21 feb 2015

Cuaresma es tiempo de arrepentimiento



Cuaresma es tiempo de arrepentimiento

Sábado después de Ceniza. Quitar de nuestro corazón todo aquello que lo aparte de Dios Nuestro Señor.

Autor: P. Cipriano Sanchez LC | Fuente: Catholic.net

La cuaresma es tiempo de arrepentimiento. Quizá a nosotros la llamada al arrepentimiento que es la Cuaresma, podría parecernos un poco extraña, un poco particular, porque podríamos pensar: ¿de qué tengo yo que arrepentirme?. Arrepentirse significa tener conciencia del propio pecado. La conversión del corazón es el tema que debería de recorrer nuestra Cuaresma, tener conciencia de que algo he hecho mal, y podría ser que en nuestras vidas hubiéramos dejado un poco de lado la conciencia de lo que es fallar. Fallar no solamente uno mismo o a alguien a quien queremos, también la conciencia de lo que es fallarme a mí.

Pudiera ser también que en nuestra vida hubiéramos perdido el sentido de lo que significa encontrarnos con Dios, y quizá por eso tenemos problemas para entender verdaderamente lo que es el pecado, porque tenemos problemas para entender quién es Dios. Solamente cuando tenemos un auténtico concepto de Dios, también podemos empezar a tener un auténtico concepto de lo que es el pecado, de lo que es el mal.

La cuaresma es todo un camino de cuarenta días hasta la Pascua, y en este camino, la Iglesia nos va a estar recordando constantemente la necesidad de purificarnos, la necesidad de limpiar nuestro corazón, la necesidad de quitar de nuestro corazón todo aquello que lo aparte de Dios N. S. La Cuaresma es un período que nos va a obligar a cuestionarnos para saber si en nuestro corazón hay algo que nos está apartando de Dios Nuestro Señor. Esto podría ser un problema muy serio para nosotros, porque es como quien tiene una enfermedad y no sabe que la tiene. Es malo tener una enfermedad, pero es peor no saber que la tenemos, sobre todo cuando puede ser curada, sobre todo cuando esta enfermedad puede ser quitada del alma.

Qué tremendo problema es estar conviviendo con una dificultad en el corazón y tenerla perfectamente tapada para no verla. Es una inquietud que sin embargo la Iglesia nos invita a considerar y lo hace a través de la Cuaresma. Durante estos cuarenta días, cuando leemos el Evangelio de cada día o cuando vayamos a Misa los domingos, nos daremos cuenta de cómo la Biblia está constantemente insistiendo sobre este tema: Purificar el corazón, examinar el alma, acercarse a Dios, estar más pegado a Él. Todo esto, en el fondo, es darse cuenta de quién es Dios y quién somos nosotros.

Por otro lado, el hecho de que el sacerdote nos ponga la ceniza, no es simplemente una especie de rito mágico para empezar la Cuaresma. La ceniza tiene un sentido: significa una vida que ya no existe, una vida muerta. También tiene un sentido penitencial, quizá en nuestra época mucho menos, pero en la antigüedad, cuando se quería indicar que alguien estaba haciendo penitencia, se cubría de ceniza para indicar una mayor tristeza, una mayor precariedad en la propia forma de existir.

Preguntémonos, si hay en nuestra alma algo que nos aparte de Dios. ¿Qué es lo que no nos permite estar cerca de Dios y que todavía no descubrimos? ¿Qué es lo que hay en nosotros que nos impide darnos totalmente a Dios Nuestro Señor, no solamente como una especie de interés purificatorio personal, sino sobre todo por la tremenda repercusión que nuestra cercanía a Dios tiene en todos los que nos rodean?. Solamente cuando nos damos cuenta de lo que significa estar cerca de Dios, empezaremos a pensar lo que significa estar cerca de Dios para los que están con nosotros, para los que viven con nosotros. ¿Cómo queremos hacer felices a los que más cerca tenemos si no nos acercamos a la fuente de al felicidad? ¿Cómo queremos hacer felices a aquellos que están más cerca de nuestro corazón si no los traemos y los ayudamos a encontrarse con lo que es la auténtica felicidad?.

Qué difícil es beber donde no hay agua, qué difícil es ver donde no hay luz. Si a mí, Dios me da la posibilidad de tener agua y tener luz, ¿solamente yo voy a beber? ¿Solamente yo voy a disfrutar de la luz?. Sería un tremendo egoísmo de mi parte. Por eso en este camino de Cuaresma vamos a empezar a preguntarnos: ¿Qué es lo que Dios quiere de mí? ¿Qué es lo qué Dios exige de mí? ¿Qué es lo que Dios quiere darme? ¿Cómo me quiere amar Dios?, para que en este camino nos convirtamos, para aquellas personas que nos rodean, en fuente de luz y también puedan llegar a encontrarse con Dios Nuestro Señor.

Ojalá que hagamos de esta Cuaresma una especie de viaje a nuestro corazón para irnos encontrando con nosotros mismos, para irnos descubriendo nosotros mismos, para ir depositando esa ceniza espiritual sobre nuestro corazón de manera que con ella vayamos nosotros cubriéndonos interiormente y podamos ver qué es lo que nos aparta de Dios.

La ceniza que nos habla de la caducidad, que nos habla de que todo se acaba, nos enseña a dar valor auténtico a las cosas. Cuando uno empieza a carecer de algunas cosas, empieza a valorar lo que son los amigos, lo que es la familia, lo que significa la cercanía de alguien que nos quiere. Así también tenemos que hacer nosotros, vamos a ir en ese viaje a nuestro corazón para que, valorando lo que tenemos dentro, nos demos cuenta de cuanto podemos dar a los que están con nosotros.

Este es el sentido de ponerse ceniza sobre nuestras cabezas: el inicio de un preguntarnos, a través de toda la Cuaresma, qué es lo que quiere Dios para nosotros; el inicio de un preguntarnos qué es lo que el Señor nos va a pedir y sobre todo, lo más importante, qué es lo que nosotros vamos a podré dar a los demás. De esta manera, vamos a encontrarnos verdaderamente con lo más maravilloso que una persona puede encontrar en su interior: la capacidad de darse.

Recorramos así el camino de nuestra Cuaresma, en nuestro ambiente, en nuestra familia, en nuestra sociedad, en nuestro trabajo, en nuestras conversaciones. Buscar el interior para que en todo momento podamos encontrarnos en el corazón, no con nosotros mismos, porque sería una especie de egoísmo personal, sino con Nuestro Padre Dios; con Aquél que nos ama en el corazón, en lo más intimo, en lo más profundo de nosotros.

Que el bajar al corazón en esta Cuaresma sea el inicio de un camino que todos nosotros hagamos, no solamente en este tiempo, sino todos los días de nuestra vida para irnos encontrando cada día con el Único que da explicación a todo. Que la Eucaristía sea para nosotros ayuda, fortaleza, luz, consuelo porque posiblemente cuando entremos en nuestro corazón, vamos a encontrar cosas que no nos gusten y podríamos desanimarnos. Hay que recordar que no estamos solos. Que no vamos solos en este viaje al corazón sino que Dios viene con nosotros. Más aún, Dios se ofrece por nosotros, en la Eucaristía, para nuestra salvación, para manifestarnos su amor y para darse en su Cuerpo y en su Sangre por todos nosotros.


P. Cipriano Sánchez LC   Preguntas o comentarios al autor

Santo Evangelio 21 de Febrero de 2015




Día litúrgico: Sábado después de Ceniza

Texto del Evangelio (Lc 5,27-32): En aquel tiempo, Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El, dejándolo todo, se levantó y le siguió. Leví le ofreció en su casa un gran banquete. Había un gran número de publicanos, y de otros que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y sus escribas murmuraban diciendo a los discípulos: «¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?». Les respondió Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores».



Comentario: Rev. D. Joan Carles MONTSERRAT i Pulido (Cerdanyola del Vallès, Barcelona, España)

No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores

Hoy vemos cómo avanza la Cuaresma y la intensidad de la conversión a la que el Señor nos llama. La figura del apóstol y evangelista Mateo es muy representativa de quienes podemos llegar a pensar que, por causa de nuestro historial, o por los pecados personales o situaciones complicadas, es difícil que el Señor se fije en nosotros para colaborar con Él.

Pues bien, Jesucristo, para sacarnos toda duda nos pone como primer evangelista el cobrador de impuestos Leví, a quien le dice sin más: «Sígueme» (Lc 5,27). Con él hace exactamente lo contrario de lo que una mentalidad “prudente” pudiera considerar si quisiéramos aparentar ser “políticamente correctos”. Leví —en cambio— venía de un mundo donde padecía el rechazo de todos sus compatriotas, ya que se le consideraba, sólo por el hecho de ser publicano, colaboracionista de los romanos y, posiblemente, defraudador por las “comisiones”, el que ahogaba a los pobres para cobrarles los impuestos, en fin, un pecador público.

A los que se consideraban perfectos no se les podía pasar por la cabeza que Jesús no solamente le llamara a seguirlo, sino ni tan sólo a sentarse en la misma mesa.

Pero con esta actitud de escogerlo, Nuestro Señor Jesucristo nos dice que más bien es este tipo de gente de quien le gusta servirse para extender su Reino; ha escogido a los malvados, a los pecadores, a los que no se creen justos: «Para confundir a los fuertes, ha escogido a los que son débiles a los ojos del mundo» (1Cor 1,27). Son éstos los que necesitan al médico, y sobre todo, ellos son los que entenderán que los otros lo necesiten.

Hemos de huir, pues, de pensar que Dios quiere expedientes limpios e inmaculados para servirle. Este expediente sólo lo preparó para Nuestra Madre. Pero para nosotros, sujetos de la salvación de Dios y protagonistas de la Cuaresma, Dios quiere un corazón contrito y humillado. Precisamente, «Dios te ha escogido débil para darte su propio poder» (San Agustín). Éste es el tipo de gente que, como dice el salmista, Dios no menosprecia.

San Pedro Damián, 21 de Febrero


21 de febrero

SAN PEDRO DAMIÁN

OBISPO Y DOCTOR
 († ca.1072)
 
 Benedicto XVI
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 San Pedro Damián fue, indudablemente, uno de los hombres que más intensamente trabajaron en el siglo XI para fomentar el espíritu de consagración absoluta a Dios y de la más austera vida de soledad y penitencia, al lado de San Romualdo, San Juan Gualberto y San Nilo. Mas, forzado por la necesidad de los tiempos y en particular por la obediencia al Romano Pontífice, trabajó también incansablemente por la reforma eclesiástica en multitud de legaciones y otras difíciles empresas, con todo lo cual debe ser considerado, al lado de San Gregorio VII, como uno de los hombres más insignes y beneméritos de la Iglesia en el siglo XI.
 
