8 ago 2015

Santo Evangelio 8 de agosto de 2015

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,14-20):

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un hombre, que le dijo de rodillas: «Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene epilepsia y le dan ataques; muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo.» 
Jesús contestó: «¡Generación perversa e infiel! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo.» 
Jesús increpó al demonio, y salió; en aquel momento se curó el niño. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?» 
Les contestó: «Por vuestra poca fe. Os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible.»
José María Vegas, cmf

El Señor, nuestro Dios, es solamente uno

La fe es hoy el centro de la Palabra de Dios. El conocido y hermoso texto del Deuteronomio, la “Shemá Israel” expresa la fe del Pueblo judío en el único Dios, que tiene tanta importancia que debe estar continuamente presente en la mente de los creyentes, y hacer todo lo que sea posible para recordarlo. El recuerdo de esta unicidad de Dios no está amenazado sólo por divinidades de los pueblos circundantes, sino también por esos bienes que se convierten en nuestros ídolos, cuando nos va bien en la vida y nos olvidamos del único Dios que puede salvarnos. A veces ciertas desgracias que amenazan nuestra vida de raíz y ante las que las seguridades materiales de nada sirven, nos obligan a volvernos a Dios e implorar de Él la salvación. El evangelio de hoy nos pone ante una de estas situaciones. Un padre angustiado ve cómo su hijo está poseído por una fuerza maligna que le impide vivir con autonomía y sentido. Después de probar todo tipo de remedios sin éxito, finalmente recurre a Jesús, por medio de sus discípulos (recordemos que en el momento de acudir a la ayuda de los apóstoles, Jesús se encontraba en el monte Tabor, con Pedro, Juan y Santiago). Los discípulos habían de hecho recibido del Maestro el poder de curar y expulsar demonios. Pero por motivos que desconocemos, en este caso, no habían tenido éxito. Jesús reacciona con una ira que nos desconcierta, pero, finalmente, cura al niño. Parece que la reacción de Cristo tiene que ver con la falta de fe de los discípulos y, posiblemente, del que solicita ayuda. Y es que, cuando acudimos a Dios sólo en situación de necesidad, lo hacemos, posiblemente, por un déficit de fe, acuciados sólo por los problemas para los que no encontramos solución. Queremos signos y favores para creer, en vez de creer como una apertura incondicional y confiada por la que permitimos entrar a Jesús en nuestra vida cotidiana, y no sólo “cuando nos hace falta”. Por parte de los discípulos, la poca fe se refiere, posiblemente a la falta de confianza en que la autoridad de Jesús, de la que nos ha hecho partícipes, actúa realmente en nosotros y nos habilita para sanar los espíritus afligidos por toda clase de males. Olvidamos con frecuencia que, además de la predicación del Evangelio y el perdón de los pecados, Jesús nos ha dado poder para sanar enfermedades (sobre todo, del alma, tantas veces profundamente herida de tantas maneras) y para expulsar demonios que nos amargan la existencia. El que ejerzamos tan poco estas posibilidades tan presentes en los Evangelios, ¿no será un índice de nuestra falta de fe?

Cordialmente
José María Vegas cmf

Santo Domingo de Guzmán, 8 de agosto


SANTO DOMINGO DE GUZMAN
8 de agosto
(† 1221)

 

Nació en Caleruega (Burgos), a fines de 1171. Su padre se llamaba Félix de Guzmán, "venerable y ricohombre entre todos los de su pueblo". Y era de los nobles que acompañaban al rey en todas sus guerras contra los moros. Y muy emparentado con la nobleza de entonces. Su madre, la Beata Juana de Aza, era la verdadera señora de Caleruega, cuyo territorio pertenecía a los Aza por derecho de behetría. Mujer verdaderamente extraordinaria, era querida y respetada por todos, muy caritativa, sinceramente piadosa y siempre dispuesta a sacrificarse por la Iglesia y por los pobres. De ella recibió Domingo su educación primera.

Hacia los seis años fue entregado a un tío suyo, arcipreste, para su educación literaria. Y hacia los catorce fue enviado al Estudio General de Palencia, el primero y más famoso de toda esa parte de España, y en el que se estudiaban artes liberales, es decir, todas las ciencias humanas, y sagrada teología. A esta última se dedicó Domingo con tanto ardor que aun las noches las pasaba en la oración y el estudio sobre todo de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres. Sobre estos textos sagrados iba él organizando en sus cuadernos una síntesis ordenada de toda la doctrina teológica.

Vivía solo, con su pequeño mobiliario y sus libros. Y así podía distribuir mejor su tiempo en el día y en la noche. Para mayor mortificación suprimió el vino, que en su casa tomaba. Suprimir el sueño para estudiar no era para él mortificación, sino gozo, pues la doctrina sagrada le embelesaba. Por eso su estudio tenía tanto de oración y de meditación como de estudio propiamente dicho. Tenía fama de vivir tan recogido, que más bien parecía un viejo que un joven de dieciocho o veinte Su vida anterior le había preparado para ello, tanto en su propia casa como en la de su tío el arcipreste.

Por aquellos tiempos de guerras casi continuas con los moros y entre los mismos príncipes cristianos, con arrasamientos de campos, de pueblos y ciudades, con dificultades enormes para traer de fuera lo que en un pueblo o en una región faltaba, eran, como no podía por menos de suceder, frecuentes las hambres, y en ciertos momentos espantosas. Por toda la región de Palencia se extendió una de esas hambres terribles que llevaban a la muerte muchas gentes. Domingo convirtió su cuarto en una Limosna, como entonces se decía, o sea en un lugar donde se daba todo lo que había y todo lo que se podía alcanzar. Y, claro está, en esa su habitación no quedaron bien pronto más que las paredes. ¡Ah! Y los libros en que Santo Domingo estudiaba, su más preciado tesoro. Tan preciado, que de ellos podía depender su porvenir. No había entonces librerías para comprarlos; había que copiarlos o hacerlos copiar; y de estas dos clases eran los libros de Domingo. Pero, además, esos libros suyos estaban llenos de anotaciones y resúmenes dictados por él mismo. Labor, como se ve, de dinero y de trabajo, nada fácil de realizar. ¡Y cómo duele desprenderse de un manuscrito propio —al que se tiene mas cariño que a un hijo— para nunca más volverlo o ver!... 

Pues cuando a estos libros de Domingo les llegó su vez, ahí está ese tesoro suyo del alma para venderse también. ¿Que el corazón se le desgarra al venderlos? "Pero, ¿cómo podré yo seguir estudiando en pieles muertas (pergaminos), cuando hermanos míos en carne viva se mueren de hambre?" Esta fue la exclamación de Domingo a los que le reprochaban aquella venta. Y bien vale la exclamación por toda una epopeya. Pero hay todavía más: Domingo vendió cuanto tenía. Pero, ¿y las palabras del Señor: "Amaos como Yo os he amado?" ¿Y no quiso el mismo Cristo ser vendido por nosotros y para nuestro bien? A la Limosna, que Domingo había establecido en su propia habitación, llega un día una mujer llorando amargamente y diciendo: "Mi hermano ha caído prisionero de los moros". A Domingo no le queda ya nada que dar sino a sí mismo, Pues bien; ahí está él; irá a venderse como esclavo para rescatar al desgraciado por el cual se le rogaba.

Estos actos de Domingo conmovieron a Palencia; y entre estudiantes y profesores se produjo tal movimiento de piedad y caridad que se hizo innecesario vender libros ni vender personas, sino que de las arcas, en que se hallaba escondido, salió en seguida dinero suficiente para todo. Y hasta salieron de aquí algunos que luego, al fundar Domingo su Orden, le siguieron, consagrándose a Dios hasta la muerte. Y no sólo por Palencia corrió la voz de estos hechos, sino por todo el reino de Castilla, dando lugar a que el obispo de Osma, don Martín Bazán, que andaba buscando hombres notables para su Cabildo, viniese a Domingo, rogándole que aceptase en su catedral una canonjía.

  La aceptación de esta canonjía suponía para Domingo un paso decisivo hacia el ideal de vida apostólica con que soñaba. Estos Cabildos regulares bajo la regla de San Agustín, fundados durante el último siglo con espíritu religioso y ansias de perfección, con vida común y pobreza personal voluntaria, eran verdaderas comunidades religiosas, aunque en los últimos tiempos habían decaído mucho. El obispo de Osma, en cosa de seis años, tuvo que sustituir a nueve de sus doce canónigos por inobservantes. Por eso buscaba santos, como el joven Domingo, para sustituirlos. Y fue tan honda la reforma de este Cabildo, que perseveró en su vida de perfección hasta fines del siglo XV, en que todos los Cabildos de España se habían ya secularizado. Tenía Domingo unos veinticuatro años cuando aceptó esa canonjía. Y poco después, al cumplir la edad canónica de veinticinco, fue ordenado sacerdote.

  Desde el primer momento el canónigo Domingo comenzó a brillar por su santidad y ser modelo de todas las virtudes; el último siempre en reclamar honores, que aborrecía, y el primero para cuanto significaba humillaciones y trabajos. Su virtud atraía. Y, como de él se dijo en su vida de apostolado, nadie se acercaba a él que no se sintiese dulce y suavemente atraído hacia la virtud. Era entonces prior del Cabildo don Diego de Acevedo, elemento importante de esta reforma y sucesor del obispo don Martín a su muerte en 1201. A Domingo debieron elegirle subprior sus compañeros apenas le hicieron canónigo, pues como tal subprior aparece bastante antes de la muerte del obispo Bazán. En 1199 aparece también, como sacristán del Cabildo, es decir, director del culto de la catedral. Estos dos cargos obligaron a Domingo a darse más de lleno al apostolado y ser modelo de perfección en todo.

  A diferencia de los antiguos monjes, que alternaban la oración con el trabajo manual, los canónigos regulares debían dedicarse más de lleno que a la vida contemplativa, al culto divino y a los sagrados ministerios; a éstos, sobre todo, los que para ellos eran especialmente dedicados. Domingo, pues, como subprior del Cabildo y como sacristán, tendría a su cargo la enseñanza de la religión, que en la catedral se daba; la predicación no sólo en la catedral, sino también en otras iglesias que del Cabildo dependían, bautizar, confesar, dar la comunión, dirigir el culto, etc., todo ello junto con una vida de apartamiento del mundo y de pobreza voluntaria, teniéndolo todo en común a imitación de los apóstoles.

