5 oct 2019

Santo Evangelio 5 de Octubre 2019



Día litúrgico: Sábado XXVI del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Lc 10,17-24): En aquel tiempo, regresaron alegres los setenta y dos, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos».

En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».

Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron».


«Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: ‘Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra’»

+ Rev. D. Josep VALL i Mundó
(Barcelona, España)

Hoy, el evangelista Lucas nos narra el hecho que da lugar al agradecimiento de Jesús para con su Padre por los beneficios que ha otorgado a la Humanidad. Agradece la revelación concedida a los humildes de corazón, a los pequeños en el Reino. Jesús muestra su alegría al ver que éstos admiten, entienden y practican lo que Dios da a conocer por medio de Él. En otras ocasiones, en su diálogo íntimo con el Padre, también le dará gracias porque siempre le escucha. Alaba al samaritano leproso que, una vez curado de su enfermedad —junto con otros nueve—, regresa sólo él donde está Jesús para darle las gracias por el beneficio recibido.

Escribe san Agustín: «¿Podemos llevar algo mejor en el corazón, pronunciarlo con la boca, escribirlo con la pluma, que estas palabras: ‘Gracias a Dios’? No hay nada que pueda decirse con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad». Así debemos actuar siempre con Dios y con el prójimo, incluso por los dones que desconocemos, como escribía san Josemaría Escrivá. Gratitud para con los padres, los amigos, los maestros, los compañeros. Para con todos los que nos ayuden, nos estimulen, nos sirvan. Gratitud también, como es lógico, con nuestra Madre, la Iglesia.

La gratitud no es una virtud muy “usada” o habitual, y, en cambio, es una de las que se experimentan con mayor agrado. Debemos reconocer que, a veces, tampoco es fácil vivirla. Santa Teresa afirmaba: «Tengo una condición tan agradecida que me sobornarían con una sardina». Los santos han obrado siempre así. Y lo han realizado de tres modos diversos, como señalaba santo Tomás de Aquino: primero, con el reconocimiento interior de los beneficios recibidos; segundo, alabando externamente a Dios con la palabra; y, tercero, procurando recompensar al bienhechor con obras, según las propias posibilidades.

Amar en la distancia

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Amar en la distancia

Autor: Fray Alejandro R. Ferreirós OFMConv


Amar en la distancia
es darse con la espera
y afrontar, en la noche, tu silencio
ofrecer la ignorancia
del alma pordiosera
mendiga del Amor que reverencio.

Amar en la pobreza
del tiempo peregrino
del don resucitado que no muere
y entregar la aspereza
y el frío del camino
como ofrenda amorosa que te hiere.

Amarte en la indigencia
de mi fe vagabunda
de la esperanza anclada en tu regreso
y dar mi inteligencia
como ofrenda fecunda
sentir que estoy en vuelo estando preso.

Amarte es don y entrega
de pascua permanente
probando ya la vida que no acaba
abrazarte en la espera
del alma reverente
que vuela en la oración y se hace esclava.

4 oct 2019

Santo Evangelio 4 de octubre 2019



Día litúrgico: Viernes XXVI del tiempo ordinario


4 de Octubre: San Francisco de Asís

Texto del Evangelio (Lc 10,13-16): En aquel tiempo, Jesús dijo: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha»


Rev. D. Jordi SOTORRA i Garriga
(Sabadell, Barcelona, España)

Hoy vemos a Jesús dirigir su mirada hacia aquellas ciudades de Galilea que habían sido objeto de su preocupación y en las que Él había predicado y realizado las obras del Padre. En ningún lugar como Corazín, Betsaida y Cafarnaúm había predicado y hecho milagros. La siembra había sido abundante, pero la cosecha no fue buena. ¡Ni Jesús pudo convencerles...! ¡Qué misterio, el de la libertad humana! Podemos decir “no” a Dios... El mensaje evangélico no se impone por la fuerza, tan sólo se ofrece y yo puedo cerrarme a él; puedo aceptarlo o rechazarlo. El Señor respeta totalmente mi libertad. ¡Qué responsabilidad para mí!

Las expresiones de Jesús: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!» (Lc 10,13) al acabar su misión apostólica expresan más sufrimiento que condena. La proximidad del Reino de Dios no fue para aquellas ciudades una llamada a la penitencia y al cambio. Jesús reconoce que en Sidón y en Tiro habrían aprovechado mejor toda la gracia dispensada a los galileos.

La decepción de Jesús es mayor cuando se trata de Cafarnaúm. «¿Hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás!» (Lc 10,15). Aquí Pedro tenía su casa y Jesús había hecho de esta ciudad el centro de su predicación. Una vez más vemos más un sentimiento de tristeza que una amenaza en estas palabras. Lo mismo podríamos decir de muchas ciudades y personas de nuestra época. Creen que prosperan, cuando en realidad se están hundiendo.

«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Estas palabras con las que concluye el Evangelio son una llamada a la conversión y traen esperanza. Si escuchamos la voz de Jesús aún estamos a tiempo. La conversión consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un trabajo siempre inacabado. San Máximo nos dirá: «No hay nada tan agradable y amado por Dios como el hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento».

