17 may 2014

Santo Evangelio 17 de Mayo de 2014

Día litúrgico: Sábado IV de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 14,7-14): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto». Le dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Le dice Jesús: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. 

»Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si pedís algo en mi nombre, yo lo haré».


Comentario: P. Jacques PHILIPPE (Cordes sur Ciel, Francia)
Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí

Hoy, estamos invitados a reconocer en Jesús al Padre que se nos revela. Felipe expresa una intuición muy justa: «Muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). Ver al Padre es descubrir a Dios como origen, como vida que brota, como generosidad, como don que constantemente renueva cada cosa. ¿Qué más necesitamos? Procedemos de Dios, y cada hombre, aunque no sea consciente, lleva el profundo deseo de volver a Dios, de reencontrar la casa paterna y permanecer allí para siempre. Allí se encuentran todos los bienes que podamos desear: la vida, la luz, el amor, la paz… San Ignacio de Antioquía, que fue mártir al principio del siglo segundo, decía: «Hay en mí un agua viva que murmura y dice dentro de mí: ‘¡Ven al Padre!’».

Jesús nos hace entrever la tan profunda intimidad recíproca que existe entre Él y el Padre. «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,11). Lo que Jesús dice y hace encuentra su fuente en el Padre, y el Padre se expresa plenamente en Jesús. Todo lo que el Padre desea decirnos se encuentra en las palabras y los actos del Hijo. Todo lo que Él quiere cumplir a favor nuestro lo cumple por su Hijo. Creer en el Hijo nos permite tener «acceso al Padre» (Ef 2,18). 

La fe humilde y fiel en Jesús, la elección de seguirle y obedecerle día tras día, nos pone en contacto misterioso pero real con el mismo misterio de Dios, y nos hace beneficiarios de todas las riquezas de su benevolencia y misericordia. Esta fe permite al Padre llevar adelante, a través de nosotros, la obra de la gracia que empezó en su Hijo: «El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago» (Jn 14,12).
Comentario: Rev. D. Iñaki BALLBÉ i Turu (Rubí, Barcelona, España)
Si pedís algo en mi nombre, yo lo haré

Hoy, cuarto Sábado de Pascua, la Iglesia nos invita a considerar la importancia que tiene, para un cristiano, conocer cada vez más a Cristo. ¿Con qué herramientas contamos para hacerlo? Con diversas y, todas ellas, fundamentales: la lectura atenta y meditada del Evangelio; nuestra respuesta personal en la oración, esforzándonos para que sea un verdadero diálogo de amor, no un mero monólogo introspectivo, y el afán renovado diariamente por descubrir a Cristo en nuestro prójimo más inmediato: un familiar, un amigo, un vecino que quizá necesita de nuestra atención, de nuestro consejo, de nuestra amistad.

«Señor, muéstranos al Padre», pide Felipe (Jn 14,8). Una buena petición para que la repitamos durante todo este sábado. —Señor, muéstrame tu rostro. Y podemos preguntarnos: ¿cómo es mi comportamiento? Los otros, ¿pueden ver en mí el reflejo de Cristo? ¿En qué cosa pequeña podría luchar hoy? A los cristianos nos es necesario descubrir lo que hay de divino en nuestra tarea diaria, la huella de Dios en lo que nos rodea. En el trabajo, en nuestra vida de relación con los otros. Y también si estamos enfermos: la falta de salud es un buen momento para identificarnos con Cristo que sufre. Como dijo santa Teresa de Jesús, «si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada».

El Señor en el Evangelio nos asegura: «Si pedís algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14,13). —Dios es mi Padre, que vela por mí como un Padre amoroso: no quiere para mí nada malo. Todo lo que pasa —todo lo que me pasa— es en bien de mi santificación. Aunque, con los ojos humanos, no lo entendamos. Aunque no lo entendamos nunca. Aquello —lo que sea— Dios lo permite. Fiémonos de Él de la misma manera que se fió María.

San Pascual Bailón, 16 de Mayo

Pascual Bailón, San

Religioso


Autor: P. Ángel Amo


Nació el 16 de mayo de 1540, día de Pentecostés, en Torre Hermosa, provincia de Aragón (España), y murió en Villa Real (cerca de Valencia) el 17 de mayo de 1592, también día de Pentecostés. Puede decirse que este humilde "fraile laico", que no se sintió digno de recibir la Ordenación sacerdotal, fue realmente "pentecostal", es decir, dotado de los extraordinarios dones del Espíritu Santo, como el de la ciencia infusa.

Pascual Baylón, iletrado, pasó los años de su vida religiosa desempeñando el humilde oficio de portero, pero se lo considera nada menos que como "el teólogo" de la Eucaristía, no sólo por las disputas que él sostuvo con los calvinistas de Francia, durante un viaje que hizo a París, sino también por los escritos que dejó, y que son una especie de compendio de los grandes tratados sobre este tema.

Además de sus sabias disertaciones, la Eucaristía fue el centro de su intensa vida espiritual, por lo que el Papa León XIII lo proclamó patrono de las obras eucarísticas, y más tarde patrono de los congresos eucarísticos internacionales. Cuentan sus biógrafos que durante las exequias, en el momento de la elevación de la Hostia y el Cáliz, el cadáver abrió los ojos para mirar el Pan y el Vino consagrados, demostrando así el último testimonio de su amor a la Sagrada Eucaristía.

Sus padres eran muy pobres y, desde muy niño, lo mandaron a trabajar: primero a cuidar las ovejas de la familia, y después como muchacho de un rico hacendado. Lejos de la convivencia humana y de la iglesia, pasaba horas y horas en oración, y ayunaba para mortificar el cuerpo, al que frecuentemente sometía a dolorosas flagelaciones. A los 18 años hizo la petición de entrada al convento de Santa María de Loreto de los Franciscanos reformados, pero fue rechazado. Él, a su vez, rechazó una magnífica herencia que le ofreció un rico señor de la región, un tal Martín García. Finalmente, la fama de su santidad y de algunos prodigios que había realizado le abrieron las puertas del convento, en donde hizo los votos el 2 de febrero de 1564, como "hermano laico", porque no se sentía digno de aspirante al sacerdocio.

Antes de entrar al convento, mientras cuidaba el rebaño, quedaba en éxtasis al escuchar el sonido de las campanas en el momento de la elevación. Este ímpetu de devoción eucarística fue también la característica de su vida religiosa, durante la cual aumentó las mortificaciones a su cuerpo, debilitándolo hasta el límite de las capacidades de resistencia. Murió joven, a la edad de 53 años. Veintiséis años después, el 29 de octubre de 1618, fue proclamado beato, y en 1690 fue canonizado.


San Pascual Bailón
Religioso
(año 1592)

Querido San Pascual: consíguenos del buen Dios un inmenso amor por la Sagrada Eucaristía, un fervor muy grande en nuestras frecuentes visitas al Santísimo y una grande estimación por la Santa Misa.

Propagad la devoción a Jesús Sacramentado y veréis
lo que son los milagros (S. J. Bosco).

 San Pascual BailónLe pusieron por nombre Pascual, por haber nacido el día de Pascua (del año 1540). Nació en Torre Hermosa, Aragón, España.

Es el patrono de los Congresos Eucarísticos y de la Adoración Nocturna. Desde los 7 años hasta los 24, por 17 años fue pastor de ovejas. Después por 28 será hermano religioso, franciscano.
Su más grande amor durante toda la vida fue la Sagrada Eucaristía. Decía el dueño de la finca en el cual trabajaba como pastor, que el mejor regalo que le podía ofrecer al niño Pascual era permitirle asistir algún día entre semana a la Santa Misa. Desde los campos donde cuidaba las ovejas de su amo, alcanzaba a ver la torre del pueblo y de vez en cuando se arrodillaba a adorar el Santísimo Sacramento, desde esas lejanías. En esos tiempos se acostumbraba que al elevar la Hostia el sacerdote en la Misa, se diera un toque de campanas. Cuando el pastorcito Pascual oía la campana, se arrodillaba allá en su campo, mirando hacia el templo y adoraba a Jesucristo presente en la Santa Hostia.Un día otros pastores le oyeron gritar: "¡Ahí viene!, ¡allí está!". Y cayó de rodillas. Después dijo que había visto a Jesús presente en la Santa Hostia.

De niño siendo pastor, ya hacía sus mortificaciones. Por ej. la de andar descalzo por caminos llenos de piedras y espinas. Y cuando alguna de las ovejas se pasaba al potrero del vecino le pagaba al otro, con los escasos dineros que le pagaban de sueldo, el pasto que la oveja se había comido.

A los 24 años pidió ser admitido como hermano religioso entre los franciscanos. Al principio le negaron la aceptación por su poca instrucción, pues apenas había aprendido a leer. Y el único libro que leía era el devocionario, el cual llevaba siempre mientras pastoreaba sus ovejas y allí le encantaba leer especialmente las oraciones a Jesús Sacramentado y a la Sma. Virgen.

