4 jul 2015

«El Esposo está con ellos»



«El Esposo está con ellos»

     El pecado de Adán se comunicó a todo el género humano, a todos sus hijos... Es, pues, necesario que también la justicia de Cristo se comunique a todo el género humano; de la misma manera que Adán, por el pecado, hizo perder la vida a su descendencia, así Cristo, por su justicia, dará la vida a sus hijos (cf Rm 5,19s)... 


En la plenitud de los tiempos, Cristo recibió de María un alma y nuestra carne. Esta carne, él vino a salvarla, y no la abandonó en la región de los muertos (Sl 15,10), la unió a su espíritu y la hizo suya. Estas son las bodas del Señor, su unión a una sola carne, a fin de que, según «este gran misterio» sean «dos en una sola carne: Cristo y la Iglesia» (Ef 5,31). De estas nupcias nació el pueblo cristiano, y sobre ellas descendió el Espíritu del Señor. Esta siembra venida del cielo se expandieron rápidamente en la substancia de nuestras almas y se mezclaron con ella. No desarrollamos en las entrañas de nuestra Madre y, creciendo en su seno, recibimos la vida en Cristo. Eso es lo que hizo decir al apóstol Pablo: «El primer hombre, Adán, se convirtió en ser vivo; el último Adán, en espíritu que da vida» (1C 15,45). 


Es así como Cristo, por sus presbíteros, engendró a hijos en la Iglesia, tal como lo dice el mismo apóstol: «Soy yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús» (1C 4,15). Y es así como por el Espíritu de Dios, Cristo, por las manos de su presbítero, y con la fe por testigo, hace nacer al hombre nuevo formado en el seno de su Madre y dado a luz en la fuente bautismal... Es, pues, necesario creer que podemos nacer... y que es Cristo quien nos da la vida. El apóstol Juan lo dice: «A cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12).

San Paciano (¿-c. 390), obispo de Barcelona 
Homilía sobre el bautismo; PL 13,1092 

Santo Evangelio 4 de Julio de 2015



Día litúrgico: Sábado XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 9,14-17): En aquel tiempo, se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «¿Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán. Nadie echa un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, porque lo añadido tira del vestido, y se produce un desgarrón peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en pellejos viejos; pues de otro modo, los pellejos revientan, el vino se derrama, y los pellejos se echan a perder; sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos, y así ambos se conservan».

«Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán»
Rev. D. Joaquim FORTUNY i Vizcarro 
(Cunit, Tarragona, España)


Hoy notamos cómo con Jesús comenzaron unos tiempos nuevos, una doctrina nueva, enseñada con autoridad, y cómo todas las cosas nuevas chocaban con la praxis y el ambiente dominante. Así, en las páginas que preceden al Evangelio que estamos contemplando, vemos a Jesús perdonando los pecados al paralítico y curando su enfermedad, mientras que los escribas se escandalizan; Jesús llamando a Mateo, cobrador de impuestos y comiendo con él y otros publicanos y pecadores, y los fariseos “subiéndose por las paredes”; y en el Evangelio de hoy son los discípulos de Juan quienes se acercan a Jesús porque no comprenden que Él y sus discípulos no ayunen.

Jesús, que no deja nunca a nadie sin respuesta, les dirá: «¿Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán» (Mt 9,15). El ayuno era, y es, una praxis penitencial que contribuye a «adquirir el dominio sobre nuestros instintos y la libertad del corazón» (Catecismo de la Iglesia, n. 2043) y a impetrar la misericordia divina. Pero en aquellos momentos, la misericordia y el amor infinito de Dios estaba en medio de ellos con la presencia de Jesús, el Verbo Encarnado. ¿Cómo podían ayunar? Sólo había una actitud posible: la alegría, el gozo por la presencia del Dios hecho hombre. ¿Cómo iban a ayunar si Jesús les había descubierto una manera nueva de relacionarse con Dios, un espíritu nuevo que rompía con todas aquellas maneras antiguas de hacer?

Hoy Jesús está: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), y no está porque ha vuelto al Padre, y así clamamos: ¡Ven, Señor Jesús!

Estamos en tiempos de expectación. Por esto, nos conviene renovarnos cada día con el espíritu nuevo de Jesús, desprendernos de rutinas, ayunar de todo aquello que nos impida avanzar hacia una identificación plena con Cristo, hacia la santidad. «Justo es nuestro lloro —nuestro ayuno— si quemamos en deseos de verle» (San Agustín).

A Santa María le suplicamos que nos otorgue las gracias que necesitamos para vivir la alegría de sabernos hijos amados.

© evangeli.net M&M Euroeditors 

Santa Isabel reina de Portugal, 4 de Julio


4 de julio
 SANTA ISABEL,
REINA DE PORTUGAL

(† 1336)

Según parece más probable, nació a principios de 1270, hija del rey Don Pedro III de Aragón y de la reina Doña Constanza. ¿En qué lugar? ¿En Zaragoza? ¿En Barcelona? No sabemos de fijo. Se casó en 1282 con Don Dionís, rey de Portugal, firmando el diploma matrimonial en latín. Esta frágil criatura de cabellos dorados y doce años incompletos no adivinaba, seguramente, la misión que Dios le reservaba en la agitada vida peninsular de aquellos tiempos, misión religiosa, política, social y humana de primera clase.

Nieta de Jaime I el Conquistador, biznieta de Federico II de Alemania, de ellos heredó la energía tenaz y la fuerza del alma. Pero se caracterizaba, sobre todo, por la bondad inmensa y el espíritu equilibrado y justo de Santa Isabel de Hungría, su pariente cercana. Como dice la leyenda medieval de su vida, escrita por una mano contemporánea de la reina santa, ella era una mujer llena de dulzura y bondad, muy inteligente y bien educada.

 El viaje a Portugal fue largo y dificultoso, pues los guerreros rodeaban los caminos de entonces, poco seguros. En junio de 1282 se encontraba en Trancoso con el rey Don Dionís, a quien veía por primera vez. El Libro que habla de la buena vida que hizo la reina de Portugal, Doña Isabel de Portugal, al que llamaremos leyenda primitiva, y las Crónicas de los siete primeros reyes de Portugal, trazan vigorosamente el retrato moral de esta mujer extraordinaria, que al indomable Don Alfonso IV el Bravo tan cariñosamente amó.

 Le gustaba la vida interior y el trabajo silencioso. Ayunaba días incontables a lo largo del año, se conmovía por los errantes, rezaba por su Libro de horas, cosía y hacía bordados en compañía de las dueñas y doncellas, y distribuía limosnas a los necesitados, sin olvidarse del gobierno de su casa (la casa de la reina era un mundo). Todo esto lo hacía intensamente y esta intensidad nos da medida de su vida.

 A los veinte años nació Don Alfonso IV el Bravo, que fue su cruz y el gran amor de su existencia. Caso único en la primera dinastía portuguesa, la vida de este hombre fue pura y no estará descaminado descubrir aquí la influencia de la madre, y tal vez un complejo de repugnancia por las aventuras amorosas, influenciado por los dolores, que él veía padecer a Santa Isabel, medio abandonada por el marido.

 Pero era discreta esta joven reina. Obligaba al hijo a obedecer a su padre (¡él era el rey!), fingía no saber nada, de lo de Don Dionís y al hablarle de eso cambiaba la conversación o empezaba a rezar y a leer sus libros. El rey se arrepentía o tapaba sus pecados lo más que podía. Y ella, muy mujer, pero cristiana hasta la medula del alma, criaba los hijos ilegítimos del marido. De esta forma todos se maravillaban de ver esta niña con tanto juicio y dominio de sí misma.

 En la política peninsular de entonces su poder moderador se hizo sentir profundamente, ya en las guerras entre reinos cristianos que habían de formar la España moderna, ya en las desavenencias interminables de Don Dionís con el hermano y el hijo turbulento. Daba a su dueño la razón, procuraba explicarle el derecho y la verdad. Y no siempre era fácil convencerle. En estos momentos sombríos y cargados de destino hacia el alma de esposa, de madre y de reina, aunque dulce en el habla, jugaba heroicamente todo por todo, llegando a ser desterrada lejos del rey.

 Un odio fuerte enraizaba en el alma del infante, a punto de tratar a su padre como a un extraño. Y no era solamente la familia real la que estaba desunida, eran millares de familias divididas por ambos partidos, odiándose implacablemente, quemando casas y talando campos. Para rehacer la paz, deshecha en cada momento, Santa Isabel se puso en camino de Coimbra. Luchaba por lo que modernamente llamamos arbitraje. Nada de guerras. Que la sentencia sea dada por el juez. Este es su curso. Que las tropas se alejen y, si el infante tuviese alguna razón, que el rey se la dé.

 Ahora era junto a Lisboa, donde los soldados de Don Dionís y del infante iban a empezar una guerrilla más sin fruto. Apresuradamente, Santa Isabel subió a una mula y, sin nadie a su alrededor, pasó como una mujer cualquiera entre las huestes enemigas.

 Recordó al hijo sus juramentos pasados, le pidió que no hiciese daño a su padre, habló con Don Dionís y volvió al infante por segunda vez. Y la tempestad se apaciguó pausadamente. Es una pena que se haya perdido casi toda la correspondencia, fuera de pocas cartas. De éstas recordamos una que le envió al rey Don Jaime, almirante de la Santa Iglesia de Roma. Otra se destinaba al rey Don Dionís, y nos da medida exacta de angustia de esta mujer, que amaba igualmente al marido que al hijo y los veía siempre en guerra: "No permitáis —escribe ella— que se derrame sangre de vuestra generación que estuvo en mis entrañas. Haced que vuestras armas se paren o entonces veréis cómo en seguida me muero. Si no lo hacéis iré a postrarme delante de vos y del infante, como la loba en el parto si alguien se aproxima a los cachorros recién nacidos. Y los ballesteros han de herir mi cuerpo antes de que os toque a vos o al infante. Por Santa María y por el bendito San Dionís os pido que me respondáis pronto, para que Dios os guíe".