Nacido en Ravena en 1007, Pedro era el último de los hijos de una familia pobre y numerosa, y después de muchas privaciones, habiendo quedado huérfano en la más tierna edad, fue educado con dureza por uno de sus hermanos mayores. Tratado como un esclavo, iba con los pies desnudos y vestido de andrajos, y ya en su temprana edad fue ocupado en apacentar los animales. Mas, compadecido de él otro hermano suyo, llamado Damián, hombre piadoso y de buen corazón, lo tomó a su cargo e hizo de padre con él. De este modo, Pedro pudo adquirir una sólida formación sucesivamente en Ravena, Faenza y Parma, y, en agradecimiento a su hermano, se llamó en adelante Pedro Damián. Más aún: con sus extraordinarias cualidades, a los veinticinco años era profesor en Parma y más tarde en Ravena.
 
Pero ya desde entonces se sintió atraído de un modo irresistible hacia Dios. Empezó a ejercitarse en rigurosos ayunos, vigilias y oración; ciñóse un cilicio debajo de sus vestidos, para defenderse contra las tentaciones de la carne, y daba todo lo que podía a los pobres y necesitados, y sintiendo que Dios le exigía más todavía, decidióse a abandonar el mundo y abrazar la vida monástica en el más absoluto apartamiento.
 
Mientras se entretenía él con estos pensamientos, presentáronsele dos monjes del desierto de Fonte-Avellana, donde Landolfo, discípulo de San Romualdo, había fundado un monasterio. Con su mediación, se dirigió Pedro a esta soledad, donde comenzó inmediatamente a ejercitarse en las prácticas de la vida monástica. Los ermitaños de Fonte-Avellana vivían a pares en celdas separadas, ocupábanse sobre todo en la oración y lectura espiritual y llevaban una vida de gran austeridad. Pedro se entregó de lleno a este género de vida, por la cual fue pronto admitido a la profesión. Sintiéndose entonces como en su centro y movido de su abrasado amor de Dios, ejercitóse en las mayores austeridades; pero el resultado fue que experimentó fuertes dolores de cabeza y gran debilidad en su salud. Esto le hizo comprender que debía moderar aquellos excesos, y, en efecto, así lo hizo en adelante, procurando aprovechar esta enseñanza en la dirección de los demás. Todo esto le ofreció ocasión oportuna para entregarse al estudio de la Sagrada Escritura, que utilizó siempre en sus instrucciones a los monjes. Al mismo tiempo se preparó de esta manera para la composición de las importantes obras que más tarde escribió.
Con su vida ejemplar v con los conocimientos que fue adquiriendo, se constituyó bien pronto en el verdadero maestro de los ermitaños reunidos en Fonte-Avellana. La fama del monasterio atrajo cada día nuevos discípulos. Pedro Damián fue algún tiempo ecónomo y a la muerte del prior fue elegido él para sucederle en el cargo. Organizóse en las proximidades otro monasterio llamado Nuestra Señora de Sitria, y asimismo se fundaron otros cuatro centros de ermitaños, cuya dirección mantenía Pedro Damián. La forma de vida de los camaldulenses tomó algunas características especiales, que constituyen la obra de San Pedro Damián, cuyo centro principal era Fonte-Avellana. No nos dejó el Santo ninguna regla completa; mas, con lo que podemos ver en sus escritos, aparecen los rasgos más característicos. Se observaba el más absoluto silencio, y aunque no se habla de trabajo manual, sabemos que éste constituía una de las bases de la vida de los ermitaños. Por otra parte, él mismo les dirigía frecuentes instrucciones y les inspiró desde un principio un amor filial a la Santísima Virgen.
 
En realidad, pues, San Pedro Damián puede ser incluido en el número de los fundadores de este nuevo género de vida religiosa, mezcla de vida solitaria y de comunidad, que tanto fruto reportó a la Iglesia. Entre sus discípulos sobresalieron algunos por sus altos cargos y por sus virtudes, como Santo Domingo Loricatus y San Juan de Lodi, sucesor suyo como superior, quien escribió su vida y más tarde fue obispo de Gubbio.
 
Pero su celo por la gloria de Dios y el bien de las almas no se limitó a estos monasterios, que estaban bajo su dirección. Todavía durante esta primera etapa de su vida, en que se nos presenta como gran asceta cristiano, como fundador de monasterios y maestro de aquella vida austera de soledad y penitencia, mantuvo contacto con diversos monasterios o religiosos de otras órdenes y aun con eminentes seglares, como aparece en algunas de sus cartas y otros escritos. Pero debemos observar que este contacto con el mundo exterior no tenía otro objeto que la exaltación de la vida de austeridad y penitencia y en corregir los vicios y corrupción, que tantos estragos hacían en todas partes.
 
De este modo se preparaba San Pedro Damián para lo que debía ocuparlo durante la segunda parte de su vida, que era el servicio de la Iglesia con importantes cargos y legaciones, es decir, con una vida apostólica de intensa actividad, tan contraria a su inclinación espiritual a la soledad y penitencia. Aunque apartado por completo del mundo, Pedro Damián conocía perfectamente la triste situación de la Iglesia hacia el año 1044 durante el pontificado del tristemente célebre Benedicto IX (1032-1044). Por otro lado, sabía muy bien el profundo arraigo que tenían en la Iglesia los dos vicios fundamentales de la simonía y el concubinato. Por esto saludó con transportes de alegría el advenimiento de Gregorio VI (1045-1046), quien, lleno de los mejores deseos, fue el primero en echar mano del gran Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Luego, en 1046, asistió en San Pedro de Roma a la coronación del emperador Enrique III, quien providencialmente ponía término al estado irregular de la Iglesia, y en 1047 al concilio de Letrán, en que fueron promulgados importantes decretos de reforma.
 
Pedro Damián se volvió entonces a su retiro de Fonte-Avellana, decidido a seguir la vida de soledad y penitencia.
 
Pero entonces precisamente era necesario poner al servicio inmediato de la Iglesia y del Papado su elevado espíritu y el gran prestigio de santidad de que gozaba. Por esto, el noble emperador Enrique III, que tanto estimaba sus virtudes, lo decidió a intervenir. Así pues, Pedro Damián, impulsado por Enrique III, compuso y dirigió una célebre carta a Clemente II (1048), en la que lo exhortaba a dar un impulso más eficaz a la reforma eclesiástica. Pero la muerte del Papa impidió se tomara ninguna medida en este punto. Fue León IX (1048-1054) quien inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador.
 
Por su parte, Pedro Damián, que sólo ansiaba el mejoramiento de la Iglesia, publicó entonces su célebre obra Libro Gomorriano, como si dijéramos, Libro de los incontinentes, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo y a las veces algo exagerado va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal. León IX reconoció la buena intención de Pedro Damián; pero no creyó prudente proceder con tanto rigor. De hecho, mientras Hildebrando desarrollaba una intensa actividad reformadora durante este pontificado, Pedro Damián no tuvo apenas intervención en ningún asunto público. Lo mismo sucedió durante el pontificado siguiente de Víctor II (1055-1057), si bien se conservan cartas sumamente interesantes, dirigidas por él durante este tiempo a ambos Papas.
 
Pero desde el pontificado de Esteban IX (1057~1058) cambió por completo la situación. El nuevo Papa decidió crearlo cardenal-obispo de Ostia y sólo utilizando los medios extremos de amenaza de excomunión logró vencer la resistencia de su profunda humildad. Él mismo, personalmente, puso en su dedo el anillo episcopal. Pero la muerte prematura de este Papa frustró los vastos planes de reforma que proyectaba con la ayuda de Pedro Damián. Hubo entonces un conato de cisma y Damián se retiró algún tiempo a Fonte-Avellana; mas, con la elección de Nicolás II (1059-1061), Pedro Damián volvió de nuevo a su campo de batalla y precisamente los años siguientes significan el período de su mayor actividad por medio de las más importantes legaciones.
 
En efecto, ya el año 1059 recibió del Romano Pontífice su primera legación a Milán, que se hallaba en una situación desesperada, sobre todo por la simonía y la incontinencia de los clérigos. Pedro Damián y Anselmo de Lucca, designados como legados pontificios, celebraron inmediatamente un sínodo y, tras enconadas luchas, se restableció el orden.
 
El pontificado de Alejandro II (1061-1072) dio de nuevo ocasión a Damián para prestar extraordinarios servicios a la Iglesia y ejercitar su celo apostólico. Al ser nombrado el antipapa, Pedro Damián compuso una de sus más célebres obras, dirigida a la asamblea de Augsburgo de 1062, que contribuyó eficazmente a la solución del cisma. En 1063 desempeñó otra legación, acompañado de Hugón de Cluny, en favor de la abadía de Bourgogne y de otras cluniacenses frente a Drogón, obispo de Macón. El resultado fue enteramente favorable. Asimismo visitó Limoges y trabajó por la reforma de la abadía de San Marcial; estuvo en Sauvigny, donde fue ocasión de un milagro "de San Odilón de Cluny. Por todo ello, los cluniacenses le quedaron sumamente agradecidos. Finalmente intervino con el joven rey alemán Enrique IV, a quien dirigió luego una excelente carta en defensa de los derechos pontificios.
 
Después de todo esto, renováronsele sus ansias de soledad y de oración, por lo cual suplicó a Alejandro II le permitiera renunciar a todas sus dignidades. Hildebrando, que apreciaba en lo justo la fuerza de su virtud y ejemplo para la realización de las empresas que se le encomendaban, le opuso toda clase de dificultades, diciéndole al fin con su buen humor que, si se empeñaba en ello, le imponía una penitencia de cien años. A esto repuso Damián que aceptaba la penitencia y, en efecto, se retiró a Fonte-Avellana.
 
Vuelto a su amado retiro, se entregó de nuevo con alma joven a la vida de austeridad y oración, que él tanto amaba. Renovó los ayunos, vigilias y toda clase de mortificaciones. En el capítulo, después de dirigir alentadoras exhortaciones a todos, se acusaba de sus propias faltas, como pudiera hacerlo el más sencillo novicio, y tomando la disciplina, se flagelaba sin compasión. Tan precioso ejemplo sirvió para renovar el espíritu de todos los monjes.
 
Todavía tuvo que abandonar su amada soledad en servicio de la Iglesia. En 1066 acudió a Montecasino, donde pasó veinte días, dando los mejores ejemplos a todos sus moradores. El mismo año fue a Florencia, enviado por Alejandro II, para terminar un conflicto con los monjes de Valleumbrosa. Algo más tarde se vio de nuevo forzado a emprender, en nombre del Papa, un viaje a Alemania para tratar con Enrique IV el asunto de su divorcio, y en un concilio hizo triunfar los derechos de la moral cristiana. Finalmente, poco antes de su muerte, a principios de 1072, desempeñó una última legación en la que logró reconciliar a los habitantes de Ravena con el Romano Pontífice.
 
Precisamente cuando volvía de prestar este último servicio a la Iglesia y se dirigía a Ronta a dar cuenta del resultado de su misión, se sintió en Faenza atacado por la fiebre, retiróse al monasterio de Nuestra Señora de los Angeles y allí murió el 12 de febrero de 1072 en presencia de gran número de monjes.
 
Su muerte fue, en verdad, digna de una vida de piedad y servicio de Dios y de su Iglesia. San Pedro Damián fue un precursor de la gran obra reformadora que completó Gregorio VII (el antiguo Hildebrando) desde su elevación al Pontificado en 1073. Sus exhortaciones y sermones están llenos de la más cristiana elocuencia. Sus voluminosos escritos, que le han merecido el título de Doctor de la Iglesia, están llenos de gran erudición y con su vehemencia característica ensalzan la belleza y elevación de la vida monástica o descubren las horribles lacras de la corrupción y relajación de su tiempo.
BERNARDINO LLORCA, S. I.

