22 abr 2017

Santo Evangelio 22 de Abril 2017


Día litúrgico: Sábado de la octava de Pascua

Texto del Evangelio (Mc 16,9-15): Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación».


«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»
P. Jacques PHILIPPE 
(Cordes sur Ciel, Francia)


Hoy, confiando en Jesús resucitado, hemos de redescubrir el Evangelio como una “buena nueva”. El Evangelio no es una ley que nos oprime. Alguna vez hemos podido caer en la tentación de pensar que los que no son cristianos están más tranquilos que nosotros y hacen lo que quieren, mientras que nosotros tenemos que cumplir una lista de mandamientos. Es una visión de las cosas meramente superficial.

Personalmente, una de mis mayores preocupaciones es que el Evangelio se presente siempre como una buena nueva, una feliz noticia, que nos llene el corazón de alegría y consuelo. 

La enseñanza de Jesús es por supuesto exigente, pero Teresa del Niño Jesús nos ayuda a percibirla realmente como una buena nueva, puesto que para ella el Evangelio no es otra cosa que la revelación de la ternura de Dios, de la misericordia de Dios con cada uno de sus hijos, y señala las leyes de la vida que llevan a la felicidad. El centro de la vida cristiana es acoger con reconocimiento la ternura y la bondad de Dios —revelación de su amor misericordioso— y dejarse transformar por dicho amor. 

El itinerario espiritual tomado por santa Teresita, el “caminito”, es un auténtico camino de santidad, un camino con cabida para todos, hecho de tal manera que nadie puede desanimarse, ni los más humildes, ni los más pobres, ni los más pecadores. Teresa anticipa así el Concilio Vaticano II que afirma con seguridad que la santidad no es un camino excepcional, sino una llamada para todos los cristianos, de la que nadie debe ser excluido. Hasta el más vulnerable y miserable de los hombres puede responder a la llamada a la santidad.

Esta santidad consiste en un «camino de confianza y amor». Así, «el ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! (…). Tú, Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias» (Santa Teresa de Lisieux).

Jesucristo, muestra de la misericordia del Padre



Jesucristo, muestra de la misericordia del Padre

No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él.

Por: De los sermones de San Bernardo | Fuente: www.la-oracion.com 


Dios, nuestro Salvador; hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres. Demos gracias a Dios, pues por él abunda nuestro consuelo en esta nuestra peregrinación, en éste nuestro destierro, en ésta vida tan llena aún de miserias.

Antes de que apareciera la humanidad de nuestro Salvador, la misericordia de Dios estaba oculta; existía ya, sin duda, desde el principio, pues la misericordia del Señor es eterna, pero al hombre le era imposible conocer su magnitud. Ya había sido prometida, pero el mundo aún no la había experimentado y por eso eran muchos los que no creían en ella. Dios había hablado, ciertamente, de muchas maneras por ministerio de los profetas. Y había dicho: Sé muy bien lo que pienso hacer con ustedes: designios de paz y no de aflicción. Pero, con todo, ¿qué podía responder el hombre, que únicamente experimentaba la aflicción y no la paz? "¿Hasta cuándo - pensaba- irán anunciando: «Paz, paz», cuando no hay paz?" Por ello los mismos mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién ha dado fe a nuestra predicación? Pero ahora, en cambio, los hombres pueden creer, por lo menos, lo que ya contemplan sus ojos; ahora los testimonios de Dios se han hecho sobremanera dignos de fe, pues, para que este testimonio fuera visible, incluso a los que tienen la vista enferma, el Señor le ha puesto su tienda al sol.

Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida, sino enviada; no es retrasada, sino concedida; no es profetizada, sino realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo así como un saco lleno de misericordia; un saco, diría, que se romperá en la pasión, para que se derrame aquel precio de nuestro rescate, que él contiene; un saco que, si bien es pequeño, está totalmente lleno. En efecto, un niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda la plenitud de la divinidad. Esta plenitud de la divinidad se nos dio después que hubo llegado la plenitud de los tiempos. Vino en la carne para mostrarse a los que eran de carne y, de este modo, bajo los velos de la humanidad, fue conocida la misericordia divina; pues, cuando fue conocida la humanidad de Dios, ya no pudo quedar oculta su misericordia. ¿En qué podía manifestar mejor el Señor su amor a los hombres sino asumiendo nuestra propia carne? Pues fue precisamente nuestra carne la que asumió, y no aquella carne de Adán que antes de la culpa era inocente.

¿Qué cosa manifiesta tanto la misericordia de Dios como el hecho de haber asumido nuestra miseria? ¿Qué amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios, que por nosotros se ha hecho como la hierba débil del campo? Señor, ¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Que comprenda, pues, el hombre hasta qué punto Dios cuida de él; que reflexione sobre lo que Dios piensa y siente de él.

No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él. De lo que quiso sufrir por ti puedes concluir lo mucho que te estima; a través de su humanidad se te manifiesta el gran amor que tiene para contigo. Cuanto menor se hizo en su humanidad, tanto mayor se mostró en el amor que te tiene, cuanto más se abajó por nosotros, tanto más digno es de nuestro amor. Dios, nuestro Salvador -dice el Apóstol-, hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres. ¡Qué grande y qué manifiesta es esta misericordia y este amor de Dios a los hombres! Nos ha dado una grande prueba de su amor al querer que el nombre de Dios fuera añadido al título de hombre.


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21 abr 2017

Santo Evangelio 21 de Abril 2017


Día litúrgico: Viernes de la octava de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 21,1-14): En aquel tiempo, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: «Voy a pescar». Le contestan ellos: «También nosotros vamos contigo». Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. 

Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis pescado?». Le contestaron: «No». Él les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor». Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se puso el vestido —pues estaba desnudo— y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. 

Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: «Traed algunos de los peces que acabáis de pescar». Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Venid y comed». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres tú?», sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.


«Ésta fue la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos»
Rev. D. Joaquim MONRÓS i Guitart 
(Tarragona, España)



Hoy, Jesús por tercera vez se aparece a los discípulos desde que resucitó. Pedro ha regresado a su trabajo de pescador y los otros se animan a acompañarle. Es lógico que, si era pescador antes de seguir a Jesús, continúe siéndolo después; y todavía hay quien se extraña de que no se tenga que abandonar el propio trabajo, honrado, para seguir a Cristo.

¡Aquella noche no pescaron nada! Cuando al amanecer aparece Jesús, no le reconocen hasta que les pide algo para comer. Al decirle que no tienen nada, Él les indica dónde han de lanzar la red. A pesar de que los pescadores se las saben todas, y en este caso han estado bregando sin frutos, obedecen. «¡Oh poder de la obediencia! —El lago de Genesaret negaba sus peces a las redes de Pedro. Toda una noche en vano. —Ahora, obediente, volvió la red al agua y pescaron (...) una gran cantidad de peces. —Créeme: el milagro se repite cada día» (San Josemaría).

El evangelista hace notar que eran «ciento cincuenta y tres» peces grandes (cf. Jn 21,11) y, siendo tantos, no se rompieron las redes. Son detalles a tener en cuenta, ya que la Redención se ha hecho con obediencia responsable, en medio de las tareas corrientes.

