3 may 2014

Santo Evangelio 3 de Mayo de 2014

Día litúrgico: 3 de Mayo: Santos Felipe y Santiago, apóstoles


Texto del Evangelio (Jn 14,6-14): En aquel tiempo, Jesús dijo a Tomás: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto». Le dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Le dice Jesús: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré».


Comentario: Rev. D. Joan SOLÀ i Triadú (Girona, España)
Yo soy el camino, la verdad y la vida. (...) El que me ha visto a mí, ha visto al Padre

Hoy celebramos la fiesta de los apóstoles Felipe y Santiago. El Evangelio hace referencia a aquellos coloquios que Jesús tenía sólo con los Apóstoles, y en los que procuraba ir formándolos, para que tuvieran ideas claras sobre su persona y su misión. Es que los Apóstoles estaban imbuidos de las ideas que los judíos se habían formado sobre la persona del Mesías: esperaban un liberador terrenal y político, mientras que la persona de Jesús no respondía en absoluto a estas imágenes preconcebidas.

Las primeras palabras que leemos en el Evangelio de hoy son respuesta a una pregunta del apóstol Tomás. «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Esta respuesta a Tomás da pie a la petición de Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). La respuesta de Jesús es —en realidad— una reprensión: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe?» (Jn 14,9).

Los Apóstoles no acababan de entender la unidad entre el Padre y Jesús, no alcanzaban a ver al Dios y Hombre en la persona de Jesús. Él no se limita a demostrar su igualdad con el Padre, sino que también les recuerda que ellos serán los que continuarán su obra salvadora: les otorga el poder de hacer milagros, les promete que estará siempre con ellos, y cualquier cosa que pidan en su nombre, se la concederá.

Estas respuestas de Jesús a los Apóstoles, también nos las dirige a todos nosotros. San Josemaría, comentando este texto, dice: «‘Yo soy el camino, la verdad y la vida’. Con estas inequívocas palabras, nos ha mostrado el Señor cuál es la vereda auténtica que lleva a la felicidad eterna (...). Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos».

3 de mayo SANTOS FELIPE Y SANTIAGO, APÓSTOLES

3 de mayo

SANTOS FELIPE Y SANTIAGO,
APÓSTOLES

(s. I)

Entre aquellos bienaventurados galileos que tuvieron la dicha inefable de ser llamados por Jesucristo a formar su Colegio apostólico los evangelistas enumeran a Felipe, hijo de Alfeo, y a Santiago el Menor. Ambos respondieron con prontitud y generosidad al llamamiento que el Señor les hizo y le acompañaron desde el principio de su ministerio por aquellos caminos polvorientos de Palestina. Escucharon de sus mismos labios la predicación del mensaje de salvación que vino a traer a la tierra y fueron testigos de su milagro, de su gloriosa resurrección y ascensión a los cielos.

 Felipe era natural de Betsaida de Galilea, la ciudad de Pedro y Andrés, a quienes tal vez le unían lazos de amistad. Al volver Jesucristo a Galilea con los tres primeros discípulos, Andrés, Pedro y Juan, después del breve ministerio que siguió a su bautismo en la región del Jordán, se encuentra con Felipe y le dice: "Ven y sígueme" (Jn. 1, 43); era la invitación que los rabinos dirigían a quienes querían constituir sus discípulos. Felipe responde con generosidad digna de admiración y, no contento con su respuesta personal, proporciona al maestro un nuevo discípulo. Encontrándose con Natanael le dice: "Hemos hallado a Aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús, hijo de José, de Nazaret”. A las palabras de extrañeza o admiración de Natanael, "¿Puede de Nazaret salir cosa buena?", responde sin vacilar: "Ven y verás".

 No era éste el llamamiento definitivo, sólo tenía como finalidad primaria poner a aquellos hombres en contacto con Jesús. Aquél tuvo lugar más tarde a orillas del lago de Genesaret. Los tres evangelistas nos refieren que, después de haber pasado el Señor una noche en oración, reunió a la mañana siguiente a sus discípulos y escogió a los doce que habían de formar el Colegio Apostólico. Después de las dos parejas de hermanos, Pedro y Andrés, Santiago y Juan, las listas presentan a Felipe, que había sido uno de los primeros llamados por Jesús (Mt. 9, 35-10, 4; Mc. 3, 7-19; Lc. 6,12-16).

 En otras tres ocasiones aparece nuestro apóstol en escena. En la multiplicación de los panes Jesucristo debió entrever en Felipe un deje de compasión hacia la multitud que había seguido al Maestro al desierto y le pregunta: "¿Felipe, cómo vamos a dar de comer a tanta gente?". El, echando una mirada sobre las turbas, exclama: "Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno reciba un pedazo". Seguramente no sospechaba lo que iba a hacer el Señor (Jn. 6, 5-7). Aparece, en otra ocasión, como mediador de aquellos prosélitos que se encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua. Habían éstos presenciado la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén y querían verle de cerca. Tal vez Felipe, como podría insinuar su nombre, tenía algunos conocimientos de la lengua griega y por ello se dirigieron a él. Felipe, a su vez, lo dice a Andrés y ambos lo comunicaron al Señor (Jn. 12, 20).

 La última intervención de Felipe que recogen los evangelistas tuvo lugar durante la última cena. Tomás había preguntado el lugar adonde iba a ir Jesús y el camino que llevaba a él; el Señor había contestado: "Nadie viene al Padre sino por mí". Anhelando entonces Felipe un conocimiento más profundo del Padre que le hiciese comprender mejor aquel discurso largo y misterioso a veces de Jesús, interviene diciendo: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta". Él le contesta que esa aparición visible del Padre la tenían en Él: "Quien me ve a mí ve al Padre" (Jn. 13, 8-11).

 Por lo que se refiere a los años del apóstol que siguieron a la ascensión del Señor, carecemos de noticias que ofrezcan garantías de seguridad y hasta es posible que algunas de las que a él se atribuyen pertenezcan a Felipe el diácono. Como los demás apóstoles, permanecería durante unos años en Palestina y después marcharía a predicar el Evangelio fuera de sus fronteras. La tradición afirma que predicó en Frigia. Se dice que convirtió muchas almas, que hizo muchos milagros, que destruyó una monstruosa víbora que adoraban los habitantes de la región. Se refiere, finalmente, que los magistrados, viendo los progresos que hacía el cristianismo, le prendieron, azotaron y amarraron a una cruz muriendo el día 1 de mayo del año 54 según Baronio. Parte de sus reliquias fueron llevadas a Constantinopla y otra parte se venera en la iglesia de los Santos Apóstoles, de Roma.

 Santiago nació en Caná de Galilea, situada cerca de Nazaret. Su padre se llamaba Alfeo. Su madre, María, estaba emparentada (probablemente prima hermana) con la Santísima Virgen, de modo que Santiago era primo del Señor. Los evangelistas no nos refieren intervención alguna particular de este apóstol; únicamente lo enumeran en las listas de los Doce (Mt. 10, 2-4; Mc. 3, 13-19; Lc. 6, 14-16). San Pablo refiere que Jesucristo resucitado, le distinguió con una aparición personal (1 Cor. 15, 7).

 Los Hechos de los Apóstoles y la Carta a los gálatas ponen de relieve que Santiago ocupaba un puesto preeminente en la iglesia de Jerusalén. La primera vez que San Pablo subió a Jerusalén después de su conversión dice que fue para visitar a San Pedro y añade que no vio a ninguno de los otros apóstoles, sino a Santiago (Gal. 1, 18-19). Después de su liberación milagrosa de la cárcel por el ángel, San Pedro se presenta en casa de la madre de Juan Marcos, refiere cómo fue librado de la prisión y les dio este encargo: "Haced saber esto a Santiago y a los hermanos" (Act. 12, 17). Refiriendo el último viaje de San Pablo a Jerusalén escribe San Lucas que los hermanos le recibieron con mucha alegría y que al día siguiente fueron con San Pablo a visitar a Santiago, a cuya casa concurrieron todos los presbíteros (Act. 21, 15-18). En su Carta a los gálatas San Pablo le llama, juntamente con Pedro y Juan, "columnas de la Iglesia" (2, 9).

 En el concilio de Jerusalén tuvo una acertada intervención. Santiago defendía, lo mismo que los apóstoles San Pedro y San Pablo, que los gentiles estaban exentos del cumplimiento de la Ley mosaica. Sin embargo, conocedor como ninguno de la situación y circunstancias de los judíos convertidos, propuso que se impusiese a los gentiles el abstenerse de comer las carnes inmoladas a los ídolos, las no sangradas, la sangre misma y abstenerse de la fornicación, que, si bien está prohibida por la misma ley natural, no era considerada como cosa grave por los gentiles. El parecer de Santiago fue aceptado por el concilio. Ello contribuiría a la unión de todos los cristianos, judíos y gentiles.

 Los escritores eclesiásticos nos dan preciosas y edificantes referencias sobre el apóstol Santiago. Se dice que fue nombrado obispo de Jerusalén por los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Según Eusebio, San Juan Crisóstomo y otros fue el Señor mismo quien le había designado para tal misión. La presencia de Santiago en la Ciudad Santa fue una bendición especialmente para los judíos; su profundo amor y observancia de la ley, su asiduidad en ir al Templo a orar, su gran parecido con los santos del Antiguo Testamento les cautivó y facilitó el camino para la fe en Jesucristo al ver que podían conservar su veneración por Moisés y adorar en el Templo al Dios de Israel.

