20 dic 2014

Santo Domingo de Silos, 20 de Diciembre



20 de DICIEMBRE

SANTO DOMINGO DE SILOS
Abad benedictino


Nació: Cañas (La Rioja, España), 1000
Murió: Silos, 20-diciembre-1073
Canonización: 1076


Si nos atenemos a la tradición oral, única de la que en este caso podemos servirnos, el santo abad nació en el año 1000. El lugar donde vio la luz es una pequeña aldea llamada Cañas, perteneciente a la actual Rioja Alta. En el bautismo recibió el nombre de Domingo. Debido a su lugar de adopción, hoy es conocido como Santo Domingo de Silos. Amante de las cosas bien hechas, procuró ser en cada momento coherente con su consagración bautismal y realizar trabajos y labores que le eran encomendadas y estaban en consonancia con su edad.

ABAD DE SILOS

Como abad de Silos, mediado el siglo XI, se encontró con un «monesterio, que fue rico logar, mas era tan caydo que se queríe ermar , como dice su biógrafo Gonzalo de Berceo. Tal situación, que parecía desesperada, no arredró, sin embargo, a Domingo. Asumió con brío el desafío y se empleó a fondo en la ingente tarea de reanimar espiritual, cultural y materialmente el viejo cenobio. Aunque no desfalleció ante tamaña tarea, sí tuvo que enfrentarse a situaciones muy difíciles y dolorosas. Sin embargo, de todas ellas salió victorioso porque era sólida su confianza en la gracia y el poder divino. Tuvo el consuelo de ver cómo aumentaba el número de monjes, los cuales secundaban sus proyectos en la medida en que sus fuerzas y sus cualidades se lo permitían. Tampoco le faltó la colaboración de numerosos bienhechores, comenzando por el «buen rey» don Fernando y siguiendo por sus hijos Sancho II el Fuerte y Alfonso VI. Todos cooperaban con el santo abad para levantar de su lamentable postración al cenobio silense.

El monasterio se asienta en lo más angosto y oriental de un valle recoleto, llamado Tabladillo. Aunque situado a mil metros sobre el nivel del mar, está protegido de los fríos, propios de un clima meseteño, por los montes de Cervera, Peñacoba y Carazo, estribaciones calcáreas de la sierra de la Demanda, que lo rodean y favorecen un microclima muy característico. Un siglo había ya transcurrido desde el momento en que el conde Fernán González le otorgara una carta de fueros y franquicias. Entonces el monasterio tenía como titular al mártir San Sebastián. Era un testigo de Cristo en quien el abad Domingo tenía un buen modelo a imitar. En efecto, los mártires se caracterizan por defender valientemente su fe y abrazarse a las mayores penurias y dificultades por defenderla; hasta el punto de no dudar en perder la propia vida por la causa del reino de Dios. De ahí que, ya en sus mismos orígenes, los monjes los miraron como modelo y se consideraron sus sucesores naturales. Siguiendo su ejemplo, aunque generalmente sin llegar al derramamiento de su sangre, el ideal monástico lleva consigo una consagración radical, hasta las últimas consecuencias, en el seguimiento de Jesucristo.

Domingo, en medio de las urgencias y necesidades de todo tipo, normales, por otro lado, en una tarea tan ardua como es la reconstrucción espiritual, material y cultural de un monasterio, sabía que ni debía, ni podía, claudicar ante las adversidades. La experiencia ya le había enseñado que el desánimo no es cristiano, dado que pone en evidencia una falta de confianza en quien todo lo puede. En cambio, sí son muy cristianas las virtudes en las que él se ejercitaba diariamente. Por ejemplo, sabía que la esperanza y la fortaleza, cuando están motivadas por una fe profunda y robusta, no sólo pueden mover montañas, sino hasta cambiar los corazones. En efecto, la fe es la que salva. Es una fe animada por el amor de caridad, que todo lo puede y «no pasa nunca". Todo esto había tenido ocasión de aprenderlo y ejercitarlo en las diferentes etapas de su vida: como joven pastor del ganado paterno en su adolescencia, como sacerdote secular en su pueblo natal, y como ermitaño, etapa a la que consagró año y medio de su vida antes de ingresar como monje en el monasterio de San Millán de la Cogolla. En el claustro su virtud brilló de tal forma que le fue encomendada la restauración de un priorato dedicado a Santa María en el mismo Cañas, escuela que de tanto le habría de servir años más tarde. Y, finalmente, con el aplauso de toda la comunidad, fue nombrado prior de aquel gran monasterio emilianense.