  El rey Alfonso VIII había encargado al obispo de Osma, don Diego de Acevedo, en 1203, la misión de dirigirse a Dinamarca a pedir para su hijo Fernando, de trece años, la mano de una dama noble. El obispo aceptó. Y por compañero espiritual de viaje escogió a Domingo, subprior suyo, dirigiéndose con él por Zaragoza a Tolosa de Francia. Pero allí observaron que toda esta región, y aun, al parecer, toda Francia, Flandes, Renania, y hasta Inglaterra y Lombardía, estaban, grandemente infectadas de perniciosas herejías. Los cátaros, los valdenses o pobres de Lyón, y otras herejías procedentes del maniqueísmo oriental, lo llenaban todo. Tenían hasta obispos propios. Y hasta llegaron a celebrar un concilio, presidido por un tal Nicetas, que se decía papa, venido de Constantinopla. Los poderes civiles, en general, de manera más o menos solapada, les favorecían. Su aspecto exterior era de lo más austero: vestían de negro, practicaban la continencia absoluta y se abstenían de carnes y lacticinios. Negaban todos los dogmas católicos, la unicidad de Dios, la redención por la cruz de Cristo, los sacramentos, etc., etc. Con la afirmación de dos dioses, uno bueno y otro malo, su religión venía a ser solamente una actitud pesimista frente a la vida, de la cual había que librarse por esa austeridad y mortificaciones con las que deslumbraban a las muchedumbres.

  Desde San Bernardo, sobre todo, se venía luchando contra ellos sin conseguir apenas resultado alguno. En esta zona de Francia se les llamaba albigenses, por tener en la ciudad de Albi uno de sus centros principales. Providencialmente la misma primera noche de su estancia en Tolosa tuvo Domingo ocasión de encontrarse cara a cara con uno de ellos, su propio huésped, quedando horrorizado. Le pidió razón de sus errores, y el hereje se defendió como pudo. Y así la noche entera. Hasta que, al fin, el hereje, profundamente impresionado por el amor y la ternura con que le hablaba Domingo, reconoció sus propios errores y abandonó la herejía. A la mañana siguiente Acevedo y Domingo continuaron su viaje a Dinamarca, donde cumplieron bien su misión, aunque el matrimonio, concertado así por poder o por procurador, no llegó jamás a consumarse, a pesar de un segundo viaje hecho en 1205 por los mismos dos embajadores. Los cuales habían descubierto al norte de Europa un mundo no ya de herejes, sino de paganos, con mucho mayores dificultades para su evangelización, mundo que ya no se borrará jamás de su alma.

  Vueltos Acevedo y Domingo a Provenza, y conociendo más y más los estragos de la herejía, que todo lo iba dominando, pues se servía de toda clase de armas, la calumnia, el incendio, el asesinato..., decidieron quedarse allí. La lucha entre herejes y católicos era sumamente desigual. Pues, además de que los herejes no reparaban en medios, tenían bandas de predicadores que iban por todas partes propagando su doctrina. Por parte de los católicos, en cambio, sólo podían predicar los obispos o algunos delegados suyos; y algunos, muchos menos, delegados del Papa, pero siempre, y en todo caso, con misiones muy concretas de tiempos y lugares. Además, los herejes apenas tenían otros dogmas que negaciones. Pero, en cambio, alardeaban de practicar a la perfección la moral evangélica y acusaban a la Iglesia de no practicar nada de lo que enseñaba. Para esto se fijaban, sobre todo, en la forma como venían a predicarles los legados pontificios, que solían venir con grande pompa y boato, por creer que lo contrario hacia desmerecer su autoridad.

  En el seno de la Iglesia hacía un siglo que se venían haciendo reformas en Cabildos catedrales, como hemos visto, y en Ordenes religiosas, como la de Cluny, la del Cister y otras. Pero estas reformas no siempre lograban, mantenerse en el primer fervor y con frecuencia fracasaban por completo, a poco de haberse iniciado.

  Además, estas comunidades, por mucha perfección que practicasen, vivían separadas del pueblo, mientras que los herejes vivían con el mezcladísimos. Por otra parte, al pueblo suelen preocuparle menos los dogmas que la moral, y cree siempre más en las obras que en las palabras. Cuando el obispo de Osma y el subprior llegaron a darse cuenta por completo de la situación, comenzaron a advertir al Papa que no era nada a propósito para combatir a los herejes presentarse como sus legados se presentaban. Entre aquella inmensa corrupción, que lo inundaba todo, comenzaban a sentirse por doquier ansias de verdadera vida evangélica, y se hacía cada vez más claro que para conquistar al mundo, tan extraviado y corrompido, había que volver al modo de predicar y de vivir que los mismos apóstoles practicaron.

  En la primavera de 1207 hubo un encuentro en Montpellier entre algunos legados cistercienses del Papa, por una parte, y el obispo de Osma y Domingo, por otra, sobre el sistema a seguir en la lucha contra los herejes. El de Osma renunció a todo su boato episcopal para abrazar con Domingo la vida estrictamente apostólica, viviendo de limosnas, que diariamente mendigaban, renunciando a toda comodidad, caminando, a pie y descalzos, sin casa ni habitación propia en la que retirarse a descansar, sin más ropa que la puesta, etc., etc. Domingo por ese tiempo ya no quería que le llamasen subprior ni canónigo, sino tan sólo fray Domingo, y su obispo se había adaptado también perfectamente a esta pobreza de vida.

  Con estas cosas el aspecto de la lucha contra los herejes fue cambiando más y más a favor de los católicos. Los misioneros papales aumentaron notablemente en cantidad y calidad, llevando una vida enteramente apostólica y repartiéndose por toda la región en torno a ciertos centros escogidos. Domingo se quedó en un lugarcito llamado Prulla, cerca de Fangeau, junto a una ermita de la Virgen y algunas pocas viviendas, pero con buenas comunicaciones. Era ya predicador pontificio y delegado del Papa para dar certificados de reconciliación con el sello de toda la Empresa Misional. Este sello contenía solamente la palabra Predicación. Al jefe de la misión, en este caso a Domingo, se le llamaba magister praedicationis. Se fundaron no pocos de estos centros; pero como el personal de la misión, en general, era temporero, a los pocos meses comenzaron a cansarse y se fueron a sus abadías, quedando en pie solamente el centro de Prulla, que dirigía y sostenía Domingo.  Por este mismo tiempo comenzó Domingo a reunir en Prulla un grupo de damas convertidas de la herejía, a las que él fue dando poco a poco algunas normas y reglas de vida, que más tarde se convirtieron en verdaderas constituciones religiosas, calcadas sobre las mismas de los dominicos. Y habiéndose ido a sus abadías los abades cistercienses que formaban el grupo principal de la misión; habiéndose ido, por otra parte, a Osma don Diego de Acevedo para arreglar sus asuntos y volver a Francia, cosa que no pudo realizar por sorprenderle la muerte; habiendo sido asesinado el principal legado del Papa y director de aquella gran misión, las cosas cambiaron súbitamente, y Domingo, cuando más ayudas necesitaba, se quedó solo. El asesinato de Pedro de Castelnau se atribuyó al conde de Tolosa, por lo cual éste fue excomulgado, el Papa exoneró a sus súbditos de la obediencia debida y promovió contra él una cruzada, capitaneada por Simón de Montfort, que marca uno de los períodos más sangrientos y difíciles de toda esta época.

  Domingo no era partidario de estos procedimientos; para defender la religión no aceptaba otras armas que los buenos ejemplos, la predicación y la doctrina; por lo cual, cuando toda aquella región era el escenario de una guerra de las más sangrientas, él se recluyó en Prulla, para sostener allí, cuando menos, un grupito de compañeros, que ya tenía, y otro grupo mayor de mujeres convertidas, base del convento de monjas que allí se estaba formando. En 1212 quisieron hacerle obispo de Cominges; pero él rehusó humildemente, alegando que no podía abandonar la formación de esta doble comunidad, en edad tan tierna todavía.

  En 1213, calmada un poco la guerra, aparece Domingo predicando la Cuaresma en Carcasona. En esta ciudad, emporio de la herejía, peligraba hasta la vida de los predicadores; se les escupía, se les tiraba piedras y barro, se les dirigía toda clase de insultos y calumnias; y precisamente por eso Domingo tenía a esta ciudad un especial cariño. El obispo le nombró vicario suyo in spiritualibus, es decir, en cuanto a la predicación, al confesonario, a la reconciliación de herejes, etc., pero no en causas judiciales o administrativas. Al año siguiente le nombró capellán suyo, es decir párroco en Fangeaux (25 de mayo de 1214). En 1215 el arzobispo Auch, con el voto unánime de sus canónigos, quiso hacerle obispo de Conserans, diócesis sufragánea suya. Domingo vuelve a resistirse con invencible tenacidad.

  Estando en Fangeaux una noche en oración, parece haber tenido una revelación especial, de la cual, como es natural, no queda documento fehaciente; queda solamente un monumentito de tiempo posterior llamado Seignadou. Y allí parece haber tenido el Santo cierta visión que le impresionó grandemente. ¿La revelación del rosario? Los santos nunca suelen sacar al público estos secretos. Entrar con más detalles en esto de la fundación del rosario no es cosa nuestra. La tradición, unánime hasta tiempos muy recientes, avalada por gran multitud de documentos pontificios y con multitud de argumentos de toda clase, a Santo Domingo atribuye la fundación del rosario.

  Desde 1214 vuelve Domingo a sus continuas andanzas de predicación y apostolado, y en plan verdaderamente apostólico. Los testigos del proceso de su canonización nos ofrecen datos abundantísimos. Nunca iba solo, sino con un compañero por lo menos, pues Jesucristo enviaba a sus discípulos a predicar de dos en dos. Solía llevar consigo un bastón con un palito atravesado en lo alto, como empuñadura. Uno de estos bastones se conserva todavía en Bolonia. Ninguna clase de equipaje ni bolsillos ni alforjas, sino tan sólo, en la única túnica remendada y pobrísima con que se cubría, una especie de repliegue sobre el cinturón, en el que llevaba el Evangelio de San Mateo, las Epístolas de San Pablo y una navajita sin punta, sin duda para cortar el pan duro que pidiendo de puerta en puerta le daban. Iba ceñido con una correa, a estilo de los canónigos de San Agustín a que pertenecía.