 Los años fueron pasando, Don Dionís enfermó de viejo, como dice el cronista anónimo. Lleváronlo a Santarém y Santa Isabel, una vez más, fue su humilde enfermera, hasta que el rey entregó su alma a Dios. Entonces la reina se sintió más lejos de este mundo. Volvería a hacer paces, a entrar en relaciones, a encaminar como podía la tormentosa política de la península Ibérica, pero su propósito estaba tomado. Púsose un velo blanco y el hábito de Santa Clara, aunque libre de votos religiosos, conservando lo que era suyo, como dice ella, para construir iglesias, monasterios y hospitales. Era una resolución antigua, ya conocida del hijo y de su confesor, fray Juan de Alcami. Como antes (y todavía más, pues era ahora más libre para darse a Dios y a los pobres), se entregó a la vida interior y dio largas a su sentido cristiano de función social de riqueza.

 En sus viajes veía a los pobres sentados a las puertas de las villas y de los pueblos. Distribuía vestidos, visitaba a los enfermos poniendo en ellos sus manos sin darle asco, y los entregaba a los médicos. Frailes menores, dominicos y carmelitas, monjitas medio emparedadas en los conventos religiosos, los que venían desde España pidiendo limosna, a todos ella daba alguna cosa. En suma: no quedaban desamparados ni presos que de su limosna no recibiesen parte. Besaba los pies de las mujeres leprosas. Junto a sí criaba muchas hijas de hidalgos, caballeros y gente más humilde. De ellas, unas se casaban, otras se metían monjas, conforme Dios quería, llevando todas una dote. Y Santa Isabel ponía en todo un cariño especial, un gesto de inefable delicadeza. Per ejemplo, a las novias que ella casaba les prestaba una corona de piedras amarillas, y el tocado y el velo, para que estuviesen más guapas. Era una actividad de estadista competente y de bienhechora social. Por donde pasaba y veía hospitales, iglesias, puentes o fuentes en construcción en seguida ayudaba. Se interesaba por todas las obras, dirigió la construcción del convento de Santa Clara de Coimbra, hablaba con los operarios, les decía cómo tenían que hacer las cosas, y ellos se quedaban asombrados de sus conocimientos.

 Como todos los cristianos de la Edad Media iban a Santiago de Compostela, allí se dirigió ella sin dar explicaciones a nadie, pues su marido ya había muerto. El arzobispo celebró misa y Santa Isabel ofreció al patrono de España la más noble corona de su tesoro, velos, paños bordados, piedras preciosas y la mula con su manto de oro y plata. Al volver a Portugal traía consigo el bordón y la esclavina de los peregrinos, para "aparecer peregrina de Santiago".

 En un día caliente de verano la oyeron decir que la guerra iba a estallar entre Don Alfonso IV, rey de Portugal, y el rey de Castilla. Eran su hijo y su nieto. El calor era tremendo. Aun así la reina, cansada de años y de trabajo, se puso en camino. Esta vez el camino de Estremoz era como de muerte. Con un dolor agudo apareció una herida en el brazo y tuvo también fiebre. Junto a su cama estaba su nuera doña Beatriz, Entonces vio pasar como una dama con vestiduras blanca. ¿Tal vez Nuestra Señora? ¿Le subió la fiebre? Es posible. Pero revela un alma que pensaba en el otro mundo. El jueves siguiente confesóse, asistió a misa y con gran devoción y muchas lágrimas recibió el cuerpo de Dios. Volvió a la cama. La noche caía. Dijo a Don Alfonso IV que fuese a cenar, siguiendo la costumbre que tienen las madres de cuidar a los hijos como si siempre fuesen pequeños. Sentía que la hora estaba al llegar. ¡Mucho había ya rezado en su vida! Había visitado centenares de iglesias, había asistido a incontables fiestas eucarísticas. Sabía latín, conocía de memoria los himnos litúrgicos, a punto de corregir a los clérigos cuando ellos se equivocaban. No nos extrañemos oyéndola recitar a la hora de la muerte los versos latinos de Maria, mater gratiae, etc. La voz se consumía cada vez más, pero ella continuaba rezando, hasta que nadie la entendió; y así rezando acabó su tiempo. Cumpliríase lo que ella tanto pedía a Dios: murió junto al hijo. Y nada tan conmovedor como el amor indestructible de esta Santa que nadie vio enfadada con aquel hijo bravo y duro de cerviz. Fue esto en el castillo de Estremoz el 4 de julio de 1336.

 En siete jornadas, a través de las planicies abrasadoras de Alemtejo y de Extremadura, llevaron su cuerpo al convento de Santa Clara de Coimbra. Y allí quedó a lo largo de los siglos, rodeado de una aureola de milagros. Algunos de ellos legendarios, como el milagro de las rosas, que no viene en la leyenda primitiva. Otros verdaderos. Al canonizarla el 25 de mayo de 1625, Urbano VIII confirmaba la voz antigua del pueblo rodeando de una gloria inmortal una de las más perfectas mujeres de la Edad Media.

 MARIO MARTINS, S. I.





Realeza y Santidad


Hoy la historia y ejemplo de Isabel de Portugal (1271-1336) nos afecta, por su grandeza y cercanía. No toda nobleza humana se aleja y huye de la nobleza de hijos de Dios.

Isabel era hija de Pedro III de Aragón; nieta, por parte de padre, de Jaime I el conquistador; y sobrina-nieta, por parte de madre, de santa Isabel de Hungría (de la que tomó el nombre). 

Educada en castillos-palacios de Aragón, a los doce años ya fue entregada en matrimonio al rey de Portugal, don Dionis, que era un tipo muy distinto de ella en moral y delicadeza. Se le abría camino de flores y espinas, gloria y humillación.

Tuvo con don Dionis un hijo, el único suyo, pero hubo de sobrellevar la amargura de que otros muchos hijos de su marido fueran bastardos. 

En dos ocasiones, el hijo legítimo se rebeló contra su padre. No se entendían ni toleraban. En ambas ocasiones ella se presentó como mediadora en la batalla, como un ángel de Dios, ángel de paz y hogar.

Cuando el esposo murió, ella, en edad de 54 años, se dedicó totalmente a los pobres durante once años, bajo el hábito de terciaria franciscana. 

Era piadosa peregrina de Santiago de Compostela, adonde acudía con sus pobres. 

¡Qué belleza de santa! Con ejemplares de mujer como ella, el mundo se llenaría de vida y esperanza.

ORACIÓN:

¿Oh Dios!, tu creas la paz y amas la caridad; tú concediste a Isabel la gracia de ser conciliadora de personas enfrentadas¸ a imitación suya, haz también de nosotros instrumentos de concordia, paz, amor, esperanza. Amén

3 jul 2015

Santo Evangelio 3 de Julio de 2015



Día litúrgico: 3 de Julio: Santo Tomás, apóstol

Texto del Evangelio (Jn 20,24-29): Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». 

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».

«Señor mío y Dios mío»
+ Rev. D. Joan SERRA i Fontanet 
(Barcelona, España)

Hoy, la Iglesia celebra la fiesta de santo Tomás. El evangelista Juan, después de describir la aparición de Jesús, el mismo domingo de resurrección, nos dice que el apóstol Tomás no estaba allí, y cuando los Apóstoles —que habían visto al Señor— daban testimonio de ello, Tomás respondió: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20,25).

Jesús es bueno y va al encuentro de Tomás. Pasados ocho días, Jesús se aparece otra vez y dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20,27).

—Oh Jesús, ¡qué bueno eres! Si ves que alguna vez yo me aparto de ti, ven a mi encuentro, como fuiste al encuentro de Tomás.

La reacción de Tomás fueron estas palabras: «Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). ¡Qué bonitas son estas palabras de Tomás! Le dice “Señor” y “Dios”. Hace un acto de fe en la divinidad de Jesús. Al verle resucitado, ya no ve solamente al hombre Jesús, que estaba con los Apóstoles y comía con ellos, sino su Señor y su Dios.

Jesús le riñe y le dice que no sea incrédulo, sino creyente, y añade: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,28). Nosotros no hemos visto a Cristo crucificado, ni a Cristo resucitado, ni se nos ha aparecido, pero somos felices porque creemos en este Jesucristo que ha muerto y ha resucitado por nosotros.

Por tanto, oremos: «Señor mío y Dios mío, quítame todo aquello que me aparta de ti; Señor mío y Dios mío, dame todo aquello que me acerca a ti; Señor mío y Dios mío, sácame de mí mismo para darme enteramente a ti» (San Nicolás de Flüe).

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Santo Tomás Apostol, 3 de junio


SANTO TOMÁS
Apóstol (+ s. I)
3 de julio


Tan pronto como Juan Bautista señaló a las turbas la presencia del Mesías entre los mortales con las palabras: "He aquí el Cordero de Dios", dos de sus discípulos que le oyeron, abandonando su compañía, se fueron en pos de Cristo. Poco a poco fueron juntándose otros, procedentes en su totalidad de las clases sociales media y trabajadora.