EL EJEMPLO DE SU VIDA
En la vida de Domingo, el natural de Cañas, «el abad santo de Silos», como le llama Berceo, tenemos una hermosa lección de cómo hay que sacar rendimiento al tiempo del que disponemos en el curso de nuestra peregrinación terrena. Su vivir y su hacer nos aleccionan. Su ejemplo y su intercesión nos apremian a no malgastar el tiempo de salvación que tenemos a nuestra disposición. Se trata de saber dar a nuestra existencia su sentido pleno, con el fin de llevar a feliz término la misión que nos ha sido encomendada. En esta tarea el «Santo Bendito", como es llamado familiarmente por los fieles de Silos y Cañas, puso de su parte cuanto pudo, y fue mucho.

Del joven Domingo nos dice Berceo que, »Essa virtud obrava en este su amado, / por essi ordenamiento vivíe tan alumbrado, / sinon de tales días non serie seriado, / siempre es bien apreso qui de Dios es amado». En Santo Domingo de Silos tenemos un ejemplo de vida evangélica, de entrega generosa, de caridad exquisita, de amor a todos, especialmente a los más necesitados. Permaneció siempre abierto a cuanto es bello y bueno. En pos de su Maestro Jesucristo, el único ideal válido para Domingo, como ha de serlo para cada bautizado, no quiso ni deseó otra cosa que hacer la voluntad del Padre. Y hacerla en todo momento y circunstancia. Su actitud anímica se mantenía estable, ya se tratara, por ejemplo, cuando el rey de Navarra le pedía consejo o cuando le amenazaba de muerte por no doblegarse ante sus exigencias extemporáneas. Cuando sus monjes se quejaban porque faltaba el pan o cuando unas pobres gentes, curadas de sus males físicos y morales, le alababan porque, por su mediación, Dios obraba maravillas.

LA FUERZA DE LA ORACIÓN
La entereza de Domingo y sus manifestaciones llamativas, como son siempre los milagros, no significa que debamos considerarlo como una persona tan excepcional, que le tengamos más digno de admiración que de imitación. En absoluto. Lo que en verdad nos importa es constatar su vehemente deseo de hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias y normales, de dar a cada momento una respuesta en la fe y el amor. Y si lo conseguía, era porque no sólo ponía en ello su deseo de hacer la voluntad divina, sino que contaba también con la fuerza del Espíritu Santo. Acudía igualmente allí donde se encuentran las fuerzas necesarias y el entusiasmo que desconoce el desaliento. En efecto, Domingo era asiduo frecuentador del manantial inagotable de aguas vivas, que es el encuentro personal con Jesucristo. Era perseverante y fiel a las horas litúrgicas y a la lectio divina. Sabía que se trataba de una referencia muy necesaria, por lo que a ella se entregaba diaria y frecuentemente.

