25 jul 2015

Santo Evangelio 25 de julio de 2015



Día litúrgico: 25 de Julio: Santiago apóstol, patrón de España

Texto del Evangelio (Mt 20,20-28): En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró como para pedirle algo. Él le dijo: «¿Qué quieres?». Dícele ella: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino». Replicó Jesús: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?». Dícenle: «Sí, podemos». Díceles: «Mi copa, sí la beberéis; pero sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre». 

Al oír esto los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. Mas Jesús los llamó y dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».

«¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?»

Mons. Octavio RUIZ Arenas Secretario del Pontificio Consejo para la promoción de la Nueva Evangelización 
(Città del Vaticano, Vaticano)
Hoy, el episodio que nos narra este fragmento del Evangelio nos pone frente a una situación que ocurre con mucha frecuencia en las distintas comunidades cristianas. En efecto, Juan y Santiago han sido muy generosos al abandonar su casa y sus redes para seguir a Jesús. Han escuchado que el Señor anuncia un Reino y que ofrece la vida eterna, pero no logran entender todavía la nueva dimensión que presenta el Señor y, por ello, su madre va a pedir algo bueno, pero que se queda en las simples aspiraciones humanas: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino» (Mt 20,21). 

De igual manera, nosotros escuchamos y seguimos al Señor, como lo hicieron los primeros discípulos de Jesús, pero no siempre logramos entender a cabalidad su mensaje y nos dejamos llevar por intereses personales o ambiciones dentro de la Iglesia. Se nos olvida que al aceptar al Señor, tenemos que entregarnos con confianza y de manera plena a Él, que no podemos pensar en obtener la gloria sin haber aceptado la cruz. 

La respuesta que les da Jesús pone precisamente el acento en este aspecto: para participar de su Reino, lo que importa es aceptar beber de su misma «copa» (cf. Mt 20,22), es decir, estar dispuestos a entregar nuestra vida por amor a Dios y dedicarnos al servicio de nuestros hermanos, con la misma actitud de misericordia que tuvo Jesús. El Papa Francisco, en su primera homilía, recalcaba que para seguir a Jesús hay que caminar con la cruz, pues «cuando caminamos sin la cruz, cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor». 

Seguir a Jesús exige, por consiguiente, gran humildad de nuestra parte. A partir del bautismo hemos sido llamados a ser testigos suyos para transformar el mundo. Pero esta transformación sólo la lograremos si somos capaces de ser servidores de los demás, con un espíritu de gran generosidad y entrega, pero siempre llenos de gozo por estar siguiendo y haciendo presente al Señor.


«No sabéis lo que pedís. (…) sentarse a mi derecha o a mi izquierda (…) es para quienes está preparado por mi Padre»

+ Rev. D. Antoni ORIOL i Tataret 
(Vic, Barcelona, España)
Hoy, en el fragmento del Evangelio de San Mateo encontramos múltiples enseñanzas. Me limitaré a subrayar una, la que se refiere al absoluto dominio de Dios sobre la historia: tanto la de todos los hombres en su conjunto (la humanidad), como la de todos y cada uno de los grupos humanos (en nuestro caso, por ejemplo, el grupo familiar de los Zebedeos), como la de cada persona individual. Por esto, Jesús les dice claramente: «No sabéis lo que pedís» (Mt 20,22).

Se sentarán a la derecha de Jesucristo aquellos para quienes su Padre lo haya destinado: «Sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre» (Mt 20,23). Así de claro, tal como suena. Precisamente decimos en español: «No se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad del Señor». Y así es porque Dios es Dios. Digámoslo también a la inversa: si no fuera así, Dios no sería Dios.

Ante este hecho, que se sobrepone ineludiblemente a todo condicionamiento humano, a los hombres sólo nos queda, en un principio, la aceptación y la adoración (porque Dios se nos ha revelado como el Absoluto); la confianza y el amor mientras caminamos (porque Dios se nos ha revelado, a la vez, como Padre); y al final... al final, lo más grande y definitivo: sentarnos junto a Jesús (a su derecha o a su izquierda, cuestión secundaria en último término).

El enigma de la elección y la predestinación divinas sólo se resuelve, por nuestra parte, con la confianza. Vale más un miligramo de confianza depositada en el corazón de Dios que todo el peso del universo presionando sobre nuestro pobre platillo de la balanza. De hecho, «Santiago vivió poco tiempo, pues ya en un principio le movía un gran ardor: despreció todas las cosas humanas y ascendió a una cima tan inefable que murió inmediatamente» (San Juan Crisóstomo).

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San Cristobal 25 de julio



SAN CRISTÓBAL

 († s. III)

 25 de julio


Aguerrido y asaz petulante es el mozo. Sueña con aventuras y se ha propuesto no cejar en el empeño. Sabe que tiene buen porte y anda muy pagado de su figura gentil. Tan airosa es su facha que, andando los siglos, se leerá en el himno antiguo del Breviario Toledano: "Elegans statura, mente elegantior, —Visu fulgens, corde vibrans,— Et capillis rutilans" (Lindo talle, de mejor entendimiento —ojos alegres, corazón ardiente—, y de cabellos rubios rutilantes). Pero el mozo no conoce aún la Luz verdadera y sólo para mientes en sus ansias de gloria.

Se le conoce por varios nombres. Offero, Réprobo, Relicto y Adócimo. Por todos ellos responde el joven, muy pagado de su alcurnia y su linaje. Porque es el unigénito, y primogénito de un rey cananeo, cuya esposa veía transcurrir su vida sin descendencia. Su nacimiento le ha costado muchas lágrimas y muchos rezos.

 Relicto —el nombre más usual en sus biografías— ha visto la luz primera en tierra cananea. Acaso en Tiro, acaso en Sidón. Ambas se disputan la supremacía de la Tierra de Promisión, dada por Dios hace muchos años a los hijos de Israel, en premio a los inmensos trabajos que padecieron por espacio de cuatro centurias uncidos a la tiranía de los faraones.

 Ambas ciudades envuelven su cuna en leyendas mitológicas, y de ellas habla la Biblia en sus primeros libros. El Génesis (10, 19) designa a Sidón ya con este nombre, y en el libro de Josué (11, 8) Tiro pasa por ser una plaza fuerte.

 Ambas asimismo rivalizaron en importancia y lucharon con denuedo para irrogarse la supremacía del mar, detentada a la postre por Tiro, madre de ciudades, como Hipona y Cartago, en Africa del Norte.

 Las dos aportaron la madera incorruptible de los famosos cedros para el Templo que Salomón levantara a Yahvé, el Dios único. Hiram, rey de Tiro, había recibido del más sabio de los hijos de los hombres apremiante mensaje: "Quiero edificar a Yahvé, mi Dios, una casa como se lo manifestó Yahvé a mi padre David, diciendo: "Tu hijo al que pondré yo en tu lugar sobre tu trono, edificará una casa a mi nombre". "¡Manda, pues, cortar para mí cedros en el Líbano; mis siervos se unirán a los tuyos, y yo te daré lo que tú me pidas, pues bien sabes que no hay entre nosotros quien sepa labrar la madera como los sidonios".

 Hiram contestó: "He oído lo que has mandado a decir. Haré lo que me pides en cuanto a la madera de cedros y cipreses. Mis siervos los bajarán del Líbano al mar y yo los haré llegar en balsas, hasta el lugar que tú me digas. Allí se desatarán y tú los tomaras, y cumplirás mi deseo proveyendo de víveres mi casa" (3 Reg. 5).

 Por "el país de Tiro y de Sidón" pasó Jesús derramando mercedes. "Señor, hijo de David, ten lástima de mi: mi hija es cruelmente atormentada del demonio" (Mt. 15, 22), oyó el Maestro en estas tierras, cuyos habitantes supieron de la majestad omnipotente del Hijo de Dios y merecieron sus palabras de consuelo y esperanza "¡Ay de ti, Corozain!, ¡ay de ti, Betsaida!, que si en Tiro y en Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo que Tiro y Sidón serán menos rigurosamente tratadas en el día del juicio que vosotras."

 Mas la historia no cuenta para Relicto, quien sólo piensa en aventuras y en oropeles. ¿Le empujan acaso los soberbios bajeles que el mozo contempla en el puerto de Tiro o en el de Sidón, y con los cuales ambas ciudades siguen manteniendo su hegemonía marítima, heredada de siglos, por el Mediterráneo? ¿O quizá su noble alcurnia, pues se sabe hijo de un rey o virrey, con poder y con súbditos? Tal vez su noble facha y gigantesca robustez. "Era además —escribe uno de sus biógrafos— de enorme robustez, hercúlea fuerza y de tan apuesta y agradable figura, noble aspecto y disposición en su persona, que atraía a sí los ojos de cuantos le miraban".

 Para su sed de glorias, espoleada por su noble porte, Relicto pone su espada al servicio del rey. Pero un rey poderoso, no el que rige aquellos territorios. El apuesto mozo toma a deshonra servir a un monarca corto de talla y de glorias. ¿Cómo Relicto, de estatura gentil, de ojos ardientes y de cabellos rubios, valeroso y aguerrido, gigante membrudo, puede rendir su espada invicta ante un insignificante reyezuelo?

 "Púsose a considerar su elegante estatura, sus extraordinarias fuerzas, su corazón animoso, su valor tan celebrado, y, hallándose sirviendo a un rey cananeo, que, a la cuenta, o no era de mucha fama, o tenía cortas prendas para la corona, se desdeñó de servir como vasallo humilde a quien sólo le excedía en la fortuna del cetro, Pues muchas veces concedió la fortuna (en fin, como ciega y loca) las reales insignias a muchos que aun para ser mandados eran indignos. Y si abandonamos el fabuloso nombre de la fortuna, pues los cristianos no reconocemos fortuna fabulosa, sino decretos y permisiones de la divina Providencia, tal vez concedió Su Majestad el cetro a quien era indigno del trono porque no merecían los pueblos otra cosa que sus culpas, y no es éste el menor testigo de la ira, pues siente mucho el súbdito el golpe del azote cuando viene por mano del que debe ser en la república, no tirano, sino padre".

 No quería el mozo mandar, sino ser mandado. Ansiaba sólo servir, pero buscaba rey que fuese digno de ser servido. "Soy discreto —pensaba—, robusto, galán, entendido, valeroso, y ¿he de sujetarme a quien considero indigno de mandar?"

 Así, pues, deja Relicto aquellos lugares donde transcurriera su niñez y se pone en camino a la busca del rey mayor de la tierra. Tropiézase con Gordiano, emperador de Roma, empeñado a la sazón en lucha tenaz contra los persas.

 Admiróse el monarca de la prócer estatura del nuevo soldado, enamoróse de su bizarría y se aficionó al valor que demostraba.

