SAN FRANCISCO CARACCIOLO
4 de junio
(† 1608)
San Francisco Caracciolo nace el 13 de octubre de 1563, el mismo año en que se clausura el concilio de Trento. Sus biógrafos toman tal coincidencia por un presagio, pues este Santo está plenamente dentro del espíritu de la reforma tridentina.
Al clausurarse el concilio fue como si la Iglesia hubiera lanzado un suspiro de alivio. Quedaba salvaguardada la integridad del dogma frente a los desvíos protestantes, se había formulado una legislación pastoral capaz de renovar el espíritu del clero y la piedad de los fieles, se habían sentado las bases justas para toda la renovación de la vida cristiana.
A mayor abundamiento Dios había concedido a la cristiandad un Papa santo que la librase de la amenaza turca, y se mostrase decidido a aplicar con toda energía la verdadera reforma. Puso en orden la curia pontificia, exhortó a mayor austeridad a los cardenales, obligó a guardar la residencia a los obispos, envió misioneros a los países recientemente descubiertos, y según escribían los embajadores venecianos Pío V llevaba trazas de hacer de Roma un convento.
Al inflexible dominico sucedieron los papas Gregorio XIII, Sixto V y Clemente VIII, los mismos que llenan el último tercio del siglo XVI y las primeras fechas del XVII, contemporáneos todos de San Francisco Caracciolo.
Estamos en toda la gloria del Barroco, esa manifestación compleja que desborda el arte para afectar la literatura, el teatro y las mismas formas devocionales.
¡Qué diferencia entre los comienzos del siglo XVI y su coronación! La orgía del Renacimiento había sacudido con un viento de locura a la Ciudad Eterna. Fue una fiebre que embotó los sentidos para no ver siquiera el alcance de la rebelión de Lutero. Dios tuvo que enviar contra la urbe distraída el castigo del sacco. Pero, misericordioso también, le envió una racha de santos reformadores. Pudiéramos decir que abren la marcha San Cayetano y San Ignacio; pero después son pelotón, como cuando avanzan juntos los ciclistas de la "vuelta".
Se reforman las Ordenes antiguas y nacen Ordenes religiosas nuevas, atentas a las necesidades de los tiempos y como enfrentándose al protestantismo. Ellos negaban el valor de las buenas obras, el culto a la Eucaristía, la eficacia de la confesión, la veneración a los santos... Las nuevas Ordenes se dedican a la enseñanza, al cuidado de los enfermos, a la educación de la juventud. Se exalta la adoración al Santísimo, hasta llegar a establecerse las Cuarenta Horas, que regula Clemente VIII. La dirección espiritual llena de confesonarios los templos y San Felipe Neri emplea largas horas en este ministerio. El culto llega a fastuosidades no conocidas antes, los templos se hacen hermosos, ricamente decorados, las imágenes inflan sus ropajes desde las altas hornacinas, los cuadros tocan los temas del martirio, de la beneficencia, de los éxtasis milagrosos. El arte se pone en línea de batalla para dar réplica contundente a cada una de las negaciones protestantes.
Y con el arte, la teología en Salamanca y Alcalá, y la historia en los volúmenes de Baronio y la patrística en los de Petavio, y la mística teología en la prosa castellana de Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
Ahora los decretos del concilio no serán cánones muertos en las colecciones sinodales. Una pléyade de santos obispos estimulará la reforma con su ejemplo. Giberti y Santo Tomás de Villanueva, San Carlos Borromeo y San Francisco de Sales, fray Bartolomé de los Mártires y el Beato Ribera serán el ejemplo viviente para estímulo de pastores. Podemos decir con plena justicia que la época postridentina es, con el siglo XIII, el momento de mayor eclosión de santidad que ha conocido la Iglesia.
Entonces precisamente nace en un pueblo italiano de los Abruzos, en Villa Santa María, un niño hijo de familia distinguidísima en Italia y enlazada con las principales casas de aquella región y aun del reino de España. Don Francisco Caracciolo y su esposa, la noble dama doña Isabella Baratuchi, tuvieron la dicha de tener cinco hijos, que consagraron al servicio del Señor, excepto el primogénito, que llevó la casa. El segundo fue el Santo a que nos estamos refiriendo, al que dieron en el bautismo el nombre de Ascanio, que después, en decisiva circunstancia, cambiaría por el de Francisco.
Puede suponerse la esmerada educación que tan ilustres progenitores darían a sus hijos. Con Ascanio, además, cualquier esfuerzo rendía copioso fruto. A los seis años le aplicaron al aprendizaje del latín, y por estar dotado de un excelente ingenio, ya a los nueve podía formar discursos y entablar conversaciones en esta lengua. No menos prodigiosos fueron sus progresos en la retórica y en las letras, haciendo su conversación agradable y elocuente, según el gusto depurado de la época.