20 feb 2015

Dejar que Cristo entre en el corazón


Dejar que Cristo entre en el corazón
Viernes después de Ceniza. La conversión no es simplemente obras de penitencia. La conversión es el cambio del corazón.

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net

El tema del corazón contrito, de la conversión del corazón es el tema que debería de recorrer nuestra Cuaresma. Es el tema que debería recorrer toda nuestra preparación para la Pascua. La liturgia nos insiste que son importantes las formas externas, pero más importantes son los contenidos del corazón. La Iglesia nos pide en este tiempo de Cuaresma, que tengamos una serie de formas externas que manifiesten al mundo lo que hay en nuestro corazón, y nos pide que el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo hagamos ayuno, y que todos los viernes de Cuaresma sacrifiquemos el comer carne. Pero esta forma externa no puede ir sola, necesita para tener valor, ir acompañada con un corazón también pleno.

El profeta Isaías veía con mucha claridad: "¿es lo que Yo busco: que inclines tu cabeza como un junco, que te acuestes en fango y ceniza?" Dios Nuestro Señor lo que busca en cada uno de nosotros es la conversión interna, que cuando se realiza, se manifiesta en obras, que cuando se lleva a cabo, tiene que brillar hacia fuera; pero no es solamente lo externo. De qué poco serviría haber manchado nuestras cabezas de ceniza, si nuestro corazón no está también volviéndose ante Dios Nuestro Señor. De qué poco nos serviría que no tomásemos carne en todos los viernes de Cuaresma, si nuestro corazón está cerrado a Dios Nuestro Señor.

La dimensión interior, que el profeta reclama, Nuestro Señor la toma y la pone en una dimensión sumamente hermosa, cuando le preguntan: ¿Por qué ustedes no ayunan y sin embargo los discípulos de Juan y nosotros si ayunamos? Y Jesús responde usando una parábola: "¿Pueden los amigos del esposo ayunar mientras está el esposo con ellos?" Jesús lo que hace es ponerse a sí mismo como el esposo. En el fondo retoma el tema bíblico tan importante de Dios como esposo de Israel, el que espera el don total de Israel hacia Él.

Esta condición interior, el esfuerzo por que el pueblo de Israel penetre desde las formalidades externas a la dimensión interna, es lo que Nuestro Señor busca. El ayuno que Él busca es el del corazón, la conversión que Él busca es la del corazón y siempre que nos enfrentemos a esta dimensión de la conversión del corazón nos estamos enfrentando a algo muchas veces no se ve tan fácilmente; a algo que muchas veces no se puede medir, pero a algo que no podemos prescindir en nuestra vida. ¿Quién puede palpar el amor de un esposo a su esposa? ¿Quién puede medir el amor de un esposo a su esposa? ¿Cómo se palpa, cómo se mide? ¿Solamente por las formas externas? No. Hay una dimensión interior en el amor esponsal del cual Jesucristo se pone a sí mismo como el modelo. Hay una dimensión que no se puede tocar, pero que es también imprescindible en nuestra conversión del corazón. Tenemos que ser capaces de encontrar esa dimensión interior, una dimensión que nos lleva profundamente a descubrir si nuestra voluntad está o no entregada, ofrecida, dada como la esposa al esposo, como el esposo a la esposa, a Dios, Nuestro Señor.

La conversión no es simplemente obras de penitencia. La conversión es el cambio del corazón, es hacer que mi corazón, que hasta el momento pensaba, amaba, optaba, se decidía por unos valores, unos principios, unos criterios, empiece a optar y decidirse como primer principio, como primer criterio, por el esposo del alma que es Jesucristo.

Sólo cuando llega el corazón a tocar la dimensión interior se realiza, como dice el profeta, que "Tu luz surgirá como la aurora y cicatrizarán de prisa tus heridas, se abrirá camino la justicia y la gloria del Señor cerrará tu mancha". Entonces, casi como quien ve el sol, casi como quien no es capaz de distinguir la fuente de luz que la origina, así será en nosotros la caridad, la humildad, la entrega, la conversión, la fidelidad y tantas y tantas cosas, porque van a brotar de un corazón que auténticamente se ha vuelto, se ha dirigido y mira al Señor.

Este es el corazón contrito, esto es lo que busca el Señor que cada uno de nosotros en esta Cuaresma, que seamos capaces en nuestro interior, en lo más profundo, de llegar a abrirnos a Dios, a ofrecernos a Dios, de no permitir que haya todavía cuartos cerrados, cuartos sellados a los cuales el Señor no puede entrar, porque es visita y no esposo, porque es huésped y no esposo. El esposo entra a todas partes. La esposa en la casa entra a todas partes. Solamente al huésped, a la visita se le impide entrar en ciertas recámaras, en ciertos lugares.

Esta es la conversión del corazón: dejar que realmente Él llegue a entrar en todos los lugares de nuestro corazón. Convertirse a Dios es volverse a Dios y descubrirlo como Él es. Convertirse a Dios es descubrir a Dios como esposo de la vida, como Aquél que se me da totalmente en infinito amor y como Aquél al cual yo tengo que darme totalmente también en amor total.

¿Es esto lo que hay en nuestro corazón al inicio de esta Cuaresma? ¿O quizá nuestra Cuaresma está todavía encerrada en formulismos, en estructuras que son necesarias, pero que por sí solas no valen nada? ¿O quizá nuestra Cuaresma está todavía encerrada en criterios que acaban entreteniendo al alma? Al huésped se le puede tener contento simplemente con traerle un café y unas galletas, pero al esposo o a la esposa no se le puede contentar simplemente con una formalidad. Al esposo o la esposa hay que darle el corazón.

Que la Eucaristía en nuestra alma sea la luz que examina, que escruta, que ve todos y cada uno de los rincones de nuestra alma, para que, junto con el esposo sea capaz de descubrir dónde todavía mi entrega es de huésped y no de esposo.

Pidamos esta gracia a Jesucristo para que nuestra Cuaresma sea una Cuaresma de encuentro, de cercanía de profundidad en la conversión de nuestro corazón.

Santo Evangelio 20 de Febrero de 2015




Día litúrgico: Viernes después de Ceniza


Texto del Evangelio (Mt 9,14-15): En aquel tiempo, se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán».


Comentario: Rev. D. Xavier PAGÉS i Castañer (Barcelona, España)

Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán

Hoy, primer viernes de Cuaresma, habiendo vivido el ayuno y la abstinencia del Miércoles de Ceniza, hemos procurado ofrecer el ayuno y el rezo del Santo Rosario por la paz, que tanto urge en nuestro mundo. Nosotros estamos dispuestos a tener cuidado de este ejercicio cuaresmal que la Iglesia, Madre y Maestra, nos pide que observemos, y a recordar que el mismo Señor dijo: «Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán» (Mt 9,15). Tenemos el deseo de vivirlo no sólo como el cumplimiento de un precepto al que estamos obligados, sino —sobre todo— procurando llegar a encontrar el espíritu que nos conduce a vivir esta práctica cuaresmal y que nos ayudará en nuestro progreso espiritual.

Buscando este sentido profundo, nos podemos preguntar: ¿cuál es el verdadero ayuno? Ya el profeta Isaías, en la primera lectura de hoy, comenta cuál es el ayuno que Dios aprecia: «Parte con el hambriento tu pan, y a los pobres y peregrinos mételos en tu casa; cuando vieres al desnudo, cúbrelo; no los rehuyas, que son hermanos tuyos. Entonces tu luz saldrá como la mañana, y tu salud más pronto nacerá, y tu justicia irá delante de tu cara, y te acompañará el Señor» (Is 58,7-8). A Dios le gusta y espera de nosotros todo aquello que nos lleva al amor auténtico con nuestros hermanos.

Cada año, el Santo Padre Juan Pablo II nos escribía un mensaje de Cuaresma. En uno de estos mensajes, bajo el lema «Hace más feliz dar que recibir» (Hch 20,35), sus palabras nos ayudaron a descubrir esta misma dimensión caritativa del ayuno, que nos dispone —desde lo profundo de nuestro corazón— a prepararnos para la Pascua con un esfuerzo para identificarnos, cada vez más, con el amor de Cristo que le ha llevado hasta dar la vida en la Cruz. En definitiva, «lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo, ahora hay que hacerlo con más solicitud y con más devoción» (San León Magno, papa).

Beatos Francisco y Jacinta Marto, Pastorcillos de Fátima 20 de Febrero


 20 de Febrero

BEATOS FRANCISCO Y JACINTA MARTO
Los pastorcillos de Fátima
 Francisco:
Aljustrel (Portugal), 11-junio-1908
 + Aljustrel, 4-abril-1919
 Jacinta:
 Aljustrel, 11-marzo-1910
 + Lisboa, 20-febrero-1920


B. 13-mayo-2000

El 13 de mayo de 1917 ha pasado a la historia de la Iglesia y de la humanidad como el día en que tres niños portugueses de Aljustrel-Fátima, pueblo hasta entonces desconocido, vieron a la Virgen María sobre una encina, mientras cuidaban de un pequeño rebaño familiar: Lucía dos Santos, de diez años, y sus primos hermanos Francisco, de nueve años, y Jacinta, de siete.
El 13 de mayo de 2000, Juan Pablo II beatificaba en el mismo lugar de las apariciones a dos de aquellos niños, muertos prematuramente —los hermanos Francisco y Jacinta Marto—, en presencia de su prima, sor Lucía dos Santos, única superviviente de los tres pastorcillos. Francisco y Jacinta Marto son los beatos más jóvenes del calendario cristiano, si exceptuamos a unos pocos niños mártires.
 