  Caminaba siempre descalzo. Lo cual dio lugar a que un hereje se le ofreciese en cierta ocasión como guía para conducirle a un lugar desconocido, en que tenía que predicar. Lo llevó por los sitios más malos, llenos de piedras y espinos, de modo que al poco rato Domingo y su compañero llevaban los pies deshechos y ensangrentados. Domingo entonces comenzó a dar gracias a Dios y al guía, porque con aquel sacrificio, decía, era bien seguro que su predicación produciría gran fruto. Y así fue, porque hasta el mismo guía se convirtió.

  En los caminos iba siempre hablando de Dios y predicando a los compañeros de viaje. Y cuando esto no era posible se separaba del grupo y comenzaba a cantar himnos y cánticos religiosos. Cuando el concilio de Montpellier, para diferenciarles de los herejes, prohibió a los predicadores católicos ir descalzos, Santo Domingo llevaba sus zapatos al hombro y sólo se los ponía al entrar en pueblos y ciudades. Ninguna defensa llevaba en sus viajes contra el sol, aun en lo más ardiente del verano, ni contra la lluvia o la nieve. Y cuando llegaba a un pueblo con su túnica de lana empapadísima y le invitaban a que, como todos los demás, se acercase al fuego para secarse, él se disculpaba amablemente yéndose a rezar a la iglesia. A consecuencia de lo cual solía estar lleno de dolores, en los que se gozaba. Sus mortificaciones eran continuas e inexorables. Su camisa estaba tejida con ásperas crines de cola de buey o de caballo, como declaran en su proceso las señoras que se la preparaban. Por debajo de ella tenía otros cilicios de hierro y, fuertemente ceñida a la cintura, una cadena del mismo metal, que no se quitó hasta su muerte. Con cadenillas de hierro también se disciplinaba todas las noches varias veces. No tuvo lecho jamás, y, cuando en sus viajes se lo ponían, lo dejaba siempre intacto, durmiendo en el suelo y sin utilizar siquiera una manta para cubrirse, aun en tiempos de mucho frío. En los conventos ni celda siquiera tenía, pasando la noche en la iglesia en oración en diversas formas, de rodillas, en pie, con los brazos en cruz o tendido en venia a todo lo largo. Para morir tuvieron que llevarle a una celda prestada. Parcísimo en el comer, ayunaba siempre en las cuaresmas a sólo pan y agua.

  Jamás tuvo miedo a las amenazas que los herejes continuamente le dirigían. El camino que desciende a Prulla desde Fangeaux era muy a propósito para emboscadas y asaltos. Y, sin embargo, casi a diario lo recorría Domingo bien entrada la noche. Un día unos sicarios, comprados por los herejes, le esperaban para matarle. Mas providencialmente aquel día no pasó por allí el siervo de Dios. Y, habiéndole encontrado tiempo más tarde, le dijeron que qué hubiera hecho de haber caído en sus manos, a lo cual Domingo les respondió: "Os hubiera rogado que no me mataseis de un solo golpe, sino poco a poco, para que fuese más largo mi martirio; que fuerais cortando en pedacitos mi cuerpo y que luego me dejaseis morir así lentamente, hasta desangrarme del todo". ¡Qué grandeza! ¡Que amor a la cruz y al que en ella quiso por nosotros morir!

  Dejemos a Domingo seguir en sus ininterrumpidas predicaciones. Por el mes de abril dos importantes caballeros de Tolosa se le ofrecieron a Domingo para seguirle, no como los demás discípulos que le acompañaban, sino incorporándose plenamente con él, con un juramento o voto de fidelidad y de obediencia. Uno de ellos, Pedro Seila, iba a heredar de su padre tres casas en la ciudad de Tolosa, y de aquí salió la primera fundación de dominicos, pues antes del año estaban las tres llenas de gente. El obispo, al aprobarles la fundación, había declarado a Domingo y a sus compañeros vicarios suyos en orden a la predicación, y esto en forma permanente y sin especial nombramiento, cosa hasta entonces completamente desconocida en la historia de la Iglesia. Como no podemos seguir paso a paso esta historia, baste recordar que, cuando, en vez del obispo, sea el Papa el que tome una determinación parecida en orden a Domingo y sus compañeros, la Orden de Predicadores quedará fundada. Los compañeros de Domingo eran todos clérigos y vestían, como él, túnica blanca, como los canónigos de San Agustín. Y Domingo se preocupó inmediatamente de buscarles un doctor en teología que les pusiera clase diaria, a fin de prepararles para la predicación. Primero doctores y luego predicadores.

  Por el mes de noviembre de 1215 celebróse en Roma el IV Concilio de Letrán, el más importante acaso de la Edad Media. En este concilio, canon 13, se prohibió la fundación de nuevas Ordenes religiosas. ¿Qué sería de la recién nacida, aunque aún no confirmada por Roma, Orden de Predicadores? El Papa, sin embargo, declaró, como ampliación de ese canon prohibitivo, que admitiría fundaciones con tal de que se acogiesen a una de las antiguas reglas, completada en los detalles por especiales constituciones, para mejor adaptarlas a los tiempos. Esto lo dijo el mismo Inocencio III a Domingo, asegurándole que cuantas constituciones adicionales le propusiese él se las confirmaría. Pero, unos meses después, muere el Papa y es elegido Honorio III. Domingo había reunido a sus hijos el día de Pentecostés de 1216 para redactar esas nuevas constituciones, que son aún hoy la base de las constituciones de la Orden dominicana; pero, cuando quiso ir a Roma, para que el Papa cumpliese su palabra de confirmárselas, el Papa era nuevo y se resistía a prescindir de un canon del concilio para aprobar una Orden que con tantas novedades se presentaba. Sobre todo lo de la predicación, como privilegio concedido a los dominicos sólo por serlo, levantaba por todas partes una grande oposición. Había también en esta nueva Orden otras novedades, por ejemplo, las constituciones hechas por Domingo, a diferencia de las de todas las Ordenes religiosas existentes, eran leyes meramente penales, pues no obligaban a culpa, sino a pena. Además, la doctrina de las dispensas se cambiaba por completo. No sólo se dispensaba una ley por no poder cumplirla, sino también cuando, aun pudiendo, estorbaba a otra ley o precepto de orden superior y más directamente conducente al fin último de la Orden, etc., etc.

  El Papa, sin embargo, quería y veneraba mucho a Domingo, y cuanto más le iba tratando más le veneraba y le quería. Y, al fin, después de algunas vacilaciones y muchas consultas, dio su bula de 21 de enero de 1217, concediéndole a Domingo la confirmación deseada. Y tan amigo de Domingo y protector de su Orden llegó a ser que desde esa fecha hasta 1221, por agosto, en que Domingo expiró, le fueron dirigidos por el Papa sesenta documentos entre bulas, breves, epístolas, etc., llegando a eximirle de pagar los gastos que todos estos documentos debían pagar en la curia pontificia.

  Por este tiempo, estando Domingo en Roma, se le aparecieron una noche en oración los apóstoles San Pedro y San Pablo y, entregándole un báculo y un libro, le dijeron ambos a la vez: "Ve y predica". Esto lo refirió el mismo Domingo más tarde a alguno de sus hijos, que lo transmitió a la historia.

  Confirmada la Orden, volvió Domingo a Francia, y el 15 de agosto de 1217 reunió a sus dieciséis discípulos en Tolosa, para dispersarles por el mundo contra la opinión de casi todos, incluso algunos obispos amigos. De estos dieciséis dominicos envió siete a París, dándoles por superior al único doctor con que hasta entonces contaba, fray Mateo de Francia, y poniendo, además, entre ellos dos con fama de contemplativos, uno de éstos su propio hermano. A España envió cuatro. Tres los dejó en Tolosa, y los otros dos se quedaron en Prulla, donde, además de las monjas, habían comenzado a congregarse hacía algunos años un grupito de discípulos. Poco tiempo más tarde envió también religiosos a Bolonia, al lado de la otra universidad de fama mundial que entonces brillaba.

  En 1219 visitó Domingo su comunidad de París, que tenía ya más de treinta dominicos, varios de ellos ingresados en la Orden con el título de doctor. De este modo, no sólo tenían derecho a enseñar, sino que podían hacerlo en su propia casa, que ya entonces estaba establecida en lo que fue después, y vuelve a ser hoy, famosísimo convento de Saint Jacques. En Bolonia le sucedió una cosa parecida, pues en 1220, por la acción del Beato Reginaldo, doctor también de Paris, y otros varios, que por él habían ingresado, en la Orden, la universidad se encontraba en las más íntimas relaciones con los dominicos. Podemos decir que tanto el convento de París como el de Bolonia comenzó a ser desde el principio una especie de Colegio Mayor, o, aún más, una sección de la misma universidad, incorporada a ella totalmente.

  En 1220 las herejías de cátaros, albigenses, etc., se habían extendido muchísimo por Italia, especialmente por la región del norte. El papa Honorio III, para detener los progresos de la herejía, determinó organizar una gran Misión. Pero, en vez de poner al frente de ella algún cardenal como legado suyo, o algunos abades cistercienses, encomendó la dirección a Domingo, no sólo con facultad para declarar misioneros a cuantos quisiese de sus propios hijos, sino también para reclutar misioneros entre los mismos cistercienses, benedictinos, agustinos, etc. Esto era una novedad que, aunque presentida, llamó mucho la atención. Seguir las peripecias de esta gran misión nos es absolutamente imposible. Domingo acabó en ella de agotar sus fuerzas por completo. Venía padeciendo mucho de varias enfermedades, sin querer cuidarse lo más mínimo ni dejar de predicar un solo día muchas veces y a todas horas.