Como religioso franciscano sus oficios fueron siempre los más humildes: portero, cocinero, mandadero, barrendero. Pero su gran especialidad fue siempre un amor inmenso a Jesús en la Santa Hostia, en la Eucaristía. Durante el día, cualquier rato que tuviera libre lo empleaba para estarse en la capilla, de rodillas con los brazos en cruz adorando a Jesús Sacramentado. Por las noches pasaba horas y horas ante el Santísimo Sacramento. Cuando los demás se iban a dormir, él se quedaba rezando ante el altar. Y por la madrugada, varias horas antes de que los demás religiosos llegaran a la capilla a orar, ya estaba allí el hermano Pascual adorando a Nuestro Señor.

Santísimo SacramentoAyudaba cada día el mayor número de misas que le era posible y trataba de demostrar de cuantas maneras le fuera posible su gran amor a Jesús y a María. Un día un humilde religioso se asomó por la ventana y vio a Pascual danzando ante un cuadro de la Sma. Virgen y diciéndole: "Señora: no puedo ofrecerte grandes cualidades, porque no las tengo, pero te ofrezco mi danza campesina en tu honor". Pocos minutos después el religioso aquel se encontró con el santo y lo vio tan lleno de alegría en el rostro como nunca antes lo había visto así. Cuando los padres oyeron esto, unos se rieron, otros se pusieron muy serios, pero nadie comentó nada.

Pascual compuso varias oraciones muy hermosas al Santísimo Sacramento y el sabio Arzobispo San Luis de Rivera al leerlas exclamó admirado: "Estas almas sencillas sí que se ganan los mejores puestos en el cielo. Nuestras sabidurías humanas valen poco si se comparan con la sabiduría divina que Dios concede a los humildes".

Sus superiores lo enviaron a Francia a llevar un mensaje. Tenía que atravesar caminos llenos de protestantes. Un día un hereje le preguntó: "¿Dónde está Dios?". Y él respondió: "Dios está en el cielo", y el otro se fue. Pero enseguida el santo fraile se puso a pensar: "¡Oh, me perdí la ocasión de haber muerto mártir por Nuestro Señor! Si le hubiera dicho que Dios está en la Santa Hostia en la Eucaristía me habrían matado y sería mártir. Pero no fui digno de ese honor". Llegado a Francia, descalzo, con una túnica vieja y remendada, lo rodeó un grupo de protestantes y lo desafiaron a que les probara que Jesús sí está en la Eucaristía. Y Pascual que no había hecho estudios y apenas si sabía leer y escribir, habló de tal manera bien de la presencia de Jesús en la Eucaristía, que los demás no fueron capaces de contestarle. Lo único que hicieron fue apedrearlo. Y él sintió lo que dice la S. Biblia que sintieron los apóstoles cuando los golpearon por declararse amigos de Jesús: "Una gran alegría por tener el honor de sufrir por proclamarse fiel seguidor de Jesús".
Lo primero que hacía al llegar a algún pueblo era dirigirse al templo y allí se quedaba por un buen tiempo de rodillas adorando a Jesús Sacramentado.

Hablaba poco, pero cuando se trataba de la Sagrada Eucaristía, entonces sí se sentía inspirado por el Espíritu Santo y hablaba muy hermosamente. Había recibido de Dios ese don especial: el de un inmenso amor por Jesús Sacramentado

Siempre estaba alegre, pero nunca se sentía tan contento como cuando ayudaba a Misa o cuando podía estarse un rato orando ante el Sagrario del altar.

Pascual nació en la Pascua de Pentecostés de 1540 y murió en la fiesta de Pentecostés de 1592, el 17 de mayo (la Iglesia celebra tres pascuas: Pascua de Navidad, Pascua de Resurrección y Pascua de Pentecostés. Pascua significa: paso de la esclavitud a la libertad). Y parece que el regalo de Pentecostés que el Espíritu Santo le concedió fue su inmenso y constante amor por Jesús en la Eucaristía.

Sagrada MisaCuando estaba moribundo, en aquel día de Pentecostés, oyó una campana y preguntó: "¿De qué se trata?". "Es que están en la elevación en la Santa Misa". "¡Ah que hermoso momento!", y quedó muerto plácidamente.

Después durante su funeral, tenían el ataúd descubierto, y en el momento de la elevación de la Santa Hostia en la misa, los presentes vieron con admiración que abría y cerraba por dos veces sus ojos. Hasta su cadáver quería adorar a Cristo en la Eucaristía. Los que lo querían ver eran tantos, que su cadáver lo tuvieron expuesto a la veneración del público por tres días seguidos.

Por 200 años muchísimas personas, al acercarse a la tumba de San Pascual oyeron unos misteriosos golpecitos. Nadie supo explicar el porqué pero todos estaban convencidos de que eran señales de que este hombre tan sencillo fue un gran santo. Y los milagros que hizo después de su muerte, fueron tantos, que el Papa lo declaró santo en 1690.
El Sumo Pontífice nombró a San Pascual Bailón Patrono de los Congresos Eucarísticos y de la Adoración Nocturna.

16 may 2014

Santo Evangelio 16 de Mayo de 2014

Día litúrgico: Viernes IV de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 14,1-6): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino». Le dice Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí».


Comentario: Rev. D. Josep Mª MANRESA Lamarca (Les Fonts del Vallès, Barcelona, España)
Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí

Hoy, en este Viernes IV de Pascua, Jesús nos invita a la calma. La serenidad y la alegría fluyen como un río de paz de su Corazón resucitado hasta el nuestro, agitado e inquieto, zarandeado tantas veces por un activismo tan enfebrecido como estéril.

Son los nuestros los tiempos de la agitación, el nerviosismo y el estrés. Tiempos en que el Padre de la mentira ha inficionado las inteligencias de los hombres haciéndoles llamar al bien mal y al mal bien, dando luz por oscuridad y oscuridad por luz, sembrando en sus almas la duda y el escepticismo que agostan en ellas todo brote de esperanza en un horizonte de plenitud que el mundo con sus halagos no sabe ni puede dar.

Los frutos de tan diabólica empresa o actividad son evidentes: enseñoreado el “sinsentido” y la pérdida de la trascendencia de tantos hombres y mujeres, no sólo han olvidado, sino que han extraviado el camino, porque antes olvidaron el Camino. Guerras, violencias de todo género, cerrazón y egoísmo ante la vida (anticoncepción, aborto, eutanasia...), familias rotas, juventud “desnortada”, y un largo etcétera, constituyen la gran mentira sobre la que se asienta buena parte del triste andamiaje de la sociedad del tan cacareado “progreso”.

En medio de todo, Jesús, el Príncipe de la Paz, repite a los hombres de buena voluntad con su infinita mansedumbre: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14,1). A la derecha del Padre, Él acaricia como un sueño ilusionado de su misericordia el momento de tenernos junto a Él, «para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). No podemos excusarnos como Tomás. Nosotros sí sabemos el camino. Nosotros, por pura gracia, sí conocemos el sendero que conduce al Padre, en cuya casa hay muchas estancias. En el cielo nos espera un lugar, que quedará para siempre vacío si nosotros no lo ocupamos. Acerquémonos, pues, sin temor, con ilimitada confianza a Aquél que es el único Camino, la irrenunciable Verdad y la Vida en plenitud.

16 de mayo SAN SIMÓN STOCK

16 de mayo

SAN SIMÓN STOCK

 († 1265)


Dos títulos tiene San Simón Stock que le hacen acreedor a nuestra especial atención. El fue, a mediados del siglo XIII, el principal artífice de la presente estructura de la Orden del Carmen, antes puramente eremítica y después asociada a las religiones mendicantes consagradas al apostolado. El es, sobre todo, quien recibíó de la Santísima Virgen el santo escapulario.

 Nació en Inglaterra.

 Desde mediados del siglo XIV las fuentes le aplican el sobrenombre "Stock", con el cual relacionan el singular género de vida que habría observado antes de entrar en el Carmelo. Dice así la redacción larga del Santoral: "Antes de la llegada de los carmelitas a Inglaterra los esperó con espíritu profético, llevando vida solitaria en el tronco de un árbol: de ahí el nombre de Simón Stock con que es llamado". Esta sobria noticia supone todo un poema de ascetismo, que los biógrafos posteriores intentaron poner de relieve con piadosas amplificaciones.

 Pero hay un documento que nos invita más bien a contar a San Simón entre los cruzados y peregrinos que por aquellos tiempos tomaron el hábito en el mismo Carmelo, atraídos por la vida de oración que llevaban los solitarios del santo monte, "como abejas del Señor en las colmenas de sus celdas fabricando miel de dulzura espiritual", según hermosa frase de Jaime de Vitry († 1240). En efecto, el dominico Gerardo de Fracheto, contemporáneo de nuestro Santo, después de contar una aparición del Beato Jordano de Sajonia a un religioso carmelita, acaecida en 1237, nota: "Esto lo contaron a nuestros religiosos el mismo que tuvo la visión y el prior de la misma Orden, el hermano Simón, varón pío y veraz". Con esta noticia concordaría el Viridarium de Juan Grossi, que extiende el generalato de San Simón del 1200 al 1250. Por ahora no estamos en grado ni de escoger entre las dos versiones ni de concordarlas razonablemente.