 DOS NIÑOS MUY NORMALES


Sencillos, traviesos, alegres, juguetones, criados en dos familias en un ambiente cristiano de máxima sencillez. Aún pueden verse las casas de ambas familias en Aljustrel, un caserío cercano al pueblo de Fátima. La vida de las familias Marto y Dos Santos era la vida de los campesinos pobres, cuyo patrimonio se limitaba a unos trozos de tierra donde se cultivaban las hortalizas y frutas para su propio alimento, y unas cuantas ovejas, que los niños sacaban a pastar por los cabezos y valles cercanos.
Los padres de Francisco y Jacinta fueron Manuel Pedro Marto y María Rosa, hermana de Antonio dos Santos, el padre de Lucía.
Francisco había nacido el 11 de junio de 1908. Su hermana Jacinta, el 11 de marzo de 1910. Ambos fueron bautizados en la iglesia parroquial de Fátima. Eran muy diferentes de temperamento: más tranquilo y condescendiente Francisco, y más caprichosa la pequeña Jacinta.
Para acercarnos a la realidad de los dos hermanos y de los acontecimientos de sus cortos años de vida en la tierra, contamos con el testimonio de la mejor testigo: su prima Lucía, que escribió sus Memorias entre 1935 y 1941, a petición del obispo de Leiría-Fátima, monseñor José Alves Correira da Silva. Así recuerda la hermana Lucía a Francisco:
La amistad que me unía a Francisco era sólo debido al parentesco y la que traía consigo las gracias que el cielo se dignó concedernos.
Francisco no parecía hermano de Jacinta, sino en la fisonomía del rostro y en la práctica de la virtud. No era tan caprichoso y vivo como ella. Al contrario, era de un natural pacífico y condescendiente.
Cuando, en nuestros juegos, alguno se empeñaba en negarle sus derechos de ganador, cedía sin resistencia, limitándose a decir sólo:
—¿Piensas que has ganado tú? Está bien. Eso no me importa.
No manifestaba, como Jacinta, la pasión por la danza; gustaba más de tocar la flauta, mientras otros danzaban.
En los juegos, era muy animado, pero a pocos les gustaba jugar con él; porque perdía casi siempre. Yo misma confieso que simpatizaba poco con él, porque su natural tranquilidad excitaba a veces los nervios de mi excesiva viveza. A veces, tomándole por el brazo le obligaba a sentarse en el suelo, o en alguna piedra, pidiéndole se estuviera quieto; y él me obedecía como si yo tuviese una gran autoridad. Después sentía pena e iba a buscarlo asiéndole por la mano, y regresaba con el mismo buen humor como si nada hubiera acontecido. Si alguno de los otros niños porfiaba en quitarle alguna cosa que le era propia, decía:
•¡Deja ya!, ¿a mí qué me importa?

Lo que más le entretenía, cuando andábamos por los montes, era sentarse en el peñasco más elevado y tocar su flauta o cantar. Si su hermana bajaba conmigo para echar algunas carreras, él se quedaba entretenido allí con su música y sus cantos.
En nuestros juegos, tomaba parte, siempre que le invitábamos, pero a veces manifestaba poco entusiasmo, diciendo:
•Voy; pero sé que perderé.

Los juegos que sabíamos y en los cuales nos entreteníamos eran: el de las chinas, el de las prendas, pasar el aro, el del botón, el de la cuerda, la malla, la brisca, descubrir los reyes, los condes y las sotas, etc. Teníamos dos barajas: una mía y otra de ellos. El juego que más gustaba a Francisco era el de las cartas: la brisca (L. Dos Santos: Memorias de la Hermana Lucía, Cuarta Memoria, 24 ed., Fátima, 1985, págs. 118, 120)

En cuanto a Jacinta, éstas son las palabras de Lucía, en su Primera Memoria:
La menor contrariedad, que siempre hay entre niños cuando juegan, era suficiente para que enmudeciese y se amohinara, como nosotros decíamos. Para hacerle volver a ocupar su puesto en el juego, no bastaban las más dulces caricias que en tales ocasiones los niños saben hacer. Era preciso dejarle escoger el juego y la pareja con la que quería jugar. Sin embargo, ya tenía muy buen corazón y el buen Dios le había dotado de un carácter dulce y tierno, que la hacía, al mismo tiempo, amable y atractiva. No sé por qué, tanto Jacinta como su hermano Francisco, sentían por mí una predilección especial y me buscaban casi siempre para jugar. No les gustaba la compañía de otros niños, y me pedían que fuese con ellos junto a un pozo que tenían mis padres en el huerto. Una vez allí, Jacinta escogía los juegos con los que íbamos a entretenernos. Los juegos preferidos eran, casi siempre, jugar a las chinas o a los botones, sentados a la sombra de un olivo y de dos ciruelos, detrás de las losas. Debido a este juego, me vi muchas veces en grandes apuros, porque, cuando nos llamaban para comer, me encontraba sin botones en el vestido; pues casi siempre ella me los había ganado y esto era suficiente para que mi madre me regañase. Era preciso coserlos de prisa; pero ¿cómo conseguir que ella me los devolviera, si además de enfadarse, tenía también el defecto de ser agarrada? Quería guardarlos para el juego siguiente y así no tener que arrancar los suyos. Sólo amenazándola de que no volvería a jugar más, era como los conseguía. Algunas veces no podía atender los deseos de mi amiguita (Obra citada , pág. 20 s)


NIÑOS CRISTIANOS

La influencia de la familia, primera escuela e iglesia doméstica, es definitiva. Y las familias Marto y Dos Santos querían que sus hijos fueran cristianos. La oración en familia, especialmente el rezo del rosario, formaba parte de la jornada diaria. Y las madres les contaban vidas de los santos a sus hijos. Algo de este ambiente religioso evoca Lucía en su Primera Memoria:

A los dos pequeños, les costaba mucho separarse de mí. Por ello, pedían continuamente a su madre que les dejase, también a ellos, guardar su rebaño. Mi tía, tal vez para verse libre de tantas súplicas, a pesar de que todavía eran muy pequeños, les confió el cuidado de sus ovejas. Radiantes de alegría, fueron a darme la noticia, y a planear cómo juntaríamos todos los días nuestros rebaños. Una vez juntos, decíamos cuál sería el pasto del día; y para allá íbamos felices y contentos, como si fuésemos a una fiesta.
Aquí tenemos a Jacinta, en su nueva vida de pastorcita. A las ovejas nos las ganábamos a fuerza de distribuir entre ellas nuestra merienda. Por eso, cuando llegábamos al pasto, podíamos jugar tranquilos, porque ellas no se apartaban de nosotros. A Jacinta le agradaba mucho oír el eco de la voz en el fondo de los valles. Por ello, uno de nuestros entretenimientos era sentarnos en un peñasco del monte y pronunciar nombres en alta voz. El nombre que mejor eco hacía, era el de María. Jacinta decía a veces, el Avemaría entero, repitiendo la palabra siguiente sólo cuando la anterior había terminado su eco.
Nos agradaba también entonar cantos; entre varios profanos —de los que, infelizmente, sabíamos bastantes-, Jacinta prefería: «Salve, nobre Padroeirau «Virgem Pura», Anjos, cantai conmigo». Éramos, sin embargo, muy aficionados al baile; cualquier instrumento que oíamos tocar a los otros pastores, nos hacía bailar; Jacinta, a pesar de ser tan pequeña, tenía para eso un arte especial.
Nos habían recomendado que, después de la merienda, rezáramos el rosario, pero como todo el tiempo nos parecía poco para jugar, encontramos una buena manera de acabar pronto: pasábamos las cuentas diciendo solamente: ¡Ave María, Ave María, Ave María! Cuando llegábamos al fin del misterio, decíamos muy despacio simplemente: ¡Padre Nuestro!, y así, en un abrir y cerrar de ojos, como se suele decir, teníamos rezado el rosario.
A Jacinta le agradaba mucho tomar los corderitos blancos, sentarse con ellos en brazos, abrazarlos, besarlos y, por la noche, traérselos a casa a cuestas, para que no se cansasen.
Un día, al volver a casa, se puso en medio del rebaño.
—Jacinta ¿para qué vas ahí en medio de las ovejas? —pregunté.
 
—Para hacer como Nuestro Señor, que, en aquella estampa que me dieron, también estaba así, en medio de muchas y con una en los hombros  (Obra citada, pág. 26 s.)
 
 1916: LAS APARICIONES DEL ÁNGEL

Mientras Europa estallaba y la violencia era el clima habitual de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Aljustrel y sus cercanías vivían ajenas a la contienda. Y los tres pastorcillos, ni se enteraron de que otros países de Europa —¡quedaba tan lejos!— sufrieran el azote de la guerra. Ellos continuaban con sus ovejas, con sus juegos, con sus rezos... Y el Ángel de la Paz se hizo presente, en la primavera de 1916, tanto en un cabezo a las afueras de Aljustrel como junto al pozo de la casa de Lucía. Ella misma cuenta cómo fueron las apariciones en el Hoyo del Cabezo: habían merendado y rezado el rosario 'breve', cuando ven acercarse una figura de joven...

A medida que se aproximaba, íbamos divisando sus facciones: un joven de unos 14 ó 15 años, más blanco que la nieve, el sol lo hacía transparente, como si fuera de cristal, y de una gran belleza. Al llegar junto a nosotros, dijo:
•¡No temáis! Soy el Ángel de la Paz. Rezad conmigo.

Y arrodillándose en tierra, dobló la frente hasta el suelo y nos hizo repetir por tres veces estas palabras:
   •
¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman. Después, levantándose, dijo:

•Rezad así. Los corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas.

Sus palabras se grabaron de tal forma en nuestras mentes, que jamás se nos olvidaron. Y, desde entonces, pasábamos largos ratos así, postrados, repitiéndolas muchas veces, hasta caer cansados. Entonces, les recomendé que era preciso guardar silencio, y esta vez, gracias a Dios, me hicieron caso.
Pasó bastante tiempo y fuimos a pastorear nuestros rebaños a una propiedad de mis padres. Después de haber merendado, acordamos ir a rezar a la gruta que queda al otro lado del monte. Las ovejas consiguieron pasar con muchas dificultades.
Después que llegamos, de rodillas, con rostros en tierra, comenzamos a repetir la oración del Ángel: ¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo, etc. No sé cuántas veces habíamos repetido esta oración, cuando vimos que sobre nosotros brillaba una luz desconocida. Nos levantamos para ver lo que pasaba y vimos al Ángel, que tenía en la mano izquierda un cáliz, sobre el cual había suspendida una Hostia, de la que caían unas gotas de Sangre dentro del Cáliz. El Ángel dejó suspendido en el aire el Cáliz, se arrodilló junto a nosotros, y nos hizo repetir tres veces.

—Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.
Después se levanta, toma en sus manos el Cáliz y la Hostia. Me  da la Sagrada Hostia a mí y la Sangre del Cáliz la divide entre Jacinta y Francisco, diciendo al mismo tiempo:
—Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.
Y, postrándose de nuevo en tierra, repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: »Santísima Trinidad..., etc.', y desapareció. Nosotros permanecimos en la misma actitud, repitiendo siempre las mismas palabras; y cuando nos levantamos, vimos que era de noche y, por tanto, hora de irnos a casa  (Obra citada, Segunda Memoria, pág. 61 s.)
 
 13 DE MAYO DE 1917: PRIMERA APARICIÓN DE LA VIRGEN

 La humanidad occidental seguía en guerra. Rusia estaba a punto de caer en manos de los revolucionarios bolcheviques: el 17 de marzo de 1917 quedaba suspendida la monarquía rusa y, entre mayo y noviembre se fue fraguando el triunfo del comunismo: a partir del triunfo de la Revolución de noviembre, iniciaría su andadura lo que luego se llamó Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), cuyo líder indiscutible era Lenin.
 De todo esto, que estaba sucediendo aquel mismo año, nada sabían los pastorcillos. Será la Virgen quien les informe, más adelante, de los graves problemas de Rusia y de la humanidad.
 Después de las apariciones del Ángel, los niños estaban en mejor situación espiritual para recibir la visita de la Virgen. Para conocer con detalle la primera aparición de la Virgen, acudimos nuevamente a las  Memorias de Lucía:
«Día 13 de mayo de 1917. Estando jugando con Jacinta y Francisco encima de la pendiente de Cova de Iria, haciendo una pared alrededor de una mata, vimos, de repente, como un relámpago.
 —Es mejor irnos para casa —dije a mis primos—, hay relámpagos; puede haber tormenta.
—Pues, sí.

