28 nov 2015

¿Cómo orar en Adviento y en Navidad?



¿Cómo orar en Adviento y en Navidad?
Reflexiones Adviento

Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron... ¿Habrá posada para el Verbo encarnado en nuestros días?

Por: P. Evaristo Sada LC | Fuente: la-oracion.com 


"Dios puso su morada entre los hombres" (Ez 37,27) "por el gran amor con que nos ha amado." (Ef 2,4) Pero ¿es acogido? "Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron" (Jn 1,11) ¿Habrá posada para el Verbo encarnado en nuestros días? Eso se juega en la libertad de cada uno.

Quisiera sugerir algunas pautas para orar en Adviento:

1. Contemplar el misterio de la encarnación:
La encarnación del Verbo es la entrada de la presencia de Dios en el mundo y en la historia. El mundo de la carne busca a su Creador. El mundo de la Gracia busca al hombre. El Verbo encarnado es el lugar de encuentro de las dos búsquedas. La divinidad habita corporalmente en Jesús de Nazaret y así encuentra descanso la doble búsqueda.

"Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a un hombre." (Flp 2,7) Nuestra fe se pone a prueba: "esto no puede ser", el Trascendente no puede ser tan cercano, no puede ser que se vuelva tangible, de carne y hueso, un bebé indefenso; es demasiado que Dios llegue al extremo de hacerse siervo. Tenemos aquí la prueba más convincente del gran amor con que Dios nos ama, de su incomprensible predilección por el hombre. Dios prueba su amor, el hombre debe probar su fe.

En Adviento y Navidad contemplamos el rostro de Dios que por amor se acercó a nosotros y vive en medio de nosotros. Más cercano está de quien más se acerque a contemplarle. Estar allí contemplándolo con mucho amor es acercarse; eso es lo que obra el amor: una creciente cercanía.

2. Dar posada al Redentor que ha venido, pero aún debe ser acogido.
La Redención la ha realizado Cristo con su encarnación, muerte y resurrección, pero aún debe verificarse en cada uno y eso depende de la acogida personal. Dios nunca se impone al hombre, siempre pregunta. Dios es mendigo de la acogida por parte del hombre; se toma muy en serio su libertad. La respeta hasta el grado de verse humillado. Con paciencia, nuestro Dios sigue tocando la puerta.

La plenitud de los tiempos ya ha llegado con la venida de Cristo, pero no se ha cumplido del todo: se realiza o no en cada persona, que libremente lo acepta o lo rechaza. Lo acepta cuando permite que el amor de Dios le impregne del todo, cuando su persona se cubre con la sombra luminosa del Espíritu Santo y Él obra su transformación en Cristo, a través de una sinergia de donaciones repitiendo la historia de la Madre de Dios.

El Redentor es acogido cuando cada uno vive una vida cristiana, una vida en Cristo, no una doble vida, donde aún se reserva algo para sí, sin tomar completamente en serio la búsqueda de la santidad. "Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hacia la verdad completa (Jn 16,13) La radicalidad de la irrupción de Dios en la historia por la encarnación del Verbo es la que Jesucristo pide hoy de cada uno de sus hijos por la aceptación libre e incondicional del Espíritu Santo, la ley del amor, en la propia vida.

En ese sentido, Adviento es tiempo de conversión, por eso el ornamento morado en la misa: "El Padre celestial, que en el nacimiento de su Hijo unigénito nos manifestó su amor misericordioso, nos llama a seguir sus pasos convirtiendo, como él, nuestra existencia en un don de amor. Y los frutos del amor son los «frutos dignos de conversión» a los que hacía referencia san Juan Bautista cuando, con palabras tajantes, se dirigía a los fariseos y a los saduceos que acudían entre la multitud a su bautismo." (Benedicto XVI, 9 de diciembre de 2007)

3. Adorarlo con corazón de pastor y de ángel.
"Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 18,3) Para entrar a la cueva de Belén hay que hacerse pequeño, como niño. Los pastores y los ángeles tienen corazón de niño. El niño tiene una mirada pura, se maravilla de todo, todo lo disfruta, es capaz de dar amor y de recibir amor con humildad y corazón de pobre.

Los pastores y los ángeles se dieron el tiempo para centrarse en lo esencial: la contemplación del hijo de Dios que habita en medio de nosotros. Los pastores dejaron sus ganados, los ángeles dejaron el cielo; todos se juntaron para adorar a Dios en los brazos de María.

Adviento y Navidad deben ser tiempos de más calma para pasar más tiempo junto a Cristo Eucaristía. Sí, hay que tener el valor de romper esquemas y centrarse en lo esencial. Que esta Navidad, Cristo sea el mejor atendido y el más amado.


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Santo Evangelio 28 de Noviembre 201

Día litúrgico: Sábado XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,34-36): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre».

«Estad en vela (...) orando en todo tiempo»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench 
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)


Hoy, último día del tiempo ordinario, Jesús nos advierte con meridiana claridad sobre la suerte de nuestro paso por esta vida. Si nos empeñamos, obstinadamente, en vivir absortos por la inmediatez de los afanes de la vida, llegará el último día de nuestra existencia terrena tan de repente que la misma ceguera de nuestra glotonería nos impedirá reconocer al mismísimo Dios, que vendrá (porque aquí estamos de paso, ¿lo sabías?) para llevarnos a la intimidad de su Amor infinito. Será algo así como lo que le ocurre a un niño malcriado: tan entretenido está con “sus” juguetes, que al final olvida el cariño de sus padres y la compañía de sus amigos. Cuando se da cuenta, llora desconsolado por su inesperada soledad. 

El antídoto que nos ofrece Jesús es igualmente claro: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo» (Lc 21,36). Vigilar y orar... El mismo aviso que les dio a sus Apóstoles la noche en que fue traicionado. La oración tiene un componente admirable de profecía, muchas veces olvidado en la predicación, es decir, de pasar del mero “ver” al “mirar” la cotidianeidad en su más profunda realidad. Como escribió Evagrio Póntico, «la vista es el mejor de todos los sentidos; la oración es la más divina de todas las virtudes». Los clásicos de la espiritualidad lo llaman “visión sobrenatural”, mirar con los ojos de Dios. O lo que es lo mismo, conocer la Verdad: de Dios, del mundo, de mí mismo. Los profetas fueron, no sólo los que “predecían lo que iba a venir”, sino también los que sabían interpretar el presente en su justa medida, alcance y densidad. Resultado: supieron reconducir la historia, con la ayuda de Dios. 

Tantas veces nos lamentamos de la situación del mundo. —¿Adónde iremos a parar?, decimos. Hoy, que es el último día del tiempo ordinario, es día también de resoluciones definitivas. Quizás ya va siendo hora de que alguien más esté dispuesto a levantarse de su embriaguez de presente y se ponga manos a la obra de un futuro mejor. ¿Quieres ser tú? Pues, ¡ánimo!, y que Dios te bendiga.

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San Jaime de la Marca. 28 Noviembre



28 de noviembre
 
San Jaime de la Marca
 (1394-1476)

Carta del papa Juan Pablo II (2-VIII-93) 

Carta de S.S. Juan Pablo II al obispo de San Benedetto del Tronto - Ripatransone - Montalto, con motivo del VI centenario del nacimiento de san Jaime de la Marca (L'Osservatore Romano, ed. esp., del 22-10-93; texto italiano en ActaOFM 112, 1993, 125-127).

Con ocasión del VI centenario del nacimiento de Jaime de la Marca, que tuvo lugar en Monteprandone en septiembre de 1393, deseo expresar mi participación en las diferentes manifestaciones religiosas y culturales con las que se quiere recordar la figura de este santo que honra a la Iglesia por la santidad de su vida, su acción misionera y su adhesión ferviente a los sucesores de Pedro en la cátedra romana. 

Sabemos que los Pontífices romanos pudieron contar con su disponibilidad incondicional en todas las misiones que le confiaron como predicador del Evangelio y defensor de la fe, así como de legado apostólico ante obispos y autoridades locales.

Esta devoción a la Sede de Pedro se funda en su fe, que recibió sentado en las rodillas de su madre y, después, mediante la enseñanza de un sacerdote pariente suyo. Él mismo llama a su propia madre «dulcissima mea parens» (cf. Códice autógrafo M 30, f 380 r) para dar testimonio de todas las amorosas atenciones recibidas en el seno de su familia y que son indispensables para la formación de una sólida personalidad humana y cristiana. En efecto, como he afirmado en otra ocasión, corresponde a la familia «formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios» (Familiaris consortio 53).

Consciente de estas responsabilidades, Jaime de la Marca exhorta a los padres a «dar amor a los hijos, ante todo enseñándoles a conocer a Dios; ayudándoles a aprender la oración del padrenuestro y las verdades de la fe; exhortándolos a confesarse, a comulgar, a celebrar las fiestas y a participar en la misa; educándolos en las buenas costumbres y enseñándoles a hablar y actuar honradamente, tanto en su casa como fuera de ella» (Serm. dom. 12 De reverentia et honore parentum).

A la luz de estos principios, el joven Jaime afrontó el ambiente universitario de Perusa, dedicándose al estudio de la jurisprudencia y a la educación de los niños. Después de haberse doctorado en derecho eclesiástico y civil, ejerció durante algún tiempo la profesión de notario público en el ayuntamiento de Florencia, y de juez en la pequeña localidad de Bibbiena. Los ideales de justicia y equidad, y la defensa de los pobres, que no dejó de promover, se reflejan también en las predicaciones con que, no mucho tiempo después, tratará de ayudar al prójimo.

Impulsado por la gracia divina, a los 23 años, «entregó a Cristo su cuerpo en la castidad y su alma en la obediencia, abandonando las cosas de poca importancia y las terrenas, la familia y las satisfacciones de la vida, buscando una sola cosa: a Jesucristo bendito» (cf. Serm. dom. De excellentia et utilitate sacrae religionis), y viviendo con plenitud la regla de san Francisco de Asís, cuya observancia rigurosa promovió junto con san Bernardino de Siena y san Juan de Capistrano.