 Con el agravarse de la situación de los cristianos en Palestina después de la tregua pactada por Federico II con el sultán de Egipto (1229), los ermitaños carmelitas se encontraron frente al urgente dilema de, o bien exponerse a la extinción en una tierra que iba quedando a merced de los mahometanos, o bien probar la aventura de un traslado a Europa. Algunos, los más perfectos" (dice Grossi), tenían miedo a tal aventura por el peligro que encerraba de una alteración del propio espíritu; pero graves razones aducidas hicieron prevalecer la opinión contraria, que fue reforzada con una aparición de la Santísima Virgen (Guillermo de Sanvico). Así en 1238 empezó con carácter sistemático la emigración de numerosos carmelitas a los diversos países de Europa.

 A Inglaterra se dirigieron dos expediciones, patrocinadas, respectivamente, por los barones Guillermo Vescy y Ricardo Grey y presididas por los venerables religiosos Radulfo Fresburri, e Ivo el Bretón, dando como primer resultado el establecimiento de dos conventos eremíticos, el primero en Hulne, cerca de Alnwic, y el segundo en Aylesford, en el condado de Kent. Esto sucedía entre 1241 y 1242. Fue entonces (según la primera versión antes mencionada) cuando Simón Stock, aureolado ya con la fama de eximia santidad, "dejó la vida solitaria y entró con gran devoción en la Orden de los carmelitas, que desde hacía mucho tiempo esperaba ilustrado por divina inspiración".

 Ahora iba a ofrecerse a nuestro Santo un campo muy vasto en donde manifestar los dones recibidos de Dios. En 1245 se celebraba, precisamente en Aylesford, un Capítulo general, el primero reunido en Europa, y en él Simón Stock era llamado "milagrosamente" al oficio de prior general, oficio que sólo entonces adquiría pleno sentido, pues antes el prior del monte Carmelo era la suprema autoridad.

 La Orden sufría en toda su gravedad las consecuencias del traslado a Europa. En el nuevo ambiente no encontraba la amorosa acogida que seguramente habían esperado y que tan necesaria era para empezar a echar raíces. Por otra parte, la experiencia demostraba que no era fácil conservar el tenor de vida contemplado en la Regla de San Alberto y con ardiente amor abrazado por los venerables moradores del Carmelo. Simón Stock afrontó heroicamente ambas dificultades. Respecto a la primera, se esforzó por acrecentar la estima hacia la Orden con repetidos recursos al papa Inocencio IV y también a los próceres seculares. De hecho desde 1247,a 1252 consiguió del papa Inocencio IV tres preciosas cartas de recomendación que debieron contribuir no poco a la consolidación de la Orden, y en diciembre de 1252 otra del rey de Inglaterra Enrique III. En orden a la segunda dificultad impetró del mismo Inocencio IV una audaz reforma de la Regla que permitiera vivir a los carmelitas en las ciudades y participar en el servicio de las almas. Pero esta reforma suscitó en el seno de la Orden un hondo descontento que venía a agravar todavía más la situación tan comprometida por la hostilidad exterior. De este descontento tenemos la prueba en una amarga requisitoria que compuso el sucesor de nuestro Santo, Nicolás el Francés, y en las frecuentes deserciones de religiosos, que buscaban en otras Ordenes mayor garantía de salvación. En este momento histórico tuvo lugar el episodio culminante de la vida de San Simón Stock, la visión del santo escapulario, testificada por el antiguo Santoral y parcialmente corroborada por la Crónica de Guillermo de Sanvico. La relación más antigua está concebida en estos términos: .

 "San Simón... suplicaba constantemente a la gloriosísima Madre de Dios que diera alguna muestra de su protección a la Orden de los carmelitas, pues goza en grado singular del titulo de la misma Virgen, diciendo con toda devoción: Flor del Carmelo, vid florida, esplendor del cielo, Virgen fecunda y singular; oh Madre dulce, de varón no conocida, a los carmelitas da privilegios, estrella del mar. Se le apareció la bienaventurada Virgen, acompañada de una multitud de ángeles, llevando en sus benditas manos el escapulario de la Orden y diciendo estas palabras: "Este será el privilegio para ti y para todos los carmelitas, que quien muriere con él no padecerá el fuego eterno, es decir, el que con él muriere se salvará".

 Tal fue la gran promesa, que originariamente era una exhortación a la perseverancia dirigida a los descorazonados carmelitas, pero pronto fue acogida en toda la Iglesia como una de las manifestaciones supremas de la maternidad universal de María.

 Lo restante de la vida de San Simón se confunde con la historia de la Orden del Carmen, historia de fundaciones y de gracias pontificias, índice de la casi definitiva consolidación en Europa, la grande obra que Dios le reservara.

 Después de veinte años de gobierno (según un códice de Bamberga muy autorizado), por tanto, en 1265, murió en el convento de Burdeos el día 16 de mayo (o de marzo según algunos códices).

 La fama de santidad que le había acompañado en vida se acrecentó después de la muerte. En los documentos su nombre nunca aparece sin el dictado de santo, y repetidamente se recuerda el don de hacer milagros. Su culto desde antiguo fue muy ferviente en Burdeos, donde se veneraban y se veneran aún sus reliquias. Una circunstancia providencial impidió que fuesen profanadas en tiempo de la Revolución Francesa. Su veneranda cabeza fue solemnemente trasladada el año 1951 al convento de Aylesford, recientemente recuperado, y allí es hoy meta de frecuentes peregrinaciones.

 BARTOLOMÉ M. XIBERTA, O. C.

15 may 2014

Santo Evangelio 15 de Mayo de 2014

Día litúrgico: Jueves IV de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 13,16-20): Después de lavar los pies a sus discípulos, Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís. No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: el que come mi pan ha alzado contra mí su talón. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy. En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado».


Comentario: Rev. D. David COMPTE i Verdaguer (Manlleu, Barcelona, España)
Después de lavar los pies a sus discípulos...

Hoy, como en aquellos films que comienzan recordando un hecho pasado, la liturgia hace memoria de un gesto que pertenece al Jueves Santo: Jesús lava los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,12). Así, este gesto —leído desde la perspectiva de la Pascua— recobra una vigencia perenne. Fijémonos, tan sólo, en tres ideas.

En primer lugar, la centralidad de la persona. En nuestra sociedad parece que hacer es el termómetro del valor de una persona. Dentro de esta dinámica es fácil que las personas sean tratadas como instrumentos; fácilmente nos utilizamos los unos a los otros. Hoy, el Evangelio nos urge a transformar esta dinámica en una dinámica de servicio: el otro nunca es un puro instrumento. Se trataría de vivir una espiritualidad de comunión, donde el otro —en expresión de Juan Pablo II— llega a ser “alguien que me pertenece” y un “don para mí”, a quien hay que “dar espacio”. Nuestra lengua lo ha captado felizmente con la expresión: “estar por los demás”. ¿Estamos por los demás? ¿Les escuchamos cuando nos hablan?

En la sociedad de la imagen y de la comunicación, esto no es un mensaje a transmitir, sino una tarea a cumplir, a vivir cada día: «Dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,17). Quizá por eso, el Maestro no se limita a una explicación: imprime el gesto de servicio en la memoria de aquellos discípulos, pasando inmediatamente a la memoria de la Iglesia; una memoria llamada constantemente a ser otra vez gesto: en la vida de tantas familias, de tantas personas.

Finalmente, un toque de alerta: «El que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13,18). En la Eucaristía, Jesús resucitado se hace servidor nuestro, nos lava los pies. Pero no es suficiente con la presencia física. Hay que aprender en la Eucaristía y sacar fuerzas para hacer realidad que «habiendo recibido el don del amor, muramos al pecado y vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe).

15 de mayo SANTA JUANA DE LESTONNAC

15 de mayo

SANTA JUANA DE LESTONNAC

 (†  1640)


Burdeos. Mediodía de Francia. Fría mañana de 1556. Ricardo de Lestonnac, noble magistrado y consejero del rey, que preside su felicísimo hogar en la calle de Cours de Fossés, recibe del cielo la bendición más anhelada para su corazón: una hija, la primogénita, Juana, que llena con la luz de sus ojos azules y su encanto especial la noble morada.

 Juana Eyquen de Montaigne, la noble y feliz castellana, recibe en sus brazos el frágil cuerpecito y lo estrecha contra su corazón. Pero se opone tenazmente a que las aguas del bautismo católico corran por la blanca frente de la niña. Es la voluntad firme del padre la que triunfa en la lucha, y Juanita comienza su vida en el campo del rudo combate familiar, que ha de poner en grave peligro la pureza de su fe.

