7 dic 2013

María abre nuestros corazones a la venida de su Hijo

María abre nuestros corazones a la venida de su Hijo


La primera mirada y el primer pensamiento en el Adviento, dirijámoslo a María, que preparó a conciencia el primero y verdadero adviento.
Autor: P. Alberto Ramírez Mozqueda | Fuente: Catholic.net

Esta reflexión, quiero dirigirla a María, que preparó a conciencia el primero y verdadero adviento.

Nadie como ella, supo interpretar los signos de los tiempos, sintiendo que el Señor estaba cerca, ella oró como nadie con el Salmo 4: Descúbrenos, Señor, tus caminos, guíanos con la verdad de tu doctrina. Tú eres nuestro Dios y salvador y tenemos en ti nuestra esperanza.

Y cuando le fue propuesta la maternidad nada menos que del mismísimo Hijo de Dios no supo, y no pudo y no quiso decir que no. Su vida fue un "sí" rotundo a los planes de Dios en su vida: Con quien guarda su alianza y sus mandatos el Señor es leal y bondadoso. El Señor se descubre a quien le teme y le enseña el sentido de su alianza.

Ella temió al Señor, esperó con verdadera esperanza, y por eso le fue concedido el sentido de la alianza, siendo ella, con su sí, quien propiciaba que el Dios lejano se hiciera nuestro, y a partir de la encarnación de su Hijo, Dios tuviera otro título que antes no tenía: "Emmanuel", el Dios con nosotros, el Salvador, el que puso su tienda entre nosotros.

Parece que de María tendríamos que explayarnos hasta la última semana de Adviento, pero quién mejor que ella para abrir y disponer los corazones para que esta Navidad no tenga las características de ser solo una fiesta más, o mejor la fiesta de las fiestas, donde hay de todo, pero donde se siente muchas veces un vacío.

Y no tanto por las cosas de las que no se pudo disponer para la fiesta y el festejo, sino precisamente por no haber dispuesto el corazón, para hacer ahí el Adviento, la llegada, la recepción y la acogida para el recién nacido.

Navidad será entonces un festejo anticipado de la Pascua del Señor. Sin su encarnación, no hubiera sido posible ni la entrega, ni la redención, ni la cruz, pero tampoco la Resurrección y la vuelta de los hijos de Dios a la casa, al Reino, a los brazos amorosos del buen Padre Dios.

La Navidad nos hermanará en torno al divino Niño, nos hará compadecernos y enternecernos a la vista de quien se convierte en la presencia más cercana del Dios de los Cielos, el Dios de cielo y tierra.

Pero no nos hagamos ilusiones ni nos quedemos en un sentimentalismo con ribetes de superficialidad, de placer y hasta de egoísmo.

Todos queremos tenerlo todo y disfrutarlo ese día, aunque sepamos muy clarito que a tu lado hay alguien que pasa hambre y sed y desnudez. No nos hagamos ilusiones de que cantado un villancico de bodega comercial ya la hicimos.

Cierto que el niño es el niño Dios, y que ya vino y se ha quedado entre nosotros. Pero hoy es día de recordar, que ese niño que vino en carne mortal, en la sencillez, en la humildad y en la pobreza, vendrá de nueva cuenta, y no precisamente en humildad sino con toda la majestuosidad de quien tiene sobre sí el Poderío y el Reino y el Juicio de este mundo:

Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad. Él volverá, y volverá para dar la mano a los que fueron señalados para el Reino, y para introducirlos a la presencia del Padre.

Si pasó desapercibido en su nacimiento y pasa hoy desapercibido porque los que lo tenemos que dar a conocer nos hemos dormido, entonces su presencia será visible a los cuatro puntos cardinales. Es más, ya no habrá puntos cardinales, porque él será el centro de todo.

Cuando estas cosas sucedan, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación.


¡Qué bueno que sea el mismo Cristo el que lo diga, el que nos haga la gran invitación, levantar la cabeza, levantarla de lo que nos parecía tan importante, de lo que nos parecía imprescindible, de lo que no podíamos desprendernos, hasta de nuestro teléfono celular que nos hacía parecer importantes, cuando en toda ocasión teníamos que levantarnos delante de los demás para entrar en una conversación sin igual, así fuera en el mismo templo y en la mismísima Eucaristía!

Entonces Cristo será lo único imprescindible, pues sin él definitivamente no entraremos al Reino de los cielos. Es la hora de la liberación, la hora de la libertad, la libertad que nos asemejará al Buen Padre Dios que en su liberalidad nos envió a su Hijo Jesucristo.

De cualquiera de nosotros que lo digan, siempre existe la sospecha de ser candil de la calle y oscuridad de la casa, pero es el mismo Cristo el que nos invita a levantar la cabeza, porque la hora de la liberación estará cerca, el que también nos invita a disponer nuestros corazones.

No podemos encontrar mojigatería ni palabras vanas en Cristo: Estén ALERTAS, para que los vicios, con el libertinaje, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquél día los sorprenda desprevenidos: porque caerá de repente como una tromba sobre todos los habitantes de la tierra.

Además del ALERTAS, Cristo usa otros dos verbos que pueden ser la clave para que este Adviento y esta Navidad sean verdaderamente la clave de nuestra salvación: "VELEN, pues, y HAGAN ORACIÓN, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre".

Con la cabeza en alto, alertas, velando y en oración, podemos invocar este día la presencia de María sobre nuestro corazón, nuestra familia, nuestra parroquia y nuestro mundo:

Santa maría del adviento, abre nuestros corazones, como tú lo hiciste en el primer Adviento, a la venida de tu Hijo Jesucristo.

Santo Evangelio 7 de Diciembre de 2013



Día litúrgico: Sábado I de Adviento

Texto del Evangelio (Mt 9,35—10,1.6-8): En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies». 

Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «Dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis».


Comentario: Rev. D. Xavier PAGÉS i Castañer (Barcelona, España)
Rogad (...) al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies

Hoy, cuando ya llevamos una semana dentro del itinerario de preparación para la celebración de la Navidad, ya hemos constatado que una de las virtudes que hemos de fomentar durante el Adviento es la esperanza. Pero no de una manera pasiva, como quien espera que pase el tren, sino una esperanza activa, que nos mueve a disponernos poniendo de nuestra parte todo lo que sea necesario para que Jesús pueda nacer de nuevo en nuestros corazones.

Pero hemos de tratar de no conformarnos sólo con lo que nosotros esperamos, sino —sobre todo— ir a descubrir qué es lo que Dios espera de nosotros. Como los doce, también nosotros estamos llamados a seguir sus caminos. Ojalá que hoy escuchemos la voz del Señor que —por medio del profeta Isaías— nos dice: «El camino es éste, síguelo» (Is 30,21, de la primera lectura de hoy). Siguiendo cada uno su camino, Dios espera de todos que con nuestra vida anunciemos «que el Reino de Dios está cerca» (Mt 10,7).

El Evangelio de hoy nos narra cómo, ante aquella multitud de gente, Jesús tuvo compasión y les dijo: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38). Él ha querido confiar en nosotros y quiere que en las muy diversas circunstancias respondamos a la vocación de convertirnos en apóstoles de nuestro mundo. La misión para la que Dios Padre ha enviado a su Hijo al mundo requiere de nosotros que seamos sus continuadores. En nuestros días también encontramos una multitud desorientada y desesperanzada, que tiene sed de la Buena Nueva de la Salvación que Cristo nos ha traído, de la que nosotros somos sus mensajeros. Es una misión confiada a todos. Conocedores de nuestras flaquezas y handicaps, apoyémonos en la oración constante y estemos contentos de llegar a ser así colaboradores del plan redentor que Cristo nos ha revelado.

San Ambrosio, 7 de Diciembre



7 de diciembre

SAN AMBROSIO
(+ 397)

Con el triunfo de Constantino sobre Majencio y el subsiguiente edicto promulgado el 313 en Milán, los dos grandes poderes del Imperio y de la Iglesia se hermanan en un abrazo de exterior solidaridad; con la elevación de Ambrosio al episcopado de aquella misma sede el 374 se realiza la fusión vital de la sangre añeja del espíritu romano y la sangre renovadora de los principios sobrenaturales del cristianismo. La Providencia preparó admirablemente los caminos.

Hijo de un magistrado romano del mismo nombre, a quien Constantino confiara la Prefectura de las Galias, Ambrosio se habituó a contemplar en el espejo de su padre la seriedad de vida, el amor a la justicia, el espíritu de organización y demás virtudes del antiguo patriciado romano. Sobre este terreno tan bien dispuesto vino la formación en la capital del Imperio, adonde, muerto su padre cuando él contaba catorce años, hubo de trasladarse, abandonando Tréveris, su ciudad natal, en compañía de su madre y su hermano Sátiro. El estudio de la elocuencia en los oradores que habían forjado los grandes días de la República y del Imperio, la familiaridad con los poetas griegos y latinos, intérpretes de sus glorias, y el aprendizaje del derecho, médula espinal de la grandeza de Roma, convirtieron a Ambrosio en un perfecto símbolo de las antiguas tradiciones patrias.

Dentro de este espíritu iba infiltrándose un ambiente sinceramente religioso. Su padre se había convertido al cristianismo en los tiempos duros de la persecución y su familia había sido bautizada con la sangre martirial de Santa Sotera, muerta por la castidad y la fe. Un cuadro plástico del fervor cristiano de la familia nos lo ofrece el grupo de aquellos tres hermanos, tan unidos por un tierno amor, que formaron el hogar del prefecto de las Galias: la primogénita, Santa Marcelina, que voló muy pronto a la sombra del papa Liberio para consagrar a Dios su virginidad; Sátiro, el segundo vástago de la familia, acreedor también al culto de los altares y fiel cooperador en los trabajos del tercero y menor de los hermanos, San Ambrosio el obispo.

Muy pronto se fijó en este último, distinguiéndole con una predilección particular el prepotente Probo, hombre de confianza del emperador Valentiniano I, encargado de la administración de Italia y sincero cristiano en su profesión y sus obras. Le agregó, pues, a la Prefectura del Pretorio, y en 372, cuando Ambrosio contaba algo más de treinta años, obtuvo para él el cargo de gobernador de las provincias de Liguria y Emilia, cuya capital se hallaba en Milán, despidiéndole con esta consigna de insospechado vaticinio: 'Ve, hijo mio, y condúcete no como juez, sino como obispo". Ambrosio no olvidó esta lección, que le granjeó el cariño de todos sus súbditos.