Alabado sea mi Señor



ALABADO SEA MI SEÑOR

 Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor,
Tuyas son la alabanza, la gloria y el honor;
Tan sólo tú eres digno de toda bendición,
Y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.

Loado seas por toda criatura, mi Señor,
Y en especial loado por el hermanos sol,
Que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor.
Y lleva por los cielos noticia de su autor.

Y por la hermana luna, de blanca luz menor,  
Y las estrellas claras, que tu poder creó,
Tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son, 
Y brillan en los cielos: loado, mi Señor.

Y por la hermana agua, preciosa en su candor,
Que es útil, casta, humilde: loado, mi Señor.
Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol,
Y es fuerte, hermoso, alegre: loado, mi Señor.

Y por la hermana tierra, que es toda bendición,
La hermana madre tierra, que da en toda ocasión
Las hierbas y los frutos y flores de color, 
Y nos sustenta y rige: loado, mi Señor.

Y por los que perdonan y aguantan por tu amor
Los males corporales y la tribulación:
Felices los que sufren en paz con el dolor,
Porque les llega el tiempo de la consolación.

Y por la hermana muerte: loado, mi Señor.
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡dichosos los que cumplen la voluntad de dios!

No probarán la muerte de la condenación.
Servidle con ternura y humilde corazón.
Agradeced sus dones, cantad su creación.
Las criaturas todas, load a mi Señor.
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3 oct 2019

Santo Evangelio 3 de octubre 2019



Día litúrgico: Jueves XXVI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 10,1-12): En aquel tiempo, el Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde él había de ir. Y les dijo: «La mies es mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino.

»En la casa en que entréis, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa. En la ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los enfermos que haya en ella, y decidles: ‘El Reino de Dios está cerca de vosotros’.

»En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus plazas y decid: ‘Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca’. Os digo que en aquel día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella ciudad».


«Rogad (...) al dueño de la mies que envíe obreros a su mies»

Rev. D. Ignasi NAVARRI i Benet
(La Seu d'Urgell, Lleida, España)

Hoy Jesús nos habla de la misión apostólica. Aunque «designó a otros setenta y dos, y los envió» (Lc 10,1), la proclamación del Evangelio es una tarea «que no podrá ser delegada a unos pocos “especialistas”» (San Juan Pablo II): todos estamos llamados a esta tarea y todos nos hemos de sentir responsables de ella. Cada uno desde su lugar y condición. El día del Bautismo se nos dijo: «Eres Sacerdote, Profeta y Rey para la vida eterna». Hoy, más que nunca, nuestro mundo necesita del testimonio de los seguidores de Cristo.

«La mies es mucha, y los obreros pocos» (Lc 10,2): es interesante este sentido positivo de la misión, pues el texto no dice «hay mucho que sembrar y pocos obreros». Quizá hoy debiéramos hablar en estos términos, dado el gran desconocimiento de Jesucristo y de su Iglesia en nuestra sociedad. Una mirada esperanzada de la misión engendra optimismo e ilusión. No nos dejemos abatir por el pesimismo y por la desesperanza.

De entrada, la misión que nos espera es, a la vez, apasionante y difícil. El anuncio de la Verdad y de la Vida, nuestra misión, no puede ni ha de pretender forzar la adhesión, sino suscitar una libre adhesión. Las ideas se proponen, no se imponen, nos recuerda el Papa.

«No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias...» (Lc 10,4): la única fuerza del misionero ha de ser Cristo. Y, para que Él llene toda su vida, es necesario que el evangelizador se vacíe totalmente de aquello que no es Cristo. La pobreza evangélica es el gran requisito y, a la vez, el testimonio más creíble que el apóstol puede dar, aparte de que sólo este desprendimiento nos puede hacer libres.

El misionero anuncia la paz. Es portador de paz porque lleva a Cristo, el “Príncipe de la Paz”. Por esto, «en la casa en que entréis, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros» (Lc 10,5-6). Nuestro mundo, nuestras familias, nuestro yo personal, tienen necesidad de Paz. Nuestra misión es urgente y apasionante.

A amar se aprende amando





A amar se aprende amando
Autor: Padre Eusebio Gómez Navarro OCD 


Jean Pierre Camus, obispo de Belley, cuenta una conversación que tuvo con san Francisco de Sales: “En una ocasión pedí al obispo de Ginebra que me dijera qué debía hacer para alcanzar la perfección. ‘Debes amar a Dios con todo tu corazón, respondió, y a tu prójimo como a ti mismo’. No le pregunté dónde está la perfección, sino cómo llegar a ella. ‘La caridad, respondió, es tanto el medio como el fin. La única manera por la que podemos alcanzar la perfección es, después de todo, la misma caridad… Así como el alma es la vida del cuerpo, la caridad es la vida del alma’.

‘Ya sé todo eso, repliqué. Pero lo que quiero saber es cómo uno ha de amar a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo’. Y él nuevamente respondió: ‘Debemos amar a Dios con todo nuestro corazón y a nuestro prójimo como a nosotros mismos’. ‘No he avanzado nada, repliqué.  Decidme cómo debo adquirir tal amor’. La respuesta del obispo fue muy sencilla: ‘Igual que a hablar se aprende hablando y a correr corriendo, se aprende a amar amando’”.