 Llegado hasta el rey, Relicto habló sin miedo y sin tacha: "Yo, oh rey soberano, busco al mayor rey de la tierra, al rey de la mayor fama; no por interés villano de riquezas y hacienda, sino sólo por la noble codicia de honra y fama, que mis prendas, mi valor, mi gigantesca estatura, no son para servir a reyes pequeños, sino para emplearse en servicio del mayor rey del mundo. Yo allá, en Caná, servía a mi rey; mas me pareció que a un rey pigmeo no debía servir un soldado gigante. Sediento de triunfos, busqué al mayor rey de la tierra, y oí decir que a esta hora tú eras en la tierra el rey más famoso. Por eso dejé aquel rey y vengo a servirte a ti; porque ya que mi estrella me conduce a servir como vasallo, sólo he de servir al que es el mayor rey del mundo".

 Pagóse el rey de la libertad de la respuesta, o "acaso por la lisonja de oírle decir que era celebrado en la tierra por el rey mayor; que este pestilente aire de la lisonja suena, mejor que en otros, en los reales oídos. Facilísimamente pasa al pecho, que es un cebo muy dulce, y gana tanto la voluntad que pocas veces se le cierran las puertas del corazón.

 Entra Relicto a formar parte de las tropas del rey, y tanto es su valor y tanta su destreza en el combate, que el monarca lo tiene junto a sí en los momentos de peligro.

 Y, cuando vuelven las banderas victoriosas, el monarca abre sus salones a la alegría del triunfo. Relicto asiste a la fiesta, y contempla con asombro que el rey palidece cuando uno de los juglares exalta el poder de Satán.

 "Luego Satán es más poderoso que mi rey —piensa Relicto—. He de ponerme a su servicio."

 "Relicto no era el primero ni el último hombre que entre los de su estirpe creyeran en Satán, el antagonista del hombre, el príncipe de este mundo; le concebía como encarnado y real, y como a tal le seguía".

 Sale Relicto al encuentro de Satán, "el rey más poderoso de la tierra". Únese a su cortejo, presto a desenvainar la espada tan pronto el enemigo haga acto de presencia. Gran algarabía reina en los ejércitos de Satán. Mas Relicto observa que todos palidecen cuando divisan una cruz en el camino. Satán ordena un largo rodeo. El soldado se extraña.

 —¿No viste una cruz que estaba en el camino real? —responde malhumorado Satán a las preguntas del gigante.

 —La divisé, como todos los demás.

 —Pues sabe que sólo por no pasar junto a ella me aparté del camino, aunque conocía la grave molestia que se le seguía a mis gentes.

 —Pues, ¿qué mal te hace aquella cruz? ¿Es más que un palo? ¿Es más que un madero? Yo paso junto a ella sin susto —respondió, desdeñoso, Relicto.

 —Esa cruz que has visto es insignia de un capital enemigo mío, que se llama Cristo. Un hombre que, por malhechor, ha muerto crucificado en esa cruz.

 —¿Qué Señor es ése que tanta virtud da desde esa señal que ella sola llena tu pecho de pavor?

 Satán permanecía callado. No quería confesar su derrota. Relicto insistía.

 —¿No dices que ya murió en esa cruz? Pues, ¿qué te asusta, si ya perdió la vida?

 Ante el mutismo de Satán, Relicto toma una decisión tajante.

 —"Yo voy a buscar a este Cristo, que es, sin duda, más poderoso que Satán."

 "Con qué suavidad, oh Cristóbal! —exclama fray Tomas Monzón—, te va llevando hacia sí la gracia. Ya da luz a tus pasos para que sigas la dicha. Y más acelerados fueran si este enemigo te hubiera dicho también que Cristo había muerto en esa cruz por ti, por sacarte de su tiranía y redimirte de la esclavitud de la culpa; pero ya lo vas conociendo, y veremos cómo diste pasos tan gigantes que desquitaste todo el tiempo perdido, sacando ventaja en la carrera a muchos que lo conocieron con más tiempo".

 Ya tenemos a Cristóbal soldado de Cristo, "El joven licencioso, pagano, que recorre el mundo en busca de la felicidad, pero está preocupado de hallar la verdad y acallar su conciencia, que le reprende sus extravíos, ha encontrado el verdadero camino, la auténtica dicha."

 La leyenda esmaltó con bellas narraciones la vida del gigantesco soldado de Cristo. Resulta complicado y harto difícil discernir la fantasía de la verdad. La gran popularidad de San Cristóbal, perpetuada en copiosa iconografía, desparramada por todo el mundo, contribuyó poderosamente a la exaltación de tales gestas, basadas en hechos reales, pero salpicadas con fuertes dosis de imaginación.

 No puede negarse la existencia del mártir. "Fue —afirma el padre Cascón— más que suficientemente probada por el jesuita Nicolás Serario en su tratado sobre las letanías (Litaneutici) (Colonia 1609), y por Molanus en su Historia de las pinturas e imágenes sagradas (De picturis et imaginibus sacris) (Lovaina 1570)."

 La corroboran "los testimonios de los Bolandos, críticos eclesiásticos cuya misión es examinar los documentos relacionados con los santos, especialmente de los primeros tiempos, para depurarlos de lo que en ellos haya podido mezclarse de legendario, reduciendo la tradición a los límites lógicos que, como fuente de la historia, pueden admitirse".

 La patentizan los martirológios y misales antiguos, y el breviario mozárabe, en los que se alude a la existencia de Cristóbal, "mártir de Cristo bajo el reinado de Decio, emperador", y "en Licia, San Cristóbal, mártir, el cual en el imperio de Decio, deshecho con varillas de hierro y librado, por virtud de Cristo, de la voracidad de las llamas, finalmente acribillado a saetas y cortada la cabeza, consumó el martirio".

 El Martirologio da el 25 de julio como fecha de la muerte de Cristóbal, en cuyo día la Iglesia proclama el triunfo del Santo. Por coincidir la efemérides con la festividad de Santiago, Patrón de España, se traslada la conmemoración del martirio de San Cristóbal al 10 del mismo mes, en memoria de un singular prodigio acaecido en Valencia.

 Dan fe, por último, las numerosas reliquias del mártir, desperdigadas por España. Se asegura que en el año 258, poco después de su martirio, fueron traídas a nuestra Patria las reliquias del mártir. Un brazo se conserva en Santiago de Compostela, una mandíbula en Astorga, y Toledo y Valencia poseen asimismo otras reliquias venerandas del insigne soldado de Cristo.

 ¡Cristóbal, soldado de Cristo! Ya sirve a un Señor, que a nadie teme y de todos es temido. Ha muerto en la cruz, ante la que tiembla Satán y ante la que se arrodilla humilde un viejo ermitaño.

 —Decidme, hermano, ¿dónde he de encontrar a ese Cristo, Rey más poderoso que todos los pasados? —pregunta, sumiso, el arrogante soldado al eremita.

 —¿Para qué queréis hallarlo?

 —Con ánimo resuelto de servirle.

 "Regocijóse en extremo el siervo de Dios con la ocasión tan buena que se le venía a las manos, conociendo que el Señor se la enviaba para que ilustrase aquel ciego entendimiento con las luces de la fe, transformando aquel corazón bruto en un diamante peregrino que pudiese servir de anillo en la divina mano".

 Déjase Relicto instruir por el ermitaño, quien va descubriéndole los misterios de la fe verdadera.

 —¿Cómo he de servir a mi nuevo Señor? —ínstale Relicto.

 —Con la oración y el ayuno.

 —No sé rezar.

 —Ayuna entonces.

 —¿No ves mi corpulenta estatura? He de comer más que los otros para mantenerme.

 —Sírvele entonces con tu estatura y tu fuerza. Ayuda a vadear el torrente a los caminantes que lo precisen.

 Relicto obedece al ermitaño. Su cuerpo gigantesco transporta a nado sobre sus hombros a los que no se atreven a vadear el peligroso río.

 De esta guisa comenzó el nuevo soldado de Cristo a servir a su Señor. Hasta que un día divisó un niño bien pequeño en la misma ribera del río. Preguntóle qué deseaba y el pequeño le respondió que le pasase a la otra orilla. Tomóle Relicto y se lo puso al hombro, teniendo por cosa de juguete el peso.

 Dejemos a uno de los biógrafos narrarnos el milagroso hecho, cuya autenticidad no parece probada, pero que, sin embargo, inspiró la iconografía del Santo más difundida desde el Medievo.

 "Cristóbal entró animoso al río con su báculo, como jugueteando con las ondas; pero a pocos lances conoció que aquel alto bajel se iba a pique, arrebatado de la furia de la corriente. Crecían las aguas, entumecíanse las olas; procuraba cortarlas valiente, haciendo en la arena pie firme; por nada le valía, porque el pequeño Niño que llevaba en sus hombros tanto le abrumaba con el peso que si él mismo no le diera (aunque él no lo conocía) la mano, como a San Pedro, para librarle del naufragio, en ellas hubiera hallado Cristóbal su sepultura. Rendido, como sudando y gimiendo, salió a la orilla y puso (bien que admirado) al Niño en la arena, y le dijo al que imaginaba niño estas palabras: "¿Quién eres, Niño? En grande peligro me has puesto. Jamás me vi en riesgo de perder la vida, sino hoy, que te llevé sobre mi espalda. Las coléricas aguas aumentaban su enojo, y Tú ibas multiplicando el peso. No pesabas tanto al principio. ¿Quién eres, Niño, que tan en la mano tienes hacerte ligero o pesado? Creo que más pesas Tú que el mundo, pues éste no me acobardara con el peso, aunque me lo echara al hombro".

 Entonces Cristóbal oyó la respuesta que le abriría de par en par las puertas de la gracia y le señalaría el nombre que habría de adoptar en el bautismo.

 "Te llamarás Cristóforo, porque has llevado a Cristo sobre tus hombros. No te admires, Cristóbal, de que yo te pese más que el mundo, aunque me ves tan niño; porque peso yo más que el mundo entero. Yo soy de este mundo que dices, el único Criador; y así no sólo al mundo, sino al Criador del mundo, has tenido sobre tus hombros. Bien puedes gloriarte con el peso: Yo soy Cristo: Yo soy ese Señor que buscas: Ya hallaste lo que deseas, y a quien has servido tanto en estas obras piadosas, y, aunque sobra mi palabra para crédito de mi verdad, pues sólo porque yo lo digo tiene su firmeza la fe, ejecutaré un prodigio para que conozcas la grandeza de este Niño pequeño. Vuélvete a tu casa, no tienes ya que temer las olas. Fija en la tierra ese árido tronco que te sirve de báculo, que mañana le verás no sólo florido, sino coronado de frutos".