Era entonces Milán la segunda ciudad del Imperio, sede ordinaria de los emperadores cristianos, en la que, por lo mismo, fermentaban las intrigas políticas y repercutían con tanta mayor violencia las amenazas de los pueblos bárbaros cuanto más próximas se hallaban sus fronteras. Ultimamente la intranquilidad se habia acentuado con la división religiosa provocada por el obispo Auxencio, de ideas arrianas más o menos solapadas. Dos años llevaba Ambrosio al frente de su Prefectura cuando murió el heresiarca Se reunieron los obispos vecinos en una de las basílicas de Milán para elegir sustituto, y, mientras se prolongaba dificultosamente la deliberación, el pueblo, reunido en las naves del templo, fue gradualmente inquietándose con presagios de lucha amenazadora entre los dos partidos católico y arriano. El prefecto, avisado del peligro, se trasladó a la basílica y dirigió la palabra a la muchedumbre, exhortándola a esperar tranquila la decisión de los electores, cuando de repente, en un momento de pausa, rasgó el silencio del templo la voz vibrante de un niño que clamó por tres veces: "¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio, obispo!" Al primer estupor siguió inmediatamente el entusiasmo general de la muchedumbre, que, como un eco fue repitiendo aquel grito hasta decidir en este sentido la elección. Es la tradición recogida por Paulino, secretario del nuevo obispo y que en todo caso representaba un símbolo grato de aquella realidad.

Nadie quedó más sorprendido que el mismo Ambrosio, quien jamás había pensado en la carrera eclesiástica y que, por otra parte, siguiendo la censurable costumbre de aquellos tiempos, aún no había recibido el bautismo, esperando obtener por su medio a la hora de la muerte un perdón general de sus pecados. Expuso, pues, su situación de no bautizado, recordó la prohibición eclesiástica de elevar a la dignidad sacerdotal a un neófito, adujo las incompatibilidades jurídicas de su cargo y hasta llegó a fingir acciones menos rectas para alejar de sí semejante nombramiento. Todo resultó inútil y al fin se sometió a los planes de la Providencia, que había hablado por la voz de un niño inocente. Recibido el bautismo, fue a los ocho dias consagrado obispo de Milán, el 7 de diciembre del 374, en cuya fecha aniversaria celebra la Iglesia su fiesta litúrgica. A partir de aquel punto se entregó de lleno a las solicitudes del cargo pastoral y bien de la Iglesia, por cuyo esplendor habia de trabajar durante veintitrés años de episcopado. Sin embargo, a pesar de su alejamiento voluntarío de la corte, la divina Providencia le habia constituido, en cierto modo, ángel custodio del trono imperial, al que aguardaban años tan azarosos. Angel de la guarda fue para con el emperador Graciano, jovencito de dieciséis años cuando subió al trono, dotado de buenos sentimientos religiosos, pero inexperto e indeciso, y de quien hizo con sus consejos y su dirección un hombre de carácter maduro, que, después de haber dado al Imperio leyes de firmeza y ejemplaridad cristianas, moría asesinado sin doblegarse ante la insurrección. Durante los años de su reinado, Ambrosio entraba en su palacio con plena libertad y a cualquier hora para interceder por los necesitados y perseguidos, fueran cristianos o paganos.

Al subir al trono Valentiniano II, de solos doce años de edad, todo parecía augurar años difíciles a San Ambrosio, ya que en torno al joven augusto, bajo la tutela de su madre Justina, simpatizante con el arrianismo, se había constituido un foco de oculta hostilidad contra la persona del obispo milanés. Por eso fue más espectacular el gesto de aquella matrona artera y política cuando llevó a su hijo a presencia de Ambrosio, poniéndolo bajo su protección y rogándole que llevase una embajada de paz al general Máximo, proclamado emperador por las legiones de Bretaña. Se trataba de defender a un huérfano y a una viuda, hasta ayer en relaciones nada amistosas, y el obispo no dudó en trasladarse a las Galias para salvar al príncipe. La posterior conducta de Justina no respondió a aquel acto de generosidad; pero años más tarde, muerta ya la madre intrigante, el joven emperador terminó por arrojarse en brazos de Ambrosio, cuyos consejos solicitó de continuo, a cuya dirección entregó el alma de sus hermanas Justa y Grata y cuyo nombre invocó con ansia los últimos días de su vida en las Galias, cuando entrevió levantarse sobre su pecho el puñal del asesino.

Más varoniles fueron las relaciones de amistad entre el obispo de Milán y el emperador Teodosio, basadas en una perfecta compenetración de principios religiosos, que no impidieron, sin embargo, al primero reprender los desaciertos del segundo

Todo este influjo de San Ambrosio sobre la autoridad suprema fue constantemente enderezado a los tres grandes fines que llevaba en el corazón: la destrucción del paganismo, la extirpación de la herejía y la purificación del pecado en la Iglesia.

Porque es cierto que las instituciones y cultos paganos seguían dominando aún en gran parte de la aristocracia romana y el Senado. Un día se despertaron aterrados los círculos políticos de Roma ante el estampido de una orden imperial que ordenaba retirar del Senado la imagen de la diosa de la Victoria, aquella imagen que había presidido las deliberaciones cruciales del Estado, tan fecundas en triunfos incontrastables. Era un golpe certero asestado contra el corazón del paganismo oficial, pero al mismo tiempo representaba una herida en las más gloriosas tradiciones ancestrales. La emoción cundió entre el pueblo y la irritación entre los senadores paganos, que enviaron una comisión a Milán para entrevistarse con el emperador. Las puertas de palacio permanecieron cerradas a sus aldabonazos, y poco después se les respondía con otro decreto suprimiendo las subvenciones para el mantenimiento del altar de la Victoria, de los sacerdotes consagrados a su culto y de las vestales, custodias venerandas de la Urbe. A través de la firma imperial todos vieron el pulso firme del obispo milanés.

De nuevo, en tiempos de Valentiniano y Justina, el prefecto de Roma, Símaco, en un elocuente discurso que ha pasado a la historia como pieza de verdadero mérito oratorio, expuso ante el Consejo imperial las conveniencias de restablecer la estatua de la diosa con sus sacerdotes y vestales. Ambrosio, advertido del asunto, escribió una réplica tan llena de nervio y vigor, que el joven Valentiniano resolvió tajantemente el asunto. Una vez más había triunfado el santo Obispo. La futura tentativa del paganizante emperador Eugenio estaba ya de antemano condenada al fracaso. El paganismo había expirado oficialmente.

Más ardua fue la lucha contra el arrianismo. Ambrosio decidió asestarle un golpe en su centro neurálgico de Sirmio, donde florecía a favor del grupo hostil a Graciano, reunido allí en torno a Justina. Había que consagrar un nuevo obispo católico, y el de Milán se presentó allí para realizar la ceremonia y hacer sentir su influjo. Una muchedumbre con aires de motín le recibió entre gritos y amenazas, hasta el Punto que, al subir a la cátedra que le estaba reservada, una mujerzuela le agarró del manto para impedir que se sentase. "No me toquéis—le dijo con tono de majestuosa autoridad—. Soy sacerdote, aunque indigno, y no podéis poner vuestra mano en un ministro del Señor. Temed no os castigue Dios con alguna desgracia'. El pueblo quedó dominado por tanta dignidad y la ceremonia terminó sin incidentes. A los pocos días aquella pobre mujer era víctima de grave enfermedad; todos vieron en ello la mano de Dios y la paz quedó restaurada. Bajo esta impresión convocó Ambrosio un concilio en Aquilea que destituyó a los obispos arrianos aún existentes, y por el momento la herejía languideció.

Sin embargo, le quedaban aún por reñir en este punto las batallas más violentas. Ya en el trono Valentiniano II, por instigación de los grupos recalcitrantes, y bajo el influjo de su madre, Justina, ordenó al obispo de Milán que entregase a los arrianos una de sus principales basílicas. Ante su negativa fue llamado a palacio al consistorio imperial. "Ni yo tengo poder para entregárosla ni vos potestad para tomarla", dijo al emperador en su presencia. La disputa se encendió mientras la multitud, noticiosa del peligro de su iglesia y su pastor, clamaba amenazadora en la calle, hasta que el mismo Ambrosio, a ruegos de la alarmada Justina, calmó con sus palabras la irritación popular "Que no se vierta una sola gota de sangre en nombre de la Iglesia—-rogaba a Dios el Santo—, y, si alguna hubiese de correr, que sea más bien la mía."

La dignidad del obispo habia triunfado sobre la del cesar. Justina no lo olvidó, y al año siguiente un decreto imperial de tonos generales y sellado con graves sanciones jurídicas daba libertad de reunión a los arrianos. Se trataba, en realidad, de intimidar a Ambrosio para que entregase sus basílicas al obispo hereje Auxencio. El Santo no se dió por aludido y la corte no osaba pasar adelante, hasta que cierto día de Cuaresma, mientras celebraba el obispo, rodearon las tropas imperiales una de las basíhcas esperando la salida de los fieles para ocuparla. Ni el pastor ni sus ovejas consintieron en ceder, y durante varios días quedaron sitiados por las fuerzas militares, sin querer abandonar el lugar santo. Fue entonces cuando Ambrosio, para mantener tenso el espíritu de los cristianos allí voluntariamente encerrados, organizó cantos en coros alternos de salmos e himnos compuestos por él mismo, introduciendo de este modo en Occidente una costumbre que dura hasta nuestros días en el rezo del oficio divino. En la última alocución a los fieles allí presentes les declaró con firmeza: "Rindo mis homenajes de respeto al emperador, pero no cedo ante él. El emperador está en la Iglesia y no sobre la Iglesia". La corte hubo de capitular, temiendo daños mayores. El arrianismo había recibido su golpe de gracia.

No menos firme se mostró ante el crimen y los escándalos, aun cuando éstos viniesen del emperador Teodosio. Dos veces juzgó deber enfrentarse con él y no vaciló. El año 388 ciertos monjes de Oriente, respondiendo a las violencias de los arrianos, habían incendiado algunos edificios de éstos, entre los que había quedado destruida una sinagoga hebrea. Teodosio, obsesionado por la tranquilidad pública y la justicia, ordenó al obispo de aquella región que la reconstruyese a su propia costa. Inmediatamente recibía una carta del prelado milanés reprochándole aquella decisión inmotivada e impía. Manda suavizarla, pero sin dar satisfacción completa al obispo, quien, en una homilía ante el pueblo de Milán y en presencia del mismo emperador, hace alusiones claras a su proceder condenable. Teodosio se excusa recordando las mitigaciones ordenadas, 'No basta—responde el Santo—-, obra de suerte que pueda ofrecer el sacrificio por ti, con plena seguridad de conciencia." Tras un diálogo público entre ambos representantes de la Iglesia y del Estado, Teodosio promete la entera revocación de la orden. "Celebraré confiado en tu palabra", dice Ambrosio. "Tú la tienes", responde el emperador.