Llegado a la juventud destinóle su padre al ejercicio de las armas. Ascanio era un apuesto mancebo, de ojos negros, cabellos ensortijados, piel ligeramente morena. Un joven agraciado, como los italianos del Sur, con la viveza y desenvoltura propia de esta raza de artistas.
Los autores advierten que Ascanio consiguió superar la prueba de la milicia sin menoscabo de su virtud; era un joven piadoso, devotísimo de la Sagrada Eucaristía y de la Santísima Virgen, que diariamente rezaba el oficio parvo y el rosario y ayunaba los sábados. Pero estas devociones eran por entonces patrimonio de muchas almas. Propiamente en Ascanio no había surgido aún el problema vocacional. Fue necesario que Dios le visitase con la enfermedad. A los veinte años hallóse cubierto de un mal repugnante que los médicos diagnosticaron como lepra. Sus amigos le desampararon por temor al contagio. En tales circunstancias es cuando hace voto de abrazar el estado religioso si un milagro le devolvía la salud.
Y Ascanio curó. Marchó a Nápoles para estudiar teología. Allí visitaba las iglesias, sobre todo las menos frecuentadas de público, donde le era más fácil entregarse a la oración. Y en 1587 recibió el sacerdocio. Para hacer útil su ministerio se inscribió al año siguiente en la cofradía de los Bianchi, los Blancos, una congregación sita en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que se ejercitaba en oficios de caridad con los enfermos, los presos, los condenados a galeras y aun los ajusticiados. Porque Nápoles es tierra volcánica donde la sangre hierve en las venas, como la lava en el Vesubio, y donde acudían a repostar las naves del rey católico, que sin tregua ni descanso hacían la guerra a turcos y berberiscos. ¿Y quién puede contener en tierra a marinos y soldados dispuestos a compensarse de la dura disciplina del mar? Las pendencias y las reyertas estaban a la orden del día, y frecuentemente acababan en sangre. Recuérdese que Tirso de Molina sitúa en Nápoles las hazañas de Enrico, de su obra El condenado por desconfiado. Siendo entonces los procedimientos judiciales muy expeditivos y el virrey español inflexible en aplicar las sentencias, con esto está dicho que a los hermanos de la Cofradía de los Blancos no les faltaría tarea en que emplearse.
Por entonces vino a Nápoles un genovés, Juan Antonio Adorno, a quien San Luis Beltrán pronosticara en Valencia que había de ser fundador de una nueva religión. Comunicando tal vaticinio con su director espiritual, el padre Basilio Pignatelli, le alentó al cumplimiento de tal aviso, llevándoselo consigo a Nápoles, para que, fuera de su país —Italia estaba entonces dividida en muchos Estados—, pudiera ejecutarlo con menos obstáculos.
Ordenóse Adorno de sacerdote y se inscribió también en la Cofradía de los Blancos, y allí conoció a un pariente de Ascanio, don Fabricio Caracciolo, abad de Santa María la Mayor, hombre de mucho mérito, en quien puso los ojos para realizar sus ideas. De común acuerdo determinaron ambos escribir a un tercer pariente de nuestro Santo, llamado también Ascanio, a quien dirigieron una citación. Por error del emisario la carta fue llevada no al verdadero destinatario, sino a su homónimo, quien consideró providencial la equivocación y aceptó complacidísimo intervenir en aquel asunto, viendo el dedo de Dios, que así le indicaba la religión en la cual era gustoso que ingresase.
Reunidos los tres con los vínculos de la más pura caridad, se retiraron a la abadía de los padres camaldulenses, cerca de Nápoles, para redactar en el retiro y la oración las constituciones del futuro instituto, lo que llevaron a cabo en el espacio de cuarenta días.
Pasaron Adorno y Ascanio a Roma para solicitar la aprobación de la Orden del papa Sixto V, quien la reconoció con fecha del 1 de julio de 1588, dándoles el nombre de "clérigos menores". A los tres votos habituales añadían un cuarto de no aceptar dignidades eclesiásticas. Vueltos a Nápoles hicieron su profesión en manos del vicario del arzobispado en el oratorio de la Virgen del Socorro el día 9 de abril de 1589, en cuyo acto se mudó Caracciolo el nombre de Ascanio por el de Francisco, por la gran devoción que profesaba al seráfico patriarca, a quien se propondría imitar en toda su vida.
En Nápoles se les agregaron diez clérigos, completando así el número de doce, como en el Colegio Apostólico. Para atraer hacia el nuevo instituto las bendiciones de lo alto, ayunarían por turno a pan y agua una vez a la semana y se relevarían de hora en hora junto al Santísimo, a fin de que la adoración fuese perpetua.