Todos sabían «que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da» (Jn 21,12-13). Igual hizo con el pescado. Tanto el alimento espiritual, como también el alimento material, no faltarán si obedecemos. Lo enseña a sus seguidores más próximos y nos lo vuelve a decir a través de San Juan Pablo II: «Al comienzo del nuevo milenio, resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús (...) invitó al Apóstol a ‘remar mar adentro’: ‘Duc in altum’ (Lc 5, 4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo (...) y ‘recogieron una cantidad enorme de peces’ (Lc 5,6). Esta palabra resuena también hoy para nosotros».

Por la obediencia, como la de María, pedimos al Señor que siga otorgando frutos apostólicos a toda la Iglesia.

¿Qué relación hay entre Eucaristía y María Santísima? Libro



¿Qué relación hay entre Eucaristía y María Santísima?
Libro 

María fue el primer Sagrario en el que Cristo puso su morada, recibiendo de su madre la primera adoración como Hijo de Dios


Por: P. Antonio Rivero LC | Fuente: Catholic.net 



El padre capuchino llamado Miguel de Cosenza, en el Siglo XVII, llamó a María con el título “Nuestra Señora del Santísimo Sacramento”. Y dos siglos más tarde, San Julián Eymard, fundador de los Sacramentinos y apóstol de la eucaristía y de María, dejaba a sus hijos el título y la devoción a Nuestra Señora del Santísimo Sacramento.

¿Qué relación hay, pues, entre eucaristía y María Santísima? ¿Podemos en justicia llamar a María “Nuestra Señora del Santísimo Sacramento”?

María fue el primer Sagrario en el que Cristo puso su morada, recibiendo de su madre la primera adoración como Hijo de Dios que asume la naturaleza humana para redimir al hombre. Imaginémonos cómo trató a Jesús en su seno, qué diálogos de amor con ese Dios al que alimentaba y al mismo tiempo del que Ella misma se alimentaba día y noche. Imaginémonos la delicadeza para con ese Hijo, cuando iba y venía, trabajaba o cocinaba, o iba a la fuente. Pondría su mano sobre el vientre y sentiría moverse a ese hijo suyo que era también, y sobre todo, Hijo de Dios.

María durante esos nueve meses fue viviendo las virtudes teologales.

Vivía la fe. Creía profundamente que ese Hijo que crecía en sus entrañas era Dios Encarnado. Y ella le dio ese trozo de carne y su latido humano. Vivía la esperanza; esa esperanza en el Mesías prometido ya estaba por cumplirse y Ella era la portadora de esa esperanza hecha ya realidad. Vivía el amor; un amor hecho entrega a su Hijo. María entregaba su cuerpo a su Hijo y derramaba e infundía su sangre a su Hijo. Si no hay sangre derramada, el amor es incompleto. Sólo con sangre y sacrificio el amor se autentifica, se aquilata.

Cristo en la eucaristía es su Cuerpo que se entrega y es su Sangre que se derrama para alimento y salvación de todos los hombres. Pero, ¿quién dio a Jesús ese cuerpo humano y esa sangre humana? ¡María!

Por tanto, el mismo cuerpo que recibimos en la Comunión es la misma carne que le dio María para que Jesús se encarnara y se hiciese hombre. Gustemos, valoremos, disfrutemos en la Comunión no sólo el Cuerpo de Cristo sino ese cuerpo que María le dio. Por tanto, tiene todo el encanto, el sabor, la pureza del cuerpo de María. Pero bajo las apariencias del pan y vino. ¡Es la fe, nuestra fe, que ve más allá de ese pan!

María llevó toda su vida una vida eucaristizada, es decir, vivía en continua acción de gracias a Dios por haber sido elegida para ser la Madre de Dios, vivía intercediendo por nosotros, los hijos de Eva, que vivíamos en el exilio, esperando la venida del Mesías y la liberación verdadera. Y como dijo el papa en su encíclica sobre la eucaristía, María es mujer eucaristizada porque vivió la actitudes de toda eucaristía: es mujer de fe, es mujer sacrificada y su presencia reconforta. ¿No es la eucaristía misterio de fe, sacrificio y presencia?

Vivía en continuo sufrimiento, Getsemaní y Calvario. También Ella, como Jesús, fue triturada, como el grano de trigo y como la uva pisoteada, de donde brotará ese pan que se hará Cuerpo de Jesús que nos alimentará y ese mosto que será bebida de salvación.

La eucaristía que vivía María era misteriosa, espiritual, pero real. Su vida fue marcada por la entrega a su Hijo y a los hombres.

¿Por qué en algunos de las apariciones, María pide la comunión? Porque eucaristía y María están estrechamente unidas.

Por lo tanto, Cristo en la eucaristía es sacrificio, alimento, presencia, y María en la eucaristía experimenta:

El sacrificio de su Hijo una vez más, pues cada misa es vivir el Calvario, y María estuvo al pie del Calvario.

En la eucaristía María nos vuelve a dar a su Hijo para alimentarnos.

En la eucaristía, junto al Corazón de su Hijo, palpita el corazón de la Madre. Por tanto en cada misa experimentamos la presencia de Cristo y de María.

No es ciertamente la presencia de María en la eucaristía una presencia como la de Cristo, real, sustancial. Es más bien una presencia espiritual que sentimos en el alma. Es María quien nos ofrece el Cuerpo de su Hijo, pues en cada misa nace, muere y resucita su Hijo por la salvación de los hombres y la glorificación de su Padre.

Preguntas o comentarios al autor   P. Antonio Rivero LC.

20 abr 2017

Santo Evangelio 20 de Abril 2017


Día litúrgico: Jueves de la octava de Pascua

Texto del Evangelio (Lc 24,35-48): En aquel tiempo, los discípulos contaron lo que había pasado en el camino y cómo habían conocido a Jesús en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?». Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos. 

Después les dijo: «Éstas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: ‘Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí’». Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas».



«La paz con vosotros»
Rev. D. Joan Carles MONTSERRAT i Pulido 
(Cerdanyola del Vallès, Barcelona, España)



Hoy, Cristo resucitado saluda a los discípulos, nuevamente, con el deseo de la paz: «La paz con vosotros» (Lc 24,36). Así disipa los temores y presentimientos que los Apóstoles han acumulado durante los días de pasión y de soledad.

Él no es un fantasma, es totalmente real, pero, a veces, el miedo en nuestra vida va tomando cuerpo como si fuese la única realidad. En ocasiones es la falta de fe y de vida interior lo que va cambiando las cosas: el miedo pasa a ser la realidad y Cristo se desdibuja de nuestra vida. En cambio, la presencia de Cristo en la vida del cristiano aleja las dudas, ilumina nuestra existencia, especialmente los rincones que ninguna explicación humana puede esclarecer. San Gregorio Nacianceno nos exhorta: «Debiéramos avergonzarnos al prescindir del saludo de la paz, que el Señor nos dejó cuando iba a salir del mundo. La paz es un nombre y una cosa sabrosa, que sabemos proviene de Dios, según dice el Apóstol a los filipenses: ‘La paz de Dios’; y que es de Dios lo muestra también cuando dice a los efesios: ‘Él es nuestra paz’».

La resurrección de Cristo es lo que da sentido a todas las vicisitudes y sentimientos, lo que nos ayuda a recobrar la calma y a serenarnos en las tinieblas de nuestra vida. Las otras pequeñas luces que encontramos en la vida sólo tienen sentido en esta Luz.

«Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí...»: nuevamente les «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,44-45), como ya lo había hecho con los discípulos de Emaús. También quiere el Señor abrirnos a nosotros el sentido de las Escrituras para nuestra vida; desea transformar nuestro pobre corazón en un corazón que sea también ardiente, como el suyo: con la explicación de la Escritura y la fracción del Pan, la Eucaristía. En otras palabras: la tarea del cristiano es ir viendo cómo su historia Él la quiere convertir en historia de salvación.

Jesús resucitó, está partiendo el pan para ti



Jesús resucitó, está partiendo el pan para ti

Junto a nosotros, es El, que camina en nuestro mismo camino y siempre junto a nosotros. 

Por: Ma Esther de Ariño | Fuente: Catholic.net 

Por el camino de Emaús dos de los seguidores de Cristo regresan a su pueblo. Emaús es una pequeña aldea de Judea, dista unos once o doce kilómetros de Jerusalén. Está atardeciendo. Van llenos de amargura y decepción. Saben que Cristo, el Maestro ha muerto. Han oído algo que han dicho unas mujeres de su Comunidad pero no quieren prestar oídos; piensan: si hubiera resucitado lo hubiéramos visto.

María Magdalena con su amor vivo y esperanzado lo ha visto ya, ellos tendrán que "calentar el corazón" como nos dice San Lucas.

Mientras ellos van conversando de todo lo sucedido, un caminante se les ha unido y les va hablando con voz cálida y persuasiva: -" Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas ¿no era preciso que Cristo padeciera eso y entrara así en la gloria?. Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó todo lo que había sobre él en todas las escrituras" ( Lucas 24, 25-27).

Lo oían y estaban embelesados pero no lo reconocían. Como nos dice Evely: -" Jesús no se impone, aunque se proponga siempre así mismo. El nos deja libres. ¡Nada resulta tan fácil como obrar cual si no lo hubiésemos encontrado, como si no lo hubiésemos oído, como si no lo hubiésemos reconocido!". No queremos saber que camina en nuestro mismo camino y siempre junto a nosotros. No vaya a se que sus palabras y su mirada nos haga sus prisioneros.

Pero hay veces que es una enfermedad, un accidente, una pena, un momento especial en nuestras vidas que hacen que lo veamos, que la venda caiga de nuestros ojos, y ahí está, frente a nosotros, junto a nosotros, es El, "sus manos están partiendo el pan" y la gracia se hace viva en nuestros corazones.

Y los apóstoles que están cenando con el caminante, al reconocerlo se levantan, corren y regresan a Jerusalén. No guardan para sí su alegría, tienen que comunicarla y repartirla. Así nosotros, si el compañero de nuestro diario vivir es Jesús, no podemos esconder ni guardar para nosotros solos esa gran verdad, hemos de proclamarla para que todos los hombres estemos conscientes de esa maravillosa compañía.

El sabe lo testarudos que somos lo difícil que le es al hombre creer en lo que no ve. Más aún, en lo que no palpa. Y cuando se vuelve a aparecer al resto de los apóstoles adivina sus pensamientos y les dice:- " ¿ Por qué os turbáis y por qué sube a vuestro corazón esos pensamientos?. Ved mis manos y mis pies. Si soy yo. Palpadme y ved, los espíritus no tienen carne y huesos como veis que tengo yo" ( Lc, 24, 38-43).Y les va mostrando sus manos donde están sus heridas aún abiertas. Abre su túnica y ven su carne rota por larga y profunda herida, allí donde late el corazón. No hay misterios ni fantasías. Es El, y con una sonrisa tierna les dice:-" ¿Tenéis algo de comer?.

Tomás no estaba con ellos en ese grandioso momento. Sobre esto Evely nos comenta:-" Tomás es un auténtico hombre moderno, un existencialista que no cree mas que en lo que toca, un hombre que vive sin ilusiones, un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero que no se atreve a creer en el bien. Para él lo peor es siempre lo más seguro". Y cuando Jesús le dice:-" Tomás trae tu dedo y mételo en las llagas de mis manos, trae tu mano y métela en mi costado"(Jn 2O,27). Tomás toca, palpa y deslumbrado y aplastado, cae de rodillas y dice :-" Señor mío y Dios mío". Y Jesús responde ante esta bellísima oración:-" Tomás porque has visto has creído, dichosos los que han creído sin ver".

No nos empeñemos en "tocar y ver". Amémosle, que es mucho más sólido nuestro amor que nuestras manos. La humildad y profundidad de nuestra fe hará que haya una llama ardiente en nuestro corazón porque sabemos, porque creemos que Cristo es el compañero fiel en todo los instante de nuestra vida.


Preguntas o comentarios al autor  Ma. Esther de Ariño

19 abr 2017

Santo Evangelio 19 de Abril 2017


Día litúrgico: Miércoles de la octava de Pascua

Texto del Evangelio (Lc 24,13-35): Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. 

Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?». Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?». Él les dijo: «¿Qué cosas?». Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que Él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a Él no le vieron». Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras. 

Al acercarse al pueblo a donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. 

Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero Él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.


«¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
P. Luis PERALTA Hidalgo SDB 
(Lisboa, Portugal)



Hoy el Evangelio nos asegura que Jesús está vivo y continúa siendo el centro sobre el cual se construye la comunidad de los discípulos. Es precisamente en este contexto eclesial —en el encuentro comunitario, en el diálogo con los hermanos que comparten la misma fe, en la escucha comunitaria de la Palabra de Dios, en el amor compartido en gestos de fraternidad y de servicio— que los discípulos pueden realizar la experiencia del encuentro con Jesús resucitado. 

Los discípulos cargados de tristes pensamientos, no imaginaban que aquel desconocido fuese precisamente su Maestro, ya resucitado. Pero sentían «arder» su corazón (cf. Lc 24,32), cuando Él les hablaba, «explicando» las Escrituras. La luz de la Palabra disipaba la dureza de su corazón y «sus ojos se abrieron» (Lc 24, 31).

El icono de los discípulos de Emaús nos sirve para guiar el largo camino de nuestras dudas, inquietudes y a veces amargas desilusiones. El divino Viajante sigue siendo nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro se vuelve pleno, la luz de la Palabra sigue a la luz que brota del «Pan de vida», por el cual Cristo cumple de modo supremo su promesa de «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

El Papa Benedicto XVI explica que «el anuncio de la Resurrección del Señor ilumina las zonas oscuras del mundo en el que vivimos».

Una Hora Santa de oración, luz en la vida


Una Hora Santa de oración, luz en la vida

Como el sol es la fuente natural de toda energía, el Santísimo Sacramento es la fuente sobrenatural de toda gracia y amor. 

Por: Rev. Martín Lucía | Fuente: Catholic.net 


Unos meses antes de su muerte el Obispo Fulton J. Sheen fue entrevistado por la televisión nacional: "Obispo Sheen, usted inspiró a millones de personas en todo el mundo. ¿Quien lo inspiró a usted? ¿Fue acaso un Papa?".

El Obispo Sheen respondió que su mayor inspiración no fue un Papa, ni un Cardenal, u otro Obispo, y ni siquiera fue un sacerdote o monja. Fue una niña china de once años de edad.

Explicó que cuando los comunistas se apoderaron de China, encarcelaron a un sacerdote en su propia rectoría cerca de la Iglesia. El sacerdote observó aterrado desde su ventana como los guardias penetraron en la iglesia y se dirigieron al santuario. Llenos de odio profanaron el tabernáculo, tomaron el copón y lo tiraron al suelo, esparciendo las Hostias Consagradas. Eran tiempos de persecución y el sacerdote sabía exactamente cuantas Hostias contenía el copón: Treinta y dos.

Cuando los guardias se retiraron, tal vez no se dieron cuenta, o no prestaron atención a una niñita que rezaba en la parte de atrás de la iglesia, la cual vió todo lo sucedido. Esa noche la pequeña regresó y, evadiendo la guardia apostada en la rectoría, entró en la iglesia. Allí hizo una Hora Santa de oración, un acto de amor para reparar el acto de odio.

Después de su hora santa, se adentró al santuario, se arrodilló, e inclinándose hacia delante, con su lengua recibió a Jesús en la Sagrada Comunión. (en aquel tiempo no se permitía a los laicos tocar la Eucaristía con sus manos).

La pequeña continuó regresando cada noche, haciendo su Hora Santa y recibiendo a Jesús Eucarístico en su lengua. En la trigésima segunda noche, después de haber consumido la última Hostia, accidentalmente hizo un ruido que despertó al guardia. Este corrió detrás de ella, la agarró, y la golpeó hasta matarla con la culata de su rifle.

Este acto de martirio heróico fue presenciado por el sacerdote mientras, sumamente abatido, miraba desde la ventana de su cuarto convertido en celda.

Cuando el Obispo Sheen escuchó el relato, se inspiró en tal grado que prometió a Dios que haría una Hora Santa de oración frente a Jesús
Sacramentado todos los días, por el resto de su vida. Si aquella pequeñita pudo dar testimonio con su vida de la Real y hermosa Presencia de su Salvador en el Santísimo Sacramento, entonces el obispo se veía obligado a lo mismo. Su único deseo desde entonces sería, atraer el mundo al Corazón Ardiente de Jesús en el Santísimo Sacramento.

La pequeña le enseñó al Obispo el verdadero valor y celo que se debe tener por la Eucaristía; como la fe puede sobreponerse a todo miedo y comoUna Hora Santa de oración, luz en la vida

Como el sol es la fuente natural de toda energía, el Santísimo Sacramento es la fuente sobrenatural de toda gracia y amor. 

Por: Rev. Martín Lucía | Fuente: Catholic.net 


Unos meses antes de su muerte el Obispo Fulton J. Sheen fue entrevistado por la televisión nacional: "Obispo Sheen, usted inspiró a millones de personas en todo el mundo. ¿Quien lo inspiró a usted? ¿Fue acaso un Papa?".

El Obispo Sheen respondió que su mayor inspiración no fue un Papa, ni un Cardenal, u otro Obispo, y ni siquiera fue un sacerdote o monja. Fue una niña china de once años de edad.

Explicó que cuando los comunistas se apoderaron de China, encarcelaron a un sacerdote en su propia rectoría cerca de la Iglesia. El sacerdote observó aterrado desde su ventana como los guardias penetraron en la iglesia y se dirigieron al santuario. Llenos de odio profanaron el tabernáculo, tomaron el copón y lo tiraron al suelo, esparciendo las Hostias Consagradas. Eran tiempos de persecución y el sacerdote sabía exactamente cuantas Hostias contenía el copón: Treinta y dos.

Cuando los guardias se retiraron, tal vez no se dieron cuenta, o no prestaron atención a una niñita que rezaba en la parte de atrás de la iglesia, la cual vió todo lo sucedido. Esa noche la pequeña regresó y, evadiendo la guardia apostada en la rectoría, entró en la iglesia. Allí hizo una Hora Santa de oración, un acto de amor para reparar el acto de odio.

Después de su hora santa, se adentró al santuario, se arrodilló, e inclinándose hacia delante, con su lengua recibió a Jesús en la Sagrada Comunión. (en aquel tiempo no se permitía a los laicos tocar la Eucaristía con sus manos).

La pequeña continuó regresando cada noche, haciendo su Hora Santa y recibiendo a Jesús Eucarístico en su lengua. En la trigésima segunda noche, después de haber consumido la última Hostia, accidentalmente hizo un ruido que despertó al guardia. Este corrió detrás de ella, la agarró, y la golpeó hasta matarla con la culata de su rifle.

Este acto de martirio heróico fue presenciado por el sacerdote mientras, sumamente abatido, miraba desde la ventana de su cuarto convertido en celda.

Cuando el Obispo Sheen escuchó el relato, se inspiró en tal grado que prometió a Dios que haría una Hora Santa de oración frente a Jesús
Sacramentado todos los días, por el resto de su vida. Si aquella pequeñita pudo dar testimonio con su vida de la Real y hermosa Presencia de su Salvador en el Santísimo Sacramento, entonces el obispo se veía obligado a lo mismo. Su único deseo desde entonces sería, atraer el mundo al Corazón Ardiente de Jesús en el Santísimo Sacramento.

La pequeña le enseñó al Obispo el verdadero valor y celo que se debe tener por la Eucaristía; como la fe puede sobreponerse a todo miedo y como el verdadero amor a Jesús en la Eucaristía debe trascender a la vida misma.

Lo que se esconde en la Hostia Sagrada es la gloria de Su Amor. Todo lo creado es un reflejo de la realidad suprema que es Jesucristo. El sol en el cielo es tan solo un símbolo del hijo de Dios en el Santísimo Sacramento.

Por eso es que muchas custodias imitan los rayos de sol. Como el sol es la fuente natural de toda energía, el Santísimo Sacramento es la fuente sobrenatural de toda gracia y amor.

JESÚS es el Santísimo Sacramento, la Luz del mundo. el verdadero amor a Jesús en la Eucaristía debe trascender a la vida misma.

Lo que se esconde en la Hostia Sagrada es la gloria de Su Amor. Todo lo creado es un reflejo de la realidad suprema que es Jesucristo. El sol en el cielo es tan solo un símbolo del hijo de Dios en el Santísimo Sacramento.

Por eso es que muchas custodias imitan los rayos de sol. Como el sol es la fuente natural de toda energía, el Santísimo Sacramento es la fuente sobrenatural de toda gracia y amor.

JESÚS es el Santísimo Sacramento, la Luz del mundo.

¡MÁS FUERTE, QUE LA MUERTE!



¡MÁS FUERTE, QUE LA MUERTE!

Por Javier Leoz

“Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo ¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?” Lo hemos cantado y expresado en el Pregón Pascual.

1. ¡Ha resucitado el Señor! ¡Felicidades, hermanos! Dios, que es más fuerte que la muerte, no solamente se la sacudido de encima sino que, además, por Cristo nosotros correremos la misma suerte. Nos aguarda ese festivo horizonte: ¡LA VIDA!

Ya no existen, aunque la tierra nos haga llorar, para el pesimismo o la angustia. Lo humano y lo divino se han unido de tal forma que, un día cuando Dios lo quiera, definitivamente nos uniremos en un abrazo divino y eterno, festivo y resucitado. ¡Aleluya, hermanos!

