Y Dios tuvo un sueño
Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.
Sitio web: Un mensaje al corazón
La “carne inocente y vulnerable de quien no tiene defensa” despierta y atrae el apetito de la cobardía y la mediocridad
Y Dios tuvo un sueño de un paraíso con seres humanos viviendo en fraternidad y honrando su Presencia con un culto de amor. Dios tuvo un sueño en el que todas las criaturas tendrían un espacio y libertad de realización. Pero de pronto se encontró con un hombre camino al Calvario, cayendo y levantándose al subir las empedradas calles de Jerusalén con su cruz a cuestas. A empujones y gritos de “crucifícalo”, la misma masa de gente que había comido de los panes multiplicados, se saciaba voraz y sádicamente del espectáculo de un hombre todo hecho golpes y sangrando que luchaba por mantenerse en pie y llegar al lugar de tormento. En Dios no hay tiempo; todo es presente, y al ver frustrado su sueño, su infinito amor lo llevó a entregar a su hijo, tan Dios como Él, a la dimensión contaminada de la muerte por nosotros, los pecadores, y desde aquí realizar el proyecto de una nueva civilización del amor y salvarnos. Encarnarse, el hacerse Dios hombre, implica asumir toda la realidad nuestra menos el pecado, pero sí sus consecuencias, y sufrir, temer, cansarse y llorar, creer y no ver resultados y caminar y caer, volver a empezar, sentirse rechazado y aún así amar y volver a amar. Jesús de Nazareth hecho guiñapos era el centro de diversión de gentes que desahogaban en Él sus frustraciones y odios. Su cara irreconocible por la hinchazón de los puños de sus torturadores, con sangre, sudor y tierra del camino es por un momento acariciada y limpiada por las suaves manos de una joven audaz y valiente que rompió el cerco de los soldados con su candor y vigor. Jesús pudo, gracias a eso, ver con más claridad y observó el rostro inocente de esta mujer y la cara arrogante de los soldados invasores de Israel y las expresiones de odio contra él de la multitud. Pudo reconocer gentes que anteriormente se gozaban de sus enseñanzas y se maravillaban de sus milagros, ahora transformados en furiosos depredadores. La “carne inocente y vulnerable de quien no tiene defensa” despierta y atrae el apetito de la cobardía y la mediocridad. No veía a sus apóstoles; habían huido y solo un grupo de mujeres de Jerusalén que lloraban tras él, entre ellas su madre, lo seguían subiendo las escaleras angostas hacia las murallas.
Y Dios tuvo un sueño donde todos nos ayudaríamos a ser mejores y brindaríamos nuestro servicio desinteresado por amor a los demás. Y vio por las calles de Jerusalén a los fariseos y doctores de la ley y los sacerdotes del templo, orgullosos del trabajo hecho y gozando del suplicio dado a este hombre que “se había creído Dios” y “que era un impostor y loco”. Y vio a Pilato en su palacio tragando vino y diciéndose: “era mi pellejo o su vida… no tenía otro camino”. Y Dios vio a los apóstoles huyendo y escondiéndose por temor a perder la vida, y vio a Judas ahorcándose por no creer en la Misericordia de Dios.
Y Dios tuvo un sueño donde todos sus hijos e hijas nos honraríamos y nos ayudaríamos a levantarnos y crecer; y vio a su Hijo Único siendo levantado en una cruz y colgado del madero, objeto de burla y desprecio. Pero vio a un grupo de mujeres valientes, entre ellas a la madre de Jesús al pie de la Cruz, jugándose la vida y acompañando en esos momentos al Varón de Dolores. Vio a su Hijo elevando su débil voz al cielo y pidiendo perdón para sus asesinos porque “no sabían lo que hacían. Tengo sed… de amor y comprensión, pero no hay quien calme mi sed. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Ya no te escucho ni te siento, qué lejos estás. No me dejes solo.” Era parte de la pasión experimentar la soledad de los pecadores que se han apartado de Dios. Tenía que pasar por eso y sentirse sólo sin Dios siendo Dios. Y morir y experimentar el Gran Silencio junto con los muertos que desde Adán ansiaban la salvación. Desde allí esperar ser resucitado por su Padre. Es el momento de la total impotencia, de sentir la nada, que eso es ser hombre sin la acción vivificadora de Dios, porque de Él dependemos para ser y existir. El que era y es Dios, el que hizo milagros tan grandes como resucitar a otros, ahora está allí (sin dejar de ser Dios) reducido a la total aniquilación de toda vitalidad y poder. La muerte de Cristo nos revela hasta dónde llega el Amor Misericordioso de Dios que se identifica con nosotros totalmente.
Y Dios tuvo un sueño que tampoco se cumplió porque los poderes dados, que no son más que oportunidades de servicio que se concede a algunos para ayudar a otros, se convirtieron en dioses. El poder religioso del tiempo de Jesús lo condena a muerte “en nombre de Dios”, porque Jesús representaba un cambio total en la concepción religiosa y les hacía tambalear su posición e instalación. Jesús nos hizo ver que Dios no se deja amarrar ni controlar por ritos y espacios sacros, sino que lo podemos encontrar siempre y en cualquier lugar, si somos adoradores en espíritu y verdad. La ley y el templo eran en la práctica más importantes que Dios y estaban al servicio de un minúsculo grupo de estudiosos de la ley y especialistas del rito. El poder político que estaba centrado en el César y en el Imperio Romano vio en Jesús otra amenaza más a la estabilidad y seguridad e inclusive a las divinidades, y por eso hay que hacerlo desaparecer. El poder económico no olvidaba la expulsión de los mercaderes del Templo y la gran posibilidad de que Jesús les arruinara el negocio de “salvación” por compra de animales y su sacrificio. Y el “príncipe de las Tinieblas” se gozaba del espectáculo porque había podido envenenar las mentes de tanta gente y creía que con eso la Maldad había vencido a la Bondad.
Y Dios tuvo un sueño, porque no ha dejado de tenerlos, donde nosotros seguimos al Maestro con nuestra Cruz a cuestas por los caminos de la vida sin los apegos a poderes y estructuras de pecado, siendo los gestores gracias al Espíritu de una nueva humanidad, donde servimos a los demás con amor y vivimos en fraternidad. Donde agradecidos a lo que otros han hecho por nosotros nos alegramos de su felicidad y pagamos con amor nuestras deudas de caridad. Dios tuvo un sueño y la realización del mismo somos nosotros, que también debemos llegar al Calvario y dejarnos colgar en la pasión de la entrega por amor a los demás. En ese sueño, como Jesús, abrimos los brazos y aceptamos ser hermanos de toda la humanidad y entregamos la vida por un mundo mejor. Y gracias al poder de Dios resucitaremos como resucitó Jesús. ¡Somos el sueño de Dios!
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