Adorno pensó marchar a España para recabar de Felipe Il permiso para establecer en sus reinos la nueva Congregación, pues un decreto reciente del Consejo de Estado prohibía admitir nuevas religiones, por la exuberancia de fundaciones que en todas partes se llevaban a cabo. Francisco Caracciolo le acompañó, y después de un viaje penosísimo por mar llegaron a Madrid, donde les colmaron de honores, pero no encontraron solución favorable en la corte a sus demandas. Vueltos a Italia obtuvieron nueva confirmación del instituto del papa Gregorio XVI. Adorno, después de grave enfermedad, fallecía en Nápoles el 18 de febrero de 1591. Entonces fue elegido Caracciolo para sucederle en la congregación general que se celebró el día 9 de marzo de 1593, poniendo él como condición que dicho cargo sólo durase un trienio. Contaba entonces Francisco treinta años, edad considerada entonces como demasiado juvenil para tareas de tan grave responsabilidad, pero su eminente virtud y consumada prudencia decidió la elección.
El 10 de abril de 1594 se le presentó nuevamente ocasión favorable de volver a España. Pasando de Nápoles a Madrid don Juan Bautista de Aponte, nombrado presidente del Supremo Consejo de las Indias, le invitó a acompañarle, costeándole los gastos del viaje. Sin embargo, no consiguió que se hospedase en su casa de Madrid, haciéndolo en el hospital de los italianos, con objeto de poder asistir a los pobres enfermos, en cuyo oficio y en otros no menos admirables brilló su heroica caridad para edificación de todos.
Fue al Escorial para entrevistarse con Felipe II y lograr despacho favorable a su demanda, pero halló la más tenaz oposición entre los miembros del Consejo, no logrando resultados positivos.
Sin embargo, como se agravasen los dolores de gota del rey, dio en pensar Felipe Il si eran consecuencia de la negativa dada a Caracciolo, haciéndole llamar al instante para que se cumplimentase su solicitud; hecho esto, al punto cesaron los dolores. Entonces, agradecido, le remitió al arzobispo de Toledo, con orden de que se apoyase el establecimiento en España del nuevo Instituto, lo que logró con la ayuda de un caballero principal que le cedió una casa para ello. Allí se recogió el Santo con algunos compañeros, ejercitándose en las funciones del confesonario y púlpito con tanto celo y notorio aprovechamiento de las almas, que mereció el nombre de predicador del amor de Dios, conciliándose con esto y su virtud la veneración de toda la corte.
Pero la persecución es patrimonio de las obras de Dios, y el mismo caballero que le protegía iba a ser el origen de la tempestad que se levantó en contra de los clérigos menores. Porque dicho señor comenzó a mezclarse en los asuntos privados de la Congregación, y como Francisco resistiese a semejante abuso, tomó tal inquina al Santo que comenzó a propalar contra él y sus compañeros tal suerte de calumnias que, informado siniestramente el Consejo, dio orden de que se cerrase la iglesia y que saliesen los religiosos de la corte en el espacio de seis días.
Recibió Caracciolo con su acostumbrada mansedumbre tan terrible determinación, y pasando al Escorial logró que se suspendiese la ejecución de lo mandado; pero, como los enemigos no desistiesen de molestarle, sufrió por espacio de dos años otras muchas contradicciones con admirable paciencia.
En medio de estas tribulaciones fuele preciso pasar a Italia a establecer su instituto en varias partes que lo deseaban con vivas ansias, y en Roma logró, con el favor del cardenal Montalvo, protector de la Orden, informar al papa Clemente VIII, quien, condolido de los sucesos de Madrid, le dio la más expresiva recomendación para el rey católico, que fue capaz de sosegar todas las contradicciones.
De allí volvió a Nápoles, donde la ciudad le hizo un honorífico recibimiento, arrodillándose los fieles a su paso y besándole las manos. Esto era demasiado para su humildad. Tomando el crucifijo, se hincó de rodillas en la plaza pública y pidió perdón a todos por los escándalos de su juventud.
En Nápoles le esperaba una gran alegría. Su pariente Fabricio Caracciolo, que había alentado la fundación de la nueva Orden sin decidirse a ingresar en ella, lo hizo finalmente con fecha del 15 de agosto de 1596.
En el capítulo de 1597 Francisco fue reelegido nuevamente general. Las cosas se habían sosegado en España y a Felipe II le sucedió su hijo Felipe III, que se mostró más favorable a los clérigos menores que su padre. Entonces Francisco partió por tercera vez a esta nación con cuatro de los suyos. Fundó una casa en Valladolid, donde se hallaba la corte, merced a una cuantiosa limosna que recibiera del rey. Esto fue en 1601. También fundó un colegio en Alcalá, para que sus religiosos pudieran seguir los cursos de aquella célebre universidad.
