LOS DONES DEL ESPÍRITU EN NOSOTROS HOY
Por José María Martín OSA
1.- Pentecostés es la fiesta de Espíritu y de la comunidad. Es la culminación de la Pascua. La vida nueva que Jesús consiguió es también nuestra vida. Muchas veces no somos conscientes de la actuación del Espíritu en nosotros. Quizá sea porque no le dejamos actuar....Da la sensación de que estamos como los discípulos antes de Pentecostés: decimos que creemos en Jesús, nos confesamos cristianos, pero vivimos apocados, medrosos, sin garra. Entonces nos refugiamos en nuestra fortaleza por miedo a salir al mundo. Pero la imagen que define mejor a la Iglesia no es la de la fortaleza, sino la de la tienda que se planta en medio del mundo.
¿No nos dijo Jesús el domingo pasado que bajáramos al valle y no nos quedásemos plantados mirando al cielo? También los discípulos estaban dentro con las puertas y ventanas cerradas por miedo a los judíos. Comparten miedos, ilusiones y el recuerdo de Jesús. El Espíritu se presentó como un vendaval y unas llamas de fuego. El viento y el fuego purifican y transforman. Y entonces..., salieron a predicar, sin miedo, sin utilizar la fuerza, sostenidos en su debilidad por el Espíritu. Cuando la Iglesia se encierra en sí misma por miedo a contaminarse con el mundo, cuando la imagen que da es la de una fortaleza firme, no convence. Se convierte en piedra de escándalo para muchos.
2. - "Estaban todos reunidos". No dice el Libro de los Hechos que estaban solo los apóstoles, sino todos, es decir el conjunto de los discípulos, todos los que se proclamaban seguidores de Jesús. Por tanto, los dones del Espíritu lo reciben todos los cristianos, no sólo los que han recibido el orden ministerial. El Espíritu actúa en todo, aunque cada uno reciba un don y una función. A cada carisma o don corresponde un ministerio o servicio. Pero todos somos miembros del cuerpo de Cristo y hemos recibido la misma dignidad por el Bautismo. ¿Reconoces en ti el carisma que has recibido?, ¡sabes cuál es tu misión dentro de la Iglesia! En este momento de la historia más que nunca hay que reconocer la importancia de los ministerios laicales. La Iglesia debe tener una estructura circular y no piramidal.
3.- Realizar las obras del Espíritu. Nos dice la Carta a los Gálatas que andemos según el Espíritu, que no realicemos las obras de la carne. Las obras de la carne que cita San Pablo degradan al hombre y lo someten a esclavitud. Estas obras, están patentes también en nuestro tiempo: fornicación, libertinaje, hechicería, idolatría, sectarismo, rivalidades, violencia, borracheras, orgías. Era aquella una sociedad decadente, ¿no lo será también la nuestra? San Agustín tuvo en sí la experiencia de la lucha de la carne contra el espíritu, cuando leyó este texto se sintió reflejado en él y decidió revestirse de Cristo para saborear los frutos del Espíritu. Este fue el momento de su conversión. Comenzó a vivir con amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad y dominio de sí.
4- Los dones del Espíritu tienen hoy su traducción. El don de sabiduría nos capacita para distinguir la realidad de la fantasía y vivir en consecuencia. El sabio es aquel que encuentra el secreto de la felicidad: la vida según Cristo. La inteligencia nos ayuda a aceptar los cambios que se producen en la sociedad para el bien común. Tener una mente abierta es señal de inteligencia. El don de consejo nos lleva a indagar bajo lo visible para descubrir las causas ocultas y poder ayudar al que nos lo pide. La piedad nos protege del egoísmo y del materialismo. La ciencia nos marca una dirección consistente en nuestras vidas, nos ayuda a conocer cómo son las cosas. El temor de Dios, entendido en el buen sentido, es beneficioso y nos hace realizar obras buenas, como el niño que respeta a su querido padre y no quiere defraudarle. La fortaleza es necesaria para un verdadero amor, pues nos da valor para asumir un compromiso auténtico y maduro. Con los dones que el Espíritu nos regala todo es posible desde ahora.