Han transcurrido dos años desde este suceso cuando se promueve en Tesalónica una revuelta popular contra el cesar por haber condenado, aunque justamente, a uno de los ídolos del circo. Teodosio monta en cólera y ordena en castigo una matanza general durante una de las fiestas en el mismo circo. Trata Ambrosio de hacer revocar la orden; el emperador se resiste y cuando, al fin, promulga un decreto en contra, varios miles de inocentes han sido ya asesinados. Le exhorta inmediatamente el obispo a hacer penitencia de su pecado, como la habia hecho David: caso de no aceptar la penitencia pública, como público fue su crimen, se verá privado de los sacramentos y le será cerrada la puerta de la iglesia. El emperador se somete, aun cuando no sin violenta lucha interior, y cuando, en las fiestas de Navidad, es admitido de nuevo a los oficios sagrados, se le ve presentarse sin las insignias de su poder, como un pecador público que con gemidos y lágrimas implora la absolución de su delito antes de ocupar su puesto entre los fieles. El Imperio ha doblado oficialmente su rodilla ante la Iglesia. Más tarde confesará el emperador: "No conozco sino a Ambrosio, que me ha hecho ver qué es un obispo".

Y, sin embargo, su figura no es la de un obispo áulico. Las puertas de su morada permanecen siempre abiertas para ofrecer paso, sin previo aviso, a cualquier creyente o pagano sin distinción. Una clientela incesante de pobres, afligidos o necesitados de consejo asedian su casa, y a nadie niega su ayuda, ya se trate de un desgraciado indeseable, ya de un genio en fermentación religiosa como Agustín. Sus arcas se vacían en favor de los pobres, y, cuando no dan abasto, los vasos de oro y otros metales preciosos son vendidos sin titubeos.

Nada tiene, pues, de extraño que no pueda salir de casa sin que una muchedumbre agradecida y admiradora de sus virtudes le rodee, formando en torno suyo un séquito de veneración y cariño dispuesto a mezclar su sangre con la de su obispo en los momentos de peligro frente a las injusticias de Valentiniano. Bien persuadido de ello está el mismo emperador cuando, a las insinuaciones de ciertos cortesanos para que actúe contra el Santo apoyado en sus tropas, responde: "Bastaria que Ambrosio levantase un dedo para que vosotros mismos me entregaseis a sus plantas atado de pies y manos".

Y lo más sorprendente es que, en medio de tantos afanes y negocios, tuviera todavía tiempo para pronunciar, a veces diariamente, aquellas admirables homilías, origen de sus numerosos tratados exegéticos, que le ocasionaron frecuentes consultas escrituristicas por parte de sus contemporáneos. Conocía muy bien los resortes de la elocuencia clásica, como lo mostró en su refutación a Simaco, y dominaba las galas del estilo, como aparece en sus descripciones martiriales de Santa Inés y San Juan Bautista, dignas de cualquier antología; pero, por lo común, su oratoria era sencilla, pletórica, eso sí, de luz e impregnada de tal suavidad de lenguaje que penetraba hasta lo más profundo del aIma, según habia de atestiguar el más eximio de sus oyentes: Agustín de Tagaste.

Pero su genio resalta, ante todo, en la unión de dos extremos opuestos, felizmente hermanados en su ascética: el sentido práctico de la vida ordinaria y la sublimación de los más altos ideales divinos. Su sentido práctico de moralista recto, a la vez, y comprensivo fue herencia de su espiritu romano, así como su principal tratado en este sector, De las obligaciones de los clérigos, fue una transcripción al cristianismo de la obra homónima de Cicerón. Las virtudes cardinales, el deber cimentado en el cumplimiento de la voluntad divina, las modalidades de ciertas virtudes, como la pudicicia, y la exposición de los consejos evangélicos adquieren en su pluma una completa nitidez de perfiles.

Ahora que, sobre este fondo obligatorio del deber, su espíritu se remonta a las más altas cumbres del idealismo ascético. Sólo contaba tres años de sacerdocio cuando escribió para su hermana Marcelina su primera obra. Sobre las vírgenes, compilando sus homilías acerca de este tema, que su hermana no había podido oir y deseaba ardientemente conocer. Con ellas se habia dado a la pureza su más alta sublimación, y al néctar de sus mieles acudían de todas partes jóvenes escogidas deseosas de consagrar al Señor su continencia bajo la dirección del obispo milanés. Era una corriente cristalina de virginidad, desconocida hasta entonces, que se desbordaba por todo el Norte de Italia. Surgieron, como era natural, mezquinas oposiciones. De ahí que un año más tarde hubo de recoger en otro librito, Sobre la virginidad, los sermones pronunciados para defenderse a si mismo y vindicar los derechos de la pureza contra madres doloridas o futuros esposos que veían defraudadas las ilusiones de su cariño. Aún nos habia de legar otros dos escritos, uno Sobre la formación de la virgen y la perpetua virginidad de María, dirigido a una joven lombarda de su mismo nombre, nieta de su amigo Eusebio de Bolonia, y el otro la sentida Exhortación a la virginidad, pronunciado en la inauguración de una basílica, cuya fundadora, viuda noble de Florencia, consagraba sus tres hijas vírgenes al Señor. El Occidente habia alcanzado su cima más alta en la sublimación ascética de la continencia.

Vista la facilidad con que el espiritu jurídico-práctico de un romano como Ambrosio supo, sin embargo, elevarse a las regiones más empíreas de lo divino, no puede ya extrañarnos descubrir en él al iniciador de la poesía himnológica cristiana, que habían de levantar poco después a tan alto esplendor el español Prudencio y el francés Venancio Fortunato, ambos, por cierto, cantores de la virginidad. Los himnos de San Ambrosio figuran todavía hoy en el rezo del Breviario.

El año 395 pronunciaba el santo obispo la oración fúnebre en los funerales de Teodosio el Grande, que venían a ser también los del Imperio romano. Era el canto del cisne de Ambrosio, que dos años más tarde moría contemplando con tristeza la descomposición del poderío secular de Roma, pero habiendo llevado a feliz término la empresa de inocular los espíritus vitales de la grandeza romana en la savia renovadora del cristianismo.

FRANCISCO DE B. VIZMANOS, S. I.

6 dic 2013

La grandeza de lo pequeño


 
La grandeza de lo pequeño
 
Un par de peregrinos tocarán a la puerta de nuestro corazón pidiendo un lugar para que el Hijo de Dios pueda nacer.

Autor: H. Christian David Garrido F. L.C. | Fuente: Catholic.net

En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: « Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. »

Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: « ¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron. (Lc. 10. 21-24)
 
 "Yo te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y las revelaste a los pequeños." Estas palabras encierran un misterio y una paradoja para la lógica humana. Los más grandes acontecimientos de su vida, Cristo no los quiso revelar a quienes, según el mundo, son "los sabios y prudentes". Él tiene una manera diferente para calificar a los hombres.
 
Para Dios no existen los instruidos y los iletrados, los fuertes y los débiles, los conocedores y los ignorantes. No busca a las personas más capaces de la tierra para darse a conocer, sino a las más pequeñas, pues sólo estas poseen la única sabiduría que tiene valor: la humildad.
 
Las almas humildes son aquellas que saben descubrir la mano amorosa de Dios en todos los momentos de su vida, y que con amor y resignación se abandonan con todas sus fuerzas a la Providencia divina, conscientes de que son hijos amados de Dios y que jamás se verán defraudadas por Él. La humildad es la llave maestra que abre la puerta de los secretos de Dios. Es la gran ciencia que nos permite conocerle y amarle como Padre, como Hermano, como Amigo.
 
El adviento es tiempo de preparación, un momento fuerte de ajuste en nuestras vidas. Esforcémonos, pues, por ser almas sencillas, almas humildes que sean la alegría y la recreación de Dios. Cristo niño volverá a nacer en medio de la más profunda humildad como lo hiciera hace más de dos mil años. Un par de peregrinos tocarán a la puerta de nuestro corazón pidiendo un lugar para que el Hijo de Dios pueda nacer. ¿Cómo podremos negarle nuestro corazón a Dios, que nos pide un corazón humilde y sencillo en el cual pueda nacer?

"Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven, porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y oír lo que oyen, y no lo oyeron."
 

Santo Evangelio 6 de Diciembre de 2013



Día litúrgico: Viernes I de Adviento

Texto del Evangelio (Mt 9,27-31): Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?». Dícenle: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!». Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca.


Comentario: Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM (Barcelona, España)
Jesús les dice: ‘¿Creéis que puedo hacer eso?’. Dícenle: ‘Sí, Señor’

Hoy, en este primer viernes de Adviento, el Evangelio nos presenta tres personajes: Jesús en el centro de la escena, y dos ciegos que se le acercan llenos de fe y con el corazón esperanzado. Habían oído hablar de Él, de su ternura para con los enfermos y de su poder. Estos trazos le identificaban como el Mesías. ¿Quién mejor que Él podría hacerse cargo de su desgracia?

Los dos ciegos hacen piña y, en comunidad, se dirigen ambos hacia Jesús. Al unísono realizan una plegaria de petición al Enviado de Dios, al Mesías, a quien nombran con el título de “Hijo de David”. Quieren, con su plegaria, provocar la compasión de Jesús: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!» (Mt 9,27).

Jesús interpela su fe: «¿Creéis que puedo hacer eso?» (Mt 9,28). Si ellos se han acercado al Enviado de Dios es precisamente porque creen en Él. A una sola voz hacen una bella profesión de fe, respondiendo: «Sí, Señor» (Ibidem). Y Jesús concede la vista a aquellos que ya veían por la fe. En efecto, creer es ver con los ojos de nuestro interior.

Este tiempo de Adviento es el adecuado, también para nosotros, para buscar a Jesús con un gran deseo, como los dos ciegos, haciendo comunidad, haciendo Iglesia. Con la Iglesia proclamamos en el Espíritu Santo: «Ven, Señor Jesús» (cf. Ap 22,17-20). Jesús viene con su poder de abrir completamente los ojos de nuestro corazón, y hacer que veamos, que creamos. El Adviento es un tiempo fuerte de oración: tiempo para hacer plegaria de petición, y sobre todo, oración de profesión de fe. Tiempo de ver y de creer.


San Nicolás de Mira, Obispo Diciembre 6



San Nicolás de Mira, Obispo
Diciembre 6

Martirologio Romano: San Nicolás, obispo de Mira, en Licia, famoso por su santidad y por su intercesión ante el trono de la divina gracia. (+ s.IV)

De San Nicolás, obispo de Mira (Licia) en el siglo IV, tenemos muchas noticias, pero es difícil distinguir las pocas auténticas del gran número de leyendas tejidas alrededor de este popularísimo santo, cuya imagen presentan todos los años los comerciantes vestido de "Papá Noel" (Nikolaus en Alemania y Santa Claus en los países anglosajones), un rubicundo anciano de barba larga y blanca, y con un costal lleno de regalos a la espalda.

Su culto se difundió en Europa cuando sus presuntas reliquias fueron llevadas de Mira por 62 soldados bareses y colocadas con grande honor en la catedral de Bari, para evitar que fueran profanadas por los turcos. Era el 9 de mayo de 1087. Las reliquias habían sido precedidas por la fama de gran taumaturgo y por coloridas leyendas. En la Leyenda áurea se lee: "Nicolás nació de ricas y santas personas. Cuando lo bañaron el primer día, se paró solito en la tina...". Era un niño de excelente salud y ya inclinado a la ascética, pues, como añade la Leyenda, el miércoles y el viernes rechazaba la leche materna. Ya más grandecito "rehusaba las diversiones y las vanidades y frecuentaba la iglesia".

