23 may 2015

Santo Evangelio 23 de Mayo de 2015



Día litúrgico: Sábado VII de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 21,20-25): En aquel tiempo, volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme». Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: «No morirá», sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga». 

Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.


Comentario: Rev. D. Fidel CATALÁN i Catalán (Terrassa, Barcelona, España)
Las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero

Hoy leemos el final del Evangelio de san Juan. Se trata propiamente del final del apéndice que la comunidad joánica añadió al texto original. En este caso es un fragmento voluntariamente significativo. El Señor Resucitado se aparece a sus discípulos y los renueva en su seguimiento, particularmente a Pedro. Acto seguido se sitúa el texto que hoy proclamamos en la liturgia.

La figura del discípulo amado es central en este fragmento y aun en todo el Evangelio de san Juan. Puede referirse a una persona concreta —el discípulo Juan— o bien puede ser la figura tras la cual puede situarse todo discípulo amado por el Maestro. Sea cual sea su significación, el texto ayuda a dar un elemento de continuidad a la experiencia de los Apóstoles. El Señor Resucitado asegura su presencia en aquellos que quieran ser seguidores.

«Si quiero que se quede hasta que yo venga» (Jn 21,22) puede indicar más esta continuidad que un elemento cronológico en el espacio y el tiempo. El discípulo amado se convierte en testigo de todo ello en la medida en que es consciente de que el Señor permanece con él en toda ocasión. Ésta es la razón por la que puede escribir y su palabra es verdadera, porque glosa con su pluma la experiencia continuada de aquellos que viven su misión en medio del mundo, experimentando la presencia de Jesucristo. Cada uno de nosotros puede ser el discípulo amado en la medida en que nos dejemos guiar por el Espíritu Santo, que nos ayuda a descubrir esta presencia.

Este texto nos prepara ya para celebrar mañana domingo la Solemnidad de Pentecostés, el Don del Espíritu: «Y el Paráclito vino del cielo: el custodio y santificador de la Iglesia, el administrador de las almas, el piloto de quienes naufragan, el faro de los errantes, el árbitro de quienes luchan y quien corona a los vencedores» (San Cirilo de Jerusalén).

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San Juan Bautista de Rossi, 23 de Mayo


23 de mayo

 SAN JUAN BAUTISTA DE ROSSI

(† 1764)

Juan Bautista de Rossi nace el 22 de febrero de 1698 en Voltaggio, pequeña ciudad del arzobispado de Génova.

 Ya desde sus primeros años se le vio inclinado a las cosas de Dios, decididamente llamado al sacerdocio y dotado de no comunes virtudes, que más tarde contrastarían sobremanera con aquella piedad decadente de finales del XVII Y gran parte del XVIII.

 Fue la suya una época de marcado orgullo espiritual y lamentabilísimas desviaciones de la auténtica vida cristiana. Las raíces del jansenismo iban sofocando poco a poco la buena semilla de la sencillez evangélica, de la confianza filial en nuestro Padre del cielo y de la caridad fraterna con sus hijos, los hombres de la tierra.

 En Francia se vivía por entonces el ambiente morboso de las Provinciales, reavivado en parte por las convulsiones y excentricidades del oratoriano P. Quesnel, que posteriormente abrirían camino al humanismo desenfrenado y a la nueva filosofía, abiertamente opuestos al genuino sentido religioso y a la autoridad de los papas.

 No se libraba de estas influencias jansenistas ni la misma Roma, que había de ser el teatro silencioso de las virtudes de nuestro De Rossi. En plena curia romana, con el pretexto de una renovación en el campo de la piedad cristiana y de las nuevas formas de la Iglesia, se urdían maniobras descaminadas.

 Es verdad que la doctrina jansenista en Italia fue más política que teológica. Pero no podían menos de sembrar confusionismos ciertas ideas que poco a poco iban calando en la sencillez del pueblo. Se combatía el absolutismo papal, se proclamaba la autonomía de los obispos, se concedía a los seglares una injerencia indebida en las cosas eclesiásticas, se propugnaban reformas peligrosas en el culto y devociones... Pretendían, en una palabra, dar a la formación cristiana unos módulos demasiado íntimos y personalistas, con innegable desprecio de las obras externas, de la jerarquía y del consiguiente espíritu de sumisión.

 La divina Providencia, sin embargo, siempre solícita por los intereses de su Iglesia, cuidó de suscitar en ella una serie de hombres auténticamente cristianos y evangélicos. Fue éste, sin duda, el mejor y más declarado mentís a estas innovaciones sin camino.

 Contemporáneos de nuestro Santo fueron los grandes fundadores San Alfonso María de Ligorio (1696), San Pablo de la Cruz (1694), San Juan Eúdes (1601), el Venerable Olier (1608), Bérulle, el jesuíta Scaramelli, etc. Poco tiempo después sería discípulo suyo el angelical San Juan Andrés Parisi, a quien nuestro Santo gustaba de comparar con San Luis Gonzaga.

 También reinaba este ambiente de lucha antijansenista en el famoso Colegio Romano de la Ciudad Eterna, donde, a sus trece años, ingresó el pequeño Rossi, para permanecer allí y formarse hasta su ordenación sacerdotal.

 Las sanas doctrinas de maestros tan preclaros como los padres Tolomei, Juan de Ulloa, Giattini, y sobre todo los testimonios vivos de apostolado y virtud que pudo contemplar a su alrededor, fueron sembrando en su alma aquellos genuinos amores que más tarde serán los únicos resortes de su santa vida.

 Precisamente por aquel tiempo era famoso en Roma el rector del Colegio Romano, padre Annibale Miarchetti, devotísimo del Sagrado Corazón y activo promotor de la catequesis entre los niños pobres y la gente más sencilla, a quienes recogía y cuidaba en la iglesia de San Ignacio. Con él, el padre Pompeo de Benedictis († 1715), que componía versos latinos a la vez que mortificaba su cuerpo con ásperas penitencias y gastaba su vida en hacer el bien a los necesitados. Fue el fundador de la Congregación de los Apóstoles, similar a las Congregaciones Marianas, compuesta por jóvenes romanos que aprendían de su director a hacer oración, a visitar casas de beneficencia y hospitales y a hacer el bien y repartir amor entre sus compañeros.

 Enseñanzas, virtudes y ejemplos que había de aprender tan al vivo uno de sus discípulos más aventajados, Juan Bautista de Rossi.

 Para Jesús —y es ésta nota dominante de su Evangelio— la caridad, o amor a Dios y al prójimo (único principio con dos manifestaciones, distintas sólo en apariencia), es la manifestación auténtica de la santidad y la única disposición del alma que dignifica, ennoblece y hace verdaderamente cristianas todas las demás manifestaciones del espíritu.

 Y la prueba inequívoca de nuestro amor a Dios —también es doctrina explícita de Cristo— es el amor al prójimo. Amor que debe extenderse a todos, incluso a los que nos persiguen y calumnian, para así ser verdaderamente hijos del Padre celestial, que hace lucir su sol y envía su lluvia sobre los justos y sobre los pecadores (Mt. 5,45).

 Por eso quiso Jesús hacer de la caridad "su mandamiento" (Jn. 15,22), y el distintivo de sus verdaderos discípulos, más exacto y seguro que cualquiera otra señal externa (Jn. 17,21).

 Y, en el último juicio que Él hará de la conducta de los hombres, será la caridad la norma para distinguir las vidas auténticamente puestas a su servicio: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuvisteis caridad con vuestros prójimos" (Mt. 25,34-35).

 Sucede a veces que esta fundamental y primerísima doctrina en la concepción cristiana de la vida queda soterrada bajo el cúmulo de otras normas, fórmulas y prácticas, que nacen más del pensamiento de los hombres que de las fuentes del Evangelio.

 No sucedió así en la vida de San Juan Bautista de Rossi. Aún se recuerda en Roma al "padre de los pobres" y al "amigo de los humildes". Imitador fiel del único Maestro, pudo también sintetizar su vida en aquellas palabras evangélicas: "Pasé por la tierra haciendo el bien". Sin ruidos estridentes ni resonancias aparatosas, pero con toda la imponente fuerza y trascendencia de la verdadera caridad cristiana.