 Y el prodigio fue. A la mañana siguiente la estaca seca plantada en el suelo se había trocado en esbelta palmera cuajada de frutos.

 ¡Cristóbal, portador de Cristo! De cuatro maneras —observa monseñor Tihamer Toth— llevó el gigantesco soldado a su nuevo Señor. Sobre sus hombros, cuando el paso del río; en los labios, por la confesión y predicación de su nombre; en el corazón, por el amor, y en todo el cuerpo, por el martirio.

 Ya está preparado Cristóbal para recibir el bautismo. Se lo administra el santo patriarca Babilas en la basílica de Antioquía. Relicto cambia de nombre al profesar su fe en el Redentor. De aquí en adelante se llamará Cristóbal, es decir, portador de Cristo.

 Mas quien ha llevado una vez a Cristo sobre sus hombros ha de llevarlo siempre con su ejecutoria. De nuevo la tradición aporta una leyenda ejemplar y bellísima.

 "Allá en el siglo III de la Iglesia, a un valerosísimo cristiano, de real estirpe, le abofetea en la plaza pública un hombre de vilísima condición.

 El soldado le coge con sus puños de hierro. Le derriba en el suelo. Desenvaina la espada y la alza para darle el golpe de muerte.

 —¡Mátale, mátale! —grita el gentío que le rodea, indignado por la cobarde y desvergonzada acometida del injuriador...

 El soldado, como volviendo en sí, levanta los ojos al cielo, suelta a su ofensor, envaina la espada y dice:

 —Le mataría si no fuera cristiano.

 -¡Mátale! ¡Mátale! —le grita de nuevo el gentío.

 —¿Matarle? Le mataría si no fuera cristiano...".

 Aquel valerosísimo cristiano, de real estirpe, había recibido en el bautismo el nombre de Cristóbal.

 Mas los días de Cristóbal están ya contados. Su ardoroso celo en la predicación evangélica espolea sus ansias. Licia primero, Samos después, oyen su inflamado verbo y presencian la conversión de muchos gentiles.

 Y otra vez fue el prodigio. "En medio de la plaza de Samos se hallaba Cristóbal, a vista de todo el pueblo, arrastrados del prodigio de ver aquel monstruo (por tal le tenían) tan singular. Hablaba y predicaba; pero ni por señas le entendían. Lleváronle a la puerta donde residían los jueces; mas éstos tampoco alcanzaban los intentos de este hombre, porque ni él los entendía ni le entendían ellos, y así eran inútiles todos sus trabajos. No desconfió Cristóbal en medio de su aflicción; y si San Pablo dijo que todo lo podía en el Señor que le confortaba, lo mismo le sucedió a Cristóbal, pues, sabiendo que su Dueño era todopoderoso, y que dio lenguas a sus discípulos en el Cenáculo para que fuesen entendidos de diecisiete naciones distintas, hablando a cada uno en su particular idioma, conoció que aquí podía repetir el mismo prodigio, pues el mismo era su fin, que era predicarles la verdadera fe. Y así, en presencia de los mismos jueces, comenzó a clamar a Dios en oración tan fervorosa y humilde que, al verle todos con las rodillas en el suelo, clavados en el cielo los ojos, puestas las manos en el pecho, y que daba aquellas voces que nadie las entendía, los mismos jueces le volvieron como a loco las espaldas, dejándole como a tal por risa y escarnio del pueblo, que todo lo cercaba, o para ver el fin de aquel prodigio, o para entretenerse con el loco.

 Aquí fue donde en medio de la plaza plantó su báculo, y, haciendo breve oración a Dios, se vio convertido en palma por segunda vez, ejecutando Dios aquel milagro por que no tuviesen por loco al que les predicaba a Jesucristo. Mas presto conocieron el fruto de la oración, que ellos, como bárbaros, imaginaron locura. Porque no bien había concluido su oración, cuando la divina gracia le concedió el don de lenguas, y con el nuevo favor comenzó a predicar de Dios las maravillas".

 Llegó a oídos del rey Dagón el portentoso suceso, del que fuera protagonista uno de los cristianos, a quienes tenía ordenado por el emperador Decio su persecución y encarcelamiento. Mandó entonces el soberano soldados para que le prendieran, pero no se atrevieron y regresaron a palacio Sin Cristóbal. Enojóse sobremanera el monarca y redobló la guardia con la orden terminante de que condujesen a prisión al alborotador.

 Dejóse conducir Cristóbal maniatado, como vulgar facineroso, ante la presencia del reyezuelo, quien, colérico y enojado, preguntóle:

 —¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas?

 —Soy cananeo. Mi nombre no es ahora el mismo que antes tenía. Antes me llamaba Réprobo, y bien decía mí nombre quién yo era, pues tales eran mis obras mientras ciego vivía, como vosotros, en las tinieblas de la gentilidad, que no sólo el nombre, sino todo yo era Réprobo, hijo del demonio, hijo de la perdición. Mas ahora me llamo Cristóbal, porque mí Señor es Cristo, Hijo de Dios verdadero.

 —¿Qué nombre es ése? —replicó el tirano, disimulando su enojo—. ¿Es posible que, siendo tú bizarro y generoso cananeo, te sujetes a la vil servidumbre de este Cristo? Ese Cristo no es más que un hombre, que, por ser engañoso y malhechor, le quitaron la vida en una cruz. ¿A quién podrá salvar ese hombre si no pudo salvarse a si mismo? Deja, cananeo, ese nombre de cristiano, y no seas encantador, como ellos. Mira que mis palabras no son sólo amenazas: te aseguro que serán obras, que apuraré los martirios y te daré mil muertes si no sacrificas luego a nuestros dioses.

 —Yo soy cristiano y adoro a Jesucristo —respondió con valentía Cristóbal—. A Jesucristo, a quien llevo en mi nombre, llamándome Cristóbal, gloriándome de Él como el apóstol San Pablo, pues le llevo en el nombre, en la boca y en el pecho. Pero tú te llamas Dagón, que quiere decir muerte, porque realmente eres muerte del mundo compañero del demonio; demonios son esos ídolos que adoras, hechuras de manos de hombres.

 Montó en cólera el tirano y escupióle indignado.

 —Bien se conoce que eres bárbaro cananeo. Bruto eres en el semblante, y de bruto son tus costumbres. Mamaste leche de fieras, y así de fieras son tus obras. No quiero gastar contigo mis palabras. Te mando que sacrifiques a nuestros dioses. Si lo haces te haré singulares honras, estarás a mi lado y serás de los principales de mi reino. Pero si no quieres sacrificar, sabe que infaliblemente has de morir y con los más rigurosos martirios.

 Vano empeño del tirano, quien vio sorprendido que ya algunos soldados de su escolta proclamaban en su presencia que eran cristianos. Indignado el reyezuelo, los mandó degollar y recluir a Cristóbal en el calabozo.

 De nuevo volvió a su intento Dagón. No se le ocultaba la extraordinaria importancia de que Cristóbal abjurase de sus creencias y sacrificase a los dioses. Preparó hábil estratagema. Niceta y Aquilina, dos cortesanas de vida licenciosa, visitarán a Cristóbal en la prisión y con halagos y seducciones le harán abjurar de su fe.

 Mas, al verlas, "levantóse con brío en pie Cristóbal, con un aspecto tan feroz que, al ver la severidad y enojo de su semblante, cayeron en tierra desmayadas las mujeres, creyendo que no tenía más término su vida que hablar Cristóbal la primera palabra, pues rayos son los que arrojan los santos, que quitan la vida a sus enemigos".

 Cayeron ambas en tierra, heridas por la gracia, y confesando sus muchas faltas y proclamando su arrepentimiento, imploraron de Cristóbal el perdón.

 Dióles ánimos el mártir para que públicamente confesasen a Cristo e increpasen al tirano por su maldad. Llegadas a presencia del rey, echáronle en cara su impiedad y perfidia y burláronse de los falsos dioses, cuyas estatuas arrojaron al suelo ante el asombro de la corte.

 Furioso el soberano, ordenó matar a las dos cortesanas, quienes, invocando el auxilio de Cristóbal y renovando su profesión de fe, entregaron sus almas al Creador en medio de crueles tormentos.

 "Así fueron las dos coronadas en el mismo día, glorificando a Jesucristo con los mismos cuerpos con que antes le ofendieron".

 Todo ello no sirvió más que para exasperar al rey, quien, fuera de sí, recapacitaba la forma de deshacerse de Cristóbal, a quien no podía vencer con halagos y vanas promesas.

 Estaban ya contados los días del invicto soldado de Cristo. Ansiaba Cristóbal seguir presto la suerte de las dos convertidas por su virtud y santidad, y ansiaba también el tirano desquitarse de la afrenta infligiendo al Santo nuevos y crueles martirios.

 Intentó de nuevo apartarle de la fe con el señuelo de honores y de glorias. Empeño vano. "Lo mismo era persuadirle que adorase sus dioses falsos y que mudase de propósitos, que enternecer una peña o ablandar un bronce", por lo que decidió darle muerte.

Mandó que lo azotasen con varillas de hierro, pero Cristóbal no cesaba de entonar himnos a Dios. Ordenó luego el tirano que le colocasen en la cabeza un casco de hierro al rojo vivo, cuyo tormento soportó el mártir con entereza, saliendo indemne de la dura prueba.

Desesperado el rey, dispuso que tendiesen a Cristóbal sobre una gigantesca parrilla, a fin de que fuese quemado a fuego lento. Mas las llamas respetaron el cuerpo del Santo y derritieron, en cambio, la parrilla.

Tanto prodigio exaspera al tirano, quien ve que la entereza de Cristóbal gana adeptos para la religión cristiana. Ordenó entonces que atasen el reo a un árbol y que cuatrocientos soldados disparasen sin cesar con sus arcos flechas hasta que el cuerpo de Cristóbal se rindiese. Mas Dios tenía dispuesto nuevo prodigio. Porque un día entero pasáronse los soldados arrojando flechas sin que ninguna diese en el blanco. Por el contrario, una de ellas clavóse en el ojo del monarca, quien quedó ciego.

La voz de Cristóbal resonó vibrante.

—Mi fin se aproxima. El Señor prepara ya mi corona; pero no la recibiré hasta mañana por la mañana. Hasta entonces no sanarás. Cuando la espada separe mi cabeza de mi cuerpo, unge tu ojo con mi sangre, mezclada con el polvo, y al punto quedarás sano. Entonces reconocerás quién te creó y quién te ha curado.

A la mañana siguiente, la espada del verdugo separa la cabeza del cuerpo de Cristóbal y el rey hace lo que el mártir le advirtiera. Al punto recobra la visión y, volviendo sus ojos a la verdadera fe, ordena a todos sus súbditos que adoren a Cristo y proscriban los dioses falsos.