Siguiendo las huellas de la tradición franciscana y, en particular, la enseñanza de san Bernardino de Siena, se dedicó a la predicación con el fin de anunciar a Jesús, redentor del hombre, en muchas regiones de Europa. A pesar de los esfuerzos agotadores y de las persecuciones, no dejó de recorrer los caminos de Italia, Bosnia, Eslovenia, Dalmacia, Hungría, Bohemia, Polonia, Alemania y Austria para instruir al pueblo en la verdad completa (cf. Jn 16, 13) contra las numerosas herejías de la época, convencido de que con la fuerza de la palabra de Dios es posible cambiar el mundo.

Fue realmente incansable en su lucha contra la ignorancia, la magia, las malas costumbres de los administradores públicos, la violencia difundida entre los individuos y los grupos, la explotación inmoral de niños y jóvenes, y la usura que oprimía a los pobres.

Su palabra, unida al testimonio de su vida, era tan fuerte que penetraba en los corazones de quienes lo escuchaban y los convertía al Señor. En una predicación afirmó: «He visto durante el sermón algunos soldados sexagenarios llorar mucho por sus pecados y la pasión de Cristo, y me confesaron que durante su vida jamás habían derramado una lágrima» (Serm. dom. 46 De magnifica virtute Verbi Dei). Ardía de caridad hacia Dios y hacia los hombres, y, por esta razón, sabía transmitir a los demás todo lo que colmaba su corazón, a saber, el amor de Cristo que lo impulsaba, como al apóstol Pablo, hacia sus hermanos (cf. 2 Cor 5, 14).

El Señor le concedió la gracia de ver a muchos pecadores arrepentidos: «La palabra de Dios tiene el poder de ablandar los corazones duros como la piedra, haciéndolos capaces de recibir el sello de la voluntad divina. Muchos pecadores desesperados vinieron a mí convencidos de estar destinados a la condenación, pero, tras escuchar la palabra, se fueron con la mayor confianza en Dios» (Serm. dom. 46 cit.).

Fue gran constructor de paz en los corazones y en las ciudades divididas por facciones. Se le reconocía gran competencia jurídica y autoridad moral. No sólo intervenía desde el púlpito en problemas sociales, sino que también lo invitaban a hablar en las asambleas legislativas, a las que proponía normas para la reforma de las costumbres con la autoridad que le daba su vida santa. En el período comprendido entre los años 1431 y 1439 trabajó especialmente en los países de Europa central (Bosnia, Dalmacia, Eslovenia, Hungría, etc.) para combatir las herejías y establecer la paz entre las diferentes etnias.

El mismo santo concedió siempre el perdón a sus pérfidos acusadores y a los que atentaron en numerosas ocasiones contra su vida, tanto en Italia como en otras naciones europeas. Al respecto escribió: «En el mundo no hay nada más grande que perdonar una ofensa y amar al enemigo. No es digno de honor someter muchas ciudades o regiones, cosa que saben hacer hombres armados que tienen muchos vicios; del mismo modo, tampoco se rinde honor al hombre pendenciero, iracundo y violento, sino a la persona pacífica y mansa. El perdón es un gesto de honrada venganza, realizada por Cristo y sus santos. Por tanto, tú no eres el primero ni el último en obrar así. Créeme, y no pienses que yo no ofendo a nadie; pero, con gran esfuerzo, trato de hacer el bien a todos, a pesar de que muchos a menudo me calumnian y me persiguen. Entonces, revestido con todas las armas de los ornamentos litúrgicos, voy al campo de batalla y, mientras elevo el Cuerpo de Cristo, digo: Padre clementísimo, perdona a mis perseguidores en el cielo, como yo los perdono aquí en la tierra» (Serm. dom. De pace et remissione iniuriarum).

¿Cuál era el secreto de Jaime de la Marca en esta obra de reconciliación y paz? Tenía una gran fe y una ardiente devoción a Jesús crucificado, meditaba su misterio de amor, hablaba con frecuencia de él y, de modo especial, cuando debía convertir los corazones de personas que odiaban al prójimo o querían vengarse por ofensas recibidas. Por tanto, después de haber hablado de passione et pace, se dirigía a esas personas diciéndoles: «Perdona a tus enemigos por amor a Jesús crucificado, perdona por amor a la pasión de Cristo bendito», y obtenía primero conmoción y voluntad de perdón, y después gestos concretos.

Jaime tenía un corazón abierto y disponible no sólo a la gracia divina, sino también a los hombres, para los qué él se hacía prójimo en sus necesidades espirituales y materiales, individuales y comunitarias. Fue, por tanto, un gran hombre de caridad, con iniciativas concretas: hizo construir hospitales para enfermos o promovió su restauración, escribiendo sus estatutos y confiándolos a confraternidades ya existentes o que él mismo fundaba; instituyó, con clarividencia, asociaciones de muchachos «para enseñar e instruir a los mismos muchachos en las costumbres buenas y honestas, a fin de que puedan dirigirse a sí mismos por el buen camino» (Riformanze di Potenza Picena, 12 de febrero de 1441, f. 755); desaconsejó a las familias los lujos inútiles o los gastos excesivos, motivados por la vanagloria; salió al encuentro de los pobres con diferentes medios, pero especialmente con la institución de Montes de piedad para préstamos con fianza; recuperó a prostitutas, iniciándolas en la práctica de la fe cristiana; mandó excavar pozos y cisternas para las necesidades de la población; promovió el estudio de las ciencias sagradas y profanas, e instituyó bibliotecas, a fin de que los predicadores pudieran acudir a ellas para cumplir su misión.

En esta actividad incansable lo sostuvo una filial y vivísima devoción a la Virgen María, Madre de Dios. La invocaba con frecuencia, le ofrecía cada día la corona del rosario y la visitaba en sus santuarios y especialmente en el de Loreto.

Al recordar esta figura tan luminosa en el VI centenario de su nacimiento, exhorto a los fieles de esa diócesis y de toda la región de Las Marcas a volver a descubrir su mensaje tan actual y su obra, de la que también hoy se tiene mucha necesidad. Que el año jubilar sea para todos un estímulo para renovar su propia vida a la luz del Evangelio, del que Jaime fue predicador incansable e inspirado.

Vaticano, 2 de agosto de 1993.
 

Santa Catalina Labouré 28 Noviembre


28 NOVIEMBRE

SANTA CATALINA LABOURÉ
(+ 1876)
La capilla de las apariciones de la Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa madre de las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por "Metro". Se baja en Sevre-Babylone, y detrás de los grandes almacenes "Au Bon Marché" está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel barrio tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se llega a la capilla.

La capilla es enormemente vulgar, como cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular sin estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos, la capilla sigue siendo desangelada.

Uno comprende que la Virgen se apareciera en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a orillas de un río de alta montaña; que se apareciera inclusive en Fátima, en el adusto y grave escenario de la "Cova de Iría"; que se apareciera en tantos montículos, árboles, fuentes o arroyuelos, donde ahora ermitas y santuarios dan fe de que allí se apareció María a unos pastorcillos, a un solitario, a una campesina piadosa...

Pero la capilla de la rue du Bac es el sitio menos poético para una aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las cosas están prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella noche del 27 de noviembre de 1830.

Yo siempre que paso por París voy a decir misa a esta capilla, a orar ante aquel altar "desde el cual serán derramadas todas las gracias", a contemplar el sillón, un sillón de brazos y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y algo sucio, donde lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se sentó la Virgen.

Si la capilla debe toda su celebridad a las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la privilegiada vidente de nuestra Señora. Sin esta atención singular, la buena religiosa hubiera sido una más entre tantas Hijas de la Caridad, llena de celo por cumplir su oficio, aunque sin alcanzar el mérito de la canonización. Pero la Virgen se apareció a sor Labouré en la capilla de la casa central, y así la devoción a la Medalla Milagrosa preparó el proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas de fieles al santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida de la vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en su gran alma pasaba.

Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como la llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de mayo de 1806, de una familia de agricultores acomodados, siendo la novena de once hermanos vivientes de entre diecisiete que tuvo el cristiano matrimonio.

La madre murió en 1815, quedando huérfana Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir sus estudios elementales, que su misma madre dirigiera, y con su hermana pequeña, Tonina, la envían a casa de unos parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor, ingresa en las Hijas de la Caridad.

—Ahora—dice Zoe a Tonina—, nos toca a nosotras hacer marchar la casa.

Doce años y diez años..., o sea, dos mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la hacienda campesina marcha, Había que ver a Zoe en el palomar entre los pichones zureantes que la envuelven en una aureola blanca. O atendiendo a la cocina para tener a punto la mesa, a la que se sientan muchas bocas con buen apetito. Otras veces hay que llevar al tajo la comida de los trabajadores.

Y al mismo tiempo que los deberes de casa, Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en deseos de recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se hace más piadosa, más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los sábados, a pesar de las amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su padre. El señor Labouré es un campesino serio, casi adusto, de pocas palabras. Zoe no puede franquearse con él, ni tampoco con Tonina o Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de comprender sus cosas.

Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un rato disponible vuela a la iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen el tiempo se le pasa volando.

Un día ve en sueños a un venerable anciano que celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y entonces la figura sonriente del anciano la dice: "Algún día te acercarás a mí, y serás feliz". De momento no entiede nada, no puede hablar con nadie de estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo gozosa al enorme palomar para que la envuelvan sus palomos, tomando en su corazón una decisión irrevocable que reveló a su hermana.

—Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa.

Esto mismo se lo dice un día al señor Labouré, aunque sacando fuerzas de flaquezas, porque dudaba mucho del consentimiento paterno.

Efectivamente, el padre creyó haber dado bastante a Dios con una hija y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la predilecta. La muchacha tal vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como se dice en la aldea.

Y la mandó a París, a que ayudase a su hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.

El cambio fue muy brusco. Zoe añora su casa de labor, las aves de su corral y, sobre todo, sus pichones y la tranquilidad de su campo. Aquí todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen, qué galanterías, qué atrevimientos!

Sólo por la noche, después de un día terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen que la saque de aquel ambiente tan peligroso.

Carlos comprende que su hermana sufre, y como tiene buen corazón quiere facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero cómo solucionarlo estando el padre por medio?

Habla con Huberto, otro hermano mayor, que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas en Chatillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para Zoe.

El señor Labeuré accede. Otra vez el choque violento para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él se educan jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero perfecciona su pronunciación y puede reemprender sus estudios que dejara a los nueve años.

Un día, visitando el hospicio de la Caridad en Chatillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano sacerdote que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San Vicente de Paúl. Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el Santo la predijera, se sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin éste se resignó a dar su consentimiento.

Zoe hizo su postulantado en la misma casa de Chatillon, y de allí marchó el día 21 de 1830 al "seminario" de la casa central de las Hijas de la Caridad en París.

A fines del noviciado, en enero de 1831, la directora del seminario dejó esta "ficha" de Zoe, que allí tomó el nombre de Catalina: "fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para ella. El carácter parece bueno, el espiritu y el juicio no son sobresalientes. Es piadosa y trabaja en la virtud".

Pues bien: a esta novicia corriente, sin cualidades destacables, fue a quien se manifestó repetidas veces el año 1830 la Virgen Santísima.

He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición:

"Vino después la fiesta de San Vicente, en la que nuestra buena madre Marta hizo, por la víspera, una instrucción referente a la devoción de los santos, en particular de la Santísima Virgen, lo que me produjo un deseo tal de ver a esta Señora, que me acosté con el pensamiento de que aquella misma noche vería a tan buena Madre. ¡Hacía tiempo que deseaba verla! Al fin me quedé dormida. Como se nos había distribuido un pedazo de lienzo de un roquete de San Vicente, yo había cortado el mío por la mitad y tragado una parte, quedándome así dormida con la idea de que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen. "Por fin, a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre: Hermana, hermana, hermana. Despertándome, miré del lado que había oído la voz, que era hacia el pasillo. Corro la cortina y veo un niño vestido de blanco, de edad de cuatro a cinco años, que me dice: Venid a la capilla; la Santísima Virgen os espera. Inmediatamente me vino al pensamiento: ¡Pero se me va a oir! El niño me respondió: Tranquilizaos, son las once y media; todo el mundo está profundamente dormido: venid, yo os aguardo. "Me apresuré a vestirme y me dirigí hacia el niño, que había permanecido de pie, sin alejarse de la cabecera de mi lecho. Puesto siempre a mi izquierda, me siguió, o más bien yo le seguí a él en todos sus pasos. Las luces de todos ios lugares por donde pasábamos estaban encendidas, lo que me llenaba de admiración. Creció de punto el asombro cuando, al ir a entrar en la capilla, se abrió la puerta apenas la hubo tocado el niño con la punta del dedo; y fue todavía mucho mayor cuando vi todas las velas y candeleros encendidos, lo que me traía a la memoria la misa de Navidad. No veía, sin embargo, a la Santísima Virgen. "El niño me condujo al presbiterio, al lado del sillón del señor director. Aquí me puse de rodillas, y el niño permaneció de pie todo el tiempo. Como éste se me hiciera largo, miré no fuesen a pasar por la tribuna las hermanas a quienes tocaba vela. "Al fin llegó la hora. El niño me lo previene y me dice: He aquí a la Santísima Virgen; hela aquí. Yo oí como un ruido, como el roce de un vestido de seda, procedente del lado de la tribuna, junto al cuadro de San José, que venía a colocarse en las gradas del altar, al lado del Evangelio, en un sillón parecido al de Santa Ana; sólo que el rostro de la Santísima Virgen no era como el de aquella Santa. "Dudaba yo si seria la Santísima Virgen, pero el ángel que estaba allí me dijo: He ahí a la Santísima Virgen. Me sería imposible decir lo que sentí en aquel momento, lo que pasó dentro de mí; parecíame que no la veía. Entonces el niño me habló, no como niño, sino como hombre, con la mayor energía y con palabras las más enérgicas también. Mirando entonces a la Santísima Virgen, me puse de un salto junto a Ella, de rodillas sobre las gradas del altar y las manos apoyadas sobre las rodillas de esta Señora... "El momento que allí se pasó, fue el más dulce de mi vida; me seria imposible explicar todo lo que sentí. Díjome la Santísiina Virgen cómo debía portarme con mi director y muchas otras cosas que no debo decir, la manera de conducirme en mis penas, viniendo (y me señaló el altar con la mano izquierda ) a postrarme ante él y derramar mi corazón; que allí recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad... Entonces yo le pregunté el completo significado de cuantas cosas habia visto, y Ella me lo explicó todo... "No sé el tiempo que allí permanecí; todo lo que sé es que, cuando la Virgen se retiró, yo no noté más que como algo que se desvanecía, y, en fin, como una sombra que se dirigía al lado de la tribuna por el mismo camino que había traído al venir. "Me levanté de las gradas del altar, y vi al niño donde le había dejado. Dijome: ¡Ya se fue! Tornamos por el mismo camino, siempre del todo iluminado y el niño continuamente a mi izquieda. Creo que este niño era el ángel de mi guarda, que se había hecho visible para hacerme ver a la Santísima Virgen, pues yo le había pedido mucho que me obtuviese este favor. Estaba vestido de blanco y llevaba en sí una luz maravillosa, o sea, que estaba resplandeciente de luz. Su edad sería como de cuatro a cinco años. "Vuelta a mi lecho, oí dar las dos de la mañana; ya no me dormí".

La anterior visión, que sor Catalina narra con todo candor, ocurrió en el mes de julio. fue como una preparación a las grandes visiones del mes de noviembre, que la Santa referiria a su confesor, el padre Aladel, por quién se insertaron los relatos en el proceso canónico iniciado seis años más tarde.

"A las cinco de la tarde, estando las Hijas de la Caridad haciendo oraciones, la Virgen Santísima se mostró a una hermana en un retablo de forma oval. La Reina de los cielos estaba de pie sobre el globo terráqueo, con vestido blanco y manto azul. Tenia en sus benditas manos unos como diamantes, de los cuales salían, en forma de hacecillos, rayos muy resplandecientes, que caían sobre la tierra... También vió en la parte superior del retablo escritas en caracteres de oro estas palabras: ¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos! Las cuales palabras formaban un semicírculo que, pasando sobre la cabeza de la Virgen, terminaba a la altura de sus manos virginales. En esto volvióse el retablo, y en su reverso viése la letra M, sobre la cual habia una cruz descansando sobre una barra, y debajo los corazones de Jesús y de Maria... Luego oyó estas palabras: Es preciso acuñar una medalla según este modelo; cuantos la llevaren puesta, teniendo aplicadas indulgencias, y devotamente rezaren esta súplica, alcanzarán especial protección de la Madre de Dios. E inmediatamente desapareció la visión".

Esta escena se repitió algunas veces, ya durante la misa, ya durante la oración, siempre en la capilla de la casa central. La primera aparición de la Medalla Milagrosa ocurrió el 27 de noviembre de 1830, un sábado víspera del primer domingo de adviento.

Pasado el seminario, sor Labouré fue enviada al hospicio de Enghien, en el arrabal de San Antonio, de París, lo que le dió facilidad de seguir comunicándose con su confesor, el padre Aladel. La Virgen había dicho a sor Catalina en su última aparición: "Hija mía, de aquí en adelante ya no me verás más, pero oirás mi voz en tus oraciones". En efecto, aunque no se repitieron semejantes gracias sensibles, sí las intelectuales, que ellas distinguía muy bien de las imaginativas o de los afectos del fervor.

En el hospicio de Enghien, la joven religiosa fue destinada a la cocina, donde no faltaba trabajo; pero interiormente sentía apremios para que la medalla se grabara, y así se lo comunicó al señor Alabel, como queja de la Virgen. El prudente religioso fue a visitar a monseñor de Quelen, arzobispo de París, y al fin, a mediados de 1832, consiguió permiso para grabar la medalla, pudiendo experimentar el propio prelado sus efectos milagrosos en monseñor de Pradt, ex obispo de Poitiers y Malinas, aplicándole una medalla y logrando su reconciliación con Roma, pues era uno de los obispos "constitucionales".

Sor Catalina recibió también una medalla, y, después de comprobar que estaba conforme al original, dijo: "Ahora es menester propagarla".

Esto fue fácil, pues la Hijas de la Caridad fueron las primeras propagandistas. Entre ellas había cundido la noticia de las apariciones, si bien se ignoraba qué hermana fuera la vidente, cosa que jamás pudo averiguarse hasta que la propia Sor Catalina en 1876, cuando ya presentía su muerte, se lo manifestó a su superiora para salvar del olvido algunos detalles que no constaban en el proceso canónico, en el que depuso solamente su confesor. Ni aun consintió en visitar al propio monseñor de Quelen, aunque deseaba vivamente conocerla o al menos hablar con ella. El padre pudo defender su anonimato alegando que sabía tales cosas por secreto de confesión.

La Medalla Milagrosa, nombre con que el pueblo comenzó a designarla por los milagros que a su contacto se obraban en todas partes, se hizo más popular con la ruidosa conversión del judío Alfonso de Ratisbona, ocurrida en Roma el 20 de enero de 1842. De paso por la Ciudad Eterna, el joven israelita recibió una medalla del barón de Bussieres, convertido hacía poco del protestantismo. Ratisbona la aceptó simplemente por urbanidad. Una tarde, esperándole en la pequeña iglesia de San Andrés dalle Fratre, se sintió atraído hacia la capilla de la Virgen, donde se le apareció esta Señora tal como venía grabada en la medalla. Se arrodilló y cayo como en éxtasis. No habló nada, pero lo comprendió todo; pidió el bautismo, renunció a la boda que tenía concertada, y con su hermano Teodoro, también convertido, fundó la Congregación de los Religiosos de Nuestra Señora de Sión para la conversión de los judíos.

A partir de entonces la Medalla Milagrosa adquiere la popularidad de las grandes devociones marianas, como el rosario o el escapulario.

Y entre tanto sor Catalina Labouré se hunde más y más en la humildad y el silencio. Cuarenta y cinco años de silencio. La aldeanita de Fain-les-Moutiers, que sabia callar en casa del señor Labouré, calla también ahora en el hospicio de ancianos.

Después de haber insistido, suplicado, conjurado, siempre con admirable modosidad, inclina la cabeza y espera en silencio.

En Enghien pasa de la cocina a la ropería, al cuidado del gallinero, lo que le recuerda sus pichones de la granja de la infancia: a la asistencia a los ancianos de la enfermería, al cargo, ya para hermanas inútiles y sin fuerzas, de la portería.

En 1865 muere el padre Aladel, y puede cualquiera pensar en la gran pena de la Santa. Sin embargo, durante las exequias alguien pudo observar el rostro radiante de sor Catalina, que presentía el premio que la Virgen otorgaba a su fiel servidor.

Otro sacerdote le sustituye en su cometido de confesor: la religiosa le informe sobre las apariciones, pero no consigue ser comprendida.

Sor Catalina habla de tales hechos extraordinarios exclusivamente con su confesor: ni siquiera en los apuntes íntimos de la semana de ejercicios hay referencias a sus visiones.

Ella vive en el silencio, y hasta tal punto es dueña de sí, que en los cuarenta y seis años de religiosa jamás hizo traición a su secreto, aun después que las novicias de 1830 iban desapareciendo, y se sabe que la testigo de las apariciones aún vive. La someten a preguntas imprevistas para cogerla de sorpresa, y todo en vano. Sor Catalina sigue impasible, desempeñando los vulgares oficios de comunidad con el aire más natural del mundo.

La virtud del silencio consiste no tanto en sustraerse a la atención de los demás cuanto en insistir ante su confesor con paciencia y sin desmayos, sin que estalle su dolor ante las dilaciones. Ha muerto el padre Aladel y el altar de la capilla sigue sin levantarse, y la religiosa teme que la muerte la impida cumplir toda la misión que se le confiara.

El confesor que sustituyó al padre Aladel es sustituido por otro. Estamos a principios de junio de 1876, año en que "sabe" la Santa que habrá de morir. Tiene delante pocos meses de vida. Ora con insistencia, y, después de haber pedido consejo a la Virgen, confía su secreto a la superiora de Enghien, la cual con voluntad y decisión consigue que se erija en el altar la estatua que perpetúe el recuerdo de las apariciones.

La misión ha sido cumplida del todo. Y sor Catalina muere ya rápidamente a los setenta años, el 31 de diciembre de 1876.

En noviembre de aquel año tuvo el consuelo de hacer los últimos ejercicios en la capilla de la rue de Bac, donde había sentido las confidencias de la Virgen.

Su muerte fue dulce, después de recibir los santos sacramentos, mientras le rezaban las letanías de la Inmaculada.

Cuando cincuenta y seis años más tarde el cardenal Verdier abría su sepultura para hacer la recognición oficial de sus reliquias, se halló su cuerpo incorrupto, intactos los bellos ojos azules que habían visto a la Virgen.

Hoy sus reliquias reposan en la propia capilla de la rue du Bac, en el altar de la Virgen del Globo, por cuya erección tuvo que luchar la Santa hasta el último instante.


Catalina Labouré, Santa

Beatificada por Pío XI en 1923, fue canonizada por Pío XII en 1947. Sus dos nombres fueron como el presagio de su existencia: Zoe significa "vida", y Catalina, 'pura".

CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA
28 Noviembre
Fuente: Archidiócesis de Madrid 

 Catalina Labouré, Santa

Religiosa


Esta fue la santa que tuvo el honor de que la Sma. Virgen se le apareciera para recomendarle que hiciera la Medalla Milagrosa.


Sus padres tuvieron diecisiete hijos de los que vivieron nueve. Catalina era la séptima. Nació en Fain-les-Moutiers (Francia), el 2 de Enero del 1806. Huérfana de madre desde los nueve años, pasó la niñez entre las aves y los animales de la granja porque tuvo que hacerse cargo de las faenas de la casa junto con su hermana pequeña Tonina. Dos amas de casa, en una familia numerosa, que tenían doce y nueve años.

Ella nota el tirón de la vocación a la vida religiosa. Pero —los santos casi siempre lo tuvieron difícil— tiene que vencer engorrosas y complicadas dificultades familiares para poder realizarla. Incluso tuvo que trabajar como criada y camarera en los negocios de dos hermanos mayores suyos durante algunas temporadas. Lo que pasa es que, cuando Dios llama y uno persevera, las dificultades se superan.

Ingresó en las Hijas de la Caridad que fundó San Vicente de Paul. El amor a Dios le lleva a cumplir fielmente las ocupaciones habituales. Se desenvuelve en la vida sencilla y escondida de una religiosa que tiene por vocación atender a los que están limitados: asilos, hospitales, manicomios, hospicios etc., en donde hay enfermos, sufrimiento, camas, cocina, ropas ... rezos y ¡mucho amor a Dios! Hubiera empleado su vida, como tantas religiosas santas, sin que su nombre hubiera pasado a las líneas de la historia, de no habérsele aparecido la Virgen Santísima en el mes de Julio del 1830 y luego varias veces más. Aún se puede ver, en la rue du Bac, de París, el sillón de respaldo y brazos muy bajos, tapizado de velludillo rojo en donde estuvo sentada Nuestra Señora en la primera aparición. Aparte de otras cosas personales, le pide la Virgen que se grabe una medalla con su imagen en la que aparezcan unos haces de gracia que se derraman desde sus manos para bien de los hombres. Luego, esa medalla ha de difundirse por el mundo. Es el comienzo de la Medalla Milagrosa.

Después pasó su vida desempeñando trabajos escondidos y sin brillo propios de cualquier religiosa. Nadie supo hasta la muerte de esta monjita bretona — no muy letrada— el hecho de las apariciones que ella quiso guardar con el pudor propio de quien conoce la grandeza, las finuras y la personal delicadeza del amor. Sólo tuvo conocimiento puntual el P. Aladel, su confesor.

Muere el 31 de Diciembre del 1876. La canonizó el papa Pío XII.

27 nov 2015

Santo Evangelio 27 de Noviembre 2015

Día litúrgico: Viernes XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,29-33): En aquel tiempo, Jesús puso a sus discípulos esta comparación: «Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya echan brotes, al verlos, sabéis que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».

«Cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca»
Diácono D. Evaldo PINA FILHO 
(Brasilia, Brasil)

Hoy somos invitados por Jesús a ver las señales que se muestran en nuestro tiempo y época y, a reconocer en ellas la cercanía del Reino de Dios. La invitación es para que fijemos nuestra mirada en la higuera y en otros árboles —«Mirad la higuera y todos los árboles» (Lc 21,29)— y para fijar nuestra atención en aquello que percibimos que sucede en ellos: «Al verlos, sabéis que el verano está ya cerca» (Lc 21,30). Las higueras empezaban a brotar. Los brotes empezaban a surgir. No era apenas la expectativa de las flores o de los frutos que surgirían, era también el pronóstico del verano, en el que todos los árboles "empiezan a brotar". 

Según Benedicto XVI, «la Palabra de Dios nos impulsa a cambiar nuestro concepto de realismo». En efecto, «realista es quien reconoce en el Verbo de Dios el fundamento de todo». Esa Palabra viva que nos muestra el verano como señal de proximidad y de exuberancia de la luminosidad es la propia Luz: «Cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca» (Lc 21,31). En ese sentido, «ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro (...) que podemos ver: Jesús de Nazaret» (Benedicto XVI). 

La comunicación de Jesús con el Padre fue perfecta; y todo lo que Él recibió del Padre, Él nos lo dio, comunicándose de la misma forma con nosotros. De esta manera, la cercanía del Reino de Dios, —que manifiesta la libre iniciativa de Dios que viene a nuestro encuentro— debe movernos a reconocer la proximidad del Reino, para que también nosotros nos comuniquemos con el Padre por medio de la Palabra del Señor —Verbum Domini—, reconociendo en todo ello la realización de las promesas del Padre en Cristo Jesús.

«El Reino de Dios está cerca»
+ Rev. D. Albert TAULÉ i Viñas 
(Barcelona, España)

Hoy Jesús nos invita a mirar cómo brota la higuera, símbolo de la Iglesia que se renueva periódicamente gracias a aquella fuerza interior que Dios le comunica (recordemos la alegoría de la vid y los sarmientos, cf. Jn 15): «Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya echan brotes, al verlos, sabéis que el verano está ya cerca» (Lc 21,29-30).

El discurso escatológico que leemos en estos días, sigue un estilo profético que distorsiona deliberadamente la cronología, de manera que pone en el mismo plano acontecimientos que han de suceder en momentos diversos. El hecho de que en el fragmento escogido para la liturgia de hoy tengamos un ámbito muy reducido, nos da pie a pensar que tendríamos que entender lo que se nos dice como algo dirigido a nosotros, aquí y ahora: «No pasará esta generación hasta que todo esto suceda» (Lc 21,32). En efecto, Orígenes comenta: «Todo esto puede suceder en cada uno de nosotros; en nosotros puede quedar destruida la muerte, definitiva enemiga nuestra».

Yo quisiera hablar hoy como los profetas: estamos a punto de contemplar un gran brote en la Iglesia. Ved los signos de los tiempos (cf. Mt 16,3). Pronto ocurrirán cosas muy importantes. No tengáis miedo. Permaneced en vuestro sitio. Sembrad con entusiasmo. Después podréis recoger hermosas gavillas (cf. Sal 126,6). Es verdad que el hombre enemigo continuará sembrando cizaña. El mal no quedará separado hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,30). Pero el Reino de Dios ya está aquí entre nosotros. Y se abre paso, aunque con mucho esfuerzo (cf. Mt 11,12).

El Papa san Juan Pablo II nos lo decía al inicio del tercer milenio: «Duc in altum» (cf. Lc 5,4). A veces tenemos la sensación de no hacer nada provechoso, o incluso de retroceder. Pero estas impresiones pesimistas proceden de cálculos demasiado humanos, o de la mala imagen que malévolamente difunden de nosotros algunos medios de comunicación. La realidad escondida, que no hace ruido, es el trabajo constante realizado por todos con la fuerza que nos da el Espíritu Santo.

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27 de noviembre San Francisco Antonio Fasani


27 de noviembre
 San Francisco Antonio Fasani
(1681-1742) 

Texto de L’Osservatore Romano 

Franciscano conventual, sacerdote, que nació y murió en Lucera (Italia). Siendo todavía muy joven tomó el hábito de S. Francisco. Terminados brillantemente los estudios, lo dedicaron los superiores a la enseñanza, la predicación y el ministerio del confesonario. Ejerció con gran provecho las más diversas formas de apostolado sacerdotal; fue para todos hermano y padre, eminente maestro de vida, consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los pobres.

San Francisco Antonio Fasani nació en Lucera (Foggia, Italia), el 16 de agosto de 1681 en una familia humilde y piadosa, y en el bautismo recibió el nombre de Juan.

