que Dios elige, que Dios busca, que Dios escoge para hacer que nuestro juicio sobre Él de ser condena, se transforme en redención. Ésa es la moneda con la que Dios regresa el comportamiento del hombre con su Hijo.

Hay situaciones en las que, por nuestros pecados y por nuestras debilidades, vivimos en la obscuridad y en la amargura. Parecería que la expulsión de la comunión con Dios, que produce todo pecado, sería la auténtica respuesta de Dios al hombre, y, sin embargo, no es así. La auténtica respuesta de Dios al hombre es la redención. Mientras que el hombre responde a Dios juzgando, condenando y crucificando a su Hijo, Dios responde al hombre con un juicio diferente: la redención, el perdón. Pero para eso nosotros necesitamos ponernos en manos de Dios nuestro Señor.

Cristo constantemente nos está diciendo que Él es redentor porque es Hijo de Dios. Es decir, Él es el redentor porque es igual al Padre. "Yo soy", no me ha dejado solo, yo hago siempre lo que a Él le agrada. Ése es Cristo. Por eso es nuestro redentor. Cristo no es solamente alguien que se solidariza con nosotros, con nuestros pecados, con nuestras debilidades; Cristo es, por encima de todo, el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvarnos.

Tenemos urgencia de descubrir esto para hacer de Cristo el primero. Único y fundamental punto de referencia; criterio, centro y modelo de toda nuestra vida cristiana, apostólica, espiritual y familiar, para que verdaderamente Él pueda redimir nuestra vida personal, para que Él pueda redimir la vida conyugal de los esposos cristianos, para que Él pueda redimir la vida familiar, para que Él pueda redimir la vida social de los seglares cristianos, porque si Cristo no se convierte en punto de referencia, no podrá redimirnos.

Se acerca la Semana Santa, que son momentos en los que podríamos quedarnos simplemente en una contemplación sentimental de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor, cuando lo que está sucediendo en la Semana Santa es que Cristo se convierte en el juez y Señor de la historia, en el único que puede vencer a lo que destruye a la historia, que es la muerte. Cristo, vencedor de la muerte, se convierte así en el Señor de toda la historia y de toda la humanidad; en juez de toda la historia de la humanidad, y lo hace a través de la cruz, por lo que se transforma de condena en redención.

Seamos capaces de ir cristianizando cada vez más nuestros criterios, de ir cristianizando cada vez más nuestros comportamientos y de ir haciendo de nuestro Señor el punto de referencia de nuestra existencia. Que nuestra fe, nuestra adhesión, nuestro ponernos totalmente del lado de Cristo se conviertan en la garantía de que nosotros no muramos en nuestros pecados, sino que hagamos de la condena que sobre ellos tendría que cernirse, redención; y del castigo que sobre ellos tendría que caer en justicia, hagamos misericordia en nuestros corazones.

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net

Santo Evangelio 21 de Marzo de 2015

Día litúrgico: Sábado IV de Cuaresma

Texto del Evangelio (Jn 7,40-53): En aquel tiempo, muchos entre la gente, que habían escuchado a Jesús, decían: «Éste es verdaderamente el profeta». Otros decían: «Éste es el Cristo». Pero otros replicaban: «¿Acaso va a venir de Galilea el Cristo? ¿No dice la Escritura que el Cristo vendrá de la descendencia de David y de Belén, el pueblo de donde era David?». 

Se originó, pues, una disensión entre la gente por causa de Él. Algunos de ellos querían detenerle, pero nadie le echó mano. Los guardias volvieron donde los sumos sacerdotes y los fariseos. Estos les dijeron: «¿Por qué no le habéis traído?». Respondieron los guardias: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre». Los fariseos les respondieron: «¿Vosotros también os habéis dejado embaucar? ¿Acaso ha creído en Él algún magistrado o algún fariseo? Pero esa gente que no conoce la Ley son unos malditos». 

Les dice Nicodemo, que era uno de ellos, el que había ido anteriormente donde Jesús: «¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace?». Ellos le respondieron: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta». Y se volvieron cada uno a su casa.


Comentario: Abbé Fernand ARÉVALO (Bruxelles, Bélgica)
Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre

Hoy el Evangelio nos presenta las diferentes reacciones que producían las palabras de nuestro Señor. No nos ofrece este texto de Juan ninguna palabra del Maestro, pero sí las consecuencias de lo que Él decía. Unos pensaban que era un profeta; otros decían «Éste es el Cristo» (Jn 7,41).

Verdaderamente, Jesucristo es ese “signo de contradicción” que Simeón había anunciado a María (cf. Lc 2,34). Jesús no dejaba indiferentes a quienes le escuchaban, hasta el punto de que en esta ocasión y en muchas otras «se originó, pues, una disensión entre la gente por causa de Él» (Jn 7,43). La respuesta de los guardias, que pretendían detener al Señor, centra la cuestión y nos muestra la fuerza de las palabras de Cristo: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre» (Jn 7,46). Es como decir: sus palabras son diferentes; no son palabras huecas, llenas de soberbia y falsedad. El es “la Verdad” y su modo de decir refleja este hecho.

Y si esto sucedía con relación a sus oyentes, con mayor razón sus obras provocaban muchas veces el asombro, la admiración; y, también, la crítica, la murmuración, el odio... Jesucristo hablaba el “lenguaje de la caridad”: sus obras y sus palabras manifestaban el profundo amor que sentía hacía todos los hombres, especialmente hacia los más necesitados.

Hoy como entonces, los cristianos somos —hemos de ser— “signo de contradicción”, porque hablamos y actuamos no como los demás. Nosotros, imitando y siguiendo a Jesucristo, hemos de emplear igualmente “el lenguaje de la caridad y del cariño”, lenguaje necesario que, en definitiva, todos son capaces de comprender. Como escribió el Santo Padre Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est, «el amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa (...). Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre».


Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre

Hoy notamos cómo se “complica” el ambiente alrededor del Señor, pocos días antes de la Pasión ocurrida en Jerusalén. Por causa de Él se genera como una suerte de discusión y controversia. No podía ser de otro modo: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino división» (Lc 12,51).

Y no es que el Redentor desee la controversia y la división, sino que ante Dios no valen las “medias tintas”: «Quien no está conmigo, está contra mí; y quien no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23). ¡Es inevitable! Ante Él no hay ninguna postura neutra: o existe, o no existe; es mi Señor, o no es mi Señor. No es posible servir a dos señores a la vez (cf. Mt 6,24).

Juan Pablo II consideraba que ante Dios hay que optar. La fe sencilla que nuestro buen Dios nos pide implica una opción. Hay que optar porque Él no se nos quiere imponer; vino a la Tierra de manera discreta; murió empequeñecido, sin hacer alarde de su condición divina (Flp 2,6). Es lo que expresa maravillosamente santo Tomás de Aquino en el Adoro Te devote: «En la cruz se escondía sólo la divinidad, aquí [en la Eucaristía] se esconde también la humanidad».

¡Hay que optar! Dios no se impone; se ofrece. Y queda para nosotros la decisión de optar a favor de Él o de no hacerlo. Es una cuestión personal que cada uno —con la ayuda del Espíritu Santo— ha de resolver. De nada sirven los milagros, si las disposiciones del hombre no son de humildad y de sencillez. Ante los mismos hechos, vemos a los judíos divididos. Y es que en cuestiones de amor no se puede dar una respuesta tibia, a medias: la vocación cristiana comporta una respuesta radical, tan radical como fue el testimonio de entrega y obediencia de Cristo en la Cruz.

© evangeli.net

Santa Benita Cambiagio Frassinello, 21 de Marzo

Santa Benita Cambiagio Frassinello, 21 de Marzo

Por: . | Fuente: Vatican.va

Fundadora de la Congregación de las “Hermanas Benedictinas de la Providencia”
En Benita Cambiagio Frassinello, la Iglesia nos muestra un ejemplo de Santa que fue esposa, madre, religiosa y fundadora.

Ella se dejó conducir por el Espíritu Santo a través de la experiencia matrimonial, de educadora y de consagrada, hasta llegar a fundar un Instituto que, caso único en la hagiografía cristiana, guió con la colaboración generosa y discreta de su marido.

Benita Cambiagio Frassinello nació en Langasco (Génova), el 2 de octubre de 1791. Hija de José y Francisca Ghiglione, y fue bautizada dos días después. Durante su adolescencia su familia se traslada a Pavía.

Juventud

Recibe de sus padres una profunda educación cristiana que radica en ella los principios de la fe y plasma su carácter volitivo y perseverante.

Hacia los 20 años vive una fuerte experiencia interior que acrecienta en ella el amor a la oración y a la penitencia y, en modo especial, el deseo de abandonarlo todo para consagrarse enteramente a Dios.

No obstante, se casa el día 7 de febrero de 1816 con Juan Bautista Frassinello, un joven ligur que había inmigrado con su familia a Vigevano.

Esposa – hermana ejemplar

El camino de Benita en búsqueda de la voluntad de Dios es bastante arduo y difícil; se ve empujada por un impulso interior hacia la vida de virginidad, cultivado desde su adolescencia. Vive dos años casada, después de los cuales tiene la alegría de realizar, en ese estado, el aspecto profundo y sublime de la virginidad espiritual. De común acuerdo con su marido, que atraído por la santidad de Benita abraza este ideal, vive a su lado como hermana. Juntos se ocupan, con gran dedicación, de la hermana María, gravemente enferma de cáncer intestinal, alojada en su casa.

Benita y Juan experimentan una maternidad y una paternidad espirituales sobrenaturales, en la fidelidad al amor esponsal sublimado.

En 1825, cuando muere María, Juan Bautista entra en la comunidad de los Somascos y Benita en las Ursulinas de Capriolo. Amor esponsal exclusivamente consagrado a Dios

En 1826 por motivos de salud Benita vuelve a Pavía. Curada prodigiosamente por San Jerónimo Emiliani, se ocupa de las chicas con la aprobación del obispo, mons. Luigi Tosi.

Como necesita ayuda, que su padre le rechaza, el Obispo llama de nuevo a Juan Bautista, el cual deja el noviciado y regresa al lado de su mujer, renovando juntos el voto de castidad perfecta delante del Obispo.

Los dos se dedican generosamente a la acogida y educación humano-cristiana de las chicas pobres y abandonadas.

Educadora

La obra de Benita se inserta en la vida social de Pavía en un período en el que la institución de la escuela era acogida como auténtica portadora de bienestar.

Es la primera mujer de la ciudad y de la provincia que ve esta necesidad y el gobierno austriaco le otorga el título de “Promotora de la Pública Instrucción”.

Ayudada desde el primer momento por algunas jóvenes voluntarias, a las cuales da un reglamento aprobado por la Autoridad Eclesiástica, une a la enseñanza escolar la formación catequística y la formación al trabajo. De ambientes se sirve para transformar a las chiras en “modelos de vida cristiana” y asegurar de esta manera la verdadera formación de las familias.

Contemplativa en la acción

Su constante entrega nace y crece del fervor eucarístico y de la contemplación del Crucifijo, porque ella está convencida que sólo Dios es su verdadero apoyo y protección.

En su vida no faltan experiencias místicas que se repiten, particularmente, en las fiestas litúrgicas sin distraerla de sus obligaciones cotidianas.

Por amor a las niñas está dispuesta a los mayores sacrificios: de su persona, de sus bienes y hasta de la fama, mostrando así la incomparable grandeza de la “pedagogía del Evangelio”.

Capacidad de desprendimiento

La singularidad de la obra y el programa educativo de Benita son duramente criticadas por la oposición de personas poderosas, que se ven molestadas en sus viles intereses, y también por la incomprensión de algunas personas del clero.

En julio de 1838 Benita cede su institución al obispo Tosi y, junto con el marido y cinco fieles compañeras, abandona Pavía y se dirige hacia Liguria.

Fundadora

En Ronco Scrivia abre una escuela para las chicas del pueblo y funda la Congregación de las “Hermanas Benedictinas de la Providencia”, para las que escribe las Reglas‑Constituciones. En ellas queda plasmado el desarrollo del carisma de Pavía, ampliando a todas las chicas y jóvenes la educación, la instrucción y la formación cristianas, con su inconfundible espíritu de ilimitado abandono y confianza en la divina Providencia, de amor a Dios, a través de la pobreza y la caridad.

Desarrollo de la obra

El Instituto de las Hnas. Benedictinas de la Providencia se desarrolla rápidamente. En 1847 también llega a Voghera. Esta sede, cuarenta años después de la muerte de Madre Benita, por obra del obispo diocesano se convierte en Instituto independiente. En tales circunstancias las hermanas toman el nombre de “Benedictinas de la Divina Providencia” en memoria de Benita, su fundadora.

En 1851 Benita vuelve a Pavía, en una zona distinta a la primera fundación, y en 1857 abre una escuela en un pueblo de Valpolcevera, San Quirico.

Entra en el paraíso

El 21 de marzo de 1858 Benita muere santamente en Ronco Scrivia, en el día y hora predichos por ella. Entorno a su féretro se reúne una gran multitud de gente como última manifestación de estima y de dolor hacia la que considera como una “Santa”.

Benita se puede proponer como modelo de vida:

– a las personas consagradas: conformarse a Cristo en el abandono a la amorosa divina Providencia;

– a los esposos: total comunión para una profunda maternidad y paternidad;

– a los jóvenes: Cristo fuente de alegría e ideal de vida;

– a los educadores: prevenir, comprender, abrir horizontes;

– a las familias que atraviesan momentos dificiles: aceptar las incomodidades, cuando se está obligado a abandonar la propia tierra y a acoger en su casa a los familiares probados por la enfermedad y ayudarles a morir serenamente.

Reproducido con autorización de Vatican.va

20 mar 2015

Santo Evangelio 20 de Marzo de 2015

Día litúrgico: Viernes IV de Cuaresma

Texto del Evangelio (Jn 7,1-2.10.14.25-30): En aquel tiempo, Jesús estaba en Galilea, y no podía andar por Judea, porque los judíos buscaban matarle. Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas. Después que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces Él también subió no manifiestamente, sino de incógnito.

Mediada ya la fiesta, subió Jesús al Templo y se puso a enseñar. Decían algunos de los de Jerusalén: «¿No es a ése a quien quieren matar? Mirad cómo habla con toda libertad y no le dicen nada. ¿Habrán reconocido de veras las autoridades que éste es el Cristo? Pero éste sabemos de dónde es, mientras que, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es». Gritó, pues, Jesús, enseñando en el Templo y diciendo: «Me conocéis a mí y sabéis de dónde soy. Pero yo no he venido por mi cuenta; sino que me envió el que es veraz; pero vosotros no le conocéis. Yo le conozco, porque vengo de Él y Él es el que me ha enviado». Querían, pues, detenerle, pero nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora.


Comentario: Fr. Matthew J. ALBRIGHT (Andover, Ohio, Estados Unidos)
«Nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora»

Hoy, el Evangelio nos permite contemplar la confusión que surgió sobre la identidad y la misión de Jesucristo. Cuando la gente es puesta cara a cara ante Jesús, hay malentendidos y presunciones acerca de quién es Él, cómo en Él se cumplen o no las profecías del Antiguo Testamento y sobre lo que Él realizará. Las suposiciones y los prejuicios conducen a la frustración y a la ira. Esto ha sido así siempre: la confusión alrededor de Cristo y de la enseñanza de la Iglesia despierta controversia y división religiosa. ¡El rebaño se dispersa si las ovejas no reconocen a su pastor!

La gente dice: «Éste sabemos de dónde es, mientras que, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es» (Jn 7,27), y concluyen que Jesús no puede ser el Mesías porque Él no responde a la imagen del “Mesías” en la que ellos habían sido instruidos. Por otra parte, saben que los Príncipes de los Sacerdotes quieren matarle, pero al mismo tiempo ven que Él se mueve libremente sin ser arrestado. De manera que se preguntan si quizá las autoridades «habrán reconocido de veras que éste es el Cristo» (Jn 7,26). 

Jesús ataja la confusión identificándose Él mismo como el enviado por el que es “veraz” (cf. Jn 7,28). Cristo es consciente de la situación, tal como lo retrata Juan, y nadie le echa mano porque todavía no le ha llegado la hora de revelar plenamente su identidad y misión. Jesús desafía las expectativas al mostrarse, no como un líder conquistador para derrocar la opresión romana, sino como el “Siervo Sufriente” de Isaías.

El Papa Francisco escribió: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Es urgente que nosotros ayudemos a cada uno a ir más allá de las suposiciones y prejuicios sobre quién es Jesús y qué es la Iglesia, y a la vez facilitarles el encuentro con Jesús. Cuando una persona llega a saber quién es realmente Jesús, entonces abundan la alegría y la paz.


Comentario: + Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España)
Nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora

Hoy, el evangelista Juan nos dice que a Jesús «no [le] había llegado su hora» (Jn 7,30). Se refiere a la hora de la Cruz, al preciso y precioso tiempo de darse por los pecados de la entera Humanidad. Todavía no ha llegado la hora, pero ya se encuentra muy cerca. Será el Viernes Santo cuando el Señor llevará hasta el fin la voluntad del padre Celestial y sentirá —como escribía el Cardenal Wojtyla— todo «el peso de aquella hora, en la que el Siervo de Yahvé ha de cumplir la profecía de Isaías, pronunciado su “sí”».

Cristo —en su constante anhelo sacerdotal— habla muchísimas veces de esta hora definitiva y determinante (Mt 26,45; Mc 14,35; Lc 22,53; Jn 7,30; 12,27; 17,1). Toda la vida del Señor se verá dominada por la hora suprema y la deseará con todo el corazón: «Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta que se realice!» (Lc 12,50). Y «la víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Aquel viernes, nuestro Redentor entregará su espíritu a las manos del Padre, y desde aquel momento su misión ya cumplida pasará a ser la misión de la Iglesia y de todos sus miembros, animados por el Espíritu Santo.

A partir de la hora de Getsemaní, de la muerte en la Cruz y la Resurrección, la vida empezada por Jesús «guía toda la Historia» (Catecismo de la Iglesia n. 1165). La vida, el trabajo, la oración, la entrega de Cristo se hace presente ahora en su Iglesia: es también la hora del Cuerpo del Señor; su hora deviene nuestra hora, la de acompañarlo en la oración de Getsemaní, «siempre despiertos —como afirmaba Pascal— apoyándole en su agonía, hasta el final de los tiempos». Es la hora de actuar como miembros vivos de Cristo. Por esto, «al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas” permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la Hora de Jesús sigue presente en la Liturgia de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia n. 2746).

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San Martín Dumiense. 20 de Marzo

20 de marzo

SAN MARTÍN DUMIENSE

(† 580)

San Martín Dumiense debe su sobrenombre a Dumio, lugar próximo a Braga, capital que era, ésta, del reino de los suevos. A él se atribuye la conversión al catolicismo de este pueblo bárbaro, establecido desde comienzos del siglo V en la parte noroeste de la Península, y como apóstol de los suevos es conocido en la historia por antiguos y modernos. Entre los antiguos aduzcamos ya el testimonio dé San Isidoro de Sevilla, su contemporáneo algo posterior. "Habían —dice San Isidoro— permanecido muchos reyes suevos en la herejía arriana, hasta que subió al trono Theudemiro. Este, por celo y esfuerzo de Martín, obispo del monasterio de Dumio, hombre esclarecido por su fe y su ciencia, volvió a los suevos a la fe católica". Al importante hecho se le asigna la fecha de 560.

Pero ni los suevos ni su apóstol son originariamente hispanos. ¿Cómo vinieron unos y otro a España? ¿Cómo se encontró el apóstol con los que, ante Dios y ante la historia, serían su gloria y su corona?

Si abrimos un mapa clásico de la antigua Germania, entre las mallas de las arterias que forman el Elba con las aguas venidas de los montes Sudetes, hallamos en grueso trazó el nombre de Suebi. El mapa mismo, con el confuso cruzarse y entrecruzarse de los nombres de pueblos, nos da la impresión de un hormiguero humano, aprisionado entre sus bosques, ríos y montañas por el límes romano, el Danubio aquí, el Rhin más allá, las legiones por dondequiera. Los suevos, en alguna de las ramas en que aparecen ya fraccionados a comienzos del siglo I, hubieron de ser más de una vez el terror de Roma. En los días de Marco Aurelio, cuados y marcomanos están frente a Roma (166-180), y fue tal el pánico de la urbe que el emperador estoico no halló en el Imperio adivinos bastantes a quienes consultar, ni víctimas suficientes que sacrificar para asegurar el éxito de la guerra. Pero a la larga, la frontera romana se resquebrajaba por todas partes. En lo que ahora nos interesa, los últimos días del año 406, bandas de vándalos, alanos, cuado-suevos y una fracción de vándalos silingos atraviesan, por Maguncia, el Rhin, que acaso estaba helado, e inician por tierras del Imperio la marcha que, a través de la Galia, había de llevarlos a nuestra Península. "De un solo empujón —dice, resumiendo penalidades infinitas, San Isidoro— alcanzaron el Pirineo, llevándose a los francos por delante (Francos proterunt directoque impetu ad Pyrenaeum usque perveniunt ("Hist. Goth." c.71 ). Pero no lo atraviesan entonces. Aún sufren una derrota romana y sólo el año 408 ó 409 irrumpen por las provincias de España. Hasta el año 411, estos pueblos devastan las tierras por donde pasan. El 411 hubo un reparto de tierras en nuestras provincias. "Los bárbaros —dice Idacio—, inclinados por la misericordia divina al camino de la paz, se reparten a la suerte las regiones de las provincias para habitarlas. Los vándalos y los suevos ocupan la Galecia, sita en la extremidad occidental del mar océano..." (Chronicon c.47).

Estos suevos que de un magnífico salto han venido de las orillas del Rhin a las del Miño, rompiendo por entre las lanzas de francos y romanos, eran paganos de religión. Todavía su rey Rékhila, que llevó sus armas victoriosas hasta la Bética y conquistó Sevilla, muere gentil el año 448. En este momento nos da Idacio esta noticia: "Al gentil Rékhila sucede inmediatamente en el reino su hijo Rekhiario, católico" (Chron., c.137). A la conversión del rey sigue la de su pueblo. A qué y a quién se debiera esta conversión de rey y pueblo, es punto oscuro en la historia —de la historia de este pueblo suevo, que tantos puntos oscuros tiene.

Lo cierto es que cuando, a los pocos años, otro rey suevo se hace arriano, el pueblo se pasa también al arrianismo (si no hay, más bien, que pensar que el pueblo fuera ajeno a estos cambios de decoración religiosa). Y es que estas conversiones religiosas nota bien un moderno historiador eran característicamente actos políticos. El nuevo rey arriano, Remismundo, de complicada historia política, aparece dueño único del reino suevo por el año 465. Está en relaciones con el poderoso rey godo Teodorico, con cuya hija se casa. La conversión, pues, fue también ahora acto político. El catequista fue un tal Ayax, gálata de nación, enviado, sin duda, por, Teodorico. Las palabras de Idacio respiran indignación: "Ayax, gálata de nación, que, viejo ya, se había hecho arriano, álzase entre los suevos a combatir, con el auxilio de su rey, la fe católica y la divina Trinidad, propagando el virus pestífero del enemigo del género humano, que había traído de la región de las Galias, habitada por los godos" (Chron. c.232). Si aceptamos para la conversión del pueblo suevo al catolicismo la fecha antes notada de 560, el arrianismo habría durado desde 465 a dicha fecha: un siglo aproximadamente. Y este siglo es justamente de total oscuridad histórica por silencio de las fuentes. Se duda, incluso, sobre el nombre del rey suevo que pasó con su pueblo al catolicismo: Kharriarico, según San Gregorio de Tours, o Theudemiro, según San Isidoro en texto anteriormente citado. Vamos a prescindir de la cuestión de nombres. Según San Gregorio de Tours (538-594), el rey suevo arriano habría enviado una embajada al sepulcro de San Martín, suplicando la curación de un hijo enfermo. La embajada fracasa. Envía otra con grandes ofrendas. Los enviados reciben ahora las reliquias del Santo, que, de paso, libera a los presos de la ciudad. Con próspero viento llegan, por mar, a Galicia. El hijo del rey, milagrosamente curado, sale a recibir aquel tesoro... "Entonces llegó también de lejanas regiones, movido de divina inspiración, un sacerdote llamado Martín... El rey con toda su casa confesó la unidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo y recibió el crisma. El pueblo quedó libre de la lepra hasta el día de hoy y todos los enfermos fueron sanos... Y aquel pueblo arde ahora tanto en el amor de Cristo, que todos irían gozosos al martirio si llegasen tiempos de persecución" (De rniraculis S. Martini, I,11).

Este texto de Gregorio de Tours, contemporáneo de los hechos que narra, siquiera sobre ellos deje indefectiblemente caer el polvillo irisado del oro de la leyenda, pone finalmente en contacto a San Martín Dumiense con el pueblo de que va a ser apóstol. No es inverosímil suponer que fue éste el momento en que, movido de divino impulso —divinis nutitibus actus, como dirá él mismo—, se determinó a dejar las Galias y pasar a la remota Galecia, dominada por un pueblo arriano, pero dispuesto a recobrar la fe ortodoxa. La perspectiva, para un alma de temple apostólico, no podía ser más halagüeña. Y también aquí pudo haber tenido parte la política. Los francos eran católicos desde fecha remota —Clodoveo se bautizó el 25 de diciembre de 498 ó 499— y, sin duda, se disputaban con los godos la influencia sobre el pueblo suevo. Por otra parte, Martín no era un desconocido en el reino franco. Venancio Fortunato, peregrino también del sepulcro de Martín de Tours, monje primero y obispo luego de Poitiers, inspirado poeta, fue amigo suyo y le exalta con alta inspiración en uno de sus poemas, que es bien citar aquí


                    Por el nuevo Martín salvada, Galicia aplaude,

                    de estirpe apostólica fue este varón para ti.

                    Por virtud a Pedro, por doctrina a Pablo, igualara. De Santiago y Juan la protección te trajo.

                    De Panonia vino, según dicen, de parte Quirinis.

                    Y fue más bien la salud la Galicia sueva.

Gregorio de Tours, amigo también de Venancio Fortunato, hace del Dumiense este lapidario elogio: Nulli secundus illis temporibus habebatur (Hist. Franc. V,38: PL 71, 352). Acaso conoció también el monasterio y la regla de San Cesáreo de Arlés. Estas estrechas relaciones con las grandes lumbreras eclesiásticas del reino franco suponen una estancia algo prolongada en él. Cabe, pues, imaginar que fue de Francia, acaso de la tumba misma del taumaturgo homónimo suyo, de donde San Martín Dumiense vino a España. Nada impide tampoco suponer que se agregara a la expedición regia que llevaba a Galecia las reliquias del Turonense. Ello sería por los años de 550-560.

Pero Martín no era franco ni galorroinano de nación, y si la embajada piadosa del rey suevo le halló junto a la tumba de San Martín de Tours era simplemente una de tantas estaciones en una vida de largo peregrinar por tierras extrañas. Sólo en Galecia justamente hallará reposo. El mismo nos dice en el epitafio que, con ejemplar previsión, se compuso para su tumba en hexámetros virgilianos: "Nacido en Panonia, atravesando los anchos mares y movido por impulso divino, llegué a esta tierra gallega, que me acogió en su seno...".

San Martín Dumiense es, consiguientemente, de la misma patria lejana, la actual Hungría, muy hacia el Oriente, que su glorioso homónimo San Martín de Tours, de reciente memoria (relativamente, reciente, pues San Martín muere el año 397) y cuyos milagros atraían a su tumba gentes de toda procedencia y categoría. El Dumiense hubo de nacer hacia el 510-520. De su juventud no se sabe nada. Apuntemos sólo que un siglo antes (después de 414) había muerto por sus tierras del Danubio un escritor notable, Nicetas de Remesiana cuyas obras hubo de leer antes de emprender sus peregrinaciones. Acaso la primera de éstas le llevó a Palestina, donde se hizo monje y aprendió el griego. El monacato era entonces algo muy móvil. Martín puede seguir peregrinando; pero de Palestina se trajo el espíritu monacal que instaurará en tierras de Galicia y dos preciosos opúsculos: Verba seniorum y Sententiae Patrum Aegyptiorum, que serán la regla de su futuro monasterio dumiense. La visita de Roma era inevitable. De Roma pasaría al reino franco, donde le hemos hallado junto al sepulcro de San Martín y hemos supuesto que, desde allí, por mar, se dirigió al reino, suevo, donde había de hallar término a su peregrinación y ancho campo a su celo apostólico. Este sería el momento de su grande obra: la conversión del rey y el Pueblo arriano a la ortodoxia católica. Ni San Isidoro ni San Gregorio de Tours nos dicen en qué consistió la acción del Dumiense en la conversión del rey y pueblo suevos. Acaso fue obra del prestigio de su fe y de su saber. El hecho es que en el primer concilio de Braga, el año 561, San Martín desempeñaba el mismo papel que San Leandro en el tercero de Toledo. La conversión había sido tan entera que no fue menester lanzar nuevo anatema contra el arrianismo y los ocho obispos que firman sus actas se limitaron a leer la decretal del papa Vigilio y extractar de ella su canon quinto, que manda administrar el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que la conversión hubo de estar relacionada con los milagros de San Martín de Tours lo prueban los versos del Dumiense que figuraban en la basílica de Dumio, consagrada al taumaturgo turonense "Admirando tus prodigios, el suevo ha conocido el verdadero camino, y, para sublimar tus méritos, ha levantado estos atrios, construyendo a Cristo un templo venerable, donde tú repartes tus gracias y él derrama sus plegarias".

Pero Martín, que hubo de frecuentar la corte y mezclarse entre las muchedumbres populares y presidir un concilio para la obra de conversión, era en el fondo un monje que se había traído de Palestina la nostalgia de la soledad, del silencio y la quietud, de la gloria de la oración lejos de todo mundanal ruido, aun del que trae consigo toda obra de apostolado (y éste es acaso el brazo más pesado de su cruz). Así, y apoyado, sin duda, por el poder regio, pronto funda el monasterio de Dumio, cerca de Braga, el primero de Galicia y acaso también de toda la España visigótica. Luego seguirán otros, de los que quedan escasas noticias. Lo cual no era abandonar la obra de conversión, sino asegurarla. Acaso Martín comprendió que no hay medio de cristianizar un pueblo como esos focos de intensa vida sobrenatural, que, como el fuego su calor, la irradian luego en torno suyo, sin estruendos pero con infalible eficacia. No sabemos cómo se llevó a cabo la fundación y se formó en torno a Martín ese vasto mundo aparte que era una abadía medieval. Lo que sí sabemos es que muy pronto el abad de Dumio es creado obispo —Dumiensis monasterii sanctissimus pontífex, le llama San Isidoro—. Su jurisdicción debió de limitarse a la familia servorum del monasterio y acaso a la corte. Se supone que conoció la regla de San Cesáreo de Arlés († 27 de agosto de 543) y acaso también la de San Benito († h. 547). Pero en Dumio, Martín fue, sin duda, la regla viva. Y como fuente de inspiración para la formación de sus monjes, allí estaban los dos opúsculos que se trajera de Oriente: Las palabras de los ancianos y las sentencias de los padres egipcios. Este último, que nos parece menos interesante, lo tradujo por si mismo. Del primero encomendó la traducción a su discípulo Pascasio, quien antepone a su labor un breve prólogo dirigido "al señor venerable padre Martín, abad y presbítero". Este prólogo nos interesa, como todo rastro que de sí deje un alma, pues Pascasio, monje de Dumio, puede representar el ideal de cultura que San Martín señalaba a sus monjes. Pascasio emprende su trabajo, para él insólito, para obedecer a su padre santísimo. El sabe —y es un saber precioso— que nada puede jamás leerse, escribirse o imprimirse, si el ingenio o el corazón con su íntima voz lo prohiben. Se acuerda de Sócrates y, como él, sabe que no sabe nada. Ha leído muchos libros elocuentísimos, aun por incitación de su abad, y si su versión latina no lo es tanto, no se le inculpe a él, sino al mal manuscrito de que dispone. Le pide a su abad la ayuda de su oración y si halla, en fin, su trabajo digno de ser copiado, él se digne pulirlo con su buen estilo. El buen Pascasio termina: "No sabría que mi trabajo te ha agradado, si no veo algunas cosas que té hayan disgustado". La obrita es un tesoro de doctrina ascética, con la ventaja de ofrecérsenos no en tratados abstractos o en áridas sentencias, y menos en un código de imperativos, sino en narraciones, anécdotas y palabras vivas de los Padres del yermo. Son la flor de aquellas soledades en su mejor primavera de santidad. Son zumo sabroso de unos frutos de experiencia ya secular. Es difícil resistir a la tentación de transcribir aquí algunas de esas palabras de los viejos del yermo, no sólo por su perfume y su jugo, sino porque si no son obra de San Martín, por él llegaron a Occidente y él antes que nadie hubo de sentir su hechizo y modelar por ellas su espíritu y el de sus monjes. Tomemos el postrer capítulo. Se reúnen doce anacoretas y se conviene entre ellos que cada uno diga en qué piensa y medita. El primero dijo: He puesto un muro entre mí y el mundo exterior y sólo me miro a mí mismo y espero la esperanza de Dios. El segundo: Desde que renuncié a la tierra, me dije: Hoy has empezado a servir a Dios. El tercero: Por la mañana subo a Dios y le adoro... El cuarto: Yo me imagino estar en el monte Olivete con el Señor y sus discípulos y me digo a mí mismo: no conozcas a nadie según la carne. El quinto: Yo estoy continuamente esperando mi fin y le digo a Dios: Preparado está mi corazón... El sexto: Yo me imagino oír que el Señor me dice a la continua: Trabajad por mí y yo os daré el descanso... El séptimo: Yo pienso continuamente en la fe, la esperanza y la caridad. El octavo: Yo miro cómo el diablo está dando vueltas buscando a quién devorar... El noveno: Yo procuro vivir con mi mente en el cielo y cuanto hay en la tierra lo reputo ceniza y estiércol. El décimo: Yo miro continuamente al ángel que me acompaña... El undécimo: Yo hago de las virtudes personas y me las imagino acompañándome por todas partes... El duodécimo: Vosotros, padres, sois hombres celestes o ángeles terrenos y por ello pensáis en el cielo. Yo bajo todos los días al infierno y me digo a mí mismo: Estáte con los que mereces, pronto te contarás entre ellos...

Recojamos alguna deliciosa narracioncilla. San Martín recomendaba a sus monjes el desprendimiento de las cosas con este ejemplo: El abad Macario sale un día de su celda. A la vuelta halla a un ladrón que estaba cargando su jumento con los enseres del monje. Macario se hace el extranjero, le ayuda a cargar la bestia y le acompaña diciendo: "Nada trajimos al mundo y nada nos llevaremos de él".

Vaya esta otra por lo breve: Un viejo le dice a otro: "Yo estoy muerto al mundo". El compañero le responde: "No confíes en ti mismo hasta que hayas salido de tu cuerpo, pues si tú, estás muerto, el diablo no lo está, y sus artes son incontables".

Una sentencia de oro: "Todo trabajo sin humildad es vano ...".

Contra la fácil tentación de soberbia que acecha al monje como elegido y predestinado, San Martín contaba a los suyos: El abad Silvano fue arrebatado en éxtasis en su celda. Vuelto del éxtasis, lloraba. Importunado por su discípulo, dijo finalmente: "He sido arrebatado al juicio, hijo mío, y he visto a muchos con hábito de monjes ir a los suplicios y a muchos laicos subir al cielo". (Sententiae Patrum Aegyptiorum, 48). Y así fuera grato continuar.

Pero no eran sus monjes de Dumio la sola solicitud de San Martín. Para regular la vida del clero, recopiló, tradujo y ordenó una colección de cánones, tomados "de los sínodos de los antiguos Padres orientales", pero también de concilios españoles y africanos. Colección, sin duda, del mayor interés para el conocimiento de la organización y vida de la Iglesia y aun de las costumbres en general de aquellos tiempos. San Isidoro nos dice haber leído él mismo —ego ipse legi— un volumen de cartas en que "el obispo santísimo del monasterio dumiense exhortaba a la enmienda de la vida, al fervor en la oración, a la largueza en la limosna y, sobre todo, al culto de las virtudes y a la piedad". Estas cartas se han perdido y su pérdida es bien de lamentar, pues ellas nos hubieran acaso guardado lo mejor del alma del abad de Dumio.

Al rey Miro, sucesor de Theudemiro, le dirige San Martín el opúsculo Fórmula de la vida honesta, El tratado hubo de ser pedido al Santo por el rey mismo, que siente —dice Martín en el prólogo— sed ardentísima de la sabiduría y quiere ir a saciarla en las fuentes de donde manan los ríos de la ciencia moral. Si esta sed la suscitó, como es de suponer, el apóstol en sus conversos, ello sería gloria suya y de ellos. La Fórmula es un tratado de ética natural de corte e influencia senequista. San Martín Dumiense, de origen no hispano, es nuestro primer senequista. Hasta tal punto se penetra del estilo y pensamiento del cordobés, que la Edad Media nos ha transmitido la Formula vitae honestae bajo el nombre de Séneca. La nueva patria le prestó acaso también algo de su espíritu. A Séneca suena esta sentencia: "¿Qué importa que no estés en tu patria? Tu patria es el lugar donde has encontrado el bienestar, y la causa del bienestar no radica en el lugar, sino dentro ¿el hombre mismo". Lo mismo se diga del tratado De ira, que recuerda otro del mismo título de Séneca.

Objeto, en fin, de la solicitud del abad, obispo de Dumio era el pueblo humilde de los campos, imbuido aún de supersticiones paganas, célticas y germánicas. El tratado De correctione rusticorum, a par de un resumen de las verdades cristianas, da noticias de las supersticiones de las gentes del campo del reino suevo (y hay que suponer que de toda España). Para desacreditar la idolatría, San Martín apela a la teoría demónica. Muchos de los demonios expulsados del cielo presiden en el mar, en los ríos, fuentes y bosques, y los hombres que ignoran a Dios les dan culto como a dioses.

En el mar los llaman Neptuno, en los ríos Lamias, en las fuentes Ninfas, en los bosques Diana. En realidad, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno fueron hombres pésimos entre los griegos. Notable cruce, pues, de la teoría demónica y del evhemerismo (y notable también que aún haya quien crea hoy el aire poblado de démones...). San Martín no quiere que se den a los días de la semana los nombres de los dioses gentiles y es admirable que los portugueses le hayan obedecido. Citemos, en fin, por lo curioso, el culto a los ratones y a las polillas. Su hartazgo a principios de año era presagio de abundancia en la casa visitada por tan incómodos huéspedes.

Sólo podemos ya citar por su mero título otras obras del Santo: Pro repellenda iactancia, De superbia y Exhortatio humilitatis, que tienen más sabor evangélico. Los opúsculos sobre la Pascua y De trina mersione responden a cuestiones muy debatidas en su tiempo.

San Martín fue también poeta, o, por lo menos, sabía manejar diestramente los hexámetros virgilianos. Se le han señalado influencias del poeta galorromano Sidonio Apolinar († 480-90). En el refectorio del monasterio de Dumio había una inscripción tomada casi a la letra de San Apolinar (cf. PL 72,52 y PL 58,722). En exámetros virgilianos está compuesto por él mismo su epitafio, con que cerramos esta semblanza:

"Nacido en Panonia, atravesando los anchos mares y movido de impulso divino, llegué a esta tierra gallega, que me acogió en su seno. Fuí consagrado obispo en esta iglesia tuya, oh glorioso confesor San Martín, restauré la religión y las cosas sagradas y, habiéndome esforzado en seguir tus huellas, yo, tu servidor Martín, que tengo tu nombre, pero no tus méritos, descanso aquí en la paz de Cristo".

Este descanso lo alcanzó el año 580. Cinco años más tarde moría también, bajo las armas victoriosas de Leovigildo, el reino suevo. San Isidoro le puso el epitafio: Regnum autem suevorum deletum in Gothis transfertur, quod mansisse CLXXVII annis scribitur, "Fue borrado el reino suevo que pasó a los godos y se dice haber durado ciento setenta y siete años". La obra, sin embargo, de San Martín no quedó borrada. Sólo unos años más tarde, España entera será católica y esta fe católica de España entera será la gran fuerza que la salvará, en lucha secular, de la suprema prueba que la historia le reservaba.

DANIEL RUÍZ BUE

19 mar 2015

Santo Evangelio 19 de Marzo de 2015



Día litúrgico: 19 de Marzo: San José, esposo de la Virgen María

Texto del Evangelio (Mt 1,16.18-21.24a): Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. 

Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados». Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado.


Comentario: + Mons. Ramon MALLA i Call Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España)
José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer

Hoy, celebra la Iglesia la solemnidad de San José, el esposo de María. Es como un paréntesis alegre dentro de la austeridad de la Cuaresma. Pero la alegría de esta fiesta no es un obstáculo para continuar avanzando en el camino de conversión, propio del tiempo cuaresmal.

Bueno es aquel que, elevando su mirada, hace esfuerzos para que la propia vida se acomode al plan de Dios. Y es bueno aquel que, mirando a los otros, procura interpretar siempre en buen sentido todas las acciones que realizan y salvar la buena fama. En los dos aspectos de bondad, se nos presenta a San José en el Evangelio de hoy.

Dios tiene sobre cada uno de nosotros un plan de amor, ya que «Dios es amor» (1Jn 4,8). Pero la dureza de la vida hace que algunas veces no lo sepamos descubrir. Lógicamente, nos quejamos y nos resistimos a aceptar las cruces.

No le debió ser fácil a San José ver que María «antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo» (Mt 1,18). Se había propuesto deshacer el acuerdo matrimonial, pero «en secreto» (Mt 1,19). Y a la vez, «cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños» (Mt 1,20), revelándole que él tenía que ser el padre legal del Niño, lo aceptó inmediatamente «y tomó consigo a su mujer» (Mt 1,24).

La Cuaresma es una buena ocasión para descubrir qué espera Dios de nosotros, y reforzar nuestro deseo de llevarlo a la práctica. Pidamos al buen Dios «por intercesión del Esposo de María», como diremos en la colecta de la misa, que avancemos en nuestro camino de conversión imitando a San José en la aceptación de la voluntad de Dios y en el ejercicio de la caridad con el prójimo. A la vez, tengamos presente que «toda la Iglesia santa está endeudada con la Virgen Madre, ya que por Ella recibió a Cristo, así también, después de Ella, San José es el más digno de nuestro agradecimiento y reverencia» (San Bernardino de Siena).