            No cabe duda de que el amor es un aprendizaje que requiere la gracia de Dios, pero también decisión y esfuerzo por parte de quien quiere amar.

            El amor es salud del alma, afirmaba san Juan de la Cruz. Quien ama tiene vida y comunica vida. El amor renace y tiene un gran poder de curación. El odio y el resentimiento sólo pueden destruir.

Jesús insistió en el mandamiento principal: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39).

Juan cita las palabras de Jesús durante la última cena con los discípulos a quienes amaba: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34).  Y una vez más: “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Él, “habiendo amado a los suyos… los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). “Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

            Pablo insistirá en la importancia del amor. “Si no tengo caridad, no soy nada” (1 Co 13,2). Lo primero es el amor. Aunque entregue mi cuerpo a las llamas, aunque sepa todas las lenguas del mundo, aunque me desprenda de todo... si no tengo amor, que es Dios, todo es malgastar energías, que diría san Agustín.

Los santos han sido, esencialmente, personas que han amado. Descubrieron en el amor su vocación principal y optaron por el amor.

             

2 oct 2019

Santo Evangelio 2 de octubre 2019



Día litúrgico: Miércoles XXVI del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Lc 9,57-62): En aquel tiempo, mientras iban caminando, uno le dijo: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro dijo: «Sígueme». El respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre». Le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios». También otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa». Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios».


«Sígueme»

Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet
(Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)

Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar, con mucha claridad y no menor insistencia, sobre un punto central de nuestra fe: el seguimiento radical de Jesús. «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57). ¡Con qué simplicidad de expresión se puede proponer algo capaz de cambiar totalmente la vida de una persona!: «Sígueme» (Lc 9,59). Palabras del Señor que no admiten excusas, retrasos, condiciones, ni traiciones...

La vida cristiana es este seguimiento radical de Jesús. Radical, no sólo porque toda su duración quiere estar bajo la guía del Evangelio (porque comprende, pues, todo el tiempo de nuestra vida), sino -sobre todo- porque todos sus aspectos -desde los más extraordinarios hasta los más ordinarios- quieren ser y han de ser manifestación del Espíritu de Jesucristo que nos anima. En efecto, desde el Bautismo, la nuestra ya no es la vida de una persona cualquiera: ¡llevamos la vida de Cristo inserta en nosotros! Por el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Así es la vida cristiana, porque es vida llena de Cristo, porque rezuma Cristo desde sus más profundas raíces: es ésta la vida que estamos llamados a vivir.

El Señor, cuando vino al mundo, aunque «todo el género humano tenía su lugar, Él no lo tuvo: no encontró lugar entre los hombres (...), sino en un pesebre, entre el ganado y los animales, y entre las personas más simples e inocentes. Por esto dice: ‘Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza’» (San Jerónimo). El Señor encontrará lugar entre nosotros si, como Juan el Bautista, dejamos que Él crezca y nosotros menguamos, es decir, si dejamos crecer a Aquel que ya vive en nosotros siendo dúctiles y dóciles a su Espíritu, la fuente de toda humildad e inocencia.

La Paciencia de Dios



La Paciencia de Dios

Dios y Personajes Biblia

El Señor sigue marcando, día a día, el número de nuestro corazón. ¿Lo haremos seguir esperando?

Por: Oscar Schmidt | Fuente: www.reinadelcielo.org 


Hace pocos escribí: Demos gracias a Dios por Su infinita Paciencia y Misericordia. Luego de hacerlo me invadió una conmoción interior: ¿tenía derecho a colocar la Paciencia de Dios al mismo nivel que Su Misericordia? ¿Y que hay del Amor? ¿Acaso no está el Amor de Dios por encima de Su Paciencia? ¿O no será quizás que la Paciencia Divina es nada más que una parte del Amor y Misericordia de Dios? ¿Es la Paciencia algo distinto, importante, en el Corazón de Jesús? Me consoló el pensamiento de que Dios tiene que ser muy paciente para perdonar y aceptar todo el olvido y traiciones a los que el hombre somete a Su Sagrado Corazón. También me tranquilizó el pensamiento de que, sin dudas, Jesús hace un extensivo uso de Su Paciencia particularmente en estos tiempos, y por ello debemos agradecerle. Allí quedó mi frase, publicada como había sido escrita.

Al día siguiente, una persona me comentó que en un Cenáculo de oración se dijo: “La paciencia es la virtud de los santos”. Una conmoción se produjo en mi interior, al advertir que nuevamente la Paciencia Divina convocaba mi atención. Feliz de haber encontrado un punto de unión en el que Jesús claramente me abrazaba, me uní al ruego de tener al menos un poco de la paciencia de los santos, reflejo de la Paciencia de Dios.

Sin embargo, hoy me invadió una nueva conmoción interior: con alegría retomé la lectura de un hermoso libro sobre la vida del Hermano de Asís, Francisco. Mi señalador me llevó al punto en que me encontraba, momento en que el Pobre Hermano recibía los estigmas del Crucificado en el Monte Alvernia. Retomando la lectura, a las pocas páginas me encuentro con un título que dice: La Paciencia de Dios. Mi corazón dio un salto, ansioso por devorar el texto y comprender que es lo que allí se decía sobre este tema que en pocos días invadía mi entendimiento.

Debilitado por la sangre derramada, por las llagas de pies, manos y costado, Francisco se desbarrancaba hacia los brazos del Amor, su cuerpo muriendo, su alma floreciendo. Vivía envuelto en el dolor y el amor, a tal punto que ambas cosas eran un único nudo en su alma, el dolor y el amor del Crucificado lo habían tomado por completo.

Acurrucado en una gruta del camino de regreso hacia la Porciúncula, Francisco dijo entonces a su compañero fray León:

Respóndeme, hermano, ¿cual es el atributo más hermoso de Dios? El amor, respondió fray León. No lo es, dijo Francisco. La Sabiduría, respondió León. No lo es. Escribe, hermano León:

La perla más rara y preciosa de la Corona de Dios es la Paciencia. Oh, cuando pienso en la Paciencia de mi Dios, me vienen unas ganas locas de estallar en lágrimas y que todo el mundo me vea llorando a mares porque no hay manera mas elocuente de celebrar ese inapreciable atributo. ¡Oh la Paciencia de Dios! Hermano León, ésta mil veces bendita palabra escríbela siempre con letras bien grandes. Cuando pienso en la Paciencia de Dios me siento enloquecer de felicidad. Siento ganas de morir de pura felicidad. Francisco repitió entonces muchas veces, como extasiado, Paciencia de Dios, Paciencia de Dios, hasta que el hermano León se contagió y comenzó a repetirla con Francisco.

¿Qué más puedo decir yo de la Paciencia de Dios, que no hubiera dicho el hermano Francisco de Asís? Solo deseo invitarlos a meditar sobre lo inmenso que es el Amor de Dios, reflejado cada día en todo lo que tenemos, en los santos que se derramaron y se siguen derramando sobre el mundo, en los milagros cotidianos, en el misterio de Dios actuando en esta tierra a diario. ¿Y como respondemos nosotros?

Aquí yace el signo de la Paciencia Divina, que sigue insistiendo pese a la falta de respuesta. Es como un teléfono que llama y llama, sin que nosotros nos dignemos a responder. El Señor sigue marcando, día a día, el número de nuestro corazón, el de cada uno de nosotros. ¿Lo haremos seguir esperando?


1 oct 2019

Santo Evangelio 1 de Octubre 2019



Día litúrgico: Martes XXVI del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Lc 9,51-56): Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén, y envió mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén. Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?». Pero volviéndose, les reprendió; y se fueron a otro pueblo.

«Volviéndose, les reprendió»

Rev. D. Llucià POU i Sabater 
(Granada, España)

Hoy, en el Evangelio, contemplamos cómo «Santiago y Juan, dijeron: ‘Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?’. Pero volviéndose, les reprendió» (Lc 9,54-55). Son defectos de los Apóstoles, que el Señor corrige.

Cuenta la historia de un aguador de la India que, en los extremos de un palo que colgaba en sus espaldas, llevaba dos vasijas: una era perfecta y la otra estaba agrietada, y perdía agua. Ésta —triste— miraba a la otra tan perfecta, y avergonzada un día dijo al amo que se sentía miserable porque a causa de sus grietas le daba sólo la mitad del agua que podía ganar con su venta. El trajinante le contestó: —Cuando volvamos a casa mira las flores que crecen a lo largo del camino. Y se fijó: eran flores bellísimas, pero viendo que volvía a perder la mitad del agua, repitió: —No sirvo, lo hago todo mal. El cargador le respondió: —¿Te has fijado en que las flores sólo crecen a tu lado del camino? Yo ya conocía tus fisuras y quise sacar a relucir el lado positivo de ellas, sembrando semilla de flores por donde pasas y regándolas puedo recoger estas flores para el altar de la Virgen María. Si no fueses como eres, no habría sido posible crear esta belleza.

Todos, de alguna manera, somos vasijas agrietadas, pero Dios conoce bien a sus hijos y nos da la posibilidad de aprovechar las fisuras-defectos para alguna cosa buena. Y así el apóstol Juan —que hoy quiere destruir—, con la corrección del Señor se convierte en el apóstol del amor en sus cartas. No se desanimó con las correcciones, sino que aprovechó el lado positivo de su carácter fogoso —el apasionamiento— para ponerlo al servicio del amor. Que nosotros también sepamos aprovechar las correcciones, las contrariedades —sufrimiento, fracaso, limitaciones— para “comenzar y recomenzar”, tal como san Josemaría definía la santidad: dóciles al Espíritu Santo para convertirnos a Dios y ser instrumentos suyos.

Y Dios tuvo un sueño

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Y Dios tuvo un sueño

Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.

