Los jóvenes y la violencia
Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.
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Jesucristo es nuestra paz. Él vino a traer paz y reconciliación donde hay conflicto y rivalidad; a derribar los muros del odio que nos separan de nuestros hermanos. En Cristo no existen diferencias ni divisiones entre esclavos y libres, judíos y griegos, hombres y mujeres, por un lugar en la sociedad. Todos somos uno en Cristo Jesús y Él es nuestra paz. Dios nos creó para vivir en paz y armonía, para la comunicación y la comunión como hermanos. Desde el principio, el ser humano fue creado por Dios para vivir en armonía. Pero Adán y Eva quisieron ser como dioses, cayeron en el pecado de soberbia y nos apartaron del corazón de Dios.
Según el Antiguo Testamento, la madre del pecado es la soberbia o querer ser como dios. La soberbia engendra pugnas y rivalidades que producen violencia. Este terrible pecado lleva a sentir envidia, celos y a cometer actos, algunas veces, atroces. La violencia tiene muchas facetas y todas, al final, conducen a lo mismo: destruir a otra persona. Si todos pretenden ser como dios, se eliminan unos a otros como sea. Por pugnas y rivalidades sin control, algunas familias han hundido y hasta destruido a uno de los suyos que se convierte en víctima de la envidia de los demás. En definitiva, querer ser como dios, o el pecado de soberbia, conduce irremediablemente a violencia, desgracia y muerte.
Hay muchas clases de violencia. Es tan violento el hombre que golpea a la mujer, como el que no le habla ni le da cariño; tan violenta la madre que golpea al hijo, como la que no le da amor; tan violento el chiquillo que es malcriado con su padre y su madre, como aquel que no les habla. Todas las clases de violencia se generan en el pecado de soberbia o querer ser como dios. Desdichadamente, sustituir a Dios en el seno de la familia con la soberbia ocasiona mucho sufrimiento.
Nacemos para la paz, pero vivimos situaciones anormales por el pecado. La violencia que existe en el mundo por guerras y crímenes es impresionante. Nacemos para ser libres, pero somos esclavos y vivimos en guerra y desgracia llevados por el pecado. Los soberbios y orgullosos, que se creen dios, terminan siendo violentos para alcanzar sus fines. ¿Por qué nos matamos entre hermanos y andamos siempre en rivalidades y pugnas? Por el pecado de la soberbia: pensar que sólo yo o mi clan, o mi partido, o mi país tiene toda la razón; creerse merecedor de todo sin méritos para ello. En la casa se cae en violencia cuando uno solo pretende tener toda la verdad y la razón y se olvida que otros también tienen derechos.
Si el ser humano cae en el pecado de soberbia, las pasiones, que deben ser pulidas por el espíritu, se descontrolan y generan sentimientos tan tristes y dolorosos como el odio y la razón se deja controlar por el instinto de agresividad. Pero los instintos deben ser controlados por la razón. Las emociones dañadas por el pecado conducen a ideas negativas de unos respecto de otros y luego viene el maltrato y los golpes. Muchos hombres maltratan a sus mujeres, porque se creen dios y si la pobre mujer se atreve a opinar o contradecirlo, le cae a golpes. Muchos papás son violentos con sus hijos, porque creen que solamente ellos tienen toda la razón.
El termómetro que mide la presencia de Jesús en el hogar es la medida de paz que exista. Jesús no está donde hay peleas, pugnas, encontronazos, rivalidades, gritos, maltrato y otros tipos de violencia. En cambio, la presencia de Jesús, el Señor, trae paz, reconciliación, armonía, dominio de sí mismo, control emocional y amor. Lo contrario de la violencia es la paz; de la soberbia, la humildad; del orgullo, el reconocimiento que uno es sólo creación de Dios, no un dios. Dios tiene que entrar y habitar en sus hogares, porque Jesucristo es la paz y vino a romper los muros que nos dividen. Busquemos la paz en nuestros hogares para que Jesús esté siempre presente porque con Él somos, ¡INVENCIBLES!
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