27 abr 2016

UN DÍA ESTELAR


UN DÍA ESTELAR

Mientras se dirigía allí, al acercarse a Damasco, de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Cayó al suelo y oyó una voz...
(Hch 9)

Se apaga el día en la mar; hoy se han producido muchos acontecimientos importantes, en lo humano y en lo sobrenatural, y nos han pasado inadvertidos: quizá ha nacido un genial pintor, un sacerdote que influirá de una manera decisiva en la vida de muchas gentes..., o alguien comenzó una gran obra o llegó a concluirla, aquella madre ha sido heroica y nadie se ha dado cuenta: su gesto no quedará registrado en ningún archivo aquí en la tierra, pero sí en el Cielo. Muchos hombres y mujeres habrán dado cuenta a Dios hoy de sus vidas: llenas de buenas obras o vacías, en gracia o en pecado. Ha sido este un momento crucial de su existencia.

Un autor austriaco de origen judío llamó a estas cimas de la historia, historia de la persona y de la humanidad, momentos estelares. El escritor recorre con la vista el pasado y recuerda aquel lunes 23 de noviembre de 1654 en el que, alrededor de las diez y media de la noche, y hasta las doce y media, un filósofo francés, Blas Pascal, sentado ante el fuego, atraviesa el abismo de la duda y se abraza ardientemente a la fe, con aquellas palabras que siempre llevará consigo: Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, Dios de Jesucristo, no de los filósofos y de los sabios. Certeza. Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz...

Aquel día cambió la vida del filósofo y, más tarde, la de otros muchos influenciados por él.

Podemos pensar también en aquella Navidad –la Navidad de 1886–, «el día más crudo del invierno y la tarde más oscura de lluvia en París», en la que un hombre joven entró en la basílica de Notre-Dame para asistir a los oficios de Navidad y encontrar en ellos algo de inspiración para lo que estaba escribiendo en aquellos días. «Con esta disposición de ánimo –cuenta el propio Claudel–, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un sentimiento mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco, y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.

»Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla (...). “¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!”. Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción»1.

Son innumerables pequeñas historias dentro de la gran historia, días en que un hombre encuentra su fe perdida, momentos de creación, de decisiones, de entrega a Dios, de acontecimientos que cambian la historia personal o la historia general. Todos podríamos pensar ahora en esos momentos estelares que nos cambiaron la vida. ¡Quién podrá expresar con palabras aquellas visitaciones, aquellos encuentros con Dios, que cambiaron el rumbo de nuestra existencia! San Pablo recordará siempre aquel día en que todo se le hizo nuevo: Fue en el camino de Damasco... Como si dijera: ¡Allí comenzó todo! También yo fui alcanzado por Cristo, dirá más tarde.

Un momento estelar fue aquel en que el Bautista señaló a Juan el paso del Señor. El discípulo siguió a Jesús a una cierta distancia; el Señor se volvió y le invitó a seguirle. Fue un momento tan importante en su vida que el Apóstol –después de muchos años– se acuerda bien del momento: era la hora sexta... las cuatro de la tarde. ¡Cómo iba a olvidarlo! ¡Fue la hora de su vida!, el principio de una vida nueva.

En un instante se puede vivir más que en muchas horas... Son momentos cargados de sentido, que dejan una huella profunda en toda la vida. Así fueron los encuentros con el Señor de Zaqueo, de Felipe, de Pedro... de nosotros: y con tantos «Zaqueos» y «Felipes» y «Pedros»..., que a lo largo de la historia le vieron un día cualquiera y ya no le dejaron: «quien contrae una enfermedad llamada Jesús, ya jamás sanará», decía aquel judío converso.

Pedro, ¿me amas? ¿Cómo iba a olvidar el Apóstol esta pregunta del Señor aquella mañana, junto al lago de Genesaret? Perdonado, rendido y conquistado, se dispuso a comenzar su nueva andadura como jefe de la Iglesia, a pesar de sus miserias.

Nuestra alma tiene su historia. Y esa historia tiene sus momentos estelares. Momentos llenos de sentido... encuentros con el Maestro y, también, esas cosas pequeñas hechas por amor a Dios, que quedaron para la eternidad. ¿Cómo podríamos olvidar aquel día en el que nos encontramos con el Señor y decidimos seguirle para siempre? Todo cambió en aquella tarde, casi al oscurecer. También nosotros nos acordaremos bien, aunque pasen los años, de la hora y del lugar.

Los cristianos tenemos, además, la inmensa suerte de poder convertir lo más sencillo en un momento estelar, en algo perdurable, pues «cuando un cristiano desempeña con amor la más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios»2. Aquello permanece para siempre; pasa a formar parte del tesoro que no corroe ni el orín ni la polilla, el que debemos hacer aquí cada día con lo que llevamos entre manos.

Oporto, 6 de julio de 2002

Cfr. El día que cambié mi vida

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