 Una tradición atestiguada por Hegesipo y recogida por Eusebio dice que judíos y cristianos le designaban con el apelativo "el justo", que llevó una vida sin mancha y austerísima, absteniéndose de vino y licores, y que su vestido era de lino. Se refiere también que se postraba con tal frecuencia para orar al Señor que en sus rodillas se habían formado gruesos callos. Sus miembros estaban como muertos, dice San Juan Crisóstomo. A todo ello añadió una bondad admirable y con todo ello supo mantener la unión entre los cristianos de Jerusalén.

 Escribió una de las cartas apostólicas que lleva su nombre, dirigida a las doce tribus de la dispersión. En esta época los judíos se encontraban dispersos en todas las provincias romanas y hasta más allá del Eufrates, afirma Josefo. Santiago les dirige una carta que viene a ser un conjunto de preciosas sentencias más que un conjunto lógicamente encadenado. En ella les exhorta a la paciencia en las pruebas y tentaciones, lo cual conduce a la perfección, al amor fraternal sin acepción de personas; les instruye sobre la doctrina de la fe y las obras, “la fe —les dice—, si no tiene obras es de suyo muerta" (2, 17); les recomienda que eviten los pecados de lengua; les enseña a discernir la verdadera de la falsa sabiduría; hace serias advertencias a los ricos que han adquirido sus riquezas con injusticias para con sus obreros y ponen en ellas su corazón. Termina con las palabras que el concilio Tridentino ha interpretado como promulgación del sacramento de la extremaunción: "¿Alguno entre vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará y los pecados que hubiere cometido le serán perdonados" (5, 14-15).

 Josefo refiere que fue condenado a ser lapidado por el sumo sacerdote Anás II, quien aprovechó para ello el intervalo transcurrido entre la muerte del procónsul Festo y la llegada de su sucesor Albino I el año 62. Hegesipo refiere con detalle su martirio: dice que fue arrojado de las almenas del Templo; pudo incorporarse y, poniéndose de rodillas, oraba por sus asesinos; el populacho arrojó sobre él una granizada de piedras y, por fin, un batanero le golpeó en la cabeza con el cabestán hasta dejarle muerto. Allí mismo se le dio sepultura. Hoy se muestra su sepulcro frente al ángulo sudeste de la muralla de la ciudad.

 La Iglesia unió las festividades de ambos apóstoles mártires y la ha celebrado el día 1 de mayo hasta el año 1955. En este año señaló dicha fecha para la fiesta de San José Obrero y trasladó la festividad de San Felipe y Santiago al día 11 del mismo mes.

 GABRIEL PÉREZ


3 de mayo HALLAZGO DE LA SANTA CRUZ

3 de mayo

HALLAZGO DE LA SANTA CRUZ

La galanura de mayo ofrece a la vida, sobre los altares de la primavera, un cáliz opulento de rosas. Pienso en el buen Dios que, cada amanecer, pone un lujo de diamantes en el rocío, canciones en los pájaros, oro maduro en los trigales y una tierna esperanza en el corazón del hombre. Suspira San Juan de la Cruz, escoltado por los ángeles que habitan el aire inocente del alba: "¡Oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado!". Y le responden, en un salterio de colores y de perfumes, todas las criaturas humildes que resucitan con la primavera —las golondrinas, las aguas de las fuentes, los almendros—para que el alma enamorada se acerque más a su Dios.

 Todo vuelve a vivir ahora. Porque no sabemos dónde —si en la brisa o en la estrella, a las orillas del mar, entre las palmas del huerto o en la pequeña casa de nuestro corazón— unas campanas celestes repican sus alleluias de júbilo a Jesucristo resucitado, que se alza de su sepulcro, como Dux invencible de la vida. Miradle cuando se aparece de hortelano a la Magdalena, de peregrino a los peregrinos de Emaús, que arrastran, en la sobretarde, las sombras de su propia melancolía, entre un cansado andar de dudas y de incertidumbres. Y, en el Cenáculo, al fin, como Maestro, en medio de los apóstoles. Al abrir, de saludo, sus brazos, para que se certifiquen de que no es un fantasma, una claridad sangrienta anuda las cinco rosas de sus llagas sobre la carne real, pero celeste. Y, así, la cruz nos queda en el mundo redentora, palpitante, viva.

 Para la augusta fiesta de este día escribió San Pablo a los gálatas: "Nosotros sólo podemos gozarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, en el cual reside nuestra resurrección y nuestra vida, y por el que hemos alcanzado la libertad y la salud". Y entonces, como un eco risueño de este "introito" que canta la santa misa, todas las flores de la primavera se suben impacientes a los altares de mayo para ungir de su gozo la gloria de la cruz. Os diré los motivos.

 En los días cruciales de la disolución del Imperio romano. Parece increíble que aquella orgullosa república, extendida por todo el orbe conocido, con la geografía de sus calzadas y el ímpetu de sus legiones, hubiera de desmoronarse ante la pequeña comunidad de creyentes sembrada por Pedro entre la tiniebla de las catacumbas. Y así fue, contra todos los pronósticos racionales y los paganos augurios de los Césares.

 La nueva religión de la cruz, purificada en las controversias de los retóricos y de los sofistas, ha crecido en multitud de milagros, cuando los emperadores la creían aniquilada con la arbitrariedad de sus edictos de persecución. El testimonio de la sangre siembra poderosos crecimientos. Y el misterio vital, paradójico, de la cruz hace que la carne destruida y caliente de los mártires no sufra los rigores de la corrupción, sino que palpite, con una elocuente y divina presencia, en los discursos del Foro, en los juegos sensuales de las Termas, en la solemnidad del Senado, hasta subir a la cúpula del Capitolio para imperar desde allí.

 Ahora son los mejores. Y tanto influyen en la conciencia del pueblo que el Imperio no les puede ignorar. El edicto de Galerio plantea el difícil tema de los cristianos en su punto más realista. Por el futuro de la república, incierto ya y vacilante, se impone una tregua política, que, en la realidad, nada resuelve. Sólo la libertad de la Iglesia de Cristo pondrá paz en los corazones y grandeza en el regimiento de los ciudadanos destinos.

 Pues el hombre vocado a tan augusta empresa es Constantino. Eusebio de Cesarea nos describe en su Historia el perfil de este príncipe pagano. "Era, en su juventud florida, de talla eminente, la fisonomía noble y hermosa, fina y fuerte su musculatura. Pero aún subyugaba más por la ternura de su corazón ancho y por la luz de sus ojos que irradiaban realeza y poder". De otras fuentes sabemos que amaba la soledad meditabunda y que su alma no se saciaba en las filosofías groseras del politeísmo, sino que trascendía a la busca de la única Divinidad, a quien, aun sin conocerla, gustaba de invocar con el nombre de "Padre del cielo”.

 Imperaba en las Galias, compartiendo el poder con Majencio y Licinio. Los reinos divididos dan en la disolución y en la ruina. Y la guerra estalla entre los tres, como siempre, por piques de rivalidad y de soberbia. Constantino es multitudinario en el fervor de su pueblo y entre sus fieles legiones. Semejante aureola recome a Majencio, que pretexta vengar con sangre el supuesto asesinato de Máximo Hércules, por intrigas de Constantino. Pero el gran viento de las victorias empuja a los cien mil soldados desde las Galias hasta Turín, por Brescia y Verona, y a todo lo largo de la vía Flaminia. Constantino tenía videncias de su propio triunfo, porque no combatía solamente con sus ejércitos, sino con el poder divino de aquel anagrama que, a la luz sangrienta del otoño, resplandecía en los estandartes y sobre el pecho de sus leales, recordando otra batalla más cruel y decisiva: la de Cristo en la cruz. Y con su nombre iba seguro a la victoria.

 Fue así el milagro, según lo refiere Eusebio, recogido de los mismos labios del emperador. Que a los comienzos de esta injusta guerra embargaba su espíritu el pensamiento de la muerte, como acontece a los que llevan oficio de armas. Y repasó en su memoria el fin dramático de todos los emperadores que habían perseguido a los cristianos. Sólo su padre, Constancio, encontró una muerte piadosa, tranquila, serena. ¿Acaso porque quiso bien, en amistad y protecciones, a los creyentes de la cruz? Pide entonces un signo al Señor de los Ejércitos. Y se le dio, en un estupendo milagro. Sobre un cielo deslumbrante de mediodía vio arder una cruz de sangre, con esta divisa: IN HOC SIGNO VINCES. Era el lábaro de su victoria. Y más aún. En el sueño impaciente de aquella noche Cristo se le muestra, ordenándole que sus combatientes, sus armas, sus banderas, lleven su propio nombre sacro e invencible. Y mientras aquel 28 de octubre del 312 se alza al cielo, desde las siete colinas, el incienso inútil ofrecido por Majencio a los dioses paganos, la última batalla del Puente Milvio, sobre el Tíber, proclama a Constantino emperador triunfante en la señal de la cruz.

 El famoso Edicto de Milán es el ofrecimiento de su victoria a la cruz. Los cristianos se ven libres, con todos los derechos jurídicos de los ciudadanos de Roma. En su brevedad, una sola idea se repite, con clara intención, para que no haya espacio a interpretaciones o dudas: la perfecta igualdad de ciudadanía para los creyentes, a los que ningún prefecto podrá, en adelante, torturar con los garfios y las cárceles ante la pública profesión de su fe.