Y comenzamos a descender la ladera, llevando las ovejas en dirección del camino. Al llegar poco más o menos a la mitad de la ladera, muy cerca de una encina grande que allí había, vimos otro relámpago; y, dados algunos pasos más adelante, vimos sobre un carrasco una Señora, vestida toda de blanco, más brillante que el sol, irradiando una luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina, atravesado por los rayos del sol más ardiente. Nos detuvimos sorprendidos por la aparición. Estábamos tan cerca que nos quedábamos dentro de la luz que la cercaba, o que ella irradiaba. Tal vez a metro y medio de distancia más o menos.
Entonces Nuestra Señora nos dijo:

•No tengáis miedo. No os voy a hacer daño.
 •
¿De dónde es usted? —le pregunté.
 •
Soy  del cielo.

•¿Y qué es lo que usted quiere?

—Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses seguidos, el día 13 a esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que quiero. Después volveré aquí una séptima vez.
—Y yo, ¿también voy al cielo?
•Si; vas.

•Y ¿Jacinta?

•También.

•Y ¿Francisco?

•También; pero tiene que rezar muchos rosarios (...).

•¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que él quiera enviaros, en acto de desagravio por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?

—Sí, queremos.
•Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza.

Fue al pronunciar estas últimas palabras (la gracia de Dios, etc.) cuando abrió por primera vez las manos comunicándonos una luz tan intensa como un reflejo que de ellas se irradiaba, que nos penetraba en el pecho y en lo más íntimo del alma, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios que era esa luz, más claramente que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces por un impulso íntimo, también comunicado, caímos de rodillas y repetíamos íntimamente:  »Oh Santísima Trinidad, yo os adoro. Dios mío, Dios mío; yo os amo en el Santísimo Sacramento».
  
Pasados los primeros momentos, Nuestra Señora añadió: —Rezad el rosario todos los días para alcanzar la paz para el mundo y el fin de la guerra.

En seguida comenzó a elevarse suavemente, subiendo en dirección al naciente, hasta desaparecer en la inmensidad de la lejanía. La luz que la rodeaba iba como abriendo camino en la bóveda de los astros, motivo por el cual alguna vez dijimos que habíamos visto abrirse el cielo ( Obra citada, Cuarta Memoria, págs. 157-159).
 
 LA FAMILIA NO CREE A LOS NIÑOS

Después de la aparición, hubo un pacto entre los tres: no decir nada a nadie. Pero Jacinta no pudo ocultar a su madre lo que había visto en Cova de Iria. Y ahí comenzó el calvario para los tres. Primero, los padres y hermanos. En sendas entrevistas con Juan Marto y Carolina dos Santos, hermanos de los videntes, me confirmaron que nadie en casa les creía: eran fantasías infantiles, algo parecido a lo que habían oído leer a mamá en las vidas de los santos.
Hablé con Juan Marto el 13 de mayo de 1987, setenta años después de la primera aparición. Ésta fue la entrevista que emitió TVE:
•Señor Juan Marto, ¿qué edad tenía usted el año de las apariciones?

•Once años.

—¿Qué recuerda de aquel día 13 de mayo de 1917, cuando sus hermanos menores llegaron a casa y Jacinta contó lo que había visto?
 •
Me  acuerdo cuando Jacinta llegó a casa y le dijo a mamá: Mamá, he visto a Nuestra Señora». Mamá no la creyó, pensaba que mentía. Mi hermana insistía que sí, que sí, que era una Señora muy, muy hermosa, con las manos juntas, que tenía un rosario en las manos... que era muy, muy blanca, más blanca que la leche.
  
—Así que mamá no creía nada de eso...

•Mamá no creía nada.
  
—¿Y papá?

•Papá, sí.
  
—¿Y usted, Juan, creía o no?
 •
Yo no creía lo que decía Jacinta. ¿Cuándo comenzaron a creer?

•El 13 de octubre...

En la entrevista que mantuve con Carolina dos Santos, hermana de Lucía, el mismo día 13 de mayo de 1987, Carolina me recordó que ella tenía quince años, cinco más que su hermana Lucía, en el momento de las apariciones.
—¿Usted creía que era verdad lo que contaba Lucía?

•No. Yo creía que eran mentiras. Mi madre tenía la costumbre de contarnos vidas de santos, lo que les pasaba a los santos...

—¿Desde cuándo comenzó a creer la familia en la palabra de Lucía?

•Desde el 13 de octubre, cuando vimos el milagro.
 
 APARICIONES, ENTRE LA INCOMPRENSIÓN Y LA PERSECUCIÓN

De mayo a octubre, la familia Marto y la familia Dos Santos pensaban que se trataba de mentiras o imaginaciones de los pequeños. El párroco, don Manuel Márques Ferreira, interrogó cauteloso a los niños. Las opiniones, de la familia, del pueblo, de la jerarquía, estaban divididas. Y, en medio, los pequeños elegidos por la Virgen para comunicar a la humanidad un mensaje de salvación y de paz.
Llegó el 13 de junio, día señalado por la Virgen para su segunda aparición. Mucho les costó a los niños conseguir que sus familias les dejaran ir a Cova de Iria, donde ya había grupos de devotos y curiosos, más numerosos porque el día del gran santo portugués San Antonio (de Padua), era fiesta. Cuando estaban rezando el rosario, llegó la Virgen y se posó sobre la misma carrasca:
 •
Quiero que vengáis aquí el 13 del mes que viene; que recéis el rosario todos los días y que aprendáis a leer... A Jacinta y a Francisco los llevaré pronto (al cielo).
 
El 13 de julio aumentó la muchedumbre. Los medios informativos habían aireado ampliamente las noticias de Cova de Iria. Y, puntualmente, llegó la Virgen:
—Quiero que vengáis aquí el 13 del mes que viene, que continuéis rezando el rosario todos los días, en honor de Nuestra Señora del Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque sólo ella lo puede conseguir... En octubre diré quién soy y lo que quiero, y haré un milagro que todos han de ver para creer... Si atendéis a mis peticiones, Rusia se convertirá y habrá paz...

La Señora les dejó ver el infierno: un mar de fuego, en palabras de Lucía.
No fue posible ir a Cova de Iria el 13 de agosto. Las apariciones habían conmovido a la sociedad portuguesa y adquirían categoría de acontecimiento público, y el Administrador de Vila Nova de Ourem tenía órdenes de atajar lo que consideraban veleidades de pobres niños. Y justamente el 13 de agosto se ofreció a llevarlos en su vehículo, pero en lugar de dirigirse a Cova de Iria los llevó a Vila Nova, donde, primero con halagos y luego con amenazas, los conminó a desmentirse de lo que contaban, so pena de cárcel. Y los niños prefirieron la cárcel, en donde estuvieron recluidos dos días, contentos de sufrir por amor a Jesús, por la conversión de los pecadores y para desagravio de las ofensas al Corazón de María, como la Virgen les había dicho.
Cuando volvieron a Aljustrel y reanudaron la vida normal, la Virgen acudió a su cita mensual y se apareció a los pastorcillos, no el día 13 en Cova de Iria, sino en el lugar que llaman Valiños y seguramente (Lucía no precisa el día con exactitud), el día 19. Los citó para el encuentro del día 13 de septiembre, al que acudió la Señora con puntualidad en Cova de Iria, y anunció que en octubre se realizaría el gran milagro. Según decían los videntes al canónigo Manuel Nunes Formigao, aquella Señora era bellísima, la mujer más bella que jamás habían visto.

 13 DE OCTUBRE: EL MILAGRO DEL SOL
 
Docenas de miles de personas de todo Portugal habían acudido a Cova de Iria. Unos, esperando que nada extraordinario sucediera y quedaran en ridículo aquellos niños incultos que tenían embaucado a medio Portugal. Otros, con la esperanza de que se cumpliera la promesa de la Señora con un milagro patente que convenciera a todos. En mi entrevista con Juan Marto, al preguntarle por los ánimos que había en casa este día, me dijo que todos, menos sus hermanos Francisco y Jacinta, estaban dominados por el pánico. Y lo mismo me dijo Carolina dos Santos de su hermana Lucía y de su familia. Carolina acudió, entre dudas y esperanzas, a Cova de Iria. Juan Marto no se atrevió a llegar hasta el lugar de las apariciones. Siguió de lejos los acontecimientos, temiendo que la muchedumbre linchara a sus hermanos Francisco y Jacinta y a su prima Lucía, y, de rechazo, también fuera él objeto de injurias y ataques del gentío, si fracasaban las predicciones de sus hermanos.
Veamos cómo lo cuenta Lucía en su Cuarta Memoria:
'Día 13 de octubre de 1917. Salimos de casa bastante temprano, contando con las demoras del camino. El pueblo estaba en masa. Caía una lluvia torrencial. Mi madre, temiendo que fuese el último día de mi vida, con el corazón partido por la incertidumbre de lo que iba a suceder, quiso acompañarme. Por el camino se sucedían las escenas del mes pasado, más numerosas y conmovedoras. Ni el barro de los caminos impedía a esa gente arrodillarse en la actitud más humilde y suplicante. Llegados a Cova de Iria, junto al carrasco, transportada por un movimiento interior, pedí al pueblo que cerrase los paraguas para rezar el rosario. Poco después, vimos el reflejo de la luz y, seguidamente, a Nuestra Señora sobre la encina.
—¿Qué es lo que quiere usted de mí?

—Quiero decirte que hagan aquí una capilla en mí honor que SOY LA SEÑORA DEL ROSARIO; que continúen rezando el rosario todos los días. La guerra va a acabar y los soldados volverán con brevedad a sus casas.
 
—Tenía muchas cosas que pedirle: si curaba a algunos enfermos y si convertía a algunos pecadores; etc.

—Unos, sí; a otros no. Es preciso que se enmienden; y que pidan perdón por sus pecados.
  
Y tomando un aspecto más triste:

—No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido.

Y, abriendo sus manos, las hizo reflejarse en el sol. Y, mientras se elevaba, continuaba el reflejo de su propia luz proyectándose en el sol.
He aquí, excelentísimo señor obispo, el motivo por el cual exclamé que mirasen al sol. Mi fin no era llamar la atención de la gente hacia él, pues ni siquiera me daba cuenta de su presencia. Lo hice sólo llevada por un movimiento interior que me impulsaba a ello.
Desaparecida Nuestra Señora en la inmensa lejanía del firmamento, vimos, al lado del sol, a San José con el Niño y a Nuestra Señora vestida de blanco, con un manto azul. San José con el Niño parecían bendecir al mundo, con unos gestos que hacían con la mano en forma de cruz. Poco después, desvanecida esta aparición, vimos a Nuestro Señor y a Nuestra Señora (Obra citada, págs. 169-171)

Todos pudieron contemplar, y algunos fotografiar, el sol que apareció de repente, daba vueltas sobre sí mismo e iluminaba el firmamento hasta entonces dominado por los nubarrones y la intensa lluvia. La palabra milagro estaba aquel día en todos los labios, y al día siguiente en todos los periódicos.
Todo eran felicitaciones y alabanzas. Parecía que el calvario de Francisco y Jacinta, con su prima Lucía, había terminado.