¿Quién de los que estamos en esta celebración no hemos disfrutado cuando hemos estrenado un traje o una joya? En esta noche, hermanos y amigos todos, estrenamos una nueva etapa, una nueva vida: la vida de Cristo que, por cierto, es también nuestra. Aquel que, en la cruz, se dio totalmente…vuelve a la vida y sigue dándose pero ahora en rayos de luz y de pascua definitiva.

Ojala que, cada vez que contemplemos este cirio que en esta noche hemos prendido para socavar la oscuridad y las tinieblas, el pecado o nuestras dudas, veamos la luz de un Cristo que sale a nuestro encuentro, que va por delante enseñándonos el sendero de la alegría, recordándonos que estamos llamados a una resurrección gloriosa. ¡Felicidades, por todo ello, hermanos!

2.- Porque estamos de estreno, felicitamos también a Cristo. En El están puestas nuestras esperanzas y nuestras metas. En El, Cristo, están los cimientos de nuestra fe. Nuestra fe, y no lo olvidemos nunca, no es un edificio sobre un Jesús que murió. En esta noche celebramos el sepulcro vacío. Dios, como a las santas mujeres, nos da una mirada de fe: miramos y no vemos nada. Volvemos a mirar y concluimos que Cristo ha cumplido lo que nos prometía: ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!

Que sintamos un fuerte impacto pascual y visual. Que, nuestro encuentro con Jesús, nos lleve a una vida más plena, con más verdad y con más dicha. La Pascua no nos puede dejar igual que cuando comenzamos la santa cuaresma. Ahora, desde la experiencia del Resucitado, nos sentimos más testigos, más valientes, más decididos a dar la batalla y la cara por El. Ahora, con toda la Iglesia, nos estremecemos y nos entusiasmamos: ¡Sentimos a Cristo vivo, presente, activo en nuestra existencia! ¡Felicidades también a ti, Santa Madre Iglesia!

3. - Que sigamos anunciando, al fin y al cabo esa es nuestra misión, la vida del Resucitado. Que no dejemos de lado ni una sola de esas páginas que hacen grande la historia (veraz y en carne viva) de Jesucristo muerto y resucitado. Pongamos y nos comprometamos ante el altar en esta noche la palabra y nuestro sentimiento. No nos dejemos solamente llevar por la emoción: Dios quiere, además de corazones motivados, las manos y los pies dispuestos a ponerse en el camino que anuncie su Reino de salvación. ¡Felicidades, hermanos, por ser testigos de todo ello!

4.- Hoy, en esta noche, estamos de suerte. ¡Nos ha tocado la lotería divina! ¡Nos ha tocado la vida de Cristo! Que llevemos, esta noticia, a cuantos nos rodean. Que contagiemos nuestra ilusión de ser cristianos, católicos, seguidores de Cristo allá donde nos toque estar. Que la Virgen María, que permaneció fiel al pie de la cruz, nos ayude ahora a ser portadores de esta gran noticia: ¡CRISTO HA RESUCITADO! ¡ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA!

18 abr 2017

Santo Evangelio 18 de Abril 2017



Día litúrgico: Martes de la octava de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 20,11-18): En aquel tiempo, estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto». Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní», que quiere decir “Maestro”». Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’». Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.


«Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor»
+ Rev. D. Antoni ORIOL i Tataret 
(Vic, Barcelona, España)



Hoy, en la figura de María Magdalena, podemos contemplar dos niveles de aceptación de nuestro Salvador: imperfecto, el primero; completo, el segundo. Desde el primero, María se nos muestra como una sincerísima discípula de Jesús. Ella lo sigue, maestro incomparable; le es heroicamente adherente, crucificado por amor; lo busca, más allá de la muerte, sepultado y desaparecido. ¡Cuán impregnadas de admirable entrega a su “Señor” son las dos exclamaciones que nos conservó, como perlas incomparables, el evangelista Juan: «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto» (Jn 20,13); «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré»! (Jn 20,15). Pocos discípulos ha contemplado la historia, tan afectos y leales como la Magdalena. 

No obstante, la buena noticia de hoy, de este martes de la octava de Pascua, supera infinitamente toda bondad ética y toda fe religiosa en un Jesús admirable, pero, en último término, muerto; y nos traslada al ámbito de la fe en el Resucitado. Aquel Jesús que, en un primer momento, dejándola en el nivel de la fe imperfecta, se dirige a la Magdalena preguntándole: «Mujer, ¿por qué lloras?» (Jn 20,15) y a la cual ella, con ojos miopes, responde como corresponde a un hortelano que se interesa por su desazón; aquel Jesús, ahora, en un segundo momento, definitivo, la interpela con su nombre: «¡María!» y la conmociona hasta el punto de estremecerla de resurrección y de vida, es decir, de Él mismo, el Resucitado, el Viviente por siempre. ¿Resultado? Magdalena creyente y Magdalena apóstol: «Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor» (Jn 20,18).

Hoy no es infrecuente el caso de cristianos que no ven claro el más allá de esta vida y, pues, que dudan de la resurrección de Jesús. ¿Me cuento entre ellos? De modo semejante son numerosos los cristianos que tienen suficiente fe como para seguirle privadamente, pero que temen proclamarlo apostólicamente. ¿Formo parte de ese grupo? Si fuera así, como María Magdalena, digámosle: —¡Maestro!, abracémonos a sus pies y vayamos a encontrar a nuestros hermanos para decirles: —El Señor ha resucitado y le he visto.

Cristo resucitado está vivo entre nosotros



Cristo resucitado está vivo entre nosotros

¡Hombres y mujeres de buena voluntad! ¡Cristo ha resucitado! ¡Paz a vosotros!

Por: SS Benedicto XVI | Fuente: Catholic.net 


Hermanos y hermanas del mundo entero,
¡hombres y mujeres de buena voluntad!
¡Cristo ha resucitado! ¡Paz a vosotros! Se celebra hoy el gran misterio, fundamento de la fe y de la esperanza cristiana: Jesús de Nazaret, el Crucificado, ha resucitado de entre los muertos al tercer día, según las Escrituras. El anuncio dado por los ángeles, al alba del primer día después del sábado, a Maria la Magdalena y a las mujeres que fueron al sepulcro, lo escuchamos hoy con renovada emoción: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado!" (Lc 24,5-6).

No es difícil imaginar cuales serían, en aquel momento, los sentimientos de estas mujeres: sentimientos de tristeza y desaliento por la muerte de su Señor, sentimientos de incredulidad y estupor ante un hecho demasiado sorprendente para ser verdadero. Sin embargo, la tumba estaba abierta y vacía: ya no estaba el cuerpo. Pedro y Juan, avisados por las mujeres, corrieron al sepulcro y verificaron que ellas tenían razón. La fe de los Apóstoles en Jesús, el Mesías esperado, había sufrido una dura prueba por el escándalo de la cruz. Durante su detención, condena y muerte se habían dispersado, y ahora se encontraban juntos, perplejos y desorientados. Pero el mismo Resucitado se hizo presente ante su sed incrédula de certezas. No fue un sueño, ni ilusión o imaginación subjetiva aquel encuentro; fue una experiencia verdadera, aunque inesperada y justo por esto particularmente conmovedora. "Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»" (Jn 20,19).