 Y, a los pocos años, el hallazgo de la cruz, como radiante trofeo de aquella gesta castrense. Era muy lógico que Constantino y los de su casa anhelaran, muy ardidamente, poseer aquella cruz, aparecida en los cielos. Y es su madre Elena la que se pone en piadosa romería hacia Oriente. Todo esto es pura historia. La podemos seguir con Eusebio, por todo el itinerario, entre las aclamaciones entusiastas que la hacen, a su paso, las provincias del Imperio. Visita la cueva de Belén para seguir, con fidelidad, el recuerdo de la vida de Cristo. Sobre el desnudo pesebre, que profanan unos altares en honor de Adonais, edifica un templo majestuoso, "de una hermosura singular, digno de eterna memoria". Se detiene largamente en el lago, porque aquel mar de Tiberíades, que tiene geografía y curvas de corazón, palpita como el corazón de todo el Evangelio, como el mismo Corazón de Cristo. Y después a las agonías del monte de los Olivos. Y al Calvario.

 En este punto nos despedimos de Eusebio de Cesarea, que nos guió minuciosamente, con sus infolios, en la peregrinación de la emperatriz. Los rigores de la crítica histórica hinchan el silencio de este escritor para tejer las insidias de la duda en la maravilla celeste del HALLAZGO. Pero este dato no entenebrece su perfecta historicidad. Lo consignan escritores eminentes: Rufino, Sozomeno, el Crisóstomo, San Ambrosio, y el Breviario Romano lo tiene recibido, en las Lecciones históricas, para la fiesta de este día. Además, Eusebio de Cesarea no ignora el suceso, aunque no lo consigne expresamente, pues reproduce una carta de Constantino a Macario, obispo de Jerusalén, en la que se habla "del memorial de la Pasión escondido, bajo la tierra, durante muy largos años".

 Con las fuentes mencionadas podemos componer la historia así. A los comienzos del siglo IV el más inconcebible abandono cubría los Santos Lugares, a tal punto que la colina del Gólgota y el Santo Sepulcro permanecían ocultos bajo ingentes montañas de escombros. El concilio de Nicea dictó algunas disposiciones para devolver su rango y su prestigio a aquellas tierras sembradas por la palabra y la sangre del Redentor, mientras el mismo Constantino ordenaba excavaciones que hicieran posible recuperar el Santo Sepulcro.

 Y allí Elena, alentando con su poder y sus oraciones el penoso trabajo. Se descubre una profunda cámara con los maderos, en desorden, de las tres cruces izadas sobre el Calvario aquel mediodía del Viernes. ¿Cuál de las tres, la verdadera cruz de Jesucristo? Y entonces el milagro, para un seguro contraste. Porque el santo obispo de Jerusalén, a instancias de Elena, las impone a una mujer desvalida, siendo la última la que le devuelve la salud. Aún la tradición añade que, al ser portada la Vera Cruz, procesionalmente, en la tarde de aquel día, un cortejo fúnebre topó con el piadoso y entusiasta desfile, y, deseando el obispo Macario más y más certificarse sobre el auténtico madero, mandó detenerle, como Jesucristo en Naím, cuando los sollozos de la madre viuda le arrancaron del corazón el devolverle la vida a su único hijo muerto. Se probaron, con el que llevaban a enterrar, las tres cruces, y sólo la que ya veneraban como verdadera le resucitó. Era el 14 de septiembre del año 320.

 La emperatriz Elena, en nombre de su hijo, edificó allí el "Martyrium” sobre el sepulcro, dejando la cruz, enjoyada en riquísimo ostensorio, para culto y consuelo de los fieles. Una parte fue enviada a Constantino, junto con los cinco clavos, dedicando a tan insignes reliquias la basílica romana de la Santa Cruz de Jerusalén para que toda la cristiandad la venerara y fortaleciera también la "Roca" de Pedro. Dictó, además, Constantino un decreto, por el que nadie sería en adelante castigado al suplicio de la cruz, divinizada ya con la muerte del Hijo de Dios.

 Las cristiandades de Oriente celebraron este hallazgo de la cruz con la pompa hierática de su rica liturgia, en el "Martyrium" de Constantino, consagrado el 14 de septiembre del 326. Precedían a la fiesta cuatro días de oraciones y rigurosos ayunos de todas aquellas multitudes que afluían de Persia, Egipto y Mesopotamia. Allí encontró su camino de santidad una mujer egipciaca pecadora que, como la Magdalena, se llamaba María.

 Muy pronto la fiesta del hallazgo se incorporó a las liturgias de toda la cristiandad cuando fueron llegando a las Iglesias occidentales las preciosas reliquias del "Lignum Crucis", como regalo inestimable para promover entre los fieles el recuerdo vivo de nuestra redención.

 Tres siglos después —3 de mayo del 630— acontecía en Jerusalén otro suceso feliz. El emperador Heraclio, depuesta la majestad de sus mantos y de su corona, con ceniza en la cabeza y sayal penitente, portaba sobre sus hombros, desde Tiberíades a Jerusalén, la misma Vera Cruz que halló Elena. En un saqueo de la Ciudad Santa fue sustraída por los infieles persas. Y ahora era devuelta al patriarca Zacarías con estos ritos impresionantes de fervor y humildad.

 Las liturgias titularon este acontecimiento con el nombre de “Exaltación de la Santa Cruz". Y, aunque las Iglesias occidentales acogieron con entusiasmo semejante recuperación definitiva del Santo Madero, sólo muy tardíamente fue conmemorada su fiesta, según se ve en el sacramentario de Adriano. El tiempo confundió la historia de ambas solemnidades. Y todo el Occidente cristiano, dando mayor acogimiento y simpatía al hallazgo de la cruz, lo celebró siempre en este día 3 de mayo, dejando para el 14 de septiembre la memoria de la "Exaltación”.

 Escribía De Broglie en el pasado siglo: "A la nueva de que Jerusalén se alzaba de sus ruinas, coronada por la verdadera cruz de Cristo, escapóse un grito de alegría de toda la familia cristiana. Dios acababa de consagrar, con un postrer milagro, el triunfo ya maravilloso de su Iglesia. ¡Qué espectáculo este resurgimiento, desde las entrañas de la tierra, de los instrumentos del Suplicio divino, convertidos en una señal de dominación y de victoria. Se creía hallarse presente a la resurrección universal y ver al Hijo del Hombre, entronizado en la nube, venir para coronar a sus fieles servidores".

 Pero la cruz de Cristo resume, en su íntima teología, todos los misterios estremecidos que hilan el dogma de la religión cristiana. Dos proyecciones hacia el infinito: la una, fragante de luz; la otra, sombría de sacrificio y de sangre.

 Como signo de libertad para todo el linaje humano, resplandece victoriosa, presidiendo el desfile apresurado de las edades, de las civilizaciones y de la culturas, con una viva presencia impresionante, en todos los corazones que creen, que esperan y que aman. El navío de Pedro puede marear seguro, hasta que pase este mundo y su figura, todos los mares amargos y difíciles, porque lleva, en la vela latina, el signo inmortal de la cruz.

 Ella es cima de heroísmos sobre los pechos de los cruzados, engarzada a un laurel perenne de sangre y luz en la pluma de Santo Tomás, que escribe constelaciones de sabiduría; sacrificio en el puño de las espadas que se emplean en los combates de la justicia; amor en los ojos arrobados de Santa Teresa; señorío en la cúpula de todas las coronas; eterno descanso sobre la tierra humilde de las tumbas. ¡La cruz no es sólo bandera de esperanza, sino evidencia gozosa de inmortalidades, porque nos libertó, con su poder divino, de todas las servidumbres del demonio, de las agusanadas ligaduras de la muerte y de la muerte eterna de nuestro pecado! Pero tiene otra cara, también, de suplicio y de escándalo, de agonías desamparadas y de victimación. Aquel día del paraíso, cuando un crepúsculo de melancolía ensombreció toda su plural hermosura, el árbol de la vida, mancillado por el ansia de nuestros padres, quedó allí, como argumento justo de nuestro destierro en el valle de lágrimas que es el mundo, Y había tan infinita fealdad en aquel pecado de origen que sólo Dios podía saldar adecuadamente la deuda. Pues la respuesta al árbol del paraíso está en el árbol de la cruz. Arbol joven, vitalísimo, pero desnudamente sangriento, porque ha servido de altar al sacrificio hasta la muerte del Hijo de Dios, Jesucristo.

 El sencillo esquema de su mensaje, del misterio amoroso de su Encarnación, cuando se hace Hombre, inscrito en las miserias de nuestra mortalidad, podía enunciarse así: "Para hacernos conformes con su imagen". Para que echemos toda nuestra vida incierta y angustiada en el molde caliente de su propia vida. "Aprended de Mí", nos enseña. Y nos invita: "Si alguno quiere venir conmigo, que tome su cruz y que me siga". Luego esta cruz, que ahora conmemoramos, debe presidir nuestras vidas y nuestro destino.

 La ascesis cristiana aprieta cinturas de ceniza y ayuno a nuestra carne, coronas de espino a nuestro corazón, soledades de agonía al alma. Y, sin embargo, la nuestra es religión iluminada de afirmaciones y optimismo, de infinita belleza porque se nutre del amor. Porque Cristo y su cruz, después de todas las humillaciones y fracasos, entre las burlas y los retos de aquélla chusma que a sus pies bramaba, se alzó —cruz de luz— a las eternas victorias del cielo. Tenia un nombre —Cristo y su cruz—, dado por el Padre, que era superior, en poder y señorío, a todos los más altos y orgullosos nombres. Y ante ese Nombre doblan su adoración los cielos, y sus humildes súplicas la tierra, y su rabia impotente los abismos.