Y Gualterio de Espira termina el relato del martirio afirmando que toda la nación siria se apresuró a cumplir el mandato del rey, más por los milagros de Cristóbal que por la orden del monarca.

Es San Cristóbal uno de los catorce santos auxiliadores de la humanidad por su acendrado amor a los hombres y a quienes los cristianos invocan con especial devoción en todas sus necesidades espirituales y materiales. Por haber llevado a Cristo sobre sus hombros, defendiendo al tierno Infante de ser arrastrado por las aguas, la cristiandad comenzó desde el Medievo a colocar su efigie en el interior de las catedrales para que su gigantesca figura ahuyentase a los perseguidores de la Iglesia y defendiese al propio tiempo los tesoros religiosos y artísticos guardados en el templo.

Los himnos litúrgicos proclaman desde muy antiguo la excelsa protección del soldado de Cristo a los caminantes, que no dudan en acogerse a tan excelso patronazgo, y pródiga es nuestra literatura —desde Gualterio de Espira hasta nuestros más modernos poetas, García Lorca y Antonio Machado, pasando por Cervantes— en inspirados cánticos al Patrono de los caminantes. No menos se hizo popular su efigie —siempre colosal y gigantesca, tomando por tema la tierna leyenda del transporte del Niño a través del torrente— que decora muchísimas catedrales y vigila los pasos de los automovilistas. Porque los que van sobre ruedas escogieron por Patrono a San Cristóbal, y cada día cobra mayor auge y esplendor la fiesta litúrgica y son cada vez mas numerosos los que acuden con sus coches a recibir la bendición del Santo, prenda segura de buenos augurios.

Como muestra de la tierna devoción de los caminantes a San Cristóbal recogemos la oración del automovilista, que a diario rezan muchos de los que han de sostener el volante entre sus manos:

"Dame, Dios mío, mano firme y mirada vigilante, para que a mi paso no cause daño a nadie. A Ti, Señor, que das la vida y la conservas, suplico humildemente guardes hoy la mía en todo instante. Libra, Señor, a quienes me acompañan de todo mal: choque, enfermedad, incendio o accidente. Enséñame a hacer uso también de mi coche para remedio de las necesidades ajenas. Haz, en fin, Señor, que no me arrastre el vértigo de la velocidad, y que, admirando la hermosura de este mundo, logre seguir y terminar mi camino con toda felicidad. Te lo pido, Señor, por los méritos e intercesión de San Cristóbal, nuestro Patrono. Amén."

La efigie del coloso soldado de Cristo, colocada en el automóvil o en el camión, habrá salvado más de una vez de peligro cierto a quienes le invocan con devoción y fe.

ANTONIO ORTIZ MUÑOZ.

24 jul 2015

Santo Evangelio 24 de julio de 2015



Día litúrgico: Viernes XVI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 13,18-23): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Vosotros, pues, escuchad la parábola del sembrador. Sucede a todo el que oye la Palabra del Reino y no la comprende, que viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: éste es el que fue sembrado a lo largo del camino. El que fue sembrado en pedregal, es el que oye la Palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumbe enseguida. El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta».
«Vosotros, pues, escuchad la parábola del sembrador»
P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat 
(Montserrat, Barcelona, España)


Hoy contemplamos a Dios como un agricultor bueno y magnánimo, que siembra a manos llenas. No ha sido avaro en la redención del hombre, sino que lo ha gastado todo en su propio Hijo Jesucristo, que como grano enterrado (muerte y sepultura) se ha convertido en vida y resurrección nuestra gracias a su santa Resurrección. 

Dios es un agricultor paciente. Los tiempos pertenecen al Padre, porque sólo Él conoce el día y la hora (cf. Mc 13,32) de la siega y la trilla. Dios espera. Y también nosotros debemos esperar sincronizando el reloj de nuestra esperanza con el designio salvador de Dios. Dice Santiago: «Ved como el labrador aguarda el fruto precioso de la tierra, esperando con paciencia las lluvias tempranas y tardías» (St 5,7). Dios espera la cosecha haciéndola crecer con su gracia. Nosotros tampoco podemos dormirnos, sino que debemos colaborar con la gracia de Dios prestando nuestra cooperación, sin poner obstáculos a esta acción transformadora de Dios.

El cultivo de Dios que nace y crece aquí en la tierra es un hecho visible en sus efectos; podemos verlos en los milagros auténticos y en los ejemplos clamorosos de santidad de vida. Son muchos los que, después de haber oído todas las palabras y el ruido de este mundo, sienten hambre y sed de escuchar la Palabra de Dios, auténtica, allí donde está viva y encarnada. Hay miles de personas que viven su pertenencia a Jesucristo y a la Iglesia con el mismo entusiasmo que al principio del Evangelio, ya que la palabra divina «halla la tierra donde germinar y dar fruto» (San Agustín); debemos, pues, levantar nuestra moral y encarar el futuro con una mirada de fe.

El éxito de la cosecha no radica en nuestras estrategias humanas ni en marketing, sino en la iniciativa salvadora de Dios “rico en misericordia” y en la eficacia del Espíritu Santo, que puede transformar nuestras vidas para que demos sabrosos frutos de caridad y de alegría contagiosa.

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Santa Cristina mártir, 24 de Julio


Santa Cristina
mártir

24 de julio

Autor: Archidiócesis de Madrid

Nació en Toscana, en la margen derecha del lago Bolsena, en un villorrio frecuentemente sacudido por elementos naturales y al mismo tiempo transformado por diversas culturas en el transcurso del tiempo. 

Cristina es la hija de Urbano, gobernador pagano de la región y presentado por los libros antiguos como enemigo acérrimo de los cristianos. La niña se ha aficionado desde pequeña a aquello que cuentan de ese Cristo tan perseguido y maltratado; la curiosidad primera se cambia en pensamiento cuando descubre que son muchos los cristianos juzgados por su padre y condenados porque son fieles dispuestos a dar la vida por su ideal. Crece más y más la simpatía y a escondidas busca datos de unas señoras cristianas; la instruyen y la forman; se bautiza en secreto y toma el nombre de Cristiana. 

Entre juego y travesura formal ha hecho algo que saca de quicio a su padre y será el motivo que la lleve al martirio; no se le ha ocurrido otra cosa que apañar las estatuillas de ídolos que su padre siempre ha conservado con esmero, casi como un patrimonio familiar, las ha tomado por suyas, las ha destrozado y ha dado el rico material de que estaban hechas a los pobres para remedio de su necesidad.

El padre ha descubierto su condición y lleno de ira, al notar la rebeldía de la niña, la trata con peores modos que a los demás cristianos. "No se ha de decir en el mundo que una niña me dio la ley, ni que estos hechiceros de cristianos triunfan de nuestros dioses en medio de mi propia familia. Yo veré si sus hechizos pueden más que mis tormentos y si la paciencia de una hija ha de hacer burla de la cólera de un padre". El gobernador manda usar con ella azotes y garfios admirándose de que Cristina persista en su actitud. Manda el desnaturalizado padre preparar un brasero ardiente para quemarla poco a poco; mas el brasero se hizo una hoguera que abrasó a los verdugos y a los curiosos cercanos. Puesta en la cárcel para que cambie por la lobreguez de la mazmorra, la oscuridad y el hambre; pero allí es consolada con luminosas apariciones de ángeles que le curan sus heridas y le prometen protección. El padre, a los pocos días, manda atarle al cuello una pesada piedra y arrojarla al lago; sin embargo un ángel la transporta a la orilla. Esa noche muere de un sofoco Urbano en su cama. 

Mandan las autoridades un nuevo gobernador que se siente estimulado a proseguir el asunto Cristina presumiendo que su padre, por padre, no supo solventarlo. Se llama Dion y ya piensa en nuevas crueldades: estanque de aceite hirviendo mezclado con pez del que la niña Cristina es liberada. Luego la manda llevar al templo de Apolo para obligarle a ofrecer sacrificio, pero, ante el asombro de todos, el ídolo se derrumba y se hace polvo ante el mismísimo gobernador que muere en el acto ¡claro que los verdugos y miles de testigos presenciales proclaman espantados proclaman a gritos que es el de Cristina el único Dios!

El tercero de los gobernadores poderosos se llama Juliano quien, preocupado por el caso pendiente, lo ha estudiado con detenimiento llegando a la conclusión de que se trata de artificios, encantamientos y magia que todos los cristianos profesan. Por ello maquina nuevos procedimientos para hacer desistir a la niña Cristina de sus pertinaces rebeldías y conseguir que el poder romano y los dioses propicios terminen con la situación que ha puesto al borde del caos a la región. Mandó preparar un horno encendido donde mete a la niña para que el fuego la consuma; siete días la tiene allí sin conseguir que le suceda daño alguno. Luego será una habitación oscura plagada de serpientes, víboras y escorpiones venenosos de la que sale indemne y sin ningún picotazo, cantando alabanzas a Dios; la desesperación del mandatario llegó entonces al extremo de decretar cortarle la lengua, pero ¡oh prodigio! ahora canta más fuerte y mejor.

Y acude, arremolinándose, toda la comarca ante la contemplación evidente del triunfo que se comenta por todas partes de la debilidad cristiana ante la fortaleza y brutalidad romana. Basta un tronco caído en donde atan a la delicada niña para que las saetas atraviesen su cuerpo y ella decida, suplicándole al buen Dios, rendirle su espíritu con el martirio.

Dicen que sus restos se trasladaron de Toscana a Palermo de Sicilia donde es reverenciada.

¿Verosímil? Parece más bien como si la vida y la muerte martirial de Cristina hubiera servido de modelo para expresar la confrontación entre el bien y el mal, o lo que es lo mismo, entre fe cristiana y paganismo, entre la frágil niña Cristina y la personalidad experimentada y abrumadora de tres hombres de gobierno sucesivos -el primero su propio padre- con el mismo común empeño de demostrar que ellos pueden más. Parece como si se tratara de exaltar en Cristina aquello que debe ser real en todo cristiano -la fe en su Cristo y la confianza sin límite en su ayuda constante-, mientras que los gobernadores representan la obstinación ciega que rechaza el poder cada vez más evidente, como in crescendo, de Dios. Los verdugos y el pueblo serían los testigos que en la narración van a testificar con sus reacciones -esas que se intuyen llenas de emoción compasiva- dónde está la verdad y lo grande que es el poder de Dios. Da la sensación de que la Passio que narra la muerte de Cristina intenta también cargar motivos veterotestamentarios en donde parecen inspirarse algunos hechos que se narran. El hecho histórico del martirio sería la ocasión que motiva la amplia catequesis. De todos modos, estas consideraciones más parecen próximas a la labor pasada de los bolandistas; pero, en el caso de que hubieran sido los hechos tal como expresa la Passio, nos quedaría el regusto de disfrutar el aroma extraño que desprende la fidelidad del débil a las exigencias amorosas divinas que no entienden de edades y que perduran más allá de la muerte.