Ante aquellas palabras, se reavivó la fe casi apagada en sus ánimos. Los Apóstoles lo contaron a Tomás, ausente en aquel primer encuentro extraordinario: ¡Sí, el Señor ha cumplido cuanto había anunciado; ha resucitado realmente y nosotros lo hemos visto y tocado! Tomás, sin embargo, permaneció dudoso y perplejo. Cuando, ocho días después, Jesús vino por segunda vez al Cenáculo le dijo: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente!". La respuesta del apóstol es una conmovedora profesión de fe: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,27-28).

"¡Señor mío y Dios mío!". Renovemos también nosotros la profesión de fe de Tomás. Como felicitación pascual, este año, he elegido justamente sus palabras, porque la humanidad actual espera de los cristianos un testimonio renovado de la resurrección de Cristo; necesita encontrarlo y poder conocerlo como verdadero Dios y verdadero Hombre. Si en este Apóstol podemos encontrar las dudas y las incertidumbres de muchos cristianos de hoy, los miedos y las desilusiones de innumerables contemporáneos nuestros, con él podemos redescubrir también con renovada convicción la fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros. Esta fe, transmitida a lo largo de los siglos por los sucesores de los Apóstoles, continúa, porque el Señor resucitado ya no muere más. Él vive en la Iglesia y la guía firmemente hacia el cumplimiento de su designio eterno de salvación.

Cada uno de nosotros puede ser tentado por la incredulidad de Tomás. El dolor, el mal, las injusticias, la muerte, especialmente cuando afectan a los inocentes - por ejemplo, los niños víctimas de la guerra y del terrorismo, de las enfermedades y del hambre-, ¿no someten quizás nuestra fe a dura prueba? No obstante, justo en estos casos, la incredulidad de Tomás nos resulta paradójicamente útil y preciosa, porque nos ayuda a purificar toda concepción falsa de Dios y nos lleva a descubrir su rostro auténtico: el rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado con las llagas de la humanidad herida. Tomás ha recibido del Señor y, a su vez, ha transmitido a la Iglesia el don de una fe probada por la pasión y muerte de Jesús, y confirmada por el encuentro con Él resucitado. Una fe que estaba casi muerta y ha renacido gracias al contacto con las llagas de Cristo, con las heridas que el Resucitado no ha escondido, sino que ha mostrado y sigue indicándonos en las penas y los sufrimientos de cada ser humano.

"Sus heridas os han curado" (1 P 2,24), éste es el anuncio que Pedro dirigió a los primeros convertidos. Aquellas llagas, que en un primer momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos del aparente fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el encuentro con el Resucitado, pruebas de un amor victorioso. Estas llagas que Cristo ha contraído por nuestro amor nos ayudan a entender quién es Dios y a repetir también: "Señor mío y Dios mío". Sólo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el dolor inocente, es digno de fe.


Queridos hermanos y hermanas: a través de las llagas de Cristo resucitado podemos ver con ojos de esperanza estos males que afligen a la humanidad. En efecto, resucitando, el Señor no ha quitado el sufrimiento y el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con la superabundancia de su gracia. A la prepotencia del Mal ha opuesto la omnipotencia de su Amor. Como vía para la paz y la alegría nos ha dejado el Amor que no teme a la Muerte. "Que os améis unos a otros - dijo a los Apóstoles antes de morir – como yo os he amado" (Jn 13,34).

¡Hermanos y hermanas en la fe, que me escucháis desde todas partes de la tierra! Cristo resucitado está vivo entre nosotros, Él es la esperanza de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!", resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora del Señor: "El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará" (Jn 12,26). Y también nosotros, unidos a Él, dispuestos a dar la vida por nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3,16, nos convertimos en apóstoles de paz, mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la Resurrección. Que María, Madre de Cristo resucitado, nos obtenga este don pascual.


Mensaje de Pascua que pronunció Benedicto XVI a mediodía del Domingo de Resurrección. 8 abril 2007

17 abr 2017

Santo Evangelio 17 de Abril 2017


Día litúrgico: Lunes de la octava de Pascua

Texto del Evangelio (Mt 28,8-15): En aquel tiempo, las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!». Y ellas se acercaron a Él, y abrazándole sus pies, le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». 

Mientras ellas iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado. Estos, reunidos con los ancianos, celebraron consejo y dieron una buena suma de dinero a los soldados, advirtiéndoles: «Decid: ‘Sus discípulos vinieron de noche y le robaron mientras nosotros dormíamos’. Y si la cosa llega a oídos del procurador, nosotros le convenceremos y os evitaremos complicaciones». Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones recibidas. Y se corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy.


«Las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos»
Rev. D. Joan COSTA i Bou 
(Barcelona, España)



Hoy, la alegría de la resurrección hace de las mujeres que habían ido al sepulcro mensajeras valientes de Cristo. «Una gran alegría» sienten en sus corazones por el anuncio del ángel sobre la resurrección del Maestro. Y salen “corriendo” del sepulcro para anunciarlo a los Apóstoles. No pueden quedar inactivas y sus corazones explotarían si no lo comunican a todos los discípulos. Resuenan en nuestras almas las palabras de Pablo: «La caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14). 

Jesús se hace el “encontradizo”: lo hace con María Magdalena y la otra María —así agradece y paga Cristo su osadía de buscarlo de buena mañana—, y lo hace también con todos los hombres y mujeres del mundo. Y más todavía, por su encarnación, se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. 

Las reacciones de las mujeres ante la presencia del Señor expresan las actitudes más profundas del ser humano ante Aquel que es nuestro Creador y Redentor: la sumisión —«se asieron a sus pies» (Mt 28,9)— y la adoración. ¡Qué gran lección para aprender a estar también ante Cristo Eucaristía! 

«No tengáis miedo» (Mt 28,10), dice Jesús a las santas mujeres. ¿Miedo del Señor? Nunca, ¡si es el Amor de los amores! ¿Temor de perderlo? Sí, porque conocemos la propia debilidad. Por esto nos agarramos bien fuerte a sus pies. Como los Apóstoles en el mar embravecido y los discípulos de Emaús le pedimos: ¡Señor, no nos dejes!

Y el Maestro envía a las mujeres a notificar la buena nueva a los discípulos. Ésta es también tarea nuestra, y misión divina desde el día de nuestro bautizo: anunciar a Cristo por todo el mundo, «a fin que todo el mundo pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad (...) contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella» (San Juan Pablo II).

El Amor, más fuerte que la muerte



EL AMOR, MÁS FUERTE QUE LA MUERTE


 Era todavía de noche y todo estaba a oscuras. Era muy de madrugada cuando María Magdalena, empujada por su amor a Jesús sale hacia el sepulcro, junto con las otras mujeres, que como ella estaban ansiosas de ultimar el sepelio del cuerpo del Señor, de rendirle el último servicio. La muerte no les arredra porque el amor es más fuerte. El cariño, en efecto, pervive aún después de la muerte del ser querido. El amor intuye que el ser amado sigue presente de alguna forma, cercano y entrañable como siempre, e incluso más aún.

El hombre, a pesar de su condición humana, que a menudo se niega a creer en el más allá, en la existencia de otra vida diversa de ésta, a pesar de su "si no lo veo no lo creo", tiene como un misterioso sentido que le hace intuir que no todo termina con la muerte, y que en un sepulcro, donde sólo hay restos mortales, existe algo de ese ser querido que merece todavía el cariño y el recuerdo que encierran unas flores, una oración o simplemente una lámpara encendida.