2.- EL ESPÍRITU SANTO: DULCE HUÉSPED DE NUESTRA ALMA
Por Gabriel González del Estal
1.- Ven, dulce huésped del alma. Esta oración que leemos en la “secuencia” del domingo de Pentecostés, antes de la lectura del evangelio, es una de las oraciones más bellas y más devotamente rezadas por todos los cristianos a la largo de los siglos. Rezada con devoción y amor, esta oración nos da paz interior, consuelo y descanso en nuestro siempre difícil caminar por este mundo. Cuando el Espíritu Santo se hace nuestro huésped interior y se apodera de nuestra alma, nos ilumina, nos vivifica y nos fortalece. Sí, como decimos cuando rezamos esta bellísima oración, El Espíritu Santo nos fortalece cuando estamos débiles, nos llena interiormente cuando nos sentimos pobres y vacíos, nos da luz y calor cuando estamos apagados y fríos, nos orienta y sana nuestro corazón desorientado y enfermo, sucio o indómito. Por naturaleza somos egoístas, débiles y tornadizos; si nos dejamos arrastrar por nuestros instintos más primarios, caemos fácilmente en actitudes y comportamientos que son más animales que espirituales. Necesitamos la fuerza del Espíritu, la gracia y el calor de lo alto, para sobreponernos a las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne. Tenemos que pedir hoy con fervor que el Espíritu Santo se haga dulce huésped de nuestra alma, brisa en las horas de fuego, gozo que enjugue las lágrimas, don en sus dones espléndido. Que sea agua viva que riegue nuestro corazón árido y seco, aliento que vivifique y dé vida a nuestra alma, padre amoroso que, con su amor, guíe y llene nuestro corazón que está siempre inquieto e insatisfecho cuando no descansa en Dios.
2.- Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Podríamos decir que, realmente, la Iglesia nació el día de Pentecostés, porque ese día fue cuando los discípulos de Jesús comenzaron a predicar con fuerza y sin miedo el evangelio que les había predicado el Maestro. Hasta ese día, después de la muerte de Cristo, los discípulos se habían mantenido acobardados, encerrados en una casa, con las puertas y el alma bien cerradas por miedo a los judíos. Fue a partir del día de Pentecostés cuando recibieron la fuerza del Espíritu Santo como motor de sus vidas, que les impulsó a predicar, primero a los judíos y después a los gentiles, el evangelio del Reino, tal como lo habían escuchado de boca del mismo Jesús. Predicaron el evangelio de Jesús con el alma llena de alegría, derramando la paz del Espíritu que habían recibido, y con el alma llena de perdón. Así tenemos que hacer los cristianos de hoy; que se nos note la alegría del Espíritu, la paz de Dios y la capacidad de personar siempre con espíritu cristiano. Es decir, que seamos cristianos valientes, alegres, pacíficos y perdonadores.
3. - Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería. La lengua del Espíritu es siempre una lengua ardiente y luminosa, porque enciende e ilumina el alma del que habla y el alma del que sabe escuchar. Las lenguas del Espíritu no son sólo sonidos y voces, son actitudes, gestos, expresiones que salen del fondo del alma, como lava de un volcán irreprimible. Las lenguas del Espíritu son siempre amor, llamaradas, y el lenguaje del amor es universal. Si nos relacionamos con los demás con el lenguaje del verdadero amor, del amor del Espíritu, todos los que estén poseídos por el Espíritu nos entenderán como si les hablásemos en su propia lengua. El lenguaje del misionero cristiano es antes amor que lengua, porque Dios es amor y a Dios sólo se le transmite transmitiendo amor.
4. - Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; en cada uno el Espíritu se manifiesta para el bien común. En muchos casos, la única manera de saber si nuestro lenguaje y nuestros dones son del Espíritu, o no. es mirar si contribuyen al bien común. Porque, evidentemente, no todos los dones que tenemos las personas contribuyen siempre al bien común. Es esta carta a los Corintios, el apóstol Pablo solo recomienda los dones que, procediendo del Espíritu, contribuyen al bien común. Estos son, pues, los dones que hoy cada uno de nosotros debemos pedir al Espíritu Santo, los dones que, procediendo del Espíritu, contribuyen al bien común de los demás. Con palabras de la pidamos ahora al Espíritu Santo que “reparta los siete dones, según la fe sus siervos” y que aumente cada día un poco más en nosotros, sus siervos, nuestra fe.
3.- LOS APÓSTOLES, ATLETAS DE LA FE
Por Antonio García-Moreno
1.- UN VIENTO IMPETUOSO. - Pentecostés era una de las grandes fiestas del pueblo judío. Día de acción de gracias, de recuerdo agradecido por la alianza que Dios concediera a su pueblo en el Sinaí... La ciudad de Jerusalén bullía en sus calles, un gentío multicolor procedente de la Diáspora se movía de un lado a otro. El pueblo, subyugado ahora al poder de Roma, esperaba nuevamente que Dios se apiadara de los suyos y quebrara el yugo férreo e insoportable de la dominación romana.