Nacida en Tur, junto al lago de Bosena (Italia); su padre Urbano, que era prefecto, fue su mismo verdugo. Convertida al cristianismo, mandó fundir todos los ídolos de plata y oro que guardaban en casa sus padres. El castigo de esta heroicidad de la hija fue de lo más terrible que se lee en las actas de los mártires. Los verdugos desgarraron sus carnes con garfios; siguieron la cárcel, la cama de hierro al rojo, el horno encendido; de todos los tormentos la libró milagrosamente el Cielo. Julián, que sucedió como verdugo de Cristina, la mandó atar a un poste y asaetearla; los Santos Padres alaban la constancia de esta mártir, modelo de hijas y vírgenes cristianas. Tur (Italia), 300.

23 jul 2015

Santo Evagangelio 23 de Juliio de 2015



Día litúrgico: Jueves XVI del tiempo ordinario

Santoral 23 de Julio: Santa Brígida, religiosa, patrona de Europa
Texto del Evangelio (Mt 13,10-17): En aquel tiempo, acercándose los discípulos dijeron a Jesús: «¿Por qué les hablas en parábolas?». Él les respondió: «Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: ‘Oír, oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane’.

»¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron».
«¡... dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!»
Rev. D. Manel MALLOL Pratginestós 
(Terrassa, Barcelona, España)


Hoy, recordamos la "alabanza" dirigida por Jesús a quienes se agrupaban junto a Él: «¡dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!» (Mt 13,16). Y nos preguntamos: ¿Van dirigidas también a nosotros estas palabras de Jesús, o son únicamente para quienes lo vieron y escucharon directamente? Parece que los dichosos son ellos, pues tuvieron la suerte de convivir con Jesús, de permanecer física y sensiblemente a su lado. Mientras que nosotros nos contaríamos más bien entre los justos y profetas -¡sin ser justos ni profetas!- que habríamos querido ver y oír.

No olvidemos, sin embargo, que el Señor se refiere a los justos y profetas anteriores a su venida, a su revelación: «Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron» (Mt 13,17). Con Él llega la plenitud de los tiempos, y nosotros estamos en esta plenitud, estamos ya en el tiempo de Cristo, en el tiempo de la salvación. Es verdad que no hemos visto a Jesús con nuestros ojos, pero sí le hemos conocido y le conocemos. Y no hemos escuchado su voz con nuestros oídos, pero sí que hemos escuchado y escuchamos sus palabras. El conocimiento que la fe nos da, aunque no es sensible, es un auténtico conocimiento, nos pone en contacto con la verdad y, por eso, nos da la felicidad y la alegría.

Agradezcamos nuestra fe cristiana, estemos contentos de ella. Intentemos que nuestro trato con Jesús sea cercano y no lejano, tal como le trataban aquellos discípulos que estaban junto a Él, que le vieron y oyeron. No miremos a Jesús yendo del presente al pasado, sino del presente al presente, estemos realmente en su tiempo, un tiempo que no acaba. La oración -hablar con Dios- y la Eucaristía -recibirle- nos aseguran esta proximidad con Él y nos hacen realmente dichosos al mirarlo con ojos y oídos de fe. «Recibe, pues, la imagen de Dios que perdiste por tus malas obras» (San Agustín).

San Apolinar, Obispo y Mártir, 23 de Julio


SAN APOLINAR
obispo y mártir

(s. II)
23 de julio


Los antiguos martirológios transmiten la noticia de que San Apolinar fue el primer obispo de Ravena, en el norte de Italia, y que murió mártir, según parece, a fines del siglo II. Pero estas mismas noticias y otras que sobre él se nos transmiten están envueltas en el misterio y rodeadas de multitud de leyendas.

 Lo más seguro respecto de este Santo, tan celebrado por otra parte en la antigüedad, es lo siguiente:

 San Pedro Crisólogo, obispo de Ravena en la segunda mitad del siglo V (432-452), nos dice en el sermón 128 que Apolinar fue el primer obispo de Ravena y el único mártir de la ciudad. Ahora bien, especificando algo más el concepto de martirio de este Santo, nos comunica a través de ponderaciones oratorias que, de hecho, no murió por efecto de los tormentos y con la efusión de su sangre, por lo cual no podía ser considerado con rigor como mártir. Sin embargo, añade que los trabajos que tuvo que sufrir en el gobierno de su iglesia y la paciencia que mostró en todos ellos, que a veces llegó a la efusión de sangre, permiten considerarle en nada inferior a los mártires. En efecto, según dice él estuvo siempre dispuesto al supremo sacrificio y a punto de ser sacrificado cuando se dejó convencer por las oraciones de su grey, y quedó todavía algún tiempo en este mundo, difiriendo el cumplimiento de sus deseos.

 Tales son las noticias que, en substancia, nos comunica San Pedro Crisólogo sobre San Apolinar. Por otra parte, según una fórmula de juramento usada en Ravena desde fines del siglo VI, transcrita por San Gregorio, aparece claramente que entonces se daba comúnmente a San Apolinar el título de mártir. Por lo demás, los martirológios posteriores, a partir de este tiempo, transmiten constantemente la noticia de que San Apolinar de Ravena murió mártir.

 Asimismo se admite generalmente que San Apolinar es el obispo más antiguo y Ravena la primera diócesis de la alta Italia. Así lo atestiguan F. Savio en sus investigaciones sobre los obispados de la Lombardía y Harnack en su célebre estudio Sobre la extensión del cristianismo en el siglo III. Ambos suponen que San Apolinar gobernó la diócesis de Ravena en la segunda mitad del siglo II. Por otra parte, tanto de las expresiones de San Pedro Crisólogo y de San Gregorio Magno como de otras de Fortunato en su Vida de San Martín, se deduce que el cuerpo de San Apolinar era venerado en Ravena.

 Y con esto entramos en terreno plenamente histórico, del que poseemos abundantes noticias. A partir del siglo VI San Apolinar se constituye en un santo sumamente venerado en la Edad Media, a medida que la ciudad de Ravena iba ganando en significación, estableciendo una verdadera competencia con Roma. Consta, en efecto, que ya desde el año 500 San Apolinar goza de gran veneración en toda la llanura del Po, por lo cual su nombre es incluido en el canon del rito ambrosiano. Durante el gobierno del obispo de Ravena, Ursicino (534-538), se construye en honor de San Apolinar una iglesia en Classe, en las afueras de la ciudad. Un rico banquero llamado Julián contribuye a su extraordinaria magnificencia, y su consagración, verificada con gran pompa en 549 por el obispo Maximiano, marca el principio de una nueva era para Ravena; pues, realizada por Justiniano I (527-565) la conquista del sur y centro de Italia y constituida Ravena en capital de este territorio bizantino, se inicia el período de grandeza de esta ciudad. Desde entonces una de sus tendencias es ofuscar en lo posible la grandeza de Roma, a lo cual contribuyen eficazmente los emperadores bizantinos desde el Oriente, con su constante oposición a los Romanos Pontífices.

 Ahora bien, una de las bases sobre la cual se funda la exaltación de Ravena en competencia con Roma es su primer obispo San Apolinar y la gran basílica levantada en su honor en Classe. Por eso, como Roma posee en la basílica Constantiniana el venerado sepulcro de su primer obispo, San Pedro, también se comienza a honrar con gran veneración el sepulcro de San Apolinar, llevado con gran pompa por el obispo Maximiano a la nueva basílica, trasladándolo a ella juntamente con el sarcófago o arca primitiva. Así lo atestigua una inscripción, conservada todavía en nuestros días en la nave lateral. Por ella se puede comprobar este doble hecho: por una parte, la presencia del cuerpo de San Apolinar en la nave lateral de la basílica, y, por otra, la traslación del mismo verificada por el obispo Maximiano.

 Sobre esta base, pues, se continuó trabajando por la grandeza de Ravena y de su primer obispo, San Apolinar. Como los emperadores bizantinos dominaban en Roma, erigieron dos capillas en la misma basílica de San Pedro en honor de San Apolinar: la primera, ya a principios del siglo VI; la segunda, entre los años 625 y 638. Se trataba, pues, de introducir en Roma misma el culto de San Apolinar. Entretanto continuaba el esfuerzo que hacía Ravena por enaltecer la veneración del Santo. Así, su obispo Mauro (642-671) verificó un nuevo traslado de su sarcófago, colocándolo en el centro de la iglesia y esculpiendo sobre láminas de plata la historia del mártir, y, como complemento de toda esta campaña de exaltación de San Apolinar, surgió en este tiempo la leyenda en torno suyo, la Pasión de San Apolinar.

 Es interesante, para conocer el espíritu del tiempo, considerar la facilidad con que se introdujeron en el ambiente popular los rasgos del patrono de Ravena, claramente legendarios.

 En efecto, según esta Pasión, Apolinar era uno de los discípulos de San Pedro y con él vino de Antioquía a Roma en tiempo del emperador Claudio (41-54). Enviado, pues, por el Príncipe de los Apóstoles para predicar el Evangelio en Ravena, se dirigió a esta ciudad, donde obró estupendos milagros, con los cuales se convencieron sus habitantes de la misión divina que les traía. De este modo recibieron el bautismo muchos de ellos, en particular un tribuno muy influyente y un patricio llamado Bonifacio. Tan notables y numerosas conversiones exasperaron a los sacerdotes de los ídolos y a muchos fanáticos paganos, los cuales atormentaron inhumanamente al apóstol, por lo cual se vio forzado a ocultarse, después de doce años de fecunda labor en la ciudad.

 Pasado algún tiempo emprendió una nueva campaña de apostolado, obrando grandes milagros, por lo cual un delegado del nuevo emperador, Nerón (56-68), empleó contra él toda clase de medios para inducirle a que abandonara el culto de Cristo y ofreciera incienso a Júpiter; de aquí pasó a las amenazas; mas, viendo que ni los halagos ni las amenazas lograban doblegar su férrea constancia, le hizo azotar bárbaramente y aplicar otros tormentos, y, como no consiguiera rendirlo, le cargó de cadenas, y arrojó a un horrible calabozo, de donde partió poco después desterrado a Grecia.

 Embarcado juntamente con otros tres clérigos, tuvo que sufrir una horrorosa tempestad; mas, llegado a Corinto, evangelizó la región de Misia, donde curó de la lepra a uno de sus reyezuelos, pero no pudo realizar muchas conversiones; siguió luego por las riberas del Danubio y entró en Tracia, donde obtuvo fruto más abundante; pero, enfurecidos contra él los adoradores de Serapis, le azotaron cruelmente y arrojaron en un bajel fuera de su territorio.