Sitio web: Un mensaje al corazón



La “carne inocente y vulnerable de quien no tiene defensa” despierta y atrae el apetito de la cobardía y la mediocridad

Y Dios tuvo un sueño de un paraíso con seres humanos viviendo en fraternidad y honrando su Presencia con un culto de amor. Dios tuvo un sueño en el que todas las criaturas tendrían un espacio y libertad de realización. Pero de pronto se encontró con un hombre camino al Calvario, cayendo y levantándose al subir las empedradas calles de Jerusalén con su cruz a cuestas. A empujones y gritos de “crucifícalo”, la misma masa de gente que había comido de los panes multiplicados, se saciaba voraz y sádicamente del espectáculo de un hombre todo hecho golpes y sangrando que luchaba por mantenerse en pie y llegar al lugar de tormento. En Dios no hay tiempo; todo es presente, y al ver frustrado su sueño, su infinito amor lo llevó a entregar a su hijo, tan Dios como Él, a la dimensión contaminada de la muerte por nosotros, los pecadores, y desde aquí realizar el proyecto de una nueva civilización del amor y salvarnos. Encarnarse, el hacerse Dios hombre, implica asumir toda la realidad nuestra menos el pecado, pero sí sus consecuencias, y sufrir, temer, cansarse y llorar, creer y no ver resultados y caminar y caer, volver a empezar, sentirse rechazado y aún así amar y volver a amar. Jesús de Nazareth hecho guiñapos era el centro de diversión de gentes que desahogaban en Él sus frustraciones y odios. Su cara irreconocible por la hinchazón de los puños de sus torturadores, con sangre, sudor y tierra del camino es por un momento acariciada y limpiada por las suaves manos de una joven audaz y valiente que rompió el cerco de los soldados con su candor y vigor. Jesús pudo, gracias a eso, ver con más claridad y observó el rostro inocente de esta mujer y la cara arrogante de los soldados invasores de Israel y las expresiones de odio contra él de la multitud. Pudo reconocer gentes que anteriormente se gozaban de sus enseñanzas y se maravillaban de sus milagros, ahora transformados en furiosos depredadores. La “carne inocente y vulnerable de quien no tiene defensa” despierta y atrae el apetito de la cobardía y la mediocridad. No veía a sus apóstoles; habían huido y solo un grupo de mujeres de Jerusalén que lloraban tras él, entre ellas su madre, lo seguían subiendo las escaleras angostas hacia las murallas.

Y Dios tuvo un sueño donde todos nos ayudaríamos a ser mejores y brindaríamos nuestro servicio desinteresado por amor a los demás. Y vio por las calles de Jerusalén a los fariseos y doctores de la ley y los sacerdotes del templo, orgullosos del trabajo hecho y gozando del suplicio dado a este hombre que “se había creído Dios” y “que era un impostor y loco”. Y vio a Pilato en su palacio tragando vino y diciéndose: “era mi pellejo o su vida… no tenía otro camino”. Y Dios vio a los apóstoles huyendo y escondiéndose por temor a perder la vida, y vio a Judas ahorcándose por no creer en la Misericordia de Dios.

Y Dios tuvo un sueño donde todos sus hijos e hijas nos honraríamos y nos ayudaríamos a levantarnos y crecer; y vio a su Hijo Único siendo levantado en una cruz y colgado del madero, objeto de burla y desprecio. Pero vio a un grupo de mujeres valientes, entre ellas a la madre de Jesús al pie de la Cruz, jugándose la vida y acompañando en esos momentos al Varón de Dolores. Vio a su Hijo elevando su débil voz al cielo y pidiendo perdón para sus asesinos porque “no sabían lo que hacían. Tengo sed… de amor y comprensión, pero no hay quien calme mi sed. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Ya no te escucho ni te siento, qué lejos estás. No me dejes solo.” Era parte de la pasión experimentar la soledad de los pecadores que se han apartado de Dios. Tenía que pasar por eso y sentirse sólo sin Dios siendo Dios. Y morir y experimentar el Gran Silencio junto con los muertos que desde Adán ansiaban la salvación. Desde allí esperar ser resucitado por su Padre. Es el momento de la total impotencia, de sentir la nada, que eso es ser hombre sin la acción vivificadora de Dios, porque de Él dependemos para ser y existir. El que era y es Dios, el que hizo milagros tan grandes como resucitar a otros, ahora está allí (sin dejar de ser Dios) reducido a la total aniquilación de toda vitalidad y poder. La muerte de Cristo nos revela hasta dónde llega el Amor Misericordioso de Dios que se identifica con nosotros totalmente.

Y Dios tuvo un sueño que tampoco se cumplió porque los poderes dados, que no son más que oportunidades de servicio que se concede a algunos para ayudar a otros, se convirtieron en dioses. El poder religioso del tiempo de Jesús lo condena a muerte “en nombre de Dios”, porque Jesús representaba un cambio total en la concepción religiosa y les hacía tambalear su posición e instalación. Jesús nos hizo ver que Dios no se deja amarrar ni controlar por ritos y espacios sacros, sino que lo podemos encontrar siempre y en cualquier lugar, si somos adoradores en espíritu y verdad. La ley y el templo eran en la práctica más importantes que Dios y estaban al servicio de un minúsculo grupo de estudiosos de la ley y especialistas del rito. El poder político que estaba centrado en el César y en el Imperio Romano vio en Jesús otra amenaza más a la estabilidad y seguridad e inclusive a las divinidades, y por eso hay que hacerlo desaparecer. El poder económico no olvidaba la expulsión de los mercaderes del Templo y la gran posibilidad de que Jesús les arruinara el negocio de “salvación” por compra de animales y su sacrificio. Y el “príncipe de las Tinieblas” se gozaba del espectáculo porque había podido envenenar las mentes de tanta gente y creía que con eso la Maldad había vencido a la Bondad.