 Historietas malvadas y atractivas, en que salen malparados los sacerdotes y el Vicario de Cristo. Veneno entre mieles de caricias maternas. Ausencia total de la Virgen en sus relatos y en sus charlas. Todo lo que la nueva apóstata calvinista anhela inocular en el tierno corazón de aquella privilegiada criatura, a quien su tío, el célebre filósofo Miguel de Montaigne, llamó sin titubeos " ... bella princesa, albergada en magnífico palacio".

 Sus tíos, los señores de Beauregard, se unen a la madre hereje para malear la inocencia de Juana. Miguel, el señor de Montaigne, vela por la guarda de su fe. Y la niña triunfa en la lucha con la firme ayuda de su padre y con la cooperación de Guy, el mayor de los hermanos varones, que cada noche repite en sus charlas fraternales cuanto ha aprendido en el colegio que frecuenta, regentado por los padres jesuitas.

 La fe, combatida, acaba por hacerse recia y valiente. La devoción a la Virgen arraiga íntima en su alma, y su anhelo de sacrificar el porvenir brillante que el mundo ofrece cede tal sólo ante la insistencia paterna, que teme los claustros y monasterios del mediodía de Francia, invadidos por la herejía.

 ¿Será la voluntad de Dios?..., ¿Hablará el cielo por la reiterada petición de Gastón de Montferrant Soldán de la Tray, barón de Landirás y de la Mothe, que sueña por hacerla su esposa y lo ruega insistentemente?

 Consciente, creyendo acatar así los designios de Dios, acepta Juana.

 Y veinticuatro años de felicísimo matrimonio en el baronesado de Landirás son la respuesta afirmativa a su ambición de hacer siempre lo más perfecto.

 Ocho veces es Juana madre. Las tres primeras disfruta breves instantes de sus hijos. Muy pronto vuelan al cielo sus angelitos, dejando el baronesado entero sumido en lágrimas y desolación. Las otras cinco —dos varones y tres hembras— van llenando poco a poco, con su alegría y con sus trinos, las dilatadas posesiones bajo sus desvelos de madre y de santa.

 La baronesa, la mujer fuerte que canta la Escritura, les enseña cada día los deberes de la cristiana caridad en las visitas a los pobres, a sus colonos, en la abnegada labor de atender y dar hospitalidad a los mendigos que llaman a sus puertas. No sin razón un día la apellidará el mundo entero "honor y gloria de Francia y de la Iglesia".

 La primavera del año 1597 ve colgar en los torreones del castillo crespones enlutados. Gastón de Montferrant, fortalecido con su último viático, ha subido al cielo. Y la mano firme y valiente de la baronesa cierra sus ojos para siempre con profundo dolor, pero con inmensa resignación.

 Seis años más tarde, cuando el heredero del baronesado ha seguido a su padre a la Patria, después que su hijo Francisco ha fundado su hogar y Marta y Magdalena se han consagrado a Jesús en las Anunciatas de Burdeos, deja a su pequeña Juanita al cargo de Francisco y de su esposa, ya padres de familia, y ella ingresa en las fuldenses de Tolosa, anhelando tan sólo consagrarse por entero al Señor. La mañana de su partida, saliendo muy temprano de palacio, pretende evitar las despedidas, pero su corazón de madre tiene que desgarrarse al ver llegar y arrojarse sobre su pecho a su benjamina deshecha en llanto y queriendo retenerla en Burdeos, en su casa, con sus bracitos frágiles pero potentísimos.

 Viste Juana el santo hábito y su felicidad no encuentra límites. Sin embargo, su palidez preocupa a la Comunidad, y las rigurosas penitencias agotan sus fuerzas por completo. Ella prefiere la muerte antes de ser infiel a su Dios, y, cuando su madre superiora le indica que es preferible seguir la prescripción facultativa y regresar a su castillo de Landirás, la pena la embarga por completo.

 Aquella noche, mientras esfuerza su alma en abrazarse con la voluntad de Dios y en aceptar la prueba, una visión celestial la hace ver el abismo del infierno. Caen en él las jóvenes, en espantoso torbellino, y tienden los brazos implorando su auxilio. Sobre el cuadro espantoso se dibuja, magnífica y grandiosa, la imagen de María.

 La voluntad de Dios la vence por completo. Y la futura Compañía de María, en beneficio de la juventud femenina, empieza a diseñarse en aquella velada última de un aposento de una novicia fuldense.

 Vida de caridad y apostolado en su palacio de Burdeos. Providenciales intervenciones divinas, y revelaciones celestiales a los padres Bordes y Raymond, de la Compañía de Jesús. Horas de luz en que se van plasmando las nuevas reglas, calcadas también en las de San Ignacio. Generosa respuesta a la gracia por parte de las primeras compañeras, y el 11 de mayo de 1608 Burdeos entero, engalanado, presencia la toma de hábito de las cinco primeras religiosas que se ciñen para el combate en la Compañía de la Virgen.

 El cardenal De Sourdis, protector en un principio de la Obra, desea más tarde acoplarla a la regla de las ursulinas, y les niega la profesión en mayo de 1610. Pero el 7 de diciembre, en su castillo de Lormont, recibe una gracia particular de la Santísima Virgen, que aboga por sus hijas, y en la festividad de la Inmaculada, en el monasterio de la calle del Ha, recibe la entrega total de la madre santa y de sus primeras compañeras, que son nueve.

 Fuerte vendaval de persecución sacude repetidas veces el tierno arbolito. Por eso quizá arraiga más fuertemente. Béziers, Poitiers, Tolosa, Périgueux... Letanía maravillosa que, antes de la partida de la madre al cielo, se desgrana en cuarenta preciosas y florecientes advocaciones... En ellas, jalonando su fecunda producción, sufrimientos y preocupaciones de todas clases. Desde los desprecios de Lucía de Teula, fundadora frustrada de Tolosa, que no escatimó insultos y persecuciones, secreto de la prosperidad de los nuevos palomares de la Virgen, hasta la traición de una de sus hijas, única infiel entre el grupo de sus primeras religiosas, que ingrata a la madre, y cediendo a una tentación ambiciosa, hace llegar hasta el prelado falsas acusaciones e inculcaciones de todas clases.

 "La parte que Jesús nos da de su cruz nos hace conocer cuánto nos ama", repite más tarde la santa fundadora. Y, tras un silencio santo y ejemplar, su estancia en Pau, la benjamina de sus fundaciones, llena de admiración a cuantos tienen la dicha de tratarla. Van recibiendo sus últimos maravillosos ejemplos de humildad al verla ocuparse personalmente en las clases de las niñas más pobrecitas... De magnanimidad, de amor al Instituto y a las Reglas, para cuya impresión logran sus hijas bordelesas que regrese a la cuna de la Orden a los setenta y ocho años de edad.

 La enamorada de la Eucaristía, la angelical religiosa que tributaba culto tan especial al ángel de su guarda, la hija amantísima de la Iglesia y de la Virgen, a la que consagró su compañía; la madre caritativa y buena, que en épocas de epidemia daba a manos llenas los remedios adquiridos para la Comunidad entre los mendigos y los necesitados, la hija confiada en la providencia del Padre celestial, que vivió siempre pendiente de la Providencia en todas su empresas, el 2 de febrero de 1640, tras rapidísima enfermedad de dos días, rodeada de sus hijas y pronunciando con dulzura celestial los nombres de Jesús, María y José, se durmió tranquilamente en la paz del Señor, en medio de la veneración y el amor de tantas hijas dispersas por las cuarenta casas del Instituto...

 ...Revolución francesa. Profanación de los restos venerados, enterrándolos cerca de la osamenta de un caballo. Celo y amor de la madre Duterrail, que, al restaurar las casas de Francia, acabada la Revolución, logra, tras afanes inmensos, encontrar sus restos venerados. Y, por fin, transcurridos trescientos años de espera, el 15 de mayo de 1949 la santidad de Pío XII la eleva a la gloria de los altares.

 Santa Juana de Lestonnac bendice hoy las ciento quince casas de la Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, que, esparcidas por todo el mundo, anhelan vivir intensamente el ideal de su santa madre fundadora: "O trabajar o morir por la mayor gloria de Dios".

 MARÍA ANGELES VIGURI, O. D. N.

14 may 2014

Ante la Adversidad



Ante la adversidad

Niño Jesús: Tú eres el Rey de la Paz, ayúdame a aceptar sin amarguras las cosas que no puedo cambiar.

Tú eres la fortaleza del cristiano; dame valor para transformar aquello que en mí debe mejorar.

Tú eres la sabiduría eterna; enséñame en cada instante como debo obrar para agradar más a Dios y hacer mayor bien a las demás personas. Te lo suplico, por los méritos de tu infancia a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Santo Evangelio 14 de Mayo de 2014

Día litúrgico: 14 de Mayo: San Matías, apóstol

Texto del Evangelio (Jn 15,9-17): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. 

»Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. 

»No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros».