 Por eso la primavera ofrece a esta “Cruz de mayo” esclarecida y deslumbrante de vida, un cáliz opulento de rosas. ¡Que también la rosa de nuestro corazón, encendida y caliente, se enrosque, como el de la Magdalena, a las glorias y las victorias de la cruz!

 FERMÍN YZURDIAGA LORCA

2 may 2014

Santo Evangelio 2 de Mayo 2014

Día litúrgico: Viernes II de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 6,1-15): En aquel tiempo, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia Él mucha gente, dice a Felipe: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?». Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco». Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?». 

Dijo Jesús: «Haced que se recueste la gente». Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda». Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo». Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte Él solo.


Comentario: Rev. D. Llucià POU i Sabater (Vic, Barcelona, España)
Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer

Hoy leemos el Evangelio de la multiplicación de los panes: «Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron» (Jn 6,11). El agobio de los Apóstoles ante tanta gente hambrienta nos hace pensar en una multitud actual, no hambrienta, sino peor aún: alejada de Dios, con una “anorexia espiritual”, que impide participar de la Pascua y conocer a Jesús. No sabemos cómo llegar a tanta gente... Aletea en la lectura de hoy un mensaje de esperanza: no importa la falta de medios, sino los recursos sobrenaturales; no seamos “realistas”, sino “confiados” en Dios. Así, cuando Jesús pregunta a Felipe dónde podían comprar pan para todos, en realidad «se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer» (Jn 6,5-6). El Señor espera que confiemos en Él.

Al contemplar esos “signos de los tiempos”, no queremos pasividad (pereza, languidez por falta de lucha...), sino esperanza: el Señor, para hacer el milagro, quiere la dedicación de los Apóstoles y la generosidad del joven que entrega unos panes y peces. Jesús aumenta nuestra fe, obediencia y audacia, aunque no veamos enseguida el fruto del trabajo, como el campesino no ve despuntar el tallo después de la siembra. «Fe, pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando, metiéndonos de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a abrir nuevas veredas» (San Josemaría), que aparecerán de modo insospechado.

No esperemos el momento ideal para poner lo que esté de nuestra parte: ¡cuanto antes!, pues Jesús nos espera para hacer el milagro. «Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo alto puede hacer esperar un futuro menos oscuro», escribió Juan Pablo II. Acompañemos, pues, con el Rosario a la Virgen, pues su intercesión se ha hecho notar en tantos momentos delicados por los que ha surcado la historia de la Humanidad.

2 de mayo SAN ATANASIO

2 de mayo

 SAN ATANASIO

(†  373)

 Los santos vienen a perpetuar y a reproducir, hasta cierto punto, la santidad de Cristo, que se actualiza en un espacio y tiempo determinados. Algunos de ellos, los patriarcas fundadores de los grandes institutos religiosos, abren un camino, una modalidad ascética o fórmula accidental nueva para que los diversos temperamentos humanos tengan dónde localizar libremente su vocación al servicio divino. Aunque la santidad tenga siempre una proyección histórica y un gran peso social, hay también santos a los que Dios asigna una misión histórica ante una gran necesidad social o ante una crisis singularmente difícil. Tal es, sin duda, el caso de Atanasio de Alejandría; prototipo de la fortaleza cristiana, su vida sintetiza la lucha heroica mantenida por la ortodoxia frente a la vigorosa reacción doctrinal del paganismo antiguo asumida por la herejía de Arrio; fortaleza inflexible y dinámica ante el error, suscitada por el Señor para librar a su Iglesia de un trance peligroso. Durante los sesenta años que median desde la paz de Constantino hasta que Teodosio establece el cristianismo católico como religión del Imperio, el atleta alejandrino es el más visible protagonista de la historia de la Iglesia.

 El Edicto de Milán vino a reconocer que el cristianismo era la base ética y moral de un mundo nuevo que nacía en las entrañas mismas del Imperio romano, llenando el vacío moral de esta gran Institución, tan rica de cultura humana y de esplendor material, pero no liquidaba las doctrinas ni las costumbres paganas, que continuaban adheridas tanto al sentido de las multitudes como a la convicción de los filósofos y a las necesidades de la administración pública. Constantino, a pesar de su fe cristiana, mantiene el título de pontífice supremo y continúa siendo, como todos los emperadores, jefe de los colegios sacerdotales, a fin de salvar las apariencias y la realidad sociológica del sentimiento popular; los administradores de las provincias fiscalizan y dirigen el culto a los ídolos y a los dioses; el clima popular en la ciudad y en las aldeas es pagano y el sentimiento religioso polarizará durante dos tercios de siglo en las formas tradicionales de la idolatría: la adivinación, las artes mágicas y las más extrañas supersticiones.

 El pensamiento tradicional de los filósofos romanos ante los valores sorprendentes del cristianismo, que seducía a las almas rectas, intentará una síntesis de todas las especulaciones religiosas, incluyendo el propio Evangelio, y reclamará un cristianismo menos acerado y más fácil; por otra parte, ante el prestigio social y el esplendoroso porvenir de la Iglesia, acuden a ella, con su peso muerto, multitud de personas que reciben el bautismo, ya por cálculo o con esperanzas de medro personal, ya arrastrados por la moda, que ha impuesto la nueva y maravillosa doctrina en los ambientes más sensibles y modernos.

 Es lógico que este clima histórico reclamara la fórmula de un cristianismo rebajado que contemporizara con los principios y con las costumbres paganas del Imperio. Arrio fue el genial intérprete de este momento: vio el fondo de la cuestión y trató de reducir a Cristo, el Verbo del Padre, a la categoría del demiurgo o semidiós, criatura elevada y perfecta, pero simple criatura. Primero, el propio heresiarca, y después de su trágica muerte, sus secuaces, lucharon en perfecto concubinato, utilizando los más poderosos recursos: la filosofía griega con el prestigio de su claridad, de su belleza y de su amor a la vida: la inexperiencia o la astucia de los monarcas bizantinos, que pretendían, a base de protección, asumir la dirección de la Iglesia; el grave problema político de las relaciones entre Roma y Bizancio, entre Oriente y Occidente, En esta coyuntura frente a Arrio, sus componendas doctrinales y sus obispos cortesanos se irguió Atanasio con su sincero realismo evangélico y su innumerable cortejo de monjes y anacoretas del desierto.

 Al estallar el conflicto arriano, Atanasio era un joven diácono de veintitrés años, endeble, pequeño de talla y pálido rostro. Arrio tenía la madurez de sus sesenta años, de exterior imponente, de prócer estatura, gran dialéctico, maestro, acreditado en explicar las Santas Escrituras. Nacido en Libia y adscrito al clero en Alejandría, había pretendido ocupar aquella gloriosa sede episcopal y llevaba la amargura de esta insatisfacción; era, según ocurre en tantas ocasiones, austero y soberbio, sabio, obstinado y dominador. Había sido nombrado párroco de una demarcación de la ciudad, la de Borcal.

 Pretendía el sabio párroco y maestro de Escritura que el Verbo encarnado no era absolutamente igual al Padre, sino la primera y más maravillosa de las criaturas que salieron de la mente y del poder de Dios. Entre el Ser Supremo, sin principio, sólo eterno, sólo bueno, solitario en su eternidad, y la naturaleza creada, finita y manchada, está el Verbo encarnado, Hijo de Dios, pero, aunque creador del mundo, Hijo de Dios por adopción, pues difiere en absoluto de la sustancia del Padre. Establecidos tales principios, el misterio de la Encarnación y el de la Redención quedaban eliminados y alterada esencialmente toda la teología de la Trinidad y de Cristo, se abría otra vez el insondable abismo pagano entre el hombre débil y manchado y la divinidad inaccesible; suprimida la majestad divina de la Víctima del Calvario, los espíritus paganizantes y livianos ya no sentían la responsabilidad del pecado y el rigor de la justicia divina, pues, según la nueva doctrina, Cristo nos redimía sólo con la influencia de su doctrina y de sus ejemplos.

 A la familia y la infancia de Atanasio, la antigüedad, avara de noticias ciertas, la ha envuelto en bellas leyendas que, como ocurre casi siempre, son fieles intérpretes de la historia: sus padres fueron, sin duda, cristianos. Se cuenta que, siendo todavía niño, un día en que jugando remedaba las ceremonias del culto cristiano, instruyó y predicó al público infantil que jugaba con él y llevó tan adelante la imitación de los mayores y el realismo de su futura vocación que bautizó a varios niños paganos, siendo reconocida luego la validez de tal bautismo. El patriarca San Alejandro descubrió en el adolescente condiciones extraordinarias, le hizo clérigo, dirigió su formación intelectual y le ordenó de lector en su propia catedral, y más tarde le hizo su diácono y, en consecuencia, su secretario, según las costumbres de entonces: en calidad de tal ya fue el alma, en 320, del concilio provincial de Alejandría, en que los obispos de Egipto y Libia condenaron por primera vez a Arrio. Atanasio conoció bien el ambiente intelectual de Alejandría, frecuentó a los sabios maestros filósofos y teólogos de la famosa escuela donde acababa de apagarse la voz del gran Orígenes. El Señor, cuando asigna a sus santos una gran misión histórica, les prepara con el temperamento personal, con las condiciones oportunas y les sumerge en el ambiente apropiado para su mejor formación. La juventud de Atanasio primero, y luego toda su vida heroica de luchador contra el neopaganismo teológico y práctico de Arrio, se movió entre dos polos: el desierto egipcio, foco de santidad heroica y de ascetismo tradicional, y la escuela alejandrina, primer centro intelectual organizado por la Iglesia, centro de doctrina ortodoxa, pero cuna asimismo de varios desvaríos heréticos.

 Es seguro que la amistad de Atanasio con el gran San Antonio nació de sus largas estancias en el desierto, donde el patriarca de los anacoretas le descubrió, sin duda, el gran riesgo de las tentaciones del mundo pagano y el peligro de admitir componendas prácticas con las costumbres y las ideas paganas. Los desiertos de Egipto eran entonces el escenario de un fenómeno singular: las almas generosas formadas en el clima del martirio, al hacerse cómoda y fácil la práctica del cristianismo, se iban al desierto para sufrir el martirio de su renuncia y de sus mortificaciones, para vivir en la contemplación de Dios, unos ideales místicos basados, no en los ensueños idealistas de los filósofos, sino en la dura ascética de los consejos evangélicos: allí se fraguó el alma abrasada de Atanasio y allí se encendió el celo del buen pastor que da su vida para librar a su rebaño del asalto del lobo.

 A los veinticinco años publica su Discurso contra los gentiles: en él se encuentra ya toda la lucidez, la agudeza y la profundidad de una mente superdotada, pero allí aparece también la combatividad ardiente de un hombre destinado por Dios a una lucha sin descanso. En este libro, el Santo desenmascara el paganismo en sus manifestaciones más groseras, en su esfuerzo para humanizar a los dioses para así poder divinizar las propias pasiones y los desórdenes de la aristocracia pagana, que tenía su base social en la esclavitud. Demuestra que la adoración de Júpiter, Mercurio, Neptuno o Venus es la adoración de las fuerzas viejas, brutales, coactivas, de la naturaleza o el esfuerzo para aureolar de gloria el orgullo y la voluptuosidad humanas. Pero donde dirige sus tiros el atleta es contra el neoplatonismo de las escuelas alejandrinas. La filosofía neoplatónica reconoce a un Dios supremo. Pero ¿qué representa un demiurgo o mediador entre Dios y el mundo? ¿Qué son estos platónicos poderes colocados por los filósofos entre la naturaleza y la divinidad sino formas de la idolatría, menos groseras que las de los griegos, pero tan corruptoras y no menos irracionales?

 Instado por su diácono, el obispo Alejandro, después de exhortar a Arrio para disuadirle, reúne un concilio en Alejandría que excomulga al hereje y condena sus doctrinas. Herido en su orgullo, Arrio despliega una actividad enorme viajando y escribiendo: gana para su causa a muchos obispos de Palestina y Asia, entre ellos a Eusebio de Nicomedia, cuya influencia pesaba mucho en la corte imperial, y distribuye copiosa abundancia de folletos, cartas, memoriales y versos. Es entonces cuando el papa Silvestre y el emperador Constantino envían a Alejandría al prestigioso obispo de Córdoba, Osio, para recoger una información adecuada; Osio se da cuenta de la gravedad del movimiento herético y él mismo, según parece, insinuó a Constantino la idea de reunir un concilio. Fue el de Nicea, el primero de los concilios ecuménicos y uno de los más importantes de la historia, en cuyas sesiones preparatorias el diácono Atanasio dio la medida de su sagacidad, de su elocuencia y sus dotes de polemista y de dialéctico; sus intervenciones tuvieron un peso considerable en las decisiones del concilio, que condenó a Arrio, quien tuvo que emprender el camino del destierro mientras sus cómplices y partidarios, que firmaron las conclusiones y el símbolo del Concilio, ante las perspectivas de excomunión, esperaban la oportunidad para mixtificar o anular la doctrina de Nicea.

 Poco después del concilio murió Alejandro, el santo obispo de Alejandría. Antes de morir había rogado a los obispos de su provincia eclesiástica que le dieran por sucesor a Atanasio; en efecto, fue designado el enérgico y piadoso diácono, que intentó huir impulsado por su humildad, para no ser obispo, pero el pueblo cristiano de Alejandría le forzó aclamando su elección: "Ese es un hombre seguro, he aquí un asceta, un verdadero obispo". Así Atanasio fue exaltado a la dignidad de patriarca de aquella gloriosa sede y primado de todo Egipto. Después de haber escrito su primera y emocionante carta pastoral con motivo de la Pascua de 328, quiso girar una visita a la porción más escogida de su rebaño: los anacoretas penitentes y los monjes contemplativos del desierto de Egipto y Libia; cuando regresó, hondamente edificado y consolado por la santidad de aquellos solitarios, ya había estallado la tempestad en la capital de su patriarcado: el sector arriano había planteado la invalidez de su elección episcopal con el pretexto de haber sido realizada por la presión popular; por su parte, Eusebio de Nicomedia, el obispo palaciego, había arrancado de Constantino una carta imperativa ordenando a Atanasio que levantara la excomunión y recibiera a todos los arrianos que se le presentaran, amenazándole con el destierro.

 Atanasio escribe, defendiéndose, un largo memorial que es atendido por el emperador, pero he aquí que el partido de los herejes melecianos, movilizado por Eusebio, comienza una campaña de calumnias inverosímiles, pero siempre dramáticas y extrañas: que había obligado en beneficio propio a sus fieles a pagar un impuesto sobre el lino, que el delegado y amigo de Atanasio, Macario, al reprender a un sacerdote sacrílego, había derribado un altar, roto un cáliz y quemado los libros sagrados. Atanasio decide hacer un viaje a Constantinopla, donde habla con el emperador, que se convence de su inocencia; pero de vuelta a Alejandría ya le han preparado otra serie de extrañas y graves calumnias: que ha mandado asesinar al obispo de Hiprale Arsenio, de cuya presunta muerte exhiben una mano cortada; pero he aquí que el obispo Arsenio, que había sido recluido en un monasterio, es descubierto por Atanasio y presentado a sus propios acusadores; insisten los difamadores escribiendo al emperador que Atanasio ha prohibido a los fieles la entrega de trigo que, debía de ser enviada a Constantinopla y, por fin, dan dinero a una mujerzuela para que diga que el santo obispo la ha violentado. Inmediatamente, y antes que se pudiera aclarar tal alud de calumnias, se reúne un concilio en Tiro, ciudad costera de Palestina, donde llevan la voz cantante los arrianos y semiarrianos. La asamblea depone a Atanasio y el emperador, impresionado, le destierra a Tréveris, en la Francia de entonces —año 336—, de donde volverá cuatro años más tarde cuando muere Constantino, pues su hijo y sucesor en Occidente, Constantino el joven, levanta el destierro a Atanasio. Pero los mismos enemigos de Atanasio, que se habían reunido en Tiro, se reúnen en Antioquía, revalidan la deposición del Santo y consagran a un tal Gregorio como obispo de Alejandría. Este seudopatriarca entra en la ciudad a mano armada rodeado con gran lujo de soldados, y Atanasio tiene que desterrarse por segunda vez; entonces, se dirige a Roma. El papa Julio I recibe con gran afecto al defensor de la fe de Nicea, que llega a la Ciudad Eterna en 342, fatigado, a los cuarenta y siete años de su edad, y cuando llevaba catorce al frente de la iglesia alejandrina. Reúne el Papa en Roma un concilio que aprueba tanto la doctrina como la vida de la lumbrera de Oriente: No pudo, sin embargo, Atanasio restituirse a su sede hasta que se convocó cinco años después otro concilio en Sárdica —342—, Allí se ordenó la restitución del patriarca a su ciudad; el emperador Constante aprobó los acuerdos de Sárdica mientras la facción arriana, en el paroxismo de su furor, reunida tumultuosamente en Filípolis, excomulgaba a los obispos de Sárdica y al propio papa Julio I por haber comunicado con San Atanasio. Este, sin embargo, durante una corta temporada, pudo estar al frente de su diócesis una vez expulsado el usurpador Gregorio. Pero he aquí que, a la muerte de Constante, los arrianos, que habían afianzado sus posiciones y aumentado en número, pudieron apoyarse en la influencia de la corte de Bizancio, pues el nuevo emperador Constancio no recataba su adhesión a la secta. Otros conciliábulos, los de Arlés, Aquileya y Milán, donde se condenan y, en consecuencia, son desterrados, los grandes defensores de la doctrina de Nicea; Osio, Eusebio de Vercelli, Lucífero de Callas, Dionisio de Milán y el propio papa Liberio. Es éste el momento del apogeo del arrianismo: el mundo, según observará San Jerónimo, parece gemir bajo su yugo. Atanasio tiene que huir, pues el emperador impone al hereje Jorge de Capadocia como obispo de Alejandría; el refugio para Atanasio esta vez será el desierto y la compañía de los religiosos que tanto le admiran y le veneran: en este lapso de tiempo escribe el Santo varias de sus obras más notables.