Y Dios tuvo un sueño, porque no ha dejado de tenerlos, donde nosotros seguimos al Maestro con nuestra Cruz a cuestas por los caminos de la vida sin los apegos a poderes y estructuras de pecado, siendo los gestores gracias al Espíritu de una nueva humanidad, donde servimos a los demás con amor y vivimos en fraternidad. Donde agradecidos a lo que otros han hecho por nosotros nos alegramos de su felicidad y pagamos con amor nuestras deudas de caridad. Dios tuvo un sueño y la realización del mismo somos nosotros, que también debemos llegar al Calvario y dejarnos colgar en la pasión de la entrega por amor a los demás. En ese sueño, como Jesús, abrimos los brazos y aceptamos ser hermanos de toda la humanidad y entregamos la vida por un mundo mejor. Y gracias al poder de Dios resucitaremos como resucitó Jesús. ¡Somos el sueño de Dios!




30 sept 2019

Santo Evangelio 30 de septiembre 2019



Día litúrgico: Lunes XXVI del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Lc 9,46-50): En aquel tiempo, se suscitó una discusión entre los discípulos sobre quién de ellos sería el mayor. Conociendo Jesús lo que pensaban en su corazón, tomó a un niño, le puso a su lado, y les dijo: «El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre vosotros, ése es mayor». 

Tomando Juan la palabra, dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo, porque no viene con nosotros». Pero Jesús le dijo: «No se lo impidáis, pues el que no está contra vosotros, está por vosotros».


«El más pequeño de entre vosotros, ése es mayor»

Prof. Dr. Mons. Lluís CLAVELL 
(Roma, Italia)

Hoy, camino de Jerusalén hacia la pasión, «se suscitó una discusión entre los discípulos sobre quién de ellos sería el mayor» (Lc 9,46). Cada día los medios de comunicación y también nuestras conversaciones están llenas de comentarios sobre la importancia de las personas: de los otros y de nosotros mismos. Esta lógica solamente humana produce frecuentemente deseo de triunfo, de ser reconocido, apreciado, agradecido, y falta de paz, cuando estos reconocimientos no llegan.

La respuesta de Jesús a estos pensamientos —y quizá también comentarios— de los discípulos recuerda el estilo de los antiguos profetas. Antes de las palabras hay los gestos. Jesús «tomó a un niño, le puso a su lado» (Lc 9,47). Después viene la enseñanza: «El más pequeño de entre vosotros, ése es mayor» (Lc 9,48). —Jesús, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que esto no es una utopía para la gente que no está implicada en el tráfico de una tarea intensa, en la cual no faltan los golpes de unos contra los otros, y que, con tu gracia, lo podemos vivir todos? Si lo hiciésemos tendríamos más paz interior y trabajaríamos con más serenidad y alegría.

Esta actitud es también la fuente de donde brota la alegría, al ver que otros trabajan bien por Dios, con un estilo diferente al nuestro, pero siempre valiéndose del nombre de Jesús. Los discípulos querían impedirlo. En cambio, el Maestro defiende a aquellas otras personas. Nuevamente, el hecho de sentirnos hijos pequeños de Dios nos facilita tener el corazón abierto hacia todos y crecer en la paz, la alegría y el agradecimiento. Estas enseñanzas le han valido a santa Teresita de Lisieux el título de “Doctora de la Iglesia”: en su libro Historia de un alma, ella admira el bello jardín de flores que es la Iglesia, y está contenta de saberse una pequeña flor. Al lado de los grandes santos —rosas y azucenas— están las pequeñas flores —como las margaritas o las violetas— destinadas a dar placer a los ojos de Dios, cuando Él dirige su mirada a la tierra.

Vivir con un espíritu reconciliado

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Vivir con un espíritu reconciliado

Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.



Reconciliación es reparar, reconstruir, perfeccionar y renovar.

Reconciliarse con uno mismo significa sentirse amado por Dios.

El que se reconcilia con Él y con su propio ser
es capaz de volver a amar con mucha pasión, ternura y serenidad
y siente que es parte de un todo, de la sociedad y la historia.

Reconciliarse interiormente implica reconocer que Dios nos creó del barro, de tal manera que volvamos a sentir que somos tierra, aire, fuego, agua y cielo;  somos materia que el Señor usó para soplar alma y crear un espíritu encarnado.

Comprendiendo cuál es nuestro origen,
nos reconciliamos con nuestro ser creado y limitado.