Elevado a la dignidad episcopal por sobrenatural inspiración de los obispos reunidos en concilio, el santo pastor se dedicó a su grey, distinguiéndose sobre todo por su gran caridad. "Un vecino suyo, encontrándose en grandísima pobreza, ordenó exponer al pecado a sus tres hijas vírgenes para sacar de ese vil mercado el sustento para él y para sus hijas...”. Para evitar ese despiadado lenocinio, San Nicolás, pasando en la noche por frente de la casa de ese pobre, tres veces echó una bolsa de monedas de oro, y las tres hijas con la dote consiguieron un buen marido. Su patrocinio sobre muchachos y muchachas parece que se debe a otro hecho legendario: el obispo habría inclusive resucitado a tres niños, asesinados por un carnicero para hacer salchichas.

Se narra también que, invocado por algunos marineros durante una furiosa tempestad en el mar, él se les apareció y la tempestad cesó inmediatamente. En efecto, parece que con los marineros tenían cuenta abierta: durante una carestía había obtenido de una nave llena de trigo una buena porción para sus fieles; después, cuando los dueños controlaron el contenido de la nave, encontraron que todo el trigo estaba completo. Tras su muerte se convirtió en el primer santo, no mártir, en gozar de una especial devoción en el Oriente y Occidente. Multitud de relatos milagrosos aparecieron sobre él, desfigurando, a veces, su inminente carácter práctico y sencillo.

5 dic 2013

Santo Evangelio 5 de Diciembre de 2013



Día litúrgico: Jueves I de Adviento

Texto del Evangelio (Mt 7,21.24-27): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina».


Comentario: Abbé Jean-Charles TISSOT (Freiburg, Suiza)
No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos

Hoy, el Señor pronuncia estas palabras al final de su "sermón de la montaña" en el cual da un sentido nuevo y más profundo a los Mandamientos del Antiguo Testamento, las "palabras" de Dios a los hombres. Se expresa como Hijo de Dios, y como tal nos pide recibir lo que yo os digo, como palabras de suma importancia: palabras de vida eterna que deben ser puestas en práctica, y no sólo para ser escuchadas —con riesgo de olvidarlas o de contentarse con admirarlas o admirar a su autor— pero sin implicación personal.

«Edificar en la arena una casa» (cf. Mt 7,26) es una imagen para describir un comportamiento insensato, que no lleva a ningún resultado y acaba en el fracaso de una vida, después de un esfuerzo largo y penoso para construir algo. "Bene curris, sed extra viam", decía san Agustín: corres bien, pero fuera del trayecto homologado, podemos traducir. ¡Qué pena llegar sólo hasta ahí: el momento de la prueba, de las tempestades y de las crecidas que necesariamente contiene nuestra vida!

El Señor quiere enseñarnos a poner un fundamento sólido, cuyo cimiento proviene del esfuerzo por poner en práctica sus enseñanzas, viviéndolas cada día en medio de los pequeños problemas que Él tratará de dirigir. Nuestras resoluciones diarias de vivir la enseñanza del Cristo deben así acabar en resultados concretos, a falta de ser definitivos, pero de los cuales podamos obtener alegría y agradecimiento en el momento del examen de nuestra conciencia, por la noche. La alegría de haber obtenido una pequeña victoria sobre nosotros mismos es un entrenamiento para otras batallas, y la fuerza no nos faltará —con la gracia de Dios— para perseverar hasta el fin.

Comentario: Rev. D. Antoni ORIOL i Tataret (Vic, Barcelona, España)
Entrará en el Reino de los cielos (...) el que haga la voluntad de mi Padre celestial

Hoy, la palabra evangélica nos invita a meditar con seriedad sobre la infinita distancia que hay entre el mero “escuchar-invocar” y el “hacer” cuando se trata del mensaje y de la persona de Jesús. Y decimos “mero” porque no podemos olvidar que hay modos de escuchar y de invocar que no comportan el hacer. En efecto, todos los que —habiendo escuchado el anuncio evangélico— creen, no quedarán confundidos; y todos los que, habiendo creído, invocan el nombre del Señor, se salvarán: lo enseña san Pablo en la carta a los Romanos (cf. Ro 10,9-13). Se trata, en este caso, de los que creen con auténtica fe, aquella que «obra mediante la caridad», como escribe también el Apóstol.

Pero es un hecho que muchos creen y no hacen. La carta de Santiago Apóstol lo denuncia de una manera impresionante: «Sed, pues, ejecutores de la palabra y no os conforméis con oírla solamente, engañándoos a vosotros mismos» (Stg 1,22); «la fe, si no tiene obras, está verdaderamente muerta» (Stg 2,17); «como el cuerpo sin alma está muerto, así también la fe sin obras está muerte» (Stg 2,26). Es lo que rechaza, también inolvidablemente, san Mateo cuando afirma: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21).

Es necesario, por tanto, escuchar y cumplir; es así como construimos sobre roca y no encima de la arena. ¿Cómo cumplir? Preguntémonos: ¿Dios y el prójimo me llegan a la cabeza —soy creyente por convicción?; en cuanto al bolsillo, ¿comparto mis bienes con criterio de solidaridad?; en lo que se refiere a la cultura, ¿contribuyo a consolidar los valores humanos en mi país?; en el aumento del bien, ¿huyo del pecado de omisión?; en la conducta apostólica, ¿busco la salvación eterna de los que me rodean? En una palabra: ¿soy una persona sensata que, con hechos, edifico la casa de mi vida sobre la roca de Cristo?

San Sabas, 5 de Diciembre

5 de Diciembre
San Sabas, Abad

Autor: P. Ángel Amo. 


Sabas es el fundador de la llamada Grande Laura al lado del valle de Cedrón, a las puertas de Jerusalén. Había nacido en Mutalasca, cerca de Cesarea de Capadocia, en el 439, y después de pasar algún tiempo en el monasterio de su pueblo, en el 457 se trasladó al de Jerusalén fundado por Pasarión, pero éste no satisfizo sus aspiraciones. Y al contrario de muchos monjes que abandonaban su convento para correr a las grandes ciudades a llevar una vida poco edificante, Sabas, deseoso de soledad, durante una permanencia en Alejandría pidió y obtuvo el permiso para retirarse a una gruta, con el compromiso de regresar todos los sábados y domingos a hacer vida común en el monasterio.

Cinco años después, de regreso en Jerusalén, fijó su domicilio en el valle de Cedrón en una gruta solitaria, a donde entraba por una pequeña escalera hecha con lazos. Por lo visto, esa escalera reveló su escondite a otros monjes deseosos como él de soledad, y en poco tiempo, como en un gran panal, esas grutas inhóspitas en la pared rocosa se poblaron de solitarios pero no ociosos habitantes.

Así nació la Grande Laura, esto es, uno de los más originales monasterios de la antigüedad cristiana. Sabas, con mucha paciencia y al mismo tiempo con indiscutible autoridad, gobernó ese creciente ejército de ermitaños organizándolos según las reglas de vida eremítica ya establecidas un siglo antes por San Pacomio. Para que la guía del santo abad tuviera un punto de referencia en la autoridad del obispo, el patriarca de Jerusalén lo ordenó sacerdote en el 491. Sabas, a pesar de su predilección por el total aislamiento del mundo, no rehuyó sus compromisos sacerdotales. Fundó otros monasterios, entre ellos uno en Emaús, y tomó parte activa en la lucha contra la herejía de los monofisitas, llegando al punto de movilizar a todos sus monjes en una expedición para oponerse a la toma de posesión de un obispo hereje, enviado a Jerusalén por el emperador Anastasio.
Ante el emperador de Constantinopla, San Sabas puso en escena una representación de mímicas para demostrar con la evidencia de las imágenes coreográficas la triste condición del pueblo palestino agobiado por pesados impuestos y uno en particular, que perjudicaba a los comerciantes, pero sobre todo al pueblo.

Cuando murió, el 5 de diciembre del 532, toda la región quiso honrarlo con espléndidos funerales. En Roma, en el siglo VII, por obra de los monjes griegos surgieron sobre el monte Aventino un monasterio y una basílica dedicados a su memoria, del que toma el nombre el barrio.

Fue uno de los santos más influyentes y significativos del anacoretismo en Oriente.

4 dic 2013

Adviento. Enciende tu corazón

Adviento.
Enciende tu corazón

El Adviento viene de adventus, venida, llegada. El Adviento es una espera activa. El sentido del Adviento es avivar en los creyentes la espera del Señor.
Esquema del Adviento

Inicia con las vísperas del domingo más cercano y termina antes de las vísperas de la Navidad. Los domingos de este tiempo se llaman 1°, 2°, 3° y 4° de Adviento. Los días del 16 al 24 de diciembre (la Novena de Navidad) tienden a preparar más específicamente las fiestas de la Navidad.

El tiempo de Adviento tiene una duración de cuatro semanas. Este año, comienza el domingo 1 de diciembre, y se prolonga hasta la tarde del 24 de diciembre, en que comienza propiamente el tiempo de Navidad. Podemos distinguir dos periodos. En el primero de ellos, que se extiende desde el primer domingo de Adviento hasta el 16 de diciembre, aparece con mayor relieve el aspecto escatológico y se nos orienta hacia la espera de la venida gloriosa de Cristo. Las lecturas de la misa invitan a vivir la esperanza en la venida del Señor en todos sus aspectos: su venida al final de los tiempos, su venida ahora, cada día, y su venida hace dos mil años.

En el segundo periodo, que abarca desde el 17 hasta el 24 de diciembre inclusive, se orienta más directamente a la preparación de la Navidad. Nos invita a vivir con más alegría, porque estamos cerca del cumplimiento de lo que Dios había prometido. Los evangelios de estos días nos preparan ya directamente para el nacimiento de Jesús.

En orden a hacer sensible esta doble preparación de espera, la liturgia suprime durante el Adviento una serie de elementos festivos. De esta forma, en la misa ya no rezamos el Gloria, se reduce la música con instrumentos, los adornos festivos, las vestiduras son de color morado, el decorado de la Iglesia es más sobrio, etc. Todo esto es una manera de expresar tangiblemente que, mientras dura nuestro peregrinar, nos falta algo para que nuestro gozo sea completa. Y es que quien espera es porque le falta algo. Cuando el Señor se haga presente en medio de su pueblo, habrá llegado la Iglesia a su fiesta completa, significada por solemnidad de la fiesta de la Navidad.

Tenemos cuatro semanas en las que domingo a domingo nos vamos preparando para la venida del Señor. La primera de las semanas de adviento está centrada en la venida del Señor al final de los tiempos. La liturgia nos invita a estar en vela, manteniendo una especial actitud de conversión. La segunda semana nos invita, por medio del Bautista a «preparar los caminos del Señor»; esto es, a mantener una actitud de permanente conversión. Jesús sigue llamándonos, pues la conversión es un camino que se recorre durante toda la vida. La tercera semana preanuncia ya la alegría mesiánica, pues ya está cada vez más cerca el día de la venida del Señor. Finalmente, la cuarta semana ya nos habla del advenimiento del Hijo de Dios al mundo. María es figura, central, y su espera es modelo estímulo de nuestra espera.