Comentario: + Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España)
Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado

Hoy, la Iglesia recuerda el día en el que los Apóstoles escogieron a aquel discípulo de Jesús que tenía que sustituir a Judas Iscariote. Como nos dice acertadamente san Juan Crisóstomo en una de sus homilías, a la hora de elegir personas que gozarán de una cierta responsabilidad se pueden dar ciertas rivalidades o discusiones. Por esto, san Pedro «se desentiende de la envidia que habría podido surgir», lo deja a la suerte, a la inspiración divina y evita así tal posibilidad. Continúa diciendo este Padre de la Iglesia: «Y es que las decisiones importantes muchas veces suelen engendrar disgustos».

En el Evangelio del día, el Señor habla a los Apóstoles acerca de la alegría que han de tener: «Que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11). En efecto, el cristiano, como Matías, vivirá feliz y con una serena alegría si asume los diversos acontecimientos de la vida desde la gracia de la filiación divina. De otro modo, acabaría dejándose llevar por falsos disgustos, por necias envidias o por prejuicios de cualquier tipo. La alegría y la paz son siempre frutos de la exuberancia de la entrega apostólica y de la lucha para llegar a ser santos. Es el resultado lógico y sobrenatural del amor a Dios y del espíritu de servicio al prójimo.

Romano Guardini escribía: «La fuente de la alegría se encuentra en lo más profundo del interior de la persona (...). Ahí reside Dios. Entonces, la alegría se dilata y nos hace luminosos. Y todo aquello que es bello es percibido con todo su resplandor». Cuando no estemos contentos hemos de saber rezar como santo Tomás Moro: «Dios mío, concédeme el sentido del humor para que saboree felicidad en la vida y pueda transmitirla a los otros». No olvidemos aquello que santa Teresa de Jesús también pedía: «Dios, líbrame de los santos con cara triste, ya que un santo triste es un triste santo».

14 de mayo SANTA GEMA GALGANI, VIRGEN

14 de mayo

SANTA GEMA GALGANI, VIRGEN


Muchos santos han sido acremente discutidos, incluso por católicos, mientras vivían; pero pocos se han visto perseguidos, también por católicos, después de muertos. Gema Galgani, una pobre muchacha italiana que falleció a principios de este siglo, ha corrido esa doble suerte. Mientras su confesor, el obispo Juan Volpi, atribuía a histeria los fenómenos extraordinarios que presentaba Gema, su director, el pasionista Germán de San Estanislao, afirmaba el origen sobrenatural de esas manifestaciones. La primera fase del proceso para la glorificación de Gema, celebrada en Luca, donde ella murió, resultó bastante borrascosa, pues había testigos empeñados en hacer de Gema una histérica falsaria; y la prudencia aconsejó que el proceso apostólico se celebrase en Pisa. Muchos esperaban que el decreto en que se declarase la heroicidad de las virtudes de Gema pondría fin a la controversia, al reconocer implícitamente la autenticidad sobrenatural de aquellos fenómenos. Pero el papa Pío XI quiso que constase expresamente en el decreto que la afirmación de la heroicidad no suponía juicio alguno sobre el origen de aquellos hechos.

Si en Gema hubo fenómenos que llamaron la atención de amigos y enemigos, esta decisión del Papa ha sido una lección para todos, y en ella hemos de fijar nuestra atención, libres del apasionamiento con que entonces se la juzgó. Porque en Gema, además del paradigma general de las virtudes cristianas, que le es común con los demás santos, hay una ejemplaridad poco frecuente, que supone una especial providencia de Dios para con nosotros. Ya ha pasado felizmente el tiempo en que se pensaba que determinadas enfermedades estaban reñidas con la santidad. Lo mismo que hay santos sanos, hay también enfermos santos, y Dios se puede comunicar lo mismo a los unos que a los otros. Puede utilizar como punto de partida o como medio para sus comunicaciones una imaginación exaltada, una sensibilidad morbosa, una manera de ser distinta de la normal. Y pueden darse reacciones patológicas como consecuencia de la excitación producida por una comunicación sobrenatural. Dios ha querido darnos en Gema un ejemplo luminoso de todo esto. Y en esta ejemplaridad de Gema, propia suya, radica su valor presente, que será su valor eterno. El mundo siente ya la necesidad acuciante de conocer a los santos como fueron en realidad, con toda su grandeza espiritual y toda su miseria temporal, sin la piadosa fantasía de una leyenda dorada, sin confundir la conciencia delicada con la psicastenia, ni la nostalgia divina con la depresión, sin llamar sobrenatural a lo que sólo es anormal. Hoy buscarnos en los santos más lo imitable que lo admirable. Al mirarlos queremos vernos en ellos para alentarnos con ellos. Los ejemplos edificantes que necesitamos no son de semidioses fulgurantes, sino de cristianos de carne y hueso, con todas las deficiencias que pueden afligir a cualquier discípulo de Jesús, sin excluir ni las anormalidades mentales, que deben conducir a la santidad por el camino de la humillación.

La vida exterior de Gema podría compendiarse en pocas líneas y carece de interés. Nacida en una familia modesta, fue una niña precoz sin llegar a ser una niña prodigio. A la orfandad siguió la miseria. Una familia piadosa recogió a Gema, y en su casa la tuvo hasta su muerte, más como una hija que como una sirvienta. Fue una joven que supo cumplir lo que ella creía voluntad de Dios con un heroísmo admirable. Resplandeció en la caridad fraterna, excelente contraprueba de la caridad filial. Su humildad y sencillez, su rigurosa sinceridad, su paciencia y resignación ante todo género de padecimientos físicos y morales, fueron de una ejemplaridad absoluta. Y llegó a cultivar ciertas virtudes con demostraciones que parecieron excesivas; en materia de pureza, si de niña no permitía que la tocase ni su padre, jamás consintió que la auscultase el médico. Además, Gema fue protagonista de una doble serie de acontecimientos, que fijaron en ella las miradas de cuantos la conocían. Y esta atención descubrió en Gema reacciones auténticamente cristianas que en otras circunstancias hubiesen pasado quizá inadvertidas. Precisamente en esto consiste la original ejemplaridad de Gema, difícilmente superada ni igualada por otros santos.

La primera de esas dos series de acontecimientos se refiere a su salud. La familia de Gema se vio afligida por las enfermedades. La mitad de los hijos murieron jóvenes. el padre, de un tumor maligno; la madre, de una tuberculosis pulmonar, enfermedades que Gema recibió en herencia. Desde niña fue una criatura enfermiza, escasamente desarrollada, hasta el punto de que a los nueve años apenas aparentaba seis. A los trece tuvo que ser operada de osteítis tuberculosa, a los dieciséis sufrió graves trastornos de apariencia neurótica. A los diecinueve se multiplicaron las enfermedades desconcertantes con síntomas gravísimos. Tabes espinal de carácter maligno, un absceso en la región lumbar, meningitis, úlceras, sordera, caída del cabello, parálisis. Las intervenciones quirúrgicas, en vez de extirpar el mal, lo desplazaban de un punto a otro del cuerpo. Apenas operado el absceso en los riñones, brotó un tumor grave en la cabeza. Los médicos, desconcertados y desalentados, desahuciaron a aquella enferma que no se dejaba reconocer debidamente. Pero Gema se curó de repente. La vida de Gema oscilaba entre agravaciones súbitas y curaciones inesperadas. Le aparecieron por el cuerpo manchas semejantes a quemaduras, dos costillas se le deformaron visiblemente, padeció dilatación del corazón, tenía súbitos accesos de fiebre con temperaturas que no alcanzaban a registrar los termómetros clínicos, con pulsaciones galopantes que movían la cama, en que yacía. A veces rodaba por el suelo entre convulsiones y parecía arrojar espuma por la boca. En sus últimos años tuvo vómitos de sangre y sufrió extrañas alucinaciones que la asustaban y la ponían en ridículo: veía insectos en la comida y serpientes en la cama. Su cuerpo parecía ya un esqueleto. Se añadieron desmayos, pesadillas y delirios. Perdió la vista. En sus últimos meses daba muestras de tener perturbadas las facultades mentales.

Fue su paciencia heroica, con los ojos fijos en el Crucificado, la que permitió aquilatar su humildad y su caridad, las dos virtudes esenciales del Evangelio, en medio de aquel torbellino de enfermedades sin número ni medida. Pero una segunda serie de acontecimientos fueron entrelazándose con esas enfermedades, y la confusión que esto produjo ocasionó la controversia de que Gema no se ha visto libre ni después de canonizada. Dotada de una sensibilidad tan grande, que parecía tener el alma en carne viva, la manifestaba de una manera frecuentemente aparatosa; desde niña, oír contar la pasión de Jesús le producía fiebre, y oír una blasfemia le hacía sudar sangre. Y Gema aseguraba vivir en continuas comunicaciones extraordinarias con el cielo y con el infierno. Cuando en su propia familia sus hermanos persiguieron y ridiculizaron las expresiones de su devoción, Gema se refugió en la continua meditación de la Pasión, deseando vivamente incorporarse a ella. Tenía veintidós años cuando recibió, como se recibe un regalo larga y ansiosamente esperado, los estigmas de la Pasión. Llagas en las manos, pies y costado, abiertas y sangrantes; heridas de la flagelación y la coronación. Gema comenzó a caminar encorvada bajo el peso de la cruz de Jesús, que la hería en un hombro, y tenía las rodillas desolladas por las caídas bajo el peso de la misma cruz. Todas sus heridas coincidían exactamente con las que mostraba el crucifijo ante el cual acostumbraba ella orar. No disimulemos las pinceladas oscuras en este retrato: en algunos accesos, que fueron calificados de ataques infernales, Gema arrebató y rompió los rosarios de los circunstantes y escupió a las imágenes de Jesús y de María; en aquellos arrebatos, y en algunas otras actuaciones sorprendentes, Gema era, sin duda, irresponsable y nunca se podrán esgrimir contra su santidad.