© evangeli.net 

San José, 19 de Marzo


19 de marzo

 SAN JOSÉ, ESPOSO DE MARÍA


Emprendemos el estudio de San José con veneración, con respeto, casi sin ruido, dispuestos a escuchar el callado rumor de un alma que embelesa. No es la suya una vida que se deslíe en el tiempo. Si nos limitásemos a ver al Santo Patriarca únicamente tras los tenues y velados acaecimientos de la historia, no sabríamos comprender el significado de su paso por la tierra. El perfil de su figura perdería peso, quedaría apenas dibujado de no ampliar nuestro horizonte hasta más allá de lo visible. Hay vidas que aturden por el estruendo de sus hechos de un día. Son simple anécdota, emoción fugitiva. Otras, en cambio, se deslizan con levedad, con la gracia apacible de un remanso. A primera vista parecen decir muy poco; pero si ahondamos, si sabemos deletrear su sublime abecedario, nos quedamos absortos ante el deslumbramiento. Tal es la vida del humilde artesano de Nazaret. En ella, con murmurio de colmena, el hervor resuena dentro.

San José es un abismo de interioridad. Mientras su cuerpo reluce como dechado de templanza, su alma, preparada para recibir comunicaciones divinas, se nos presenta como un trasunto del paraíso, como un reino de armonía, semejante a una lira pulsada por la mano de Dios. Respira cielo. Vive en la cumbre de todas las elevaciones. No en vano tuvo a Jesús en sus brazos, le meció cuando pequeño, se oyó llamar padre por la Sabiduría y sintió el derretimiento producido por la contemplación de aquel Niño en cuyas manos había florecido la pluralidad del universo. Por algo bebió durante una treintena de años en los ojos, en la sonrisa de su Hijo adoptivo el agua transparente que salta hasta la vida eterna. ¡Misterio inenarrable! No podemos llegar hasta nuestro Santo con las manos vacías. Para entenderle tenemos que llenarnos de perfecciones, afinar nuestros sentidos espirituales y añadir una nueva vibración a nuestro lenguaje. A su lado nos sentimos muy pequeños. Pero su amabilidad, reflejo angélico, nos anima, nos atrae, nos alienta con una ternura acogedora. Lleguémonos, pues, a la orilla de su vida con amor, con el mismo amor con el que los evangelistas, los doctores, los teólogos nos hablaron, nos siguen hablando de Él.

Desde que San Lucas y San Mateo nos delinearon los trazos definidores de la figura del Patriarca, los Santos Padres, los escritores eclesiásticos, los predicadores se han ido acercando paulatinamente al Santo con un afán cada vez más firme de intuir el misterio de su vida sencilla. Los primeros siglos dejaron un tanto en la penumbra el nombre de San José, atraídos por la luz irradiante de Jesús y de su Madre. Así lo exigía la realidad de entonces. Pero a medida que avanzaba el tiempo, la semilla de las Escrituras, las lecciones de San Jerónimo, de San Ambrosio, de San Agustín y de otros santos fructificaron de tal suerte a través de San Bernardo, de San Alberto Magno, de Santo Tomás de Aquino, que las generaciones de fines de la Edad Media y de las épocas siguientes pudieron entregarnos el valioso depósito de sus enseñanzas en libros llenos de entusiasmo y de doctrina. Así empezó a cobrar la vida de San José nuevo color y calor nuevo. Por momentos se iba interpretando más y mejor el río de su alma y día a día se agigantaba su personalidad adquiriendo dimensiones de amplitud teológica que sobrepasaban los límites de una simple hagiografía. De este modo surgió una literatura josefina prestigiada con los nombres de Gersar, Holano, San Francisco de Sales, Bossuet, el cardenal Vives, Lépicier, Sauvé, Renard, Michel y tantos más que descubrieron en la vida del Patriarca facetas de una magnitud insospechada. Por su parte Faber, verdadero poeta en prosa, supo extraer, con profundidad y maestría, un exquisito panal de belleza escondido entre los pliegues de Belén, centro de la humildad más encantadora y humana.

En este concierto de voces jubilosas, la aportación de España tuvo una especial trascendencia. Los dominicos con San Vicente Ferrer, los franciscanos con fray Bernardino de Laredo, los jesuitas con los padres Suárez y Rivadeneyra, los sacerdotes seculares con el, Beato Juan de Avila ensalzaron las virtudes sobrenaturales del Santo en un alarde de confortadora agudeza. Y esto sin olvidar a los poetas, sin dar de lado el lirismo de Valdivielso, de Lope, de Antonio de Mendoza, de González Carvajal, ni el valor dramático de Guillén de Castro en su comedia ennoblecida con el título de El mejor esposo.

¿Cómo iban a callar quienes podían oír en la vida del santo artesano las notas estremecidas de un celeste poema? Todo se renovaba gradualmente en torno suyo. Fue, sin embargo, la espiritualidad carmelitana la que dio el toque definitivo, la que hizo triunfar, dentro y fuera de nuestras fronteras, la devoción al humilde Patriarca. Santa Teresa fue la moldeadora del prodigio. Ella tomó a San José por abogado, cantó sus excelencias, comenzó bajo su protección las Fundaciones y puso al cobijo de su nombre los primeros portalitos. Belén resplandecía. Los conventos teresianos aprendieron de su fundadora a confiar en el patrocinio del santo más bondadoso. ¡Está tan cerca de la fuente de la bondad! A partir de este instante los escritores carmelitas aquilataron hasta lo más fino su juicio y ganaron en penetración y en altura al analizar con moroso y amoroso detalle las prerrogativas del padre nutricio de Jesús. Díganlo, si no, las idílicas descripciones de fray José de Jesús María y el acabado estudio del padre Jerónimo Gracián, digno de conservarse como un precioso legado.

No podía detenerse en nuestros días este impulso ascensional. Una trayectoria tan fecunda en trabajos de primera línea necesitaba conservar indemne su juventud, su vigor teológico. Así ha sucedido. La bibliografía se ha visto incrementada con las obras del obispo de Oviedo Luis Pérez, del padre Bover y de otros especialistas hispánicos cuyas investigaciones han venido a enriquecer con valores nuevos y nuevos eslabones la cadena áurea de tratados aderezada con el broche singular de la Teología de San José escrita por el padre Llamera.

Pero no es esto todo. Aún podemos agregar, como síntoma esclarecedor de este grato clima, el ejemplo del fundador de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, colocando sus instituciones a la sombra del Santo de Nazaret, y la aparición de la revista de Estudios Josefinos, mantenedora del fuego de un amor siempre en hoguera.

Con tales antecedentes no es extraño que el culto de San José haya llegado a alcanzar proporciones inusitadas. Lo pedía el clamor de las naciones. Pronto recogieron y encauzaron con sabia mano esta devoción los Romanos Pontífices, nombrando a San José Patrono de la Iglesia universal por el decreto Quemadmodum Deus de Pío IX, proclamándole abogado de los hogares cristianos en la jubilosa encíclica Quamquam pluries de León XIII y presentando al Patriarca como modelo de las familias pobres y trabajadoras en el "Motu proprio" Bonum sane de Benedicto XV. Fijémonos en que siglos antes Nueva España se había visto favorecida con una bula pontificia dirigida a premiar el buen espíritu de los vecinos del Yucatán y que, en 1679, Inocencio XI confirmaba sus letras apostólicas al patronazgo de San José sobre todos los dominios españoles. Esta España nuestra ha tenido la virtualidad de entronizar a San José en lo más entrañable de los hogares con el cariño de quien forma parte de la misma familia.

Una tradición tan amplia y persistente debía responder a un hondo fermento y afirmarse en sólidos motivos. No se explicaría de otro modo su universalidad. Algo bulle en San José que lo acerca a nosotros, que lo humaniza, que nos permite gustar como una golosina el sabroso regalo de los santos. Algo vive también en el fondo de su alma que lo eleva, que nos arrastra hasta regiones donde no llega el planear de las águilas. Dispongámonos a seguir el hilo de su vida en el tiempo y el ritmo de su alma allí donde calla el rumor de las cosas. Penetremos en el Sancta Sanctorum de una existencia tejida por entero con copos blancos. Preparémonos, en suma, a aprender con San José, en su silencio, un idioma ecuménico, idioma ultraceleste, formado por una palabra única, la Palabra, pronunciada junto a una cuna la noche inenarrable de Belén.

Las dos únicas fuentes inspiradas, canónicas, que nos dan a conocer con veracidad absoluta la persona y la vida del Santo Patriarca son los evangelios de San Mateo y de San Lucas. Dirigido el primero a convertir el alma de los judíos, y el segundo, discípulo de San Pablo, a atraer el corazón de los gentiles, ambos se presentan constelados por narraciones de insólita belleza. San Mateo parece que siente una llamada especial por los episodios dramáticos, movidos, a veces suntuosos. Es el evangelista de la congoja de San José, de los Magos cargados de ofrendas, de la huida a Egipto en medio de asechanzas. Pero en San Lucas encontramos la escena más esencial, la que puede calificarse como piedra clave del Evangelio de la Infancia, informado por testigos presenciales, habiendo oído probablemente de labios de la misma Madre de Jesús el relato conmovedor de los misterios de Dios hecho Niño, sólo en las páginas de San Lucas podemos saborear el celeste cuadro de la noche navideña. San Lucas es como el pintor de las pinceladas luminosas, líricas, musicales. Su evangelio de los días niños es una eclosión de cánticos, de himnos, de cromatismo translúcido. Nos alucina con la escena de la Anunciación, blanca como el ala de un ángel. Nos mece con la luz indefinible de la noche santa. Nos transporta con la himnodia del Magnificat, del Gloria in excelsis, del Nunc dimittis, del Benedictus. Nos lleva de la mano al templo los días de la Circuncisión, de la Purificación de Nuestra Señora, del Niño gozosamente encontrado. ¿Quién como él ha podido sorprender el silencio de aquella casita de Nazaret, recostada al pie de una colina? Alma de poeta y de artista, San Lucas ha inmortalizado las dos aldeas más familiares, la que sirvió de cuna al Rey de los Reyes y aquella otra en la que fue creciendo, como hombre, en gracia y en sabiduría delante de Dios. Al socaire de su relato, Belén y Nazaret adquieren una luminosidad ultraterrena. En el fondo de estas estampas evangélicas plenas de delicia, no falta nunca la noble presencia del Patriarca bienaventurado.

Veamos ahora lo que nos dice el acendrado poema de su vida. Nada conocemos de sus primeros días, de su infancia, de su adolescencia, de sus ensueños. Ignoramos hasta el lugar de su nacimiento. El mutismo de los sagrados textos es aquí total. Podemos, sin embargo, pensar que, aun oriundo de Belén la real, su cuna se meció en Nazaret, que tenía nombre y aroma de flor. Lo que sí sabemos con certeza, a través de la genealogía de Jesús, puntualizada por San Mateo y San Lucas, es la prosapia y el nombre de nuestro Santo. Procedía del linaje de David, como la Virgen, y, al igual que el patriarca del Antiguo Testamento, figura suya, se llamó José, nombre que anunciaba con acento misterioso un creciente brote de virtudes y de dones en el Niño que acababa de nacer.