El Evangelio menciona a veces expresamente los nombres de los apóstoles que se unían a Cristo y describe las circunstancias que rodearon tal acontecimiento, pero ni una sola palabra encontramos en el texto neotestamentario sobre cuándo y cómo Santo Tomás se incorporó al Colegio apostólico.

Su nombre figura por vez primera en la lista que dan los evangelios sinópticos de los doce apóstoles. Pero en el orden de su colocación se percibe una variante dictada por la modestia y humildad que caracterizan a San Mateo. Mientras Marcos y Lucas (Mc. 3,18; Lc. 6,15) hablan de Mateo y Tomás, el primer evangelista invierte los términos, escribiendo: Tomás y Mateo, y para que el recuerdo de su pasada profesión le sirviera de ocasión para humiliarse, añade a su nombre el epíteto de el publicano (Mt. 10,3).

El hecho de que un hombre se llamara Tomás debía extrañar a los lectores griegos del Evangelio, y de ahí que San Juan Evangelista, al mencionarle, añade: Llamado Dídimo, como si dijera: nombre que en griego corresponde a la palabra "Dídimo" (Io. 11,16; 21,2). Antes de los escritos del Nuevo Testamento no encontramos ningún individuo que lleve el nombre de Tomás, mientras que la palabra "Dídimo" como nombre propio figura en algunos papiros del siglo lll a. de Cristo originarios de Egipto. Se sabe que el término "Tomás" proviene de una raíz hebraica que significa duplicar, cuyo sentido aparece en el libro del Cantar de los Cantares (4,2; 6,6), en donde se habla de "crías mellizas o duplicadas". Esta aclaración hecha por el evangelista dio pie a que se formularan multitud de hipótesis encaminadas a identificar el otro mellizo.

Antiguas crónicas le asignan un hermano gemelo, llamado Eleazar o Eliezer; una hermana, con el nombre de Lydia o Lypsia. En las Actas apócrifas que llevan su nombre y en la Doctrina Apostolorum los mellizos son llamados Judas y Tomás, nombres que se repiten juntos en la historia del rey Abgaro, de Edesa (EUSEBIO, H. Ecct. 16).

Todas estas y otras hipótesis se han creado con el laudable fin de completar las escasas informaciones evangélicas sobre nuestro apóstol. Además de ignorar cuándo, cómo y dónde fue llamado al apostolado, ignoramos también su procedencia, no siéndonos posible tampoco determinar su condición social y el oficio que ejercía antes de su vocación. Una antigua leyenda afirma que el Santo fue arquitecto, a consecuencia de lo cual, a partir del siglo XIII, el arte pictórico, entre otros el pincel de Rafael, le ha representado con una escuadra como símbolo, por considerarle Patrono de los constructores. Con todo, a través de una información de San Juan (21,1), puede conjeturarse que Tomás fue un humilde pescador, un simple marinero, sin llegar a ser propietario de embarcación alguna. Esta conjetura se armoniza con las noticias conservadas en antiguas narraciones sobre la condición humilde y pobre de sus padres.

Debía encontrarse Tomás atareado en su trabajo junto a las redes cuando oyó la invitación de Cristo, que le inducía a que le siguiera para transformarle en pescador de almas. Es de creer que, al oír la llamada de Jesús, lo abandonara todo y le siguiera, porque es muy probable que perteneciera él a aquel numeroso grupo de auténticos israelitas que sentían llamear en su corazón los ideales religiosos y mesiánicos, avivados por la esperanza de la llegada inminente del Mesías, que debía restablecer el reino de Israel. Por lo que nos deja adivinar el evangelio de San Juan, en las contadas ocasiones en que señala algún hecho o refiere algún diálogo en que interviene Santo Tomás, deducimos que nuestro apóstol era de modales poco refinados y amigo de soluciones tajantes, rápidas y expeditivas. Pero junto a esta brusquedad y rudeza tenía un corazón impresionable y sensible, demostrando repetidamente un amor extraordinario y una lealtad sin limites hacia su divino Maestro, que exteriorizaba con brutal franqueza. De ahí que, en justa correspondencia, profesara Jesús hacia él un afecto especial, como se lo demostró al aparecerse por segunda vez a sus apóstoles reunidos en el Cenáculo con el fin de quitar de los ojos de Tomás la venda de la incredulidad, que amenazaba cegarle, diciéndole en tono amistoso: "No hagas el incrédulo, que no te conviene".

De este amor y lealtad de Tomás hacia Cristo tenemos un fiel testimonio en su primera intervención que recuerda el Evangelio (Jn 11 , 1-16). Crecía la animosidad del judaísmo oficial contra Jesús, y se buscaba una ocasión propicia para quitarle silenciosamente de en medio. Todas estas maquinaciones conocíalas Jesús, y por ello, con el fin de ponerse al abrigo de toda asechanza, se retiró a la región de Perea. Conocían su paradero las hermanas de Lázaro, que le mandaron un recado con la noticia de que Lázaro, su hermano, estaba enfermo. A pesar de esta alarmante noticia permaneció Jesús dos dias más en el lugar en que se hallaba: pasados los cuales dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea. La noticia desconcertó a los apóstoles, que recordaban el atentado que pocos dias antes tuvo Jesús. Rabí—le dicen—, los judíos te buscan para apedrearte, y de nuevo vas allá? Cristo les responde que nada adverso sucederá en tanto que no llegue la hora decretada por el Padre, añadiendo: "Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero yo voy a despertarle". A estas palabras se acogen los discípulos con el fin de disuadirle del viaje a Judea. Sabían cuánta era la amistad que mediaba entre Jesús y la familia de Lázaro, y no dudaban de que, en caso de grave enfermedad, acudiria Jesus junto al lecho de su amigo. Pero, al anunciarles sin tapujos que Lázaro había muerto, callaron todos, consternados por la muerte de un amigo entrañable y por conjeturar que aquel triste desenlace empujaria a su Maestro a ir a Betania, situada junto a los muros de la ciudad de Jerusalén, donde, pocos dias antes, los judíos juntaron piedras para apedrearles. Sólo Tomás rompió el silencio para increpar a sus compañeros de apostolado, reprochándoles implícitamente su cobardía y falta de fidelidad a su Maestro. "Vamos también nosotros a morir con Él", dijo Tomás. En sus palabras, concisas y tajantes se encierra una idea profunda. No es posible, viene a decir Tomás, que Jesús cambie de parecer y renuncie al propósito de ir a despertar a Lázaro de su sueño de muerte. Por otra parte, sería inconcebible dejarle marchar solo hacia el lugar de peligro, quedando ellos a buen recaudo en la lejana Perea. ¿Qué hacer, pues? No queda, según Tomás, otra solución airosa que acompañarle adondequiera que Él vaya, aunque esta lealtad y adhesión pueda acarrearles la muerte.

Aunque el Evangelio no lo diga expresamente, por lo que dejan entrever los textos que hablan de las actuaciones de Tomás, estaba él siempre dispuesto a dar su vida por su Maestro.

En vísperas de su pasión y muerte quiso Cristo celebrar la última cena en compañía de sus discípulos. De sobremesa se entretuvo largamente con ellos, abriéndoles de par en par su corazón dolorido y tratando de tranquilizar a sus amigos ante las perspectivas sombrías de un futuro próximo. Cristo les habló de su inminente partida: Un poco aún estaré todavía con vosotros; adonde yo voy vosotros no podéis venir. Estas palabras de adiós desgarraron el corazón de sus apóstoles hasta el punto de no poder articular palabra. Jesús infundióles ánimo diciéndoles que la separación no era definitiva porque un día se juntarían todos en la gloria. En la casa de mi Padre -aseguróles Cristo- hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros. Pues para donde yo voy, vosotros conocéis el camino. Estas últimas palabras llamaron la atención de Tomás, quien, con los ademanes rudos que le caracterizaban, objetó: No sabemos adónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino? A lo cual respondió Cristo: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.

Aunque el ánimo de Tomás estuviera abatido por el pensamiento de tener que separarse de su Maestro, no perdia, sin embargo, la esperanza de poder impedir su muerte. Bien sabia él que el verdadero israelita entra por la muerte en la paz de Dios, pero la turbación y el afán de hacer algo para salvar a Jesús no le dejaban ahondar en estos misterios. También habría oído en las sinagogas que la palabra "camino", en los profetas (Is. 30,11), se toma muchas veces en sentido moral y religioso, pero le ofusca el ansia por conocer adónde quiere marcharse su Maestro con el fin de alejar los peligros que pudiera encontrar en su camino.

Este rasgo de valentía y fidelidad del apóstol ha sido recogido exactamente por el pincel de Leonardo de Vinci en su cuadro de La última cena, en que se representa a Tomas reafirmando a Cristo calurosamente, y con maneras casi agresivas, su fidelidad.

Una vez terminadas sus últimas enseñanzas y exhortaciones, salió Jesús del Cenáculo en dirección a un huerto que estaba al otro lado del torrente Cedrón. Sus apóstoles le acompañaban en silencio, dibujándose en sus rostros la gravedad del momento. Tomás le seguía con la esperanza de salvarle. Pocos momentos antes le había dicho Jesús que Él era el camino, la verdad y la vida. Sabrá Cristo, por consiguiente, pensaba Tomás, escoger el camino verdadero para no caer en las asechanzas que le tienden sus enemigos. Además, si algunos exaltados se atrevieran a tocarle, allí estaba él, el robusto marinero, para castigar su atrevimiento.