  Al morir Constancio, sube al trono imperial Juliano el Apóstata, hombre de temperamento atormentado y complejo, que se asigna en vano la misión de restablecer el paganismo en la vida social y religiosa del Imperio. Para demostrar su indiferencia ante la lucha entre católicos y arrianos, llama de su destierro a todos los condenados por su antecesor. Vuelve a su sede Atanasio en febrero del 362 sin dificultad, pues el usurpador Jorge de Capadocia había muerto en un motín popular, y el pueblo recibe triunfalmente a su pastor legítimo. De todo el Egipto llegaron gentes a la capital: las calles por donde pasaba el ilustre perseguido, montado en un asno como el Señor en Jerusalén, eran rociadas con perfumes y toda la ciudad fue engalanada e iluminada por la noche.

De febrero a octubre, la actividad y el celo de Atanasio fueron asombrosos: sospechaba el Santo que todavía a sus sesenta y siete años le esperaba otro destierro: el más corto, pero el más terrible, porque lo que se intentaba era en esta ocasión quitarle la vida. A los dos meses de estar en su sede ya había reunido un concilio en Alejandría: la torpe política de Juliano, que favorecía a los arrianos más exaltados y paganizantes, abrió los ojos a los semiarrianos, los cuales, aprovechando las decisiones del concilio, que facilitaba su retorno a la verdad, fueron admitidos a la comunión católica en gran número. La simpatía despertada por la virtud y la sabiduría de Atanasio suscitaba entre los gentiles copiosas conversiones, cuya noticia irritó profundamente a Juliano: "Proscribe al miserable Atanasio —escribió al prefecto de Egipto—, que, reinando yo, se ha atrevido a bautizar a mujeres griegas de rango distinguido". El edicto del quinto y último destierro se fijó en las calles de Alejandría el 23 de octubre del mismo año 362. Atanasio se dio cuenta que se cernía sobre la Iglesia una persecución sangrienta y que él podía ser la primera víctima. Decidió huir para el bien de su pueblo, escapó aquella misma noche remontando en una barca las aguas del Nilo vestido de pescador, antes de que fueran a prenderle; los esbirros le siguieron por el río y, al notar el Santo que le iban a dar alcance, dio un viraje a la barca; los perseguidores le preguntan si había visto a Atanasio, y él y sus acompañantes contestan: "Por ahí mismo ha pasado". Escondido en las afueras de la ciudad, decidió dirigirse otra vez al desierto, Los monjes a millares, con sus abades al frente, salieron a recibirle tremolando ramas de árboles y cantando himnos de gozo.

 La muerte de Juliano devolvió a Alejandría su venerado obispo, pero el emperador Valente, influido por Eudoxio, patriarca intruso de Constantinopla, con el pretexto de velar por la paz pública, dio un decreto de destierro para todos los obispos depuestos por Constancio y restablecidos por Juliano. Atanasio estaba incluido en el número. Tuvo que esconderse todavía el campeón de la fe ortodoxa, pero el pueblo, soliviantado ante la injusticia, reclamó la presencia de su obispo: las fuerzas imperiales de seguridad tuvieron que retirarse ante el temor de una temible sedición popular. Atanasio, en este año de 365, el septuagésimo de su edad, tenía ya demasiada grandeza para ser perseguido o protegido por el Imperio. Gobernó tranquilo su iglesia durante ocho años más, los necesarios para vislumbrar la derrota casi definitiva de la herejía. Murió el 2 de mayo del 373. El martirologio romano, con su sobria elegancia, anuncia la muerte del confesor y doctor de la Iglesia, celebérrimo en santidad y doctrina, en cuya persecución se había conjurado todo el orbe. El, sin embargo, defendió la fe católica desde el tiempo de Constantino hasta Valente contra emperadores, presidentes y un sinnúmero de obispos arrianos; acosado de los malos, insidiosamente anduvo prófugo por todo el orbe hasta no restarle en la tierra lugar seguro donde esconderse. Finalmente, vuelto a su iglesia después de tantos trabajos y tantas coronas de paciencia, muere en su lecho, a los cuarenta y seis años de sacerdocio, imperando Valentiniano (Valente) —no es de extrañar que la historia le haya reservado el título de "Grande”. 

RAMÓN CUNILL


1 may 2014

Las gafas de Dios



Iba un difunto camino del cielo, donde esperaba encontrarse con  Dios para su juicio. Se acercó a la entrada: las puertas estaban abiertas de par en par y nadie vigilaba. Se animó y cruzó la puerta. ¡Estaba dentro del cielo! De sala en sala se fue internando en el cielo, hasta que llegó a lo que tendría que ser la oficina de Dios; en su centro vio, sobre un escritorio, las gafas de Dios. No pudo resistir la tentación de echar una mirada a la Tierra con esas gafas. Con ellas se veía la realidad profunda de todo y de todos: lo profundo de las intenciones de los políticos, las auténticas razones de los economistas, las tentaciones de los hombres de Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras partes de la humanidad. . .

Entonces se le ocurrió localizar a su socio de la financiera donde trabajaba; lo logró; en ese instante su colega estafaba a una pobre mujer viuda con un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la miseria para siempre. Al ver la injusticia que su socio iba a realizar, tuvo un profundo deseo de justicia. Buscó bajo la mesa el banquito de Dios y lo lanzó a la Tierra. El banquito le pegó un gran golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.

En ese momento Dios llegaba a su despacho. Nuestro amigo se  sobresaltó; Dios le llamó, pero no estaba irritado. Simplemente le preguntó qué estaba haciendo. El pobre trató de explicar que había entrado en la gloria porque estaba la puerta abierta; él quería pedir permiso; pero no sabía a quién...

-No, no -le dijo Dios-, no te pregunto eso. Lo que te pregunto es lo que hiciste con mi banquito.

Animado, le contó que había entrado en su despacho, había visto el escritorio y las gafas, y no había resistido la tentación de echar una miradita al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.

-No, no -volvió a decirle Dios. Todo eso está muy bien. No hay nada que perdonar. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran capaces de ver el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?

Animado del todo, le contó a Dios que había estado observando a su socio justamente cuando cometía una tremenda injusticia, y que sin pensar en nada había tomado el banquito y se lo había arrojado a la espalda.

-¡Ah, no! -volvió a decirle Dios-. Ahí te equivocas. No te diste  cuenta de que, si bien te habías puesto mis gafas, te faltaba tener mi corazón. Imagínate que si yo cada vez que veo una injusticia en la Tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No, hijo mío. No. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis gafas, si no se está bien seguro de tener también mi corazón. Solo tiene derecho a juzgar el que tiene el poder de salvar.

Si viéramos y valoráramos el mundo, la vida y las personas con las «gafas de Dios»... 

Santo Evangelio 1 de Mayo de 2014

Autor: Miguel Escobar | Fuente: Catholic.net
El que cree en el Hijo tiene vida eterna
Juan 3, 31-36. Pascua. El testimonio de un cristiano puede ser más poderoso que mil discursos.

El que cree en el Hijo tiene vida eterna
Del santo Evangelio según san Juan 3, 31-36 

El que viene de arriba está por encima de todos: el que es de la tierra, es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, y su testimonio nadie lo acepta. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él». 

Oración introductoria 

Padre de amor, que nos has hecho partícipes de tu misma vida, concédenos a todos los cristianos, y a los hombres de buena voluntad realizar, en las circunstancias particulares y en los acontecimientos de la historia, nuestra vocación de hijos de Dios, a ejemplo de tu hijo Jesucristo. Amén 

Petición 

Señor, que los dones recibidos en esta pascua den fruto abundante en toda Nuestra vida. Por Jesucristo Nuestro Señor. 

Meditación del Papa Francisco 

¿Quién nos hace reconocer que Jesús es "la" Palabra de la verdad, el Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que "nadie puede decir: "Jesús es el Señor", si no está impulsado por el Espíritu Santo". Es solo el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la verdad. Jesús lo define el "Paráclito", que significa "el que viene en nuestra ayuda", el que está a nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y, en la Última Cena, Jesús asegura a sus discípulos que el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas, recordándoles sus palabras. 
¿Cuál es entonces la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la vida de la Iglesia para guiarnos a la verdad? En primer lugar, recuerda e imprime en los corazones de los creyentes las palabras que Jesús dijo, y precisamente a través de estas palabras, la ley de Dios -como lo habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento-, se inscribe en nuestros corazones y en nosotros se convierte en un principio de valoración de las decisiones y de orientación de las acciones cotidianas; se convierte en un principio de vida. (S.S. Francisco, 15 de mayo de 2013). 

Reflexión 

Los que participan en la vida divina, forman la familia de Dios. En ella, al modo de la familia humana, hay relaciones de paternidad y filiación, de fraternidad, y el clima apropiado para que estas relaciones se estrechen y se refuercen cada vez más. A esta familia no se pertenece por generación natural, sino por generación de fe, de amor y de esperanza. Las puertas de la casa familiar están siempre abiertas: Todos los hombres están invitados a entrar, pero ninguno obligado. Los caminos por los que se llega al solar familiar del Padre son muy variados: los hay rectos y los hay tortuosos; unos son más largos y otros son más cortos. Todos llevan sin embargo a la casa del Padre. A lo largo de la historia han habido y habrá quizá quienes no quieran entrar y se queden fuera, pero el que entre pasará a disfrutar de los beneficios de la familia de Dios. 

Formamos parte de la familia de Dios que se hace presente en la historia por medio de la Iglesia, debemos vivir cada día como buenos hijos de esta familia, como hijos dignos de este Padre que tanto nos ama, y como hermanos que se entregan generosamente a sus hermanos. El testimonio de un cristiano puede ser más poderoso que mil discursos, para resucitar en el corazón de tantos otros el deseo de Dios. 