Para Domingo los tiempos de oración no admitían demoras ni tampoco excusas. No encontraba »razones válidas» para obviarlos o reducirlos. Dialogar con Dios, escucharle, alabarle y rogarle, era para él algo imprescindible. Sólo así podía luego conservar el ánimo valiente y sereno ante las numerosas dificultades y los normales contratiempos con los que se iba topando en el camino. Todo lo contrario, cada situación que le tocaba vivir, la consideraba como una hermosa ocasión para darle una respuesta apropiada desde la fe y el amor. Por eso jamás perdía la calma. No encontraba razones para ello. Hasta sabía actuar con actitudes llenas de entereza y envueltas en un sano humor. Y así le vemos, cuando se encontraba reconfortado por la oración sosegada o el diálogo interior, fecundo y gratificante, como en las pruebas difíciles, que parecían superiores a sus fuerzas o imposibles de llevar a cabo. Es el caso, por ejemplo, de aquella visión, donde unos ángeles le invitaban a cruzar un estrecho y muy frágil puente de cristal. Es frecuente encontrarnos en la hagiografía medieval con estos modelos literarios, significativos y simpáticos a la vez, que se proponen poner de relieve las pruebas y los problemas que abundaban en la vida de los siervos de Dios y en el modo cómo ellos supieron resolverlos. Se trata de situaciones, incluso límite, que amenazan con engullirnos dentro de sus turbulentas y vertiginosas aguas, si no estamos fuertemente enraizados en Cristo.

Al ser humano, también al creyente y al religioso, no le resulta fácil mantenerse en un estado de paz interior y de confianza a toda prueba. Es algo que exige un gran esfuerzo para conseguir el equilibrio, tanto en «das duras como en las maduras», utilizando esta expresión popular entre nuestras gentes castellanas. Para lograrlo, Domingo procuraba reflejarse en el mejor espejo disponible: el ejemplo elocuente del Maestro. En Jesús, libro viviente, aprendemos cómo, ante las pruebas de todo tipo, lo que verdaderamente importa es tener la certeza de que se trata de un reto para probar la calidad de nuestro amor. Todo reto significa esfuerzo. Suele ser costoso y hasta doloroso. Puede incluso acarrear cuantiosas lágrimas. En ocasiones hasta exige entregar la vida por fidelidad al Evangelio.

Ahora bien, cuando lo que está en juego es el amor y la fidelidad al Señor, hay que luchar y demostrar que uno está dispuesto incluso a morir antes que claudicar. En la mayoría de los casos no se trata de la muerte física, sino de esa muerte, muchas veces no menos terrible, que es la de la propia voluntad, de nuestro egoísmo, nuestros gustos y caprichos. Es la muerte a todo ese bagaje tan «nuestro» y a la vez tan tirano, que aún no está evangelizado, ni tocado por la gracia divina. Cuando nuestro «yo» pretende sentar cátedra, y lo hace con excesiva frecuencia, eso nos impide ser coherentes con nuestra consagración bautismal, con nuestro «hágase» a Dios, dado en el bautismo y la confirmación; así como con nuestro «suscipe», proclamado en la profesión religiosa.

A imitación de su Maestro, Domingo gustaba pasar las noches en oración. Ahí encontraba consuelo y también fuerzas para responder en coherencia con su fe y sus principios. Era a la sazón prior en San Millán de la Cogolla, cuando fue amenazado de muerte por el mismísimo rey de Navarra, el cual pretendía llevarse los bienes del monasterio. Sin embargo, ante tamaña tropelía, Domingo conserva la calma, no se azora; hace recurso a las exigencias de la justicia y no se pliega a los deseos injustos del rey. Reacciona como corresponde a un cristiano y a un monje, para quien absolutamente nada debe anteponer a la voluntad divina y al amor a la Iglesia. Para ello saca fuerza de las mismas palabras del Maestro: «A vosotros, amigos míos, os digo esto: No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden hacer más. Yo os diré a quién debéis temer: temed a aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar al fuego eterno. A ése es a quien debéis temer (Lc 12, 4-5). Con esta lección bien aprendida, Domingo, sin perder la compostura, con serenidad y contundencia a la vez, responde al rey glosando la enseñanza de su Señor Jesucristo:

"Puedes matar el cuerpo, la carne maltraer, 
mas non as en la alma, rey, ningún poder; 
dizlo el evangelio, que es bien de creer, 
el que las almas iudga, esse es de temer.»