 Ya colegial, y mientras sigue los estudios teológicos en la Minerva, forma parte de la Congregación, y gasta muchas horas en visitar, con los demás congregantes, los hospitales y casas de los pobres. Apostolado oculto y humilde, que no abandonará durante toda su vida, aun después de haber aceptado, contra su voluntad, la canonjía de Santa María in Cosmedín.

 El 8 de marzo de 1721 fue ordenado sacerdote, y aquel mismo día hace voto de no aceptar ninguna prebenda eclesiástica, iniciando su sagrado ministerio en el Hospicio de Pobres de Santa Galla.

 En las actas de beatificación y canonización se da cuenta con detalle del celo, humildad y caridad sorprendentes que logró llevar nuestro Santo hasta el grado máximo de la heroicidad.

 Fue el sacerdote De Rossi varón ejemplar, modelo acabado de ministro evangélico, hecho todo para todos para ganarlos a todos en Dios.

 Pero lo que más llama la atención en su vida fue aquella predilección constante, afectiva y efectiva, que mostró siempre por los más desatendidos y sin relieve en la sociedad. Los hospicianos, los presos, los vagos de profesión, los ignorantes y analfabetos, los niños harapientos y pillastres, fueron sus mejores compañeros por aquellas calles de Roma,

 A imitación de San Felipe de Neri, a quien profesaba por su parte una devoción entrañable, fue en su tiempo San Juan Bautista de Rossi el protector de pobres y afligidos, el consejero, abogado, amigo y maestro de todos. Sacerdote entrañablemente enamorado de Dios y de los hombres, no aguantó el espectáculo de un amor incomprendido y supo clavar en las carnes de sus hermanos el grito de salvación y de carida.

En 1731, imitando los célebres hospicios romanos, funda uno parecido para mujeres sin casa y desamparadas. Él mismo las recogía y las cuidaba espiritual y temporalmente, hasta conseguir colocarlas y proporcionarles un medio de vida digna y cristiana.

Unos años más tarde, en 1737, muere un primo suyo, Lorenzo, canónigo de la basílica de Santa María in Cosmedín, de Roma. Y Juan bautista, a pesar de su voto y de la abierta repugnancia que siempre experimentó hacia toda clase de cargos honoríficos, no tuvo más remedio que aceptar, bajo obediencia, este que quedaba vacante. Fue un mero cambio de ambiente, que en nada había de afectar a su camino trazado.

En su nueva condición seguirá siendo el sacerdote ejemplar y fiel cumplidor de sus deberes. El servicio del coro, el confesonario, el púlpito, la enseñanza del catecismo... llenarán todas las horas de sus días.

Su fama de santidad y de caridad alcanza los últimos rincones de la Ciudad Eterna. No hay cárcel, hospicio u hospital que no sea testigo de su celo, de su cariño y de su comprensión. Diligente, infatigable, siempre dispuesto, no descansó hasta convertir el fuego del amor que le abrasaba el alma en grito constante de su garganta y en entrega martirial de su vida.

Tal vez no se pueda decir mucho más de la vida de San Juan Bautista de Rossi. Ni casi sus mismos contemporáneos se dieron cuenta del hombre de Dios que estaba conviviendo con ellos con un corazón muy grande, doblemente apasionado por Dios y por sus hijos, los hombres.

Así suele ser siempre de sencilla y natural la auténtica santidad. Como el Evangelio, Como María, la Madre de Jesús, y José, el Esposo de María. Como el mismo Cristo, de quien casi sólo pudieron decir sus contemporáneos que pasó por la vida haciendo el bien,

Juan Bautista de Rossi, formado en la mejor Universidad eclesiástica del mundo, educado en un famoso Colegio, con una Roma delante, donde era tan fácil la lisonja y los puestos de grandeza, lo deja todo para entregarse a quienes necesitaban su vida y su caridad. Creyó en la palabra de Cristo y supo ser el buen pastor que pierde su vida para ganarla.

Pobre vino al mundo. Pobre vivió entre los pobres. Y muy pobre murió el 23 de mayo de 1764. Espléndido epitafio para su tumba de sacerdote.

Su tumba se conserva en la iglesia de Santa Trinidad del Pellegrini.

Y aún se recuerda en Roma al "padre de los pobres" y al "amigo de los humildes".

Pero nuestro Dios, el buen Padre de los cielos, que tanto se complace en levantar a los humildes y sencillos, quiso bien pronto darle a conocer entre las gentes.

Fue en tiempos de Pío IX cuando se inició la causa de beatificación de este escondido sacerdote y canónigo romano.

Confirmados al fin unos milagros, excepcionalmente sorprendentes por las circunstancias que los acompañaron, fue beatificado el 13 de mayo de 1860.

En 1879 vuelve a hablarse de nuevos milagros obrados por la intercesión de nuestro Santo. Y ese mismo año se da el decreto que los aprueba, y con ello un paso decisivo para la canonización del sacerdote romano Juan Bautista de Rossi.

Por otro decreto de abril de 1881, siendo relator de la causa el cardenal Miecislao Leodochowski y promotor de la fe el padre Salviati, se da permiso para que se proceda a ella.

Y al fin, el 8 de diciembre de este mismo año, juntamente con los Beatos José de Labre, Lorenzo de Brindis y Clara de Montefalco, fue elevado a la Gloria de Bernini por Su Santidad León XIII.

El Papa de los obreros había servido a la Providencia para glorificar al Santo escondido de los pobres y de los humildes, San Juan Bautista de Rossi.

PEDRO MARTIN HERNÁNDEZ.

22 may 2015

Santo Evangelio 22 de Mayo de 2015



Día litúrgico: Viernes VII de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 21,15-19): Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos y comiendo con ellos, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos». Vuelve a decirle por segunda vez: «Simón de Juan, ¿me amas?». Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas». 

Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras». Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».


Comentario: Rev. D. Joaquim MONRÓS i Guitart (Tarragona, España)
‘Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero’. Le dice Jesús: ‘Apacienta mis ovejas’

Hoy hemos de agradecer a san Juan que nos deje constancia de la íntima conversación entre Jesús y Pedro: «‘Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?’ Le dice él: ‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero’. Le dice Jesús: ‘Apacienta mis corderos’» (Jn 21,15). —Desde los más pequeños, recién nacidos a la Vida de la Gracia... has de tener cuidado, como si fueras Yo mismo... Cuando por segunda vez... «le dice Jesús: ‘Apacienta mis ovejas’», Él le está diciendo a Simón Pedro: —A todos los que me sigan, tú los has de presidir en mi Amor, debes procurar que tengan la caridad ordenada. Así, todos conocerán por ti que me siguen a Mí; que mi voluntad es que pases por delante siempre, administrando los méritos que —para cada uno— Yo he ganado.

«Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ‘¿Me quieres?’ y le dijo: ‘Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero’» (Jn 21,17). Le hace rectificar su triple negación y, solamente recordarla, le entristece. —Te amo totalmente, aunque te he negado..., ya sabes cómo he llorado mi traición, ya sabes cómo he encontrado consuelo solamente estando con tu Madre y con los hermanos.

Encontramos consuelo al recordar que el Señor estableció el poder de borrar el pecado que separa, mucho o poco, de su Amor y del amor a los hermanos. —Encuentro consuelo al admitir la verdad de mi alejamiento respecto de Ti y al sentir de tus labios sacerdotales el «Yo te absuelvo» “a modo de juicio”.

Encontramos consuelo en este poder de las llaves que Jesucristo otorga a todos sus sacerdotes-ministros, para volver a abrir las puertas de su amistad. —Señor, veo que un desamor se arregla con un acto de amor inmenso. Todo ello, nos conduce a valorar la joya inmensa del sacramento del perdón para confesar nuestros pecados, que realmente son “des-amor”.

Santa Joaquina Vedruna de Mas 22 Mayo


22 de mayo

SANTA JOAQUINA VEDRUNA DE MAS

(† 1854)

 
Hermosa, pura y blanca era la niña a los seis años: jugaba y revoloteaba en los jardines de la casa paterna, y, si acontecía manchársele el vestido con tierra o lodo, escondíase luego y solita lavaba su traje, poníalo al sol y poníase ella a rezar candorosamente al Niño Jesús y a las benditas almas para que se secara pronto". Era un espejo de limpieza: no podía sufrir manchas ni aun en su ropa, ni quería con ellas ofender por un momento la vista de su buena madre.

 Tan buena y delicada era Joaquinita de Vedruna. Había nacido el 16 de abril de 1783 en Barcelona, la gran urbe condal. Sus padres, don Lorenzo de Vedruna y doña Teresa Vidal, formaron su hogar como un nido de amores cristianos a prueba de todos los sacrificios. Eran ricos y nobles. Don Lorenzo ejercía el cargo de procurador de número en la Audiencia del principado y vio bendecida su sagrada unión con numerosa prole. Doña Teresa era una de aquellas mujeres fuertes alabadas por el sabio: noble, hacendosa y abnegada en sus deberes maternales. Cuando nació Joaquinita todo fue alegría y pura felicidad: huyó el dolor ante aquel ser que nacía para aliviar a cuantos encontrase al paso en su larga y fecunda vida.

 Criada en el regazo materno dócil y sumisa, sintió al despertar su razón en los besos amorosos de su cristiana madre el aliento de lo divino, y brotó en su alma la primera, revelación de su destino en cuanto supo amar a Dios. Así, a los doce años, notando el vacío que dejaba en su alma lo de acá abajo, lanzándose con valor fuera del nido donde había nacido, llamó a las puertas del convento de madres carmelitas de Barcelona, pidiendo con insistencia el santo hábito.

 No fue, por cierto, admitida su humilde demanda: era jovencita y las religiosas no creyeron prudente ni aun mantener sus ilusiones para un corto plazo. Volvióse, pues, al hogar paterno: allí haría otro indefinido noviciado que la preparase para los designios de Dios sobre ella. ¡Designios realmente inescrutables! Dios tiene muchos caminos, y, nueva Juana de Lestonnac o Francisca Frémiot de Chantal, será como ellas una santa viuda y madre de familia, además de religiosa y fundadora, pasando así por todos los estados.

 Efectivamente, el 24 de marzo de 1799 se casa con don Teodoro de Mas, rico hacendado de Vich, procurador de los Tribunales al igual que su suegro —con el que le unía de antes, por su mismo oficio, gran amistad—, y que había reparado en las excepcionales dotes y sencillez de la menor de las tres hijas de don Lorenzo. Dieciséis años vive santamente con él, con una descendencia de ocho hijos, hasta que su esposo fallece el 5 de marzo de 1816.

 La estampa de sus hijos es fiel retrato de tan buenos padres. Dos mueren en temprana edad; pero de los seis supervivientes, cuatro hijas se consagran a Dios por medio del estado religioso: dos franciscanas en Pedralbes, dos religiosas cistercienses en Vallbona, y hasta su hijo José Luis llegó a entrar en la Trapa, pero su salud no le permitió seguir, habiendo sido luego un ferviente católico y modelo de padres cristianos. La otra hija, casada también, Inés, tuvo seis hijos, varios de ellos religiosos.

 Entretanto, tiempos aciagos corrían para España en el primer decenio del siglo XIX. Las tropas de Napoleón habían invadido la Península, sembrando la desolación y la muerte doquiera hallaban resistencia; y... la hallaron por todas partes, más o menos. Todos fueron soldados y héroes; se organizaron milicias nacionales, y el heroísmo dejó de parecer tal en fuerza de practicarlo todos hasta la muerte. Don Teodoro de Mas, noble por tradiciones de sangre y de valor militar, no desmintió su linaje, y, dejando las pingües ganancias que le daba su ocupación en la Magistratura de Barcelona, se retiró con su familia a su posesión "El Manso de El Escorial”, de Vich, para tomar parte en la defensa desesperada de la Patria. Alistóse en las filas del heroico barón de Sabassona, que le nombró su ayudante de campo, y en el mes de abril de 1807 se le encuentra en cinco batallas sangrientas. En Vich entraron los franceses el 17 de abril a sangre y fuego, y don Teodoro batióse en retirada épica, causando al enemigo no pocas bajas. Entretanto doña Joaquina hubo de abandonar la casa solariega de Mas, refugiándose en las montañas del Montseny con sus pequeños hijos hasta que pasó la tromba bélica.

 De doña Joaquina como esposa y madre nos hace el más cumplido elogio el mismo decreto de beatificación por Su Santidad Pío XII (19 de mayo de 1940): “Unida en matrimonio, cuanto le fue permitido, detestó las vanidades y cosas del mundo, estuvo completamente sometida a su marido, cumplió diligentemente sus obligaciones de esposa y madre, y educó a sus hijos con admirables resultados, formándolos en sus deberes religiosos y ciudadanos".

 Mas era necesario que la tribulación templara su espíritu, y así la divina Providencia amorosamente probó aquel feliz hogar con la muerte del esposo y del padre. Privada de su marido y conformada en su viudez, entregóse ahincadamente al cuidado de sus hijos y de su hacienda por espacio de diez años, consagrándose totalmente a su educación, a las obras de piedad para con Dios y de caridad para con el prójimo, mientras con oraciones y ásperas penitencias imploraba luz y fuerzas para conocer claramente la voluntad de Dios y para seguirla. Así, por cama tenía una estera, y por almohada una piedra; frecuentaba los hospitales de Vich e Igualada, confortando a los enfermos con su palabra, sonrisa y limosnas. Doña Joaquina vino a ser pronto popular entre los pobres y asilados.

 Mas su corazón se iba despegando cada vez más de los bienes terrenos. Ahora ella es solamente esposa de Cristo. Un director espiritual, muerto en olor de santidad, el capuchino padre Esteban de Olot, conocido por el “apóstol del Ampurdán", es el que la llevará por la más alta senda de la perfección. Y aunque ella prefiere la vida contemplativa, el santo fraile le advierte que Dios la llama para fundadora de una Orden religiosa de vida activa, de enseñanza y de caridad. En esto un personaje providencial tercia entre las dos almas: el obispo de Vich, doctor Corcuera. No habrá de llevar hábito de terciaria capuchina, sino de religiosa carmelita; es lo que decide el virtuoso prelado. Aquel su deseo infantil de los doce años se cumple ahora, tras un largo rodeo. ¡Rutas maravillosas del Señor!

 El padre Esteban de Olot redacta las reglas, reglas sapientísimas que a lo largo de un siglo no han sufrido la menor variación, y después de su profesión religiosa ante el obispo de Vich (6 de enero de 1826) inicia su obra de fundadora el 26 de febrero del mismo año con ocho doncellas. Pronto surgen contrariedades; le toca beber el cáliz de Jesús, en frase suya. Dos incipientes vuelven la vista atrás. No se desanima; pronto serán trece, y a no tardar, como el grano de mostaza, pasarán del centenar. Vich es la primera fundación: la cuna de la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, Luego el hospital de Tárrega (1829), y en el mismo año la Casa de Caridad de Barcelona, donde permanece hasta 1830; Solsona, Manresa, hospital de peregrinos de Vich y Cardona son otras tantas fundaciones tras no pocas peripecias.

 En esto la guerra civil se echa encima. Después de fundar en el hospital de Berga, plaza ocupada por los carlistas, tiene que internarse en Francia al caer aquella población en manos de las tropas liberales. Después de penoso calvario por los Pirineos llega a Prades (1836) y sigue hasta Perpiñán, donde halla a una señora conocida suya, de Barcelona, que fue el ángel protector en el destierro de la pequeña comunidad. Pasada la ráfaga, vuelve a España en 1842, reabre el noviciado, y, después de nuevas fundaciones, tiene el consuelo de ver aprobar canónicamente la Congregación en 1850. Otro obispo español, el santo padre Claret, antes de salir para su sede de Cuba aporta su granito de arena a los estatutos de la Congregación, aunque siguiendo indicaciones del doctor Casadevall, prelado vicense a la sazón.

 Vuelve entonces a Barcelona, su ciudad natal, donde Dios la reclamará para sí. En efecto, en la Casa de Caridad le sobreviene un ataque de apoplejía, y hasta el cólera morbo, que entonces domina en la ciudad condal, se ceba en ella, y así muere santamente el 28 de agosto de 1854. Dios permitió que su cadáver no padeciera los trastornos de los apestados para consuelo de cuantos acudieron a implorar favores por medio de su sierva. En 1881 se trasladaron sus restos a Vich, donde aún hoy yacen. Beatificada por el papa Pío XII, ha sido la primera santa canonizada, el 12 de abril de 1959, por S. S. Juan XXIII.