Propósito 

Revisemos nuestro interior a la luz de Dios para ver si hemos dado en nuestra vida espacio y tiempo para que Dios hable a nuestro corazón. 

Diálogo con Cristo 

Señor me acerco a ti con el firme propósito de dirigir mi vida y mis pensamientos según tus criterios. No permitas que el materialismo y las prisas cotidianas me mantengan lejos de tu amor. Fortalece en mi corazón la semilla que tú sembraste en el bautismo para que para que crezca en mi alma la vida de gracia. Y Ayúdame a acercar a otros a participar de este don con el ejemplo de mi vida diaria. Así sea. 


¿Para que fin nos ha creado Dios?, se pregunta la tradición catequética. E iluminados por la gran fe de la Iglesia, tenemos que repetir pequeños y grandes, estas palabras u otras semejante: Dios nos ha creado para conocerlo y amarlo en esta vida y gozar de él eternamente (Juan Pablo II CATEQUESIS DE DICIEMBRE DE 1986) 

1 de mayo SAN JOSÉ OBRERO

1 de mayo

SAN JOSÉ OBRERO


"El 1 de mayo de 1955—escribe un testigo presencial— Roma era un hervidero de gente sencilla y morena, con mirada abierta y espontánea. Aquí y allá, en los bares y vías que acercan al Vaticano, grupos de hombres, mujeres y niños, mezclados en alegre algarabía, despachaban el leve bagaje de sus mochilas y apuraban unas tazas de rico café. En su derredor parecía soplar un aire nuevo, sin estrenar. Hasta tal punto que el semblante de la Ciudad Eterna, acostumbrado a todos los acontecimientos y a todas las extravagancias de todos los pueblos de la tierra, parecía asombrado ante aquella avalancha nueva de cuerpos duros y curtidos y de almas ingenuas, que desbordaban todo lo previsto."

 Se diría que había un presentimiento. Cuando aquellos grupos confluyeron en una de las grandes plazas romanas y a lo largo de las amplias márgenes del Tíber e iniciaron su marcha hacia el Vaticano, flotaba algo en el ambiente. La vía de la Conciliación se estremecía con un eco nuevo, el de las rotundas voces de los obreros del mundo, que, al compás de bravos himnos, y bajo sus guiones y pancartas, representando a todos sus hermanos del mundo, avanzaban al encuentro del Papa.

 Era una riada inmensa de vida, de calor, de entusiasmo. Bajo el crepitar de los camiones, cargados de trabajadores, que con sus instrumentos de trabajo avanzaban hacia la plaza de San Pedro, corría una multitud alegre y sencilla, gritando hermosas consignas: "¡Viva Cristo Trabajador! ¡Vivan todos los trabajadores! ¡Viva el Papa!". Aquellos doscientos mil hombres superaban el viejo latido de odio y de muerte, cambiándolo por otro de resurrección y de vida.

 Oigamos de nuevo al mismo cronista: "Con espíritu nuevo y conciencia clara de la nobleza trabajadora la inmensa muchedumbre fue llenando, en creciente oleaje, la monumental plaza de San Pedro. Las fontanas se transformaron en racimos humanos y sobre la enardecida concentración el obelisco neroniano parecía un dedo luminoso que apuntaba tercamente la ruta de los luceros, la única capaz de redimir al doliente mundo del trabajo. A los pies mismos de la basílica se detenía el oleaje humano y bajo el balcón central de la iglesia más monumental del cristianismo se levantaba el rojo estrado papal. Pronto apareció en él la blanca figura del Vicario de Cristo mientras la plaza entera vibraba en un ensordecedor griterío y un continuo agitar de pañuelos y pancartas. Las fontanas parecían abrir sus bocas para gritar, el obelisco se estiraba más y más hacia el cielo y la majestuosa columnata de Bernini tenía un movimiento de gozo y de gloria. Todo se movía en torno al Cristo en la tierra, y por las cornisas y capiteles —como bandada de palomas al viento— iban saltando los gritos de paz, trabajo y amor.

 "De la inmensa plaza se fueron destacando pequeños grupos de obreros, portadores de mil obsequios calientes que el mundo del trabajo ofrecía al Papa. Los vimos subir las gradas del estrado y arrodillarse, con sus manos llenas y toscas, ante el Cristo visible en la tierra. Algunos, con serenidad, decían una frase densamente aprendida. Otros, vencidos por el momento grandioso, lo olvidaban todo e improvisaban ricas espontaneidades, O no hacían más que mirar al Papa, cara a cara, y llorar. La plaza seguía gritando por su descomunal boca de doscientos cuarenta metros de anchura y volando en alas de los doscientos mil corazones de obreros. Sólo cuando el Papa se levantó quedó muda y sobrecogida, como un desierto silencioso. Sobre el silencio palpitante vibró la voz del papa Pío XII.

 “¡Cuántas veces Nos hemos afirmado y explicado el amor de la Iglesia hacia los obreros! Sin embargo, se propaga difusamente la atroz calumnia de que "la Iglesia es la aliada del capitalismo contra los trabajadores". Ella, madre y maestra de todos, ha tenido siempre particular solicitud por los hijos que se encuentran en condiciones más difíciles, y también, de hecho, ha contribuido poderosamente a la consecución de los apreciables progresos obtenidos por varias categorías de trabajadores. Nos mismo, en el radiomensaje natalicio de 1942, decíamos: "Movida siempre por motivos religiosos, la Iglesia condenó los diversos sistemas del socialismo marxista y los condena también hoy, siendo deber y derecho suyo permanente preservar a los hombres de las corrientes e influjo que ponen en peligro su salvación eterna".

 "Pero la Iglesia no puede ignorar o dejar de ver que el obrero, al esforzarse por mejorar su propia condición, se encuentra frente a una organización que, lejos de ser conforme a la naturaleza, contrasta con el orden de Dios y con el fin que ÉI ha señalado a los fieles terrenales. Por falsos, condenables y peligrosos que hayan sido y sean los caminos que se han seguido, ¿quién y, sobre todo, qué sacerdote o cristiano podrá hacerse el sordo al grito que se levanta del profundo y que en el mundo de Dios justo pide justicia y espíritu de hermandad?"

 Sin embargo, la fiesta, con toda su hermosura, hubiera podido quedar como una más entre las muchas que se han celebrado en la magnífica plaza de San Pedro y el discurso como uno de tantos entre los pronunciados por el papa Pío XII. No fue así. Por boca del Sumo Pontífice la Iglesia se aprestó a hacer con la fiesta del 1 de mayo lo que tantas veces había hecho, en los siglos de su historia, con las fiestas paganas o sensuales: cristianizarlas.

 El 1 de mayo había nacido en el calendario, de las festividades bajo el signo del odio. Desde mediados del siglo XIX esa fecha se identificaba en la memoria y en la imaginación de muchos con los bulevares y las avenidas de las grandes ciudades llenas de multitudes con los puños crispados. Era un día de paro total en que el mundo de los proletarios recordaba a la sociedad burguesa hasta qué punto había quedado a merced del odio de los explotados. Y esa fiesta, la fiesta del odio, de la venganza social, de la lucha de clases, iba a transformarse por completo en una fiesta litúrgica, solemnísima, del máximo rango (doble de primera clase), con su hermoso oficio propio y su misa también propia.

 El Papa lo anunció con toda solemnidad: "Aquí, en este día 1 de mayo, que el mundo del trabajo se ha adjudicado como fiesta propia, Nos, Vicario de Jesucristo, queremos afirmar de nuevo solemnemente este deber y compromiso, con la intención de que todos reconozcan la dignidad del trabajo y que ella inspire la vida social y las leyes fundadas sobre la equitativa repartición de derechos y de deberes”.

 "Tomado en este sentido por los obreros cristianos el 1 de mayo, recibiendo así, en cierto modo, su consagración cristiana, lejos de ser fomento de discordias, de odios y de violencias, es y será una invitación constante a la sociedad moderna a completar lo que aún falta a la paz social. Fiesta cristiana, por tanto; es decir, día de júbilo para el triunfo concreto y progresivo de los ideales cristianos de la gran familia del trabajo. A fin de que os quede grabado este significado... nos place anunciaros nuestra determinación de instituir, como de hecho lo hacemos, la fiesta litúrgica de San José Obrero, señalando para ella precisamente el día Uno de Mayo. ¿Os agrada. amados obreros, este nuestro don? Estamos seguros que sí porque el humilde obrero de Nazaret no sólo encarna, delante de Dios y de la Iglesia, la dignidad del obrero manual, sino que es también el próvido guardia de vosotros y de vuestras familias".

 Y desde aquella tarde serena y gozosa el 1 de mayo entraba en el calendario católico bajo la advocación de San José Obrero.

 Los liturgistas pondrán, ciertamente, una vez más, su nota de escrúpulo ante esta fiesta de tipo ideológico, recordando que el ciclo litúrgico es esencialmente conmemoración de acontecimientos, no de ideas. Sin embargo, aunque en la línea de una exquisita pureza litúrgica pueda caber la discusión, no hay lugar a ella desde el punto de vista pastoral. Una fiesta, inserta en una fecha ya consagrada como exaltación del trabajo, resulta pedagógicamente admirable, en orden a llevar de una manera gráfica, plástica, colorida y vital un manojo de ideas a las muchedumbres de hoy.