Pero esta valiente actitud trae sus consecuencias: amenazado de muerte por el monarca navarro, se ve obligado a desterrarse al vecino reino de Castilla, donde recibirá el año 1041, de manos del rey don Fernando, el antiguo cenobio de San Sebastián de Silos para que sea su restaurador en todos los órdenes.

SER SANTO: VIDA, BONDAD Y BELLEZA DIVINAS

En la vida espiritual, como en todo aquello que vale la pena, no hay sitio para las medias tintas ni para evasivas o componendas. Jesucristo aleja cualquier duda al respecto: "Quien no está conmigo, está contra mí» (Mt 12, 30). La lógica nos dice también que quien no recoge, desparrama. Cuando uno pretende librarse de la cruz y no tiene el firme propósito de renunciar cada día a su egoísmo, «no es digno de mí», sentencia el Maestro. Tomar la cruz, desde el amor y por amor, es vida y es resurrección. Es realización y santidad. Es ser el verdadero amigo del esposo, que entra con él al banquete de las bodas eternas.

Ser santo, como nuestro «leal escapulado», no es sinónimo de negación de las cosas y, menos aún, de las personas. La santidad pone un toque de vida, de bondad y de belleza divinas en cuanto vivimos, hacemos o tenemos. Ser santo es manifestar una presencia visible del Dios de Nuestro Señor Jesucristo, que «todo lo hace bien». En la vida de Santo Domingo de Silos comprobamos, una vez más, cómo es la docilidad al Señor lo que mueve a hacer bien las cosas. Por eso mismo, su presencia constante ha de estar siempre activa en nosotros, ya que allí donde su mirada se posa, todo se llena de gracia y brotan signos de vida eterna.

En Santo Domingo de Silos celebramos a un valiente y esforzado cristiano y monje. En su tiempo y para su tiempo supo dar de sí lo que pudo, como persona comprometida en su opción monástica, en su misión de abad y gracias a su labor constante en favor de una sociedad que estaba necesitada de consejo y orientación. Por eso mismo, su ejemplo también puede empujarnos y solicitarnos a hacer otro tanto dentro de la misión que tenemos encomendada. Su presencia espiritual nos anima, enardece e impulsa a abrir cauces de realización personal y comunitaria por los caminos nuevos que se abren ante nosotros.

El ejemplo del santo abad Domingo impulsa e incita a abrir nuevos derroteros, a partir de las viejas, pero siempre actuales, sendas del Evangelio. Viejas sendas, que fueron nuevas para Santo Domingo y las gentes de su tiempo. Viejas sendas que hemos heredado de nuestros mayores y estamos llamados a renovarlas y actualizarlas en nuestro continuo crecer y madurar.

Durante su vida terrena, Domingo de Silos veló y se desveló por sus hijos y por cuantos a él acudían en busca de consuelo y de salud. La muerte le sorprendió el 20 de diciembre de 1073 en medio de la paz y la alegría de quien sabía que había puesto todo su empeño en hacer de su vida, vida para los demás. Gozoso podía esperar confiado las tres coronas de gloria que le fueran prometidas en los difíciles inicios de la restauración de Silos. Es normal que muy pronto los monjes y cuantos le habían tratado y amado, le sintieran como intercesor ante Dios y modelo de vida cristiana y monástica; su canonización en 1076 es la respuesta oficial al anhelo de todo un pueblo. Y desde entonces hasta hoy, nuestro abad es un paradigma para nosotros, mientras intercede ante el Padre de todo don. Por eso, para concluir, me parece oportuno citar de nuevo al poeta Gonzalo de Berceo, cuya Vida de Santo Domingo, traducción castellana y versificada de la que en latín compusiera el monje Grimaldo, discípulo directo del santo, respira honda piedad y ternura:

«Señor, padre de muchos, siervo del Criador, 
que fust leal vassallo de Dios nuestro Señor; 
tu sey por nos todos contra él rogador, 
que nos salve las almas, denos la su amor.»

CLEMENTE SERNA, O.S.B.
Abad de Silos

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