  El día 28 de julio por la noche llegó a su convento de Bolonia verdaderamente deshecho y casi moribundo. Pero no quiso celda ni lecho, sino que, como de costumbre, después de predicar a los novicios, se fue a la iglesia a pasar la noche en oración. El 1 de agosto no pudo levantarse del suelo ni tenerse en pie, y por primera vez en su vida aceptó que le pusieran un colchón de lana en el extremo del dormitorio, y poco después en una celda, que le dejaron prestada, pues en la Orden no hubo nunca dormitorios corridos, sino celditas, en las que cabía un colchón de paja —de lana para los enfermos— y un pupitre para estudiar y escribir. La intensidad de la fiebre le transpone a ratos. Otras veces toma aspecto como de estar en contemplación y otras mueve los labios rezando, otras pide que le lean algunos libros; jamás se queja; cuando tiene alientos para ello habla de Dios, y la expresión de su rostro demacrado sigue siempre dulce y sonriente.

  El 6 de agosto habla a toda la comunidad del amor de las almas, de la humildad, de la pureza, condición necesaria para producir grande fruto. Después hace confesión general con los doce padres más graves de la comunidad, que más tarde declararon no haber encontrado en él ningún pecado, sino muy leves faltas.

  Después, ante la sospecha, que le sugirieron, de que quisieran llevar a otra parte su cuerpo, dijo: "Quiero ser enterrado bajo los pies de mis hermanos”. Y viéndoles a todos llorar, añadía: "No lloréis, yo os seré más útil y os alcanzaré mayores gracias después de mi muerte". Y ante una súplica del prior levantó las manos al cielo, diciendo: "Padre Santo, bien sabes que con todo mi corazón he procurado siempre hacer tu voluntad. He guardado y conservado a los que me diste. A Ti te los encomiendo: Consérvalos, guardalos". Y volviéndose a la comunidad, preparada para rezar las preces por los agonizantes, les dijo: "Comenzad". Y, al oír: "Venid en su ayuda, santos de Dios", levantó las manos al cielo y expiró. Era el 6 de agosto de 1221, cuando no había cumplido aún cincuenta años. Ofició en sus funerales el cardenal Hugolino, legado del Papa, al que había de suceder bien, pronto, y que le había de canonizar.

  Una de las monjas admitidas por él en el convento de San Sixto, de Roma, hace de Domingo la siguiente descripción, confirmada por el dictamen técnico que sobre su esqueleto se dio en 1945, al abrir su sepultura, por temor de que fuese Bolonia bombardeada: "De estatura media, cuerpo delgado, rostro hermoso y ligeramente sonrosado, cabellos y barba tirando a rubios, ojos bellos. De su frente y cejas irradiaba una especie de claridad que atraía el respeto y la simpatía de todos. Se le veía siempre sonriente y alegre, a no ser cuando alguna aflicción del prójimo le impresionaba. Tenía las manos largas y bellas. Y una voz grave, bella y sonora. No estuvo nunca calvo, sino que tenía su corona de pelo bien completa, entreverada con algunos hilos blancos."

  Fue canonizado por Gregorio IX en 1234. Y sus restos descansan en la magnífica basílica del convento de Predicadores de Bolonia, en una hermosísima y artística capilla.

ALBINO GONZÁLEZ MENÉNDEZ-REIGADA, 

7 ago 2015

Santo Evangelio 7 de agosto de 2015

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,24-28):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin antes haber visto llegar al Hijo del hombre con majestad.»

Palabra del Señor
José María Vegas, cmf
Cargar con la cruz y seguir caminando

Muchos son los que han pensado y siguen pensando que la actitud religiosa consiste en adoptar una actitud de pasividad y dependencia. Desde luego, esta comprensión es completamente falsa, al menos en lo que se refiere al cristianismo. Ya desde su primer germen, cuando Dios llamó a Abraham, no lo hizo para que se quedara tranquilamente en su tierra, ligado a sus raíces, sino, al contrario, para que, rompiendo con sus seguridades, se pusiera en camino y saliera hacia una tierra desconocida. Lo mismo se puede decir del momento fundacional de Israel, que es una salida hacia la libertad, pero hacia esa libertad difícil y arriesgada que adentra en el desierto. También los profetas desafían continuamente a dejar las falsas seguridades de meros cumplimientos externos. Dios nos llama a ponernos en camino, es decir, a caminar por nosotros mismos. Es verdad que se da una inicial escucha obediencial, pero a lo que nos llama el Señor con su Palabra no es a la pasividad y la dependencia, sino al dinamismo y la responsabilidad. Esas múltiples llamadas han alcanzado su plenitud en la invitación de Jesús al seguimiento. Ser cristiano es levantarse y caminar, es verdad que en seguimiento de Cristo, pero con la propia voluntad y los propios pies. Nosotros, los creyentes, somos de los que queremos irnos con Él. Pero en ocasiones, con relativa frecuencia, buscamos disculpas para abandonar la marcha. Decimos, sí, yo quisiera seguir a Jesús, pero la enfermedad, o mi pobreza, o las circunstancias que me rodean (la familia, el entorno eclesial, o social…), o mil problemas de otro tipo, me lo impiden. En definitiva, la cruz, que en cada uno tiene un rostro propio, es la excusa para pararnos, llorar nuestras penas y quedarnos al margen del camino. Jesús, maestro compasivo, es también exigente, y no aprueba que nos escondamos tras nuestras cruces. Es aquí donde su llamada se hace más perentoria: no trates de escabullirte, diciendo que sufres de mil maneras, no te quedes ahí, compadeciéndote a ti mismo, no busques, en una palabra, excusas para no amar; ya sé yo que en tu vida existe la cruz, de eso sé más que tú, así que tómala, ponte en pie y sigue adelante, sígueme, que te he amado hasta el extremo de una muerte de cruz. Renunciar a la cruz o hacer de ella una excusa, significa querer salvarse por medio de bienes que pasan y no perduran; aceptar la cruz, pero no pasivamente, sino para hacerse al camino, significa darse, perder para ganar bienes que valen más que la vida, que son más fuertes que la muerte.

Cordialmente
José María Vegas cmf

San Miguel de la Mora 7 de agosto



SAN MIGUEL DE LA MORA
Presbítero y mártir
7 de Agosto

Tecalitlán (Jalisco, México), 19-junio-1874 
+ Colima (México), 7-agosto-1927 
B. 22-noviembre-1992 
C. 21-mayo-2000


Miguel nació en El Rincón del Tigre, municipio de Tecalitlán, estado mexicano de Jalisco, el día 19 de junio del año 1874. La mayor parte de su niñez y adolescencia estuvo trabajando en el rancho del Tigre, propiedad de la familia que ayudaba a su padre y hermanos en las labores del campo, y estaba muy apegado a su familia. En Miguel ha brotado una inquietud, creció en una familia cristiana y de ahí nació su vocación: sintió deseos de ingresar en el seminario. Un hermano suyo lo llevó a Colima y lo inscribió en el seminario. Al finalizar sus estudios eclesiásticos, fue ordenado sacerdote el año 1906. Su ministerio sacerdotal, en iglesias y localidades de la diócesis de Colima, fue intensa y fructífera con grandes frutos pastorales, fue un sacerdote entregado a sus fieles, siendo metódico, cauteloso y piadoso. Fue capellán del cabildo de la catedral de Colima.

Las perspectivas persecutorias se iban arreciando contra la Iglesia mexicana. Ante este panorama, el 7 de abril de 1926, el obispo de Colima, en unión con el clero, da la orden para que se suspendan todos los cultos en las parroquias de la diócesis. Enterados los familiares de Miguel, le insisten para que se fuera con ellos, pero él les respondió:

Al iniciarse la persecución, el padre Miguel se ocultó en su casa parroquial, pero como enfrente vivía el general Ignacio Flores, decidido perseguidor de la Iglesia y miembro del gobierno local, sus entradas y salidas eran vigiladas y por fin fue descubierto y tomado prisionero. Pudo salir libre bajo fianza, pero con tanta vigilancia, que parecía que se encontraba en la cárcel en la ciudad de Colima, y con la amenaza de encarcelarlo si no abría al culto la catedral, para formar una Iglesia independiente de la católica. Por supuesto, el padre Miguel se negó rotundamente, pero le fijaron un plazo para que fuera cumplida esa orden. Además tenía fijada la obligación de presentarse en cualquier momento ante el general Flores, éste lo llamaba constantemente para amenazarlo y burlarse de él delante de otros militares.

El padre Miguel sentía en su alma que tal vez no iba a tener coraje suficiente para aguantar todas las presiones psicológicas que estaba sufriendo. Entonces pensó llamar a su hermano Rodrigo y le dijo: «Ya no aguanto más; llévame al rancho con la familia». Era el 7 de agosto de 1927: de madrugada, salieron los dos. En Cardona, se detuvieron a comer algo y una señora le preguntó al padre Miguel: «¿Es usted padrecito? Desearía que case a mi hija». Él respondió: «Sí». Había algunas personas que estaban cerca y oyeron la respuesta del padre. En seguida los dos fueron apresados y llevados a la Jefatura de Operaciones Militares en Colima. El general Flores estaba indignado porque había sido frustrada y burlada su huida, desobedeciendo el padre y con malas palabras le dijo: «Ahora mismo les vamos a fusilar: primero a su hermano y luego a usted». El padre Miguel al oír la sentencia, »sacó su rosario y empezó a rezar». Los condujeron a las caballerizas del cuartel y los colocaron entre el estiércol. Ellos obedecieron todas las órdenes dadas por los militares.

Los soldados recibieron la orden de disparar, y a los primeros disparos cayó el padre Miguel, frente a los atónitos ojos de su hermano, en medio del estiércol de los animales, mientras rezaba el rosario. Un soldado le dio el tiro de gracia. Era el 7 de agosto del año 1927, a las 12 del mediodía. El padre Miguel de la Mora fue el primer sacerdote de la diócesis de Colima que sufrió el martirio.

Su hermano, Rodrigo de la Mora, trató de salvarse y les dijo que su hermano era sacerdote, pero él no y tenía una familia que mantener. Los soldados lo dejaron libre, marchándose a su casa.

Sus restos se veneran en la capilla de los Mártires de la catedral de Colima.

Juan Pablo II lo beatificó el 22 de noviembre de 1992 y lo canonizó el 21 de mayo de 2000.

ÁNGEL MARTÍNEZ PUCHE, O.P..

6 ago 2015

Santo Evangelio 6 de agosto de 2015


Día litúrgico: 6 de Agosto: La Transfiguración del Señor

Texto del Evangelio (Mt 17,1-9): En aquel tiempo, Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». 

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos».

«Rabbí, bueno es estarnos aquí»


Rev. D. Ignasi NAVARRI i Benet 
(La Seu d'Urgell, Lleida, España)
Hoy celebramos la solemnidad de la Transfiguración del Señor. La montaña del Tabor, como la del Sinaí, es el lugar de la proximidad con Dios. Es el espacio elevado, respecto a la existencia diaria donde se respira el aire puro de la Creación. Es el lugar de la oración donde se está en la presencia del Señor, como Moisés y Elías que aparecen con Jesús transfigurado hablando con Él acerca del Éxodo que le esperaba en Jerusalén (es decir, su Pascua).

«Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (Mc 9,3). Este hecho simboliza la purificación de la Iglesia. Y Pedro dijo a Jesús: «Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mc 9,5). San Agustín comenta bellamente que Pedro buscaba tres tiendas porque todavía no conocía la unidad entre la Ley, la Profecía y el Evangelio.

«Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: ‘Éste es mi Hijo amado, escuchadle’» (Mc 9,7). La Transfiguración no es un cambio en Jesús, sino la Revelación de su Divinidad. Pedro, Santiago y Juan, contemplan do la Divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la Cruz. ¡La Transfiguración es un anticipo de la Resurrección!

«Rabbí, bueno es estarnos aquí» (Mc 9,5). La Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que Él nos da en la peregrinación terrena para que “Jesús sólo” sea nuestra Ley, y su Palabra sea el criterio, el gozo y la bienaventuranza de nuestra existencia.

Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que lo podamos seguir cada día con alegría, y nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la Cruz con vista a participar también de su Gloria.

«Este es mi Hijo amado»

+ Rev. D. Joan SERRA i Fontanet 

(Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio nos habla de la Transfiguración de Jesucristo en el monte Tabor. Jesús, después de la confesión de Pedro, empezó a mostrar la necesidad de que el Hijo del hombre fuera condenado a muerte, y anunció también su resurrección al tercer día. En este contexto debemos situar el episodio de la Transfiguración de Jesús. Atanasio el Sinaíta escribe que «Él se había revestido con nuestra miserable túnica de piel, hoy se ha puesto el vestido divino, y la luz le ha envuelto como un manto». El mensaje que Jesús transfigurado nos trae son las palabras del Padre: «Éste es mi Hijo amado; escuchadle» (Mc 9,7). Escuchar significa hacer su voluntad, contemplar su persona, imitarlo, poner en práctica sus consejos, tomar nuestra cruz y seguirlo.

Con el fin de evitar equívocos y malas interpretaciones, Jesús «les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos» (Mc 9,9). Los tres apóstoles contemplan a Jesús transfigurado, signo de su divinidad, pero el Salvador no quiere que lo difundan hasta después de su resurrección, entonces se podrá comprender el alcance de este episodio. Cristo nos habla en el Evangelio y en nuestra oración; podemos repetir entonces las palabras de Pedro: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí!» (Mc 9,5), sobre todo después de ir a comulgar.

El prefacio de la misa de hoy nos ofrece un bello resumen de la Transfiguración de Jesús. Dice así: «Porque Cristo, Señor, habiendo anunciado su muerte a los discípulos, reveló su gloria en la montaña sagrada y, teniendo también la Ley y los profetas como testigos, les hizo comprender que la pasión es necesaria para llegar a la gloria de la resurrección». Una lección que los cristianos no debemos olvidar nunca.

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Santos Justo y Pastor, 6 de agosto


SANTOS JUSTO Y PASTOR
6 de agosto
(†  304)

 Los santos niños Justo y Pastor murieron en la llamada "Gran persecución", la del emperador Diocleciano, en la que fueron inmoladas víctimas en mayor número que en todas las anteriores y en la que, además, se empleó la tortura con más refinamiento y crueldad que nunca.

  Hasta tal punto fue sangrienta esta persecución, la última de todas, que la más antigua manera cristiana de computar el tiempo partía del año primero del reinado de Diocleciano, y este cómputo se llamaba "Era de los mártires".

  Fue Diocleciano un gran estadista. La historia más moderna nos lo presenta, además, como un espíritu prócer, lleno de veneración por la majestad de Roma. No era ambicioso ni cruel. Y, como por entonces ya los bárbaros amenazaban las fronteras del Imperio, comprendió que él solo no podía acudir a todos los puntos donde sus enemigos, exteriores e interiores, le presentaran batalla. Resolvió, pues, compartir el gobierno de su inmenso Imperio con hombres de su confianza. Quedaba así fundada la "tetrarquía".

  Lo más seguro es que, de haber seguido Diocleciano sólo al frente del Imperio, nunca hubiera perseguido al cristianismo. El era tolerante y demasiado inteligente para comprender que los perseguidores que le habían precedido habían fracasado en su empeño y que el mayor bien para su Imperio, desde todos los puntos de vista, incluido el político, era la paz y la unión de los espíritus. Pero tuvo a su lado un mal consejero que le indujo a la persecución: su yerno Galerio, que odiaba cordialmente al cristianismo. Al dejarse influir por éste, Diocleciano echó sobre sí la más negra mancha, de la que jamás la historia podrá exculparle.

  Hacía cuarenta años que la Iglesia no era perseguida. El número de cristianos había crecido en medio de la paz, y con el favor de los emperadores se habían construido templos en las principales ciudades. Mas con la bonanza languidecía también el espíritu de los fieles; en la religión del amor empezaron las discordias, las envidias, la murmuración, y la mentira penetró en los seguidores de la Verdad. Entonces sobrevino el castigo. Galerio empezó a perseguir a los cristianos que militaban en su ejército. Maximiano Hércules imitó la conducta de aquél. Corría el año 301 de la Era cristiana.

  Dos años más tarde, Galerio arrancó al fin a Diocleciano el edicto primero de persecución general. Todavía no era sangriento. Se mandaba destruir las iglesias cristianas y arrojar al fuego los libros sagrados. Los nobles que no apostataran de su fe serían notados de infamia; los plebeyos, privados de su libertad. Dos edictos posteriores iban dirigidos contra los jerarcas de la Iglesia, en términos conminatorios, ya sangrientos.

  La persecución fue encarnizada desde el año 304, en que Diocleciano promulgó su último edicto. Los que se negaran a sacrificar serían gravísimamente torturados. Así lo afirma Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos e historiador de los mismos. Y añade: "Apenas ya puede contarse el número de los que en las distintas provincias del Imperio padecieron el martirio".

  Las descripciones que de las torturas nos hace Eusebio horripilan, ciertamente; pero, por desgracia, son conformes con la realidad de los hechos.

  En España representaba a Maximiano Hércules como procónsul o gobernador Daciano, que ha pasado a la historia como un tirano de los más siniestros y crueles; tal como lo describió nuestro gran poeta cristiano Aurelio Prudencio, en su poema Peristephanon, en que le hace responsable de todos aquellos horrores.

  Dentro de este marco histórico, pues, sucedió el martirio de los dos pequeños héroes madrileños, Santos Justo y Pastor.

  No es posible dudar de su historicidad. Prudencio les dedica una estrofa de su poema, que nosotros así traducimos:

  "Siempre será una gloria para Alcalá el llevar en su regazo la sangre de Justo con la de Pastor, dos sepulcros iguales donde se contiene el don de ambos: sus preciosos miembros."

  Los nombres de los mártires que figuran en el poema de Prudencio pertenecen todos a la historia. En los calendarios primitivos de la España cristiana, que son los mozárabes, aparecen también Justo y Pastor. Y el testimonio de los calendarios es irrecusable, pues en ellos se registraban las fiestas y conmemoraciones litúrgicas que tradicionalmente venían celebrándose. Lo que no hubiera sido posible de no existir el hecho de un sepulcro de mártir, que no puede falsificarse.

  ¿Desde cuándo se celebraría esta fiesta? Ya vemos que Prudencio habla de los sepulcros de Justo y Pastor. Por tanto, ya existían cuando él escribió. Prudencio murió hacia el año 405 de nuestra Era. Aparte de esto, existe el testimonio de San Paulino, que afirma haber enterrado el año 392 a un hijito suyo, muerto de ocho días, junto a los mártires de Alcalá.

  De modo que, desde fines del siglo IV, unos ochenta años después del martirio, empezaría oficialmente en la Iglesia española el culto en honor de estos heroicos niños.

  Ello no puede extrañarnos. Hubo millares y millares de mártires en los tres primeros siglos del cristianismo. Pero no todos, ni mucho menos, quedaron registrados en los calendarios de la Iglesia. Sólo conocemos los nombres de una exigua minoría. Y la razón es muy sencilla. Hubo mártires insignes por las circunstancias de su martirio, o por la edad en que dieron su vida, demasiado avanzada o demasiado tierna, o por el ascendiente que gozaban entre los cristianos antes de su muerte. Estos mártires dejaron una huella más honda en aquella generación, y sus nombres se perpetuaron en la liturgia de la Iglesia.

  Algo de esto debió ocurrir en el caso de estos santos niños. Dieron su vida espontáneamente y la dieron en edad muy tierna. Eran unos párvulos, y por ello causaron honda impresión en los hombres de su tiempo. El fenómeno pues, tiene fácil explicación.

  Sin embargo, las actas de su martirio no son auténticas, es decir, fueron escritas en época muy posterior y por un escritor muy lejano de los hechos. Este, pues, recogería las pocas noticias transmitidas por la tradición oral y las elaboraría a su talante, aunque con indiscutible acierto desde el punto de vista estético y religioso. Fácilmente obtendría la finalidad que él se proponía de edificar y deleitar a sus lectores que, en época visigoda en que fueron escritas las actas, serían muchos y muy ávidos de una tal literatura. Nosotros hoy sólo podemos admitir como histórico de estas actas un pequeño núcleo, lo substancial de ellas: Justo y Pastor, tiernos escolares, enardecidos por el ejemplo de tantos hermanos que confesaron su fe con la muerte, un día, al salir de la escuela, arrojaron sus cartillas y se presentaron ante Daciano a confesarse discípulos de Jesucristo, y el procónsul los mandó degollar.

  Todo lo demás es literatura edificante del hagiógrafo, y no puede concederse mayor autoridad a estas actas. Es verdad que tampoco es necesario. De suyo, los breves datos que admitimos como históricos son tan sublimes que bastan para nuestra edificación.

  Un himno de la liturgia dice: "Justo apenas contaba siete años; Pastor había cumplido los nueve”. Es muy probable que así fuera.

  Por lo demás, el diálogo que de los dos hermanos nos transmiten las actas, reproducido luego por San Ildefonso de Toledo (muerto en el año 667) en su apéndice a la obra Varones ilustres, de San Isidoro, es tan bello que no nos resistimos a transcribirlo.

  "Mientras eran conducidos al lugar del suplicio mutuamente se estimulaban los dos corderitos. Porque Justo, el más pequeño, temeroso de que su hermano desfalleciera, le hablaba así: "No tengas miedo, hermanito, de la muerte del cuerpo y de los tormentos; recibe tranquilo el golpe de la espada. Que aquel Dios que se ha dignado llamarnos a una gracia tan grande nos dará fuerzas proporcionadas a los dolores que nos esperan". Y Pastor le contestaba: "Dices bien, hermano mío. Con gusto te haré compañía en el martirio para alcanzar contigo la gloria de este combate".

  La tradición de Alcalá ha transmitido la noticia de que los mártires fueron ejecutados fuera de la ciudad, cosa muy verosímil, pues lo natural es que el tirano tuviera miedo de las iras del pueblo y procurara que su crimen pasara inadvertido.

  En la santa iglesia magistral de Alcalá de Henares se conserva y se expone a la veneración una piedra que en uno de sus lados tiene una cavidad que la piedad popular quiere que sea la señal de la rodilla de los santos niños. Al arrodillarse sobre la piedra para ser decapitados se habría impreso sobre ella la forma de la choquezuela o rodilla de los pequeños mártires. El hecho es que esta piedra existe desde tiempo inmemorial. La veneración que los fieles la tributan redunda, en todo caso, a gloria de los dos bienaventurados.

  El hallazgo de los cuerpos lo atribuye San Ildefonso al obispo Asturio de Toledo, quien, iluminado por Dios. habría dado con el lugar de su sepultura.

  Es interesante también la noticia que da San Ildefonso de que Asturio edificó la primera basílica en honor de los mártires, y que de tal modo se le entrañó a este obispo toledano el culto de los santos niños, que desde entonces no volvió más a su diócesis de Toledo, sino que permaneció en Alcalá, junto al sepulcro, allí quiso morir y ser enterrado. Con ello consiguió que el antiguo Complutum y actual Alcalá de Henares se erigiera en diócesis, de la que Asturio habría sido primer obispo.

  A este obispo, venerado por santo, se le atribuye la misa y el oficio de los dos niños mártires. Al cual oficio y misa pertenece esta bellísima oración: "Verdaderamente santo, verdaderamente bendito Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que robusteció la infancia de sus pequeños Justo y Pastor para que, a pesar de su tierna edad, pudiesen soportar los tormentos del perseguidor, y que en ellos se dignó hablar por el don de la gracia, cuando ambos se estimulaban mutuamente para el martirio, quienes habían de alcanzarlo, no por la fortaleza de su cuerpo, sino de su espíritu... Te pedimos que merezcamos vivir con la inocencia de aquellos cuya fiesta solemne celebramos hoy. Por Cristo, Señor y Redentor eterno".

JUAN MANUEL ABALOS

5 ago 2015

Santo Evangelio 5 de agosto de 2015



Día litúrgico: Miércoles XVIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 15,21-28): En aquel tiempo, Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón. En esto, una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada». Pero Él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le rogaban: «Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros». Respondió Él: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Ella, no obstante, vino a postrarse ante Él y le dijo: «¡Señor, socórreme!». Él respondió: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». «Sí, Señor -repuso ella-, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos». Entonces Jesús le respondió: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas». Y desde aquel momento quedó curada su hija.
«Mujer, grande es tu fe»

Rev. D. Jordi CASTELLET i Sala 
(Sant Hipòlit de Voltregà, Barcelona, España)

Hoy escuchamos a menudo expresiones como “ya no queda fe”, y lo dicen personas que piden a nuestras comunidades el bautizo de sus hijos o la catequesis de los niños o el sacramento del matrimonio. Esta palabra ve el mundo en negativo, muestra el convencimiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor y que ahora estamos al final de una etapa en la que no hay nada nuevo que decir, ni tampoco nada nuevo por hacer. Evidentemente, se trata de personas jóvenes que, en su mayoría, ven con un cierto tono de tristeza que el mundo ha cambiado tanto, desde sus padres, que quizás vivían una fe más popular, que ellos no se han sabido adaptar. Esta experiencia les deja insatisfechos y sin capacidad de reacción cuando, de hecho, quizás están a la entrada de una nueva etapa que conviene aprovechar.

Este pasaje del Evangelio capta la atención de aquella madre cananea que pide una gracia para su hija, reconociendo en Jesús al Hijo de David: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada» (Mt 15,22). El Maestro queda sorprendido: «Mujer, grande es tu fe», y no puede hacer otra cosa que actuar a favor de aquellas personas: «que te suceda como deseas» (Mt 15,28), aunque parezca que no entran en sus esquemas. No obstante, en la realidad humana se manifiesta la gracia de Dios.

La fe no es patrimonio de unos cuantos, ni tampoco es propiedad de los que se creen buenos o de los que lo han sido, que tienen esta etiqueta social o eclesial. La acción de Dios precede a la acción de la Iglesia y el Espíritu Santo está actuando ya en personas de las que no hubiéramos sospechado que nos traerían un mensaje de parte de Dios, una solicitud a favor de los más necesitados. Dice san León: «Amados míos, la virtud y la sabiduría de la fe cristiana son el amor a Dios y al prójimo: no falta a ninguna obligación de piedad quien procura dar culto a Dios y ayudar a su hermano».

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Santa Nonna 5 de agosto



Santa Nonna
 5 de agosto

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Felipe Santos


Etimológicamente significa “nueve o nacido en noveno lugar”. Viene de la lengua latina.

Nunca tuve la ocasión de plantearme preguntas sobre la fe antes de los 13 ó 14 años. Hoy, me hago preguntas. He leído la Biblia, pero me ha parecido difícil comprender. Asistí dos o tres veces a una Eucaristía y nunca me he emocionado tanto en mi vida. A partir de ese momento comencé a creer.

Nona fue una mártir del siglo IV. En Asia Menor y en Capadocia en concreto, el nombre de Nonna es un nombre propio. El cristiano Filtazio le puso a su hija, al ser bautizada, ese bello nombre.

Creció como una niña. Más tarde fue una joven devota y con una sonrisa luminosa como todas las chicas de Capadocia.

Fue requerida como esposa de Gregorio, magistrado de Nacionceno, que era pagano.

Ella, con sus buenas formas y su profunda educación y preparación en temas cristianos, logró – con la gracia de Dios – que su prometido se convirtiera al cristianismo.

Tan a fondo se tomó su conversión que a los 60 años fu elegido obispo de Nazancio. Murió a los cien años..

Su hijo llegaría a ser el gran san Gregorio de Nazancio, doctor de la Iglesia.

Tuvieron otra hija, Gorgona, que es también santa y su hermano san Cesáreo, el médico.

En la historia del cristianismo es raro que todos los miembros de una familia hayan sido santos.

Nonna estuvo siempre al lado de su marido sirviendo a los pobres. Murió en la iglesia mientras hacía oración.

 

4 ago 2015



Día litúrgico: Martes XVIII del tiempo ordinario

Santoral 4 de Agosto: San Juan Mª Vianney, presbítero

Texto del Evangelio (Mt 14,22-36): En aquellos días, cuando la gente hubo comido, Jesús obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por delante de Él a la otra orilla, mientras Él despedía a la gente. Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba solo allí.

La barca se hallaba ya distante de la tierra muchos estadios, zarandeada por las olas, pues el viento era contrario. Y a la cuarta vigilia de la noche vino Él hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: «Es un fantasma», y de miedo se pusieron a gritar. Pero al instante les habló Jesús diciendo: «¡Ánimo!, que soy yo; no temáis». Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir donde tú sobre las aguas». «¡Ven!», le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!». Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?». Subieron a la barca y amainó el viento. Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: «Verdaderamente eres Hijo de Dios».

Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret. Los hombres de aquel lugar, apenas le reconocieron, pregonaron la noticia por toda aquella comarca y le presentaron todos los enfermos. Le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaron salvados.


«Señor, si eres tú, mándame ir donde tú sobre las aguas»

Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet 
(Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)

Hoy no veremos a Jesús durmiendo en la barca mientras ésta se hunde, ni calmando la tormenta con una sola palabra increpatoria, suscitando así la admiración de los discípulos (cf. Mt 8,22-23). Pero la acción de hoy no deja de ser menos desconcertante: tanto para los primeros discípulos como para nosotros.

Jesús había obligado a los discípulos a subir a la barca e ir hacia la otra orilla; había despedido a todo el mundo después de haber saciado a la multitud hambrienta y había permanecido Él sólo en la montaña, inmerso profundamente en la oración (cf. Mt 14,22-23). Los discípulos, sin el Maestro, avanzan con dificultades. Fue entonces cuando Jesús se acercó a la barca caminando sobre las aguas.

Como corresponde a personas normales y sensatas, los discípulos se asustan al verle: los hombres no suelen caminar sobre el agua y, por tanto, debían estar viendo un fantasma. Pero se equivocaban: no se trataba de una ilusión, sino que tenían delante suyo al mismo Señor, que les invitaba —como en tantas otras ocasiones— a no tener miedo y a confiar en Él para desvelar en ellos la fe. Esta fe se exige, en primer lugar, a Pedro, quien dijo: «Señor, si eres tú, mándame ir donde tú sobre las aguas» (Mt 14,28). Con esta respuesta, Pedro mostró que la fe consiste en la obediencia a la palabra de Cristo: no dijo «haz que camine sobre las aguas», sino que quería seguir aquello que el mismo y único Señor le mandara para poder creer en la veracidad de las palabras del Maestro. 