 FRANCISCO MARTO, AL CIELO

Poco iba a disfrutar Francisco en la tierra de aquella bonanza que siguió al 13 de octubre. Sus buenas cualidades humanas y cristianas se acentuaron visiblemente: fue todo un ejemplo de virtudes cristianas y de madurez sobrenatural.
Lo que los portugueses llamaban la gripe española» llegó a Aljustrel y entró en casa de los Marto. Francisco iba a ser una de sus primeras víctimas. Los familiares hacían votos por la recuperación de su Francisco. Pero él y Jacinta sabían que también en este punto se cumplirían las palabras de la Virgen: el 13 de junio les dijo que pronto se llevaría al cielo a Francisco y a Jacinta. Francisco esperaba ese momento con serenidad, aceptando la enfermedad con plena lucidez y entereza cristiana. Él, que no había podido oír la voz de la Señora en sus primeras apariciones, iba a ser el primero que escuchara la invitación de la Madre a irse con ella al cielo. El 4 de abril de 1919, apenas año y medio después de la última aparición, se fue a ver cara a cara a Dios y a su Madre, a los once años de edad.
De la enfermedad y muerte de su primo Francisco, escribe Lucía:
«Durante la enfermedad, Francisco se mostró siempre alegre y contento. A veces le preguntaba:
–Francisco, ¿sufres mucho?
–Bastante, pero no importa. Sufro para consolar a Nuestro Señor; y después de aquí, al cielo... Voy a confesarme para comulgar y morir después. Y querría que me dijeras si me viste hacer algún pecado y que fueses a preguntar a Jacinta si ella me vio hacer alguno...

Cuando volví al anochecer, ya estaba radiante de alegría. Se había confesado y el cura le había prometido llevarle al día siguiente la Sagrada Comunión. Después de comulgar al día siguiente, decía a su hermanita:

–Hoy soy más feliz que tú, porque tengo dentro de mi pecho a Jesús escondido. Yo me voy al cielo, pero desde allí voy a pedir mucho al Señor y a la Virgen para que pronto os lleve también allí. (...)
  
Cuando era de noche me despedí de él:
–Adiós, Francisco, hasta el cielo.
–Adiós, hasta el cielo.
 
Y el cielo se aproximaba. Allá voló al día siguiente a los brazos de la Madre celestial  (Obra citada, Cuarta Memoria, págs. 143-145).

 JACINTA, PROBADA EN EL DOLOR


La pequeña Jacinta estaba convencida de que pronto se iría al cielo con su hermano Francisco. La misma gripe española» le afectó tanto que tuvieron que internarla en el hospital de Vila Nova de Ourem en los calurosos meses de julio y agosto de 1919, sin hallar mejoría. Todo lo sufría complacida y sonriente, sabiendo que Dios aceptaba sus sufrimientos y los unía a los de Cristo en la cruz, para la conversión de los pecadores.
El camino del calvario de Jacinta fue más largo que el de Francisco. Ambos comenzaron a sentir los primeros síntomas de la gripe en diciembre de 1918. Francisco moría a los cinco meses y Jacinta habría de cargar con la cruz hasta volar al cielo el 20 de febrero de 1920, pasando por Aljustrel, Vila Nova y el hospital de Doña Estefanía de Lisboa, donde fue operada al vivo, sin anestesia, para extraerle dos costillas. Quince meses de intensos dolores, aceptados con la serenidad de los santos. Su cadáver exhalaba un perfume inexplicable humanamente. Y cuando, el 12 de septiembre de 1935, fueron exhumados sus restos para trasladarlos del cementerio de Aljustrel a la basílica, el cuerpo de Jacinta permanecía incorrupto.
Lucía evoca el cambio operado en su prima Jacinta después de las apariciones de la Virgen. Aquella niña que 'era el número uno del capricho», ya era otra:

Lo que yo sentía (junto a Jacinta) era lo ordinario que se siente al lado de una persona santa, que en todo parece comunicar a Dios. Jacinta tenía un porte siempre serio, modesto y amable, que parecía reflejar la presencia de Dios en todos sus actos, propio de personas de edad avanzada y de gran virtud... Las personas venidas de lejos que, por curiosidad o devoción, nos visitaban, parecían sentir algo de sobrenatural junto a ella. A veces al venir a mi casa para hablar conmigo, decían: Venimos de hablar con Jacinta y Francisco; junto a ellos se siente un no sé qué sobrenatural (Obra citada,  Cuarta Memoria, págs. 181 s).

En la Primera Memoria, Lucía deja constancia de algunas apariciones de la Virgen a su prima Jacinta, durante su enfermedad, en las que la confortaba. Todos los que rodearon a la pequeña vidente en los últimos años de su vida, especialmente las niñas de su pueblo, eran conscientes de que estaban al lado de una santa.

 13 DE MAYO DE 2000: BEATIFICACIÓN DE FRANCISCO Y JACINTA

Han pasado 83 años de las apariciones de Nuestra Señora. Y Juan Pablo II, el papa de Fátima, llegaba como peregrino a Cova de Iria cuando el Año Jubilar estaba en su ecuador. Iba a beatificar a Francisco y Jacinta. E iba, como dijo en la homilía, a «celebrar, una vez más, la bondad que el Señor tuvo conmigo cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo de 1981, fui salvado de la muerte».
Allí estaba, como testigo de excepción, la hermana Lucía, con sus 93 años, y estaba María Emilia Santos, en quien se obró el milagro que hizo posible la beatificación: enferma de tuberculosis de los huesos, vivió paralizada durante veintidós años, hasta su curación, por intercesión de Francisco y Jacinta, el 20 de febrero de 1989. Una curación que, según declaró el equipo de consultores médicos, el 28 de enero de 1999, fue «rápida, completa, duradera y científicamente inexplicable». En presencia del presidente de la República y altos cargos civiles, nueve cardenales, cientos de obispos, 1.200 sacerdotes y casi un millón de fieles, el papa habló de los nuevos beatos en la homilía de la beatificación el 13 de mayo de 2000:
«Lo que más impresionaba y absorbía al Beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a conocer «muy triste», como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: «Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra él». Vive movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de «consolar y dar alegría a Jesús».
En su vida se produce una transformación que podríamos llamar radical; una transformación ciertamente no común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual intensa, que se traduce en una oración asidua y ferviente y llega a una verdadera forma de unión mística con el Señor. Esto mismo lo lleva a una progresiva purificación del espíritu, a través de la renuncia a los propios gustos e incluso a los juegos inocentes de los niños.
Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos sentimientos.
La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña: Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí».
Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda: Da muchos saludos de mi parte a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de convertir a los pecadores». Jacinta se había quedado tan impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores.
Jacinta bien podía exclamar con San Pablo. Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).
Expreso mi gratitud a la Beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento.
«Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas verdades a los pequeños». La alabanza de Jesús reviste hoy la forma solemne de la beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta. Con este rito, la Iglesia quiere poner en el candelero estas dos velas que Dios encendió para iluminar a la humanidad en sus horas sombrías e inquietas.» (9  Homilía del Papa Juan Pablo H en Fátima, 13 de mayo de 2000. En «Videntes de Fátima-, 2, abril-junio 2000, págs. 6-7)
       
JOSÉ A. MARTÍNEZ PUCHE, O.P.

19 feb 2015

Santo Evangelio 19 de Febrero de 2015




Día litúrgico: Jueves después de Ceniza

Texto del Evangelio (Lc 9,22-25): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?».

Comentario: Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM (Barcelona, España)

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame

Hoy es el primer jueves de Cuaresma. Todavía tenemos fresca la ceniza que la Iglesia nos ponía ayer sobre la frente, y que nos introducía en este tiempo santo, que es un trayecto de cuarenta días. Jesús, en el Evangelio, nos enseña dos rutas: el Via Crucis que Él ha de recorrer, y nuestro camino en su seguimiento.

Su senda es el Camino de la Cruz y de la muerte, pero también el de su glorificación: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado (...), ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9,22). Nuestro sendero, esencialmente, no es diferente del de Jesús, y nos señala cuál es la manera de seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí...» (Lc 9,23).

Abrazado a su Cruz, Jesús seguía la Voluntad del Padre; nosotros, cargándonos la nuestra sobre los hombros, le acompañamos en su Via Crucis.

El camino de Jesús se resume en tres palabras: sufrimiento, muerte, resurrección. Nuestro sendero también lo constituyen tres aspectos (dos actitudes y la esencia de la vocación cristiana): negarnos a nosotros mismos, tomar cada día la cruz y acompañar a Jesús.

Si alguien no se niega a sí mismo y no toma la cruz, quiere afirmarse y ser él mismo, quiere «salvar su vida», como dice Jesús. Pero, queriendo salvarla, la perderá. En cambio, quien no se esfuerza por evitar el sufrimiento y la cruz, por causa de Jesús, salvará su vida. Es la paradoja del seguimiento de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9,25).

Esta palabra del Señor, que cierra el Evangelio de hoy, zarandeó el corazón de san Ignacio y provocó su conversión: «¿Qué pasaría si yo hiciera eso que hizo san Francisco y eso que hizo santo Domingo?». ¡Ojalá que en esta Cuaresma la misma palabra nos ayude también a convertirnos!

Beato Alvaro de Cordoba, 19 de Febrero

 
 
19 de febrero

BEATO ÁLVARO DE CÓRDOBA
(† 1430)
 
Beato Álvaro de Córdoba —como le llama vulgarmente el pueblo andaluz— o fr. Alvarus Zamorensis —como escriben los bularios y registros pontificios de súplicas— no debe ser confundido con Álvaro Paulo, alias Álvaro Cordobés, nacido de noble familia a principios del siglo IX en la Córdoba de los Omeyas, amigo entrañable de San Eulogio y Juan Hispalense, defensor de la fe católica y escritor de muchos quilates. El Beato Álvaro de Córdoba, dominico, vivió en tiempos quizá más difíciles que los de su homónimo: los tiempos de la Claustra del Cisma de Occidente.
 
La semblanza de este hombre excepcional hay que trazarla a través de su obra, porque en ella cristalizó lo más puro de su alma grande y, en cierto modo, también buena parte de lo que su tiempo encierra de afán de trascender y superar una situación cristiana y religiosa que motivó una de las más graves crisis del catolicismo. Esa obra se llama Escalaceli. ¿Un nombre poético? ¿Un símbolo? Eso y mucho más. Encarnación de un sueño de reforma auténtica, Escalaceli, a siete kilómetros de Córdoba, en las estribaciones de Sierra Morena, no muy lejos de las ermitas, es la obra del Beato Álvaro. Una obra que hay que valorar en sus tres características: primero, como cuna de la reforma de la vida dominicana a raíz de aquel funesto bache de la Claustra, provocado por la tristemente famosa peste negra y acentuado por el Cisma de Occidente; segundo, porque en Escalaceli se levantó, según parece, el primer Vía crucis de Europa, y tercero, porque ese rincón de la Sierra Morena ha sido la fuente inexhausta donde Andalucía bebió su entrañable devoción a la pasión de Cristo.
 