Cuando estamos en pecado, sentimos como si fuéramos nada, basura.  Al aceptar nuestro pasado, con sus triunfos y fracasos, nos reconstruimos volviendo a sentirnos "ser" después de haber pasado por la experiencia de la "nada".  Entonces descubrimos que somos alguien útil, único, original y valioso.

Vivir con un espíritu reconciliado
significa apreciar los dones, carismas y cualidades de los demás;
saber que los demás valen, porque son seres humanos.

Un corazón reconciliado mantiene los canales del alma siempre abiertos a la comunicación con otros y sabe promover, reconocer y felicitar siempre que pueda las cosas buenas de los demás.

La persona que se ha reconciliado ama a los demás y busca reconstruir,  ayudando a que la sociedad mejore.
No es una persona pasiva, sino activa que se involucra en causas nobles que ayuden a solucionar, aunque sea en parte, los problemas de los más necesitados.

Una persona con espíritu reconciliado se pregunta:
¿Qué puedo hacer para detener en lo que pueda la delincuencia que hay en mi país?
¿Qué puedo hacer para que en el mundo haya menos pobreza y violencia?


¿QUE PUEDO HACER YO?
No, ¿qué tienen que hacer los demás por mí?

El pecado social es impresionante:
la pobreza, la delincuencia, el sufrimiento y la depresión de los demás,  la deforestación y el deterioro del medio ambiente,
así como la tremenda carga de desnutrición infantil,
la cantidad de crímenes que aumenta día a día y el desempleo galopante.

En parte, todo esto es provocado por un pecado social en el que todos, en una medida u otra, tenemos culpa,  porque vivimos aquí y de manera activa o pasiva contribuimos para que el mundo esté así.

También somos responsables de nuestro sufrimiento,
porque muchas veces sufrimos más por culpa nuestra que por las cruces que el Señor nos manda.

La tarea auténtica de reconciliación consiste en la reconstrucción de la sociedad y el medio ambiente.

El Apocalipsis habla de una nueva Jerusalén que viene de Dios y cae del cielo; una criatura que nace de nuevo.

El señor quiere que reconstruyamos la humanidad con un espíritu reconciliador, no combativo ni agresivo.

Para eso hay que renacer interiormente,  florecer en una nueva primavera, sacar brillo a ese metal precioso de que está hecho el corazón y que se encuentra empañado por el tiempo, la desidia y el pecado.

Debemos buscar y reencontrar a nuestro propio ser y establecer paz en el alma para volver a amar, sonreír y tolerar.

Tenemos que reunir los pedazos rotos que están sueltos y dispersos por la confusión del pecado para hacer un gran mural de mosaicos donde aparezca una figura nueva y hermosa.

Dentro de ese proceso de reconciliación, nos compenetramos tanto con lo que nos rodea que nos tiene que doler cada vez que un hombre golpea a su mujer, un hijo maltrata a su madre o una persona destruye algo de la naturaleza.

Una persona con espíritu reconciliado no puede permanecer indiferente al crimen, al maltrato físico, al niño desnutrido o al anciano que busca en el basurero algo que comer.

Somos parte de todo, no seres aislados.
El pecado es lo que aísla y nos hace indiferentes.

Cuando uno está en gracia de Dios, en comunión con los demás,
siente profundamente la devastación del medio ambiente, la tala de los árboles, la quema de los bosques, los ríos que se secan y el aire que se contamina,  así como el caso de una niña de trece años que queda embarazada y quiere abortar, un niño huérfano que llama a su papá que no existe o aquella persona que pasa cinco años en la cárcel, pudriéndose sin juicio.

Un cristiano de verdad, que se reconcilia con la humanidad,
siente estas cosas en carne propia y no puede dormir tranquilo ante el hambre o el sufrimiento.

Se siente compenetrado, llamado y golpeado por el sufrimiento de tal manera que necesita hacer algo para remediar estos males de la sociedad. Si no siente así, no está reconciliado con Dios ni con la sociedad y vive en pecado de omisión.

Entonces, para poder vivir una existencia digna,
tenemos que pagar por el pecado que hemos cometido y el mal que hemos hecho a la humanidad.

Todos somos deudores y debemos siempre procurar devolver bien por el mal que hacemos, sin complejo de culpa, pero conscientes de que como seres humanos, personal y comunitariamente, hacemos daño y tenemos una deuda con la sociedad.

En el fondo, los que nos reconciliamos debemos pagar la deuda con amor y ternura.

Con el poder de Cristo Jesús podemos reconstruir el mundo y hacerlo nuevo.

¡ RECUERDE QUE, CON DIOS, USTED ES INVENCIBLE !

29 sept 2019

Santo Evangelio 29 de septiembre 2019


Día litúrgico: Domingo XXVI (C) del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Lc 16,19-31): En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Hasta los perros venían y le lamían las llagas. 

»Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros’.

»Replicó: ‘Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento’. Díjole Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».


«Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males»

Rev. D. Valentí ALONSO i Roig 
(Barcelona, España)

Hoy, Jesús nos encara con la injusticia social que nace de las desigualdades entre ricos y pobres. Como si se tratara de una de las imágenes angustiosas que estamos acostumbrados a ver en la televisión, el relato de Lázaro nos conmueve, consigue el efecto sensacionalista para mover los sentimientos: «Hasta los perros venían y le lamían las llagas» (Lc 16,21). La diferencia está clara: el rico llevaba vestidos de púrpura; el pobre tenía por vestido las llagas.