Pero estas últimas esperanzas se derrumban al divisar el tropel de gentes que acudían a prender al Maestro, y mayormente cuando Éste mandó a Pedro que metiera la espada en la vaina, porque deseaba beber el cáliz que le presentaba su Padre. Ante esa actitud de Jesús, un grave desengaño se apodera del ánimo del fornido Tomás, que se pregunta si fue un mito y un engaño el poder que había manifestado Cristo en otras ocasiones. Él, que esperaba, como sus compañeros, la restauración de Israel y confiaba ocupar un lugar destacado en el nuevo reino, se encuentra de golpe fracasado en su ideal, objeto de escarnio de todos y con la perspectiva de volver a sus redes para ganar el pan de cada día. De ahí que, a pesar de sus bravatas y promesas, al comprobar el prendimiento de su Maestro, huye despavorido en dirección al monte Olívete para internarse en el desierto de Judá o esconderse en casa de alguna familia amiga. Pensaba Tomás que su aventura había terminado; Cristo moriría en manos de sus enemigos. Sería sepultado y desaparecería su memoria para siempre. Tanto Tomás como los otros apóstoles no previeron, ni menos esperaron, la resurrección de su Maestro.

Pasada la tormenta, encontráronse los apóstoles sin pastor, turbados y desconcertados, sumidas en la tristeza y el llanto (Mc. 16,10). María Magdalena les anunció que Jesús había resucitado y que se le había aparecido, pero ellos no lo creyeron. ¿Cómo debían ellos dar fe al testimonio de una mujer? Más tarde aparecióse a dos que iban de camino y se dirigían al campo. Estos, vueltos, dieron la noticia a los demás; ni aun a éstos creyeron (Mc. 16,12,15). Los dos discípulos que se encaminaban a Emaús tardaron mucho en rendirse a la evidencia de las pruebas que les presentaba Cristo resucitado (Lc. 24,13-35). Cuando los once se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, aparecióseles Cristo. Viéndole se postraron; pero algunos vacilaron (Mt. 28,16-17).

Una ola de escepticismo se había adueñado de los apóstoles y hacían falta pruebas fehacientes para que renaciera en ellos la fe y la confianza en Jesús. Y no tardaron éstas en venir, porque tuvo Cristo compasión de sus amados apóstoles, de dura cerviz y tardos en creer.

Estaban diez de ellos reunidos en el Cenáculo con las puertas herméticamente cerradas por temor de los judíos. De repente se presentó Cristo en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Jesús les increpó suavemente por su incredulidad, y añadió: Ved mis manos y mis pies, que yo soy. Palpadme y ved, que el espiritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo. Diciendo esto, les mostró las manos y los pies (Lc. 24,37,40). Pero aun con pruebas tan palmarias no creyeron ellos totalmente hasta que Cristo les abrió la inteligencia (Lc. 24,45).

Vemos en esta aparición—la misma de que habla San Juan (20,19-25)—que, a pesar de ofrecerles Jesús pruebas tan evidentes de su personalidad, algunos abrigaban ciertas sospechas. Quiso la fatalidad que a esta aparición no estuviera presente Santo Tomás, y sería aventurado querer investigar las razones que motivaron su ausencia. Quizá su mismo temperamento independiente, impulsivo y con acentuada personalidad le impelía a no querer mezclarse de nuevo en un asunto que había fracasado. El, que tanto había batallado para impedir que Jesús cayera en manos de sus enemigos, comprueba ahora que sus esfuerzos fueron inútiles y que la causa de su Maestro se había desvanecido para siempre con la muerte del mismo. Es verdad que oye voces de unos y otros de que Cristo ha resucitado y de que se ha aparecido a algunas personas; pero él quiere pruebas tangibles: exige que se le aparezca como ha hecho con otros—que no fueron tan generosos como él—; que pueda hablarle cara a cara y palparle.

Sus compañeros de apostolado, entusiasmados, contaron a Tomás que habían visto a Cristo, que le habían tocado y comido con Él. Tomás, en el fondo, quiere dar fe a su testimonio, pero responde con una negación fría a su narración entusiasta. No merece ni quiere sufrir la humillación de ser él el único del Colegio apostólico que no vea al Maestro resucitado, y de ahí sus protestas de que no creerá en lo que le dicen hasta que lo vea y toque él personalmente. Es curioso ver cómo cada vez sus exigencias van en aumento: quiere ver con sus propios ojos la señal o marca dejada por los golpes y tocar la herida. Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré (Jn 20,25).

No podemos afirmar que Tomás dudara formalmente de la resurrección de Cristo; más bien cabe suponer que sus exigencias ante los otros apóstoles van encaminadas a obligar a Cristo a que se le aparezca a él personalmente en premio de la fidelidad que siempre le demostró en vida. Y al formular tales pretensiones abriga en su interior la esperanza de que Jesús no se negará a ellas.

Y no podia menos de acudir Jesús al llamamiento de su apóstol. En efecto, a los ocho días estaban reunidos de nuevo los apóstoles en el Cenáculo y con ellos Tomás. Las puertas, como la primera vez, estaban cerradas. Cristo se apareció y saludó a los presentes, diciéndoles: La paz sea con vosotros. Luego dijo a Tomás: Alarga acá tu dedo, y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel (Jn. 20,26-27). Cristo conocia las condiciones puestas por su discípulo para creer en Él y se somete gustoso a que Tomás haga la experiencia de distinguir entre un fantasma y un cuerpo viviente. No es de suponer que Tomás hiciera uso de la autorización que le hacia el Maestro. Su reacción ante las palabras de Jesús fue de reconocer la divinidad de Jesús: ¡Señor mío y Dios mío! Trátase de una confesión de fe completa. Nadie en el Evangelio le había dado este titulo, que Él había reivindicado con términos precisos. Jesús mira al corpulento e impulsivo Tomás humillado a sus pies y con una sonrisa beatifica le reconviene, diciendo: ¿Creos ahora o no?' Tomás creyó por haber visto a Cristo; pero dichosos los que sin ver creyeron. Después de los apóstoles vendrán otros que no han contemplado la humanidad gloriosa de Cristo. A ellos se dirige elogiosamente Jesús.

Las futuras generaciones compensarán por el ardor de su fe lo que les faltará de presencia real. "El evangelista San Juan quiso cerrar su evangelio con el episodio de Tomás. La escena que él cuenta después de ésta, la aparición de Jesus en el mar de Tiberíades, es sólo un apéndice que añadió más tarde. La respuesta final de Jesús había de ser como un amén poderoso que había de resumir todo el Evangelio y habia de resonar a través de todos los siglos en el alma de los creyentes: Porque me has visto has creido, Tomás. Bienaventurados los que no vieron y creyeron. Es como una amable ironía el que la liturgia coloque la fiesta de Santo Tomás el 21 de diciembre, pocos dias antes de Navidad, como si le quisiera poner ante el pesebre del Niño de Belén. Diriase que ante el Niño divino está repitiendo para los vacilantes de todos los tiempos su profunda e infantil oración: ¡Señor mío y Dios mío! ¡Señor mío y Dios mío!

Con una simple mención en el relato de la pesca milagrosa (Jn 21,2) y la consignación de su nombre en la lista de los apóstoles reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión (Act. 1,13), desaparece Tomás de los anales de la historia para adentrarse en la enmarañada selva de la leyenda. Su paso fugaz por el escenario de la historia fue provechoso para nosotros, hasta el punto que San Gregorío el Grande no vacila en afirmar que "más beneficiosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los apóstoles que fácilmente creyeron (Homil. 26, in Evang., 7 ).

El apóstol enérgico y valiente sentía cómo su corazón ardía en llamas por el deseo de predicar a las gentes la buena nueva del Maestro, a quien tanto amó en vida y que, después de muerto, vió con sus ojos y pudo tocar con sus manos. La atmósfera que se respiraba en Palestina era tan hostil a Cristo que hubiera sido arriesgado organizar allí un plan sistemático de apostolado. Algunos de los apóstoles fueron encarcelados o llevados a los tribunales, prohibiéndoseles predicar la doctrina de Cristo. En estas condiciones era mejor emigrar hacia los pueblos de la gentilidad. El cristianismo no era una secta como cualquier otra de las que existían por aquel entonces en el seno del judaísmo, sino un movimiento universalista encaminado a ganar para la doctrina de Cristo a todos los hombres de buena voluntad. La estrella nacida en Belén debía alumbrar a todo hombre que viene a este mundo. A los judíos, como depositarios de la revelación primitiva, pertenecían las primicias del apostolado cristiano: pero, a causa de su obstinada ceguera, fueron ellos preteridos a los pueblos que vivian en las tinieblas y en medio de las sombras de la muerte.

Santo Tomás emprendió el camirto de la gentilidad; Sabemos que salió de Palestina, y las tradiciones aseguran que marchó hacia Oriente, a las tierras por donde sale el sol, para anunciarles que otro Sol más radiante y vivificador había nacido en tierras de Palestina. Desde muy antiguo tomó cuerpo la tradición de que fue Tomás el apóstol de los partos, medas y persas, territorios que actualmente corresponden al Irak, Irán y Beluchistán. Otras tradiciones extienden hasta la India el campo de su apostolado, adonde llegó por el llamado "camino de la seda", que atravesaba la Persia, el Pakistán y el Tíbet. Se dice que su apostolado fue muy fructífero debido a su predicación y a la multitud de milagros que obró en confirmación de su doctrina. Una tradición siria llama a Santo Tomás "rector y maestro de le Iglesia de la India, fundada y regida por él". Sin embargo, los cristianos del Indostán, conocidos por el nombre de cristianos de Santo Tomás, que habitan el Malabar y pertenecen a la Iglesia siria, tienen probablemente su origen de un misionero nestoriano llamado Tomás. En la Iglesia malabar se canta en las lecciones litúrgicas en honor del Santo: "Por las fatigas apostólicas de Santo Tomás llegaron los chinos y los etíopes al conocimiento de la doctrina de Cristo. Por Santo Tomás fueron bautizados y se hicieron hijos de Dios. Por Santo Tomás el reino de Dios llegó hasta la China". En el libro de las Actas atribuidas al apóstol se refieren fantásticas aventuras referentes a su ida a la India y a sus trabajos allí como arquitecto real.