Sus dudas le hicieron tambalearse en la incipiente fe, pero condujeron a la confesión de los otros discípulos, ahora con el Maestro presente: «Verdaderamente eres Hijo de Dios» (Mt 14,33). «El grupo de aquellos que ya eran apóstoles, pero que todavía no creen, porque vieron que las aguas jugaban bajo los pies del Señor y que en el movimiento agitado de las olas los pasos del Señor eran seguros, (...) creyeron que Jesús era el verdadero Hijo de Dios, confesándolo como tal» (San Ambrosio).

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San Juan Bautista María Vianney, 4 agosto



San Juan Bautista María Vianney.
EL SANTO CURA DE ARS
4 de Agosto
(† 1859)

 

Oficialmente, en los libros litúrgicos, aparece su verdadero nombre: San Juan Bautista María Vianney. Pero en todo el universo es conocido con el título de Cura de Ars. Poco importa la opinión de algún canonista exigente que dirá, a nuestro juicio con razón, que el Santo no llegó a ser jurídicamente verdadero párroco de Ars, ni aun en la última fase de su vida, cuando Ars ganó en consideración canónica. Poco importa que el uso francés hubiera debido exigir que se le llamara el canónigo Vianney. ya que tenía este título concedido por el obispo de Belley. Pasando por encima de estas consideraciones, el hecho real es que consagró prácticamente toda su vida sacerdotal a la santificación de las almas del minúsculo pueblo de Ars y que de esta manera unió, ya para siempre, su nombre y la fama de su santidad al del pueblecillo.

 Ars tiene hoy 370 habitantes, poco más o menos los que tenía en tiempos del Santo Cura. Al correr por sus calles parece que no han pasado los años. Únicamente la basílica, que el Santo soñó como consagrada a Santa filomena, pero en la que hoy reposan sus restos en preciosa urna, dice al visitante que por el pueblo pasó un cura verdaderamente extraordinario.

 Apresurémonos a decir que el marco externo de su vida no pudo ser más sencillo. Nacido en Dardilly, en las cercanías de Lyón, el 8 de mayo de 1786, tras una infancia normal y corriente en un pueblecillo, únicamente alterada por las consecuencias de los avatares políticos de aquel entonces, inicia sus estudios sacerdotales, que se vio obligado a interrumpir por el único episodio humanamente novelesco que encontramos en su vida: su deserción del servicio militar. Terminado este período, vuelve al seminario, logra tras muchas dificultades ordenarse sacerdote y, después de un breve período de coadjutor en Ecully, es nombrado, por fin, para atender al pueblecillo de Ars. Allí, durante los cuarenta y dos años que van de 1818 a 1859, se entrega ardorosamente al cuidado de las almas. Puede decirse que ya no se mueve para nada del pueblecillo hasta la hora de la muerte.

 Y sin moverse de allí logró adquirir una resonante celebridad. Recientemente se ha editado, con motivo del centenario de su muerte, una obra en la que se recogen testimonios curiosísimos de esta impresionante celebridad: pliego de cordel, con su imagen y la explicación de sus actividades; muestras de las estampas que se editaron en vida del Santo en cantidad asombrosa; folletos explicando la manera de hacer el viaje a Ars, etc., etc.

 El contraste entre lo uno y lo otro, la sencillez externa de la vida y la prodigiosa fama del protagonista nos muestran la inmensa profundidad que esa sencilla vida encierra

 Nace el Santo en tiempos revueltos: el 8 de mayo de 1786. En Dardilly, no lejos de Lyón. Estamos por consiguiente en uno de los más vivos hogares de la actividad religiosa de Francia. Desde algunos puntos del pueblo se alcanza a ver la altura en que está la basílica de Fourviere, en Lyón, uno de los más poderosos centros de irradiación y renovación cristiana de Francia entera. Juan María compartirá el seminario con el Beato Marcelino Champagnat, fundador de los maristas; con Juan Claudio Colin, fundador de la Compañía de María, y con Fernando Donnet, el futuro cardenal arzobispo de Burdeos. Y hemos de verle en contacto con las más relevantes personalidades de la renovación religiosa que se opera en Francia después de la Revolución francesa. La enumeración es larga e impresionante. Destaquemos, sin embargo, entre los muchos nombres, dos particularmente significativos: Lacordaire y Paulina Jaricot.

 Tierra, por consiguiente, de profunda significación cristiana. No en vano Lyón era la diócesis primacial de las Galias. Pero antes de que, en un período de relativa paz religiosa, puedan desplegarse libremente las fuerzas latentes, han de pasar tiempos bien difíciles. En efecto, es aún niño Juan María cuando estalla la Revolución Francesa. Al frente de la parroquia ponen a un cura constitucional, y la familia Vianney deja de asistir a los cultos. Muchas veces el pequeño Juan María oirá misa en cualquier rincón de la casa, celebrada por alguno de aquellos heroicos sacerdotes, fieles al Papa, que son perseguidos con tanta rabia por los revolucionarios. Su primera comunión la ha de hacer en otro pueblo, distinto del suyo, Ecully, en un salón con las ventanas cuidadosamente cerradas, para que nada se trasluzca al exterior.

 A los diecisiete años la situación se hace menos tensa. Juan María concibe el gran deseo de llegar a ser sacerdote. Su padre, aunque buen cristiano, pone algunos obstáculos, que por fin son vencidos. El joven inicia sus estudios, dejando las tareas del campo a las que hasta entonces se había dedicado. Un santo sacerdote, el padre Balley, se presta a ayudarle. Pero... el latín se hace muy difícil para aquel mozo campesino. Llega un momento en que toda su tenacidad no basta, en que empieza a sentir desalientos. Entonces se decide a hacer una peregrinación, pidiendo limosna, a pie, a la tumba de San Francisco de Regis, en Louvesc. El Santo no escucha, aparentemente, la oración del heroico peregrino. pues las dificultades para aprender subsisten. Pero le da lo substancial: Juan María llegará a ser sacerdote.

 Antes ha de pasar por un episodio novelesco. Por un error no le alcanza la liberación del servicio militar que el cardenal Fesch había conseguido de su sobrino el emperador para los seminaristas de Lyón. Juan María es llamado al servicio militar. Cae enfermo, ingresa en el hospital militar de Lyón, pasa luego al hospital de Ruán, y por fin, sin atender a su debilidad, pues está aún convaleciente, es destinado a combatir en España. No puede seguir a sus compañeros, que marchan a Bayona para incorporarse. Solo, enfermo, desalentado, le sale al encuentro un joven que le invita a seguirle. De esta manera, sin habérselo propuesto, Juan María será desertor. Oculto en las montañas de Noés, pasará desde 1809 a 1811 una vida de continuo peligro, por las frecuentes incursiones de los gendarmes, pero de altísima ejemplaridad, pues también en este pueblecillo dejó huella imperecedera por su virtud y su caridad.

 Una amnistía le permite volver a su pueblo. Como si sólo estuviera esperando el regreso, su anciana madre muere poco después. Juan María. continúa sus estudios sacerdotales en Verriéres primero. y después en el seminario mayor de Lyón. Todos sus superiores reconocen la admirable conducta del seminarista, pero... falto de los necesarios conocimientos del latín, no saca ningún provecho de los estudios y, por fin, es despedido del seminario. Intenta entrar en los hermanos de las Escuelas Cristianas, sin lograrlo. La cosa parecía ya no tener solución ninguna cuando, de nuevo, se cruza en su camino un cura excepcional: el padre Balley, que había dirigido sus primeros estudios. El se presta a continuar preparándole, y consigue del vicario general, después de un par de años de estudios, su admisión a las órdenes. Por fin, el 13 de agosto de 1815, el obispo de Grenoble, monseñor Simón, le ordenaba sacerdote, a los 29 años. Había acudido a Grenoble solo, y nadie le acompañó tampoco en su primera misa, que celebró al día siguiente. Sin embargo, el Santo Cura se sentía feliz al lograr lo que durante tantos años anheló, y a peso de tantas privaciones, esfuerzos y humillaciones, había tenido que conseguir: el sacerdocio.

 Aún no habían terminado sus estudios. Durante tres años, de 1815 a 1818, continuará repasando la teología junto al padre Balley, en Ecully, con la consideración de coadjutor suyo. Muerto el padre Balley, y terminados sus estudios, el arzobispado de Lyón le encarga de un minúsculo pueblecillo, a treinta y cinco kilómetros al norte de la capital, llamado Ars. Todavía no tenía ni siquiera la consideración de parroquia, sino que era simplemente una dependencia de la parroquia de Mizérieux, que distaba tres kilómetros. Normalmente no hubiera tenido sacerdote, pero la señorita de Garets, que habitaba en el castillo y pertenecía a una familia muy influyente, había conseguido que se hiciera el nombramiento.

 Ya tenemos, desde el 9 de febrero de 1818, a San Juan María en el pueblecillo del que prácticamente no volverá a salir jamás. Habrá algunas tentativas de alejarlo de Ars, y por dos veces la administración diocesana le enviará el nombramiento para otra parroquia. Otras veces el mismo Cura será quien intente marcharse para irse a un rincón "a llorar su pobre vida", como con frase enormemente gráfica repetirá. Pero siempre se interpondrá, de manera manifiesta, la divina Providencia, que quería que San Juan María llegara a resplandecer, como patrono de todos los curas del mundo, precisamente en el marco humilde de una parroquia de pueblo.

 Podemos distinguir en la actividad parroquial de San Juan María dos aspectos fundamentales, que en cierta manera corresponden también a dos fases de su vida.

 Mientras no se inició la gran peregrinación a Ars, el cura pudo vivir enteramente consagrado a sus feligreses. Y así le vemos visitándoles casa por casa; atendiendo paternalmente a los niños y a los enfermos; empleando gran cantidad de dinero en la ampliación y hermoseamiento de la iglesia; ayudando fraternalmente a sus compañeros de los pueblos vecinos. Es cierto que todo esto va acompañado de una vida de asombrosas penitencias, de intensísima oración, de caridad, en algunas ocasiones llevada hasta un santo despilfarro para con los pobres. Pero San Juan María no excede en esta primera parte de su vida del marco corriente en las actividades de un cura rural.