El Beato Álvaro de Córdoba es una figura señera, vibrante de inquietud y de dinamismo paulino. Maestro por la universidad de Salamanca, pasó sus mejores años en la paz de los claustros y de las aulas, pero, al nacer el siglo XV, abandonó la cátedra aguijoneado por la urgencia del apostolado y recorrió las ciudades y los asendereados caminos de España, de Provenza, de Saboya, de Italia... atareado en la siembra de la palabra divina; buena falta hacía entonces esta labor, pues el campo de la fe era barbecho en el que germinaba la cizaña del desconcierto, de la corrupción de costumbres, de la holganza infecunda, mientras los pastores y los sembradores disputaban por la solución de un drama terrible: en la Iglesia llegó a haber tres tiaras al mismo tiempo, todas tres con ínfulas de legitimidad. El Beato Álvaro de Córdoba predica, pero también observa; reza, pero sin cerrar los ojos a la cristiandad lancinada; paladín de la unidad, anhela la solución del largo conflicto; hay mar revuelto incluso en las Ordenes religiosas; la peste negra, que devastó a media Europa dejó los conventos casi vacíos, y después se fueron poblando de hombres sin tensión espiritual. La crisis se agravó con el cisma, cuyo resultado más calamitoso fue la escisión de la unidad católica. Mientras unos reinos reconocían como legítimo Papa al que residía en Avignon, otros se mostraban adictos al que estaba en Roma; para empeorar las cosas, algunos cardenales se reunieron en Pisa y eligieron un tercer Papa. La algidez del problema se puso así al rojo vivo. De todas partes apremiaban a los tres Papas a renunciar a sus supuestos o legítimos derechos en bien de la Iglesia; un concilio acabaría con ese estado de confusión eligiendo un Papa único, previa la renuncia de los otros tres.
 
Por otra parte, los religiosos se esforzaban también en reducir a los cauces tradicionales sus propios institutos. Gracias a Dios, en medio de la desolación, abundaban los hombres de buena voluntad y de gran sabiduría. Sólo la Orden de Predicadores ofrece en esa época un magnífico santoral, casi todos ellos trabajadores incansables de la restauración de la Iglesia bajo un solo Pastor, dechados del espíritu genuino que debía animar la vida monástica de su Instituto, luchadores por la paz y la unidad en el recinto de los conventos: San Vicente Ferrer († 1419), San Antonino de Florencia († 1459), Beato Juan Dominici († 1419), Beato Álvaro de Córdoba († 1430), Beato Andrés Abelloni († 1450), etc. La relajación sesteaba a la sombra de la división. Si en la Iglesia había tres tiaras, la orden de Santo Domingo tenía tres jerarcas, uno para cada sector de obediencia a un Pontífice. La reforma se fue llevando a cabo poco a poco, con un temple admirable de prudencia, pese a los altibajos inevitables; por eso no se resquebrajó la unidad de la Orden como iba a acontecer en otros institutos religiosos. El Beato Raimundo de Capua, confesor y biógrafo de Santa Catalina de Siena, es la figura más representativa de esa reforma. La idea clave que preside su empeño es sustraer a los observantes de la jurisdicción del provincial; un vicario general se encargará de regir los conventos reformados; a la muerte de Raimundo de Capua —5 octubre 1399— le sucede en el generalato de la Orden Tomás de Fermo, que emprendió un camino distinto. El sucesor del espíritu del capuano es fray Juan Dominici, fundador del convento de Fiésole, que dio el hábito a Antonio Pierozzi, más tarde San Antonino de Florencia. El convento de Fiésole, en un paisaje vencido por la ternura, vio cómo dos años después de su fundación, en 1407, llamaban a la puerta los jóvenes Benedetto y Guidolino, hermanos y artistas. Son de Vicchio, cerca de Mugello, donde vio la luz el Giotto. Guidolino tomó, con el hábito, el nombre de Fra Giovanni de Fiésole, pero la posteridad se lo cambiará por otro aún más bello: Fra Angélico.
 
Después de la coronación de Alejandro V en Pisa, 7 de junio de 1409, la situación de la Iglesia y, en consecuencia, la situación de la Orden de Predicadores se hizo más dramática; los dominicos quedaron divididos, como la cristiandad entera, en tres secciones: parte —los adictos a Benedicto XIII— bajo el régimen de Juan de Puinoix; parte —los entusiastas del concilio de Pisa y de su papa Alejandro V— a las órdenes de Tomás de Fermo; parte, en fin, fieles a Gregorio XII congregándose en torno a Juan Dominici. El drama se agravó enormemente. Los conventuales de Fiésole, por citar un ejemplo, reciben el imperativo de Fermo para que se adhieran a Alejandro V y nieguen la obediencia a Gregorio XII. La disyuntiva era agobiante. Pero aquel puñado de auténticos religiosos optó por la huida, porque la voz de la conciencia era más fuerte que la autoridad de Fermo. Y una noche, a la luz de la luna, cruzaron la verde campiña toscana rumbo a Foligno, orando y llorando. Entre los fugitivos van artistas y santos. Algunos nos son ya conocidos. San Antonino, Fra Angélico...
 
En 1414 Dati sucede a Fermo; el drama se orientó, bajo su mandato, hacia la solución anhelada. Asistió al concilio de Constanza, en el que fue elegido único Papa Martín V el 11 de noviembre de 1417, y reinstauró el método de reforma esbozado por Capua, cuyo representante era Juan Dominici, cardenal y luego legado de Martín V.
 
El Beato Álvaro de Córdoba ha vivido intensamente esos días del plural cisma, le ha dolido el alma como a buen religioso, ha mirado con simpatía los esfuerzos de los reformistas italianos durante los días que estuvo predicando en Lombardía, a su ida y a su regreso del viaje a Tierra Santa —del que hablaremos pronto—. Fray Álvaro de Córdoba va a ser el maestro y el peón de la reforma en España. Esta empresa suya puede analizarse desde un doble ángulo de vista: primero, en lo que tiene de común con la reforma de los dominicos italianos; segundo, en lo que presenta de fisonomía propia. En el primer plano, se advierte que conoce bien el patrón de la reforma patrocinada por Raimundo de Capua y llevada adelante por Juan Dominici; en el segundo aspecto, es peculiar el tacto con que la realiza, huyendo de la lucha imprudente. En una ocasión se había acudido en Palermo a plantar un convento reformado frente por frente de otro no reformado. Casi como un reto. Fray Álvaro de Córdoba limó todo posible encono de las relaciones fraternas.
 
A su regreso a España es elegido confesor de la reina Catalina de Lancáster y de su hijo Juan II. Iluminado ya de unidad y esperanza el panorama de la Iglesia, fray Alvaro dice adiós a la corte. Su ideal es la reforma. El rey don Juan —el padre de Isabel la Católica— y su esposa doña María, hija del rey de Aragón don Fernando de Antequera, lo quieren como se quiere a los varones de Dios. Es un hombre virtuoso, maduro, emprendedor. No hay que cortarle la marcha. Expone sus planes y los apoyan con una crecida limosna. Fray Álvaro va a Córdoba y, en mitad de la Sierra Morena, funda a Escalaceli como una lanza erguida de reconquista espiritual. Es la conclusión de todas sus experiencias y la puesta en marcha de un sueño fecundo. Ha trabajado incansablemente en la Corte de Castilla por la unidad de la Iglesia; en la Corte de Aragón otro dominico batalla por la misma causa: fray Vicente Ferrer.
 
El prestigio de fray Álvaro en la corte es extraordinario. A sus ruegos, el rey don Juan escribe a Martín V solicitando la fundación en sus reinos de media docena de conventos observantes. El 5 de febrero de 1418 Martín V expide dos breves: en uno decreta la división de la provincia de Castilla en tres —las otras dos serán la de Galicia y la de Aragón— para que puedan ser reformadas con más facilidad; en el otro accede complacido a la súplica de que se funden seis conventos reformados, autorización necesaria, pues Bonifacio VIII había prohibido a las Ordenes mendicantes hacer nuevas fundaciones sin licencia de la Santa Sede; por otra parte, el capítulo general que la Orden celebra en Metz, 1421, exige que en cada provincia haya al menos un convento de observancia. Fray Álvaro, a quien acompaña fray Rodrigo de Valencia, compra la Torre Berlanga, en la sierra cordobesa, el 13 de Junio de 1423 y allí funda el primer convento reformado de su Orden en España; el breve de Martín V no ha sido letra muerta; pero, además, el paraje elegido, con sus olivares y sus torrenteras, tiene un encanto cautivador para fray Álvaro: recuerda la topografía de Jerusalén, tan pegada al alma del dominico desde los días de su peregrinación a los Santos Lugares. La vieja torre moruna fue rebautizada con un nombre bello: Santo Domingo de Escalaceli. Religiosos de espíritu austero, reclutados en diversos conventos, forman la nueva comunidad. Son ocho en total, amén del fundador: fray Juan de Valenzuela, fray Rodrigo de Valencia, fray Pedro Morales, fray Juan de Mesta, fray Juan de Aguilar, fray Bernabé de la Parra, fray Miguel de Paredes y fray Juan de San Pedro. Un mes más tarde el convento otorga públicos poderes a Pedro Sánchez de Sevilla y a Alfonso García para que reciban lismosnas para la construcción de un convento amplio y digno. Los gastos consumieron el donativo del rey, las limosnas de los cordobeses; los obreros se negaron a seguir trabajando. Fray Álvaro pasa la noche en oración y disciplinas. Dios oye su oración. Según refieren los testigos del proceso de su culto inmemorial, vinieron los ángeles y descargaron de sus carros aéreos el material que era menester. Por la mañana los obreros reanudaron, gozosos y asombrados, la obra, mientras el alba sonreía por los picos de Sierra Morena. Así se construyó, sobre roca viva, sobre penitentes oraciones, Santo Domingo de Escalaceli, primer convento reformado de la Orden en España.
 
Pero fray Álvaro, medidor de dificultades, solucionador a lo divino de problemas humanos, hombre prevenido —que siempre vale por dos, y aun por cien—, buscó apoyo en la corte y, por medio de ésta, en Roma. Había que ahuyentar el peligro de que el primer convento reformado naufragase por oposición o por otras causas. Necesitaba, en una palabra, cierta autonomía o independencia con relación a los no reformados. Con este fin, la reina María escribió a Martín V pidiéndole la institución de un vicario general de todos los conventos que abracen la reforma. Martín V expide el suplicado breve el día 4 de enero de 1427. Fray Álvaro, "profesor de teología, quien con licencia de la Santa Sede ha construido recientemente" un convento en Escalaceli, donde reina la más estricta observancia, es nombrado de por vida —quoad vixerit— prior mayor de todos los conventos reformados.
 
El historiador de la Orden, P. Mortier, ve en esto la primera congregación dominicana de observancia, casi en todo independiente del general de la Orden, con superiores elegidos por los mismos reformados. El módulo italiano de reforma ha sido superado en perfección y en eficacia, y se suman algunos elementos jurídicos que parecen estar inspirados en la Congregación de San Benito de Valladolid, bien conocida por fray Álvaro.
 