 Plástica, colorida y vital resulta la idea de la dignidad del trabajo cuando la encontramos, no al través de unos párrafos oratorios, sino encarnada en la sublime sencillez de la vida del mismo padre putativo de Jesucristo. Él había dicho ya en el Antiguo Testamento: “Mis caminos no son vuestros caminos y mis pensamientos no son vuestros pensamientos". Cualquiera de nosotros, consultado, hubiera sido de opinión de que era preferible que Jesucristo, puesto a traer al mundo el mensaje de una ideología que forzosamente habría de chocar con el mundo de entonces, hubiera nacido rodeado de lo que solemos llamar un prestigio social: de familia ilustre, sin angustias económicas, en alguna ciudad, como la antigua Roma, que resultase crucial en la marcha de los tiempos.

 Pero no fue así. Antes al contrario. Jesucristo elige para sí, para su Madre bendita, para San José, un ambiente de auténtica pobreza. Entendámonos: no un ambiente de pobreza más o menos convencional, de vida sencilla pero al margen de preocupaciones económicas, sino la áspera realidad de tener que ganarse el pan trabajando, de tener que disipar los tenues ahorrillos en el destierro, de tener que sufrir muchas veces la amargura de no poder disponer ni siquiera de lo necesario.

 Desde los Evangelios apócrifos, con su muchedumbre de milagros adornando la niñez de Jesucristo, hasta el mismo San Ignacio poniendo, con encantadora ternura, la figura de una criadita que acompañe al matrimonio camino de Belén, los cristianos nos hemos rebelado muchas veces contra ese designio de la Divina Providencia que se nos antojaba excesivo. Cuando hemos querido imaginar a la Santísima Virgen le hemos dado siempre trabajos que traían consigo un halo de poesía:

La Virgen lava pañales
y los tiende en el romero...

 Pero lo cierto es que la Virgen habría de lavar más de una vez las humildes escaleras de la casita y barrer el pobre taller, y preparar la frugal comida. Y, junto a ella, también a San José habría de corresponderle su parte en las consecuencias de tanta pobreza.

 Sabemos que fue carpintero. Alguno de los Padres apostólicos, San Justino, llegó a ver toscos arados romanos trabajados en el taller de Nazaret por el Patriarca San José y el mismo Jesús. Fuera de esto, todo lo demás son conjeturas. Pero conjeturas hechas a base de certeza, si cabe hablar paradójicamente, pues, por mucho que queramos forzar nuestra imaginación, siempre resultará que fue difícil y dura la vida de un pobre carpintero de pueblo, que a su condición de tal ha añadido las tristes consecuencias de haber vivido algún tiempo en el destierro.

 Porque si algunos ahorros hubo, si algo pudo llegar a valer aquel tallercito, ciertamente que todo hizo falta cuando, como consecuencia de la persecución de Herodes, la Sagrada Familia hubo de marchar a Egipto. Dura la vida allí. Dura también la vida a la vuelta.

 En este ambiente vivió Jesucristo. Y éste es el modelo que hoy se propone a todos los cristianos. Para que cada cual aprenda la lección que le corresponde.

 Quiere la Iglesia que la fiesta de San José Obrero sirva, como dice la sexta lección del oficio, para despertar y aumentar en los obreros la fe en el Evangelio y la admiración y el amor por Jesucristo; sirva para despertar en los que gobiernan la atención hacia aquellos que sufren, y el deseo de poner en práctica las cosas que pueden conducir a un recto orden en la sociedad humana; sirva para corregir en la sociedad los falsos criterios mundanos que en tantas ocasiones llegan a penetrarla por completo.

 Insistamos en esta triple idea.

 Como consecuencia de la profunda revolución que supuso el maquinismo surgió, a mediados del siglo XIX, una nueva clase social; el proletariado. No puede decirse que esta clase social se haya apartado de la Iglesia. En realidad, estuvo en la mayor parte de los países, salvemos excepciones tan gloriosas como Irlanda, totalmente al margen de ella. Sometida a unas condiciones infrahumanas de vida, a una jornada agotadora de trabajo, a una situación económica aflictiva, hubo forzosamente de abrirse a ideologías paganas y materialistas. Gestos tan nobles como la magistral encíclica del papa León XIII Rerum Novarum cayeron en el vacío. Una sociedad que se llamaba cristiana desoyó por completo tales llamamientos. Entonces surgió poderoso, amenazador, el auge del marxismo, y posteriormente el arraigo del comunismo en esas masas, y su triunfo político en algunas naciones.

 A tal situación se trata de oponer, más que una ideología, un símbolo: el de San José Obrero. Late en él toda una concepción de la vida, y del papel del trabajo en ella. Diríamos que toda una teología del trabajo. Como dice el responsorio de sexta y de nona: "El verbo de Dios, por quien han sido hechas todas las cosas se ha dignado trabajar por sus propias manos... ¡Oh inmensa dignidad del trabajo que Cristo santificó!" Es más: en ese mismo trabajo resplandece una ley divina, establecida por el Creador de todas las cosas, según recuerda la oración de la misa.

 Pero la fiesta no es sólo una predicación de la dignidad del trabajo y un recuerdo de que ese trabajo ha sido compartido por el hijo de Dios y por San José. Es también un aldabonazo en la conciencia de quienes gobiernan. A ellos se les recuerda cuáles son sus obligaciones en relación con los pobres y con los humildes. Dice así el papa Pío XII: "La acción de las fuerzas cristianas en la vida pública mira, ciertamente, a que se promueva la promulgación de buenas leyes y la formación de instituciones adaptadas a los tiempos, pero también más aún significa el destierro de frases huecas y de palabras engañosas, y el sentirse la generalidad de los hombres apoyados y sostenidos en sus legítimas exigencias y esperanzas. Es necesario formar una opinión pública que, sin buscar el escándalo, señale con franqueza y valor las personas y las circunstancias que no se conforman con las leyes e instituciones justas o que deslealmente ocultan la realidad. Para lograr que un ciudadano cualquiera ejerza su influjo no basta ponerle en la mano la papeleta del voto u otros medios semejantes. Si desea asociarse a las clases dirigentes, si quiere, para el bien de todos, poner alguna vez remedio a la falta de ideas provechosas o vencer el egoísmo invasor, debe poseer personalmente las necesarias energías internas y la ferviente voluntad de contribuir a infundir una sana moral en todo el orden público".

 No se trata de algo puramente retórico. Hay detrás de todo esto auténticas tragedias. Como, en esta misma fiesta, decía el papa Juan XXIII en 1959: "A diario llega a nosotros el grito doloroso de tantos hijos nuestros que piden pan para sí y para sus seres queridos, buscan trabajo, solicitan empleo seguro... A ellos, por tanto, debe dirigirse la común solicitud, y confiamos en que, con oportunas medidas y con solícito cuidado, se resuelvan las dificultades encontrándoles la debida y necesaria fuente de sustento y de serenidad familiar".

 Desgraciadamente, se hace necesario también una tercera actuación de esta fiesta, no sólo sobre los trabajadores y los dirigentes, sino sobre la misma sociedad. El Evangelio de la fiesta nos recuerda el desdén con que las gentes contemporáneas de Jesucristo comentaban, al oír su predicación, que se trataba del hijo de un carpintero. Después de veinte siglos de cristianismo todavía queda mucho de aquél, y estamos lejos de apreciar en nuestra vida corriente y normal la sublime dignidad del hombre, aunque sea de condición humilde y tenga que trabajar con sus manos. Nos escandaliza encontrar en la historia épocas en que este trabajo era, en ambientes que se decían cristianos, algo deshonroso, que podía incluso, si se encontraba en los antepasados, impedir el acceso a algunas Ordenes religiosas. Pero no nos costaría mucho encontrar idénticos criterios mundanos, paganos, construidos de espaldas al verdadero cristianismo, en nuestra misma sociedad de hoy. Hay mucho que reformar. Para que los puestos de dirección se den a quien se lo merezca, y no por razón de nacimiento o influencia; para que nuestras clases sociales sean permeables, y sea, por consiguiente, fácil el paso de unas a otras; para que se superen añejos prejuicios raciales o sociales; para que en todas partes, en las Asociaciones católicas, en los colegios, en el trabajo, en la amistad..., todos nos sintamos verdaderamente hermanos.

 Este es el triple fruto que la Iglesia se propone obtener con la institución de la fiesta de San José Obrero.

 Ningún colofón final mejor que reproducir aquí la hermosa oración con que el papa Juan XXIII terminaba su alocución en esta fiesta el año 1959.

 " ¡Oh glorioso San José, que velaste tu incomparable y real dignidad de guardián de Jesús y de la Virgen María bajo la humilde apariencia de artesano, y con tu trabajo sustentaste sus vidas, protege con amable poder a los hijos que te están especialmente confiados!

 "Tú conoces sus angustias y sus sufrimientos porque tú mismo los probaste al lado de Jesús y de su Madre. No permitas que, oprimidos por tantas preocupaciones, olviden el fin para el que fueron creados por Dios; no dejes que los gérmenes de la desconfianza se adueñen de sus almas inmortales. Recuerda a todos los trabajadores que en los campos, en las oficinas, en las minas, en los laboratorios de la ciencia no están solos para trabajar, gozar y servir, sino que junto a ellos está Jesús con María, Madre suya y nuestra, para sostenerlos, para enjugar el sudor, para mitigar sus fatigas. Enséñales a hacer del trabajo, como hiciste tú, un instrumento altísimo de santificación".

 LAMBERTO DE ECHEVERRÍA