Es admirable cómo un hombre solo pudo desplegar tan asombrosa actividad y llevar a cabo tal número de fundaciones privado de recursos. Pero todavía es objeto de mayor sensación su inalterable conformidad con la voluntad divina entre tantas contradicciones como padeció, sin que saliera de sus labios la más mínima queja contra sus opositores. Aunque agasajado en medio de las cortes supo conservarse pobre y humilde. En este punto están concordes todos los que le conocieron. Se tenía por el más despreciable de los pecadores y nada le ofendía tanto como la estimación y aplauso que hacían de su persona.
Tampoco se dispensó de la mortificación en medio de su ajetreada vida. Ayunaba a pan y agua tres días a la semana, añadiendo a éstos en el Adviento, Cuaresma y cuarenta días precedentes a la Asunción de la Virgen muy sangrientas disciplinas, que destrozaban sus carnes. De continuo llevaba pegado al cuerpo un jubón de cilicio, sobre una plancha de hierro adherida a la carne, que costó mucho trabajo despegarla cuando después de su muerte se trató de amortajar su cadáver. Tan abrasado estaba del amor divino que le bastaba poner los ojos en un crucifijo para salir fuera de sí, cayendo en éxtasis y deliquios no pocas veces, acompañados de admirables resplandores de todo su rostro, consecuencia del fuego interior que le abrasaba, según aquellas palabras del salmo: "El celo de tu casa me devora".
De aquí resultaba aquella caridad sin límites para con los prójimos, por cuya salvación suspiraba incesantemente, tomando sobre sí rigurosas penitencias para satisfacer por sus pecados, pidiendo limosnas por las calles para socorrer a los pobres, privándose no pocas veces de lo necesario para socorrerlos, brillando su piedad con los enfermos que visitaba en sus casas y en los hospitales.
Su devoción a la Santísima Virgen era tal que sólo oír su dulce nombre le producía una emoción que se desbordaba en lágrimas. Fue propagador incansable de las glorias de Nuestra Señora, a la que llamaba con ternura su piadosa madre.
Después de nuevas fundaciones en Roma, donde le fue concedida la iglesia de San Lorenzo in Lucina y la de Santa Inés en la plaza Navona, consiguió de su Orden que se le exonerase del cargo de general, para mejor entregarse al retiro y a la oración. Eligió para habitación un hueco de la escalera del convento, donde se ocupaba día y noche en altísima contemplación y ejercicios de penitencia, acreditando Dios su eminente santidad con los dones de profecía, discreción de espíritus, lágrimas y milagros.
Era feliz en su nuevo género de vida cuando en 1608 fue requerido para marchar en Agnone, en el reino de Nápoles, por ofrecerle a la Orden una iglesia y casa los padres de San Felipe Neri, a fin de que estableciese allí el nuevo Instituto. Expuesto el caso al nuevo general, le ordenó que fuera personalmente, lo que hizo al punto; pero apenas llegado a aquella tierra, presintiendo que su fin estaba próximo, pronunció estas palabras de la Escritura: "Aquí será mi descanso por los siglos". Y, en efecto, a los pocos días de su estancia en Agnone una fiebre altísima le obligó a guardar cama. En estas disposiciones escribió a los cardenales Gimnasio y Montalvo encargándoles encarecidamente la protección de su religión. Al traerle el viático se levantó del lecho para recibirlo de rodillas, y al punto entró en agonía. No cesaba de pronunciar los nombres de Jesús y de María. Sus últimas palabras fueron: "Vamos, vamos". Y como uno de los asistentes le preguntara adónde quería ir, contestó: "¡Al cielo, al cielo!". Eran las siete de la tarde del 4 de junio de 1608 cuando entregó su alma al Creador. Tenía cuarenta y cuatro años.
Su cuerpo, que desde el instante de expirar despedía una suave fragancia, fue expuesto por tres días a la veneración de los fieles, sin que durante los mismos, aun siendo riguroso verano, se notasen síntomas de descomposición. Más tarde, en 1629, fue transportado a la iglesia de Santa María la Mayor, de Nápoles, cuna de su Orden, donde se conserva. San Francisco Caracciolo fue beatificado por el papa Clemente XIV en 1769 y canonizado por Pío VII en 1807, quien mandó incluir su oficio en el breviario romano. Se le representa con una custodia en la mano, para resaltar la devoción que tuvo su Orden al Santísimo Sacramento.
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA