23 sept 2017

Santo Evangelio 23 de septiembre 2017



Día litúrgico: Sábado XXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 8,4-15): En aquel tiempo, habiéndose congregado mucha gente, y viniendo a Él de todas las ciudades, dijo en parábola: «Salió un sembrador a sembrar su simiente; y al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino, fue pisada, y las aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre piedra, y después de brotar, se secó, por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos, la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga». 

Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola, y Él dijo: «A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y, oyendo, no entiendan. 

»La parábola quiere decir esto: La simiente es la Palabra de Dios. Los de a lo largo del camino, son los que han oído; después viene el diablo y se lleva de su corazón la Palabra, no sea que crean y se salven. Los de sobre piedra son los que, al oír la Palabra, la reciben con alegría; pero éstos no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de la prueba desisten. Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que cae en buena tierra, son los que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia».

«Lo que cae en buena tierra, son los que (...) dan fruto con perseverancia»
Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés 
(Tarragona, España)


Hoy, Jesús nos habla de un sembrador que salió «a sembrar su simiente» (Lc 8,5) y aquella simiente era precisamente «la Palabra de Dios». Pero «creciendo con ella los abrojos, la ahogaron» (Lc 8,7). 

Hay una gran variedad de abrojos. «Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez» (Lc 8,14). 

—Señor, ¿acaso soy yo culpable de tener preocupaciones? Ya quisiera no tenerlas, ¡pero me vienen por todas partes! No entiendo por qué han de privarme de tu Palabra, si no son pecado, ni vicio, ni defecto.

—¡Porque olvidas que Yo soy tu Padre y te dejas esclavizar por un mañana que no sabes si llegará! 

«Si viviéramos con más confianza en la Providencia divina, seguros —¡con una firmísima fe!— de esta protección diaria que nunca nos falta, ¡cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos! Desaparecerían un montón de quimeras que, en boca de Jesús, son propias de paganos, de hombres mundanos (cf. Lc 12,30), de las personas que son carentes de sentido sobrenatural (...). Yo quisiera grabar a fuego en vuestra mente —nos dice san Josemaría— que tenemos todos los motivos para andar con optimismo en esta tierra, con el alma desasida del todo de tantas cosas que parecen imprescindibles, puesto que vuestro Padre sabe muy bien lo que necesitáis! (cf. Lc 12,30), y Él proveerá». Dijo David: «Pon tu destino en manos del Señor, y él te sostendrá» (Sal 55,23). Así lo hizo san José cuando el Señor lo probó: reflexionó, consultó, oró, tomó una resolución y lo dejó todo en manos de Dios. Cuando vino el Ángel —comenta Mn. Ballarín—, no osó despertarlo y le habló en sueños. En fin, «Yo no debo tener más preocupaciones que tu Gloria..., en una palabra, tu Amor» (San Josemaría).

A Cristo en la Cruz



A Cristo en la Cruz

Lope Félix de Vega y Carpio


¿Quién es aquel Caballero 
herido por tantas partes, 
que está de expirar tan cerca, 
y no le socorre nadie? 

«Jesús Nazareno» dice 
aquel rétulo notable. 
¡Ay Dios, que tan dulce nombre 
no promete muerte infame! 

Después del nombre y la patria, 
Rey dice más adelante, 
pues si es rey, ¿cuándo de espinas 
han usado coronarse? 

Dos cetros tiene en las manos, 
mas nunca he visto que claven 
a los reyes en los cetros 
los vasallos desleales. 

Unos dicen que si es Rey, 
de la cruz descienda y baje; 
y otros, que salvando a muchos, 
a sí no puede salvarse. 

De luto se cubre el cielo, 
y el sol de sangriento esmalte, 
o padece Dios, o el mundo 
se disuelve y se deshace. 

Al pie de la cruz, María 
está en dolor constante, 
mirando al Sol que se pone 
entre arreboles de sangre. 

Con ella su amado primo 
haciendo sus ojos mares, 
Cristo los pone en los dos, 
más tierno porque se parte. 

¡Oh lo que sienten los tres! 
Juan, como primo y amante, 
como madre la de Dios, 
y lo que Dios, Dios lo sabe. 

Alma, mirad cómo Cristo, 
para partirse a su Padre, 
viendo que a su Madre deja, 
le dice palabras tales: 

Mujer, ves ahí a tu hijo 
y a Juan: Ves ahí tu Madre. 
Juan queda en lugar de Cristo, 
¡ay Dios, qué favor tan grande! 

Viendo, pues, Jesús que todo 
ya comenzaba a acabarse, 
Sed tengo, dijo, que tiene 
sed de que el hombre se salve. 

Corrió un hombre y puso luego 
a sus labios celestiales 
en una caña una esponja 
llena de hiel y vinagre. 

¿En la boca de Jesús 
pones hiel?, hombre, ¿qué haces? 
Mira que por ese cielo 
de Dios las palabras salen. 

Advierte que en ella puso 
con sus pechos virginales 
una ave su blanca leche 
a cuya dulzura sabe. 

Alma, sus labios divinos, 
cuando vamos a rogarle, 
¿cómo con vinagre y hiel 
darán respuesta süave? 

Llegad a la Virgen bella, 
y decirle con el ángel: 
«Ave, quitad su amargura, 
pues que de gracia sois Ave». 

Sepa al vientre el fruto santo, 
y a la dulce palma el dátil; 
si tiene el alma a la puerta 
no tengan hiel los umbrales. 

Y si dais leche a Bernardo, 
porque de madre os alabe, 
mejor Jesús la merece, 
pues Madre de Dios os hace. 

Dulcísimo Cristo mío, 
aunque esos labios se bañen 
en hiel de mis graves culpas, 
Dios sois, como Dios habladme. 

Habladme, dulce Jesús, 
antes que la lengua os falte, 
no os desciendan de la cruz 
sin hablarme y perdonarme.

22 sept 2017

Santo Evangelio 22 de septiembre 2017



Día litúrgico: Viernes XXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 8,1-3): En aquel tiempo, Jesús iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.


«Jesús iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios»
Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells 
(Salt, Girona, España)


Hoy, nos fijamos en el Evangelio en lo que sería una jornada corriente de los tres años de vida pública de Jesús. San Lucas nos lo narra con pocas palabras: «Jesús iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva» (Lc 8,1). Es lo que contemplamos en el tercer misterio de Luz del Santo Rosario.

Comentando este misterio dice el Papa San Juan Pablo II: «Misterio de luz es la predicación con la que Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión, perdonando los pecados de quien se acerca a Él con fe humilde, iniciando así el misterio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia».

Jesús continúa pasando cerca de nosotros ofreciéndonos sus bienes sobrenaturales: cuando hacemos oración, cuando leemos y meditamos el Evangelio para conocerlo y amarlo más e imitar su vida, cuando recibimos algún sacramento, especialmente la Eucaristía y la Penitencia, cuando nos dedicamos con esfuerzo y constancia al trabajo de cada día, cuando tratamos con la familia, los amigos o los vecinos, cuando ayudamos a aquella persona necesitada material o espiritualmente, cuando descansamos o nos divertimos... En todas estas circunstancias podemos encontrar a Jesús y seguirlo como aquellos doce y aquellas santas mujeres.

Pero, además, cada uno de nosotros es llamado por Dios a ser también “Jesús que pasa”, para hablar —con nuestras obras y nuestras palabras— a quienes tratamos acerca de la fe que llena de sentido nuestra existencia, de la esperanza que nos mueve a seguir adelante por los caminos de la vida fiados del Señor, y de la caridad que guía todo nuestro actuar.

La primera en seguir a Jesús y en “ser Jesús” es María. ¡Que Ella con su ejemplo y su intercesión nos ayude!

¡Alto! ¿A Donde va sin metas?


¡Alto! ¿A Donde va sin metas? 

Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.

Sitio Web: Un mensaje al corazón


¿Sabía usted que Dios nos hizo como algo muy especial, únicos e irrepetibles y que además nos hizo con un propósito específico? ¿Entonces, cómo es que usualmente caminamos por la vida dando tumbos aquí y allá? ¿Será que no nos hemos planteado en serio la vida? ¿o sencillamente no le hemos dado un verdadero sentido a nuestra existencia? ¿Será tal vez que nos asusta pensar en el ¿por qué vivimos? - en el ¿por qué estamos aquí y adonde vamos? - ¿qué queremos ser en la vida? y otras tantas interrogantes más. O simplemente que no encontramos respuestas porque hasta ahora, no nos habíamos hecho un planteamiento serio a este respecto. Sin embargo, pongámonos a pensar ¿qué puede esperar del futuro, una persona que vive sin ilusiones, sin metas? ¿Qué balance podrá hacer al final de su vida? 
Pues bien: para remediar esta situación y ser mejores, así como para darle un verdadero significado a nuestra vida, debemos fijarnos metas y objetivos precisos. Tener metas es tener razones para vivir, triunfos que conquistar y propósitos para luchar. 

Examinando cuidadosamente cada aspecto de nuestra vida podremos determinar los vacíos que deben ser llenados, pero no debemos hacernos un planteamiento superficial del problema. Tenemos que combinar razonablemente los aspectos materiales y espirituales y proponernos metas que abarquen todas las facetas de nuestro propio ser. Metas espirituales, humanas y materiales, pues subestimar alguno de estos aspectos nos llevaría a una vida vacía e incompleta. 

Triunfar significa mantener una verdadera armonía entre muchísimos factores. Entonces si queremos triunfar vamos a plantearnos en serio nuestra vida, ya que se vive sólo una vez. Plantémonos metas que realmente valgan la pena, que realmente nos sirvan para llevar una vida plena y más útil. Establezcamos metas en función de nuestras propias necesidades, de nuestro interés específico, del ambiente en que nos desenvolvemos. No copiemos. Seamos nosotros mismos, auténticos y no permitamos que nadie anule nuestro juicio personal. 

Sabemos que no es fácil, pero aún estamos a tiempo. Al igual que las grandes empresas, empecemos a planear el futuro, planifiquemos actividades a mediano y largo plazo. Organicemos planes y programas y cumplámoslos en la medida de nuestras posibilidades. 

Elijamos correctamente nuestros objetivos, pues el no hacerlo nos llevará a una existencia gris y sin perspectivas y nos llevará inevitablemente a un descontento con nosotros mismos, que se reflejará en nuestra propia autoestima, en el carácter y hasta en la salud. 

Pidámosle mucho a Dios sabiduría y discernimiento para conocer ¿cuáles son nuestras metas en la vida?. Hagamos una lista objetiva y sincera; que ésta se convierta en una verdadera declaración de principios y no en un pedazo de papel en el que hay un puñado de esperanzas; allí estará el programa de nuestra vida. 

Haciendo esto estaremos dando el paso que marca el principio de una existencia plena y feliz. 

Ánimo, empecemos hoy recordando siempre que CON DIOS USTED ES INVENCIBLE. 

A la Guadalupana



A la Guadalupana

Pablo laserna
  
La virgen Guadalupana
cubre con su bello manto
la belleza, y el encanto
de la mujer mexicana
de mexico patroncita
por su pueblo venerada
que acude cada mañana
a orar a su virgencita
segun cuenta el Vaticano
a Diego se aparecio
y la bendicion le dio
para todos sus hermanos.

21 sept 2017

Santo Evangelio 21 de septiembre 2017



Día litúrgico: 21 de Septiembre: San Mateo, apóstol y evangelista

Texto del Evangelio (Mt 9,9-13): En aquel tiempo, cuando Jesús se iba de allí, al pasar vio a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme». Él se levantó y le siguió. Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos decían a los discípulos: «¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?». Mas Él, al oírlo, dijo: «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».


«No he venido a llamar a justos, sino a pecadores»
Rev. D. Joan PUJOL i Balcells 
(La Seu d'Urgell, Lleida, España)


Hoy celebramos la fiesta del apóstol y evangelista san Mateo. Él mismo nos cuenta en su Evangelio su conversión. Estaba sentado en el lugar donde recaudaban los impuestos y Jesús le invitó a seguirlo. Mateo —dice el Evangelio— «se levantó y le siguió» (Mt 9,9). Con Mateo llega al grupo de los Doce un hombre totalmente diferente de los otros apóstoles, tanto por su formación como por su posición social y riqueza. Su padre le había hecho estudiar economía para poder fijar el precio del trigo y del vino, de los peces que le traerían Pedro y Andrés y los hijos de Zebedeo y el de las perlas preciosas de que habla el Evangelio.

Su oficio, el de recaudador de impuestos, estaba mal visto. Quienes lo ejercían eran considerados publicanos y pecadores. Estaba al servicio del rey Herodes, señor de Galilea, un rey odiado por su pueblo y que el Nuevo Testamento nos lo presenta como un adúltero, el asesino de Juan Bautista y el que escarneció a Jesús el Viernes Santo. ¿Qué pensaría Mateo cuando iba a rendir cuentas al rey Herodes? La conversión de Mateo debía suponer una verdadera liberación, como lo demuestra el banquete al que invitó a los publicanos y pecadores. Fue su manera de demostrar el agradecimiento al Maestro por haber podido salir de una situación miserable y encontrar la verdadera felicidad. San Beda el Venerable, comentando la conversión de Mateo, escribe: «La conversión de un cobrador de impuestos da ejemplo de penitencia y de indulgencia a otros cobradores de impuestos y pecadores (...). En el primer instante de su conversión, atrae hacia Él, que es tanto como decir hacia la salvación, a todo un grupo de pecadores».

En su conversión se hace presente la misericordia de Dios como lo manifiestan las palabras de Jesús ante la crítica de los fariseos: «Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13).

A Usted... ¿Le Importa Mucho el Qué Dirán?


A Usted... ¿Le Importa Mucho el Qué Dirán?

Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.

Sitio Web: Un mensaje al corazón


Si usted está pendiente de qué dirán para hacer las cosas y si usted está esperando la aprobación de los demás para actuar, es usted un ser dependiente y probablemente muy inmaduro. Si usted está sometido a la aprobación, al veredicto de los demás para moverse por la vida, usted es un preso de la gente. Si usted vive pendiente de lo que piensen los otros para luego actuar, será siempre una persona fácilmente manipulable. Someterse al criterio de los otros es vivir sometido a los caprichos, estados de ánimo, intereses, opiniones y mil cosas más de los demás. Es entregar a otro la libertad, la iniciativa, la creatividad, en una palabra, la vida a otros. Es amarrarse de manos y pies y quedar inmóvil, paralizado en la vida. 

Usted tiene que aprender a escuchar y a buscar los sabios consejos e investigar en unos y en otros, en la experiencia de la vida, y en los libros, las pistas para caminar por la existencia. Nadie nació sabiendo. Los inteligentes, escuchan, aprenden, observan y los pasos que dan los hacen movidos por estos factores: lo que han visto, oído, aprendido, más sus pensamientos y criterios personales, su juicio crítico, su propia experiencia y lo que han sentido que Dios les ha dicho. Pero no son barcos que van a la deriva sometidos a los vientos caprichosos de los demás, de los que más grita, de los que más tienen influencia económico o de cualquier otra clase de poder. 

Quiero insistir en esto: las personas plenas, completas son las que más piensan, analizan usan su juicio crítico y buscan razones y evidencias. No se creen todo lo que los demás dicen. No aceptan cualquier "verdad" dicha. Son las que atienden argumentos y no aceptan ser manipulados ni presionados. Quieren ser convencidos. Por esto están alertas, los ojos abiertos, no dejándose llevar por pasiones momentáneas, sino viendo con más amplitud, juzgando las cosas con principios sólidos, viendo la trascendencia de los actos. Son las que buscan analizar la realidad con objetividad. Son las que actúan con cierta lentitud para analizar, convencerse y dar un paso decisivo. Pero cuando lo dan, perseveran, se mantienen firmes en su postura, aceptan todas las consecuencias de su opción. Son los que al dar la palabra la cumplen. Son los dueños de sí mismos. Valoran sus pensamientos y criterios propios. 

Estas personas actúan pensando en sus motivaciones, de acuerdo con lo que han decidido. No están interesados ni se "mueren" por conocer la opinión de los demás. No les asusta ni les acobarda el que otros difieran o no estén de acuerdo con sus actos. Tampoco se apoyan obsesivamente en los aplausos o en la aprobación de otros. Esto no es motivo para que continúen caminando. Ellos van hacia delante porque están convencidos. Ellos siguen un camino porque han visto la verdad. Son la gente madura, cuya vida es como una pieza de granito, ya que están construyendo su existencia en la solidez de la "roca" de la verdad y el análisis, del juicio crítico y de la decisión. Son los que, sepan o no, descansan en la Verdad que es Cristo, Roca eterna, Camino hacia la plenitud y hacia el Reino. 

Usted puede ser así si construye su vida en Cristo Jesús. Así vencerá la tentación de caer en la manipulación de los demás, cosa cómoda pero triste, propia de mediocres. Recuerde, con Cristo es posible porque... ¡Con El usted es…INVENCIBLE! 
                       

20 sept 2017

Santo Evangelio 20 de septiembre 2017



Día litúrgico: Miércoles XXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 7,31-35): En aquel tiempo, el Señor dijo: «¿Con quién, pues, compararé a los hombres de esta generación? Y ¿a quién se parecen? Se parecen a los chiquillos que están sentados en la plaza y se gritan unos a otros diciendo: ‘Os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos entonando endechas, y no habéis llorado’. Porque ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: ‘Demonio tiene’. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: ‘Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Y la Sabiduría se ha acreditado por todos sus hijos».

«¿Con quién, pues, compararé a los hombres de esta generación?»
Rev. D. Xavier SERRA i Permanyer 
(Sabadell, Barcelona, España)


Hoy, Jesús constata la dureza de corazón de la gente de su tiempo, al menos de los fariseos, que están tan seguros de sí mismos que no hay quien les convierta. No se inmutan ni delante de Juan el Bautista, «que no comía pan ni bebía vino» (Lc 7,33), y le acusaban de tener un demonio; ni tampoco se inmutan ante el Hijo del hombre, «que come y bebe», y le acusan de “comilón” y “borracho”, es más, de ser «amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,34). Detrás de estas acusaciones se esconden su orgullo y soberbia: nadie les ha de dar lecciones; no aceptan a Dios, sino que se hacen su dios, un dios que no les mueva de sus comodidades, privilegios e intereses.

Nosotros también tenemos este peligro. ¡Cuántas veces lo criticamos todo: si la Iglesia dice eso, porque dice aquello, si dice lo contrario...; y lo mismo podríamos criticar refiriéndonos a Dios o a los demás. En el fondo, quizá inconscientemente, queremos justificar nuestra pereza y falta de deseo de una verdadera conversión, justificar nuestra comodidad y falta de docilidad. Dice san Bernardo: «¿Qué más lógico que no ver las propias llagas, especialmente si uno las ha tapado con el fin de no poderlas ver? De esto se sigue que, ulteriormente, aunque se las descubra otro, defienda con tozudez que no son llagas, dejando que su corazón se abandone a palabras engañosas».

Hemos de dejar que la Palabra de Dios llegue a nuestro corazón y nos convierta, dejar cambiarnos, transformarnos con su fuerza. Pero para eso hemos de pedir el don de la humildad. Solamente el humilde puede aceptar a Dios, y, por tanto, dejar que se acerque a nosotros, que como “publicanos” y “pecadores” necesitamos que nos cure. ¡Ay de aquél que crea que no necesita al médico! Lo peor para un enfermo es creerse que está sano, porque entonces el mal avanzará y nunca pondrá remedio. Todos estamos enfermos de muerte, y solamente Cristo nos puede salvar, tanto si somos conscientes de ello como si no. ¡Demos gracias al Salvador, acogiéndolo como tal!

Ideas Para Tu Mejoramiento Personal


Ideas Para Tu Mejoramiento Personal

Transformarnos en una mejor persona

¿Quieres mejorar como persona? Necesitas tener un plan para identificar los aspectos a mejorar y para descubrir cómo mejorar en dichas áreas. Existen muchas ideas que puedes considerar cuando estas pensando en crecer como persona, pero tal vez las ignores. El presente artículo te ayudará a generar ideas para hacerte un plan específico. Continúa leyendo para descubrir los primeros pasos hacia tu mejoramiento personal. 

Muchas personas quieren hacer mejoras en sus habilidades sociales, estado de salud general, estado físico y estado mental. Comienzas a sentirte como una mejor persona cuando mejoras en estas áreas; pero hay que descubrir las destrezas necesarias para lograrlo. Recuerda que la lectura es un gran alimento de la mente; por esto, esfuérzate en leer acerca de las mejoras que puedes realizar. 

Conversa con diferentes personas y mira en qué áreas intentan mejorar; tal vez puedan hacer un esfuerzo conjunto si dos o varias personas desean mejorar en un mismo aspecto. Tal vez puedan formar un grupo de apoyo con el que puedan compartir ideas, frustraciones, comentarios, triunfos, etc. Puedes compartir ideas con tu familia y amigos cuando tienes información nueva para compartir. Siempre es bueno mantenerse informado e incluido. 

Dedica un tiempo a escribir cómo quieres mejorar como individuo. Siempre es una buena idea escribir sobre las áreas en las que puedes hacer mejoras; esta es una forma de tener perspectiva sobre las cosas que deberías hacer. Escribe tus objetivos y metas para poder planificar cómo los vas a conseguir. Una vez que lo hagas, tendrás una idea muy clara sobre los pasos que tienes que dar para convertirte en la persona que deseas ser. 

Asegúrate de siempre hacer un esfuerzo real para mejorar como persona. Tienes que hacer un esfuerzo sincero ya que ésta es la única manera en la que lograrás ver los cambios en tu persona. Entonces puedes determinar si estás tomando las decisiones correctas en las áreas que deseas mejorar. 

Conversa con tu familia y amigos y escucha los consejos que te pueden ofrecen acerca de las cosas en las que podrías mejorar. Las personas que te pueden ofrecer los mejores consejos, a veces son las personas más cercanas a ti. No temas pedir consejos a tu familia y amigos, ya que ellos son quienes te dirán en dónde hacer los cambios que realmente necesitas. Tus amigos y tu familia también pueden participar en tu esfuerzo mientras tratas de progresar. 

Así que ahora que ya tienes la aptitud para descubrir cómo mejorar personalmente como individuo, deberías tener una buena idea de la dirección a tomar. Comienza a dar pasos hacia tu objetivo y observa cuánto puedes cambiar en unos pocos meses de trabajo sincero y constante. 


19 sept 2017

Santo Evangelio 19 de septiembre 2017


Día litúrgico: Martes XXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 7,11-17): En aquel tiempo, Jesús se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores». Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y Él dijo: «Joven, a ti te digo: levántate». El muerto se incorporó y se puso a hablar, y Él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Y lo que se decía de Él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina.


«Joven, a ti te digo: levántate»
+ Rev. D. Joan SERRA i Fontanet 
(Barcelona, España)


Hoy, dos comitivas se encuentran. Una comitiva que acompaña a la muerte y otra que acompaña a la vida. Una pobre viuda, seguida por sus familiares y amigos, llevaba a su hijo al cementerio y de pronto, ve la multitud que iba con Jesús. Las dos comitivas se cruzan y se paran, y Jesús dice a la madre que iba a enterrar a su hijo: «No llores» (Lc 7,13). Todos se quedan mirando a Jesús, que no permanece indiferente al dolor y al sufrimiento de aquella pobre madre, sino, por el contrario, se compadece y le devuelve la vida a su hijo. Y es que encontrar a Jesús es hallar la vida, pues Jesús dijo de sí mismo: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). San Braulio de Zaragoza escribe: «La esperanza de la resurrección debe confortarnos, porque volveremos a ver en el cielo a quienes perdemos aquí».

Con la lectura del fragmento del Evangelio que nos habla de la resurrección del joven de Naím, podría remarcar la divinidad de Jesús e insistir en ella, diciendo que solamente Dios puede volver un joven a la vida; pero hoy preferiría poner de relieve su humanidad, para que no veamos a Jesús como un ser lejano, como un personaje tan diferente de nosotros, o como alguien tan excesivamente importante que no nos inspire la confianza que puede inspirarnos un buen amigo.

Los cristianos hemos de saber imitar a Jesús. Debemos pedir a Dios la gracia de ser Cristo para los demás. ¡Ojalá que todo aquél que nos vea, pueda contemplar una imagen de Jesús en la tierra! Quienes veían a san Francisco de Asís, por ejemplo, veían la imagen viva de Jesús. Los santos son aquellos que llevan a Jesús en sus palabras y obras e imitan su modo de actuar y su bondad. Nuestra sociedad tiene necesidad de santos y tú puedes ser uno de ellos en tu ambiente.

La mediación de María




La mediación de María


El siguiente punto de vista al que quisiera referirme es la doctrina de la mediación de María, que el Papa desarrolla muy ampliamente en su encíclica [Redemptoris Mater]. Sin duda, éste es el punto en el que se concentrarán más la discusión teológica y la ecuménica. Es verdad que ya el concilio Vaticano II mencionó también el título «mediadora» y habló de hecho de la mediación de María (LG 60 y 62), pero este tema nunca se había expuesto hasta ahora en documentos magisteriales de forma tan amplia. La encíclica no va de hecho más allá del Concilio, cuya terminología hace suya. Pero ahonda los planteamientos de éste y les da con ello nuevo peso para la teología y la piedad.

Ante todo quisiera aclarar brevemente los conceptos con los que el Papa delimita teológicamente la idea de la mediación y previene contra malentendidos; sólo entonces se podrá comprender también convenientemente su intención positiva. El Santo Padre subraya con mucha insistencia la mediación de Jesucristo, pero esta unicidad no es exclusiva, sino inclusiva, es decir, posibilita formas de participación. Dicho de otro modo: la unicidad de Cristo no borra el «ser para los demás» y «con los demás de los hombres ante Dios»; en la comunión con Jesucristo, todos ellos pueden ser, de múltiples maneras, mediadores de Dios unos para otros. Éstos son hechos simples de nuestra experiencia cotidiana, pues nadie cree solo, todos vivimos, también en nuestra fe, de mediaciones humanas. Ninguna de ellas bastaría por sí misma para tender el puente hasta Dios, porque ningún ser humano puede asumir por su cuenta una garantía absoluta de la existencia de Dios y de su cercanía. Pero, en la comunión con aquel que es en persona dicha cercanía, los hombres pueden ser mediadores los unos para los otros, y de hecho lo son.

Con ello, primeramente, la posibilidad y frontera de la mediación queda delimitada de forma universal en la coordinación con Cristo. A partir de allí desarrolla el Papa su terminología. La mediación de María se funda sobre la participación en la función mediadora de Cristo; comparada con ésta, es un servicio en subordinación (n°. 38). Estos conceptos están tomados del Concilio, lo mismo que la siguiente frase: esta tarea fluye «de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende completamente de ella y de ella toma toda su eficacia» (n° 22; LG 60). La mediación de María se realiza, por consiguiente, en forma de intercesión (n° 21).

Todo lo dicho hasta aquí vale para María lo mismo que para toda colaboración humana en la mediación de Cristo. En todo ello, por tanto, la mediación de María no se diferencia de la de otros seres humanos. Pero el Papa no se queda allí. Aun cuando la mediación de María está en la línea de la colaboración creatural con la obra del redentor, es portadora, no obstante, del carácter de lo «extraordinario»; llega de manera singular más allá de la forma de mediación fundamentalmente posible para todo ser humano en la comunión de los santos. La encíclica desarrolla también esta idea en estrecha conexión con el texto bíblico.

El Papa pone de manifiesto una primera noción de la especial forma de mediación de María en una detenida meditación del milagro de Caná, en el que la intervención de María hace que Cristo anticipe ya entonces en el signo su hora futura -como sucede continuamente en los signos de la Iglesia, en sus sacramentos-. La verdadera elaboración conceptual de lo especial de la mediación mariana tiene lugar después, principalmente en la tercera parte, de nuevo con una vinculación sublime de diferentes pasajes de la Escritura que en apariencia distan mucho entre sí, pero que precisamente juntos -¡la unidad de la Biblia!- generan una sorprendente luminosidad. La tesis fundamental del Papa dice así: el carácter único de la mediación de María estriba en que es una mediación materna, ordenada al nacimiento continuo de Cristo en el mundo. Esa mediación mantiene presente en el acontecer salvífico la dimensión femenina, que tiene en ella su centro permanente. Desde luego, no queda espacio alguno para eso allí donde la Iglesia sólo se entiende institucionalmente, en forma de actividades y decisiones mayoritarias. Ante esta ostensible sociologización del concepto de Iglesia, el Papa recuerda unas palabras de Pablo demasiado poco meditadas: «por (vosotros) sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4,19). La vida surge, no por el hacer, sino dando a luz, y exige, por tanto, dolores de parto. La «conciencia materna de la Iglesia primitiva», a la que el Papa hace referencia aquí, nos interesa precisamente hoy (n° 43).

Ahora bien, desde luego se puede preguntar: ¿cómo es que debemos ver esta dimensión femenina y materna de la Iglesia concretada para siempre en María? La encíclica desarrolla su respuesta con un pasaje de la Escritura que a primera vista parece decididamente contrario a toda veneración de María. A la mujer desconocida que, entusiasmada por la predicación de Jesús, había prorrumpido en una alabanza del cuerpo del que había nacido aquel hombre, el Señor le opone estas palabras: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28). Con ellas conecta el Santo Padre una palabra del Señor que va en la misma dirección: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen (Lc 8,20s.).

Sólo en apariencia nos encontramos aquí ante una declaración anti-mariana. En realidad, estos textos declaran dos nociones muy importantes. La primera es que, además del nacimiento físico único de Cristo, hay otra dimensión de la maternidad que puede y debe continuar. La segunda noción es que esta maternidad, que permite nacer continuamente a Cristo, se basa en la escucha, guarda y cumplimiento de la palabra de Jesús. Pero ahora bien, precisamente Lucas, de cuyo evangelio están tomados estos dos pasajes, caracteriza a María como la oyente arquetípica de la Palabra, la que lleva en sí la Palabra, la guarda y la hace madurar. Esto significa que, al transmitir estas palabras del Señor, Lucas no niega la veneración de María, sino que quiere conducirla precisamente a su verdadero fundamento. Indica que la maternidad de María no es sólo un acontecimiento biológico único; que, por tanto, ella fue, es y seguirá siendo madre con toda su persona. En Pentecostés, en el momento en que la Iglesia nace del Espíritu Santo, esto se hace concreto: María está en medio de la comunidad orante que, mediante la venida del Espíritu, se convierte en Iglesia. La correspondencia entre la encarnación de Jesús en Nazaret por la fuerza del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés no se puede pasar por alto. «La persona que une ambos momentos es María» (n° 24). En esta escena de Pentecostés, quisiera ver el Papa la imagen de nuestro tiempo, la imagen del año mariano, el signo de esperanza para nuestra hora (nº 33).

Lo que Lucas hace visible con alusiones entretejidas, el Santo Padre lo encuentra plenamente explicado en el evangelio de Juan: en las palabras del Crucificado a su madre y a Juan, el discípulo amado. Las palabras «Ahí tienes a tu madre» y «Mujer, ahí tienes a tu hijo» han fecundado desde siempre la reflexión de los intérpretes sobre el cometido especial de María en la Iglesia y para la Iglesia; con razón son el centro de toda meditación mariológica. El Santo Padre las entiende como el testamento de Cristo pronunciado desde la cruz. Allí, en el interior del misterio pascual, María es entregada al ser humano como madre. Aparece una nueva maternidad de María que es fruto del nuevo amor madurado a los pies de la cruz (n°. 23). Queda así visible la «dimensión mariana en la vida de los discípulos de Cristo... no sólo de Juan... sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano». «La maternidad de María, que se convierte en la herencia del hombre, es un regalo que Cristo hace personalmente a cada ser humano» (n°. 45).

El Santo Padre da aquí una explicación muy sutil de la palabra con la que el evangelio cierra la escena: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27). Ésta es la traducción a la que estamos habituados; pero la profundidad del acontecimiento -así lo acentúa el Papa- sólo se pone de manifiesto cuando traducimos de forma totalmente literal. Entonces el texto dice, en realidad: él la acogió dentro de lo suyo. Para el Santo Padre, esto significa una relación absolutamente personal entre el discípulo -todo discípulo- y María, un dejar entrar a María hasta lo más íntimo de la propia vida intelectual y espiritual, un entregarse a su existencia femenina y materna, un confiarse recíproco que se convierte continuamente en camino para el nacimiento de Cristo, que realiza en el hombre la configuración con Cristo. Así, no obstante, el cometido mariano arroja luz sobre la figura de la mujer en general, sobre la dimensión de lo femenino y el cometido especial de la mujer en la Iglesia (nº 46).

Con este pasaje se agrupan en adelante todos los textos de la Escritura que se entretejen en la encíclica hasta formar un tejido unitario. Pues el evangelista Juan, tanto en el episodio de Caná, como en el relato de la cruz, llama a María, no por su nombre, ni «madre», sino con el título «mujer». La conexión con Gn 3 y Ap 12, con el signo de la «mujer», queda así establecida desde el texto, y, sin duda, en Juan tras esta denominación está la intención de elevar a María, como «la mujer» en general, al plano de lo universalmente válido y de lo simbólico (13). El relato de la crucifixión se convierte así simultáneamente en interpretación de la Historia, en la referencia al signo de la mujer que, de forma materna, toma parte en la lucha contra los poderes de la negación y en este punto es signo de la esperanza (n° 24 y n° 47). Todo lo que se sigue de estos textos, la encíclica lo resume en una frase del credo de Pablo VI: «Creemos que la santísima Madre de Dios, la nueva Eva, Madre de la Iglesia, prolonga en el cielo su tarea materna en favor de los miembros de Cristo, cooperando en el nacimiento y fomento de la vida divina en las almas de los redimidos» (nº 47).

Cardenal Joseph Ratzinger
María, Iglesia naciente


Ed. Encuentro, Madrid 1999, pp. 39-44

18 sept 2017

Santo Evangelio 18 de septiembre 2017



Día litúrgico: Lunes XXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 7,1-10): En aquel tiempo, cuando Jesús hubo acabado de dirigir todas estas palabras al pueblo, entró en Cafarnaúm. Se encontraba mal y a punto de morir un siervo de un centurión, muy querido de éste. Habiendo oído hablar de Jesús, envió donde Él unos ancianos de los judíos, para rogarle que viniera y salvara a su siervo. Éstos, llegando donde Jesús, le suplicaban insistentemente diciendo: «Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga». 

Jesús iba con ellos y, estando ya no lejos de la casa, envió el centurión a unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace». 

Al oír esto Jesús, quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: «Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». Cuando los enviados volvieron a la casa, hallaron al siervo sano.


«Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande»
Fr. John A. SISTARE 
(Cumberland, Rhode Island, Estados Unidos)


Hoy, nos enfrentamos a una pregunta interesante. ¿Por qué razón el centurión del Evangelio no fue personalmente a encontrar a Jesús y, en cambio, envió por delante algunos notables de los judíos con la petición de que fuese a salvar a su criado? El mismo centurión responde por nosotros en el pasaje evangélico: Señor, «ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado» (Lc 7,7). 

Aquel centurión poseía la virtud de la fe al creer que Jesús podría hacer el milagro —si así lo quería— con sólo su divina voluntad. La fe le hacía creer que, prescindiendo de allá donde Jesús pudiera hallarse, Él podría sanar al criado enfermo. Aquel centurión estaba muy convencido de que ninguna distancia podría impedir o detener a Jesucristo, si quería llevar a buen término su trabajo de salvación.

Nosotros también estamos llamados a tener la misma fe en nuestras vidas. Hay ocasiones en que podemos ser tentados a creer que Jesús está lejos y que no escucha nuestros ruegos. Sin embargo, la fe ilumina nuestras mentes y nuestros corazones haciéndonos creer que Jesús está siempre cerca para ayudarnos. De hecho, la presencia sanadora de Jesús en la Eucaristía ha de ser nuestro recordatorio permanente de que Jesús está siempre cerca de nosotros. San Agustín, con ojos de fe, creía en esa realidad: «Lo que vemos es el pan y el cáliz; eso es lo que tus ojos te señalan. Pero lo que tu fe te obliga a aceptar es que el pan es el Cuerpo de Jesucristo y que en el cáliz se encuentra la Sangre de Jesucristo». 

La fe ilumina nuestras mentes para hacernos ver la presencia de Jesús en medio de nosotros. Y, como aquel centurión, diremos: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo» (Lc 7,6). Por tanto, si nos humillamos ante nuestro Señor y Salvador, Él viene y se acerca a curarnos. Así, dejemos a Jesús penetrar nuestro espíritu, en nuestra casa, para curar y fortalecer nuestra fe y para llevarnos hacia la vida eterna.

La revolución del amor y del perdón


LA REVOLUCIÓN DEL AMOR Y DEL PERDÓN

Por Ángel Gómez Escorial

1.- Estos domingos del Tiempo Ordinario están llenos de perdón y amor. El pasado, Jesús, nos hablaba de la corrección fraterna. Hoy es Pedro quien pregunta al Señor cuantas veces hay que perdonar. Su respuesta de "setenta veces siete" significa siempre y en todas las ocasiones. La "revolución" que trae Jesús al mundo de los judíos, de sus contemporáneos, es precisamente el amor y el perdón. Los hebreos consideraban servir al prójimo, pero lo eran solo los verdaderamente próximos, casi, casi los familiares. Ellos eran capaces de perdonar, pero tenía su ley del Talión, "el ojo por ojo y el diente por diente". Es verdad, no obstante, que aquello era como una limitación misericordiosa, porque en los tiempos del Antiguo Testamento, y fuera de los ámbitos del pueblo de Dios, la "justicia" suponía que cualquier ofensa debía ser castigada con la muerte. Y así el daño infringido en un diente o un ojo era razón suficiente para ajusticiar al agresor. La igualdad "de tamaño" entre la ofensa y el castigo era ya algo positivo. Pero Jesús rompe incluso esa ley de moderación para establecer el perdón total, el amor a los enemigos y la pasividad amorosa ante el ataque de los contrarios. Tenemos –dice— que poner la otra mejilla.

2.- Pero hay una condición obligada y fundamental para obtener el perdón. Nosotros mismos debemos que perdonar. Si no es así Dios no nos perdonará las ofensas propias. Está en el Padrenuestro, en la oración que, directamente, nos ha enseñado el Señor Jesús: "Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden". El resto del relato del Evangelio nos habla del siervo malvado que tras recibir el perdón de su amo, es incapaz de perdonar muchísimo menos de lo que a él le deben. ¿No nos ocurre esto con frecuencia también a nosotros? Acudimos a Dios buscando el perdón ante nuestras faltas y, luego, somos capaces de escarnecer gravemente a nuestros hermanos ante faltas mucho menos graves, criticándolos o divulgando sus defectos, para que, al acusarlos de maldad, parezcamos nosotros más buenos. Asimismo, solemos poner dos medidas para ciertos pecados. Criticaremos con dureza a, tal vez, la mujer adúltera, pero luego robaremos el sueldo de los trabajadores a nuestro cargo. Esto no es una acusación nueva, "moderna". Ya la expresa el Apóstol Santiago en su Carta. En fin, para perdonar hay que estar limpios de cuerpo y alma. Hemos de haber reconocido nuestro pecado antes de condenar los defectos presuntamente mayores en los prójimos.

3.- "¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" La clave está ahí. Hay una tendencia  personal en la que uno disculpa sus propias faltas y agrava las de sus semejantes. Desgraciadamente, la vida del hombre esta plena de este defecto. El fariseísmo no es otra cosa que eso mismo. La soberbia produce ese encumbramiento ajeno a cualquier culpa, mientras que esa soberbia afea con fiereza la valoración de otras faltas más pequeñas en las gentes de nuestro entorno. Y todo ello se debe a la falta de amor. El amor nos ayudará a entender y perdonar. Y sobre la base del perdón sincero nosotros vamos a ser capaces de mejorar. El efecto del perdón al prójimo puede tener un reflejo en el perdón sincero a nosotros mismos. Porque, sinceramente, ¿no hay otra clase de personas incapaces de perdonarse, enfadados consigo mismos, circulando por la vida en vertientes de miedo personal y que no invocan jamás la petición de perdón para ellos, ni a Dios, ni a sus semejantes? Desde luego que sí. En el ejercicio del perdón sincero, hay, desde luego, una práctica útil para mejorar nosotros mismos.

4.- "Furor y cólera son odiosos; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas". El libro del Eclesiástico nos lo dice. El furor y la cólera son odiosos y los posee el pecador. Debemos hacernos son mucha seriedad la siguiente pregunta: ¿El pecado cambia a los hombres?, ¿agrava su comportamiento general? Pues, sí. La maldad trae una forma de ser. Igual, que la bondad y la mansedumbre produce otro estado de ánimo bien diferente. Si nosotros mismos, nos notamos coléricos e iracundos con frecuencia deberemos examinar nuestras conciencias. El inicio de un camino más cercano al Señor Jesús, y que discurre entre episodios de amor hacia los hermanos, produce una calma que antes no teníamos. El mal nos cambia, nos endurece. La advertencia del "viejo libro" del Eclesiástico nos da un consejo certero. Muchas veces, ni siquiera es necesario examinar nuestro interior, para saber que vamos mal. El comportamiento habitual nos va a dar razones suficientes como para enderezar el camino.

 5.- El Magisterio de la Iglesia ha expresado muchas veces, en los últimos años, que el mundo está perdiendo la noción de pecado. Esto quiere decir que no somos capaces de analizar la tendencia al mal y el ejercicio permanente de acciones malvadas. Y, sin embargo, esa maldad va a influir en nuestras vidas, multiplicando nuestro alejamiento de la felicidad e impidiendo a la gente que está cercana a nosotros que vivan tranquilos. El pecado existe y nos influye. Y para librarnos de esa mala situación, lo primero que necesitamos es reconocer que somos pecadores. El alma humana sabe discernir entre el bien y el mal. Y, por tanto, encontrará motivos para sentirse mal, ante la maldad cometida; y bien, ante la bondad ejercida. La mejor escuela de bondad es la relación con los hermanos y los peores pecados están precisamente en lo que hagamos a nuestros prójimos, sin olvidar, naturalmente, que muchas veces somos capaces --por el pecado-- de hacernos mucho daño a nosotros mismos. No es este un argumento para meter miedo. Para nada. Es, simplemente, un camino para la búsqueda de la verdad, del amor y de la justicia.

6.- San Pablo, en la liturgia dominical, da siempre el matiz necesario e imprescindible. ¿Cuál es la mejor arma para no pecar? Amar a Dios y estar en El. Entrar en Dios y saberse cosa suya. Pablo de Tarso nos dice hoy: "Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos". "En la vida y en la muerte somos del Señor". Vivir en El y estar en El. Pablo supo meter toda su persona en el Señor Jesús, olvidarse de sí mismo para ser campo de acción de Jesús. Y con ello consiguió acometer la labor evangelizadora más notable de la historia del cristianismo. Y lo hizo con su acción personal y viajera. Y con sus escritos. El legado doctrinal –e intelectual— de Pablo de Tarso es enorme y de resonancias fundamentales para la vida de la Iglesia. Tenemos que tender a estar en Cristo como lo estuvo –como lo está— Pablo. Y de esa forma nuestro talante será de paz, de felicidad, mientras que ayudamos a los demás, sirviéndoles. Es la ayuda permanente del Señor Jesús lo que nos saca del pecado, de la ira, de la violencia, del desamor. Meditemos en paz sobre todo esto que hemos escuchado hoy.

17 sept 2017

Santo Evangelio 17 de septiembre 2017



Día litúrgico: Domingo XXIV (A) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 18,21-35): En aquel tiempo, Pedro preguntó a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda. 

»Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. 

»Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano».


«¿Cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?»
Rev. P. Anastasio URQUIZA Fernández MCIU 
(Monterrey, México)



Hoy, en el Evangelio, Pedro consulta a Jesús sobre un tema muy concreto que sigue albergado en el corazón de muchas personas: pregunta por el límite del perdón. La respuesta es que no existe dicho límite: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22). Para explicar esta realidad, Jesús emplea una parábola. La pregunta del rey centra el tema de la parábola: «¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?» (Mt 18,33).

El perdón es un don, una gracia que procede del amor y la misericordia de Dios. Para Jesús, el perdón no tiene límites, siempre y cuando el arrepentimiento sea sincero y veraz. Pero exige abrir el corazón a la conversión, es decir, obrar con los demás según los criterios de Dios.

El pecado grave nos aparta de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1470). El vehículo ordinario para recibir el perdón de ese pecado grave por parte de Dios es el sacramento de la Penitencia, y el acto del penitente que la corona es la satisfacción. Las obras propias que manifiestan la satisfacción son el signo del compromiso personal —que el cristiano ha asumido ante Dios— de comenzar una existencia nueva, reparando en lo posible los daños causados al prójimo.

No puede haber perdón del pecado sin algún genero de satisfacción, cuyo fin es: 1. Evitar deslizarse a otros pecados mas graves; 2. Rechazar el pecado (pues las penas satisfactorias son como un freno y hacen al penitente mas cauto y vigilante); 3. Quitar con los actos virtuosos los malos hábitos contraídos con el mal vivir; 4. Asemejarnos a Cristo. 

Como explicó santo Tomás de Aquino, el hombre es deudor con Dios por los beneficios recibidos, y por sus pecados cometidos. Por los primeros debe tributarle adoración y acción de gracias; y, por los segundos, satisfacción. El hombre de la parábola no estuvo dispuesto a realizar lo segundo, por lo tanto se hizo incapaz de recibir el perdón.

El perdón cristiano es consecuencia del amor cristiano



EL PERDÓN CRISTIANO ES CONSECUENCIA DEL AMOR CRISTIANO

Por Gabriel González del Estal

1.- Pedro preguntó a Jesús: si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: no te digo hasta siete veces sino hasta setenta veces siete. El perdón cristiano es, cualitativa y cuantitativamente, más que el perdón humano en general. Perdonar, humanamente hablando, es no devolver la ofensa al que me ha ofendido, superar la ley del talión, no devolver mal por mal. Perdonar, cristianamente hablando, es también amar cristianamente al que me ha ofendido, como Cristo nos amó, es decir, gratuitamente, generosamente, aunque no lo merezca. Esto no quiere decir que perdonar cristianamente sea olvidar la ofensa, o minusvalorar la ofensa del que me ha ofendido, o no querer que el que ofende injustamente no sea juzgado justamente. El perdón cristiano no es inhumano, es cristiano. Lo cristiano no anula lo humano, pero lo perfecciona, como hizo Cristo con la ley judía. El que perdona cristianamente no intenta sólo ser justo con su perdón, sino que quiere ser, además, misericordioso. El amor cristiano regala perdón, porque el perdón cristiano es la otra cara del amor cristiano. El rey de esta parábola, parábola con la que Jesús quiere hablarnos del Reino de los Cielos, perdonó no tanto por justicia, sino por compasión, porque “sintió lástima de aquel empleado”. Lo que Jesús reprocha a este empleado que fue cruel con el que le debía cien denarios, es que no tuviera compasión con el que le debía a él tan poco, cuando él, el Rey, le había perdonado compasivamente a él una cantidad mucho mayor. Es decir, que perdonar cristianamente es, como nos dice Jesús, perdonar de corazón, no sólo perdonar legalmente. El perdón cristiano es muy difícil de realizar y, a veces, puede parecernos imposible. Si no añadimos misericordia a la justicia, difícilmente sabremos perdonar cristianamente, porque, como hemos dicho, perdonar cristianamente es regalar perón al que me ha ofendido. Regalar algo al amigo resulta fácil, pero regalar algo al que se porta como mi enemigo no es fácil. Pero, en fin, si queremos ser buenos discípulos de Jesús debemos perdonar siempre cristianamente. Y, cuando nos resulte muy difícil perdonar de corazón al que nos ofende, recemos al menos por él, para que Dios le perdone.

2.- Perdona la ofensa de tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. Esta frase del libro del Eclesiástico me recuerda la frase del Padre Nuestro, cuando pedimos a Dios que nos perdone nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Debemos entender bien el “como” de esta frase. No le pedimos a Dios que nos perdone de la misma manera y en la misma proporción como nosotros perdonamos; el perdón de Dios siempre ha de ser infinitamente superior al nuestro. Le pedimos que nos perdone porque también nosotros perdonamos. El perdón que nosotros damos al que nos ofende es condición previa para que Dios nos perdone a nosotros. Si nosotros perdonamos, Dios nos perdona. En este libro del Eclesiástico esta idea está muy clara: Del vengativo se vengará el Señor. Perdona la ofensa de tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Cuando recemos, pues, el Padre Nuestro, perdonemos de corazón, cristianamente, a todos los que nos han ofendido a nosotros, con la seguridad de que Dios nos perdonará. Estemos seguros, con palabras del salmo 102, de que Dios perdona todas nuestras culpas… no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas, porque El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia.

3.- En la vida y en la muerte somos del Señor. No somos de nosotros mismos, ni para nosotros mismos, olvidando al prójimo y olvidando al Señor. El egoísta que sólo se preocupa de sí mismo no puede ser nunca un buen cristiano. San Pablo lo tenía muy claro: Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos. Somos del Señor y esta es nuestra mayor grandeza. Debemos ser del Señor en pensamientos, palabras y obras. Sólo Dios es nuestro único Señor; los demás son nuestros hermanos. “Al Señor adorarás y a él sólo servirás”. Todo lo demás: personas, dinero, poder… sólo nos servirán si nos sirven para amar más a Dios y ser sus hijos. Vivamos en esta vida para Dios y estemos seguros que después de esta vida seremos para siempre del Señor.