El Breviario romano dice que el Santo fue martirizado en Calamina, ciudad que no se ha identificado todavía. Parte de sus reliquias fueron trasladadas a Edesa, en cuyo lugar se mostraba su sepulcro, según testimonio de escritores cristianos antiguos. San Juan Crisóstomo enumera la tumba de Santo Tomás entre los cuatro sepulcros de los apóstoles (San Pedro, San Pablo, San Juan ) que puede identificarse su emplazamiento. De Edesa sus reliquias fueron trasladadas a la isla de Chíos y de ahí pasaron a Ortona, donde se veneran actualmente.

La tradición ha atribuido a Santo Tomás un evangelio de carácter gnóstico, que se ha perdido. El actual Evangelio de Santo Tomas, también apócrifo, refiere numerosas y fantásticas leyendas en torno a la infancia de Jesús. También se le han adjudicado el libro de las Actas de Santo Tomás y un Apocalipsis, condenado por el papa Gelasio I a fines del siglo v.

Nunca admiraremos bastante la recia figura de Santo Tomás, quien, bajo unos modales toscos, escondía un alma noble, generosa, impresionable, amante de Jesús, confesor de su divinidad y su apóstol abnegado. En vez de hacer hincapié en su incredulidad, más bien afectada que real, debemos ahondar en el conocimiento de sus excelsas virtudes para confirmarnos en nuestra condición de soldados de Cristo.

LUIS ARNALDICH, O. F. M.

Salutaciones a la Virgen del Carmen


2 jul 2015

Santo Evangelio 2 de Julio de 2015



Día litúrgico: Jueves XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 9,1-8): En aquel tiempo, subiendo a la barca, Jesús pasó a la otra orilla y vino a su ciudad. En esto le trajeron un paralítico postrado en una camilla. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: «¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados». Pero he aquí que algunos escribas dijeron para sí: «Éste está blasfemando». Jesús, conociendo sus pensamientos, dijo: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados —dice entonces al paralítico—: ‘Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’». Él se levantó y se fue a su casa. Y al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres.

«Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»
Rev. D. Francesc NICOLAU i Pous 
(Barcelona, España)

Hoy encontramos una de las muchas manifestaciones evangélicas de la bondad misericordiosa del Señor. Todas ellas nos muestran aspectos ricos en detalles. La compasión de Jesús misericordiosamente ejercida va desde la resurrección de un muerto o la curación de la lepra, hasta perdonar a una mujer pecadora pública, pasando por muchas otras curaciones de enfermedades y la aceptación de pecadores arrepentidos. Esto último lo expresa también en parábolas, como la de la oveja descarriada, la didracma perdida y el hijo pródigo.

El Evangelio de hoy es una muestra de la misericordia del Salvador en dos aspectos al mismo tiempo: ante la enfermedad del cuerpo y ante la del alma. Y puesto que el alma es más importante, Jesús comienza por ella. Sabe que el enfermo está arrepentido de sus culpas, ve su fe y la de quienes le llevan, y dice: «¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados» (Mt 9,2).

¿Por qué comienza por ahí sin que se lo pidan? Está claro que lee sus pensamientos y sabe que es precisamente esto lo que más agradecerá aquel paralítico, que, probablemente, al verse ante la santidad de Jesucristo, experimentaría confusión y vergüenza por las propias culpas, con un cierto temor a que fueran impedimento para la concesión de la salud. El Señor quiere tranquilizarlo. No le importa que los maestros de la Ley murmuren en sus corazones. Más aun, forma parte de su mensaje mostrar que ha venido a ejercer la misericordia con los pecadores, y ahora lo quiere proclamar.

Y es que quienes, cegados por el orgullo se tienen por justos, no aceptan la llamada de Jesús; en cambio, le acogen los que sinceramente se consideran pecadores. Ante ellos Dios se abaja perdonándolos. Como dice san Agustín, «es una gran miseria el hombre orgulloso, pero más grande es la misericordia de Dios humilde». Y en este caso, la misericordia divina todavía va más allá: como complemento del perdón le devuelve la salud: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mt 9,6). Jesús quiere que el gozo del pecador convertido sea completo.

Nuestra confianza en Él se ha de afianzar. Pero sintámonos pecadores a fin de no cerrarnos a la gracia.

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San Francisco de Regis, 2 de Julio


SAN JUAN FRANCISCO DE REGIS

 († 1640)
2 de julio


A mediados del siglo XVII el párroco de Lalouvesc, aldea perdida entre las nieves del mediodía francés, escribía en su libro parroquial: "Este último día de diciembre de 1640, hacia la media noche, ha muerto en mi habitación y sobre mi cama, en la que había estado enfermo seis días, el reverendo padre Juan Francisco de Regis, jesuita del Puy”.

 Efectivamente, seis días antes, el 26 de diciembre, aquel hombre, hasta entonces aparentemente insensible al frío, a la fatiga y al ayuno, había caído sin conocimiento, rodeado de una inmensa turba de gentes que le apretujaban esperando a que los confesase. Toda la mañana la había pasado, aconsejando, consolando y absolviendo, en ayunas.

 A las dos les dijo la misa, y a continuación siguió confesando hasta caer desmayado.

 Este accidente fue una revelación asombrosa para los lugareños. Resultaba que "el padre santo" no era un ángel, sino un hombre como ellos, a pesar de los prodigios de todo orden que estaban acostumbrados a ver realizar a aquel religioso grandote y flaco. Así sucumbía a sus cuarenta y tres años de edad, agotado hasta el extremo en el ejercicio de su ministerio, el hombre del que Pío XII, poco antes de ser elegido papa, afirmaría: "Si hay un santo a quien pueda invocársele como a patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, éste es San Juan Francisco de Regis".

 Los primeros años de la vida de nuestro “Santo" no tienen especial relieve. Nace el 31 de enero de 1597 en Foncouverte, pueblecillo situado entre Narbonne y Carcasonne, en el seno de una acomodada familia campesina, y en el colegio es un chico, como tantos otros, que juega y estudia. Treinta años antes las guerras de religión habían asolado el país. Los hugonotes habían asesinado a los sacerdotes, destrozado las imágenes, a la vez que robaban y profanaban los templos, cuando no los destruían. A las persecuciones se siguió un ambiente de profunda renovación católica, marcadamente en la devoción a la Virgen y a la Eucaristía, que influyó para siempre en Juan Francisco de Regis.

 A los diecinueve años aquel joven alegremente equilibrado y querido de todos por su encanto natural fuera de lo corriente, empieza a no sentirse a gusto. Nota aversión por las cosas del mundo. Y súbitamente cae en la cuenta de que la santidad, para él, no será accesible viviendo en el ambiente mundano. El sendero de su vocación religiosa comienza a deslindarse. Siente la llamada a alabar a Dios, pero no en una abadía cercana, muchas veces visitada y en la que no pocos monjes son parientes suyos. En su entrega, ahora como después, no busca facilidades personales. Su vocación le impulsa a la Compañía de Jesús, y su alabanza a Dios será ganando almas en el apostolado directo.

 Pasan los años de noviciado y estudios, oscuros al exterior, pero luminosos para su alma. Su entrega a la gracia es generosa. En ese ambiente de oración, penitencias y humillaciones voluntarias, su alma de apóstol se va perfilando con pequeños escarceos de catequesis y sermones. Al tiempo de comenzar su teología en Toulouse, 1628, la peste se apodera de la ciudad. Hay que acogerse a la campiña. Y allí, en una casa de campo convertida en escolasticado, es en donde Juan Francisco comienza a sentirse devorado por la prisa en llenar su tarea apostólica.

 Varios jesuitas son destinados a atender a los apestados, nuestro estudiante reclama con insistencia ese puesto para él. Pero siempre recibe igual respuesta: "El ministerio de cuidar de los apestados es sólo para los sacerdotes, que pueden mejor que los otros, cuidando los cuerpos, sanar las almas". La peste sigue haciendo estragos entre enfermos y enfermeros. En tres años morirán víctimas de la caridad, por atender a los apestados, 87 jesuitas. Su deseo persiste más intenso a la vez que una paz inmensa llena su alma. El fogonazo de su prisa lo va madurando ante el sagrario. La explosión llega el día en que ingenuamente manifiesta que "se siente culpable, no de haber concebido unas aspiraciones excesivas, sino de haber sido demasiado lento en engendrarlas y harto cobarde en procurar su cumplimiento”. Puesto que para atender a los apestados es preciso ser sacerdote, conjura a su superior para que se le ordene cuanto antes, y con toda sencillez le ofrece en recompensa aplicar por él treinta misas, “por considerarle uno de sus mayores bienhechores".

 Las filas de los sacerdotes se han aclarado mucho con la epidemia. Urge el enviar refuerzos a esas regiones arrasadas antes por los hugonotes y ahora por la peste. Los superiores acceden, Pero al mismo tiempo le señalan que la posibilidad de alcanzar la profesión solemne de cuatro votos quedará seriamente comprometida al alternar los estudios con un apostolado prematuro. Para Regis no era despreciable la profesión solemne; pero en la balanza de valores, su anhelo por hacer venir a Dios a la tierra, en sus manos, cada día, y su prisa por enviarle al cielo las almas que le pusiera en su camino, pesaba incomparablemente más. En la fiesta de la Santísima Trinidad, a los treinta y tres años de edad, decía su primera misa. Terminada su formación, pasa nueve meses en un diminuto colegio supliendo a un profesor enfermo. En adelante, los ocho años que aún le quedan de vida será catequista y misionero rural.

 Los caminos que nos llevan a Dios son tan numerosos y variados como lo somos las personas que los recorremos. En estos caminos se da la misma diversidad física y moral que existe entre unos hombres y otros. Los hombres ignoramos si Dios marca igual "distancia" a recorrer, igual “cima" a escalar para todos, porque no lo podemos medir. En cambio, lo que sí podemos apreciar es que en la carrera de la santidad hay “velocidades" y tensiones diferentes. En este aspecto diremos que Juan Francisco de Regis llevaba el "motor" muy revolucionado. El fervor de su espíritu había encontrado un cuerpo fuerte, que lo podía secundar. Sus contemporáneos afirman con toda seriedad que “realizaba él solo el trabajo de diez buenos operarios“. En cuarenta y tres años de vida, veinticuatro como religioso, diez como sacerdote y ocho como catequista y misionero, logró que la voz popular le calificara unánimemente con el nombre de "santo”. Y tanto mereció en ese corto espacio de tiempo a los ojos de Dios, que el abogado de su causa de beatificación, refiriéndose a las declaraciones de sus contemporáneos, pudo afirmar: "Todos estos testimonios deben tener tanto mayor peso para la Sagrada Congregación cuanto que los franceses, nadie lo ignora, no pecan, de ordinario, en estas materias por exceso de credulidad. Es por lo que, ante tantos prodigios y milagros evidentes, una especie de soplo divino y nacional parece levantarlos para proclamar la gloria de Dios y la santidad de su servidor".

 Comienza a misionar la región de Montpellier y Sommiéres, espiritualmente destrozada por el calvinismo. En seguida su predicación llama la atención. No dice sólo lo que sabe, sino que lo que dice parece que lo ve, aunque se trate de los más profundos misterios. Al oírle, al mirarle predicar, los corazones se sentían tocados, y las lágrimas de los más recalcitrantes corrían. No obstante, su oratoria no era florida. Un predicador de fama, Guillermo Pascal, que le oyó, nos declara: "¡Cuán vanas son nuestras preocupaciones en pulir y adornar nuestros discursos! Las muchedumbres corren a escuchar las simples catequesis de este hombre y las conversiones se producen, mientras que nuestra esmerada elocuencia no obtiene ningún resultado o es de escasa duración".

 Esta atracción extraordinaria por escucharle nunca decayó. Años más tarde, en Puy, sus catequesis serán sonadas de verdad. En el proceso de beatificación afirmaron sus promotores que "el milagro está en que en una gran ciudad un hombre de aspecto miserable, siempre vestido de remiendos, sin ningún talento oratorio, que no decía nada fuera de lo ordinario, de un estilo mediocre y grosero, manifestara un tal soplo del espíritu divino, que arrastrase a Dios todas las almas", No faltaron oradores "de fama” que, movidos por la celotipia, avisasen a su padre provincial de que "el padre Regis, por santo que fuera, deshonraba a su ministerio por las inconveniencias y trivialidades de su lenguaje. El púlpito cristiano exige una mayor dignidad". Al día siguiente acusador y provincial fueron a escucharle mezclados entre la masa. El superior quedó impresionado, declarando al acusador simplemente: “Quiera el cielo que todos los sermones fueran impregnados de esta unción. El dedo de Dios está ahí. Si yo habitase aquí, no perdería ninguno de sus sermones”.

 Sus servicios como misionero son reclamados más al norte, en el Vivarais, región montañosa y refugio casi inexpugnable de la herejía. Desde hace más de un siglo la diócesis de Viviers rara vez había tenido obispo, y, si lo tuvo, no pudo visitar su diócesis a causa de las guerras religiosas. Todos los beneficios estaban en poder de los hugonotes, y del conjunto de las iglesias diocesanas sólo tres quedaban en pie. Sólo había veinte sacerdotes para toda la diócesis, con una formación teológica reducidísima, ya que para ordenarlos sólo se exigía entonces tres meses de seminario antes de cada orden mayor. Como cabe suponer, la corrupción de costumbres era espantosa. Los ministros de Dios, en lugar de remediarlo, lo fomentaban con su vida libertina y los seglares que se decían católicos no tenían de ello más que el nombre.

 Fue aquella una misión de desbroce para preparar la visita del obispo. La confirmación no se daba sólo a los niños, sino a gentes de todas las edades. El poder de seducción sobrenatural del padre Regis comienza a manifestarse entonces. Fue famosa la conversión de una célebre mujer hugonote, irreducible hasta entonces a todos los intentos. Bastó con que el padre le dijera al verla: "Bueno, amiga mía, ¿no quiere usted convertirse?", para que ella respondiera con agrado: "Me lo pide usted con tanta gracia... "

 La atención de nuestro misionero se fijó, ante todo, en convertir y santificar a los sacerdotes. El celibato eclesiástico dejaba en muchos casos bastante que desear. A los que vivían según los deberes de su estado, los reforzaba en su virtud y los elogiaba delante del obispo. A los otros trataba de convertirlos humilde y respetuosamente siempre en privado. Si, pasado un tiempo, ni con ruegos ni amenazas venían a mandamiento, los abandonaba a la justa severidad del prelado.

 La sanción de alejar a los viciosos produjo cierto descontento, que se tradujo en acusaciones sobre que su predicación estaba llena de sátiras e invectivas sangrantes, que sembraban el desorden en las parroquias. Esto último era cierto. Venía a romper “el orden establecido" malamente.

 Monseñor De Suze tenía el temperamento fuerte. Hijo de noble familia de militares, "estaba mejor constituido para mandar un ejército que para dirigir una diócesis". Juan Francisco no se defiende de las acusaciones. Recuerda que su regla le invita, por amor a Cristo, a sufrir como oprobios, falsos testimonios e injurias sin haber dado ocasión para ello. Se contenta con manifestarle que "dadas sus pocas luces, no duda de que se le habrán escapado muchas faltas". Las controversias entre los obispos de Francia y los religiosos en general habían llegado en esta época al paroxismo. Las quejas calumniosas que llegan hasta Roma afectan vivamente al padre Vitelleschi, entonces padre general de la Compañía de Jesús, a causa de esa situación difícil. La conducta de Juan Francisco fue calificada de indiscreta, con muestras de simplicidad, e indicándose a su superior que no bastaba con apartarle de aquella misión, sino que debía ser castigado en proporción a su falta.

 El vicario general de la diócesis hizo ver su error al obispo; este, impulsivo, pero recto, hizo llamar inmediatamente al padre, y en público le dio grandes muestras de aprecio, "exhortándole a combatir siempre el vicio con igual discreción". Espontáneamente volvió a escribir al padre general, pero esta vez para hacerle grandes alabanzas del celo, prudencia e inmensa caridad de su súbdito, al que sólo reprochaba el prelado el prodigar su salud, sin preocuparse de los avisos. Dios permitió la humillación de su siervo por la calumnia, pero para dejar mas patente su virtud ante los superiores al no haber querido defenderse. Su fama había sido públicamente restablecida, pero su humildad le mantenía en la convicción del fracaso. Se le había aconsejado tanto la discreción y la prudencia para lo sucesivo, que cualquiera que no fuese tonto comprendería que se le consideraba desprovisto de tales virtudes. Su carácter fogoso y noble se acomodaba mal con esa prudencia humana, hija de una sociedad avejentada.

 Sus ideales de apóstol se fijan ahora en el entonces Canadá francés. El evangelizar a los algonquinos, iroqueses y hurones resultaba tremendamente duro y heroico, debido a la pobreza de la misión, inclemencias del país, falto de civilización, y a la posibilidad próxima del martirio; pero allí todo era nuevo, sin límites ni celotipias. Después de mucho orar y de convencerse de que no es el despecho del fracaso, sino el deseo del martirio, lo que le impulsa, pidió ese destino. Las respuestas a sus sucesivas instancias fueron siempre esperanzadoras; pero, a pesar de los deseos del padre general de enviarle, la misión era muy pobre para poder mantener a más misioneros. Cinco años más tarde morirá Juan Francisco, y su "Canadá" serán las montañas del Vivarais, y sus verdugos su propio celo y su ilimitada caridad.

 Y comienza la época cumbre de Regis. Con el ideal puesto en la esperanza de ir pronto a romperse en el Canadá y a morir allí mártir, empieza a misionar las aldeas perdidas entre picachos y nieves. De tal manera se entregó sin reservas, que pronto aquellos rudos aldeanos le apellidaron unánimemente "el santo". Pecadores endurecidos que lloran públicamente sus pecados, enemistades ancestrales que desaparecen, libertinajes que se suprimen, fervores que renacen, ésa es la estela que señala su paso en medio de masas de montañeses que recorren muchas millas para venir a escucharle y a confesarse con "el padre santo”. Las facilidades del apostolado no las buscaba para su persona, sino en orden a sus prójimos. Sus catequesis sorprendentes en Puy y sus audaces obras sociales en la ciudad las realizaba en los hermosos días de primavera y verano. Entonces el recorrer las montañas no hubiera dejado de tener su encanto para él, nacido en el campo. Pero era ésa la época de cosechar las reservas para los crudos días invernales.

 En la ciudad sus catequesis congregan de ordinario a cinco mil personas, que invaden hasta los altares laterales de la iglesia más capaz para escucharle. A la predicación une las obras de caridad. Pronto se le llama "el padre de los pobres". Organiza la caridad, pero él mismo mendiga de puerta en puerta. Las chabolas le son familiares y corren de boca en boca curaciones y prodigios realizados en favor de los pobres. Lucha sin descanso contra la prostitución y los seductores, y no sin dificultades funda un asilo de arrepentidas. Cada una de ellas es una conquista que resuena en la ciudad, mezclándose en el relato los insultos, bofetadas y bastonazos que el padre ha recibido por su rescate. Pero la cruz más pesada de esta época tal vez sea la obediencia a su rector, hombre pusilánime, que, asustado por los comentarios de “Ios prudentes”, restringe el celo y regula estrechamente la caridad del padre. La obediencia es perfecta; pero a veces la lucha interna le causa fiebre. Tras la prueba, Dios le da otro rector que le apoya en sus santas “locuras".

 No nos ha dejado ningún escrito sobre su vida interior este auténtico contemplativo en la acción. Hombre de gran austeridad y penitencia, que pasaba gran parte de la noche en oración, tras de jornadas inverosímiles de viajes a pie, predicando y confesando de continuo, sin reparar en la comida o el descanso. Hombre endiosado que “no tenía más que a Dios en la boca, a Dios en el corazón, a Dios delante de los ojos", "que veía a Dios en todas las cosas", "que predicaba, no lo que sabía, sino lo que veía". Hombre de una fe extraordinaria, capaz de provocar los milagros hasta lo increíble. Y hombre, en fin, que supo dejar hacer a Dios en él maravillas. Ante un hombre tan grande nos quedamos un poco descorazonados para imitarle; pero pensemos que esas maravillas no las hizo él. Estoy cierto de que el más asombrado era el propio Juan Francisco de Regis al contemplar la grandeza de Dios al trasluz de su miseria humana.

 JOSÉ ANTONIO MATEO, S. I.

1 jul 2015

San Oliverio Plunket, 1 de Julio


SAN OLIVERIO PLUNKET
(† 1681)
 1 de Julio 

Hubo una época en la historia de Irlanda que se caracterizó por una sañuda persecución religiosa.

 Como toda persecución organizada, ésta de la historia irlandesa tiene un nombre, un tirano y un mártir. El nombre es "época penal"; el tirano, O. Cromwell, y el mártir, Oliverio Plunket.

 Esto no quiere decir que no hubo otros perseguidores ni otros mártires. Estos se cuentan a millares.

 La historia religiosa de Irlanda, que ya en el siglo XI contenía en sus tres martirológios mil ochocientos santos, presenta, a partir de entonces, una pléyade de defensores de la fe que dan su vida generosamente por la religión católica.

 Un hecho evidente y un fenómeno extraordinario en la vida de un pueblo poco numeroso. Mientras los perseguidores triunfan en el orden político, militar y económico, fracasan en su intento de arrebatar la fe católica al pueblo sojuzgado.

 La población de la "isla de los santos" pierde casi cuatro millones de habitantes a causa de la persecución, pero ésta ha contribuido a que una nación insignificante, que en la actualidad no alcanza los cuatro millones dentro de su territorio, haya lanzado a otros países, como Norteamérica, más de doce millones de católicos que están sembrando su espíritu y su psicología en otros pueblos jóvenes de grandes perspectivas en el porvenir.

 Era preciso presentar este cuadro general en unas rápidas pinceladas para situar en su justo punto la figura del arzobispo de Armagh decapitado.

 Un personaje histórico no puede considerarse independiente de su marco y de su época. Pierde talla. Un mártir es siempre un héroe de la fe, pero, cuando ese mártir representa una situación histórica, es, además, un símbolo.

 Esta es la más saliente característica del Beato Oliverio Plunket. Es un símbolo.

 Un símbolo de la unidad religiosa del pueblo irlandés, que no tolera la ruptura del cristianismo, iniciada en Alemania por Lutero y consumada en Inglaterra por Enrique VIII. Un símbolo de lealtad a la Iglesia de Roma. Un símbolo de constancia hasta la muerte.

 Durante la "época penal" las leyes son ominosas. Se necesitaría mucho más espacio del que disponemos solamente para dar una idea de lo que fueron las "leyes penales". Los católicos no tenían derecho a la cultura ni a los cargos públicos. No había acceso a la universidad o a los centros educativos. No se podía hablar el idioma propio. No se podía tener posesiones. Solamente cuando la persecución amaina se tolera el que un católico posea un caballo, a condición de que su valor no exceda las cinco libras. Se persigue a los clérigos, se calumnia a los obispos, se destruyen pueblos enteros... Se trata de hacer de la población católica un grupo de ignorantes empobrecidos.

 El lema de Cromwell es éste: "Los católicos, a Connor o... al infierno". Connor era la parte más pobre del país, donde la gente moría de miseria y de hambre.

 Aún en el mismo siglo XVII pueden encontrarse hechos como la matanza del padre John Murphy (que, por cierto, estudió su carrera sacerdotal en la actual Casa de la Santa Caridad, de Sevilla, entonces seminario), a quien dividieron en pedazos, ofreciendo los trozos de su carne a un vecino católico "para que los comiera". Un monumento conmemorativo se halla actualmente cerca de Westford, lugar de su martirio.

 Es sorprendente que un pueblo sobreviva indemne después de una persecución de siglos. Si se viaja por los lugares en donde, un día, estuvieron las cristiandades paulinas no se encuentra ni un superviviente ni un templo. Todo desapareció bajo la invasión de los turcos y después de la primera guerra europea. Solamente en las cavernas de los montes se hallan, a veces, restos de antiguos mosaicos.

 En cambio, aquí, en la "Isla Esmeralda", el viajero contempla un pueblo rejuvenecido después de siglos de sufrimiento. Sus iglesias son espléndidas, mientras que las de sus viejos perseguidores están vacías, obscuras y polvorientas. No importa que éstos alardeen de tener las iglesias "tradicionales" del país. La "Iglesia" no es un edificio arrebatado por la fuerza, sino una fe y una sociedad perfecta instituida por Cristo. Y eso es lo que se descubre sobre los jaspes de los templos recientes de la católica Irlanda.

 Cuando, en 1828, Daniel O'Connel consigue la emancipación, una nueva vida comienza para el catolicismo irlandés. La libertad de los 26 condados, lograda en 1921, ha hecho posible que la nueva generación sea la primera que experimente la conciencia de vivir.

 Pero, como un fundamento de esta realidad, en la catedral de San Pedro de la ciudad de Drogheda se conserva, en una urna de cristal, la cabeza incorrupta del último beato irlandés: Oliverio Plunket.

 El día 8 de junio de 1681 llega a Londres el arzobispo de Armagh, removido de su silla, depuesto y confinado durante diez meses sin ninguna clase de juicio o investigación jurídica y sin posibilidad de obtener permiso para comunicarse con sus amigos o de buscar testigos.

 El juicio en Londres es dirigido por Maynard y Jefries contra toda consideración de justicia y en violación flagrante de toda forma legal. Un "agente de la Corona", cuyo nombre se da como Gorman, es introducido "por un desconocido" en la sala ante el tribunal y "voluntariamente" hace de testigo en favor del reo. El conde de Essex intercede ante el rey en su favor, pero Carlos responde casi con las mismas palabras de Pilatos: "No le puedo perdonar porque... no me atrevo. Su sangre caiga sobre vuestra conciencia. Vosotros le podíais salvar si quisierais".

 Solamente un cuarto de hora de deliberación fue preciso para que el jurado diera el veredicto: Se le condena a ser ahorcado y descuartizado el día 1 de julio de 1681. El mártir solamente pronunció dos palabras ante esta sentencia: "Deo gratias".

 Hay un hecho extraño, como todos los acontecimientos providenciales de la historia. Ocho años más tarde, en el mismo día exacto en que el Beato Oliverio Plunket había sido decapitado, el último de los reyes Estuardos era lanzado de su trono y su dinastía eliminada para siempre.

 La acusación urdida contra el Beato era ésta: Mantener correspondencia "traidora" con Roma y con Francia, y también con los irlandeses del Continente; preparar una insurrección en Armagh, Monagham, Cavan, Louth y otros condados, organizar en Carlingford el recibimiento de fuerzas francesas y haber dirigido varias reuniones para levantar hombres con estos propósitos.

 Podría fácilmente hacerse una defensa histórica frente a estos cargos, pero no es de la incumbencia de esta obra. La semejanza con la persecución y condenación de jerarcas de la Iglesia en nuestros mismos tiempos puede ser una ilustración de la identidad de métodos empleados por los perseguidores de la fe cuando tratan de acusarlos bajo pretextos económicos o políticos.

 He aquí algunos párrafos tomados del juicio celebrado contra él:

 El juez: "Considerad, señor Plunket que habéis sido acusado del más grave crimen: la traición". Y continúa: "Estáis manteniendo vuestra falsa religión, que es diez veces peor que todas las supersticiones". El Beato responde: "Mis principios religiosos son tales que el mismo Dios todopoderoso no puede dispensar de ellos". El juez concluye: "Veo con disgusto que persistís en profesar los principios de esa religión".

 El delito de traición no era más que un pretexto, como se ve, para condenar al primado de Irlanda por la defensa de la fe católica.

 El juez insiste: "Se os aconseja que tengáis algún ministro para atenderos, algún ministro protestante". Por fin ante la insistencia del Beato, se le autoriza a recibir los auxilios de algún sacerdote católico de los que están encerrados en la prisión y él hace esta última declaración: "Puesto que soy un hombre muerto a este mundo y puesto que espero misericordia en el otro, quiero declarar que Jamás he sido culpable de traición ni de ninguno de los cargos que se me han hecho, como su señoría sabrá algún día".

 A pesar de su confesión fue sentenciado a muerte. El efecto de esta sentencia fue tal que un torrente de personas, católicos y protestantes, se agolpó ante su celda pidiendo su bendición o admirando su heroísmo. Hasta altas personalidades del protestantismo declararon que "Inglaterra iba a volver pronto a ser "papista" si el Gobierno persistía en condenar a muerte a personas de tanta constancia".

 De una carta escrita por el mártir en su celda de muerte tomamos estas edificantes líneas: "Se ha dictado contra mí sentencia de muerte. Los que me perseguían han conseguido su intento. Como San Esteban quiero clamar: "Señor, no les imputes este pecado".

 Y de otra carta escrita en aquellos mismos momentos: "Siento la responsabilidad de ser el primer irlandés y tener que dar ejemplo de morir sin temor. Pero veo que Nuestro Redentor sintió temor y tristeza ante la muerte y me pregunto por qué yo no la siento. Es que Cristo, con su pasión, mereció para mí el no tenerla ante mi muerte".

 Las últimas líneas que escribió a vuelapluma en una breve nota fueron éstas: "Se me ha comunicado que mañana seré ejecutado. Estoy contento de que sea en viernes y en la octava de San Juan, y de que se me haya concedido el tener un sacerdote en esa última hora".

 Desde que en 1533 Enrique VIII separó la iglesia de Inglaterra de la unidad de Roma hasta este momento de 1681, habían pasado muchos años de odios y persecuciones a los defensores de la fe católica. Después de la ejecución de Carlos I en 1649, y durante los años de Cromwell, de 1653 a 1659, la persecución de los católicos irlandeses fue intensa hasta el exterminio. El reinado de Carlos II —a partir de 1675— se caracterizó por la debilidad y la indecisión. Las diferencias de fechas históricas sobre la vida del Beato Plunket deben explicarse por la oposición de Inglaterra a adoptar las reformas del calendario gregoriano. Mientras que casi toda Europa las había aceptado desde 1582, todavía en 1681 Inglaterra vivía diez días retrasada, y al mismo sol que en Roma señalaba el amanecer del 11 de julio marcaba, media hora después, en Londres, el día primero. Hasta en estos pormenores aparecía el exceso de nacionalismo religioso y anglicano del siglo XVII.

 Ya, desde el cadalso, Oliverio Plunket leyó su último sermón, que le había costado muchas horas de meditación, y el texto fue entregado al embajador de España en Londres, quien lo hizo imprimir y traducir a varios idiomas confirmando su fidelidad. Después de una fervorosa oración, en la que de nuevo perdonó a sus acusadores, murió con la paciencia y constancia de los mártires.

 La persecución se hizo tan violenta que no fue posible protestar públicamente por la injusticia de su degollación. Pero sus restos fueron recogidos y venerados inmediatamente, y Roma envió al superior de los franciscanos irlandeses una orden de la Sagrada Congregación de Propaganda en que se excomulgaba a dos religiosos apóstatas, McMoyer y Duffy, que habían tenido parte en la acusación del arzobispo de Armagh.

 El 23 de mayo de 1920 fue beatificado y en el mismo corazón de Londres una fervorosa procesión de católicos honró su memoria.

 Comenzar la vida de un mártir por el relato de su martirio no es ninguna infidelidad histórica, porque teológicamente el martirio es suficiente prueba de la heroicidad de las virtudes.

 Oliverio Plunket era hijo de una noble familia avecindada en el condado irlandés de Meath. Allí nació, en 1629, en la localidad de Loughcrew. Su madre pertenecía a la nobleza de Roscommon y su padre a la de Fingall.

 Su infancia se desarrolló en un ambiente de luchas y persecuciones y entre escenas de matanzas y feroces batallas. De Irlanda pasó a Roma, en donde vivió durante ocho años estudiando filosofía, teología y derecho civil y eclesiástico, siendo uno de los primeros alumnos del Colegio Irlandés en Roma "Ludovisi" y uno de los primeros irlandeses en la universidad romana "La Sapienza". Una vez ordenado de sacerdote continuó en Roma, y el 20 de noviembre de 1669 se anunció en Irlanda que Oliverio Plunket había sido nombrado obispo de Armagh. A pesar de la amnistía que siguió a los años de Cromwell, aún perduraban muchas de las leyes isabelinas. La vida de un sacerdote católico estaba valorada en el mismo precio que la de un lobo, y las cinco libras estipuladas se pagaban, en uno y otro caso, en el momento de la presentación de sus cabezas.

 En 1649 había veintiséis obispos irlandeses residentes en sus sillas y en 1669 sólo quedaban cinco vivos y otros tres en el destierro. En cuanto se conoció la elección de Oliverio Plunket para obispo de Armagh el virrey, lord Roberts, recibió una comunicación en que se le decía que, si podía hallarlo y apresarlo, habría realizado un "aceptable servicio". Durante algún tiempo pudo acogerse a la hospitalidad de Bélgica, hasta que le fue posible navegar a Londres y de allí a Irlanda, en donde tomó posesión de su silla de Armagh. A la muerte del virrey presbiteriano lord Roberts, su sucesor, lord Berkeley, cambió la política en pacifista y trató incluso con cortesía a algunos miembros del clero. Esto facilitó la labor pastoral del arzobispo de Armagh, que pronto llegó a ser primado al declararse Armagh sede primada de toda Irlanda.

 Su caridad para con sus sacerdotes y su humildad y modestia se hicieron proverbiales y caracterizaron todo su apostolado y gobierno. Su celo y actividad por la organización de su diócesis fue incansable. Aunque eran muchas las diócesis sufragáneas —en total once—, él consiguió reunir en sínodos a los obispos dependientes de la metrópoli tratándolos como hermanos y no como forasteros. Recorrió su diócesis en visitas pastorales, congregó a sus sacerdotes con afecto de pastor y sencillez de amigo, hablándoles con verdadera veneración y agradeciéndoles sus servicios, y soportó con entereza las injusticias que, en algunos lugares de su diócesis, fueron impuestas contra los católicos aun bajo el moderado virreinato de lord Berkeley.

 La pobreza y la austeridad presidían la vida del arzobispo. En realidad, los católicos habían quedado empobrecidos. Una de las tácticas de la persecución fue las llamadas "plantaciones" o traídas de protestantes escoceses, que se hacían dueños de las propiedades que antes tuvieron los católicos. Aún en 1672 el arzobispo primado denunciaba el abuso de que los católicos fueran obligados a pagar a los ministros protestantes dos chelines por cada hijo que se bautizaba en una iglesia católica. Su bondad para con sus fieles y sacerdotes se convertía en valentía y tenacidad cuando tenía que defender, frente a las injusticias, los derechos de la verdad y la fe.

 Conociendo ahora estas virtudes características del primado irlandés y el marco histórico de su vida, es fácil comprender que la persecución haría presa en él sin demasiada dilación. La atmósfera tormentosa y la audacia de su espíritu explican suficientemente por qué fue detenido y apartado de sus fieles. La acusación de felonía y traición, y la sumisión a un tribunal inglés, eran igualmente elementos de la trama urdida contra su fe. Nunca Irlanda consideró legal el traslado del arzobispo a Londres y su juicio por los jurados ingleses. Desde 1495 las leyes inglesas carecían de vigor en Irlanda, a no ser que fueran aprobadas por las decisiones del Parlamento de Dublín, y la disposición de Enrique VIII de someter a los tribunales ingleses a cualquier acusado de traición que viviera en uno de los dominios de la Corona había prescrito ante el uso de los juristas desde que el Parlamento había sustituido a las Cortes.

 No obstante todo este cúmulo de factores ilegales, Oliverio Plunket fue sacado un día de su diócesis y llevado a Inglaterra para, después de las formalidades acostumbradas por todos los tribunales injustos de la historia, escuchar, de boca del juez inglés, la palabra definitiva: Guilty (¡Culpable!). La misma estratagema e idéntico procedimiento, con especie de legalidad, que un día llevara al sanedrín a proclamar ante el más Justo de los acusados su "Reus est mortis" (Reo es de muerte).

 Sus dos únicas palabras de respuesta: "Deo gratias" (gracias a Dios) resuenan todavía bajo los arcos de la catedral de Drogheda y su cabeza incorrupta, en parte ennegrecida por las llamas a que fue entregado su cuerpo después de degollado, es el mejor clamor que los siglos han podido conservar para la posteridad.

 Terminemos con estas palabras tomadas de la declaración de la Sagrada Congregación de Propaganda en el mismo año de 1681: "Las conjuras en Inglaterra pretendieron ser dirigidas contra la vida del rey o como intentos de las conspiraciones irlandesas, pero, en realidad, no había más que una finalidad: atacar el establecimiento de la fe".

 Oliverio Plunket pasará a la posteridad como un símbolo de constancia en defensa de la fe católica y como una prueba de la voluntad indestructible de un pueblo, tradicionalmente fiel a Roma, por conservar a toda costa su unidad religiosa.

 JESÚS MARÍA BARRANQUERO ORREGO.