23 jun 2013

Esposos y padres, cooperadores de Dios



Esposos y padres, cooperadores de Dios
Fernando Pascual, L.C.
AutoresCatolicos.org

¿Quién educa a mi hijo?
Victoria Cardona


        El amor matrimonial es un anticipo del cielo cuando nace y crece como donación generosa, sin límites. Ser generoso para pensar en el otro, en la otra; hacer de la vida diaria un esfuerzo para darse enteramente; abrirse con esperanza y espíritu de servicio a la llegada de cada uno de los hijos.

        Los matrimonios católicos están llamados a esa generosidad, a esa apertura a la vida, precisamente porque aman. El amor hace que crezca la confianza, permite acoger el sacrificio, llena de fecundidad la vida esponsal, permite que nazcan hijos, deseados y amados por sí mismos.

        Así lo enseña el Concilio Vaticano II, en su constitución “Gaudium et spes”, al hablar del matrimonio y la familia. Miles de obispos, unidos al Papa, expusieron el maravilloso proyecto de Dios sobre la fecundidad matrimonial, en unos números que vale la pena recordar.

        ¿Qué nos enseña el Concilio? Simplemente aquello que encontramos en la Revelación: el sentido originario del matrimonio, su grandeza según el designio amoroso de Dios.

        «El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres. El mismo Dios, que dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2,18), y que “desde el principio ... hizo al hombre varón y mujer” (Mt 19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: “Creced y multiplicaos” (Gen 1,28)» (“Gaudium et spes” n. 50).

        Abrirse a la llegada de cada hijo es una vocación maravillosa. Tan maravillosa que, gracias a ella, hemos nacido millones de seres humanos. Tan maravillosa que el Concilio no duda en recordar que los esposos cooperan, así, «con el amor del Creador y del Salvador, quien, por medio de ellos, aumenta y enriquece diariamente a su propia familia» (n. 50).

        El texto que sigue es sumamente hermoso: «En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia» (n. 50).

        ¿Cómo formar el “juicio recto” respecto de un tema tan importante? El texto da algunas pistas ágiles pero profundas. Pide, en primer lugar, que los esposos no procedan “a su antojo”, como si el tema de la transmisión de la vida fuese algo que cada quien decide según sus gustos personales. Dios sabe por qué y cómo el amor esponsal se orienta por sí mismo a la apertura de la vida. Por lo mismo, hay que evitar cualquier actuación deshonesta (por ejemplo, el uso de técnicas anticonceptivas) que vaya contra el maravilloso designio de Dios, que ha querido que los cónyuges tengan una misión insustituible en la transmisión de la vida.

        En segundo lugar, hay que formar la conciencia de forma que siempre se ajuste «a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio» (n. 50, cf. n. 51).

        Todos los matrimonios católicos están llamados a conocer y a acoger el tesoro del Magisterio, que tantas veces y de tantos modos ha explicado cómo vivir la apertura a la vida en la familia. Bastaría con recordar algunos de los documentos publicados durante el siglo XX: “Casti connubii” (Pío XI, 1930), “Humanae vitae” (Pablo VI, 1968), “Familiaris consortio” (Juan Pablo II, 1981), y la “Carta a las familias” (Juan Pablo II, 1994).

        ¿Qué gana la pareja si acepta alegremente la ley divina? Sigamos el texto del Concilio: «Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora» (n. 50).

        Aquí se descubre la grandeza de espíritu y la generosidad alegre que muestran tantos esposos que, de común acuerdo, aceptan tener muchos hijos y les ofrecen la mejor educación posible, según recuerdan las líneas con las que sigue el texto del Concilio.

        Esposos y padres, cooperadores de Dios. Si dejamos que Dios penetre en cada hogar, si aprendemos a confiar en su Bondad infinita, si acogemos también sacrificios (la Iglesia no cierra los ojos a las dificultades de la vida), que quedan reducidos a muy poco ante la alegría que muestra cada hijo amado por sus padres, el mundo podrá dar un vuelco. No desaparecerán problemas muy graves, como el elevado precio de las viviendas, ni las dificultades del trabajo. Pero se afrontarán de otra manera, se buscarán ante los mismos nuevas soluciones, se dejarán de lado “necesidades” impuestas por la sociedad para que en muchos hogares lleguen nuevos hijos.

        Esos hijos, ojalá lo recordemos siempre, no son sólo un bien para sus padres, para la sociedad y para el mundo entero. Son, principalmente, fruto del amor creador del Padre de los cielos, de la confianza que pone en los esposos que viven su vocación al amor con generosidad y alegría, como cooperadores de una Bondad que explica nuestra vida en el tiempo y nuestro futuro eterno en el reino de los cielos.

        En palabras del Concilio: «Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de los hombres» (n. 51).

 

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