“ESTE ES MI HIJO, EL ESCOGIDO, ESCUCHADLE”
Por Antonio García-Moreno
HACE FALTA FE VIVA. "En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán y le dijo: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: Así será tu descendencia" (Gn 15, 5). Abrahán era ya mayor, sus días se terminaban. Y todo ese acabar de las cosas, todo ese sentirse cada vez más torpe, todo ese presentimiento de la muerte cercana, todo ello le proporcionaba un vago sentimiento de nostalgia, de honda pena. Pero lo que más le pesaba era el envejecer sin hijos, el contemplar el gran amor de Sara totalmente baldío, sin un hijo tan siquiera que perpetuara su nombre.
Y aquella noche serena, tachonada de mil estrellas, la voz amiga de Yahveh se dejó oír. Abrahán se puso a la escucha con la misma fe de siempre: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y los ojos cansados del patriarca se perdían entre aquellos puntos luminosos sobre el oscuro cielo. Pues así será tu descendencia, concluyó el Señor.
La fe provocó de nuevo el prodigio. Sara, la estéril, y Abrahán, el anciano, tuvieron un hijo. De él brotaría el frondoso árbol del pueblo de Dios, renovado y engrandecido por Jesucristo. Y así, todos los que tienen fe en Jesús son descendientes de Abrahán. Miembros del pueblo santo, hijos de Dios, herederos de su gloria. Sí, la fe nos incorpora a la familia de Dios, nos injerta en Cristo, el primogénito. Pero hace falta que la fe sea viva, vibrante, consecuente, comprometida, amorosa, confiada, constante. Una fe con obras, que, aún sin quererlo, se note y atraiga. Señor, que nos empeñamos seriamente por ser coherentes en toda nuestra vida, la pública y la privada.
"Aquel día, el Señor hizo alianza con Abrahán en estos términos. A tus descendientes les daré esta tierra...” (Gn 15, 8). Yahveh le dio una prueba de que su palabra quedaría cumplida. Hizo un pacto al estilo del que hacían los hombres de aquel tiempo. Se puso a la altura de Abrahán, con la misma ternura que un padre se agacha hasta ponerse a la altura de su pequeño… Los animales del sacrificio estaban descuartizados según el rito usual. Por entre aquellos despojos habían de pasar los pactantes de la alianza, asumiendo así el serio compromiso de no violarla, so pena de ser descuartizados al igual que aquellas víctimas...
Abrahán esperaba, entre ansioso y atemorizado, la conclusión del rito. Y cuando el sol se ocultó y las tinieblas poblaron la tierra, una llama viva pasó como antorcha humeante por entre aquellos despojos. Yahvé no había faltado a su palabra. Nunca faltó Dios a su compromiso. A pesar de no tener ninguna obligación frente al hombre, de no deberle nada en absoluto, Dios permanecerá siempre fiel a su compromiso de amor. Seremos nosotros, los descendientes de Abrahán, los que nos empeñemos en romper el pacto que hicimos con el Señor... Perdónanos una vez más Señor. Y haz que el recuerdo de tu fidelidad nos ayude a ser siempre fieles, leales contigo, creyentes de verdad.
VISIÓN BEATÍFICA. "Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos" (Lc 9, 29).Los autores no coinciden al localizar el monte donde Jesús hizo ver a sus discípulos algo de su gloria. Unos dicen que fue el monte Hermón, pero la mayoría defienden que fue el monte Tabor. En el silencio impresionante de aquella altura, ante el panorama de las llanuras de Galilea con las aguas del Tiberíades en el horizonte, es comprensible que el Señor subiera allí para orar. Pedro, Juan y Santiago le acompañaban, lo mismo que le acompañarán cuando llegue la hora de las angustias en Getsemaní. Así vemos cómo los que participaron de su dolor participaron también en su gloria.
Es un pasaje único en los evangelios. Nunca Jesús aparece tan grandioso y magnífico como entonces. Un resquicio de su inmensa gloria se trasluce por unos momentos, ante los ojos atónitos de los discípulos preferidos. El rostro de Jesucristo adquiere un aspecto nuevo y sus vestidos cobran el resplandor de un blanco rutilante. A su lado otros dos personajes llenos de gloria hablan con Él de su muerte en Jerusalén. Parece una contradicción el que, precisamente en medio de aquella gloria, hablen de la pasión de Cristo. Pero en realidad se trata de algo lógico ya que después de esa pasión y muerte, incluso gracias a eso, Jesús resucitará glorioso y subirá luego con gran poder y majestad a los cielos.
De todos modos, parece que Pedro y sus compañeros no comprendieron entonces lo que estaban escuchando. Pedro lo único que desea es perpetuar ese momento, o al menos que dure lo más posible. Por eso quiere hacer un refugio para el Señor, Moisés y Elías, con el fin de que sigan allí ante su mirada extasiada de gozo, ausente de todo lo que le rodea, olvidado incluso de sí mismo, dispuesto a estar mirando aquella aparición celestial por toda la eternidad. Este sentimiento nos hace comprender en cierto modo, mejor quizá que muchas explicaciones, la dicha que supone la contemplación de la Gloria. Si esto, que no era más que un pálido resplandor de la majestad divina, fue suficiente para trastornar de dicha a Pedro, qué no será la contemplación de Dios en todo su esplendor.
Las palabras de Pedro rompieron el encanto de aquella visión. Una nube descendió sobre la cima del Tabor y los apóstoles se vieron de pronto envueltos por la niebla. La voz del Padre exclamó: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle. Palabras que han de resonar también en nuestros oídos y en nuestro corazón. Para que nuestra fe en Cristo aumente, y también nuestra esperanza. Con la persuasión de que el gozo de ver a Dios llenará de consuelo y felicidad todo nuestro ser, luchemos con afán por ser fieles al Señor, cueste lo que cueste y hasta el fin de nuestra vida.
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