Por eso las mujeres caminaban presurosas al rayar el alba, deseosas de honrar después de la muerte a quien tanto habían amado cuando estaba vivo. Por otra parte reflejaban con su conducta ese culto a los difuntos, tan arraigado en el judaísmo, y en las demás religiones. Es un fenómeno que indica la clara conciencia que tienen los hombres de una vida, la que sea, después de la muerte.

De hecho, la resurrección de Jesucristo es una confirmación de esa verdad sobre la vida eterna. Es este un motivo de esperanza y de gozo para cuantos estamos destinados a morir, viendo cómo la muerte nos ronda, o nos roza incluso con su fría y terrible guadaña. También es, sin duda, un motivo de gran consuelo el saber que nuestros seres queridos, esos que atravesaron el muro de la tumba, siguen vivos en alguna parte, capaces de seguir queriéndonos y de protegernos, necesitados quizá de nuestra ayuda, esa que le podemos prestar con una oración, con la aplicación de una Misa, con la entrega de una limosna, o de cualquier otra buena acción.

Por eso para un cristiano no tiene sentido la tristeza ante la muerte, no se entiende el miedo y la angustia. Hoy, fiesta de la Pascua, cuando celebramos la Resurrección de Jesucristo, el corazón debe llenársenos de esperanza, de ánimo y de buenos deseos, de ganas de vivir de tal forma que no nos importe morir. Vivir con esa fe es dar contenido y valor a toda nuestra existencia, infundir optimismo y esperanza permanente.

El padre Raniero Cantalamessa acudió a uno de los Cristos más célebres de Dalí para explicar la esperanza que nos trae la Cruz.


Sermón del Viernes Santo en San Pedro tras la lectura de la Pasión

Cantalamessa acude a Dalí para proclamar la Cruz como única esperanza de nuestra sociedad «líquida»

El padre Raniero Cantalamessa acudió a uno de los Cristos más célebres de Dalí para explicar la esperanza que nos trae la Cruz.

Cantalamessa acude a Dalí para proclamar la Cruz como única esperanza de nuestra sociedad «líquida»

El Papa presidió la celebración de la Pasión del Señor en la basílica de San Pedro en el Vaticano, a la que siguió la adoración de la Cruz y la comunión eucarística sin misa, según prescriben las normas litúrgicas de la Semana Santa.

Antes de que fuese cantada la Pasión según San Juan, Francisco se postró en el suelo en oración durante unos minutos, en un gesto que implora el perdón de los pecados y va a tono con el color púrpura de los ornamentos del día y la desnudez ornamental y escasa luz que caracteriza los templos desde el Jueves Santo hasta la Vigilia Pascual.


Foto: Daniel Ibáñez (ACI Prensa).

La adoración de la Cruz fue precedida por una triple aclamación:  “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!”.

Pero antes de eso, el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, fue el encargado de hacer una reflexión de Viernes Santo a todos los presentes, que versó precisamente sobre La Cruz, única esperanza del mundo.

El religioso capuchino comenzó recordando las recientes muertes por armas químicas en Siria y los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto el Domingo de Ramos, y preguntándose por qué hoy seguimos ocupándonos de una muerte, la de Jesucristo, acaecida hace dos mil años: "El motivo es que su muerte ha cambiado el sentido mismo de la muerte", explicó, en lo que sería el centro de sus palabras.

En efecto, en virtud de la Resurrección, "existe ya, dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no sólo metafóricamente, sino realmente. Si, en efecto, Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resucitado de la muerte; él vive, como todo el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta de antes, real, aunque mística". Pues "Cristo, al subir al cielo, no ha abandonado la tierra, como, al encarnarse, no había abandonado la Trinidad". Ése es el fundamento de lo que Cantalamessa calificó como "irreductible optimismo cristiano".

Luego el padre Cantalamessa centró sus pensamientos en la Cruz, evocando el escudo y lema cartujos: Stat crux dum volvitur orbis: está inmóvil la cruz, entre las evoluciones del mundo.


"¿Qué representa la cruz, para que sea este punto fijo, este árbol maestro entre la agitación del mundo? Ella es el 'No' definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos 'el mal'; y, al mismo tiempo, es el 'Sí', igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. 'No' al pecado, 'Sí' al pecador", explicó Cantalamessa: "La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su dignidad a pesar de todos sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la 'envidia del demonio'".

Por tanto, "la cruz no 'está contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la historia humana... La cruz es la proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa sobre sí mismo; no de quien hace sufrir, sino de quien sufre".

Al analizar a continuación la situación actual del mundo, Cantalamessa señaló que "hoy hay algo nuevo. La idea de transición no basta ya para describir la realidad en curso. A la idea de mutación se debe agregar la de aplastamiento. Vivimos, se ha escrito, en una sociedad 'líquida'; ya no hay puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante".

"Incluso la distinción entre los sexos", añadió, en una referencia añadida que no figuraba en el texto original que leyó y evidentemente referida a la ideología de género.

Y, como consecuencia, "se ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como efecto de la muerte de Dios": la muerte del hombre.

Para explicar esa sociedad "líquida" y la esperanza que en ella representa la Cruz de Cristo, el predicador de la Casa Pontificia acudió a uno de los más célebres cuadros de Salvador Dalí (1904-1989), el Cristo de San Juan de la Cruz, pintado en 1951.


"Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó un crucificado que parece una profecía de esta situación", sugirió: "Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto desde arriba, con la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no existe la tierra firme, sino el agua. El crucifijo no está suspendido entre cielo y tierra, sino entre el cielo y el elemento líquido del mundo. Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la nube atómica), contiene, sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida como la nuestra! Hay esperanza, porque encima de ella 'está la cruz de Cristo. Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: O crux, ave spes única, Salve, oh cruz, esperanza única del mundo".

Pero no se trata de analizar sin más la sociedad en que vivimos, pues "Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las personas", y "el corazón de tinieblas no es solamente el de algún malvado escondido en el fondo de la jungla, y tampoco el de la nación y el de la sociedad que lo ha producido", sino que "en distinta medida está dentro de cada uno de nosotros".

"La Biblia lo llama el corazón de piedra" y es "el corazón cerrado a la voluntad de Dios y al sufrimiento de los hermanos". Así que "lo que debe suceder en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo" es romper ese corazón de piedra porque "el corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como 'el Sagrado Corazón'" que, al recibir la Eucaristía, "viene a latir también dentro de nosotros". En consecuencia, concluyó, "al mirar la Cruz digamos desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: '¡Oh, Dios! ¡Ten piedad de mí, pecador!'".

Texto completo de la predicación del padre Cantalamessa:
LA CRUZ, ÚNICA ESPERANZA DEL MUNDO
Acabamos de escuchar el relato de la Pasión de Cristo. Nada más que la crónica de una muerte violenta. Nunca faltan noticias de muertos asesinados en nuestros noticiarios. Incluso en estos últimos días ha habido algunas, como la de los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto. ¿Por qué, entonces, después de 2000 años, el mundo recuerda todavía la muerte de Jesús de Nazaret como si hubiera pasado ayer? El motivo es que su muerte ha cambiado el sentido mismo de la muerte. Reflexionemos algunos instantes sobre todo esto.