 No le faltaron, sin embargo, calumnias y persecuciones. Se empleó a fondo en una labor de moralización del pueblo: la guerra a las tabernas, la lucha contra el trabajo de los domingos, la sostenida actividad para conseguir desterrar la ignorancia religiosa y, sobre todo, su dramática oposición al baile, le ocasionaron sinsabores y disgustos. No faltaron acusaciones ante sus propios superiores religiosos. Sin embargo, su virtud consiguió triunfar, y años después podía decirse con toda verdad que "Ars ya no es Ars". Los peregrinos que iban a empezar a llegar, venidos de todas partes, recogerían con edificación el ejemplo de aquel pueblecillo donde florecían las vocaciones religiosas, se practicaba la caridad, se habían desterrado los vicios, se hacía oración en las casas y se santificaba el trabajo.

 La lucha tuvo en algunas ocasiones un carácter más dramático aún. Conocemos episodios de la vida del Santo en que su lucha con el demonio llega a adquirir tales caracteres que no podemos atribuirlos a ilusión o a coincidencias. El anecdotario es copioso y en algunas ocasiones sobrecogedor.

 Ya hemos dicho que el Santo solía ayudar, con fraternal caridad, a sus compañeros en las misiones parroquiales que se organizaban en los pueblos de los alrededores. En todos ellos dejaba el Santo un gran renombre por su oración, su penitencia y su ejemplaridad. Era lógico que aquellos buenos campesinos recurrieran luego a él, al presentarse dificultades, o simplemente para confesarse y volver a recibir los buenos consejos que de sus labios habían escuchado. Este fue el comienzo de la célebre peregrinación a Ars. Lo que al principio sólo era un fenómeno local, circunscrito casi a las diócesis de Lyón y Belley, luego fue tomando un vuelo cada vez mayor, de tal manera que llegó a hacerse célebre el cura de Ars en toda Francia y aun en Europa entera. De todas partes empezaron a afluir peregrinos, se editaron libros para servir de guía, y es conocido el hecho de que en la estación de Lyón se llegó a establecer una taquilla especial para despachar billetes de ida y vuelta a Ars. Aquel pobre sacerdote, que trabajosamente había hecho sus estudios, y a quien la autoridad diocesana había relegado en uno de los peores pueblos de la diócesis, iba a convertirse en consejero buscadísimo por millares y millares de almas. Y entre ellas se contarían gentes de toda condición, desde prelados insignes e intelectuales famosos, hasta humildísimos enfermos y pobres gentes atribuladas que irían a buscar en él algún consuelo.

 Aquella afluencia de gentes iba a alterar por completo su vida. Día llegará en que el Santo Cura desconocerá su propio pueblo, encerrado como se pasará el día entre las míseras tablas de su confesonario. Entonces se producirá el milagro más impresionante de toda su vida: el simple hecho de que pudiera subsistir con aquel género de vida.

 Porque aquel hombre, por el que van pasando ya los años, sostendrá como habitual la siguiente distribución de tiempo: levantarse a la una de la madrugada e ir a la iglesia a hacer oración. Antes de la aurora, se inician las confesiones de las mujeres. A las seis de la madrugada en verano y a las siete en invierno, celebración de la misa y acción de gracias. Después queda un rato a disposición de los peregrinos. A eso de las diez, reza una parte de su breviario y vuelve al confesonario. Sale de él a las once para hacer la célebre explicación del catecismo, predicación sencillísima, pero llena de una unción tan penetrante que produce abundantes conversiones. Al mediodía, toma su frugalísima comida, con frecuencia de pie, y sin dejar de atender a las personas que solicitan algo de él. Al ir y al venir a la casa parroquial, pasa por entre la multitud, y ocasiones hay en que aquellos metros tardan media hora en ser recorridos. Dichas las vísperas y completas, vuelve al confesonario hasta la noche. Rezadas las oraciones de la tarde, se retira para terminar el Breviario. Y después toma unas breves horas de descanso sobre el duro lecho. Sólo un prodigio sobrenatural podía permitir al Santo subsistir físicamente, mal alimentado, escaso de sueño, privado del aire y del sol, sometido a una tarea tan agotadora como es la del confesonario.

 Por si fuera poco, sus penitencias eran extraordinarias, y así podían verlo con admiración y en ocasiones con espanto quienes le cuidaban. Aun cuando los años y las enfermedades le impedían dormir con un poco de tranquilidad las escasas horas a ello destinadas, su primer cuidado al levantarse era darse una sangrienta disciplina...

 Dios bendecía manifiestamente su actividad. El que a duras penas había hecho sus estudios, se desenvolvía con maravillosa firmeza en el púlpito, sin tiempo para prepararse, y resolvía delicadísimos problemas de conciencia en el confesonario. Es más: cuando muera, habrá testimonios, abundantes hasta lo increíble, de su don de discernimiento de conciencias. A éste le recordó un pecado olvidado, a aquél le manifestó claramente su vocación, a la otra le abrió los ojos sobre los peligros en que se encontraba, a otras personas que traían entre manos obras de mucha importancia para la Iglesia de Dios les descorrió el velo del porvenir... Con sencillez, casi como si se tratara de corazonadas o de ocurrencias, el Santo mostraba estar en íntimo contacto con Dios Nuestro Señor y ser iluminado con frecuencia por Él.

 No imaginemos, sin embargo, al Santo como un ser completamente desligado de toda humanidad. Antes al contrario. Conservamos el testimonio de personas, pertenecientes a las más elevadas esferas de aquella puntillosa sociedad francesa del siglo XIX, que marcharon de Ars admiradas de su cortesía y gentileza. Ni es esto sólo. Mil anécdotas nos conservan el recuerdo de su agudo sentido del humor. Sabía resolver con gracia las situaciones en que le colocaban a veces sus entusiastas. Así, cuando el señor obispo le nombró canónigo, su coadjutor le insistía un día en que, según la costumbre francesa, usara su muceta. ¡Ah, amigo mío! —respondió sonriente—, soy más listo de lo que se imaginaban. Esperaban burlarse de mí, al verla sobre mis hombros, y yo les he cazado." "Sin embargo, ya ve, hasta ahora es usted el único a quien el señor obispo ha dado ese nombramiento." “Natural. Ha tenido tan poca fortuna la primera vez, que no ha querido volver a tentar suerte."

 Servel y Perrin han exhumado hace poco una anécdota conmovedora: Un día, el Santo recibió en Ars la visita de una hija de la tía Fayot, la buena señora que le había acogido en su casa mientras estuvo oculto como prófugo. Y el Santo Cura, en agradecimiento a lo que su madre había hecho con él, le compró un paraguas de seda. ¿Verdad que es hermoso imaginarnos al cura y la jovencita entrando en la modestísima tienda del pueblo y eligiendo aquel paraguas de seda, el único acaso que habría allí? ¿Verdad que muchas veces se nos caricaturiza a los santos ocultándonos anécdotas tan significativas?

 Pero donde más brilló su profundo sentido humano fue en la fundación de "La Providencia", aquella casita que, sin plan determinado alguno, en brazos exclusivamente de la caridad, fundó el señor cura para acoger a las pobres huerfanitas de los contornos. Entre los documentos humanos más conmovedores, por su propia sencillez y cariño, se contarán siempre las Memorias que Catalina Lassagne escribió sobre el Santo Cura. A ella le puso al frente de la obra y allí estuvo hasta que, quien tenía autoridad para ello, determinó que las cosas se hicieran de otra manera. Pero la misma reacción del Santo mostró entonces hasta qué punto convivían en él, junto a un profundo sentido de obediencia rendida, un no menor sentido de humanísima ternura. Por lo demás, si alguna vez en el mundo se ha contado un milagro con sencillez, fue cuando Catalina narró para siempre jamás lo que un día en que faltaba harina le ocurrió a ella. Consultó al señor cura e hizo que su compañera se pusiera a amasar, con la más candorosa simplicidad, lo poquito que quedaba y que ciertamente no alcanzaría para cuatro panes. "Mientras ella amasaba, la pasta se iba espesando. Ella añadía agua. Por fin estuvo llena la amasadera y ella hizo una hornada de diez grandes panes de 20 a 22 libras." Lo bueno es que, cuándo acuden emocionadas las dos mujeres al señor cura, éste se limita a exclamar: "El buen Dios es muy bueno. Cuida de sus pobres."

 El viernes 29 de julio de 1859 se sintió indispuesto. Pero bajó, como siempre, a la iglesia a la una de la madrugada. Sin embargo, no pudo resistir toda la mañana en el confesonario y hubo de salir a tomar un poquito de aire. Antes del catecismo de las once pidió un poco de vino, sorbió unas gotas derramadas en la palma de su mano y subió al púlpito. No se le entendía, pero era igual. Sus ojos bañados de lágrimas, volviéndose hacia el sagrario, lo decían todo. Continuó confesando, pero ya a la noche se vio que estaba herido de muerte. Descansó mal y pidió ayuda. "El médico nada podrá hacer. Llamad al señor cura de Jassans."

 Ahora ya se dejaba cuidar como un niño. No rechistó cuando pusieron un colchón a su dura cama. Obedeció al médico. Y se produjo un hecho conmovedor. Este había dicho que había alguna esperanza si disminuyera un poco el calor. Y en aquel tórrido día de agosto, los vecinos de Ars, no sabiendo qué hacer por conservar a su cura queridísimo, subieron al tejado y tendieron sábanas que durante todo el día mantuvieron húmedas. No era para menos. El pueblo entero veía, bañado en lágrimas, que su cura se les marchaba ya. El mismo obispo de la diócesis vino a compartir su dolor. Tras una emocionante despedida de su buen padre y pastor, el Santo Cura ya no pensó más que en morir. Y en efecto, con paz celestial, el jueves 4 de agosto, a las dos de la madrugada, mientras su joven coadjutor rezaba las hermosas palabras "que los santos ángeles de Dios te salgan al encuentro y te introduzcan en la celestial Jerusalén", suavemente, sin agonía, "como obrero que ha terminado bien su jornada", el Cura de Ars entregó su alma a Dios.

 Así se ha realizado lo que él decía en una memorable catequesis matinal: "¡Dios mío, cómo me pesa el tiempo con los pecadores! ¿Cuándo estaré con los santos? Entonces diremos al buen Dios: Dios mío, te veo y te tengo, ya no te escaparás de mí jamás, jamás."

 LAMBERTO DE ECHEVERRÍA

Sermón de San Juan María Vianney; Tomo I, Aplazamiento de la conversión, paginas 288-310, editorial Apostolado Mariano