 Vuelto entonces a Ravena, después de tres años de ausencia, fue recibido con gran entusiasmo por los cristianos, e inició con gran fervor una nueva etapa de predicación y conversiones, acompañadas de multitud de milagros. Pero, inesperadamente, fue arrebatado por un pelotón de paganos, los cuales le hicieron objeto de las mayores violencias, y, conduciéndole al templo de Apolo, le obligaron a adorarlo. Entonces el Santo, lejos de obedecerles, se puso en oración, y rápidamente el ídolo cayó al suelo hecho pedazos, con lo cual, enfurecidos los paganos, le condujeron al juez Taurus, exigiéndole que le condenara a muerte. Este quiso entonces poner en ridículo ante todo el mundo a aquel hombre, de quien tantas maravillas se contaban y tanto influjo ejercía en las masas. Así, pues, puso delante de él y de gran multitud del pueblo y de la nobleza reunidos a un hijo suyo, ciego de nacimiento, y le intimó con toda solemnidad que, si le curaba, todos  creerían en él; de lo contrario, recibiría el castigo de sus imposturas.

 Puesto, pues, Apolinar ante esta alternativa, hizo primeramente oración, y luego, invocando el nombre de Dios, devolvió la vista al niño. Ante tan estupendo milagro abrazó la fe cristiana gran multitud de espectadores y el mismo juez condujo al Santo a lugar seguro, donde pudo entregarse durante cuatro años a su obra de apostolado. Pero descubierto por fin por los fanáticos paganos y denunciado a Vespasiano (69-79), fue conducido a la cárcel y entregado a la custodia de un centurión; mas, como éste era cristiano, pudo evadirse; pero, apresado entonces por los Paganos, fue azotado y maltratado cruelmente, y, recogido por los cristianos, murió siete días después, el 23 de, julio del año 81.

 Tal es, en conjunto, la Pasión de San Apolinar, que en el siglo VII encuentra ya su expresión definitiva y constituirá en adelante la base de la grandeza y veneración tributada al Santo. La grandeza y significación de Ravena frente a Roma van en aumento durante los siglos VI, y VII Al mismo ritmo crece la grandeza y veneración de San Apolinar, el apóstol y fundador de Ravena. La basílica de San Apolinar in Classe se convierte en el centro más concurrido de piedad y veneración. A las riquezas con que la embelleció desde un principio Justiniano I se añaden multitud de preciosos mosaicos y otras obras de arte, que la convierten en uno de los más preciosos monumentos de arte bizantino. En el siglo IX. ocurre otra novedad. A la suntuosa iglesia que con el título de Jesucristo Salvador había erigido en Ravena el rey ostrogodo Teodorico el Grande, en torno al año 500, se le dio en este siglo nombre de San Apolinar el Nuevo y se la convierte en basílica más suntuosa y exuberante, y como el prototipo de la abigarrada ornamentación bizantina. Los preciosos mosaicos que cubren casi todas las paredes constituyen los mejores modelos de este estilo.

 Ahora bien, ¿qué ha ocurrido con la basílica de San Apolinar in Classe? La explicación, es muy sencilla. Era el tiempo de las terribles incursiones de los sarracenos, y como Classe era el puerto de Ravena, su basílica estaba expuesta a la profanación y a la ruina. Por esto se fingió un traslado de la basílica de San Apolinar in Classe al interior de la población y se convirtió a la basílica de San Apolinar el Nuevo en el nuevo santuario de San Apolinar. De hecho, así quedaron las cosas desde entonces. Mas cuando, pasado el peligro, se quiso restaurar el culto y la significación de la primera basílica, se inició una verdadera rivalidad entre las dos basílicas de San Apolinar.

 Para confirmar definitivamente sus derechos de preferencia la basílica de San Apolinar in Classe, hizo realizar un reconocimiento solemne de las reliquias del Santo en 1173 durante el pontificado de Alejandro III (1159-1181). De nuevo, en 1511, en tiempo de Julio II (1503-1513) se efectuó otro reconocimiento oficial al mismo tiempo que se renovaba el sepulcro del altar mayor.

 Mas como los monjes de San Apolinar in Classe el siglo XVI, se trasladaran al monasterio de San Romualdo, de Ravena, lleváronse secretamente consigo las reliquias de San Apolinar. Entonces, pues, presentó una reclamación la catedral de Ravena, alegando que ella tenía más derecho a aquellas reliquias que los monjes de San Romualdo. Con esta ocasión la Sagrada Congregación de Ritos dispuso en el año 1654 que se restituyeran aquellas reliquias a la antigua basílica de San Apolinar in Classe.

 Por otra parte, aun fuera de Ravena y las llanuras del Po es admirable la expansión que alcanzó durante la Edad Media el culto de San Apolinar. Así aparece en un estudio reciente, no sólo en lo que se refiere a Italia, sino también a otros territorios. Así, para no citar más que unos pocos ejemplos: la importante sede metropolitana de Reims; el Apolinarisberg, en Alemania, entre Coblenza y Bonn, cerca de Remagen; la abadía de Burtscheind, dedicada al Santo, cerca de Aquisgrán: la iglesia monástica de Michel-bach-le-Haut, en el alto Rhin.

 Indudablemente, su culto alcanzó un gran esplendor entre los siglos VI y IX, y es una de las manifestaciones la rivalidad entre Ravena y Roma. Pero, después de alcanzar su punto culminante, experimentó también su crepúsculo, si bien conservó siempre una relativa significación.

 BERNARDINO LLORCA, S. I.

22 jul 2015

“Jesús le dijo: ‘¡María!’. Ella lo reconoció y le dijo (…) ‘¡Maestro!”


“Jesús le dijo: ‘¡María!’. Ella lo reconoció y le dijo (…) ‘¡Maestro!”

    El verdadero amante casi no encuentra placer en cosa alguna fuera de la cosa amada. Así “todas las cosas le parecían basura” y lodo al glorioso San Pablo, en comparación con el Salvador (Fil 3,8). Y la sagrada esposa [del Cantar de los cantares] es toda ella para su Amado: “Mi Amado es todo para mí y yo soy toda para Él. (…) ¿No habéis visto al amado de mi alma? (2,16; 3,3) 


   La gloriosa amante Magdalena encontró, en el sepulcro, unos ángeles que le hablaron en un tono angelical, es decir, con toda suavidad, para calmar la desazón que sentía; mas ella, al contrario, no sintió complacencia alguna ni en la dulzura de sus palabras, ni en el resplandor de sus vestiduras, ni en la gracia celestial de su porte, ni en la simpática hermosura de su rostro, sino que, deshecha en lágrimas, les dijo: “Se han llevado de aquí a mi Señor y no sé donde lo han puesto, y volviéndose hacia atrás vió a su dulce Salvador, pero en forma de jardinero, con lo que se sosegó su corazón, pues toda llena de dolor por la muerte de su Maestro, no quería flores, ni por consiguiente, jardinero. Tenía en su corazón la cruz, los clavos y las espinas, y buscaba a su crucificado. ¡Ah, mi buen jardinero! –dijo ella– si habéis plantado a mi difunto Señor como un lirio hollado y marchito entre vuestras flores, decídmelo en seguida, y me lo llevaré.” 


    Pero, en cuanto la llama por su nombre, exclama: “Maestro mío.” (…) Ahora bien, para mejor glorificar a su Amado, el alma anda siempre “en busca de su faz” (Sl 104,4), es decir, con una atención siempre más solícita y ardiente, va dándose cuenta de todos los pormenores de la hermosura y de las perfecciones que hay en Él, progresando continuamente en esta dulce busca de motivos que puedan perpetuamente excitarla a complacerse más y más en la incomprensible bondad que ama.


San Francisco de Sales (1567-1622), obispo de Ginebra y doctor de la Iglesia 
Tratado del amor a Dios, 5, 7 

Santo Evangelio 22 de Julio de 2015



Día litúrgico: 22 de Julio: Santa María Magdalena

Texto del Evangelio (Jn 20,1-2.11-18): El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto».

Estaba María junto al sepulcro, fuera, llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto». Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» —que quiere decir: “Maestro”—. Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.

«Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench 
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy celebramos con gozo a santa María Magdalena. ¡Con gozo y provecho para nuestra fe!, porque su camino muy bien podría ser el nuestro. La Magdalena venía de lejos (cf. Lc 7,36-50) y llegó muy lejos… En efecto, en el amanecer de la Resurrección, María buscó a Jesús, encontró a Jesús resucitado y llegó al Padre de Jesús, el “Padre nuestro”. Aquella mañana, Jesucristo le descubrió lo más grande de nuestra fe: que ella también era hija de Dios. 

En el itinerario de María de Magdala descubrimos algunos aspectos importantes de la fe. En primer lugar, admiramos su valentía. La fe, aunque es un don de Dios, requiere coraje por parte del creyente. Lo natural en nosotros es tender a lo visible, a lo que se puede agarrar con la mano. Puesto que Dios es esencialmente invisible, la fe «siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque implica la osadía de ver lo auténticamente real en aquello que no se ve» (Benedicto XVI). María viendo a Cristo resucitado “ve” también al Padre, al Señor.

Por otro lado, al “salto de la fe” «se llega por lo que la Biblia llama conversión o arrepentimiento: sólo quien cambia la recibe» (Papa Benedicto). ¿No fue éste el primer paso de María? ¿No ha de ser éste también un paso reiterado en nuestras vidas?

En la conversión de la Magdalena hubo mucho amor: ella no ahorró en perfumes para su Amor. ¡El amor!: he aquí otro “vehículo” de la fe, porque ni escuchamos, ni vemos, ni creemos a quien no amamos. En el Evangelio de san Juan aparece claramente que «creer es escuchar y, al mismo tiempo, ver (…)». En aquel amanecer, María Magdalena arriesga por su Amor, oye a su Amor (le basta escuchar «María» para re-conocerle) y conoce al Padre. «En la mañana de la Pascua (…), a María Magdalena que ve a Jesús, se le pide que lo contemple en su camino hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión: ‘He visto al Señor’ (Jn 20,18)» (Papa Francisco).

«Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor»
Rev. D. Albert SOLS i Lúcia 
(Barcelona, España)

Hoy celebramos la fiesta de Santa María Magdalena. Suele ser propio de la juventud apasionarse locamente por alguna película llegando a la identificación personal con alguno de los protagonistas. Los cristianos deberíamos ser siempre jóvenes en este sentido ante la vida del mismo Jesús de Nazaret, y sabernos identificar con esta gran mujer de la que habla el Evangelio, María Magdalena. Siguió los caminos de Jesús, escuchó su Palabra. Cristo supo corresponder y le concedió el privilegio histórico de ser la primera a quien le fue comunicado el hecho de la resurrección. 