La situación de igualdad llega enseguida: murieron los dos. Pero, a la vez, la diferencia se acentúa: uno llegó al lado de Abraham; al otro, tan sólo lo sepultaron. Si no hubiésemos escuchado nunca esta historia y si aplicásemos los valores de nuestra sociedad, podríamos concluir que quien se ganó el premio debió ser el rico, y el abandonado en el sepulcro, el pobre. Está claro, lógicamente.

La sentencia nos llega en boca de Abraham, el padre en la fe, y nos aclara el desenlace: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males» (Lc 16,25). La justicia de Dios reconvierte la situación. Dios no permite que el pobre permanezca por siempre en el sufrimiento, el hambre y la miseria.

Este relato ha movido a millones de corazones de ricos a lo largo de la historia y ha llevado a la conversión a multitudes, pero, ¿qué mensaje hará falta en nuestro mundo desarrollado, hiper-comunicado, globalizado, para hacernos tomar conciencia de las injusticias sociales de las que somos autores o, por lo menos, cómplices? Todos los que escuchaban el mensaje de Jesús tenían como deseo descansar en el seno de Abraham, pero, ¿cuánta gente en nuestro mundo ya tendrá suficiente con ser sepultados cuando hayan muerto, sin querer recibir el consuelo del Padre del cielo? La auténtica riqueza es llegar a ver a Dios, y lo que hace falta es lo que afirmaba san Agustín: «Camina por el hombre y llegarás a Dios». Que los Lázaros de cada día nos ayuden a encontrar a Dios.

Los que vivimos en la abundancia tenemos la obligación de atender a los que pasan necesidad

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LOS QUE VIVIMOS EN LA ABUNDANCIA TENEMOS LA OBLIGACIÓN DE ATENDER A LOS QUE PASAN NECESIDAD

Por Gabriel González del Estal

1.- Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Esta parábola, llamada del rico Epulón y el pobre Lázaro, la conocemos suficientemente tal como está escrita en el evangelio de Lucas. Yo prefiero olvidarme un poco del texto y tratar de aplicar la parábola a nuestro tiempo. Porque somos muchos los que vivimos sin que nos falte físicamente de nada para poder vivir con dignidad. Realmente podemos decir que vivimos en la abundancia. Lo importante, como cristianos que somos, es que no vivamos sin ver a los que pasan necesidad. A Lázaros, como el de la parábola, es posible que no veamos ninguno junto a las puertas de nuestras casas, pero conocer a personas que viven en auténtica necesidad física seguro que sí conocemos a más de una. Personas o situaciones concretas. ¿Qué hacer? Ayudarles de la mejor manera que podamos. Seguro que la mayor parte de nosotros sí podemos ayudar a los necesitados. Si no nos resulta fácil hacer limosna a alguna persona concreta, seguro que conocemos alguna institución caritativa con la que podemos colaborar. Ya san Pablo nos decía que si sabemos vivir con sobriedad, seguro que siempre encontraremos algo para dar a los necesitados. Él se ponía de ejemplo: con mis propias manos, decía, he procurado siempre ganar el pan que como, y he tenido siempre algo con que he podido ayudar a otros. Después de leer, en este domingo, la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, todos nosotros debemos hacer el propósito de ser sobrios con nosotros mismos y generosos con los demás, especialmente con los necesitados. Yo creo que esa fue la intención que tuvo Cristo cuando puso esta parábola a los fariseos.

2.- Esto dice el Señor omnipotente: ¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión… se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes…, pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José. Estas palabras de profeta Amós, el pastor de Tecoa, escritas unos quinientos años antes de Cristo, nos mandan a nosotros el mismo mensaje que nos da la parábola de Cristo a los fariseos sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro. Y, desgraciadamente, hoy día, más de dos mil años después de Cristo podríamos repetirlas nosotros con un lenguaje distinto, pero con el mismo contenido y mensaje. La sociedad actual sigue poniendo el dinero y la buena vida por encima de todo lo demás. No es ese el mensaje que vino a traernos Cristo a este mundo, predicando el reino de Dios. Realmente, ¿los cristianos, en nuestro apego al dinero, en nuestras ganas del bien vivir, y en nuestra atención a las personas necesitadas, nos parecemos mucho a los “hijos de este mundo”? A la luz de la parábola del rico Epulón. y el pobre Lázaro y del texto del profeta Amós, debemos hacer nosotros, hoy, en este domingo, un examen de conciencia sincero y comprometido.

3.- Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. San Pablo, en esta su epístola a Timoteo, y en otros muchos de sus escritos, nos dice muy bien cuál debe ser el comportamiento de los cristianos respecto al dinero, a la justicia, a la ambición, y al comportamiento que debemos tener siempre con las personas necesitadas. Seamos, pues, sobrios en nuestros gastos personales y generosos en nuestro comportamiento con los demás, especialmente con los más necesitados.