 Después de su muerte siguió desde el cielo estimulando su obra. Rápido fue el incremento de la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, rebasando primero los lindes de Cataluña y luego los de la Península para saltar más allá de las fronteras y de los mares. Ahora son 160 casas con un total de 2.218 religiosas, 40.739 las niñas educadas en sus colegios y 4.443 las personas asistidas en diversos hospitales.

 La madre Vedruna vive en un siglo turbulento, siglo de impiedad filosófica, de revolución y discordias civiles e intestinas. Su vida no contiene milagros ni cosas extraordinarias, ciertamente; pero esa su vida abnegada, paciente, humilde y laboriosa, santificando todos los estados en que puede encontrarse una mujer, contiene una gran dosis de callado heroísmo y sacrificio, secreto de la santidad de esa humilde y fragante violeta.

 LUIS SANZ BURATA.

Santa Rita de Casia, 22 de Mayo


Santa Rita de Casia  - Religiosa (+1457)

    Santa Rita nació en 1381 junto a Casia, en la hermosa Umbría, una tierra de Santos: Benito, Escolástica, Francisco de Asís, Clara, Angela, Gabriel...etc. Santa Rita pertenece a esa insigne pléyade de mujeres que pasaron por todos los estados: casadas, viudas y religiosas.

    Pocos santos han gozado de tanta devoción como Santa Rita, Abogada de los casos imposibles, fue, y es muy solicitada por los sufrientes necesitados. Su pasión favorita era meditar la Pasión de Jesús.  Los antiguos biógrafos esmaltan su infancia de prodigios sin cuento. Lo cierto es que fue una niña precoz, inclinada a las cosas de Dios, que sabía leer en las criaturas los mensajes del Creador.

    Su alma era una cuerda tensa que se deshacía en armonías dedicadas exclusivamente a Jesús.  Sentía desde niña una fuerte inclinación a la vida religiosa. Pero la Providencia divina dispuso que pasara por todos los estados, para santificarlos y extender la luz de su ejemplo y el aroma de su virtud. Fue un modelo extraordinario de esposa, de madre, de viuda y de monja.

    Por conveniencias familiares se casa con Pablo Fernando, de su aldea natal. Fue un verdadero martirio pues Pablo era caprichoso y violento. Rita acepta su papel: callar, sufrir, rezar. Su bondad y paciencia logran la conversión de su esposo. Nacen dos gemelos que les llenan de alegría. A la paz sigue la tragedia. Su esposo cae asesinado, como secuela de su antigua vida.

    Rita perdona y eso mismo inculca a sus hijos. Y sucede ahora una escena incomprensible desde un punto de vista natural. Al ver que no puede conseguir que abandonen la idea de venganza, pide al Señor se los lleve, por evitar un nuevo crimen, y el Señor atiende su súplica.

    Vienen ahora años difíciles. Su soledad, sus lágrimas, sus oraciones. Intenta ahora cumplir el deseo de su infancia; ser religiosa. Tres veces desea entrar en las Agustinas de Casia, y las tres veces es rechazada. Por fin, con un prodigio que parece arrancado de las Florecillas, se le aparecen San Juan Bautista, San Agustín y San Nicolás de Tolentino y en volandas es introducida en el monasterio.

    Es admitida, hace la profesión ese mismo año de 1417, y allí pasa 40 años, sólo para Dios.  Recorrió con ahínco el camino de la perfección, las tres vías de la vida espiritual, purgativa, iluminativa y unitiva. Ascetismo exigente, humildad, pobreza, caridad, ayunos, cilicio, vigilias. Las religiosas refieren una hermosa Florecilla. La Priora le manda regar un sarmiento seco.   Rita cumple la orden rigurosamente durante varios meses y el sarmiento reverdece. Y cuentan los testigos que aún vive la parra milagrosa.

    Jesús no ahorra a las almas escogidas la prueba del amor por el dolor. Rita, como Francisco de Asís, se ve sellada con uno de los estigmas de la Pasión: una espina muy dolorosa en la frente. Hay solicitaciones del demonio y de la carne, que ella calmaba aplicando una candela encendida en la mano o en el pie. Pruebas purificadoras, miradas desconfiadas, sonrisas burlonas.

    Rita mira al Crucifijo y en aquella escuela aprende su lección. La hora de su muerte nos la relatan también llena de deliciosos prodigios. En el jardín del convento nacen una rosa y dos higos en pleno invierno para satisfacer sus antojos de enferma. Al morir, la celda se ilumina y las campanas tañen solas a gloria.

    Su cuerpo continua aún hoy  incorrupto. Cuando Rita murió, en 1457, la llaga de su frente resplandecía en su rostro como una estrella en un rosal.Así premiaba Jesús con dulces consuelos el calvario de tan devota alma.

    Leon XIII la canonizó en 1900.

21 may 2015

Santo Evangelio 21 de Mayo de 2015


Día litúrgico: Jueves VII de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 17,20-26): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. 

»Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos».


Comentario: P. Joaquim PETIT Llimona, L.C. (Barcelona, España)
Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí

Hoy, encontramos en el Evangelio un sólido fundamento para la confianza: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí» (Jn 17,20). Es el Corazón de Jesús que, en la intimidad con los suyos, les abre los tesoros inagotables de su Amor. Quiere afianzar sus corazones apesadumbrados por el aire de despedida que tienen las palabras y gestos del Maestro durante la Última Cena. Es la oración indefectible de Jesús que sube al Padre pidiendo por ellos. ¡Cuánta seguridad y fortaleza encontrarán después en esta oración a lo largo de su misión apostólica! En medio de todas las dificultades y peligros que tuvieron que afrontar, esa oración les acompañará y será la fuente en la que encontrarán la fuerza y arrojo para dar testimonio de su fe con la entrega de la propia vida.

La contemplación de esta realidad, de esa oración de Jesús por los suyos, tiene que llegar también a nuestras vidas: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí». Esas palabras atraviesan los siglos y llegan, con la misma intensidad con que fueron pronunciadas, hasta el corazón de todos y cada uno de los creyentes.

En el recuerdo de la última visita de Juan Pablo II a España, encontramos en las palabras del Papa el eco de esa oración de Jesús por los suyos: «Con mis brazos abiertos os llevo a todos en mi corazón —dijo el Pontífice ante más de un millón de personas—. El recuerdo de estos días se hará oración pidiendo para vosotros la paz en fraterna convivencia, alentados por la esperanza cristiana que no defrauda». Y ya no tan cercano, otro Papa hacía una exhortación que nos llega al corazón después de muchos siglos: «No hay ningún enfermo a quien le sea negada la victoria de la cruz, ni hay nadie a quien no le ayude la oración de Cristo. Ya que si ésta fue de provecho para los que se ensañaron con Él, ¿cuánto más lo será para los que se convierten a Él?» (San León Magno).

San Teopompo, Obispo y Mártir, 21 de Mayo

21 de Mayo
 
San Teopompo, obispo y mártir (s. IV)

Gobernaba su grey en tiempo del Emperador Diocleciano, siendo su gobernador Daciano, quienes con sus mandatos obligaban a los cristianos a adorar a los falsos dioses.

Teopompo -que se hallaba en Aragón para burlar dichas leyes- cuando fue alcanzado, es martirizado metiéndolo en un horno encendido.

A Daciano se le aparece milagrosamente aquella noche el Santo que le recuerda sus crueldades; el gobernador decide ponerlo a salvo, al tiempo que intenta explicar la visión atribuyendola al poder de la magia.

Pasa el tiempo y de nuevo es Teopompo encarcelado durante veintidós días en los que fue sometido al más riguroso ayuno. La sacaron en esta ocasión el ojo derecho, pero ni aún así consiguen la renuncia a la fe o la apostasía del obispo cristiano. Ante su fortaleza y constancia deciden que el mago egipcio, Teónas, lo matase con hechizos, administrándole píldoras nocivas. La intervención divina toca el corazón del mago que se bautiza con el nombre de Sinesio y llegó a coronar también su vida con el martirio el mismo día que el obispo Teopompo, aunque años después, como lo señala el Martirologio Romano: «Eodem die sanctorum Martyrum Synesii et Theopompi», el 21 de Mayo.

La leyenda narra, resaltando la grandeza de Dios y la fidelidad del obispo santo frente a la debilidad patente del grandioso y curel mandatario Daciano, que prosiguió éste intentando vengar la fuerza pertinaz de la divinidad y que mandó azotar y despeñar el cuerpo de Teopompo, rematándolo -cuando ya no hacía falta- con el degollamiento, separando de su cuerpo la cabeza con la espada.

Su entrada triunfal ocurrió el mismo día de su celebración al ser para él el «dies natalis».

De este modo quiso Dios premiar a las dos Nertóbrigas romanas, a Fregenal teniendo un insigne Prelado y a Almuña o Ricla como lugar de su martirio.

El obispo Fray Francisco de Rois, previa consulta al Cabildo, se dirige a los primeros teólogos, maestros y catedráticos de la Universidad de Salamanca para que dictaminaran sobre las Santas Reliquias de San Teopompo, los que respondieron afirmativamente, «nemine discrepante». En efecto, el 6 de Julio de 1670 se concede, según las normas de San Pio V y Gregorio XIII, la celebración con misa y oficio del común, el 21 de Mayo.

La Vita Sanctorum adorna con descripción viva, una vez más y según el estilo que caracteriza a este género literario, el hecho de que alguien muriera por su fe, resistiendo la injusta violencia del poderoso. Teopompo, obispo y mártir, es el modelo y su amor a Jesucristo hasta la muerte, la lección. Los modos importan menos; sólo intentan ayudarnos a ser fieles siempre, sobre todo al ponerse cuesta arriba nuestro caminar, porque no es infrecuente contemplar -teste historia- el «cambio de chaqueta» cuando se mudan los aires y vivir en cristiano se torna difícil.

20 may 2015

Santo Evangelio 20 de Mayo de 2015



Día litúrgico: Miércoles VII de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 17,11b-19): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. 

»Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad».


Comentario: Fr. Thomas LANE (Emmitsburg, Maryland, Estados Unidos)
Que tengan en sí mismos mi alegría colmada

Hoy vivimos en un mundo que no sabe cómo ser verdaderamente feliz con la felicidad de Jesús, un mundo que busca la felicidad de Jesús en todos los lugares equivocados y de la forma más equivocada posible. Buscar la felicidad sin Jesús sólo puede conducir a una infelicidad aún más profunda. Fijémonos en las telenovelas, en las que siempre se trata de alguien con problemas. Estas series de la TV nos muestran las miserias de una vida sin Dios. 

Pero nosotros queremos vivir el día de hoy con la alegría de Jesús. Él ruega a su Padre en el Evangelio de hoy «y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada» (Jn 17,13). Notemos que Jesús quiere que en nosotros su alegría sea completa. Desea que nos colmemos de su alegría. Lo que no significa que no tengamos nuestra cruz, ya que «el mundo los ha odiado, porque no son del mundo» (Jn 17,14), pero Jesús espera de nosotros que vivamos con su alegría sin importar lo que el mundo pueda pensar de nosotros. La alegría de Jesús nos debe impregnar hasta lo más íntimo de nuestro ser, evitando que el estruendo superficial de un mundo sin Dios pueda penetrarnos. 

Vivamos pues, hoy, con la alegría de Jesús. ¿Cómo podemos conseguir más y más de esta alegría del Señor Jesús? Obviamente, del propio Jesús. Jesucristo es el único que puede darnos la verdadera felicidad que falta en el mundo, como lo testimonian esas citadas series televisivas. Jesús dijo, «si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis» (Jn 15,7). Dediquemos cada día, por tanto, un poco de nuestro tiempo a la oración con las palabras de Dios en las Escrituras; alimentémonos y consumamos las palabras de Jesús en la Sagrada Escritura; dejemos que sean nuestro alimento, para saciarnos con la su alegría: «Al inicio del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida» (Benedicto XVI).

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San Bermardino de Sema 20 de Mayo

20 de mayo

 SAN BERNARDINO DE SENA

 († 1444)
 
San Bernardino de Sena fue uno de aquellos predicadores de penitencia que en el siglo XV recorrieron gran parte de Italia y contribuyeron eficazmente a la reforma y mejoramiento de las costumbres. Su celo ardiente y apostólico y su oratoria popular y apasionada han quedado como ejemplos vivientes del celo y de la predicación evangélica y aun del estilo de aquellos predicadores del siglo XV, San Vicente Ferrer, San Juan de Capistrano y otros.

 Nacido en 1380 en Massa, cerca de Siena, de la noble familia de los Albiceschi, recibió Bernardino en Siena una educación completa en las ciencias eclesiásticas. En 1402 vistió el hábito de San Francisco: en 1404 recibió la ordenación sacerdotal y un año después fue destinado a la predicación.

 Pero transcurren unos doce años, y ni su voz ni sus cualidades oratorias le ayudaban a desempeñar con éxito este importante ministerio. Mas como, por otra parte, se distinguía por sus eximias virtudes religiosas, aparece el año 1417 como guardián en el convento franciscano de Fiésole. Entonces, pues, de una manera inesperada, que tiene todos los visos de sobrenatural, se refiere que recibió la orden divina, transmitida por un novicio: "Hermano Bernardino, ve a predicar a Lombardía."

 El hecho es que, desde 1418, aparece San Bernardino en Milán y comienza aquella carrera de grandes misiones o predicaciones populares, cuya característica era un intenso amor a Jesucristo, que llegaba al interior de sus oyentes y arrancaba lágrimas de penitencia, Este amor a Jesucristo lo sintetizaba en el anagrama del nombre de Jesús, tal como, precisamente desde entonces, se ha ido popularizando cada vez más: J H S. Llevábalo a guisa de banderín y procuraba fuera grabado en todas las formas posibles, en estampas de propaganda, en grandes carteles y, sobre todo, en los testeros de las iglesias, casas, consistoriales y domicilios particulares de las poblaciones donde misionaba. Aquello debía servirles de recuerdo perenne de las verdades predicadas y de las decisiones tomadas. De ello pueden verse, aun en nuestros días, multitud de ejemplos en los territorios donde él predicó.

 Efectivamente en 1418 predica la Cuaresma en la iglesia principal de Milán, donde el último de los Visconti daba el triste ejemplo de una vida entregada a todos los vicios. Bernardino se revela un orador popular de cualidades extraordinarias. El pueblo se siente transformado por el fuego de su predicación. Vuelve al año siguiente y se repiten los mismos resultados de grandes conversiones y reforma de costumbres. De 1419 a 1423 recorre las poblaciones de Bérgamo, Como, Plasencia, Brescia. Unas veces predica en la misa, otras durante el día: unas veces organiza una misión, otras es un sermón de circunstancias; pero el resultado es siempre la transformación de las costumbres y reforma de vida. En 1423 desarrolla su actividad reformadora en Mantua, y por vez primera aparece allí su fuerza taumatúrgica. Según los relatos contemporáneos, al negarse el barquero a conducirle al otro lado del lago, lo atraviesa sobre su manteo, y a nadie sorprende tan estupendo milagro, pues todos son testigos de su ascetismo extraordinario y del abrasado amor de Dios que respira en su predicación.

 Pero el fruto de su apostolado no se limita a la transformación de costumbres y reforma de vastos territorios. En Venecia, donde predica en 1422, obtiene la fundación de una cartuja y de un hospital para infecciosos. Predica de nuevo en Verona en 1423, y de nuevo nos relatan los cronistas del tiempo un milagro estupendo obrado por él, cuando hace retornar a la vida a un hombre muerto en un accidente. La fama de su santidad y de la fuerza arrebatadora de su predicación toma proporciones nunca oídas. A partir del año 1424 llega a su apogeo. Ya no bastan las mayores iglesias para contener las grandes masas, ansiosas de escuchar la palabra ardiente de un santo. En Vicenza habla en la plaza pública a una multitud de veinte mil personas. En Venecia desarrolla en 1424 una actividad extraordinaria y acude la población entera a las plazas públicas para escucharle. Los grandes carteles, en que ostenta el anagrama de Jesús, producen un efecto admirable. De allí pasa a Ferrara, donde consigue tocar el corazón de sus habitantes, que renuncian en masa al lujo y a las diversiones pecaminosas.

 Parece imposible que su naturaleza débil y enfermiza pueda resistir un trabajo tan agotador, sobre todo si se tiene presente que lo acompaña con una vida extremadamente austera. Su aspecto exterior, tal como nos lo transmitieron los más afamados pintores del cuatrocientos, es el prototipo del ascetismo más exagerado, que contribuye eficazmente a la eficacia de su obra apostólica. Predica la Cuaresma en Bolonia, que se hallaba en rebelión contra el romano pontífice Martín V (1417-1431). Introduce un nuevo juego, haciendo pintar el nombre de Jesús en las cartas que se emplean. El pueblo y el mercader que se compromete en esta empresa la miran con recelo; pero, al fin, terminan todos por entusiasmarse con el invento, que trae consigo una transformación completa de la ciudad. Siguiendo la llamada de los florentinos, predica en Florencia durante el verano de 1424, y esta ciudad, prototipo de la elegancia y del lujo más exagerados, termina la misión organizando grandes hogueras, a las que las damas de la más elegante sociedad arrojan los objetos más preciados de sus vanidades. Más aún. Como recuerdo de tan importantes acontecimientos se hace pintar el anagrama de Jesús y se coloca en la fachada de la iglesia de la Santa Cruz.

 En medio de esta carrera de predicación en grande estilo de San Bernardino no podía faltar su turno a su ciudad natal, Siena. En efecto, después de predicar la Cuaresma en Prato, en 1425, llega a Siena a fines de abril, y allí derrocha tesoros de su más ardiente palabra apostólica durante cincuenta días. Entre sus oyentes se encuentra el gran humanista Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II (1458-1464). La ciudad en peso decide esculpir el anagrama de Jesús en el testero del Palazzo publicio. En Asís, en Perusa, en otras poblaciones renueva todas las maravillas de su predicación. En 1427 se hallaba en Viterbo, donde predica la Cuaresma y ataca duramente la usura, una de las plagas del tiempo.

 Esta campaña de 1418-1427, extraordinariamente fecunda en frutos de conversiones, renovación de costumbres y reforma fundamental de vida, constituye la primera etapa de la gran obra reformadora realizada por San Bernardino de Siena. Ahora bien, para conocer las características de la predicación de este gran orador cristiano debemos poner a la cabeza de todas su eminente santidad y austeridad de vida, que fascinaba a las multitudes y arrastraba con la fuerza irresistible del ejemplo. Mas, por lo que se refiere a la estructura literaria de sus sermones, no podemos tomar como ejemplos los esquemas latinos que se nos han conservado y podemos leer en sus obras, por ejemplo, en la edición crítica de las mismas, que se ha publicado en nuestros días. Porque su palabra viva y ardiente era completamente diversa de estos esbozos eruditos, a manera de tratados teológicos.

 De la verdadera elocuencia de su lenguaje popular y vivo nos dan una idea aproximada los Sermones vulgares, que uno de sus oyentes copió en su predicación de Siena en 1427 y han sido recientemente publicados. Aquí es todo vida, naturalidad, comunicación íntima con el auditorio. El orador, sin perder de vista el objeto primordial de su discurso, sigue la inspiración del momento, repite las cosas más difíciles, mezcla su discurso con frecuentes diálogos con el auditorio, prorrumpe en ardientes exclamaciones y apóstrofes, lo empapa todo con un espíritu sobrenatural y divino, que lleva la convicción a las almas y arranca de sus oyentes lágrimas de compunción y propósitos de reforma.

 Es admirable la maestría de esta oratoria, eminentemente popular y profundamente teológica y cristiana. Conserva siempre la dignidad de la cátedra apostólica; adáptase, en cuanto le es posible, a los oyentes que le escuchan y a las circunstancias del tiempo; fustiga las divisiones de partidos y los vicios más típicos de la época, sobre todo la usura, la sensualidad, el despilfarro, la vanidad, el espíritu pendenciero; pero siempre en una forma tan digna y elevada que aparecen su espíritu verdaderamente apostólico y las entrañas de misericordia de Dios, siempre dispuesto a acoger en sus brazos a los que de veras se arrepienten de sus vicios y pecados. En particular se observa que, a diferencia de Jerónimo Savonarola, se mantiene siempre alejado de los partidos y de toda significación política, y nunca se expresa de un modo desconsiderado contra ninguna clase de autoridades, eclesiásticas y aun civiles.

 Esto no obstante, el año 1427, cuando predicaba la Cuaresma en Viterbo, fue citado y tuvo que presentarse en Roma ante el papa Martín V. Habíase elevado una acusación contra él por la novedad que ofrecía su predicación sobre el nombre de Jesús y la propaganda que hacía de las estampas, tabletas e inscripciones de su anagrama. Al llegar a Roma se le prohibió subir al púlpito y fue obligado a mantenerse recluido hasta que se examinara y decidiera su causa. El Santo, lleno de la más humilde resignación y con la confianza puesta en Dios, obedeció sin ninguna especie de resistencia. Pero entonces mismo llegó su inseparable amigo y discípulo, predilecto, San Juan de Capistrano, quien supo exponer su causa en tal forma que el Papa se convenció de que la devoción del anagrama de Jesús no ofrecía ninguna dificultad teológica y, por el contrario, podía ser un resorte eficaz para fomentar la devoción del pueblo. La respuesta a los acusadores se dio públicamente, permitiendo el Papa que San Bernardino predicara en Roma durante ochenta días, en los que dirigió al pueblo romano ciento catorce sermones.

 Puesta así de relieve la santidad, y habiendo aumentado extraordinariamente la popularidad y reputación de su compaisano, los sieneses suplicaron al Papa que nombrara obispo de Siena a San Bernardino. El Papa accedió a tan justificados ruegos, pero el Santo se resistió. En cambio, entonces precisamente dio él comienzo a la segunda etapa de su vida apostólica. Desde agosto del mismo año 1427 desarrolla una intensa campaña en Siena, desgarrada entonces por las más encarnizadas divisiones. Los cuarenta y cinco sermones que entonces predicó, tomados literalmente por un copista y publicados en nuestros días, son la más clara prueba de la elocuencia popular, fuerza persuasiva y unción religiosa y aun mística de su predicación.

 Luego siguió un amplio recorrido por la Toscana, Lombardía, Romaña, Marca de Ancona. La madurez de su criterio y experiencia, la eximia santidad de su vida y la aureola de reputación que lo acompañaba, todas estas circunstancias juntas producían un efecto sin precedentes. Nada se resiste a su arrolladora elocuencia. Así, con su palabra de fuego, consigue fácilmente detener a los sieneses en su ya iniciada guerra contra Florencia. Precisamente en esta ocasión el emperador Segismundo se encuentra en Siena y traba con él la más íntima amistad, y en abril de 1433 le lleva consigo a Roma.

 Desde 1433 se inicia la última etapa de la vida de San Bernardino. Retirado al convento de Capriola, se dedica tres años al trabajo de redacción de sus obras.

 En 1436 dedícase de nuevo dos años a la predicación. En 1438 es nombrado vicario general de los conventos de la observancia, y en inteligencia con Eugenio IV (1431-1447), que tan decididamente la favorecía, trabaja desde entonces en fomentarla por todas partes. Es significativa, en este sentido, la carta dirigida el 31 de julio de 1410 a todos sus súbditos. Con la anuencia de Eugenio IV toma como ayudante en esta obra de reforma regular a San Juan de Capistrano, su más insigne discípulo, émulo de su elocuencia popular y de la eximia santidad de su vida. En esta forma visita las provincias de Génova, Milán y Bolonia. Es un nuevo campo, donde realiza una labor sumamente provechosa.

 Finalmente, en 1442, admite el Papa su renuncia a este cargo. Parece que podía entonces dedicarse al descanso. Pero su espíritu apostólico no se lo permite. Agotado por las fatigas de tantos años de predicación y por una vida de continuas austeridades y la observancia más estricta de la disciplina religiosa, siente reanimarse su espíritu entregándose de nuevo a la predicación. Así lo vemos en Milán, en el otoño de 1442, donde combate la herejía de un tal Amadeo; predica en Padua en 1443 una serie de sesenta sermones, que, copiados literalmente por uno de sus oyentes, constituyen, una de las mejores joyas de la elocuencia sagrada; tiene que negarse a predicar en Ferrara, y aparece luego en Vicenza. A principios de 1444 tiene un breve descanso en su querido convento de Capriola, donde acaba de revisar algunas de sus obras, en particular sus Discursos sobre las Bienaventuranzas. Al exponer el Bienaventurados los que lloran da suelta a su tierno corazón por la honda pena que acababa de experimentar por la muerte del hermano Vicente, compañero suyo inseparable durante veintidós años. "Débil de cuerpo —exclama—, con frecuencia yo he estado enfermo. Entonces él me sostenía, él me conducía. Si mi cuerpo se sentía débil, él me alentaba. Si me sentía decaído o negligente en el servicio de Dios, él me excitaba. Yo era imprevisor, olvidadizo; pero él velaba por mí. ¿Cómo me has sido arrebatado, oh Vicente? ¿Cómo me has sido arrancado, tú que eras como una misma cosa conmigo, tú que eras tan conforme a mi corazón?"

 Tal es San Bernardino al final de su vida: el gran predicador popular, que ha transformado con su palabra y ejemplo comarcas enteras de Italia; el gran propagador de la devoción del nombre de Jesús, a la que dedicó escritos maravillosos; el gran entusiasta de la devoción a María; el gran reformador y defensor de la observancia; el enamorado de Cristo al estilo de su padre, San Francisco de Asís. Es un sol que se halla en su ocaso. Todavía quiere predicar a Cristo. Sacando fuerzas de flaqueza, se decide a ir a predicar a Nápoles. En el camino predica en varios lugares; obra varios milagros; se detiene en Asís, en Santa María de los Angeles; pero, llegado a Aquila, rendido al cansancio, muere el 20 de mayo, víspera de la Ascensión. Seis años después, el 24 de mayo de 1450, el papa Nicolás V (1447-1555), cediendo a los clamores del pueblo cristiano, le eleva al honor de los altares.

 San Bernardino de Siena es, indudablemente, uno de los más grandes santos del siglo XV, uno de los mejores modelos de la predicación popular cristiana, uno de los más preciosos ejemplos de aquel puro y encendido amor de Cristo, tan característico de su padre San Francisco de Asís y del espíritu franciscano de todos los tiempos.

 BERNARDINO LLORCA, S. I.

19 may 2015

Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste»

Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste»

«He manifestado tu Nombre a los hombres.» Estas palabras incluyen, en el pensamiento del Salvador, todos los que creerían en él al ser miembros de esta gran Iglesia de la que forman parte todas las naciones, y de la cual el salmista ha dicho: «Te daré gracias en la gran asamblea» (Salmo 21,26). Así pues es, verdaderamente, esta glorificación por la cual el Hijo da gloria al Padre propagando el conocimiento de su Nombre entre las naciones y a las innombrables generaciones humanas. Cuando dice: «He manifestado tu Nombre a los hombres que me has dado», esto se refiere a lo que precede: «Te he glorificado sobre la tierra...» 

«He manifestado tu Nombre a los hombres que me has dado»: no el nombre de Dios, sino el nombre de Padre. Este nombre no podía manifestarlo nadie más que el Hijo. Efectivamente, no hay ningún pueblo que, incluso antes de creer en Jesucristo, no haya tenido un cierto conocimiento de Dios como el Dios de toda la creación. Porque el poder del Dios verdadero es de tal magnitud que no puede estar escondido en una criatura razonable que quiere usar de su espíritu. Excepto un pequeño número de individuos cuyo carácter ha llegado a la depravación, todo el género humano reconoce a Dios como al autor de este mundo... Pero el nombre de Padre de Jesucristo, por el cual él quita el pecado del mundo, no era, en absoluto, conocido, y es éste nombre el que el Señor manifiesta a aquellos que su Padre le ha dado. 


San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia 
Tratados sobre S. Juan, nº 106 




Santo Evangelio 19 de Mayo de 2015



Día litúrgico: Martes VII de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 17,1-11a): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. 

»Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado. 

»Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti».


Comentario: Rev. D. Pere OLIVA i March (Sant Feliu de Torelló, Barcelona, España)
Padre, ha llegado la hora

Hoy, el Evangelio de san Juan —que hace días estamos leyendo— comienza hablándonos de la “hora”: «Padre, ha llegado la hora» (Jn 17,1). El momento culminante, la glorificación de todas las cosas, la donación máxima de Cristo que se entrega por todos... “La hora” es todavía una realidad escondida a los hombres; se revelará a medida que la trama de la vida de Jesús nos abra la perspectiva de la cruz.

¿Ha llegado la hora? ¿La hora de qué? Pues ha llegado la hora en que los hombres conozcamos el nombre de Dios, o sea, su acción, la manera de dirigirse a la Humanidad, la manera de hablarnos en el Hijo, en Cristo que ama.

Los hombres y las mujeres de hoy, conociendo a Dios por Jesús («las palabras que tú me diste se las he dado a ellos»: Jn 17,8), llegamos a ser testigos de la vida, de la vida divina que se desarrolla en nosotros por el sacramento bautismal. En Él vivimos, nos movemos y somos; en Él encontramos palabras que alimentan y que nos hacen crecer; en Él descubrimos qué quiere Dios de nosotros: la plenitud, la realización humana, una existencia que no vive de vanagloria personal sino de una actitud existencial que se apoya en Dios mismo y en su gloria. Como nos recuerda san Ireneo, «la gloria de Dios es que el hombre viva». ¡Alabemos a Dios y su gloria para que la persona humana llegue a su plenitud!

Estamos marcados por el Evangelio de Jesucristo; trabajamos para la gloria de Dios, tarea que se traduce en un mayor servicio a la vida de los hombres y mujeres de hoy. Esto quiere decir: trabajar por la verdadera comunicación humana, la felicidad verdadera de la persona, fomentar el gozo de los tristes, ejercer la compasión con los débiles... En definitiva: abiertos a la Vida (en mayúscula).

Por el espíritu, Dios trabaja en el interior de cada ser humano y habita en lo más profundo de la persona y no deja de estimular a todos a vivir de los valores del Evangelio. La Buena Nueva es expresión de la felicidad liberadora que Él quiere darnos.

San Pedro Celestino 19 de Mayo


19 de mayo

SAN PEDRO CELESTINO
monje y papa dimitido

 († 1296)

El año 1215, en un pueblo de la región de los Abruzos, perteneciente al reino de las Dos Sicilias, nació el que más tarde sería el papa Celestino V. En su misma autobiografía nos describe a sus padres, Angelerio y María, con estas palabras: "Ambos eran justos a los ojos de Dios y muy alabados por los hombres; daban limosna y acogían a los pobres de muy buena gana en su casa. Tuvieron doce hijos, a semejanza del patriarca Jacob, y siempre pedían al Señor que alguno de ellos sirviese a Dios. De esta familia ejemplarmente cristiana el niño Pedro fue el undécimo retoño.

 Regía entonces los destinos de la Iglesia y de toda la cristiandad el gran pontífice Inocencio III, que moriría al año siguiente en el apogeo de la gloria del Pontificado. Su bienhechora influencia se extendía a todos los Estados de Europa, que, gracias a su autoridad, acatada por emperadores, reyes, ciudades y señores feudales, se había mantenido en una armonía fecunda. Un siglo más tarde el edificio cristiano de la Europa medieval presentaría grietas alarmantes, que los sucesores inmediatos de Inocencio III, entre los cuales se encuentra nuestro Santo, no acertarían a restañar.

 Pedro pasó la niñez y juventud en su mismo pueblo, junto a su madre, que fue también, su primera maestra en la santidad. Ella estaba amargada porque ninguno de sus diez primeros hijos servía a Dios. Y se quejaba: "¡Miserable de mí! ¡Tantos hijos y que ninguno sea siervo de Dios!" Oyéndola repetir esto su hijo undécimo, que contaría entonces cinco o seis años, empezó a decirle: "Quiero ser un buen siervo de Dios." Ella entonces resolvió encaminarle al estudio de las letras, a pesar de la contradicción de los restantes hermanos. Como había ya quedado viuda tuvo que imponerse considerables sacrificios; pero Dios los premió, ya que, al poco tiempo, el pequeño Pedro, según cuenta él mismo, leía el Salterio.

 En este ambiente familiar cristiano y austero, donde la providencia de Dios pudo palparse claramente repetidas veces, y en el que su madre era también la íntima confidente, creció en edad y en ganas de servir a Dios nuestro Santo. Sus deseos se inclinaban decididamente hacia la vida de los anacoretas. Tenía más de veinte años cuando, al fin, se resolvió con otro compañero a dejar el pueblo y dirigirse a Roma "para pedir consejo a la Iglesia".