Los profetas lo habían predicho: vendrían tiempos en los que los prodigios se repetirían. Tiempos en los que el Espíritu se derramará sobre toda carne, tiempos en los que los corazones duros se ablandarán, en los que ese Espíritu nuevo vivificará los cuerpos muertos. El soplo de Dios llenará de fuego la tierra, y de un extremo a otro del orbe resonará la voz del Espíritu, despertará la fuerza de Dios, del Amor.
Tierra fría, tierra olvidada de Dios, tierra muerta, tierra reseca... Ven, ¡oh Santo Espíritu!, envía del cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres, ven dador de todo bien, ven luz de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, suave refrigerio. Descanso en el trabajo, en el calor fresca brisa, en el llanto consuelo... ¡Oh luz beatísima!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
En el momento en que todo surgía de la nada, el Espíritu de Dios aleteaba sobre el fragor de las aguas. Y cuando los tiempos se cumplen y se verifica la Redención, la nueva y definitiva creación, el Espíritu vuelve nuevamente a la tierra, cubriendo con su sombra a la joven virgen que concibe en su seno al Dios humanado. Y ahora, en Pentecostés, cuando la nueva hija de Sión comienza su historia, cuando la Esposa del Cordero se despierta, cuando la Iglesia toma conciencia clara de su misión, nuevamente actúa el Espíritu, el viento fuerte e imparable de Dios.
Desde entonces está siempre presente en la vida del pueblo elegido, actuando sin descanso, pasando por encima de las miserias de los hombres empujando la barca de Pedro hacia el puerto prefijado por Dios, en medio de las más terribles tempestades, de las más hondas borrascas...
El Gran Desconocido, el Gran Olvidado, el Espíritu Santo. Y sin embargo, el Gran Presente, la Promesa del Padre, el Paráclito, el Santificador de las almas. Sin su luz sólo tinieblas hay en el hombre, nada. Sin él, ni decir Jesús podemos...
Perdona nuestra rudeza, nuestra mísera ignorancia. Y ven: lava lo que está sucio -que es tanto-, riega lo que está seco, sana lo que está enfermo. Dobla nuestra rigidez, calienta nuestra frialdad, endereza lo torcido. Da a tus fieles, a los que en Ti confiamos -¡queremos confiar!- tus siete sagrados dones. Danos el mérito de la virtud, el éxito de la salvación, danos el gozo siempre vivo. Amén.
2.- LA VICTORIA DE LA LUZ. - Las sombras de la muerte oscurecían ya la tarde del día primero después de la Resurrección. El miedo embargaba todavía el corazón de los discípulos. Tenían las puertas cerradas, estaban apiñados unos con otros, asustados ante el menor ruido. Los que crucificaron al Maestro bien podían venir en cualquier momento para castigar también a los discípulos.
Pero la luz avanzaba a pesar de todo, y de forma paulatina, día tras día y siglo tras siglo, las tinieblas irían retrocediendo. Después de muchos años de aquel primer avance de la Luz pentecostal, el evangelista Juan describió de modo lacónico y preciso el duelo cósmico entre el Bien y el Mal, la Luz y las Tinieblas: "La Luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la vencieron".
Ni las puertas atrancadas, ni los muros sólidos del Cenáculo cortaron el paso de quien dijo ser la Luz del mundo. Cuando él llegó en medio de los suyos, todos los temores se desvanecieron y la oscuridad de la noche retrocedió. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor que, como siempre, les daba su saludo de paz. Para disipar, además, cualquier duda que pudieran tener, Jesús les muestra sus llagas y heridas, les pide de comer. Detalle muy humano y, en apariencia sin importancia, pero decisivo para convencerles de que realmente estaba vivo.
Los abandonos de la hora crucial de la Pasión estaban perdonados. Jesús les volvía a enviar como antes hiciera, cuando habían curado enfermos y expulsado demonios. Ahora sus palabras tienen mayor solemnidad: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Es una misión única y transcendente: salvar a los hombres de la esclavitud del pecado, sacarlos de las regiones de las sombras y llevarlos al Reino de la Luz.
Para ello les concede unos poderes divinos entre los que destaca el de perdonar los pecados. Prodigio que Jesús operó ante el escándalo de los fariseos y la admiración de las gentes que glorificaban a Dios por haber dado tal poder a los hombres. Como garantía y prenda de todo ello les confiere el Espíritu Santo, la promesa del Padre, el don inefable e inaudito que transformaría a los apóstoles en atletas de la fe, capaces de inundar de luces nuevas el tenebroso mundo romano de entonces. Fue tal la fuerza y el esplendor de aquella primera Luz que sus resplandores llegaron hasta el fin del mundo.