Más aún. En este claroscuro de la vida de Gema, sobre el fondo negro resalta lo blanco con toda su pureza. Dios ha querido ofrecer un ejemplo luminoso a quienes padecen ciertas dolencias. Diríamos que en Gema hay una nueva patrona de los enfermos. Y esta muchacha humilde y sencilla será cada vez más apreciada por los afligidos, a quienes ha traído la buena nueva, que muchos se resisten todavía a creer, de que a todos sin excepción está abierto el acceso a la más alta santidad por el camino del Evangelio, que es el de la sinceridad, la humildad y la caridad.

CARLOS MARÍA STAEHLIN, S. I.

14 de Mayo SAN MATÍAS, APÓSTOL

14 de Mayo

SAN MATÍAS, APÓSTOL

(s. I)


Si el Evangelio no es una biografía de Jesús, los Hechos de los Apóstoles no son una colección de biografías de aquellos primeros héroes del cristianismo naciente. De algunos apóstoles apenas sabemos más que el nombre. De Matías sabemos solamente su nombre y su elección. De aquel colegio apostólico que actuó desde Pentecostés, de aquellos doce definitivos, Matías fue el único no elegido por Jesús. Fue el apóstol póstumo de Jesús, incorporado al colegio apostólico cuando Jesús estaba ya en el cielo.

Y es un apóstol al que se cita siempre en segundo lugar, puesto humilde que se puede comprobar sin más que abrir el misal romano por el canon. Al principio del mismo, en la oración de comunión con los santos, se nombra uno por uno a los apóstoles, pero en esa lista falta precisamente Matías, aunque se nombra a otros doce santos no apóstoles, y se cita a Pablo juntamente con Pedro, siendo también Pablo apóstol posterior, que no perteneció al grupo de los doce. Si queremos hallar una mención de Matías en el canon, tenemos que buscarlo, como escondido y de incógnito, después de Juan Bautista y Esteban Protomártir, entre una lista de santos y santas. Un título más para que nos acordemos de este trabajador evangélico que, al contrario que otros santos, se vio exaltado en vida y se ve humillado después de su muerte.

Cuando se intenta trazar la semblanza histórica de este apóstol singular, hay que limitarse a lo poco que de él nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Y lo poco que nos dicen es contarnos su elección. Ni siquiera lo vuelven a nombrar más. Lo que de él nos dicen escritos posteriores, aunque sean de autores calificados, no ofrece garantías de historicidad. Y las biografías apócrifas se han encargado de rellenar con aventuras de viajes y de milagros ese silencio de los Hechos de los Apóstoles.

Contentémonos, pues, con abrir por su primera página ese libro de los Hechos. Los discípulos de Jesús, inmediatamente después de la ascensión, regresaron del monte de los Olivos a Jerusalén. Jesús se había despedido de ellos, pero ellos creían que hasta pronto. Tenía que volver para instaurar el reino de Israel. Hacía unos momentos nada más que ellos le habían preguntado si era entonces cuando iba a inaugurar su reinado, y Él se había limitado a aconsejarles que no intentasen averiguar la hora señalada por Dios. Jesús no les había dicho que fuese a tardar mucho en volver, y dos mensajeros celestiales les habían asegurado que, así como lo habían visto subir al cielo, así lo verían bajar otra vez.

Con esta mentalidad, encendida de esperanza, regresaron los discípulos a la ciudad. Pronto llegaron, pues el monte de los Olivos no está lejos. Y cuando entraron en la capital del judaísmo se dirigieron a una casa frecuentada por ellos y se concentraron en su cámara alta. Jesús les había dicho que no se alejasen de Jerusalén, sino que esperasen allí una prodigiosa manifestación del cielo, una efusión maravillosa del Espíritu Santo, que quizá confundieron ellos entonces con el mismo regreso de Jesús, triunfador y glorioso, como príncipe de Israel. Y allí quedaron todos, esperando en viva tensión el acontecimiento. Los apóstoles, once después de la apostasía de Judas Iscariote, y las mujeres galileas que heroicamente habían seguido a Jesús en sus correrías evangélicas. Y los parientes de Jesús, que, por fin y gracias a la resurrección, creían ya en él; y su misma madre, María. Y numerosos discípulos, hasta completar el número de ciento veinte, el número que se exigía a una comunidad para que pudiese tener sinagoga propia,

Qué se hacía en aquella primera concentración de los primeros cristianos, nos lo dice claramente el texto sagrado: Orar. Todos perseveraban unánimes en la oración. Iban a ser los protagonistas de un episodio decisivo para Israel. Dios iba a realizar por fin lo tantas veces anunciado por los profetas. Pero entonces surgió una dificultad en el mismo seno del colegio apostólico. Y a la mente de todos vino un nombre: Judas Iscariote.

Porque Jesús había escogido doce hombres para que fuesen sus enviados especiales, ya lo habían sido por las aldeas galileas, y ahora no eran doce sino once. Judas se había pasado al enemigo. Y los apóstoles tenían que ser doce cuando volviese Jesús. Él les había dicho que, a su regreso glorioso, los doce se sentarían sobre doce tronos para regir las doce tribus de Israel, y ahora faltaba un hombre para un trono. El primer problema con que se enfrentó la Iglesia, apenas desaparecido Jesús, fue buscar un sustituto del apóstata. Dentro de unos cuantos años, cuando muera mártir el apóstol Jacobo, hijo de Zebedeo, no se planteará este problema. Jacobo habrá cumplido hasta el fin su misión de apóstol, y Jesús se encargará de resucitarlo cuando regrese. Pero Judas no ha cumplido su misión, y hace falta un hombre que ocupe su puesto y la cumpla fielmente.

Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen la primera alocución pontificia del primer Papa. Pedro, que siempre fue el portavoz del pensamiento de los demás apóstoles, se levantó en medio de la comunidad y dijo:

—Hermanos, era necesario se cumpliese la Escritura, lo que el Espíritu Santo, por boca de David, había predicho de Judas, que habiéndose contado entre nosotros y habiendo tenido parte en nuestra misión, se hizo guía de los que prendieron a Jesús.

Pedro, al hablar de Judas con tanta delicadeza, parece tener presente la advertencia de Jesús: "No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados". Pedro no llama a Judas ladrón ni traidor, no lo llama deicida ni suicida, no dice que Satanás se había apoderado de él. Y, sin embargo, Judas era el hombre a quien Pedro podía odiar más, y Pedro era impetuoso como pocos. Pero Jesús había enseñado la caridad fraterna que se extiende a todos, como la misericordia divina, lo mismo a los amigos que a los enemigos, y Pedro, viviendo esa doctrina del Evangelio, dijo solamente que "Judas se hizo guía de los que prendieron a Jesús".

Pero no necesitaba contar a su auditorio el desgraciado final de Judas y se abstuvo de hacer el menor comentario, ni a título de ejemplaridad y escarmiento. Pero el autor de esta página de los Hechos, que escribe años después para quienes quizá no recuerden lo que sucedió, añade, como intercalando un paréntesis en las palabras de Pedro, que Judas había adquirido un campo con el precio de su crimen, y, habiendo caído de cabeza, reventó por medio y todas sus entrañas se esparcieron. Y añade el escritor que el hecho fue conocido de todos los habitantes de Jerusalén, de manera que el campo se llamó en su lengua Jakal-Dema, es decir, Campo de Sangre, haciendo esta traducción para los lectores de lengua griega.

El primero de los apóstoles continuó su breve discurso diciendo:

—En el libro de los Salmos está escrito: "Que su campamento quede desierto y no haya nadie que lo habite". Y también: "Que otro ocupe su cargo".

Estas palabras de Pedro citando el Salterio son versículos de dos salmos, el 69 y el 109 según la numeración hebrea. Aunque Pedro debió hablar entonces en arameo, el escritor no pone estas palabras en labios de Pedro según el texto hebreo, sino según la versión griega, y con ligeras modificaciones para acomodarlas mejor al episodio, según la costumbre que había entonces de citar la Biblia. Los dos salmos pertenecen a la serie de los imprecatorios, maldiciones dirigidas, cuando aún no existía la caridad cristiana, contra los enemigos del rey David. Interpretando esos versículos como profecías, la primera se ha cumplido ya con la muerte de Judas. Es necesario que la segunda se cumpla también, y para ello hay que proceder al nombramiento del que le haya de sustituir en el colegio apostólico. Y Pedro enuncia las condiciones previas para poder aspirar a ese cargo de apóstol de Jesús. El discurso prosigue así:

—Es menester que de todos estos hombres que se han asociado a nosotros durante todo el tiempo que con nosotros vivió el Señor Jesús —a partir del bautismo por Juan hasta el día en que fue separado de nosotros—, haya uno que llegue a ser, juntamente con nosotros, testigo de su resurrección.