Dice el evangelista que ella al principio no lo reconoció, sino que lo confundió con un campesino del lugar. Pero cuando el Señor la llamó por su nombre:«María», tal vez por la manera peculiar de decírselo, entonces esta santa mujer no dudó ni un instante: «Ella se vuelve y le dice en hebreo: 'Rabbuní' —que quiere decir: “Maestro”—» (Jn 20,16). Después de su encuentro con Jesús, ella fue la primera que corrió a anunciarlo a los demás discípulos: «Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras» (Jn 20,18). 

El cristiano, que en su programa diario de vida cuida el trato con Cristo, en la Eucaristía haciendo un rato de oración contemplativa y cultiva la lectura asidua del Evangelio de Jesús, también tendrá el privilegio de escuchar la llamada personal del Señor. Es el mismo Cristo que nos llama personalmente por nuestro nombre y nos anima a seguir el camino firme de la santidad. 

«La oración es conversación y diálogo con Dios: contemplación para los que se distraen, seguridad de las cosas que se esperan, igualdad de condición y de honor con los ángeles, progreso e incremento de los bienes, enmienda de los pecados, remedio de los males, fruto de los bienes presentes, garantía de los bienes futuros» (San Gregorio de Nisa).

Digámosle al Señor: —Jesús, que mi amistad contigo sea tan fuerte y tan profunda que, como María Magdalena, sea capaz de reconocerte en mi vida.

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Santa María Magdalena, 22 de Julio


SANTA MARIA MAGDALENA

(s. I)

 22 de julio

María Magdalena irrumpe en el Evangelio y en la historia cuando entra, temblorosa pero resuelta, en Casa del fariseo Simón.

 La escena relatada por San Lucas (7,36-50) parte en dos vertientes la vida de esta mujer: antes y después de su encuentro con Jesús.

 De este episodio, que la liturgia nos propone en el Evangelio de su fiesta, hemos de arrancar para conocerla Delicadamente, el evangelista silencia en este lugar su nombre, pero en el capítulo siguiente nos habla de María Magdalena, de quien Jesús había arrojado siete demonios (Lc. 8,2).

 La semejanza íntima entre la María Magdalena nombrada por los cuatro evangelistas con la pecadora innominada que se arroja a los pies de Jesús en casa del fariseo justifican plenamente la identificación que la tradición cristiana y la liturgia hacen de estas dos figuras evangélicas.

 Recogiendo los datos necesarios para reconstruir "su pasado" hallamos que era una mujer pecadora que había en la ciudad (Lc. 7,37), que esta ciudad era Magdala, y que le fueron perdonados sus pecados porque había amado mucho (Lc. 7,47); luego antes de la escena en casa de Simón había conocido a Jesús, había sido transformada por El.

 Era Magdala una ciudad próspera. Recostada en la ribera del mar de Galilea, se había enriquecido con la industria de salazón de pescado. A esto había que añadir la riqueza de su suelo cruzado de corrientes, que le permitían el lujo de ceñirse de árboles.

María, ávida y hermosa, pasearía por aquellas calles su belleza aderezada de lino finísimo, de brazaletes y de collares. La admiración de los hombres y el tintineo de sus tobillos anillados, que suscitaban miradas de envidia y de deseo, le distraían la tristeza. Pero las horas de placer se le escapaban de las manos sin remedio, como las cuentas de un collar roto, dejándole insatisfecho el corazón.

Jesús iniciaba su vida pública eligiendo como centro de su predicación y sus milagros a la pequeña Galilea.

Un día cualquiera llegó hasta Magdala el rumor. Iba creciendo como la brisa vespertina que riza apenas la superficie de! lago para estallar al fin en ola sobre la orilla.

—¡Ha aparecido un Profeta! Se rodea de discípulos. ¡Anuncia el reino de Dios y dice que está dentro de nosotros! Viene hacia Magdala... ¡Ya llega!... Está aquí. ¡El Profeta!

Se dejó arrastrar por un grupo que corría. Fue sólo un instante. Divisó su estatura destacada. Más cerca pudo distinguir sus rasgos. Le agradaron. Eran regulares y firmes, pero..., ¿y sus ojos? No podía verlos. Fue sólo un instante. Él, al pasar, la miró. Hubiera querido retenerle, pero Él seguía ya su camino.

No podía María olvidar los ojos del Profeta. ¿Qué había en aquellos ojos? ¿Reproche? Sí, reproche; pero también compasión, una compasión inmensa. La vida se le hizo insoportable. Cada pecado grababa más hondo en su recuerdo aquella mirada. Le dijeron que Cafarnaúm era su residencia más frecuente.

La tarde estaba ahíta de polvo y la ciudad parecía desierta; pronto descubrió un apiñado enjambre frente a una casa del barrio de los pescadores. Magdalena tardó horas en ir ganando puestos pacientemente hasta llegar al umbral en que Jesús inagotablemente se inclinaba sobre las necesidades de todos. Le golpeaba apresuradamente el corazón. Se había cubierto con un velo tupido que ocultaba por entero su vestido rico, sus cabellos. ¿Qué le pediría ella al Profeta? Nada. Realmente. no tenía nada que pedirle. Ni sabía ahora por qué había venido.

De pronto se produjo un gran revuelo. Alguien por la parte posterior de la casa había logrado levantar la techumbre y en este momento, ante un murmullo expectante, descolgaban una camilla con un hombre totalmente rígido e inmóvil (Mc. 2, 1-2; Mt. 9, 1-18; Lc. 5, 17-26).

Los escribas y personas importantes que rodeaban a Jesús se apartaron, y quedó el hombre tendido en el centro de la habitación delante de Él. El enfermo, intensamente pálido, imploraba con los ojos. Jesús le miró largamente —se hizo un silencio total—; después, posando una mano sobre su frente, dijo en tono solemne:

Hijo, ten confianza; perdonados te son tus pecados.

Magdalena, en la misma puerta, tembló: ¡sus pecados!

Hubo un instante de sorpresa y desencanto. Miradas de reprobación de los escribas. Pareció que uno de ellos iba a hablar, pero Jesús le tomó la palabra.

—¿Por qué os escandalizáis de que yo perdone los pecados? Pensáis, sin duda, que sólo Dios puede hacerlo... Pues, para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad de perdonar los pecados, a ti lo digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

María comprendió entonces la profundidad de la mirada compasiva de Jesús. Creyó que Él, con su poder divino, había taladrado su conciencia y que la había visto a ella, manchada de lujuria, de envidia, de codicia. De repente, aquellas palabras de Jesús anteponiendo el perdón de los pecados a la salud del cuerpo, la habían colocado frente a sí misma. Todo su orgullo de mujer hambrienta de halagos se rebelaba. No podía soportar el pensamiento de su propio espectáculo. Sentía asco de su vida y juntamente una rebeldía indomable que le impedía reconocerse indigna, despreciable, merecedora de la infinita compasión de Jesús.

El remordimiento es amargo cuando el amor no lo ha transformado aún en contrición. Es como una losa que nos oprime, amenazando aplastarnos para siempre; como una serpiente que se revuelve en el alma.

Lentamente, por debajo del orgullo encabritado, y a medida que éste se amansaba, la gracia iba abriéndose paso. A la rebeldía sucedía la esperanza que habían dejado prendida en su alma aquellas palabras dirigidas al paralítico: Hijo, ten confianza; tus pecados te son perdonados. Ella también podía ser perdonada.

Sus pecados le pesaban ahora como una cadena insoportable. Pero las cadenas atan a la tierra. Ella, para liberarse, tenía que romperlas, y se sentía sin fuerzas, impotente. En esta agonía que le deshace el alma, porque ya no quiere pecar y peca, busca de nuevo a Jesús.

Ahora Él enseña en el Monte. Entre Caná y Cafarnaúm, en la ladera del Poniente, que conserva fresca la hierba hasta el centro del verano. La muchedumbre que le rodea es compacta. No logra acercarse al Maestro, pero le escucha:

—Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.

—Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos también alcanzarán misericordia.

—Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia, porque serán saciados.

Y estas palabras abren su alma a un deseo acuciante de bondad y de bien.

Como el aliento del amanecer despertando a las palmeras del desierto, como el primer vuelo de un pájaro recién nacido, aletea en su corazón un amor nuevo, un amor puro que le empuja sin violencias hacia aquella verdad, hacia aquel bien vislumbrado que se personifica en Jesús.

Sólo Él podía saciar los verdaderos deseos de su corazón.

Como la esposa del Cantar ella quiere buscar al amado por calles y por plazas e increpar a los centinelas de la ciudad: "¿No habéis visto al amado de mi alma?"

Supo que estaba en casa de Simón. Entró muy de prisa, apretando fuertemente su frasco de perfume. Hubiera querido pasar desapercibida, pero no fue posible. Casi la echaron para atrás las miradas de escándalo y de desprecio. No importaba. Se lo merecía. Su orgullo se había fundido porque había triunfado el amor.

Le vio y se arrojó a sus pies. Quiso decirle su arrepentimiento, suplicar su perdón. Pero no pudo. Se le ahogaron en lágrimas las palabras. Sólo supo besarlos y llorar, no sabía si de amor o de dolor. Él comprendía.

Derramó sobre sus pies el perfume. Quería darle esta muestra de gratitud; pero... ¡qué poco era aquello! Se soltó en gesto rápido las trenzas. Eran algo muy suyo, algo que ella había cuidado con esmero como a su gala preferida, justo era emplearlas ahora en enjugarle a Él los pies.

Ahí seguía, ajena a la irritación circundante cuando habló Jesús:

—Simón, quiero decirte una cosa.

—Dila, Maestro.

—Un acreedor tenía dos deudores...

Aludida por Él, María se estremeció desde sus plantas escuchando aturdida la defensa que ¡de ella! hacía el Maestro.

Lentamente irguió la cabeza y se atrevió, al fin, a mirarle.

—Mujer, perdonados te son tus pecados...

Movió ella los labios sin lograr emitir ningún sonido

—Tu fe te ha salvado, vete en paz (Lc. 7,36-50),

 Las palabras del Señor fueron eficaces en su alma, que quedó inundada de paz.

 ¡Oh hijas de Jerusalén!, conjúroos por las cabras y por los ciervos de los campos que no despertéis ni desveléis a mi amada (Cant. 3,5).

 María, renovada y libre, se une al grupo de mujeres que asisten a Jesús. En adelante su vida aparece íntimamente trenzada con los principales acontecimientos de la vida de Cristo: vicisitudes de su ministerio mesiánico, pasión y muerte, resurrección.

 Y aconteció luego que recorrió Él una tras otra las ciudades y aldeas predicando y anunciando la buena nueva del Reino de Dios. Con Él iban los doce y algunas mujeres... María, la llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios, y Juana, la mujer de Cuza..., y otras muchas que le servían con sus haberes (Lc. 8,1-3).

 Seguir a Jesús, servirle, pudo parecer a Magdalena una felicidad indecible. Pronto comprobó que estaba sembrado de sacrificios. Pero amaba. Amaba con sinceridad, tenía una deuda que pagar y siguió adelante.

 La vida pública del Señor cosechó algo más que éxitos.

 A los pocos días de iniciar el peregrinaje en su seguimiento estuvieron a punto de lapidarle en Nazaret (Mc. 6,16; Mt. 13,53-58). El entusiasmo que produjo la multiplicación de los panes se trocó en desvío cuando Jesús prometió a su auditorio que Él les daría a comer su carne y a beber su sangre. María no entendía nada, pero no podía dejar de creer en Él. ¿No estaban todos ellos a cada paso comprobando su poder divino? ¿Cómo podían dudar? ¿No palpaban en si mismos una transformación inexplicable a su solo contacto? ¡Ah! Ella no tenía derecho a dudar. ¡Había experimentado tan ciertamente que era Él y sólo Él quien la había curado atrayéndola tan suave pero tan fuertemente hasta arrancarla del pecado!

 Menos mal que aquel día Simón, en un arranque, había sabido interpretar lo que ella misma sentía.

 —No, Señor, nosotros no te dejaremos. ¿Adónde iríamos? ¡Sólo Tú tienes palabras de vida eterna! (lo. 6,60-70).

Galilea, Fenicia, Decápolis, Judea. En Judea el ambiente era hostil, preñado de peligros. Pero ella no tenía miedo. Tampoco comprendió entonces por qué algunos discípulos tenían miedo.

Hasta que... Parecía imposible. Imposible. Habían vuelto a Jerusalén para la Pascua. Se precipitaron los acontecimientos. Ella no lo había creído, a pesar de los rumores, a pesar de las amenazas, y el golpe la anonadó.

¡Habían prendido al Maestro! (Mt. 26; Mc. 14; Lc. 22. lo. 18).

Habían prendido al Maestro de noche, mientras ella dormía. ¿Cómo era posible que durmiera? Y ahora —estaba amaneciendo— le acababan de llevar a Pilato después que el sanhedrín hubo decretado su muerte (Mt. 27; Mc. 15: Lc. 23).

Alzaron la cruz.

María se quedó helada de horror. No podía ser Él. No podía serlo. Sus ojos —aquellos ojos— estaban turbios de sangre. Su cuerpo, como un gusano retorcido y lívido.

—¡Si eres el Hijo de Dios baja de la cruz! (Mt. 27,40).

¿Bajaría? ¿Por qué no se desclavaba? Podía hacerlo. Estaba segura. ¿Por qué no lo hacia? ¿Por qué?

—Padre mío, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc. 23,34).

Sí, era Jesús. Este era Jesús. Perdonando, siempre perdonando. ¿Cómo era posible que Él, tan bueno ... acabase así? Él no lo merecía, ella sí. Lo hubiese merecido, pero Él ...

—Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino.

Miró a lo alto. Esta voz parecía venir de uno de los malhechores crucificados junto al Maestro. Ahora Jesús le miraba y parecía querer hablarle:

—Yo te lo digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso (Le. 23, 42-43).

¡Con qué facilidad perdonaba Jesús! ¡Con qué facilidad la había perdonado a ella! ¡Con qué facilidad perdonaba ahora a este malhechor! ¿No sería que Jesús sufría para tener derecho a perdonar?

Le daba vértigo el misterio que se abría a su entendimiento como una sima.

La justicia de Dios —ella lo había sabido siempre— era inexorable. Necesariamente inexorable. Y Jesús perdonaba tan fácilmente.

Miró a Jesús. Tuvo valor para mirar de nuevo a Jesús.

¡Ese era el precio del pecado! Ese jirón blanco y retorcido surcado de sangre. ¡De nuestros fáciles pecados!

Su angustia, su desesperación primera había cedido a un dolor hondo, anonadado, que no podía contener.

Una mano amiga se posó sobre su brazo. Era la Madre de Jesús... Se miraron. Tuvo vergüenza de haber exteriorizado con tanta vehemencia su dolor, pues... ¿podría haber dolor comparable al suyo?

La Madre también lloraba, pero sosegadamente, como la lluvia mansa que fecunda la tierra.

Jesús tenía que morir. Moriría. ¡Qué amor el suyo! Iba a morir por sus pecados.

Cuando el corazón sufre nos parece que el tiempo se detiene para oprimirnos. Es una ilusión. Nos oprime la pena, pero el tiempo pasa. Y pasaron aquellas horas para los amigos de Jesús desde que Él quedó encerrado en el sepulcro dejándoles sumidos en una inercia llena de estupor.

La sensibilidad de Magdalena, deshecha por el horror del suplicio, reproducía a cada instante la imagen de las llagas, los clavos, las espinas, la sangre de Cristo.

Se revolvía sin poder ni querer escapar del atroz recuerdo ni de la certeza de que Jesús había muerto por sus pecados. Le parecía sentir la sangre de Cristo chorreando sobre su alma para dejarla blanca, sin mancha. ¿No había dicho el profeta: Aunque vuestros pecados os hayan teñido como la grana, quedarán vuestras almas blancas como la nieve, y aunque fuesen teñidas de encarnado como el bermellón se volverán del color de la lana más blanca? (Is. 1,18).

Su único consuelo era prometerse a sí misma que moriría con Él.

Esto haría: En cuanto terminase el descanso sabático correría al sepulcro y permanecería allí hasta morir. Junto al cuerpo de Jesús, sin separarse de Él.

Los dedos del alba hilaban tenuemente el amanecer más hermoso que ella hubiera presenciado jamás. Toda la fragancia de la primavera parecía emerger de la tierra saliendo al encuentro del pequeño grupo de mujeres. Sus siluetas se confundían con la luz difusa del camino que conducía al sepulcro. Una brisa fresquísima oreaba sus mantos.

María no podía reprimir sus apresurados latidos cuando divisaron el sepulcro a lo lejos. Mas... ¿qué era aquello? La piedra estaba corrida.

¡Había sido violada la sepultura! (Mc. 16,4; lo. 20,1).

Despavorida desanda Magdalena el camino, corriendo hasta quedar sin aliento para avisar a los discípulos. ¡Han robado el cuerpo del Maestro!

Pedro y Juan corren también (lo. 20,2-4). Ella, muy rezagada esta vez, alocada y exhausta, llega de nuevo y encuentra el lugar solitario.

Se postra llorando junto al sepulcro vacío.

No puede resignarse a perder el cuerpo de Jesús. No le queda otra señal tangible de su existencia. Necesita palpar de nuevo esta prueba inequívoca de que los últimos meses de su vida no han sido un sueño.

¿Un sueño? ¿Estará soñando ahora?

Tocada por una intuición se asoma toda por la oquedad negra transpirada de frescor de la cueva. En el interior divisa dos sombras blancas.

—Mujer, ¿por qué lloras?

—Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.

Se siente dispuesta a buscarlo, a rescatarlo como sea. No puede discurrir. Sólo sabe que quiere el cuerpo de Jesús, que necesita el cuerpo de Jesús para morir a su lado como un perro fiel.

Se vuelve y tropieza su vista con una figura erguida. Le hiere el sol en contraste con la obscuridad del sepulcro. Deslumbrada, sólo sabe echarse a llorar de nuevo.

—Mujer, ¿por qué lloras, a quién buscas?

—Señor, si tú lo has llevado de aquí dime en dónde lo has puesto, que yo me lo llevaré.

—¡María!

Y cae a sus plantas, vencida por esta sola palabra que estalla en su conciencia como una cascada de luz. La realidad de Jesús resucitado se revela a su alma más aún que a sus ojos atónitos.

Nunca sabrá traducir esta revelación inefable de Jesús. Su divinidad, su amor sin límites. ¿Fue un siglo o fue un instante? Como un eco lejano suena en su recuerdo: "Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios". Él la había limpiado con su sangre y por eso ve... Sólo al quebrarse el hilo de aquel íntimo encuentro pudo ella balbucir, a la par que alargaba sus brazos para abrazar los pies del Señor:

—¡Raboni!

Pero Jesús la detiene suavemente:

—No me toques...

Había dejado besar y ungir sus pies por la pecadora arrepentida que se llegaba a Él por primera vez. Pero ahora se ha dado a conocer a aquella alma en su espíritu, y esta gracia exige una respuesta de fe sin aledaños sensibles.

—Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios... (lo. 20,11-18; Mc. 16,9-11).

No quería Jesús que Magdalena muriese doliente y abatida... Lo que exigía de su amor era una postura de fe y de obediencia.

"Y fue María Magdalena..."

La brisa del amanecer se ha detenido ante el triunfo del sol que corre como un gigante su camino.

Los evangelistas no vuelven a nombrarla, pero nos es fácil descubrir su silueta entre las fieles mujeres que presenciaron el último adiós del Maestro ascendiendo entre nubes.

¿Después? Una abundante tradición la lleva al desierto y hasta la hace arribar con la diáspora judía en las playas de Marsella.

Nosotros que la hemos visto palpitar en las páginas del Evangelio preferimos dejar que se oculte con ÉI a nuestros ojos. No nos hace falta más.

María Magdalena será siempre en el santoral romano el prototipo de la mujer que, habiendo pecado, se convierte en un rendimiento total al amor divino.

La gracia de la conversión es con frecuencia así: un toque discreto, una invitación, una mirada. De nuestra respuesta depende un escalonamiento sucesivo de gracias que nos lleven hasta la santidad.

A través del texto evangélico hemos seguido este proceso en María, la pecadora. Ella fue fiel en cada etapa.

A la gracia de la conversión que se operó en ella, sin duda alguna, por la predicación y los milagros de Jesús, María responde con la confesión humillante de su culpa en casa de Simón.

Después del perdón se consagra totalmente al servicio del Maestro y le sigue hasta la cruz como no fueron capaces de seguirle los discípulos.

Muerto no le abandona. Quiere rescatar su cuerpo... ni siquiera ve su impotencia para hacerlo, ni los peligros que entraña su deseo. Jesús recompensa su fidelidad con la gracia inmensa de su primera aparición.

A partir de este momento se inicia en aquella alma una fase de madurez que hemos creído ver en la frase de Jesús: No me toques.

La fe en la soledad y la constancia del servicio en una vida olvidada de reparación, como de quien ha visto morir a Jesús por ella, la conducen a los altares.

La Iglesia la propone en el día de hoy para ejemplo nuestro.

MARÍA LUISA LUCA DE TENA Y DE BRUNET