La Corona de Adviento

La corona de adviento encuentra sus raíces en las costumbres pre-cristianas de los germanos (Alemania). Durante el frío y la oscuridad de diciembre, colectaban coronas de ramas verdes y encendían fuegos como señal de esperanza en la venida de la primavera. La corona de adviento es un ejemplo de la cristianización de la cultura. Lo viejo ahora toma un nuevo y pleno contenido en Cristo. Jesús vino para hacer todas las cosas nuevas.

Los cristianos supieron apreciar la enseñanza de Jesús: Juan 8,12: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida”. La luz que prendemos en la oscuridad del invierno nos recuerda a Cristo que vence la oscuridad. Nosotros, unidos a Jesús, también somos luz: Mateo 5,14 “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte".

En el siglo XVI católicos y protestantes alemanes utilizaban este símbolo para celebrar el adviento, aquellas costumbres primitivas contenían una semilla de verdad que ahora podía expresar la verdad suprema: Jesús es la luz que ha venido, que está con nosotros y que vendrá con gloria.

Los contenidos de la Corona de Adviento:

Una corona circular, ramas o follaje verde, sobre el que se insertan cuatro velas y algún adorno sobre ellas como manzanas rojas y el listón rojo. Tres velas son violeta, una es rosa. El primer domingo de adviento encendemos la primera vela y cada domingo de adviento encendemos una vela más hasta llegar a la Navidad. La vela rosa corresponde al tercer domingo y representa el gozo. Mientras se encienden las velas se hace una oración, utilizando algún pasaje de la Biblia y se entonan cantos. Esto lo hacemos en las misas de adviento y también es recomendable hacerlo en casa, por ejemplo antes o después de la cena.


En este tiempo de adviento, estamos invitados a preparar el ambiente para que tomemos en serio este tiempo especial y hagamos de él una experiencia única e irrepetible que nos haga avanzar en nuestra vivencia cristiana.

Santo Evangelio 4 de Diciembre de 2013

Día litúrgico: Miércoles I de Adviento

Texto del Evangelio (Mt 15,29-37): En aquel tiempo, pasando de allí, Jesús vino junto al mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí. Y se le acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus pies, y Él los curó. De suerte que la gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel. 

Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino». Le dicen los discípulos: «¿Cómo hacernos en un desierto con pan suficiente para saciar a una multitud tan grande?». Díceles Jesús: «¿Cuántos panes tenéis?». Ellos dijeron: «Siete, y unos pocos pececillos». El mandó a la gente acomodarse en el suelo. Tomó luego los siete panes y los peces y, dando gracias, los partió e iba dándolos a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos y se saciaron, y de los trozos sobrantes recogieron siete espuertas llenas.



Comentario: Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona, España)
‘¿Cuántos panes tenéis?’. Ellos dijeron: ‘Siete, y unos pocos pececillos’

Hoy contemplamos en el Evangelio la multiplicación de los panes y peces. Mucha gente —comenta el evangelista Mateo— «se le acercó» (Mt 15,30) al Señor. Hombres y mujeres que necesitan de Cristo, ciegos, cojos y enfermos de todo tipo, así como otros que los acompañan. Todos nosotros también tenemos necesidad de Cristo, de su ternura, de su perdón, de su luz, de su misericordia... En Él se encuentra la plenitud de lo humano.

El Evangelio de hoy nos hace caer en la cuenta, a la vez, de la necesidad de hombres que conduzcan a otros hacia Jesucristo. Los que llevan a los enfermos a Jesús para que los cure son imagen de todos aquellos que saben que el acto más grande de caridad para con el prójimo es acercarlo a Cristo, fuente de toda Vida. La vida de fe exige, pues, la santidad y el apostolado.

San Pablo exhorta a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Fl 2,5). Nuestro relato muestra cómo es el corazón: «Siento compasión de la gente» (Mt 15,32). No puede dejarlos porque están hambrientos y fatigados. Cristo busca al hombre en toda necesidad y se hace el encontradizo. ¡Cuán bueno es el Señor con nosotros!; y ¡cuán importantes somos las personas a sus ojos! Sólo con pensarlo se dilata el corazón humano lleno de agradecimiento, admiración y deseo sincero de conversión.

Este Dios hecho hombre, que todo lo puede y que nos ama apasionadamente, y a quien necesitamos en todo y para todo —«sin mi no podéis nada» (Jn 15,5)— necesita, paradójicamente, también de nosotros: éste es el significado de los siete panes y los pocos peces que usará para alimentar a una multitud del pueblo. Si nos diéramos cuenta de cómo Jesús se apoya en nosotros, y del valor que tiene todo lo que hacemos para Él, por pequeño que sea, nos esforzaríamos más y más en corresponderle con todo nuestro ser.

San Juan Damasceno, 4 de Diciembre

4 de diciembre

SAN JUAN DAMASCENO

(† 749)

Por la brillantez de su doctrina y la elegancia abundosa de su elocuencia, la tradición apellidaba a San Juan Damasceno "Crisorroas" (Chrysorrhoas), "que fluye oro". Nosotros le religamos a su ciudad de origen al llamarle Damasceno. De hecho "Crisorroas" y "Damasceno" se emparejan. Pues el apodo antiguo surge espontáneo del ejemplo del río Barada, llamado por Strabón "Crisorroas", porque ha creado el milagro de la ciudad de Damasco. Antes el Barada ha retenido su fluir —agua alimentada por las nieves del Antilíbano y por las lluvias—, apretándolo en estrecho cauce, ahondándolo en profunda garganta. Luego se derrama de golpe, pleno, en la llanura, y surge, como por encanto, en medio de un desierto desolador, una maravilla de floración: canales, surtidores, huertos, frutales, árboles incesantes, jardines, los famosos jardines. Damasco es su única ciudad; pero una ciudad única. El Barada se agota en ella. Al salir, cansado y sucio, sólo a veinticinco kilómetros sus aguas se sumen en la tumba sedienta del desierto.

Lo mismo el Damasceno, el Crisorroas. San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Un río abundante alimentado por dos fuentes: la tradición eclesiástica —las nieves perpetuas que reposan en las cumbres altísimas de los Doctores griegos— y la Sagrada Escritura o el fruto del Espíritu Santo, el agua que el cielo llueve. Sabe Juan, porque Dios le ha dado a conocer el misterio cristiano, que esta agua es su única fuerza. Por eso la retiene y la concentra dentro de la más fiel obediencia; le consagra su vida en servicio pleno y perenne. El día que recibe la ordenación sacerdotal, siendo ya monje de la Laura de San Sabas, rubrica su "profesión y declaración de fe", en la que pronuncia, entre otras, las siguientes palabras: "Me llamaste ahora, oh Señor, por las manos de tu pontífice, para ser ministro de tus discípulos". Y luego: "Me has apacentado, oh Cristo Dios mío, por las manos de tus pastores, en un lugar de verdor, y me has saturado con las aguas de la doctrina verdadera." Traslada así al recinto fecundo de San Sabas el símbolo de su ciudad natal. En San Sabas, con una vida repleta de silencio, de oración y de estudio, va apretando su agua en el cauce de la regla de la fe, libre de desviaciones humanas; la ahonda en la garganta de una humildad de serias profundidades. El milagro final es la explosión de su vida y de su obra; una floración feliz, polifacética, síntesis de toda la escuela de los Padres griegos, sumergida en el aire aromático, vivificante de la santidad. Luego, por diversas causas, la floración y el agua que encerraban dinamismo en promesa para influir en toda la historia subsiguiente, se han estancado a corta distancia en el desierto de un desconocimiento extraño, injustificado. Queda sólo el monumento perenne de la explosión, como Damasco, para solaz, ejemplo y servicio del viandante, de este viajero que es todo cristiano en camino hacia la patria.

Vengamos al detalle. Iniciamos de nuevo con Damasco. Un jardín es siempre un sueño para todo el que habita en tierras áridas. Por eso a Damasco convergen esas oleadas nómadas que a principios del siglo VII fluyen del desierto arábico bajo la bandera de la media luna. Se rinde la ciudad al musulmán el año 634. Poco después (661) se convierte en la sede de los califas. Aquí, en este ambiente embriagado de islamismo, nace sólo unos quince años más tarde, alrededor del 675, Juan Damasceno. Sin embargo, su cuna familiar es un oasis de honda raigambre cristiana. A los principios los árabes dejaban cierta libertad a los cristianos: se contentaban sólo con recibir de ellos la aportación de los impuestos. El padre de Juan, Sergio Mansur, ejerce precisamente el cargo de logozeta, es decir, el representante de los cristianos encargado de recoger sus impuestos por cuenta del califa. En su ambiente familiar, noble y rico, Juan recibe una educación esmerada. En su "profesión y declaración de fe" recuerda él más tarde su cuna terrena, a la que contrapone su nacimiento a la vida sobrenatural por el santo bautismo, su participación en los diversas misterios cristianos, su crecimiento en la fe de Jesucristo. Parece que su maestro religioso fue el monje italiano Cosme, cautivo de los árabes, a quien Sergio redimió en su casa para asegurar la formación espiritual de su hijo. Así Juan se va haciendo el "hombre perfecto en Cristo". Su discreción y prudencia le hacen digno de suceder, ya en temprana juventud, a su padre en el cargo de logozeta; pues según las Actas del VII Concilio ecuménico (787), Juan había abandonado sus bienes "al ejemplo del evangelista Mateo": San Mateo era justamente "publicano", o colector de tributos, antes de ser apóstol.

Efectivamente, muy pronto Juan Mansur renuncia a sus posesiones y a su brillante porvenir humano, para seguir de cerca a Jesucristo. No se hace sin sangre la renuncia. Dicen las Actas del VII Concilio que "prefirió el oprobio de Jesucristo a las riquezas de la Arabia, y una vida de malos tratos a las delicias del pecado". Sin duda, la crisis sacude su ardiente juventud. Por ahora, hacia el 710, los califas empiezan a ensañarse con los cristianos. Omar II (717-720) les veda incluso el derecho de ejercer toda función civil. Abundan los mártires. Juan Mansur se encara con la alternativa: o Cristo, o el cargo brillante en la corte árabe. Pero el buen soldado de Cristo no claudica: abandona al mundo y se retira a la Laura de San Sabas, un poblado monástico situado en las cercanías de Jerusalén.

San Sabas es ya en adelante su domicilio habitual. Sale, a veces, por fuerza de apostolado, pero allá regresa siempre como al lugar "verde" de su reposo, donde madura su fecundidad. Aquí la oración y el estudio. La cultura literaria y filosófica que ya poseía, conforme a su rango en el mundo, le permiten iniciarse rápidamente en los misterios de la teología, hasta llegar a ser un maestro acabado. Pronto recibe la ordenación sacerdotal de manos del patriarca de Jerusalén, Juan IV (706-734), de quien él se declara discípulo y amigo íntimo.

Con el sello del sacerdocio la fuerza incontenible de su ministerio y de su santidad se expande luego por los márgenes de Oriente. Juan IV le hace —¡al Crisorroas!— su predicador oficial en la basílica del Santo Sepulcro. Conserva siempre relaciones muy estrechas con el clero de Damasco. En general, todos los obispos, particularmente los de la iglesia siria, acuden a él como al indiscutible doctor, como al defensor incansable de la fe en toda clase de problemas doctrinales, porque a todos abarca con tino certero la privilegiada mente del Damasceno, plena de luz del Espíritu.

Su celo no conoce obstáculos. De su larga tarea espigamos algunos datos más salientes. Lo primero es la herejía iconoclasta. El año 726 el emperador de Bizancio, León III Isáurico, proclama en una bula la prohibición como idolatría, de rendir culto a las imágenes, y consiguientemente su destrucción. Se levanta la Iglesia de Oriente contra la usurpación de sus derechos: el doctor de San Sabas despunta con su pluma luminosa, que ha dejado para siempre su nombre ligado a esta cuestión. Toma, primero, parte en la sentencia de excomunión dictada con los obispos de Oriente contra León Isáurico, el año 730. Pero sobre todo abunda en los tres discursos apologéticos que escribe en nombre del patriarca de Jerusalén. Resume en ellos toda una teología definitiva y perenne de las imágenes. Es legítimo, propugna, su culto, según el uso secular de la Iglesia, que no se puede engañar. Esta es su regla siempre. Distingue luego entre el culto de latría, adoración, que se debe sólo a Dios, y el culto de veneración, que se rinde a la imagen, no por sí misma, sino por lo que representa, y además sólo en la medida de su relación con Dios, lo cual elimina el peligro de desviación idolátrica o supersticiosa, ya que el culto converge siempre en Dios. Ejercen además las imágenes una sana pedagogía, como un libro abierto, legible por todos, que recuerda la lección del ejemplo, de los beneficios divinos y fomenta la piedad.

Luego son todas las herejías conocidas en su tiempo, sobre todo aquellas que atañen a la cristología y a la Trinidad. Casi siempre por obediencia, ante la demanda de los obispos, combate el Damasceno las herejías nestoriana, monofisita, monoteleta. Y no superficialmente, sino con tratados serios, concienzudos. Abarca también su ardiente polémica las sectas no cristianas, como el maniqueísmo (resurgido entonces con el nombre de paulicianismo) y el islamismo, a pesar del enorme riesgo que supone encararse con los dueños políticos de la situación.

Junto a esto, todos sus escritos de orden puramente dogmático. Hablaremos luego. Como vemos, una vida repleta. Al cabo, tras una "ancianidad dichosa y fecunda", al decir de los sinaxarios griegos, entrega su alma a Dios en San Sabas, el año 749.

Dios le ahorraba en vida los latigazos de la persecución, sobre todo de la lucha iconoclasta, que se enfurecería más tarde. Hay, sin embargo, una tradición elocuente. Según ella, León Isáurico, en venganza, le comprometía ante el califa de Damasco, el cual ordenaba cercenarle la mano derecha; pero la Virgen María se la restituía milagrosamente aquella misma noche. Aunque hoy se duda de esta leyenda, retiene ella, sin embargo, todo su valor de símbolo. Símbolo del martirio incesante de una pluma que derrama en el papel el celo de un corazón dolorido por la "solicitud de la Iglesia": por su santidad borrada en las imágenes, por su unidad minada por las herejías, por sus derechos usurpados por el poder civil. El amor a la Iglesia fue siempre su norte, el afán que le empujó a gastar toda la luz de su mente y el amor de su corazón en su incansable tarea apologética y doctrinal.

Como buena señal, los herejes, después de su muerte, se cebaban en su fama. El emperador Constantino V Coprónimo (741-775) cambió su apellido de Mansur (victorioso) en Manser (bastardo), y obligaba a su clero a anatematizarle una vez al año. El conciliábulo iconoclasta de Hieria (753) decía de él y de San Germán y San Jorge de Chipre: "La Trinidad los ha hecho desaparecer a los tres." Pero pronto Dios volvía por la fama de su campeón. El VII Concilio ecuménico, que canoniza el culto a las imágenes, le grita "memoria eterna", y rectifica la frase: "La Trinidad los ha glorificado a los tres." Muy poco después de su muerte la Iglesia rendía culto a su santidad, y su nombre se insertaba en los sinaxarios griegos.

Y con toda verdad. San Juan Damasceno, pertenece a la raza de los grandes santos que han ilustrado a la Iglesia a la vez con su ciencia y con su virtud. Hablábamos de su amor a la Iglesia. De su amor a Dios, en los misterios de la Trinidad y de la Encarnación, nunca diríamos bastante. Se advierte a todo lo largo de su obra dogmática, apologética, homilética, como una incesante corriente subterránea. Es el que le hace exaltar con predilección la bondad entre todos los atributos de Dios. La devoción a los santos está escrita en la defensa de las imágenes. De su amor tiernísimo a la Madre de Dios decía algo el milagro de la leyenda. Tenemos, además, señales elocuentes y auténticas: la homilía sobre la Natividad de María, y aquellas tres, cargadas de unción y cariño, que pronunciaba en un solo día, "ya en el invierno de su vida", sobre la Dormición de Nuestra Señora, allí mismo en Getsemaní, donde estaba la tumba vacía de la Virgen. Son, además, testimonios preciosos de la fe que ya en el siglo VIII profesaba la Iglesia en el dogma de la Asunción de María. Esta es la verdadera santidad del Damasceno. Afortunadamente, su vida no ha sido teñida con la adulteración sensiblera de lo sorprendente. Su santidad es sobria, a la vez que irresistible, lo mismo que la luz del Espíritu que le domina; está adherida a las riberas de la fe; cimentada en la humildad, en esa humildad de hondo cauce por la que, a pesar de su sabiduría, habla con sinceridad bajamente de sí mismo en muchos recodos de sus escritos, llegando incluso a juzgarse como un hombre ignorante; orientada al trabajo y al sacrificio en el celo por la salvación de las almas y por el esplendor de la Iglesia.

Los griegos solían celebrar su fiesta el 4 de diciembre. También el 6 de mayo, conmemoración del traslado de su cuerpo, allá por el siglo XIII, desde San Sabas hasta Constantinopla, donde hoy se venera. El 19 de agosto de 1890 el papa León XIII le proclamaba Doctor de la Iglesia, y extendía su fiesta a la Iglesia universal, fijándola el 27 de marzo. Imposible condensar toda esa carga de doctrina que le ha merecido el título de Doctor. Decíamos de su apologética y homilética. Ya sus homilías no se quedan en elegante superficie. Fluye oro. Son ellas, sin duda, su obra más personal. Llevan una enjundia doctrinal que las hace netamente reconocibles, con esa rara virtud de ser abundante y conciso a la vez. Luego, sus escritos polifacéticos. En exégesis, un comentario completo a las cartas de San Pablo, resumido de los grandes exegetas griegos. En ascética, un estudio sobre las virtudes y los vicios y otro sobre los pecados capitales; asimismo la obra Paralelos sagrados, que es una colección de textos de la Escritura y de los Padres, con ingeniosos esquemas, para encontrarlos con facilidad. Sus efluvios descuellan hasta en la poesía. Casi todo el Octoejos, es decir, los ocho cantos del mismo tono correspondientes al oficio ordinario de los domingos en la liturgia bizantina, se debían a su estro. Compuso, además, poesías métricas para Navidad, Epifanía, Pentecostés; poesías rítmicas para otras fiestas, y diversas piezas eucarísticas, entre ellas, tres de preparación para la comunión, bellísimas. La tradición saboreó mucho sus himnos, que, como dice su biógrafo del siglo X, "todavía se cantan y producen a todos un placer divino". Pero, sin duda, su obra maestra es la que lleva por nombre La fuente de la ciencia. Se trata de una exposición del dogma católico siguiendo el símbolo de la fe, y precedida de una doble introducción, filosófica, en la que precisa las nociones que sirven de base al dogma, e histórica, en la que considera la fe a través del prisma de las herejías.

Doctrinalmente, "San Juan Damasceno, es, por excelencia, el teólogo de la Encarnación. Es el misterio que más extensamente le ocupa y del que habla en casi todos sus escritos. Su síntesis es verdaderamente representativa de toda la teología griega anterior" (Jugie). Este es su ingenio característico: el de teólogo que recoge los retazos de la tradición dogmática y los elabora, deduciendo con rigor las conclusiones teológicas. En esto es el pionero, y con mucha antelación, de los teólogos de la escolástica, sobre todo en cristología, con su exposición de los corolarios del dogma de la Encarnación. Igualmente sistematiza los dogmas de la Trinidad, de Dios Uno, de la gracia, los sacramentos, la Iglesia.

Destacamos este último por su importancia histórica. Por entonces el oriente bizantino descuidaba ya un poco su condición de subordinado en la Iglesia católica. Tal olvido, con sus pretensiones, llegaría a producir el cisma que aún lamentamos. San Juan Damasceno no dedicó un capítulo en su obra maestra a este tema tan importante. Tampoco estuvo en relaciones directas con el Papa, porque no le tocó vivir las virulencias de la lucha. Es el teólogo que trabaja en el silencio de su celda. Pero su doctrina es clara y tajante. La Iglesia, afirma con calor, es una sociedad independiente del poder civil; sociedad monárquica, que es, además, la solamanera de asegurar la paz y la unidad, y monarquía no diocesana o parcial, sino universal: descansa en la sede de Pedro —magníficos comentarios de los privilegios del jefe de los apóstoles— y sus sucesores, que deben residir en Roma, donde el apóstol murió en tiempos de Nerón. Los demás obispos y patriarcas son todos discípulos de Pedro, las ovejas que Cristo le encomendó.

Por su síntesis doctrinal se ha dicho que San Juan Damasceno fue para Oriente lo que Santo Tomás de Aquino para Occidente (véase su semblanza el 7 de marzo). Sin duda, la influencia del doctor de Damasco fue muy grande en Oriente, pero más bien como libro de texto. Le faltaron sencillamente esos discípulos que tuvo Santo Tomás para formar la escuela y prolongar la tarea y el pensamiento; por eso sus aguas quedaron estancadas pronto, injustificadamente. En momentos críticos de lucha doctrinal entre Oriente y Occidente, las obras del Damasceno fueron siempre el guía de los católicos contra los cismáticos. Y éstos, al fin, han llegado a olvidarle. Lo comprendemos. Sin embargo, en días en los que se siente, tal vez como nunca, la herida de la escisión de las iglesias, terminamos con el padre Régnon, haciendo votos por que "llegue la hora en que para cimentar la unión entre Oriente y Occidente la Iglesia ponga en la cátedra de sus escuelas La fuente de la ciencia, de San Juan Damasceno, junto a la Suma Teológica, de Santo Tomás. Sería, a la vez, hacer justicia al teólogo de San Sabas, al Padre que cierra la serie de las grandes lumbreras de la Iglesia de Oriente.

MANUEL REVUELTA SAÑUDO


San Juan Damasceno, presbítero y doctor de la Iglesia

San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Es como un río abundante en dos vertientes que aprovecha al máximo y en sus maravillosas y abundantes obras dejará de ello un perenne testimonio: la Tradición y fidelidad al pasado, a los padres y Magisterio de la Iglesia, y su amor y profundo conocimiento de las Sagradas Escrituras.

Se le dan dos nombres: "DAMASCENO" por haber nacido en Damasco y "CRISORROAS" que significa "que fluye oro". Por la riqueza de su doctrina le llamaron así los antiguos.

El origen de su llamamiento, desde el hijo de cobrador de impuestos a los cristianos, hasta llegar al retiro del Monasterio de San Sabás, es bello y aleccionador. Aprende las maravillas de nuestra fe, las vive, se convierte en un profundo conocedor de la Doctrina de Jesucristo y empieza a predicarlo.

Pero esto no le llena. No se ve maduro, y por lo mismo se retira al desierto, al famoso Monasterio de San Sabás, cerca de Jerusalén.

El, en su juventud, había disfrutado de todos los halagos que puede ofrecer el mundo. Sus padres fueron muy buenos cristianos y él crecía día a día en la fe, pero aquella vida no le llenaba su gran corazón. Por ello, ahora, en la soledad del silencio y en las largas horas que pasa en oración, va madurando aquella alma que será un horno de fuego con su palabra y con su pluma, en defensa de los valores de la fe cristiana cuando la vea atacada. Con sus sermones arrebatadores y con sus abundantes y sólidos escritos, llegará a ser una de las lumbreras más grandes de todos los tiempos. 

El año 726, el emperador de Bizancio, León el Isáurico, proclama una Bula de prohibición de las imágenes. Juan se levanta, con fuerza, para defender su uso como medio para despertar la fe. Y dice:

"Lo que es un libro para los que saben leer, eso son las imágenes para los analfabetos. Lo que la palabra obra por el odio, lo obra la imagen por la vista. Las santas imágenes son un memorial de las obras divinas".

Sus obras son profundas, elegantes, llenas de celo y de sólida doctrina que aún hoy conservan su frescura. San Juan Damasceno fue para Oriente lo que SantoTomás fue para Occidente. Muere el año 749.

3 dic 2013

Santo Evangelio 3 de Diciembre de 2013



Día litúrgico: Martes I de Adviento

Texto del Evangelio (Lc 10,21-24): En aquel momento, Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron».



Comentario: Abbé Jean GOTTIGNY (Bruxelles, Bélgica)
Te bendigo, Padre

Hoy leemos un extracto del capítulo 10 del Evangelio según san Lucas. El Señor ha enviado a setenta y dos discípulos a los lugares adonde Él mismo ha de ir. Y regresan exultantes. Oyéndoles contar sus hechos y gestas, «Jesús se llenó del gozo del Espíritu Santo y dijo: ‘Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra’» (Lc 10,21). 

La gratitud es una de las facetas de la humildad. El arrogante considera que no debe nada a nadie. Pero para estar agradecido, primero, hay que ser capaz de descubrir nuestra pequeñez. “Gracias” es una de las primeras palabras que enseñamos a los niños. «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Lc 10,21). 

Benedicto XVI, al hablar de la actitud de adoración, afirma que ella presupone un «reconocimiento de la presencia de Dios, Creador y Señor del universo. Es un reconocimiento lleno de gratitud, que brota desde lo más hondo del corazón y abarca todo el ser, porque el hombre sólo puede realizarse plenamente a sí mismo adorando y amando a Dios por encima de todas las cosas».

Un alma sensible experimenta la necesidad de manifestar su reconocimiento. Es lo único que los hombres podemos hacer para responder a los favores divinos. «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Cor 4,7). Desde luego, nos hace falta «dar gracias a Dios Padre, a través de su Hijo, en el Espíritu Santo; con la gran misericordia con la que nos ha amado, ha sentido lástima por nosotros, y cuando estábamos muertos por nuestros pecados, nos ha hecho revivir con Cristo para que seamos en Él una nueva creación» (San León Magno).

Comentario: Rev. D. Joaquim MESEGUER García (Sant Quirze del Vallès, Barcelona, España)
¡Dichosos los ojos que ven lo que veis!

Hoy y siempre, los cristianos estamos invitados a participar de la alegría de Jesús. Él, lleno del Espíritu Santo, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes» (Lc 10,21). Con mucha razón, este fragmento del Evangelio ha sido llamado por algunos autores como el “Magníficat de Jesús”, ya que la idea subyacente es la misma que recorre el Canto de María (cf. Lc 1,46-55).

La alegría es una actitud que acompaña a la esperanza. Difícilmente una persona que nada espere podrá estar alegre. Y, ¿qué es lo que esperamos los cristianos? La llegada del Mesías y de su Reino, en el cual florecerá la justicia y la paz; una nueva realidad en la cual «el lobo y el cordero convivirán, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá» (Is 11,6). El Reino de Dios que esperamos se abre camino día a día, y hemos de saber descubrir su presencia en medio de nosotros. Para el mundo en el que vivimos, tan falto como está de paz y de concordia, de justicia y de amor, ¡cuán necesaria es la esperanza de los cristianos! Una esperanza que no nace de un optimismo natural o de una falsa ilusión, sino que viene de Dios mismo.

Sin embargo, la esperanza cristiana, que es luz y calor para el mundo, sólo podrá tenerla aquel que sea sencillo y humilde de corazón, porque Dios ha escondido a los sabios e inteligentes —es decir, a aquellos que se ensoberbecen en su ciencia— el conocimiento y el gozo del misterio de amor de su Reino. 

Una buena manera de preparar los caminos del Señor en este Adviento será precisamente cultivar la humildad y la sencillez para abrirnos al don de Dios, para vivir con esperanza y llegar a ser cada día mejores testimonios del Reino de Jesucristo.

San Francisco Javier, 3 de Diciembre



3 de diciembre

SAN FRANCISCO JAVIER
(+ 1552)

El 3 de diciembre de 1552 moría frente a la costa china, en una choza de la isla de Sancián, San Francisco Javier.

La noticia de este hecho, que tanto suponía para la marcha de las misiones asiáticas, llegó a Roma casi tres años después. En febrero de 1555, como un rumor no confirmado, en octubre, como un hecho cierto, pero rodeado de tales detalles en cuanto a la traslación del cuerpo desde Sancián a Malaca y Goa, su estado incorrupto y los milagros que se le atribuían, que el nombre de Javier pasó presto a tener esa resonancia apostólica ante el pueblo cristiano que hasta hoy le caracteriza.

¿Quién era aquel misionero y cuáles sus hazañas?

Francisco de Javier, cuyos apellidos debieron haber sido Jassu, Azpilcueta, Atondo y Aznárez de Sada, nació el 7 de abril de 1506 en el castillo de Javier, situado en los confines de Navarra, frente a Aragón, a ocho kilómetros de Sangüesa, 54 de Pamplona y uno de las márgenes del río Aragón.

Situación estratégica en la Edad Media, salvando los pasos de la ribera de Navarra al valle del Roncal a través del puente de Yesa, casi en su punto medio.

La familia del Santo era de las más distinguidas del reino navarro. Su padre, don Juan de Jassu o Jaso y Atondo, doctor por Bolonia en ambos derechos, era uno de los principales personajes del país, y unía en sí la rama de los Jassu de Ultrapuertos (hoy Francia) con la de Atondo, del señorío de Idocin. Su madre, María de Azpilcueta y Aznárez de Sada, provenía de la casa solar del mismo nombre del valle del Baztán, y heredaba de su madre la posesión de Javier, vinculado a su familia por lo menos desde 1263, lo mismo que cierto grado de parentesco con la realeza navarra.

Por eso Francisco de Javier reunía en sí una representación de casi todas las reglones de Navarra, y puede presentarse como un prototipo de sus hijos en el conjunto de sus cualidades distintivas, que la santidad no eclipsó u ocultó, sino que sublimó en rasgos heroicos de un universalismo sin tacha, matizado y punteado con las caracteristicas de su tierra.

Su formación primera dependió principalmente de la abadía fundada por su padre en la parroquia de Javier, lo mismo que de los miembros de su familia en aquel castillo solitario, especialmente de su madre: porque su padre, muerto cuando el Santo contaba nueve años, había estado ausente largas temporadas en Pamplona o en cortes extranjeras por los asuntos del reino.

Fuera de la piedad intensa que bebió en su vida familiar, el acontecimiento que influyó especialmente en la orientación de su carácter y de sus aspiraciones fue la ruina de las instituciones políticas bajo las que había nacido y por las que luchó su familia, y la ruina también de su castillo, rebajado a la categoría de mansión señorial de tipo agrícola, en vez de ostentar las almenas guerreras de sus enhiestas torres. Es indudable que todo ello influyó en su marcha a la Universidad de Paris en 1525, al terminar las guerras en que participaron sus hermanos y al asentarse sobre bases nuevas y duraderas la vida de los Javier, reconociendo el nuevo orden de cosas.

Los once años de Paris, como estudiante primero y como maestro algún tiempo en la Universidad de París (1525-1536), marcaron la etapa decisiva de la vida de Javier.

Hoy se conoce con profusión de datos la vida universitaria parisiense relacionada con el Santo. Conocemos el funcionamiento de sus colegios, divididos por naciones o grandes regiones, y en los que se daba la enseñanza principal, así como los nombres de los profesores y mil detalles de la vida diaria de aquella masa de estudiantes, verdadera ciudad libre dentro del recinto de París.

Los estudios duraban alrededor de once años. Javier escogió el colegio de Santa Bárbara, fundado en 1520 bajo la protección del rey de Portugal, donde concurrían estudiantes de las diferentes partes de la Península Ibérica. Comenzó sus estudios como porcionario, que se pagaba toda la pensión, con un fámulo a su servicio y un caballo para sus deportes y utilidad. Por octubre de 1525 entró en las aulas universitarias, se graduó en Letras en la Cuaresma de 1526, se licenció en Filosofía en agosto de 1530, obtuvo una clase de Filosofía en el colegio de Dormans-Beauvais y prosiguió juntamente sus estudios teológicos hasta fines de 1536, en que partió para Italia con sus compañeros a unirse con Ignacio.

El esquematismo de estas fechas no nos devuelve la enorme complejidad de sucesos trascendentales que tuvo para el menor de los Javier. Por una parte la lucha de las ideas filosóficas y teológicas, atacadas por el naciente protestantismo, que encontró en la Universidad de París uno de sus más fuertes enemigos, y por otra las relaciones con sus compañeros de estudio, especialmente los españoles. Como coronación de todo, su trato con Iñigo de Loyola, que le llevó paulatinamente a desviar por completo el curso de sus aspiraciones terrenas dentro del campo eclesiástico, al que pensaba dedicarse, y abrazar el camino de la santidad personal y del apostolado con el ardor brioso de su sangre y con aquella decisión desconocedora de cambios y vacilaciones en el ideal abrazado en la plenitud de su vida.

Ignacio supo insinuarse en su corazón, a pesar de los recuerdos de luchas pasadas en campos políticos opuestos y de la poca apariencia del incomparable conductor de hombres, que vino providencialmente a vivir en la misma casa y en la misma cámara que el maestro valenciano Juan de la Peña, el angelical saboyano Pedro Fabro y Javier.

Las prevenciones de Javier no pudieron impedir a la larga el acercamiento con Iñigo, que, lejos de oponérsele, le llevó discípulos, le sacó de algún apuro económico y pudo, por fin, penetrar en el interior de aquella alma y comunicarle sus proyectos, sus ideas, su modo de ser.

En 1534 Javier estaba ganado, y, aun antes de hacer el mes de ejercicios espirituales, que le armaría para los duros combates de la vida, se alistó en el pequeño escuadrón ignaciano de los primeros votos de Montmartre, 15 de agosto de 1534.

Javier completó su formación espiritual junto a Ignacio en Italia, ejercitó sus primeros ministerios apostólicos en favor de las almas, gustó más el sentido católico de la vida junto a la cátedra de San Pedro en Roma, y recibió las sagradas órdenes en Venecia. Para coronamiento de estas actividades vivió varios meses en Roma como secretario del mismo San Ignacio, en aquellos tiempos en que estaban estudiando su futuro régimen de vida al ver fallidas providencialmente las esperanzas y planes de su viaje a Jerusalén y su vida apostólica en Palestina. La impresión que guardaron sus compañeros de todos estos años fue la de una santidad incontenible y de una admirable disposición para toda clase de apostolados. Su don de gentes se impuso en Roma y en Bolonia; su heroicidad, en los hospitales, mientras aprendía junto a su padre del alma los métodos del gobierno espiritual.

Los acontecimientos se precipitan ya en la vida de Javier. Doce años le quedan aún para luchar por Dios, y el que hasta ahora ha estado como en segundo plano, hace ahora de pronto irrupción en la vanguardia de los acontecimientos, y en ella se mantiene sin desfallecer hasta su último aliento.

Dios convertiría en realidad los sueños que había tenido aquellos años, de estar evangelizando en las Indias.

Un día se presentó ante Ignacio el embajador de Portugal, don Pedro de Mascareñas, con un encargo de su rey, don Juan III, que señalaría el comienzo de una sólida amistad del monarca lusitano con Loyola y Javier. Deseaba aquel consolidar sus empresas oceánicas impulsando vigorosamente la evangelización de las nuevas regiones descubiertas en la India y el Brasil. Por insinuación de don Diego de Gouvea, regente de Santa Bárbara, de París, que allí había conocido a aquellos compañeros de Inigo y luego se había enterado de sus intentos y actividades en Italia, el rey supo las cualidades y condiciones del grupo ignaciano, sondeó la realidad por medio del embajador en Roma y propuso al Papa su deseo de invitarlos para las Indias.

En pocos días se llega al nombramiento de Javier por Ignacio, comisionados para ello por Paulo III antes de la fundación canónica de la Compañía de Jesús, como sustituto del padre Bobadilla en su destino a la India portuguesa, y al día siguiente de su nombramiento, 16 de marzo de 1540, partía con Mascareñas camino de Lisboa, después de haber firmado unos cuantos documentos acerca de la Orden religiosa que se tramitaba y de la elección de su primer general.

Javier atraviesa Italia y Francia, entra por Fuenterrabía en Guipúzcoa, renuncia a ir a saludar a sus parientes, y por la casa solar de Loyola, adonde llevaba una carta de Ignacio, por Burgos, Valladolid y Salamanca pasó a Portugal. Allí trabajó intensamente en la corte, ganándose la confianza y estima del rey y de muchísima gente durante nueve meses, gracias a sus predicaciones, confesiones y buen ejemplo, y el 7 de abril de 1541 se embarcó para Goa.

En vez de partir como segundo del padre Simón Rodríguez, va como jefe de otros dos, y actúa desde el primer momento como tal. En Lisboa ha perfeccionado su portugués y se ha informado detenidamente acerca de la situación de la India y de sus relaciones eclesiásticas y temporales con la metrópoli. Pero Juan III no quiere enviarle sin amplísimas facultades, y para ello consigue del Papa varios breves pontificios.

Hay que tener presentes esos documentos para poder juzgar de su actuación sin caer en los extremos de los que, al margen de la verdadera historia, pretenden enjuiciar su obra y describirnos su carácter de hombre y de apóstol.

Javier no es un misionero más que va al Oriente a ocupar un puesto cualquiera en un lugar determinado. Su misión y su destino es mucho más complejo.

Va, en primer lugar, como nuncio o legado pontificio. Pero esa nunciatura era de un tipo especial. No se trataba de representar permanentemente a la Santa Sede en alguna corte determinada, sino de revestirle de su autoridad apostólica y de amplísimas facultades espirituales para la implantación, conservación y aumento de las nuevas cristiandades desde el Cabo de Buena Esperanza hasta el último límite de los dominios o protectorados portugueses en las Indias orientales, y en especial ante el rey de Etiopía. Pero no se indica en los documentos nada de estar en comunicación directa y permanente con la Santa Sede.

Esto influyó en el deseo de Javier de conocer personalmente aquellas nuevas cristiandades, fundadas ya o posibles y ver sobre el mismo campo las posibilidades de dilatar la fe. Su carácter de nuncio, más que ligarle a un sitio, le impulsaba a recorrer, explorar y evangelizar aquel vasto territorio, Algo parecido le sucedía en su cargo de superior de la nueva Orden religiosa en las mismas tierras. Con tan pocos sujetos al comienzo, era él el que debía dar el ejemplo de las virtudes apostólicas y señalar los emplazamientos de los centros misionales.

Y algo parecido podríamos decir con respecto al rey de Portugal, que, prendado de sus virtudes y cualidades, deseaba que fuera una especie de visitador privado y oficioso de la vida religiosa de los establecimientos lusitanos del Oriente. Su correspondencia demuestra cómo eiercitó esta labor, con valentía apostólica por un lado y con escrupulosidad independiente y cautelosa por otro. Aun así no siempre consiguió el auxilio que el rey ordenaba darle a todos sus gobernadores para cosas de apostolado y evangelización.

Francisco llegaba a Goa con la idea de marchar cuanto antes al cabo Comorín y costa de Pesquería, donde el gobernador general que le llevaba en su flota, Martín Alfonso de Sousa, había conseguido establecer una misión de cristianos en un mando anterior. Sousa le habló de la empresa varias veces durante el viaje marítimo, y en cuanto transcurrieron en Goa los primeros cinco meses durante el monzón que interrumpía las navegaciones, pasó a aquella tierra, cuando sus compañeros de viaje dejados en Mozambique llegaban a Goa a continuar las empresas allí por él iniciadas.

En Goa, lo mismo en la primera ocasión que en las otras varias que tuvo que volver a ella para gobernar a los suyos, tratar con las autoridades eclesiásticas y civiles o fundar las primeras casas de su Orden, su celo se impuso en la ciudad con sus predicaciones, catecismos por las calles, plazas e iglesias y su dirección espiritual. Todo esto se comprueba en las cartas de sus contemporáneos: el obispo, algunos sacerdotes religiosos y empleados civiles.

Desde fines de 1542 a 1545 trabajó en aquellas regiones de Malabar y Travancor, su primera gran misión viva. El movimiento de reagrupación de los cristianos, bautismo de neófitos, composición de catecismos, etc., fue extraordinario. El fracaso de sus planes sobre Ceilán, por culpa de algunos mercaderes portugueses, y la noticia de las perspectivas que se abrían para la fe en las Molucas, le determinó a ir allá después de dejar algunos compañeros en la Pesquería.

Pasado algún tiempo junto al sepulcro de Santo Tomás en Meliapur, llegó a Malaca en septiembre de 1545 y evangelizó a toda clase de gentes en la ciudad y contornos durante algunos meses. Siguió al Maluco y misionó las islas de Amboino, Ceram y otras vecinas, cumo luego Ternate, Tidore, las islas del Moro, con igual fruto y conmoción espiritual.

Vuelto a Malaca en 1547 a buscar compañeros para aquella nueva misión, se encontró en aquella ciudad con unos japoneses que le esperaban. Esto varía el rumbo de los acontecimientos, y, arreglados los asuntos de la India, penetra el primero de los misioneros en el Japón, 15 de agosto de 1549, misión que desde el primer momento ejerce en él una especie de fascinación cautivadora.

Vuelve a la India y Goa, visita algunas residencias, resuelve nuevas fundaciones, se entera de grandes noticias de Europa: Trento, Roma, Alemania; recibe el nombramiento de provincial, y en vez de volver al Japón, según había pensado primero, se resuelve por China. Frustra sus intentos de embajada virreinal el capitán mayor marítimo de Malaca y se embarca para Sancián a intentar solo aquella empresa. Una pulmonía corta el vuelo a sus empresas apostólicas cuando apenas cuenta cuarenta y seis años.

Se ha hablado de Javier aventurero, poco constante, impetuoso. Nunca dejó Javier un campo roturado por él sin dejar a otros que siguieran la obra, y de vez en cuando volvía a visitarlo. Atendió al mismo tiempo a otras partes adonde no llegó personalmente. Todas sus misiones continuaron florecientes, y sólo algunas decayeron decenios más tarde a causa de las persecuciones que sobrevinieron.

Fomentó el clero indígena, la enseñanza y los catecismos. Su salud, sus conocimientos, sus dones de trato personal, su valor a toda prueba, y sobre todo su santidad, superaron todos los obstáculos. Consiguió dejar cristiandades en todos los puntos estratégicos del Extremo Oriente, ampliar el conocimiento de todas aquellas regiones. Sin intentarlo forjó un parecido oriental suyo con el San Pablo mediterráneo que admira la historia.

No es extraño, por lo mismo, que al saber de cierto su muerte, con las circunstancias de su traslación y sepultura, el mismo San Ignacio, que ya tenía en Roma una antologia epistolar proveniente de Asia acerca de la fama de santidad de Javier, iniciara los primeros pasos para la glorificación de su hijo. Beatificado en 1619, fue canonizado a los tres años, 12 de marzo de 1622, juntamente con San Ignacio, Santa Teresa de Jesús, San Felipe Neri y San Isidro Labrador. Pronto se le declaró Patrón de las misiones del Oriente.

San Pío X lo constituyó protector de la Obra de la Propagación de la Fe, y Pío XI le declaró en 1927 junto con Santa Teresa de Lisieux, Patrón universal de las misiones católicas.

LEÓN LOPETEGUI, S. I.