Para ser apóstol, dice Pedro, hace falta haber acompañado a Jesús durante toda su vida pública, desde el bautismo hasta la ascensión. No basta haberlo seguido en una larga serie de jornadas evangélicas, ni haber vivido algún tiempo en intimidad con Él, ni haber sido enviado por Él a predicar, ni siquiera haberlo visto resucitado. Un apóstol es un testigo de Jesús, y hace falta haberle acompañado durante toda su predicación para poder atestiguar sobre toda su doctrina, como hace falta haberlo visto resucitado después de la crucifixión para poder ser testigo de la legación divina de Jesús.

Puestas las condiciones, en aquel centenar de personas se encontraron dos hombres que parecían con iguales méritos para aspirar al apostolado. Uno era José Bar-Schabba, llamado Justos —sobrenombre que se suele traducir equivocadamente por "el justo"—, y el otro era Matatías, o, abreviadamente, Matías. Como el llamamiento al apostolado no es cosa de hombres sino de Dios, Dios tendría que elegir entre aquellos dos discípulos que parecían iguales en méritos. Y aquella incipiente comunidad cristiana oró confiadamente: "Tú, Señor, que conoces el corazón de todos los hombres, muéstranos a cuál de estos dos has elegido para ocupar en el ministerio del apostolado el puesto que ha dejado Judas al ir a su lagar". En esta primera súplica de la Iglesia hay una nueva muestra de la delicadeza y caridad que hemos visto ya en Pedro. La expresión "ir a su lugar" no significa la condenación del criminal: es una expresión acostumbrada, eufemismo arameo, para decir simplemente que un hombre murió.

Para conocer la voluntad divina, sin exigir de Dios una aparición ni una revelación —aun tratándose de algo tan importante para toda la naciente Iglesia de Jesús—, decidieron echar suertes. Es algo que hoy nos puede extrañar, pero que entonces se acostumbraba. Se apelaba a las suertes para decidirse entre dos soluciones aparentemente equivalentes, y en la providencia ordinaria de Dios, que decidía la suerte, se veía la voluntad de Dios. Aquello no era fiarse de una casualidad física, sino confiarse a la causalidad divina. Cada semana, en el templo de Jerusalén, los sacerdotes echaban suertes para repartirse los oficios. Y el último caso que registra la Biblia de una elección religiosa señalada por la suerte, es esta designación de Matías como apóstol de Jesús, con idéntica categoría que los otros once. "Y la suerte señaló a Matías, y fue uno de los doce apóstoles."

Así termina, en el libro de los Hechos, la historia de San Matías. Nada más se vuelve a saber de él en particular. Con esta sencillez aparece y desaparece en la documentación histórica este apóstol póstumo, puesto siempre en segundo lugar, que ni el canon cita entre los apóstoles ni tiene en el martirologio un día fijo para su fiesta.

De la literatura apócrifa que pretende narrarnos su vida, citemos solamente una frase, puesta en sus labios, que merece salvarse por su positivo sabor evangélico. Dice así: "Si peca el vecino de un elegido, pecó también el elegido, porque si éste se hubiera portado según aconseja el Verbo, el vecino se hubiera avergonzado también de su propia vida, y así no hubiera pecado". 

CARLOS MARÍA STAEHLIN, S. I.

13 may 2014

Santo Evangelio 13 de Mayo de 2014

Día litúrgico: Martes IV de Pascua

Santoral 13 de Mayo: La Virgen de Fátima

Texto del Evangelio (Jn 10,22-30): Se celebró por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. Le rodearon los judíos, y le decían: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente». Jesús les respondió: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno».


Comentario: Rev. D. Miquel MASATS i Roca (Girona, España)
Yo y el Padre somos uno

Hoy vemos a Jesús que se «paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón» (Jn 10,23), durante la fiesta de la Dedicación en Jerusalén. Entonces, los judíos le piden: «Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente», y Jesús les contesta: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis» (Jn 10,24.25).

Sólo la fe capacita al hombre para reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios. Juan Pablo II hablaba en el año 2000, en el encuentro con los jóvenes en Tor Vergata, del “laboratorio de la fe”. Para la pregunta «¿Quién dicen las gentes que soy yo?» (Lc 9,18) hay muchas respuestas... Pero, Jesús pasa después al plano personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Para contestar correctamente a esta pregunta es necesaria la “revelación del Padre”. Para responder como Pedro —«Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16)— hace falta la gracia de Dios.

Pero, aunque Dios quiere que todo el mundo crea y se salve, sólo los hombres humildes están capacitados para acoger este don. «Con los humildes está la sabiduría», se lee en el libro de los Proverbios (11,2). La verdadera sabiduría del hombre consiste en fiarse de Dios. 

Santo Tomás de Aquino comenta este pasaje del Evangelio diciendo: «Puedo ver gracias a la luz del sol, pero si cierro los ojos, no veo; pero esto no es por culpa del sol, sino por culpa mía».

Jesús les dice que si no creen, al menos crean por las obras que hace, que manifiestan el poder de Dios: «Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí» (Jn 10,25).

Jesús conoce a sus ovejas y sus ovejas escuchan su voz. La fe lleva al trato con Jesús en la oración. ¿Qué es la oración, sino el trato con Jesucristo, que sabemos que nos ama y nos lleva al Padre? El resultado y premio de esta intimidad con Jesús en esta vida, es la vida eterna, como hemos leído en el Evangelio.

13 de mayo SAN PEDRO REGALADO

13 de mayo
 
SAN PEDRO REGALADO

(† 1456)

 
Un día del verano de 1493 la pacífica villa de Aranda de Duero hallábase agitada por una algazara y regocijo difícilmente descriptibles. Labriegos y pastores, hidalgos vestidos de fiesta, hombres y mujeres humildes del campo castellano, afluían a ella de todos los contornos para dirigirse desde allí al convento de La Aguilera. Ello era debido a que la reina Isabel se dirigía a visitar el sepulcro de San Pedro Regalado. A su incomparable majestad de reina católica, uníase en este momento la satisfacción de ser ya señora de una España totalmente redimida. Granada acababa de ser incorporada a la corona de Castilla. El milagro de América había conmovido al mundo desde sus cimientos. Por los caminos de España corrían vientos de grandeza.

Aquel día la nación entera, representada en su reina, iba a postrarse de rodillas ante la tumba del humilde franciscano muerto treinta y siete años antes. Cuando Isabel entró en la iglesia, se volvió hacia las damas de su séquito y dijo: "Pisad despacio, que debajo de estas losas descansan los huesos de un santo".

¿Cómo era posible que, en tan corto espacio de tiempo, el que allí reposaba hubiese adquirido una fama de santidad tan grande? No es difícil contestar a esta pregunta. San Pedro Regalado es uno de esos seres afortunados, innumerables dentro del catolicismo, que responden con ejemplar disposición a un designio providencial. Nació en Valladolid, en 1390, en la famosa calle de Las Platerías, que aún hoy conserva su nombre y el antiguo rango que tuvo en la corte de España. A los trece años ingresó en el convento de franciscanos, el cual no era entonces precisamente un modelo de observancia. Estamos en una época en que la disciplina y costumbres de religiosos y sacerdotes habían llegado a un grado de relajación que hoy nos resulta inconcebible. Causas muy diversas habían producido aquella situación, que los historiadores se complacen en pintar con los colores más negros. A las naturales consecuencias del cisma de Occidente se había unido la gran peste de Europa, que dejó despoblados los conventos. Para llenarlos de nuevo, fueron admitidas gentes sin preparación ninguna, deseosas únicamente de colmar sus ambiciones al amparo de las inmunidades del claustro.

No faltaban quienes se dolían en lo más hondo de su alma de aquel estado de cosas. Y precisamente un franciscano que vivía en el convento de La Salceda, por tierras de Guadalajara, se decidió a reñir la única batalla que podía resultar victoriosa, la de la renovación profunda de la vida monástica. Era fray Pedro de Villacreces, también de origen vallisoletano, el cual tenía fama de santo en los conventos de la Orden. Un día, cuando menos lo esperaban los religiosos del de San Francisco de Valladolid, el anciano Víllacreces se les entró por las puertas causando una profunda impresión. ¿A qué venía fray Pedro?, comenzaron a comentar en corrillos los reverendos moradores de la casa.