 Salieron ambos, pero, al término de la primera jornada de camino, su compañero quiso volver al pueblo; hizo la segunda jornada solo y, llegando a Castelsangro, lluvias torrenciales y ríos desbordados le impidieron proseguir hacia Roma. Invocando el auxilio divino permaneció allí muchos días, hasta que supo que un solitario habitaba en los montes vecinos. Entonces compró dos panes y algunos peces y se subió a la montaña, en pleno mes de enero, con nieve abundante. Encontró vacía la celda de aquel ermitaño y se quedó allí, empezando una vida de gran austeridad y oración casi continua.

 Las primeras vivencias fueron de una gran paz y alegría espiritual y abundancia de consolación sensible; pero no tardó mucho en llegar la desolación purificadora del alma, con multitud de tentaciones, "lo mismo estando despierto que durmiendo". En los mismos principios de su vida eremítica se trasladó a otra montaña, donde cavó un hoyo debajo de una roca, en el cual con dificultad podía estar en pie o echado. Aquí permaneció tres años.

 Empezó pronto el ir y venir de las gentes en torno a él. Le aconsejaban que recibiera la ordenación sacerdotal. Se dejó convencer y partió para Roma, donde fue ordenado sacerdote. De vuelta, al pasar por Monte Murrone, encontró una cueva que le gustó y allí se quedó. Los cinco años que duró su estancia en ella fueron tiempos de tribulación espiritual en torno a la celebración de la misa. Le parecía que, si celebraba, se reuniría gente allí y perdería la soledad; que le ofrecerían limosnas y peligraría su pobreza, y, además, se consideraba indigno. Estaba ya determinado a volver a Roma a pedir consejo al Papa, cuando se le apareció en sueños el abad que le había impuesto el hábito de ermitaño y se cambió entre ellos este diálogo: "Celebra misa, hijo; celebra."

 El objetó: "Pero, si San Benito y otros muchos santos no quisieron tocar tan gran misterio, ¿Cómo yo, pecador, puedo considerarme digno?"

 El abad respondió: "¡Pero hijo! ¿Digno? ¿Quién es digno? Celebra misa, hijo, celébrala con temor y temblor."

 El dictamen del confesor concordó. Y desaparecieron las dudas.

 El ejemplo de su vida, tan austera soledad, ayuno, oración y la fama de santidad empezaban a atraerle discípulos, cuando tuvo que abandonar Monte Murrone, pues, habiendo sido talados los bosques cercanos y empezando a cultivarse las tierras, peligraba su separación del mundo. Buscando la soledad, se refugió con sus primeros discípulos en otra cueva de Monte Maiella. Su irradiación espiritual creció, y, con ella, el número de discípulos y la devoción de las gentes; muchos dejaban el mundo y se ponían a su disposición para servir a Dios; él los rechazaba cuanto podía, excusándose en sus pocos conocimientos y en su deseo de soledad; pero frecuentemente, vencido por su caridad, los admitía. Así nació la congregación de los "Celestinos", cuyos estatutos aprobó Gregorio X en 1274; ya entonces contaba con dieciséis monasterios.

 Durante largos años de permanencia en Monte Maiella empezó a manifestarse el abundante carisma de milagros que había de ser una de las características más salientes de su vida.

 Se encontraba de nuevo en Monte Murrone, pasando visita a los monasterios de su Orden, cuando, inesperadamente, recibió al arzobispo de Lyon con un séquito de prelados, embajadores del cónclave, notificándole que había sido elegido Sumo Pontífice y rogándole su aceptación. La elección había tenido lugar el día 5 de julio de 1294; el elegido rondaba ya los ochenta años.

 Su elección llenó de júbilo a amplios sectores de la Iglesia. Su fama de santidad era sólida y muy extendida, y eran muchos —joaquimitas, fraticelos, "espirituales"— los que creían que la barca de la Iglesia necesitaba de un piloto santo y espiritual para ser sacada del atolladero en que parecía encallada. Y aun para los que no compartían esta opinión no dejaba de representar un alivio el hecho de la terminación de un interregno que duraba ya más de dos años, desde el 4 de abril de 1292, en que muriera Nicolás IV. Tanto más cuanto que la persona del santo anacoreta había vencido las disensiones que existían entre los miembros del Sacro Colegio, —Orsinis y Colonnas—, obstáculo que había llegado a parecer insuperable. Detrás de este antagonismo se encontraba la influencia creciente que Francia venía ejerciendo sobre el Pontificado a partir de la ruptura de éste con la casa imperial de los Hohenstaufen.

 Todas estas causas se conjugaron en la gran apoteosis que fue su traslado a Aquila, donde recibió el homenaje de todo el Sacro Colegio de cardenales, la consagración episcopal y la coronación como Sumo Pontífice. El rey de Nápoles, Carlos II de Anjou, de quien había sido súbdito hasta entonces, y cuya influencia sobre el nuevo Papa se haría cada vez más avasalladora, y su hijo Carlos Martel, rey electo de Hungría, conducían las riendas del humilde asno en que montaba Celestino V. Tolomeo de Lucca nos cuenta que cuando llegó a Aquila corrían las gentes de los alrededores hacia él para pedirle la bendición, y el futuro Santo tenía que estar todo el día en la ventana, reclamado por el clamor de los que pedían les bendijese. El mismo cronista nos dice que para la coronación, que tuvo lugar el 29 de agosto, se congregaron más de doscientas mil personas.

 Pero su temperamento insociable, su extrema sencillez y su desconocimiento de las cosas humanas y de los negocios del gobierno le acarrearon en seguida graves dificultades en el ejercicio de su alto cargo.

 Contra el consejo de los cardenales, no sólo rehuyó ir a Roma —sobresaltada por luchas ciudadanas—, sino que se trasladó al mismo Palacio Real de Nápoles, donde trató de conjugar su rango pontificio con el deseo de soledad haciendo construir una cabaña dentro de sus habitaciones, a la que se retiraba para no interrumpir las largas horas de oración. Por otra parte, el despacho de los asuntos de la Curia iba de mal en peor, y la supeditación del Papa al rey de Nápoles (segundón de la dinastía francesa de Anjou) llegó al colmo cuando, al crear doce cardenales poco después de su elevación al Pontificado, escogió siete franceses y tres súbditos napolitanos.

 Ante esta situación caótica, de la que Celestino V no dejó de darse cuenta, se convenció también de su incapacidad, y fue entonces cuando dio el gran ejemplo de humildad y despego de las grandezas y honores de la tierra, y, con ello, la medida de su perfecta caridad para con Dios. A pesar de que algunos le aconsejaban que dejara el gobierno de la Iglesia en manos de los cardenales y que él se retirara a la oración conservando el honor del Sumo Pontificado, quiso que se estudiara la posibilidad de la abdicación del Romano Pontífice, cuestión confusa y discutida por aquel entonces. Recibida respuesta afirmativa, mandó componer una bula en la que se declaraba que el Papa puede renunciar a sus poderes. De hecho, el Papa no es más que el obispo de Roma, y su aceptación y permanencia en el cargo es libre, y, siendo el bien de la Iglesia la suprema ley, puede llegar a darse el caso en que la renuncia sea obligatoria en conciencia. El día 13 de diciembre de 1294 se presentó solemnemente revestido de pontifical ante el Colegio Cardenalicio y, prohibiendo que nadie le interrumpiera, leyó él mismo la bula y abdicó. Salió del Consistorio y volvió a entrar dentro de poco vestido de simple monje. Había gobernado la Iglesia alrededor de cinco meses.

 Diez días después era elegido su sucesor Bonifacio VIII. Ante el peligro de cisma que suponía el que muchos exaltados no quisieran reconocer la validez de la abdicación de Celestino V, el nuevo Papa ratificó la dimisión e insertó la bula en el cuerpo del derecho canónico. Entretanto Celestino V, para asegurar su soledad, se había escapado de Nápoles y se encontraba ya cerca de la costa adriática con evidente intención de pasar a Dalmacia. Bonifacio VIII mandó guardias a recogerle, siendo conducido al castillo de Monte Fumone, junto a Anagni. Defendido allí contra cualquier intento perturbador, pudo continuar su vida ordinaria de oración, soledad y penitencia hasta mayo de 1296, en que murió.

 El papa Clemente V le elevó al honor de los altares en 5 de mayo de 1313. Había empezado el cautiverio de Avignon. Triunfaba plenamente aquella política de supeditación a Francia que había seguido San Celestino V y contra la cual había opuesto heroicamente la última resistencia Bonifacio VIII.

 JOSÉ PONT Y GOL