Pasan después los años, muchos años, alrededor de cuarenta, sin referencia alguna, en la mayor oscuridad. Pero como el gusano en su capullo, la paloma preparaba ya sus alas. Llega, por fin, el día en que San José se incorpora a la historia y le vemos pasar cumpliendo su misión excelsa en camino o en reposo, en oración o en trabajo, siempre junto al Niño, siempre al lado de la Esposa, siempre humilde, callado siempre, dándonos una lección perenne de amable, de acogedora santidad.

Su vida se desenvuelve desde ahora en la verdeante Nazaret, entre canciones de aguas y olores de pinos, en una región de viñas y terebintos, al amparo de aquella pequeña aldea que, muy en su punto, se adornaba con un nombre tan fragante. Allí trabajaba el descendiente de reyes en su modesto oficio de carpintero. Allí se desposó con la flor más bella a quien rendían acatamiento todas las azucenas del mundo. Difícil sería enumerar los merecimientos de aquella virginal doncella. Más limpia que el rayo de luna, más blanca que la nieve incontaminada de las cumbres, María era un reino de dulzura, de humildad, de ensimismamiento. Los ángeles la servían y aprendían de ella mientras meditaba el misterio de la Encarnación, absorta al contemplar dentro de sí aquel Niño, futuro Enmanuel, anunciado por el arcángel.

San José se miraba en aquella mirada que tenía la insondable serenidad de un lago. Leía el libro de la perfección en aquellos ojos. Era feliz.

Fue entonces cuando experimentó la primera y no esperada congoja. Es que Dios prueba a sus amigos en fuego de tribulación hasta darles el mejor temple. Y a excepción de Nuestra Señora, ¿quién más preparado que José para gustar estos sabrosos sinsabores? El que iba a ser padre nutricio de un Niño después crucificado necesitaba probar de antemano el acíbar del Calvario. ¿Cómo analizar la magnitud de aquel sufrimiento? ¿Cómo medir la grandeza de esa aflicción? El Eterno sabe acendrar hasta el último cuadrante el alma de sus santos. Por el dolor se sube al amor. Por el fuego del infortunio se asciende a la llama clarificada de la visión divina. Sufría la Virgen. Sufría José. Pero ambos pusieron en Dios su confianza, la delicadeza y el silencio fue la norma de su conducta y no tardó en llegar la hora del íntimo gozo, la hora del blanco mensaje. Un ángel trajo el anuncio: "No temas recibir a María... porque lo que en ella ha nacido viene del Espíritu Santo". La faz de San José se iluminó con arrobo, su alma se llenó de gratitudes.

A partir de este momento la vida de San José adquiere rasgos cada vez más definidos y se afirma y se pule con una espiritualidad que tiene el hontanar en el fondo de su alma. Una triple misión se le asigna: la de ser imagen del Padre, custodio de la Sagrada Familia y artesano diligente en su taller. ¡Y con qué decisión lo cumple entre gozos y congojas que le perfeccionan! Leer las jornadas de su peregrinación es como abrir un libro sabio en enseñanzas. Sufre el dolor humilde del pesebre, la aflicción de la sangre vertida, la amargura de la profecía, los temores de la huida, las tribulaciones del Niño no encontrado en tres días. Y en otro aspecto, ¿quién podrá medir la altura y la profundidad de sus gozos? Alegría celeste, mensajes angélicos, voces y cánticos de pastores, presencia del Niño, candor de la Madre y amor divino fueron su acompañamiento glorioso. junto al olor, la felicidad de una mirada con destellos de la eterna hermosura. Así se forjan las grandes almas. Para ganar el premio es preciso merecerlo. Y San José se llenó de merecimientos. En su vida se equilibraron la acción y la contemplación. Parco en palabras, fue largo en obras. Le contemplamos en tensión de camino, en tensión de trabajo. Cuando Augusto César dispone el empadronamiento, camina. Cuando Herodes busca a Jesús para matarle, camina. Cuando el ángel le anuncia que retorne, camina. Cuando el Niño se queda en el templo, camina también. Una decisión, un vigor inquebrantable nimba su vida. Siempre alerta en Belén, en Egipto, en la apacible Nazaret, vive cumpliendo su misión de padre adoptivo. ¡Cuántas veces en el silencio de las noches, a la sombra de las palmeras o en las montañas de la verde Galilea, le animaría una voz inefable que le hablaba desde la excelsitud de su reino

¿Y qué decir de la fatiga amarillenta del desierto? Mientras avanzaba entre arenales, con peligro de fieras y de bandidos, huyendo de los lazos de una persecución cruenta, nuevos méritos de incalculable trascendencia se engarzaban en la corona del heroico Patriarca. El desierto que le circundaba tenía su réplica en el desierto interior de los temores de su alma atenta a defender de enemigos la dulce familia que caminaba bajo su tutela. Se ha dicho que no pueden entrar fácilmente en el cielo los que no caminan por este desierto. Muy cerca de la patria eterna debía de sentirse entonces San José. El desierto era la desolación y la congoja. Pero también el impulso y el gozo de la misión bien llevada. En medio de las arenas, a su lado, caminaban dos tesoros. El Santo se veía como rey de una creación nueva. Ante esta contemplación el desierto se le transformaba en un paraíso y los rumores temibles de la noche se le convertían en gorjeos. ¡Qué prodigiosamente sabe Dios llenar de bienaventuranzas las almas que suben por la tribulación hasta los umbrales de su trono!

La leyenda vino a añadir nuevas tintas al cuadro. La imaginación popular, los apócrifos, la devoción de todos los siglos no se limitó a seguir la sencillez de las escenas evangélicas, antes al contrario, acumuló efectos sorprendentes cuyo contenido no hemos de puntualizar. Baste decir que allí donde la Sagrada Familia pasa, el perfume de la leyenda deja su rastro. El naranjo, la palmera, el trigo, el salteador, se humanizan, guardan al Niño, lo defienden en presencia de San José. Los pájaros se enternecen. El agua recibe una virtud nueva. Es el tributo de las criaturas, que quieren, a su modo, agradecer. Al fin y al cabo las más bellas leyendas nacen del amor.

Llegan los últimos años. La vida de San José se desliza en Nazaret con la levedad de una poesía a lo divino, callada, oculta, sin rumores exteriores. Le vimos aparecer en el silencio. Le veremos marcharse en el silencio. ¿Cuándo? Debió de morir antes que Jesús comenzara su predicación, quizá a la edad de setenta años. No vuelve a sonar su nombre ni en Caná, ni en Siquem ni en Cafarnaúm. Tampoco en el Calvario. Probablemente el Hijo quiso llevarse antes de esas horas a su anciano Padre adoptivo, para evitarle el último dolor. Su misión era la de acompañar, sustentar, defender a la Sagrada Familia en los años niños y formativos y la llenó de manera inigualada. Cumplida su obra, sólo le quedaba morir. Morir para nacer. Morir para recibir cuanto antes la palma del triunfo eterno; para inundar de luz sus ojos con la visión beatífica, para anegarse en la divina Sabiduría cuyos celajes había columbrado en la mirada del Niño. ¿Resucitó, como admiten Suárez y San Francisco de Sales, el mismo día que el Salvador? ¿Subió al cielo en cuerpo y alma? Es posible. Pero lo cierto es que, guiado por la sonrisa del Hijo, por la misericordia de la Madre, nos mira, nos alienta, nos guarda como un ángel y nos prepara el gran día en que nuestra alma sabrá definitivamente lo que es nacer.

¡Qué sobreabundancia de caridad, de primores, de cuidado puso Dios al moldear el alma de San José, al crear su cuerpo, al formar aquellas manos de artesano que le iban a sustentar, aquellos brazos que se extremarían en delicadezas al dormirle, aquel entendimiento arrebatado por la consideración de los misterios divinos, aquel corazón que se adelgazaba como una llama en el amor del Niño más hermoso! Dios rodeó con sus misericordias el espíritu y la vida de José. Cuando labraba su alma, cuando tallaba su cuerpo, cuando infundía la luz en la mirada de su nueva criatura, la misericordia velaba allí. Cuando preveía ab aeterno las virtudes del futuro Santo, la misericordia extremaba su obra. Y cuando lo soñaba para esposo de María, para padre adoptivo de su propio Hijo, para guardián de la Sagrada Familia, la misericordia envolvía en luminosidad esta creación portentosa. Era una luz que reflejaba los esplendores de la luz eterna. El Señor le concedió particulares privilegios que bastarían para llenar de admiración el cielo y la tierra. ¿Cómo no acercarnos a él? Como escribe bellamente fray Bernardino de Laredo, las armas de su genealogía son el Niño y la Virgen. Jamás un blasón semejante se había dado ni se podía dar en el mundo.

El Santo Patriarca tiene la gracia de la flor que sabe entregarnos con caridad su aroma. A su lado florece la bondad, arraiga la dulzura, fructifica el sosiego. No es el santo de una época ni de un siglo. Es el Patriarca de todos los milenios, de ayer y de mañana, de hoy y de siembre. Pasa enseñando el valor de la vida remansada. Nos invita a contemplar la belleza de los seres humildes. A su lado nos sentiremos más niños y oiremos de nuevo dentro de nosotros la callada resonancia de un lenguaje aprendido la noche de Belén.

LUÍS MORALES OLIVER

18 mar 2015

¿Quién es Cristo para mi?


¿Quién es Cristo para mi?

La conversión cristiana pasa primero por la experiencia de Cristo. 

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
La dimensión interior del hombre debe ser buscada insistentemente en nuestra vida. En esta reflexión veremos algunos de los efectos que debe tener esta dimensión interior en nosotros. No olvidemos que todo viene de un esfuerzo de conversión; todo nace de nuestro esfuerzo personal por convertir el alma a Dios, por dirigir la mente y el corazón a nuestro Señor.

¿Qué consecuencias tiene esta conversión en nosotros? En una catequesis el Papa hablaba de tres dimensiones que tiene que tener la conversión: la conversión a la verdad, la conversión a la santidad y la conversión a la reconciliación.

¿Qué significa convertirme a la verdad? Evidentemente que a la primera verdad a la que tengo que convertirme es a la verdad de mí mismo; es decir, ¿quién soy yo?, ¿para qué estoy en este mundo? Pero, al mismo tiempo, la conversión a la verdad es también una apertura a esa verdad que es Dios nuestro Señor, a la verdad de Cristo.

Convertirme a Cristo no es solamente convertirme a una ideología o a una doctrina; la conversión cristiana tiene que pasar primero por la experiencia de Cristo. A veces podemos hacer del cristianismo una teoría más o menos convincente de forma de vida, y entonces se escuchan expresiones como: "el concepto cristiano”, "la doctrina cristiana”, "el programa cristiano”, "la ideología cristiana”, como si eso fuese realmente lo más importante, y como si todo eso no estuviese al servicio de algo mucho más profundo, que es la experiencia que cada hombre y cada mujer tienen que hacer de Cristo.

Lo fundamental del cristianismo es la experiencia que el hombre y la mujer hacen de Jesucristo, el Hijo de Dios. ¿Qué experiencia tengo yo de Jesucristo? A lo mejor podría decir que ninguna, y qué tremendo sería que me supiese todo el catecismo pero que no tuviese experiencia de Jesucristo. Estrictamente hablando no existe una ideología cristiana, es como si dijésemos que existe una ideología de cada uno de nosotros. Existe la persona con sus ideas, pero no existe una ideología de una persona. Lo más que se puede hacer de cada uno de nosotros es una experiencia que, evidentemente como personas humanas, conlleva unas exigencias de tipo moral y humano que nacen de la experiencia. Si yo no parto de la reflexión sobre mi experiencia de una persona, es muy difícil que yo sea capaz de aplicar teorías sobre esa persona.

¿Es Cristo para mí una doctrina o es alguien vivo? ¿Es alguien vivo que me exige, o es simplemente una serie de preguntas de catecismo? La importancia que tiene para el hombre y la mujer la persona de Cristo no tiene límites. Cuando uno tuvo una experiencia con una persona, se da cuenta, de que constantemente se abren nuevos campos, nuevos terrenos que antes nadie había pisado, y cuando llega la muerte y dejamos de tener la experiencia cotidiana con esa persona, nos damos cuenta de que su presencia era lo que más llenaba mi vida.

Convertirme a Cristo significa hacer a Cristo alguien presente en mi existencia. Esa experiencia es algo muy importante, y tenemos que preguntarnos: ¿Está Cristo realmente presente en toda mi vida? ¿O Cristo está simplemente en algunas partes de mi vida? Cuando esto sucede, qué importante es que nos demos cuenta de que quizá yo no estoy siendo todo lo cristiano que debería ser. Convertirme a la verdad, convertirme a Cristo significa llevarle y hacerle presente en cada minuto.

Hay una segunda dimensión de esta conversión: la conversión a la santidad. Dice el Papa, "Toda la vida debe estar dedicada al perfeccionamiento espiritual. En Cuaresma, sin embargo, es más notable la exigencia de pasar de una situación de indiferencia y lejanía a una práctica religiosa más convencida; de una situación de mediocridad y tibieza a un fervor más sentido y profundo; de una manifestación tímida de la fe al testimonio abierto y valiente del propio credo.” ¡Qué interesante descripción del Santo Padre! En la primera frase habla a todos los cristianos, no a monjes ni a sacerdotes. ¿Soy realmente una persona que tiende hacia la perfección espiritual? ¿Cuál es mi intención hacia la visión cristiana de la virtud de la humildad, de la caridad, de la sencillez de corazón, o en la lucha contra la pereza y vanidad?

El Papa pinta unos trazos de lo que es un santo, dice: "El santo no es ni el indiferente, ni el lejano, ni el mediocre, ni el tibio, ni el tímido”. Si no eres lejano, mediocre, tímido, tibio, entonces tienes que ser santo. Elige: o eres esos adjetivos, o eres santo. Y no olvidemos que el santo es el hombre completo, la mujer completa; el hombre o la mujer que es convencido, profundo, abierto y valiente.

Evidentemente la dimensión fundamental es poner mi vida delante de Dios para ser convencido delante de Dios, para ser profundo delante de Dios, para ser abierto y valiente delante de Dios.

Podría ser que en mi vida este esfuerzo por la santidad no fuese un esfuerzo real, y esto sucede cuando queremos ser veleidosamente santos. Una persona veleidosa es aquella que tiene un grandísimo defecto de voluntad. El veleidoso es aquella persona que, queriendo el bien y viéndolo, no pone los medios. Veo el bien y me digo: ¡qué hermoso es ser santo!, pero como para ser santo hay que ser convencido, profundo, abierto y valiente, pues nos quedamos con los sueños, y como los sueños..., sueños son.

¿Realmente quiero ser santo, y por eso mi vida cristiana es una vida convencida, y por lo mismo procuro formarme para convencerme en mi formación cristiana a nivel moral, a nivel doctrinal? ¡Cuántas veces nuestra formación cristiana es una formación ciega, no formada, no convencida! ¿Nos damos cuenta de que muchos de los problemas que tenemos son por ignorancia? ¿Es mi cristianismo profundo, abierto y valiente en el testimonio?

Hay una tercera dimensión de esta conversión: la dimensión de la reconciliación. De aquí brota y se empapa la tercera conversión a la que nos invita la Cuaresma. El Papa dice que todos somos conscientes de la urgencia de esta invitación a considerar los acontecimientos dolorosos que está sufriendo la humanidad: "Reconciliarse con Dios es un compromiso que se impone a todos, porque constituye la condición necesaria para recuperar la serenidad personal, el gozo interior, el entendimiento fraterno con los demás y por consiguiente, la paz en la familia, en la sociedad y en el mundo. Queremos la paz, reconciliémonos con Dios”.

La primera injusticia que se comete no es la injusticia del hombre para con el hombre, sino la injusticia del hombre para con Dios. ¿Cuál es la primera injusticia que aparece en la Biblia? El pecado original. ¿Y del pecado de Adán y Eva qué pecado nace? El segundo pecado, el pecado de Caín contra Abel. Del pecado del hombre contra Dios nace el pecado del hombre contra el hombre. No existe ningún pecado del hombre contra el hombre que no provenga del pecado primero del hombre contra Dios. No hay ningún pecado de un hombre contra otro que no nazca de un corazón del cual Dios ya se ha ido hace tiempo. Si queremos transformar la sociedad, lo primero que tenemos que hacer es reconciliar nuestro corazón con Dios. Si queremos recristianizar al mundo, cambiar a la humanidad, lo primero que tenemos que hacer es transformar y recristianizar nuestro corazón. ¿Mis criterios son del Evangelio? ¿Mis comportamientos son del Evangelio? ¿Mi vida familiar, conyugal, social y apostólica se apega al Evangelio?

Ésta es la verdadera santidad, que sólo la consiguen las personas que realmente han hecho en su existencia la experiencia de Cristo. Personas que buscan y anhelan la experiencia de Cristo, y que no ponen excusas para no hacerla. No es excusa para no hacer la experiencia de Cristo el propio carácter, ni las propias obligaciones, ni la propia salud, porque si en estos aspectos de mi vida no sé hacer la experiencia de Cristo, no estoy siendo cristiano.

Cuaresma es convertirse a la verdad, a la santidad y a la reconciliación. En definitiva, Cuaresma es comprometerse. Convertirse es comprometerse con Cristo con mi santidad, con mi dimensión social de evangelización. ¿Tengo esto? ¿Lo quiero tener? ¿Pongo los medios para tenerlo? Si es así, estoy bien; si no es así, estoy mal. Porque una persona que se llame a sí misma cristiana y que no esté auténticamente comprometida con Cristo en su santidad para evangelizar, no es cristiana.

Reflexionen sobre esto, saquen compromisos y busquen ardientemente esa experiencia, esa santidad y ese compromiso apostólico; nunca digan no a Cristo en su vida, nunca se pongan a sí mismos por encima de lo que Cristo les pide, porque el día en que lo hagan, estarán siendo personas lejanas, indiferentes, tibias, mediocres, tímidas. En definitiva no estarán siendo seres humanos auténticos, porque no estarán siendo cristianos.

 

Santo Evangelio 18 de Marzo de 2015

Día litúrgico: Miércoles IV de Cuaresma

Santoral 18 de Marzo: San Cirilo de Jerusalén, obispo y doctor de la Iglesia
Texto del Evangelio (Jn 5,17-30): En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo» Por eso los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios. 

Jesús, pues, tomando la palabra, les decía: «En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace Él, eso también lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que Él hace. Y le mostrará obras aún mayores que estas, para que os asombréis. Porque, como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo ha enviado. En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida. 

»En verdad, en verdad os digo: llega la hora (ya estamos en ella), en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán. Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre. No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio. Y no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado».


Comentario: Rev. D. Francesc PERARNAU i Cañellas (Girona, España)
En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna

Hoy, el Evangelio nos habla de la respuesta que Jesús dio a algunos que veían mal que Él hubiese curado a un paralítico en sábado. Jesucristo aprovecha estas críticas para manifestar su condición de Hijo de Dios y, por tanto, Señor del sábado. Unas palabras que serán motivo de la sentencia condenatoria el día del juicio en casa de Caifás. En efecto, cuando Jesús se reconoció Hijo de Dios, el gran sacerdote exclamó: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia, ¿qué os parece?» (Mt 26,65).

Muchas veces, Jesús había hecho referencias al Padre, pero siempre marcando una distinción: la Paternidad de Dios es diferente si se trata de Cristo o de los hombres. Y los judíos que le escuchaban le entendían muy bien: no era Hijo de Dios como los otros, sino que la filiación que reclama para Él mismo es una filiación natural. Jesús afirma que su naturaleza y la del Padre son iguales, aun siendo personas distintas. Manifiesta de esta manera su divinidad. Es éste un fragmento del Evangelio muy interesante de cara a la revelación del misterio de la Santísima Trinidad.

Entre las cosas que hoy dice el Señor hay algunas que hacen especial referencia a todos aquellos que a lo largo de la historia creerán en Él: escuchar y creer a Jesús es tener ya la vida eterna (cf. Jn 5,24). Ciertamente, no es todavía la vida definitiva, pero ya es participar de la promesa. Conviene que lo tengamos muy presente, y que hagamos el esfuerzo de escuchar la palabra de Jesús, como lo que realmente es: la Palabra de Dios que salva. La lectura y la meditación del Evangelio ha de formar parte de nuestras prácticas religiosas habituales. En las páginas reveladas oiremos las palabras de Jesús, palabras inmortales que nos abren las puertas de la vida eterna. En fin, como enseñaba san Efrén, la Palabra de Dios es una fuente inagotable de vida.

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San Cirilo de Jerusalén, 18 de Marzo

18 de marzo

 SAN CIRILO DE JERUSALÉN
DOCTOR DE LA IGLESIA

(† 386)


A Cirilo de Jerusalén, lo mismo que a otros grandes obispos del siglo IV, le tocó vivir una de las épocas más difíciles de la historia de la Iglesia. Las controversias teológicas sobre la divinidad del Verbo, que exigían, ciertamente, una precisión suma en la formulación de los conceptos que se discutían, habían llegado a ser en aquellos días encarnizadas y poco edificantes. Cirilo, suave por temperamento, las aborrecía; quería permanecer neutral en la lucha, prefería estar alejado del campo de batalla, deseaba instruir más que polemizar, y por eso su figura adquiere el porte de un apóstol y de un obispo pacificador.

Nació en Jerusalén o en sus cercanías, hacia el 313 ó 315. Fue uno de aquellos jóvenes ascetas que, sin retirarse al desierto, hacía una vida de santidad y continencia perfecta. Tal vez fuese más verídico afirmar con un sinaxario griego, que desde joven se retiró a un monasterio, en donde pasó la juventud consagrado a la ciencia y al conocimiento de la Escritura. Su buena preparación le hacia un candidato seguro al sacerdocio, y por eso, alrededor de sus treinta años San Máximo de Jerusalén le ordenó de presbítero.

En 348 era ya obispo. Sobre su consagración episcopal se cierne una sombra un tanto obscura. San Jerónimo nos dice que Acacio de Cesarea, metropolita palestinense, en acción común con otros obispos arrianos, habrían ofrecido a Cirilo la sede episcopal jerosolimitana, a condición de que repudiase la ordenación sacerdotal que había recibido de San Máximo. Cirilo, prosigue el Solitario de Belén, habría aceptado y, después de permanecer algún tiempo como simple diácono y haber depuesto los obispos arrianos a Heraclio, nombrado por San Máximo para sucederle, habría recibido cual recompensa la sede de Jerusalén. Rufino de Aquileya parece insinuar lo mismo.

Observamos, sin embargo, que Jerónimo, al hablar de San Cirilo, transluce una información deficiente, que le lleva en muchos casos a afirmaciones erróneas; su testimonio, por tanto, es poco aceptable. Ofrece más garantía Teodoreto cuando dice que Cirilo, por su valiente defensa de la doctrina apostólica, mereció ser colocado al frente de la diócesis de Jerusalén a la muerte de San Máximo. Los Padres del concilio primero de Constantinopla (381), en carta al papa Dámaso, a más de afirmar que Cirilo fue obispo de Jerusalén y que había sido ordenado canónicamente por los obispos de la provincia eclesiástica, le presentan como un atleta, que había luchado en varias ocasiones contra los arrianos. Hilario de Poitiers fraternizó con él en Seleucia y San Atanasio le trataba como amigo.

Los primeros años de su episcopado los pasó Cirilo consagrado a una intensa actividad episcopal. La aparición de una luminosa cruz en el cielo de Jerusalén el 7 de mayo de 351 reforzó la actuación espiritual del obispo y fue un motivo poderoso de entusiasmo y fervor, tanto para él como para sus fieles. Cuando, en 357, Basilio el Grande visitó la iglesia de Jerusalén, nos asegura que estaba muy floreciente y nos informa también de que un gran número de santos le habían acogido y venerado.

De estos primeros años apacibles de su episcopado datan las principales obras de San Cirilo, En la Cuaresma del 348 predicó a los fieles de Jerusalén, de una manera sencilla, sus famosas "Catequesis". Dieciocho de ellas, dirigidas a los catecúmenos, las tuvo en la basílica de la Resurrección, erigida por Constantino en el emplazamiento del sepulcro del Señor. En ellas habla del pecado, de la penitencia, del bautismo y les comenta el Símbolo, artículo por artículo. Otras cinco, llamadas mistagógicas, las predicó a los neófitos, en la capilla particular del Santo Sepulcro, durante la semana de Pascua de aquel mismo año. Comenta el Santo, en un lenguaje íntimo y más cordial, las ceremonias del bautismo e instruye a los recién bautizados sobre la confirmación, la Eucaristía y la liturgia. Son verdaderas obras maestras en su género. Por ello le considera la Iglesia como el príncipe de los catequistas.

Después de diez años de paz e intenso apostolado se inicia una vía dolorosa para el santo obispo de Jerusalén. Por la interpretación del canon séptimo del concilio de Nicea, Cirilo se vio envuelto en una controversia, triste por los resultados, con el metropolita de Cesarea, Acacio. Este canon séptimo reconocía a la sede de Jerusalén un primado de honor que Cirilo justamente reclamaba y que Acacio, antiniceno por convicción, rechazaba de plano. Un conflicto de orden puramente jurisdiccional degeneró en polémica doctrinal. Cirilo veía en Acacio un obispo arriano y Acacio en Cirilo un defensor de las decisiones de Nicea. Durante la discusión el metropolita de Cesarea citó al obispo de Jerusalén a comparecer en su presencia. Cirilo, con sobrada razón, se negó a ello. Acacio reunió un sínodo en 357 ó 358 y lo depuso, según decía él, por contumaz. Cirilo, con pleno derecho, apeló a un concilio superior e imparcial, apelación que fue aceptada por el emperador Constancio, pero que antes de llevarse a cabo Cirilo tuvo que acceder a la fuerza y salir de su diócesis camino del destierro. Las intrigas de Acacio se habían impuesto a los principios de la legalidad.

El obispo de Jerusalén se dirigió a Antioquía, cuya sede estaba vacante por muerte del titular. Prosiguió entonces su viaje hacia Tarso, donde el obispo Silvano le acogió benévolamente y le permitió ejercer las funciones episcopales, singularmente la predicación. Como Silvano era partidario del grupo arriano de los homeousianos, le puso en relación con los gerifaltes de este partido. Junto a ellos aparece Cirilo en el concilio de Seleucia del 359 y gracias al apoyo de este grupo y sus enérgicas reclamaciones recobró su silla. Pero al año siguiente (360), Acacio se vengó de él en el sínodo de Constantinopla, teniendo que iniciar Cirilo otro destierro, sin que sepamos ni el lugar ni las circunstancias del mismo.

A finales del 362, Cirilo entró de nuevo en su diócesis. Por esta época Juliano el Apóstata había dado órdenes a los judíos de reconstruir el antiguo templo jerorolimitano. El santo obispo, en medio de su pena, predijo el fracaso de tan impía empresa, como así efectivamente aconteció.

Por los años 365-366 había quedado vacante la sede de Cesarea, por la muerte de Acacio. Cirilo nombró un sucesor en la persona de Filumeno. Desconocemos si por muerte o depuesto por los arrianos, el caso es que la diócesis de Cesarea volvió a quedar sin obispo. Eligió entonces Cirilo para esta sede metropolitana a su sobrino Gelasio, un sacerdote recomendado por su ciencia, por la pureza de la fe y también por su santidad. La elección no fue del agrado de los arrianos, que con sus intrigas le depusieron, y el mismo Cirilo tuvo que salir de su diócesis por tercera vez, camino del nuevo destierro, que duró once años (367-378) y del que nada sabemos.

Con la subida de Graciano al trono del Imperio, Cirilo pudo volver a su iglesia jerosolimitana, a finales del 378. Parece que durante su ausencia se habían dado la cita en Jerusalén, con permisión, naturalmente, de los obispos intrusos, todos los errores dogmáticos. El Santo encontró a sus fieles excitados y divididos. A esta división había seguido una relajación grande en las costumbres. En los ocho años que todavía permaneció al frente de su diócesis cumplió con la misión de un gran pastor para devolver a su iglesia el antiguo fervor. La historia nos dice que consiguió unir con la Iglesia católica los macedoníanos de Jerusalén y que obtuvo asimismo la sumisión de cuatrocientos monjes partidarios de Paulino de Antioquía. Murió en 386, a la edad de 70 ó 72 años, después de unos veintisiete de episcopado y dieciséis de destierro. En 1882 fue declarado Doctor de la Iglesia.

Los dolores físicos de San Cirilo, inherentes a un destierro de dieciséis años, se vieron todavía aumentados con sufrimientos morales. Ya en sus días se polemizó en torno a su ortodoxia. Por sus relaciones con el partido arriano de los homeousianos se le ha considerado arrianizante por lo menos. Por otra parte, San Cirilo, en sus escritos, no habla ni una sola vez de Arrio ni de los arrianos, no usa nunca la palabra omousios ni otros términos que se prestaban a discusión.

Estos hechos ciertos han sido maliciados por los adversarios del santo obispo. Lo que era en San Cirilo un acto de prudencia lo convirtieron sus enemigos en motivo de escándalo. Si bien es cierto que San Cirilo comunicó con los homeousianos, es todavía más seguro que nunca varió en su fe, que fue la de la Iglesia de Roma. Porque quiso desde un principio el obispo jerosolimitano observar la más estricta neutralidad entre los partidos, por eso evita toda palabra, frase, fórmula que pueda enturbiar la convivencia o acrecentar la división. Un temperamento suave como el suyo y un auditorio sencillo, como eran sus fieles, explica satisfactoriamente que no utilizase nunca la palabra omousios; una catequesis dada a quienes todavía no eran cristianos, no se prestaba ciertamente para altas discusiones teológicas. Ante aquel auditorio hubiesen resultado cuestiones bizantinas. San Cirilo, con gran espíritu sacerdotal, quería instruir y no polemizar. Ni dejemos de observar que si sostuvo a los homeousianos fue en lucha con los homeos, que representaban la facción intransigente de Arrio. También San Hilario de Poitiers les apoyó. Muchos de los homeousianos en el fondo eran completamente ortodoxos.

Es indiscutible que sus enseñanzas son de una ortodoxia incensurable y que, a pesar de que evita deliberadamente la palabra omousios, combate, sin embargo, con decisión la doctrina de Arrio. En las obras del obispo jerosolimitano la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía se halla más claramente que en todos los Padres anteriores a él. Hermosa es también la insinuación que hace a sus fieles de cómo han de acercarse a recibir la sagrada comunión. "Haced de vuestra izquierda —les dice— como un trono en que se apoye la mano derecha, que ha de recibir al rey. Santificad luego vuestros ojos con el contacto del cuerpo divino y comulgad. No perdáis la menor partícula. Decidme: si os entregasen pajuelas de oro, ¿no las guardaríais con el mayor cuidado? Pues más precioso que el oro y la pedrería son las especies sacramentales." No deja de ser un gran mérito de San Cirilo de Jerusalén haber expuesto unas enseñanzas tan claras, antes de que estuviesen en circulación las obras de los grandes escritores eclesiásticos.

San Cirilo no es un teólogo como otros escritores de su tiempo, es un catequista que enseña. No es original ni como pensador ni como escritor, pero es un testimonio acreditado de la fe tradicional. Sus "Catequesis" son eso: una exposición sencilla y popular de la fe cristiana. Su mejor elogio es el odio de los arrianos. Los arrianos le odiaban porque veían en él un enemigo temible. Por odio tuvo que salir tres veces desterrado de la ciudad santa y por mantener sus creencias se vio obligado a recorrer las ciudades del Asia Menor, cual peregrino errante que sufre por amor a Cristo. Pero al fin sus penas recogieron el triunfo. Pocos años antes de su muerte pudo asistir al concilio ecuménico de Constantinopla, que definía como verídicas las enseñanzas de San Cirilo y de otros muchos obispos que, como él, habían sostenido una violenta lucha contra el arrianismo. El sueño de San Cirilo de ver apaciguados los espíritus entraba en su fase inicial y así entregaba su alma a Cristo, por quien tanto había sufrido.

URSICINO DOMÍNGUEZ DEL VAL, O. S. A.