La vitalidad lograda en Escalaceli no sólo fue jurídica, sino también expansiva. En 1426 los frailes de Escalaceli fundan el convento de Portaceli, en Sevilla; y, casi por las mismas fechas, una hospedería en Córdoba con el fin de servicio auxiliar para los religiosos que bajaban del monte a las tareas apostólicas. La ciudad, conmovida por el ejemplo de los predicadores, hizo donación del solar "al honrado y sabio varón fray Álvaro, maestro en santa teología", según dice la escritura notarial. La hospedería era una cabeza de puente y, andando el tiempo, el P. Posadas la hará famosa (véase la semblanza de éste en el 20 de septiembre).
 
La reforma había empezado. Conducida a término superaba ya las posibilidades de quien fue alma y motor de ella. Pero la semilla estaba echada. "No fueron estériles los esfuerzos del Santo cordobés —dice el P. Beltrán de Heredia—. Gracias a ello se despertó una tendencia reformadora que, luchando con enormes dificultades, logró abrirse paso hasta conquistar totalmente el campo".
 
Junto a este aspecto de la obra del Beato Álvaro pongamos otro que tiene un valor singular en la historia de la piedad cristiana: en Escalaceli se construyó el primer Vía crucis de Europa.
La Edad Media, con las cruzadas, con la predicación de San Bernardo y de los mendicantes, centró la devoción del pueblo hacia los misterios de la vida y pasión de Cristo. Fray Álvaro, hombre de su siglo, era devotísimo de la pasión del Señor. Un cuadro que se halla en San Esteban de Salamanca nos lo presenta en pie, amorosamente abrazado a la cruz. Impulsado por ese fervor pasionario peregrinó a Tierra Santa. Al empezar la reforma comprendió que era necesario orientarla por un cauce de austeridad y ascetismo. Si eligió la sierra de Córdoba para fundar fue porque la topografía presentaba una gran semejanza con la de Jerusalén; él haría que se pareciese aún más. En lo alto de la ladera del lado este del convento, pasado el valle por el que se precipitan las aguas serranas, levantó una capilla que bautizó con el nombre de "Cueva de Getsemaní"; al valle lo llamó "Torrente Cedrón"; pero hay más: desde el convento —Jerusalén cordobesa— hasta un montecico situado al sur y que dista, como han podido apreciar los técnicos, tanto como el lugar de la crucifixión de la Ciudad Santa, edificó una serie de estaciones que terminaban en el "Calvario", donde puso tres cruces. Otras capillitas construyó en torno a Escalaceli, conmemorativas de lugares santos; pero interesa, sobre todo, destacar el Vía crucis. No han faltado quienes han querido derribarlo con la pica de un criticismo anodino, porque, dicen, no se encuentran en él elementos formales ni coincidencia con la estructura definitiva; fútil argucia, aún blandida por el P. Zedelgen, pues es clara verdad que el Beato Álvaro construyó el Vía crucis con un obvio fin de meditación y acompañamiento del itinerario doloroso del Señor. La vida religiosa, ejercitándose en ese camino ascético, adquiría así una tónica robusta y catártica. Fray Álvaro y sus religiosos meditaban los sufrimientos del Redentor por esa Vía dolorosa recordadora. Los biógrafos y el proceso del culto inmemorial del Beato relatan escenas impresionantes de esta plástica devoción pasionaria del fundador de Escalaceli. Fray Álvaro pasaba las noches en oración, amparado por el silencio, de los olivos y el éxtasis de las estrellas, en la capilla de Getsemaní; a veces, cuando muy de madrugada acudía a rezar los maitines con la comunidad, los ángeles le ayudaban a subir la áspera pendiente o vadear la torrentera. Un testigo del proceso cuenta haber oído a su abuelo, amigo del Santo, que éste se disciplinaba junto a aquellas cruces levantadas a la vera del camino como pregón de eternidad y redención bajo las nubes altas, fugitivas, del cielo cordobés. En una ocasión, narra otro testigo, retornaba fray Álvaro de su tarea apostólica en la ciudad y, antes de llegar al convento, halló un mendigo moribundo; lo envolvió en su capa, lo echó a su hombro y cuando intentó descubrirlo en la portería, el mendigo ya no era un mendigo: era un Cristo en la cruz, el mismo, según una secular tradición, que se venera hoy en la iglesia del convento.
 
Sería pueril querer buscar en el Vía crucis del Beato Álvaro un Vía crucis exacto al hoy usual e indulgenciado. Pero la idea, la sustancia es la misma. El sentido realista del hombre meridional, sensibilizador de los temas espirituales, explica el porqué del gran éxito de esta reconstrucción pasionaria que hacía en cierta manera asequible para todos la "peregrinatio spiritualis" a Jerusalén en aquella época enardecida de sueños de cruzadas, cuando la peregrinación real era punto menos que imposible.
 
El haber en Escalaceli otras capillas que no se refieren a la Vía calvaríi, no es una razón suficiente —como han querido algunos— para decir que no era un Vía crucis lo que San Álvaro hizo en Escalaceli, como si lo más excluyese lo menos, el todo a la parte...
 
Los demás Vía crucis conocidos en Europa son todos posteriores al de Escalaceli, como el del Monte Varallo, el de Romans-sur Isere, el de Fribourg, el de Lovaina, el de Adam Krafft en Nuremberg, etc. Además, si la primacía cronológica de los Vía crucis le corresponde a España, también es suya la primacía de intensidad; es decir, en ninguna parte arraigó tan profundamente como en España esa devoción. En cuanto a la estructura hay que confesar que ha sufrido una notable evolución y que la obra del holandés cristiano Adricomio —fines del siglo XVI— sobre el modo de practicar esa devoción, y los Ejercicios espirituales, del P. A. Daza, O. F. M., que fue el que dio el número de las 14 estaciones (1625), han ejercido un influjo definitivo. La devoción del Vía crucis, nacida como flor natural en el ambiente medieval de fervor por la meditación y el rescate de los Santos Lugares, plasmada por el Beato Álvaro en Escalaceli en un atisbo certero y espontáneo, alcanzó su forma última con San Leonardo de Porto Maurizio, el santo que construyó en Italia nada menos que 572 Vía crucis, adoptando la forma española de las 14 estaciones. De España le venía también su fervor por este apostolado, como él declara: "Habiendo sabido, por religiosos españoles que me informaron, que en España se erigían los Vía crucis con gran provecho para las almas, se me encendió el espíritu de un ardiente deseo de procurar un tan gran bien para Italia".
 
Después de haber visto las dos dimensiones anteriores de Escalaceli, tan homogéneas y ensambladas, es fácil pasar al tercer eslabón: Escalaceli ha sido la fuente donde Andalucía ha bebido su honda devoción a la Pasión, a la "Semana Santa". No es una conclusión; es un corolario de lo que precede. Por Escalaceli llegamos inmediatamente a las más profundas raíces de ese fervor del pueblo andaluz por sus Cristos, sus Macarenas y sus "pasos". El Cristo del Beato Álvaro, las cruces de Escalaceli abrieron un abismal surco en el alma religiosa de Andalucía; en él han florecido, como máximo exponente, esas procesiones —consteladas de cera y suspiros—, esos Cristos sangrantes y esas Vírgenes sublimemente consternadas, que labraron gubias tan creyentes como las de Martínez Montañés, Juan de Mesa o Cristóbal de Mora. Escalaceli fue meta de peregrinaciones; el proceso canónico del culto del Beato Álvaro abunda en confesiones de este tipo. Los peregrinos se pasaban noches enteras velando delante del Cristo del Beato Álvaro y durante el día visitaban las capillas que evocaban los santos lugares y recorrían la Vía crucis.
 
Esta es la obra —y también la biografía— del Beato Álvaro de Córdoba. Allí, en aquel nido de águilas espirituales, murió en 1430. Escalaceli siguió largo tiempo la ruta trazada por el fundador. El Beato Álvaro ha seguido velando por su continuidad. En 1530 los religiosos lo abandonaron, trasladándose al monasterio de los santos mártires Acisclo y Victoria; intentaron llevarse los restos del fundador, pero sus reiteradas intentonas se vieron frustradas por prodigios celestes. Fray Luis de Granada recibe en 1534 el encargo de reconstruir material y espiritualmente el célebre convento. Y, con su celo y juventud, renovó los mejores tiempos de Escalaceli. A fines del siglo XVI se erigió la Cofradía del Beato Álvaro, inscribiéndose en pocos años más de 4.000 hermanos. La flor de la nobleza andaluza abrazó los estatutos; en 1655 medio centenar de caballeros cordobeses escriben al P. Provincial de Andalucía ofreciéndole su ayuda para restaurar el santuario, que, por las inclemencias de los temporales y por los años, se estaba desmoronando. En el siglo XVIII el conde de Cumbre Hermosa, Lorenzo María de la Concepción Ferrari, alto personaje de la corte, tomó el hábito y, electo prior, rehizo el convento y dejó cuantiosos bienes para convertirlo en un centro de misiones, decisión que el hagiógrafo cordobés Sánchez de Feria comentó como "idea propia del cielo". Por esa época, 1741, se logró dar remate al proceso de beatificación de fray Álvaro; Benedicto XIV, el gran maestro clásico de las causas de beatificación y canonización, había estudiado detenidamente el caso típico que presentaba el proceso; en su monumental obra sobre la materia se refiere repetidas veces a este proceso. La desamortización y exclaustración del siglo XIX amenazó una vez más de ruina a Escalaceli; pero el Beato Álvaro veló por su convento. Devotos cordobeses restauran la "Hermandad del Santísimo Cristo y del Beato Álvaro de Córdoba" y la reina Isabel II con toda la familia real fueron recibidos en ella; el P. Ferrari había logrado que Fernando VI adoptase a Escalaceli bajo el patronato real. En 1900 volvieron los dominicos, Las Cortes de Cádiz habían querido reformar la Iglesia española inspirándose en la obra del Beato Álvaro, a quien dedican elogios que más parecen sarcasmos que otra cosa. Porque mientras le encendían una vela, Escalaceli se estaba derrumbando. Aún hoy sobre el Monte Calvario tres cruces medio caídas recuerdan, en su anhelo de brazos extendidos, enclavados, abiertos sobre la ciudad lejana, su historia antigua. Pero pese a esta desgracia, que el hombre malo no ha permitido remediar, unos sencillos mojones de cal y canto rematados en cruz de hierro señalan el camino del primer Vía crucis de Europa y la gente vuelve a subir en romería y en peregrinación durante todo el año, especialmente en el tiempo penitente y nazareno de la Cuaresma. Un poco más allá, donde arranca la primera estación, está el convento rehecho, con su castillo al lado. Y casi medio centenar de novicios dominicos están curtiendo el cuerpo y el alma bajo el patronato del santo fundador. Para el peregrino, lo mismo que para los novicios, los versos de la puerta son un memorial inolvidable:
 
Alcázar de la fe, sagrado asilo...
 la cristiana piedad goza en tu historia,
 que escala te apellida de la gloria.
Todo en Escalaceli, el convento que yergue su hermosura en el mar grisáceo de la sierra como un blanco navío, invita a enfilar el alma proa a Dios.
ÁLVARO HUERGA, O. P.