“Al llegar a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua” (Jn 19,33-34). Al comienzo de su ministerio, a quien le preguntaba con qué autoridad expulsaba a los mercaderes del Templo, Jesús respondió: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. “Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19.21), había comentado Juan en aquella ocasión, y he aquí que ahora el mismo evangelista nos atestigua que del lado de este templo “destruido” brotan agua y sangre. Es una alusión evidente a la profecía de Ezequiel que hablaba del futuro templo de Dios, del lado del que brota un hilo de agua que se convierte primero en riachuelo, luego un río navegable y en torno al cual florece toda forma de vida (cf. Ez 47, 1 ss.).

Existe ya, dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no sólo metafóricamente, sino realmente. Si, en efecto, Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resucitado de la muerte; él vive, como todo el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta de antes, real, aunque mística. Si el Cordero vive en el cielo “inmolado, pero de pie”, también su corazón comparte el mismo estado; es un corazón traspasado pero viviente; eternamente traspasado, precisamente porque está eternamente vivo.

Fue creada una expresión para describir el colmo de la maldad que puede amasarse en el seno de la humanidad: “corazón de tinieblas”. Tras el sacrificio de Cristo, más profundo que el corazón de tinieblas, palpita en el mundo un corazón de luz. En efecto, Cristo al subir al cielo, no ha abandonado la tierra, como, al encarnarse, no había abandonado la Trinidad.

“Ahora se realiza el designio del Padre –dice una antífona de la Liturgia de las Horas–, hacer Cristo el corazón del mundo”. Esto explica el irreductible optimismo cristiano que hizo exclamar a una mística medieval: “El pecado es inevitable, pero todo estará bien y todo tipo de cosa estará bien” (Juliana de Norwich).

***

Los monjes cartujos adoptaron un escudo que figura en la entrada de sus monasterios, en sus documentos oficiales y en otras ocasiones. En él está representado el globo terráqueo, rematado por una cruz, con una inscripción alrededor: “Stat crux dum volvitur orbis”: está inmóvil la cruz, entre las evoluciones del mundo.

¿Qué representa la cruz, para que sea este punto fijo, este árbol maestro entre la agitación del mundo? Ella es el “No” definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos “el mal”; y, al mismo tiempo, es el “Sí”, igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. “No” al pecado, “Sí” al pecador. Es lo que Jesús ha practicado durante toda su vida y que ahora consagra definitivamente con su muerte.

La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su dignidad a pesar de todos sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la “envidia del demonio” (Sab 2,24). Es la misma razón por la que el Verbo, al encarnarse, asumió todo del hombre, excepto el pecado. El buen ladrón, a quien Jesús moribundo promete el paraíso, es la demostración viva de todo esto. Nadie debe desesperar; nadie debe decir, como Caín: “Demasiado grande es mi culpa para obtener el perdón” (Gén 4,13).

La cruz no “está”, pues, contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la historia humana. “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo –dice Jesús a Nicodemo–, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,17). La cruz es la proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa sobre sí mismo; no de quien hace sufrir, sino de quien sufre.

***

“Dum volvitur orbis”, mientras que el mundo realiza sus evoluciones. La historia humana conoce muchos tránsitos de una era a otra: se habla de la edad de piedra, del bronce, hierro, de la edad imperial, de la era atómica, de la era electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de transición no basta ya para describir la realidad en curso. A la idea de mutación se debe agregar la de aplastamiento. Vivimos, se ha escrito, en una sociedad “líquida”; ya no hay puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante.

Se ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como efecto de la muerte de Dios, la que el advenimiento del super-hombre debería haber evitado, pero que no ha impedido: “Qué hicimos para disolver esta tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde se mueve ahora? ¿Dónde nos movemos nosotros? ¿Fuera de todos los soles? ¿No es el nuestro un eterno precipitar? ¿Hacia atrás, de lado, hacia adelante, por todos los lados? ¿Existe todavía un alto y un bajo? ¿No estamos acaso vagando como a través de una nada infinita?” (Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, aforismo 125, Edaf, Madrid 2002).

Se dijo que “matar a Dios es el más horrendo de los suicidios”, y es lo que estamos viendo. No es verdad que “donde nace Dios, muere el hombre” (Jean-Paul Sartre); es verdad lo contrario: donde muere Dios, muere el hombre.

Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó un crucificado que parece una profecía de esta situación. Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto desde arriba, con la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no existe la tierra firme, sino el agua. El crucifijo no está suspendido entre cielo y tierra, sino entre el cielo y el elemento líquido del mundo.

Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la nube atómica), contiene, sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida como la nuestra! Hay esperanza, porque encima de ella “está la cruz de Cristo”. Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: “O crux, ave spes única”, Salve, oh cruz, esperanza única del mundo.

Sí, Dios ha muerto, ha muerto en su Hijo Jesucristo; pero no ha permanecido en la tumba, ha resucitado. «¡Vosotros lo crucificasteis –grita Pedro a la multitud el día de Pentecostés–, pero Dios lo ha resucitado!» (Hch 2,23-24). Él es quien “había muerto, pero ahora vive por los siglos” (Ap 1,18). La cruz no «está» inmóvil en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en él como una realidad en curso, viva y operante.

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Sin embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos detuviéramos, como los sociólogos, en el análisis de la sociedad en que vivimos. Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las personas. El corazón de tinieblas no es solamente el de algún malvado escondido en el fondo de la jungla, y tampoco el de la nación y el de la sociedad que lo ha producido. En distinta medida está dentro de cada uno de nosotros.

La Biblia lo llama el corazón de piedra: “Arrancaré de ellos el corazón de piedra –dice Dios en el profeta Ezequiel– y les daré un corazón de carne” (Ez 36,26). Corazón de piedra es el corazón cerrado a la voluntad de Dios y al sufrimiento de los hermanos, el corazón de quien acumula sumas ilimitadas de dinero y queda indiferente ante la desesperación de quien no tiene un vaso de agua para dar al propio hijo; es también el corazón de quien se deja dominar completamente por la pasión impura, dispuesto a matar por ella, o a llevar una doble vida. Para no quedarnos con la mirada siempre dirigida hacia el exterior, hacia los demás, digamos, más concretamente: es nuestro corazón de ministros de Dios y de cristianos practicantes si vivimos todavía fundamentalmente “para nosotros mismos” y no “para el Señor”.

Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo, la tierra tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos muertos resucitaron” (Mt 27,51s). De estos signos se da, normalmente, una explicación apocalíptica, como de un lenguaje simbólico necesario para describir el acontecimiento escatológico. Pero también tienen un significado parenético: indican lo que debe suceder en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo. En una liturgia como la presente, san León Magno decía a los fieles: “Tiemble la naturaleza humana ante el suplicio del Redentor, rómpanse las rocas de los corazones infieles y salgan los que estaban cerrados en los sepulcros de su mortalidad, levantando la piedra que gravaba sobre ellos” (San León Magno, Sermo 66, 3: PL 54, 366).

El corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como “el Sagrado Corazón”. Al recibir la Eucaristía, creemos firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de nosotros. Al mirar dentro de poco la cruz digamos desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: “¡Oh, Dios! ¡Ten piedad de mí, pecador!”, y también nosotros, como él, volveremos a casa “justificados” (Lc 18,13-14).