Huérfano de padre ya desde su infancia, fue educado santamente por su piadosa madre. A los 15 años ingreso en la Orden de los Frailes Menores Conventuales. Emitió sus votos religiosos en Monte S. Angelo, donde transcurrió su año de noviciado. Frecuentó los estudios de filosofía y teología en los colegios de Venafro, Agnone, Montella, Aversa y Asís, junto a la tumba del Seráfico Padre San Francisco, donde fue ordenado sacerdote el 19 de septiembre de 1705. Doctorado con las máximas calificaciones, fue destinado como profesor de filosofía al convento de San Francisco en Lucera, su ciudad natal.

Ocupó sucesivamente los cargos y los oficios de superior, maestro de novicios, maestro de estudiantes profesos y de ministro provincial de la provincia religiosa de San Miguel Arcángel en Pulla.

Religioso de inocente y transparente vida, recorrió rápidamente el camino de la santidad distinguiéndose por la humildad, la penitencia, la caridad, el espíritu de oración y las fervientes devociones al Sagrado Corazón y a la Virgen Inmaculada.

Su venerable cohermano Mons. Antonio Lucci, obispo de Bovino, lo definió santo, docto, profundo conocedor de las ciencias sagradas, cuyos tesoros dispensó abundantemente, ya sea desde la cátedra a las jóvenes mentes, ya sea desde el púlpito al pueblo cristiano.

Infatigable apóstol en medio de su pueblo, recorrió, durante 35 años, las ciudades y los poblados de Pulla Septentrional y de Molisa, predicando en todas partes la Palabra de Dios y difundiendo la luz de su ejemplo y el consuelo de la caridad. Su apostolado fue eminentemente franciscano, siendo siempre los más beneficiados los pobres, los enfermos y los encarcelados.

Fiel imitador del Patriarca de Asís, llegó a un elevado grado de contemplación, siendo enriquecido por Dios con carismas y dones especiales.

Célebre por sus virtudes y milagros, murió en Lucera el 29 de noviembre de 1742. Enseguida se inició el proceso canónico y, durante el pontificado de León XIII, con un decreto del 21 de junio de 1891, se proclamó la heroicidad de sus virtudes. El Papa Pío XII, el 15 de abril de 1951, lo elevó al honor de los altares declarándolo Beato. Y el Romano Pontífice Juan Pablo II lo canonizó el 13 de abril de 1986.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 13-IV-86]

* * * * *

De la homilía de Juan Pablo II en la misa de canonización (13-IV-1986)

En la liturgia de este domingo, tan cercano a la Pascua, resuena la breve pregunta de Cristo resucitado dirigida a Simón Pedro. La pregunta sobre el amor: «¿Me amas?..., ¿me amas más que éstos?» (Jn 21,15). A la pregunta de Cristo sobre el amor, Simón Pedro responde: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Y la tercera vez: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero» (Jn 21,17).

Ante Dios, que es «Amor», el valor de todo se mide con el amor. Ante Cristo, que «nos amó y se entregó por nosotros» (cf. Ef 5,2), el valor de la vida humana se mide sobre todo con el amor: con el don de sí mismos.

De este amor dio prueba ejemplar el franciscano conventual Francisco Antonio Fasani. Él hizo del amor que nos enseñó Cristo el parámetro fundamental de su existencia. El criterio basilar de su pensamiento y de su acción. El vértice supremo de sus aspiraciones.

También para él, la «pregunta sobre el amor» constituyó el criterio orientador de toda su vida, la cual, por lo mismo, no fue sino el resultado de una voluntad ardiente y tenaz de responder afirmativamente, como Pedro, a esa pregunta.

Con el acto de la canonización, que acabamos de realizar, la Iglesia misma, hoy, quiere dar testimonio de fray Francisco Antonio Fasani, atestiguando que él respondió verdadera y sinceramente que sí a esa pregunta crucial del Señor: una respuesta que, más que de sus labios, vino de su vida, totalmente dedicada a corresponder con heroica fidelidad al amor con el que Jesús le había amado desde la eternidad.

Este amor de Jesús -lo hemos recordado los días del Triduo pascual- no se detuvo ante el sacrificio supremo de la vida. El amor de fray Francisco Antonio Fasani fue de total adhesión al ejemplo del Señor. El nuevo Santo demostró con su vida -lo mismo que los Apóstoles- que siempre «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29), incluso al precio de sufrimientos y humillaciones, que no le faltaron, por encima del aprecio y de los consensos que su generosidad supo granjearse entre sus contemporáneos. Por lo tanto, su alegría -como la de los Apóstoles- estaba motivada por el hecho de sufrir y pasar trabajos por el Señor, cuando no incluso «por haber merecido ultrajes por su nombre» (cf. Hch 5,41).

San Fasani se nos presenta de modo especial como modelo perfecto de sacerdote y pastor de almas. Durante más de 35 años, en los comienzos del siglo XVIII, se dedicó, en su Lucera, pero con numerosas actuaciones también en las zonas circundantes, a las más diversas formas del ministerio y apostolado sacerdotal.

Verdadero amigo de su pueblo, fue para todos hermano y padre, eminente maestro de vida, buscado por todos como consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los pobres. De esto da testimonio el reverente y afectuoso título con el que lo conocían los contemporáneos y que todavía es familiar para el buen pueblo de Lucera: para ellos, ayer como hoy, es siempre el «padre maestro».

Como religioso, fue un verdadero «ministro» en el sentido franciscano, es decir, el servidor de todos los hermanos: caritativo y comprensivo, pero santamente exigente de la observancia de la regla, y en especial de la práctica de la pobreza, dando él mismo ejemplo irreprensible de observancia regular y de austeridad de vida.

En una época caracterizada por tanta insensibilidad de los poderosos con relación a los problemas sociales, nuestro Santo se prodigó con inagotable caridad en favor de la elevación espiritual y material de su pueblo. Sus preferencias se dirigían a las clases más olvidadas y más explotadas, sobre todo a los humildes trabajadores de los campos, a los enfermos y a los que sufrían, a los encarcelados. Excogitó iniciativas geniales, solicitando la cooperación de las clases más pudientes, de manera que fuera posible llevar a cabo formas de asistencia concreta y capilar, que parecían anticiparse a los tiempos y preludiaban las formas modernas de la asistencia social.

«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero» (Hch 5,30): las palabras de San Pedro ante el Sanedrín de Jerusalén -las hemos escuchado hace poco en la primera lectura- pueden aplicarse muy bien a la acción pastoral de fray Francisco Antonio Fasani. El anuncio del misterio pascual fue el núcleo en torno al cual giró toda su predicación. No sin provocar a veces la hostilidad de ciertos ambientes más bien refractarios a los valores de la fe cristiana.

El siglo XVIII, en cuyos primeros decenios vivió y actuó el nuevo Santo, es conocido comúnmente como «el Siglo de las Luces», a causa del gran honor en que se tuvo a la razón humana. No pocos doctos de la época, llevados del entusiasmo por las posibilidades cognoscitivas del hombre, llegaron a poner en tela de juicio la otra fundamental fuente de luz: la fe. En particular, su sensibilidad chocaba con la cuestión de la incapacidad del hombre para salvarse sólo con sus fuerzas, no llegando, en consecuencia, a admitir la necesidad de un Redentor que viniera a liberarlo de su desesperada situación de impotencia.

Está claro que, en semejante contexto cultural, el anuncio del misterio de un Dios encarnado, que murió y resucitó para redimir al hombre del pecado, podía presentarse como particularmente desagradable y duro. El «mensaje de la cruz» podía aparecer de nuevo, como en los primeros tiempos del cristianismo, una verdadera y propia «necedad» (cf. 1 Cor 1,18). Se puede pensar que el padre Fasani, a quien el obispo Antonio Lucci señala como «docto en teología y profundo en filosofía», sintiera vivamente este contraste. En su Lucera, desde hace siglos importante centro de cultura y de arte, los fermentos de las ideas iluministas estaban ciertamente presentes y operantes. Quizá también el joven franciscano tuvo que afrontar su impacto, teniéndose que encontrar en el centro de las sordas resistencias de los ambientes a los que no agradaba -lo mismo que en otro tiempo a los miembros del Sanedrín- que se continuara «enseñando en nombre de ése», es decir, de Cristo (cf. Hch 5,28).

Sabemos con certeza que él fue predicador impávido e incansable. Recorrió repetidamente la Molisa y la provincia de Foggia, derramando por todas partes la semilla de la Palabra de Dios, hasta merecer el título de «apóstol de Daunia». Y en su predicación jamás atenuó las exigencias del Mensaje, con el deseo de complacer a los hombres. Como Pedro y los otros Apóstoles, también él estaba, efectivamente, sostenido por la convicción de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).

Fiel a la integridad de la doctrina, nuestro Santo fue, no obstante, humanísimo con todos los que se dirigían a él para manifestarle sus debilidades. Sabía que era ministro del que murió y resucitó «para otorgar a Israel la conversión con el perdón de los pecados» (Hch 5,31).

El padre Fasani fue un auténtico ministro del sacramento de la reconciliación, un infatigable apóstol del confesonario, en el que se sentaba durante largas horas de la jornada, acogiendo con infinita paciencia y gran benignidad a los que -de toda clase y condición- venían para buscar con corazón sincero el perdón de Dios.

¡Cuántos fueron los que, arrodillados ante su confesonario, experimentaron la verdad de las palabras que proclama hoy el Salmo responsorial!: «Señor Dios mío, a ti grité, y tú me sanaste. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa».

La gratitud que los penitentes del padre Fasani experimentaron entonces en el secreto del confesonario, se perpetúa ahora en la alegría que ellos comparten con él en el cielo.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 20-IV-86]

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Del discurso de Pío XII con motivo de la beatificación (15-IV-1951)

Hablando de la acogida que se le había hecho en Nazaret, Jesús decía con acento de tristeza: «Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta» (Mt 13,57). Él mismo quiso, para alentar a sus discípulos, experimentar la verdad dolorosa de este dicho, no desmentida sino en rarísimos casos. El beato Francisco Antonio Fasani ha sido una de estas excepciones. Salvo algunos años dedicados a su formación eclesiástica e intelectual, toda su vida transcurrió en la ciudad natal. El hijo y apóstol de Lucera huyó así a la suerte común y se sustrajo a la regla general: acaso porque ya estaba apartado de todos los consuelos y apoyos humanos, de todas las pequeñeces del amor propio.

Él reivindica para sí su condición de hijo de un pobre zapador, trabajador de la gleba; contempla con amor, dando gracias a Dios, la mísera casita natal, que ha quedado en pie mientras se derrumbaban los palacios que un violento terremoto hizo caer en pedazos; no se cansa de repetir que si Aquel que «levanta al miserable del polvo» (Sal 112,7) no le hubiese llamado a su servicio, habría sido igual a todos sus parientes, habría ido como ellos a cortar la leña o a guardar los cerdos. Sobre todo, con qué respeto, con qué filial ternura a la puerta del convento donde la multitud de los más necesitados espera pacientemente de la caridad el cotidiano alimento frugal, alarga él la escudilla de la menestra caliente a la madre, «la pobre Isabel», que está en el dintel de la puerta mezclada entre el grupo de los indigentes, como María esperaba a Jesús ante la entrada de la sinagoga.

Pero «el que se humilla será exaltado» (Lc 14,11). La estima, el afecto, la veneración le circundan. No tiene necesidad de defenderse de él. Como el Apóstol, insensible al caso que se hace de él, este humilde sabe mostrar su firmeza y sostener el prestigio de la autoridad que él ha recibida del Señor y no de los hombres. Se da al cuidado de los pobres, de los enfermos, de los encarcelados; predica desde los púlpitos, con no menos ciencia teológica que simplicidad comunicativa, la doctrina y la ley de Cristo; hace sentir su puño de hierro en la reforma de los religiosos y en la restauración de la observancia regular, uniendo o alternando, según la necesidad, la severidad y la dulzura, sin detrimento de la fortaleza y de la caridad.

¡Qué poemas son los últimos días de su santa vida! Una gira visitando a las familias a que está ligado por vínculos de gratitud y de las cuales quiere despedirse por última vez; un supremo esfuerzo para levantarse de noche, tembloroso por la fiebre, para responder a la llamada de un penitente suyo gravemente enfermo; una mañana de confesiones; una última jornada de fidelidad a la vida común y, finalmente, en el lecho donde la obediencia le mantiene, la serena preparación antes de ir a dar cuenta a Dios de su misión y de su vida.

Llegada para él la hora de la recompensa, el humilde y glorioso hijo de Lucera es aclamado, llorado, invocado por toda la población de su ciudad natal, sin distinción de clases ni de grados. Más de dos siglos han transcurrido desde su feliz tránsito sin que haya palidecido su memoria.

[Ecclesia, del 28-IV-1951, p. 5 (453)]

26 nov 2015

Ya se acerca el Adviento!


¡El domingo ya empieza el Adviento!
Reflexiones Adviento y Navidad

Cuatro domingos de Adviento tendrán que pasar para que ya, una vez más, estemos en Navidad...

Por: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net 


Cuatro domingos de Adviento tendrán que pasar para que ya, una vez más, estemos en Navidad...
El próximo domingo será el primero y el advenimiento que vamos a celebrar es la conmemoración de la llegada del Hijo de Dios a la Tierra.
Es tiempo de preparación puesto que siempre que esperamos recibir a una persona importante, nos preparamos.

La Iglesia nos invita a que introduzcamos en nuestro espíritu y en nuestro cotidiano vivir un nuevo aspecto disciplinario para aumentar el deseo ferviente de la venida del Mesías y que su llegada purifique e ilumine este mundo, caótico y deshumanizado, procurando el recogimiento y que sean más abundantes y profundos los tiempos de oración y el ofrecimiento de sacrificios, aunque sean cosas pequeñas y simples, preparando así los Caminos del Señor.

Caminos que llevamos en nuestro interior y que tenemos que luchar para que no se llenen de tinieblas, de ambición, de lujuria, de envidia, de soberbia y de tantas otras debilidades propias de nuestro corazón humano, sino que sean caminos de luz, senderos que nos conduzcan a la cima de la montaña, a la conquista de nuestro propio yo.

Hace unos días celebrábamos el día de Cristo Rey. Cristo es un Rey que no es de este mundo. El reino que El nos vino a enseñar pertenece a los pobres, a los pequeños y también a los pecadores arrepentidos, es decir, a los que lo acogen con corazón humilde y los declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los Cielos".... y a lo "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas ocultas a los sabios y a los ricos.

Es preciso entrar en ese Reino y para eso hay que hacerse discípulo de Cristo.
A nosotros no toca ser portadores del mensaje que Jesús vino a traer a la Tierra.

Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros desde su Encarnación. por "nosotros los hombres y por nuestra salvación hasta su muerte, por nuestros pecados" (1Co 15,3) y en su Resurrección "para nuestra justificación (Rm4,1) "estando siempre vivo para interceder en nuestro favor" (Hb 7,25). Con todo lo que vivió y sufrió por nosotros, de una vez por todas, permanece presente para siempre "ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9,24).

Cuatro domingos faltan para que celebremos su llegada. Días y semanas para meditar, menos carreras, menos cansancio del bullicio y ajetreo de compras y compromisos, de banalidades y gastos superfluos... mejor preparar nuestro corazón y tratar de que los demás lo hagan también para el Gran Día del Nacimiento en la Tierra de Dios que se hace hombre.

PREPARÉMOSNOS CON ILUSIÓN Y CON FE.



Preguntas o comentarios al autor Ma. Esther de Ariño

Santo Evangelio 26 Noviembre 2015

Día litúrgico: Jueves XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,20-28): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no entren en ella; porque éstos son días de venganza, y se cumplirá todo cuanto está escrito.

»¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la tierra, y cólera contra este pueblo; y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles. Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación».

«Cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación»
Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet 
(Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)


Hoy al leer este santo Evangelio, ¿cómo no ver reflejado el momento presente, cada vez más lleno de amenazas y más teñido de sangre? «En la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo» (Lc 21,25b-26a). Muchas veces, se ha representado la segunda venida del Señor con las imágenes más terroríficas posibles, como parece ser en este Evangelio, siempre bajo el signo del miedo.

Sin embargo, ¿es éste el mensaje que hoy nos dirige el Evangelio? Fijémonos en las últimas palabras: «Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación» (Lc 21,28). El núcleo del mensaje de estos últimos días del año litúrgico no es el miedo, sino la esperanza de la futura liberación, es decir, la esperanza completamente cristiana de alcanzar la plenitud de vida con el Señor, en la que participarán también nuestro cuerpo y el mundo que nos rodea. Los acontecimientos que se nos narran tan dramáticamente quieren indicar de modo simbólico la participación de toda la creación en la segunda venida del Señor, como ya participaron en la primera venida, especialmente en el momento de su pasión, cuando se oscureció el cielo y tembló la tierra. La dimensión cósmica no quedará abandonada al final de los tiempos, ya que es una dimensión que acompaña al hombre desde que entró en el Paraíso.

La esperanza del cristiano no es engañosa, porque cuando empiecen a suceder estas cosas —nos dice el Señor mismo— «entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 21,27). No vivamos angustiados ante la segunda venida del Señor, su Parusía: meditemos, mejor, las profundas palabras de san Agustín que, ya en su época, al ver a los cristianos atemorizados ante el retorno del Señor, se pregunta: «¿Cómo puede la Esposa tener miedo de su Esposo?».

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San Juan Berchmans 26 Noviembre



26 DE NOVIEMBRE
SAN JUAN BERCHMANS,
religioso ( + 1621)

San Juan Berchmans nacio en Diest, pequeña villa de Flandes, Belgica, el 1599. Nacio el 13 de marzo y murio otro 13, el de agosto. No importa. La supersticion no tenía cabida en su vida. Todos los dias son regalo de Dios. 

Su padre Juan, curtidor de pieles, y su madre Isabel, eran buenos cristianos. Tuvieron cinco hijos, de los que tres se consagraron al Señor. Murió pronto la madre, y al final el padre se ordenó sacerdote.

Nuestro santo fue el ángel del hogar, fiel ayudante de su madre. Inicióo sus estudios en el Seminario de Malinas, luego entro en el Noviciado de los jesuitas de la misma ciudad. Mas tarde pasóo a Roma. En el Seminario y en el Noviciado se distinguió por su candor, estudio y piedad.

Su devoción a la Virgen era proverbial. Sentía hacia ella un cariño tierno, profundo, confiado y filial. "Si amo a Maria, decía, tengo segura mi salvación, perseveraré en la vocación, alcanzarée cuanto quisiere, en una palabra, seré todopoderoso". A ella dedico su Coronita de las doce estrellas.

Pululaban por entonces los errores de Bayo, catedrático de Escritura en Lovaina, quien afirmaba que María habla sido concebida en pecado.

Los teólogos Belarmino y Francisco de Toledo intervienen para esclarecer la verdad. Es curioso notar que el gran teólogo español Juan de Lugo atribuye el movimiento a favor de la Inmaculada a las oraciones de Berchmans.

El mismo Lugo insiste en que el decreto de 24 de mayo de 1622 se ha conseguido por la influencia sobrenatural de Juan Berchmans. En el se confirman las constituciones de Sixto VI, Alejandro VI, San Pio V y Pablo V. Se manda severamente que nadie, ni de palabra ni por escrito, se atreve a afirmar que la Santísima Virgen María fue concebida en pecado, y se solemniza la fiesta de la Inmaculada.

En el ultimo año de su vida Juan se había comprometido, firmando con su propia sangre, a "afirmar y defender dondequiera que se encontrase el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María".

Los santos han practicado en grado heroico todas las virtudes. Pero suelen distinguirse en alguna de ellas. ¿Cual es la virtud característica de Berchmans? El deseaba practicarlas todas por igual. Su obsesión, su locura de santo, era la fidelidad en observar perfectamente sus obligaciones, sin excusas ni escapismos. "La virtud mas eminente, es hacer sencillamente, lo que tenemos que hacer", decia Pemán en El Divino Impaciente.

Aparentemente no había hecho nada, nada llamativo. Pero vivio "apasionado por la gloria de Dios". "Quiere trabajar sin perder la más pequeña parte de su tiempo". Aprovecha las cruces de la vida diaria: "Mi mayor penitencia, la vida común". "Quiero ser santo sin espera alguna".

Hacía cada cosa en su momento, y sobrenaturalizando la intención. Cuando hay que orar, decía, ora con todo amor. Cuando hay que estudiar, estudia con toda ilusión. Cuando hay que practicar deporte, practícalo con todo entusiasmo. Y siempre con más amor, en cada instante del programa diario, bajo la dulce mirada maternal de la Virgen Maráa. Estudiaba con la mirada puesta en el futuro apostolado, en las almas que se le encomendarían. 

Mi mayor consuelo, decía al morir joven, es no haber quebrantado nunca, en mi vida religiosa, regla alguna ni orden de mis superiores, a sabiendas, y advertidamente, y el no haber cometido nunca un pecado venial. Alto y recio mensaje. Es patrono de los que se preparan para el sacerdocio. Murió el 13 de agosto de 1621. Sus ultimas palabras fueron: Jesús, María.

25 nov 2015

Santo Evangelio 25 de Noviembre de 2015

Día litúrgico: Miércoles XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,12-19): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»
Rvdo. D. Manuel COCIÑA Abella 
(Madrid, España)


Hoy ponemos atención en esta sentencia breve e incisiva de nuestro Señor, que se clava en el alma, y al herirla nos hace pensar: ¿por qué es tan importante la perseverancia?; ¿por qué Jesús hace depender la salvación del ejercicio de esta virtud?

Porque no es el discípulo más que el Maestro —«seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Lc 21,17)—, y si el Señor fue signo de contradicción, necesariamente lo seremos sus discípulos. El Reino de Dios lo arrebatarán los que se hacen violencia, los que luchan contra los enemigos del alma, los que pelean con bravura esa “bellísima guerra de paz y de amor”, como le gustaba decir a san Josemaría Escrivá, en que consiste la vida cristiana. No hay rosas sin espinas, y no es el camino hacia el Cielo un sendero sin dificultades. De ahí que sin la virtud cardinal de la fortaleza nuestras buenas intenciones terminarían siendo estériles. Y la perseverancia forma parte de la fortaleza. Nos empuja, en concreto, a tener las fuerzas suficientes para sobrellevar con alegría las contradicciones.

La perseverancia en grado sumo se da en la cruz. Por eso la perseverancia confiere libertad al otorgar la posesión de sí mismo mediante el amor. La promesa de Cristo es indefectible: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19), y esto es así porque lo que nos salva es la Cruz. Es la fuerza del amor lo que nos da a cada uno la paciente y gozosa aceptación de la Voluntad de Dios, cuando ésta —como sucede en la Cruz— contraría en un primer momento a nuestra pobre voluntad humana. 

Sólo en un primer momento, porque después se libera la desbordante energía de la perseverancia que nos lleva a comprender la difícil ciencia de la cruz. Por eso, la perseverancia engendra paciencia, que va mucho más allá de la simple resignación. Más aún, nada tiene que ver con actitudes estoicas. La paciencia contribuye decisivamente a entender que la Cruz, mucho antes que dolor, es esencialmente amor.

Quien entendió mejor que nadie esta verdad salvadora, nuestra Madre del Cielo, nos ayudará también a nosotros a comprenderla.

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25 de noviembre BEATOS LUIS BELTRAME QUATTROCCHI Y MARÍA CORSINI Esposos


25 de noviembre

BEATOS LUIS BELTRAME QUATTROCCHI
Y MARÍA CORSINI
Esposos

Luigi: 
Catania (Italia), 12-enero-1880
+ Roma, 9-noviembre-1951
María: 
Florencia, 24-junio-1884
+ Serravalle, 26-agosto-1965
B. 21-octubre-2001


En un gesto sin precedentes en la historia de la Iglesia, el 21 de octubre de 2001, Juan Pablo II beatificaba conjuntamente a un matrimonio: los esposos italianos Luis Beltrame Quattrocchi y María Corsini.

Y la diócesis de Roma celebraba por vez primera la memoria de los nuevos beatos el 25 de noviembre de 2001: contrariamente a la tradición eclesial, la fecha de la celebración no era el dies natalis (fecha de la muerte: nacimiento a la vida eterna), sino el aniversario de la boda de este matrimonio ejemplar, que fue el 25 de noviembre de 1905.


LUIS BELTRAME QUAITROCCHI

El 18 de febrero de 1880 nacía Luis en Catania, tercero de los cuatro hijos de los esposos Carlo y Francesca, de clase media. Cuando el niño contaba unos nueve años se trasladó a Roma -donde residiría el resto de su vida- para vivir con sus tíos Luigi y Stefania, que no podían tener hijos. Stefania se encargaría personalmente de la formación cristiana de su sobrino, al que enviaron a buenos centros docentes para una formación integral, que completó con el doctorado en Derecho, en 1902, en la Universidad «La Sapienza».

1905 fue un año decisivo: el 25 de noviembre se casó con María Corsini en la basílica de Santa María la Mayor. Desde el primer momento quisieron formar una familia fundada en el sacramento que santifica y decidieron acoger a los hijos como don de Dios, dispuestos a superar juntos todas las dificultades de la vida. Tuvieron dos hijos y dos hijas: los dos varones llegaron a ser sacerdotes y la mayor de las hijas, religiosa. La menor se dedicó a la docencia de idiomas.

El sentido del deber y de la rectitud moral cristiana orientó siempre el ejercicio de la profesión de Luis. No aceptó nunca componendas ni favoritismos, sino que se mostró muy atento y sensible ante los más necesitados. No se dejó atemorizar por los poderosos ni corromper por los ricos. Precisamente por esto fue siempre estimado y respetado por los compañeros, cualesquiera que fueran su fe o sus ideas políticas. Al mismo tiempo que su actividad forense, cultivó y animó el asociacionismo católico, dedicándose a varios tipos de apostolado y obras de caridad. Fue miembro y consejero de la junta central de la Asociación de Scouts católicos italianos, colaboró con el profesor Luigi Gedda en la Acción Católica y en el Movimiento de Renacimiento Cristiano. El franciscano Pellegrino Paoli, a quien Luis eligió como director espiritual, acertó a orientar la vida de fe del cristiano, del esposo, del padre de familia, del abogado.

Su vida estuvo completamente centrada en Dios: en profunda comunión con su esposa, la fe era el centro de su vida personal, conyugal, familiar y profesional. Eso le ayudó a ver la vida como vocación, la familia como una iglesia doméstica, la profesión como una misión evangélica, el diálogo con Dios como una exigencia cotidiana de su espíritu. Su relación afectiva con su esposa se convirtió cada vez más en comunión de espíritus, impulso generoso y alegre a través de un itinerario de fe realizado juntos; opción concorde de vida familiar, caracterizada por la sencillez, la penitencia y la caridad, con el firme propósito de apartar todo lo que dañara la virtud. Sus compromisos espirituales más importantes eran la misa diaria (a menudo en la basílica de Santa María la Mayor), la comunión eucarística, la confesión semanal, la devoción al Sagrado Corazón y a la Virgen, con el rezo diario del rosario en familia. Fe y obras: su caridad en favor de los pobres y marginados era proverbial entre sus conocidos, a pesar de que procuraba que su mano izquierda no se enterara de lo que hacía su derecha.

Lleno de méritos, habiendo dejado ejemplos de vida evangélica por donde pasó, el 9 de noviembre de 1951 volaba al cielo: era la tercera crisis cardíaca, que no pudo superar como las dos primeras, en 1941 y 1944. A su entierro en el cementerio de Campo Verano acudieron multitud de amigos, que antes habían participado en el funeral, celebrado en la parroquia de San Vitale.


MARÍA CORSINI

Florencia, la ciudad del arte, vio nacer a María, hija única del matrimonio Angiolo Corsini y Giulia Salvi, el 24 de junio de 1884. A los cuatro días era bautizada. La que era hija de una famosa familia de excelente posición económica y social, se convertía en hija de Dios.

Los abuelos de María, que vivían en su misma casa, ejercieron una influencia positiva en la formación de la personalidad de su nieta. Por motivos laborales de su padre, oficial de los granaderos de Cerdeña, la familia cambió varias veces de domicilio: Pistoya, Florencia, Arezzo y por último Roma, a donde se trasladaron también los abuelos. Hizo la primera comunión, punto de arranque de su crecimiento espiritual, el 30 de septiembre de 1897. Dotada de inteligencia viva, espíritu atento y sensibilísimo, aprovechó muy bien las ventajas de su ambiente familiar, especialmente las lecturas, para conseguir una buena formación cultural. Junto a una excelente formación cristiana y vivencia de la fe, destacaba en el dominio del humanismo, como buena florentina: a los diecisiete años conocía a fondo la literatura italiana.

La Providencia quiso que la vida de Maria estuviera un día unida a la de un buen cristiano: el 15 de marzo de 1905 se prometía con Luis Beltrame, joven abogado, cuyos tíos eran amigos de la familia Corsini. Una intensa correspondencia, que duró 46 años, nos permite conocer los sentimientos de ambos y el constante crecimiento de su relación en pureza, sinceridad y gracia, teniendo como base los valores espirituales. Después del matrimonio, celebrado el 25 de noviembre de 1905, se establecieron en la casa Corsini-Salvi. Un año después dio a luz a su primer hijo, Filippo; dos años más tarde, a Stefania; y al año siguiente, a Cesare. En el cuarto embarazo se le presentó una grave patología, que en aquel lejano 1913 obligaba a optar por la vida de la madre con el aborto o por la del hijo, si se proseguía el embarazo con altísimo riesgo personal para la madre. De común acuerdo, los esposos decidieron continuar el embarazo y a los ocho meses, tras una operación delicadísima, dio a luz a su hija menor, Enrichetta, que fue bautizada en seguida. Madre e hija salvaron su vida. Dios tenía para ellas misiones de testimonio cristiano en el mundo.

El matrimonio Beltrame Quattrocchi buscó con acierto la colaboración de buenos religiosos y religiosas, tanto para la formación de sus hijos como para su apostolado seglar. Educaron a los hijos en el Instituto Máximo de los jesuitas y a las hijas en las damas inglesas; se preocuparon también de que sus hijos se dedicaran a actividades buenas y de sana distracción: los chicos se afiliaron a los Scouts y las chicas frecuentaron a las religiosas reparadoras. María, además de cuidar de los hijos, atendía a los abuelos ya enfermos y se dedicaba al apostolado de la pluma. El encuentro con el padre Matteo Crawley, en 1916, en plena guerra mundial, dio nuevo impulso a su apostolado: le ayudó a divulgar la devoción al Sagrado Corazón, contribuyó a salvar la institución familiar mediante la exaltación de sus valores morales y religiosos. Trabajó como catequista; asistió a los heridos de guerra, e hizo numerosas obras de caridad en favor de los pobres. Más tarde colaboró con Armida Bareli y el padre Agostino Gemelli, o.f.m. Acompañó enfermos a Lourdes y Loreto para infundirles esperanza y ayudarles a aceptar los sufrimientos; consiguió el diploma de la Cruz Roja y durante nueve años trabajó en los hospitales civiles y militares, a menudo como encargada de sala. Pero María no podía ocultar su profunda formación humanística: un talento que aprovechó siempre que pudo como excelente instrumento de apostolado, por medio de sus escritos.

Hubo una ocasión providencial para expresar, a través de su pluma, lo que sentía aquella alma llena de Dios: a la elegancia de su estilo unía la experiencia mística de su vivencia evangélica. Maria tenía sólo 35 años. Una gravísima enfermedad la puso al borde de la muerte. Y, como despedida, dedicó a su marido y a sus hijos su testamento espiritual y dos cartas. Recobrada la salud, en 1920 entró en el Consejo Central de la Acción Católica, y el 12 de noviembre fue nombrada miembro del secretariado central de estudio, lo que la llevó a escribir con regularidad en periódicos. En 1922, en el espacio de pocos meses, tres de sus hijos manifestaron su deseo de consagrarse a Dios. En 1930, las bodas de plata de matrimonio coincidieron con la ordenación sacerdotal de su hijo Filippo, que en su primera misa bendijo los anillos de sus padres; ya para entonces Cesare era benedictino, y había elegido como nombre Paulino, y la hija Stefania había ingresado en el monasterio de benedictinas de Milán. El 9 de noviembre de 1951 murió el marido y afrontó este dolor con gran fe. Ella continuó su apostolado, adhiriéndose, por indicación del padre Garrigou-Lagrange, op., su director espiritual, al movimiento «Frente de la Familia», del que fue vicepresidenta del comité romano, prodigándose en la defensa de la integridad de la familia. El dominico Garrigou-Lagrange, profesor en la Universidad de Santo Tomás (Angélicum), es conocido mundialmente por sus escritos de teología espiritual, y el joven sacerdote polaco Karol Wojtyla, estudiante de dicha Universidad y futuro papa Juan Pablo II, eligió al docto dominico para dirigir su tesis doctoral. María Corsini fue también responsable de la sección femenina de «Renacimiento cristiano», en el que trabajó intensamente.

En pleno verano, el 26 de agosto de 1965, María se fue al encuentro de su esposo, que la esperaba junto al Señor. El amor, más fuerte que la muerte, los unió para siempre en la gloria.


UNA VIDA ORDINARIA DE MODO EXTRAORDINARIO

Cuando Juan Pablo II declaró beatos a los esposos Luis y María, en presencia de tres de sus hijos -Filippo y Cesare, sacerdotes, y Enrichetta-, aprovechó la ocasión para exponer la importancia de la vida cristiana en el matrimonio: al hilo de la doctrina iba exponiendo el papa el testimonio de los nuevos beatos:

«Queridos hermanos y hermanas, amadísimas familias, hoy nos hemos dado cita para la beatificación de dos esposos: Luis y María Beltrame Quattrocchi. Con este solemne acto eclesial queremos poner de relieve un ejemplo de respuesta afirmativa a la pregunta de Cristo. La respuesta la dan dos esposos, que vivieron en Roma en la primera mitad del siglo XX, un siglo durante el cual la fe en Cristo fue sometida a dura prueba. También en aquellos años difíciles los esposos Luis y María mantuvieron encendida la lámpara de la fe -lumen Christi- y la transmitieron a sus cuatro hijos, tres de los cuales están presentes hoy en esta basílica. Queridos hermanos, vuestra madre escribió estas palabras sobre vosotros: «Los educábamos en la fe, para que conocieran a Dios y lo amaran» (L'ordito e la trama, p. 9). Pero vuestros padres también transmitieron esa llama viva a sus amigos, a sus conocidos y a sus compañeros. Y ahora, desde el cielo, la donan a toda la Iglesia.

»No podía haber ocasión más feliz y más significativa que ésta para celebrar el vigésimo aniversario de la exhortación apostólica «Familiaris consortio'. Este documento, que sigue siendo de gran actualidad, además de ilustrar el valor del matrimonio y las tareas de la familia, impulsa a un compromiso particular en el camino de santidad al que los esposos están llamados en virtud de la gracia sacramental, que "no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia" (Familiaris consortio, 56). La belleza de este camino resplandece en el testimonio de los Beatos Luis y María, expresión ejemplar del pueblo italiano, que tanto debe al matrimonio y a la familia fundada en él.

»Estos esposos vivieron, a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana, el amor conyugal y el servicio a la vida. Cumplieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, entregándose generosamente a sus hijos para educarlos, guiarlos y orientarlos al descubrimiento de su designio de amor. En este terreno espiritual tan fértil surgieron vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, que demuestran cómo el matrimonio y la virginidad, a partir de sus raíces comunes en el amor esponsal del Señor, están íntimamente unidos y se iluminan recíprocamente.

»Los beatos esposos, inspirándose en la palabra de Dios y en el testimonio de los santos, vivieron una vida ordinaria de modo extraordinario. En medio de las alegrías y las preocupaciones de una familia normal, supieron llevar una existencia extraordinariamente rica en espiritualidad. En el centro, la Eucaristía diaria, a la que se añadían la devoción filial a la Virgen María, invocada con el rosario que rezaban todos los días por la tarde, y la referencia a sabios consejeros espirituales. Así supieron acompañar a sus hijos en el discernimiento vocacional, entrenándolos para valorarlo todo "de tejas para arriba", como simpáticamente solían decir.

'La riqueza de fe y amor de los esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi es una demostración viva de lo que el Concilio Vaticano II afirmó acerca de la llamada de todos los fieles a la santidad, especificando que los cónyuges persiguen este objetivo "propriam viam sequentes", "siguiendo su propio camino" (Lumen gentium, 41). Esta precisa indicación del Concilio se realiza plenamente hoy con la primera beatificación de una pareja de esposos: practicaron la fidelidad al Evangelio y el heroísmo de las virtudes a partir de su vivencia como esposos y padres.

»»En su vida, como en la de tantos otros matrimonios que cumplen cada día sus obligaciones de padres, se puede contemplar la manifestación sacramental del amor de Cristo a la Iglesia.»


MATRIMONIO Y VIDA CONSAGRADA

Con frecuencia se ha ponderado tanto la excelencia de la vida consagrada –monástica, religiosa, sacerdotal–, que ha quedado en un modesto segundo plano la grandeza del matrimonio cristiano. Con motivo de la beatificación de los esposos Luigi y María, alguien recordó aquella anécdota de San Pío X, cuando le preguntaron qué vocación era la mejor para la Iglesia. El santo patriarca de Venecia se quitó el anillo pastoral, pidió a unos esposos sus anillos, y dijo mostrando los tres: Sin los anillos de mis padres no hubiera sido posible este anillo episcopal.

Ciertamente, la tradición de la Iglesia se ha inclinado más a la exaltación de la vida consagrada por el reino de los cielos –un don que Dios da a quien él elige– que a la vida matrimonial. Por eso, cuando se escuchan las palabras de Juan Pablo II, se descubre la plena realidad: las diversas vocaciones son complementarias en la Iglesia, y la santidad no es monopolio de un estado, sino vocación y patrimonio de todos los bautizados.

Esto no es nuevo en la Iglesia. Nada menos que en el siglo IV, el obispo Anfiloquio de Iconio, de gran influencia en el Concilio de Constantinopla (381), y muy reconocido después de muerto en el Concilio de Éfeso (431), decía en una homilía, precisamente en la fiesta que la Iglesia de nuestros días ha elegido como Día de la Vida Consagrada (-2 de febrero).

«La virginidad es admirable como tesoro de no servidumbre, como morada de libertad, como ornamento ascético, como superior al estado humano, como libre de las necesarias pasiones, como aquella que entra con el esposo Cristo en el tálamo del reino de los cielos. Éstos y otros semejantes son los valores de la virginidad. Un honorable matrimonio (Hb 13, 4) supera todo don terreno, como árbol que da fruto, como planta hermosa, como raíz de virginidad, como cultivo de ramas razonables y vitales, como bendición del crecimiento del mundo, como consolación de la raza, como creador de la humanidad, como pintor de la imagen divina, como poseedor de la bendición de su Señor, como el que abraza todo el mundo para cargarlo, como el que habita en aquel a quien suplicó que se encarnase, como el que puede decir con confianza: "Henos aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado" (Hb 2, 13; Is 8, 18). Elimina el matrimonio honorable, y no hallarás la flor de la virginidad; porque en él y en ninguna otra parte se recoge la flor de la virginidad. Al decir todo esto no queremos meter una pugna entre la virginidad y el matrimonio, sino que apreciamos ambos como necesarios. Pues el mismo Señor, que proveyó una y otro, no ha opuesto la primera al segundo, sino que mantiene a ambos como partes del temor de Dios. Porque sin el piadoso temor de Dios, ni es preciosa la virginidad, ni honorable el matrimonio' (Homilía II en la fiesta de la Presentación de nuestro Señor Jesucristo).

Los Beatos Luis y María vivieron el sacramento del matrimonio con todas sus consecuencias de santificación. Y, entre las consecuencias más valiosas, la vivencia del Evangelio y de sus valores en el seno de la familia que se convierte en iglesia doméstica, en primer seminario: En casa, siempre se respiró un clima sobrenatural, sereno, alegre, no beato –declaraba Cesare, uno de los hijos sacerdotes que han sido testigos de la beatificación–. La educación, que nos llevó a tres de nosotros a la consagración, era el pan cotidiano. Todavía tengo una Imitación de Cristo, que mamá me regaló cuando tenía diez años. La dedicatoria me sigue produciendo escalofríos: Acuérdate de que a Cristo se le sigue, si es necesario, hasta dar la vida».

¡Cuántos hemos escuchado de labios de la madre palabras semejantes, que han marcado nuestra vida para siempre!

JOSÉ A. MARTÍNEZ PUCHE, O.P.