Contrastaba con la de muchos de ellos la espiritualizada figura de Víllacreces, era alto, de una delgadez ascética, de ojos negros y vivísimos, manso como, un hilo de agua, ardiente como un rayo de sol. En íntimo consorcio se habían juntado en él la reciedumbre del hombre de Castilla y la amorosa suavidad del Poverello de Asís. ¿Que a qué venía fray Pedro? Pronto vieron satisfecha su curiosidad cuando supieron que con las debidas autorizaciones salió una mañana del convento, en dirección a un lugar cercano a Osma. No iba solo, Le acompañaba fray Pedro Regalado. Este, de quince años, Villacreces, de más de sesenta. Les unía un mismo espíritu: afán de santidad. El viejo formaría al joven. Algún castellano que a aquellas horas pasaba por las calle estrechas de Valladolid, pudo ver a los dos religiosos avanzar sin más provisiones que un báculo y un breviario. Camino largo, mendigando de puerta en puerta. Jornadas a pleno sol y, a ratos, a la luz de la luna, hasta que llegaron por fin a La Aguilera, donde el obispo de Osma había autorizado a Villacreces para fundar allí un humilde convento. Y empieza la nueva historia.

La Aguilera iba a ser un foco de restauración de la vida religiosa franciscana en su más auténtica pureza. Con algunos otros religiosos que pronto se le unieron, y sobre todo con los jovencitos a quienes él pudo formar desde el primer momento, Villacreces lograría hacer del naciente eremitorio una fidelísima reproducción de la austeridad impresionante que San Francisco de Asís vivió en los "primitivos tugurios" de Rivotorto y La Porciúncula. Bajo la mano del mismo, fray Pedro Regalado fue recorriendo los humildísimos cargos propios de la vida de un convento pobre en que las almas santas suelen dar pasos de gigante en su camino hacia Dios. Limosnero por los pueblos vecinos, sacristán, ayudante de la cocina, encargado de atender a los pobres que llamaban a las puertas del convento... Así vivió durante once años, hasta 1415, fecha en que Villacreces se trasladó de nuevo a la provincia de Valladolid para fundar otra casa de recolección en El Abrojo, término de Laguna de Duero, Con él llevó al Regalado para que fuese maestro de novicios, aun cuando no tenía más de veinticinco años, y sólo tres de sacerdocio.

A partir de este momento, la vida de fray Pedro Regalado es una continua entrega a las más heroicas virtudes. No conoce límites para sus penitencias, y pide a los novicios el cumplimiento exactísimo, por amor, de todas las exigencias de la regla. A veces sale a predicar por los pueblos cercanos, Tudela de Duero, las dos Quintanillas, Matapozuelos, Portillo, y sabe dar a su predicación un tono de tan encendido amor a las almas, que las gentes le siguen por los caminos deseosas de confiarle sus cuitas de toda índole. Pronto empieza a hablarse de milagros múltiples realizados por su mano.

Muerto el padre Villacreces en 1422, y tras algún breve interregno, los religiosos de ambas casas, La Aguilera y El Abrojo, le eligen prelado o vicario, confiando así a su esfuerzo la tarea de continuar el propósito reformador que había guiado al que las fundara. Nadie más indicado que él para lograrlo plenamente. Por ambas Castillas se extendió rápidamente su fama, y los buenos hijos de la Iglesia, testigos involuntarios de las profundas perturbaciones de su época, contemplan con creciente admiración aquellas casas de la reforma, llamadas Domus Dei la de la Aguilera y Scala Coeli la del Abrojo, a las que pronto seguirían otras hasta hacer "las siete de la fama" —así las llamaron en antiguos documentos—, las cuales vinieron a ser anticipados y eficacísimos focos de la renovación más tarde iniciada con carácter general por el cardenal Cisneros, Es ésta, sin duda, la gloria más insigne de San Pedro Regalado y de su maestro, el padre Villacreces: haberse adelantado ofreciendo un ejemplo vivo y estimulante a la reforma que más tarde emprende la Orden del Cister, y que después extiende a toda España el gran cardenal regente de Castilla,

Vicario, pues, de ambos conventos, distribuía el Regalado alternativamente su vida entre uno y otro, hasta que decidió morar habitualmente y durante la mayor parte del año en La Aguilera, lugar más propicio para el retiro y la contemplación a que deseaba entregarse. La casa de El Abrojo, por su proximidad a Valladolid, era frecuentemente visitada incluso por personajes de la Corte, que acudían en demanda de sus consejos. Alguna vez pudo verse allí al entonces omnipotente favorito don Alvaro de Luna y al propio rey don Juan II de Castilla. El consiguiente ruido que tales visitas producían no agradaba a quien tenía como suprema ambición de su alma la unión con Dios y la más estrecha penitencia, para poder ser el orientador vivo de la deseada reforma.

Nada perdonó para conseguirlo. Las célebres constituciones de que San Francisco de Asís dotó a su predilecta casa de la Porciúncula, completadas en cuanto a su aplicación con minuciosas y detalladas normas que Villacreces había añadido como natural derivación de aquellas en el ambiente del momento, fueron fidelísimamente observadas. Doce horas diarias de oración mental y vocal repartidas entre el día y la noche, trabajos manuales en el campo para ayudar a los labradores y así obtener alguna limosna, prohibición absoluta de almacenar provisiones fuera de las que exigía el sustento diario de la comunidad, celdas y habitaciones del convento "abyectísimas y vilísisimas", silencio casi continuo, negativa terminante a recibir dinero ni siquiera como estipendio por la misa u otras funciones litúrgicas... tal era el género de vida de aquellas casas.

En cuanto a su formación científica, San Pedro Regalado se distinguió también como maestro de espíritus y predicador elocuente, aunque, más que por el aparato doctrinal, por la fuerza de la santidad vivida y el calor de sus exhortaciones. No eran las suyas casas de estudio; su fundador, Villacreces, quiso hombres penitentes, no estudiantes. De sí mismo decía: "Recibí en Salamanca grado de maestro, que no merezco, empero más aprehendí en la cella llorando en tinibia que en Salamanca, Tolosa e París estudiando a la candela. Guay de mí, que estudiamos por nuestras ciencias, e somos curiosos en los pecados e defectos agenos e olvidamos los nuestros. Mas quería ser una vejezuela simple con caridad e amor de Dios e del prójimo, que la Teología de San Agustín e del Doctor Surtil Scoto."

En el último período de su vida, años de 1445 al 56, el Regalado vive ya sumergido plenamente en el océano sin limites de la contemplación divina. Sin abandonar nunca sus rigurosas prácticas ascéticas, ayuno diario, total abstinencia de carne, intensa flagelación corporal, se ve favorecido y goza de extraordinarios dones místicos. Su piedad tiene tres vertientes principales: la Eucaristía, la devoción a la Santísima Virgen y el recuerdo de la pasión del Señor. Particularmente esta última le atraía con fuerza irresistible. Muchas noches, en el cerro del Aguila, próximo al convento, se le podía ver practicando el ejercicio del Viacrucis con una pesada cruz de madera sobre sus hombros, soga al cuello y corona de espinas en su frente.

La Virgen María, siempre tan amada en la Orden franciscana, se llevó también el corazón del gran penitente, y ella anda mezclada en uno de los más famosos milagros de su vida, recogido por cierto en el proceso de canonización. En la madrugada de un 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, hallábase rezando maitines en el convento del Abrojo, y sintió especial deseo de venerar a María en la iglesia de La Aguilera, a ochenta kilómetros de distancia, la cual había consagrado él a este dulce misterio. Y al instante fue transportado por los aires en brazos de los ángeles, guiado por una estrella que representaba a la Madre del cielo, Satisfecho su piadoso deseo, fue igualmente devuelto al Abrojo sin que los frailes hubiesen advertido su ausencia. Este prodigio es el que ha servido para inspirar la iconografía del Santo.

Murió el Regalado en 1456. La fama de taumaturgo que le había acompañado en vida creció con su muerte. En su sepulcro se obraron maravillas tantas que los frailes se vieron obligados —dice el historiador D'Ocampo— a no admitir nuevas relaciones. No sólo el pueblo humilde y sencillo, y en ocasiones crédulo, sino lo más conspicuo y representativo de la vida española de nuestros grandes siglos, veneró con fervor extraordinario la memoria del gran hijo de San Francisco de Asís. Obispos y nobles, militares y embajadores de países extranjeros, incluso nuncios y enviados del Romano Pontífice, acudieron a La Aguilera atraídos por la poderosa influencia que ejercía en toda España el humilde convento, gracias a este insigne varón de Dios y a otros que le siguieron después por idéntico camino de virtud y penitencia. Allí estuvo, en las postrimerías de su vida, el cardenal Cisneros. Allí también, el emperador Carlos, cuyo concepto de la casa era tan elevado que se le atribuye haber dicho que, al salir de Aranda hacia La Aguilera, debía el visitante ir con la cabeza descubierta. De igual modo, don Juan de Austria, Felipe II, y los demás reyes de España.

Fue canonizado en 1746 por Benedicto XIV, y ese mismo año fue declarado patrono de Valladolid y de su diócesis.

MARCELO GONZÁLEZ