EL PAN DE NUESTRA LIBERTAD
Por Ángel Gómez Escorial
1.- Desde luego, hoy, el pan no es lo que era. Porque, en estos tiempos, son muchos los dietistas y los “forjadores” de imposibles cuerpos humanos perfectos, que prohíben la ingesta del pan como si de un veneno poderoso se tratase. Y, sin embargo, durante milenios –y sobre todo en el mundo mediterráneo— el pan ha sido el alimento principal de generaciones y generaciones. Fue, además, un avance técnico importante, un triunfo científico de indudable importancia, porque moler la harina, hacer una masa con agua y añadir levadura para que aumente, no es algo tan fácil, ni tan espontáneo. Por eso tiene mucho sentido cuando Jesús de Nazaret inicia su discurso del pan, considerándolo comida fundamental y solamente comparable al maná que los israelitas recibieron del cielo durante la larga marcha por el desierto. Jesús preanuncia, además, el prodigio del milagro eucarístico, donde un pan bendecido se convierte en viático de eternidad y donde, asimismo, en él se va a quedar para acompañarnos durante los siglos de los siglos.
2.- Jesús no esconde la importancia que tiene la comida y quien la da. Dice, no exento de dureza argumental, que le han buscado porque asistieron a la entrega de pan, delicioso y gratis, y con él quedaron saciados. Sin duda, es como un adelanto de una vida feliz. Recostada la multitud sobre la hierba, en tiempo fresco, en el que el sol ardiente de Palestina no molestaba, comiendo sin parar y escuchando la Palabra de Jesús. ¿No es, casi, legítimo que intentaran repetir la escena muchas veces y así construir una vida de tranquilidad, ocio y paz? Si, claro, pero Jesús les dio de comer el día de la multiplicación por un hecho real y contingente. No es que pretendiera embaucar con su poder, simplemente quiso alimentarles porque después de mucho tiempo de seguirle podrían caer de hambre y de cansancio.
3.- El diálogo de Jesús con los quieren otra vez el pan prodigioso demuestra una gran desconfianza ante el propio milagro de la multiplicación. No le encuentran sentido espiritual alguno, y sólo lo ven como un subsidio, como un seguro de desempleo, que permite vivir sin trabajar, aunque esté justificado. Y de ahí que se inicie ese otro planteamiento en el que el Rabí de Galilea les promete una vida completa. “El que viene a mi –dice el Señor—no pasará hambre, y el que cree en mi no pasará nunca sed”. Pero ellos muy pegados a lo material no saben ver ese otro mensaje de altura.
4.- Por eso hay que pensar que Jesús habló para nosotros. Porque, obviamente, la nosotros si sabemos de qué habla Jesús, aunque, aún entendiéndole, no le hagamos caso. Hemos de reflexionar, con toda el alma, sobre la Eucaristía, sobre la Comunión, sobre el alimento de altura que todos los días está a nuestra disposición en la Santa Misa. No podemos buscar a Jesús para ser importantes dentro de la Iglesia, o para que nos vean. Hemos de buscar el alimento que nos transforma y nos mantiene. Sería una gran práctica de oración y de piedad que copiáramos las frases que Jesús dice a sus interlocutores de hace más de dos mil años y las repitiéramos como antecedente y consecuente de nuestro momento de Comunión. Deberíamos hacerlo.
5.- Durante la peregrinación por el desierto, Dios Padre les socorre con un alimento prodigioso, desconocido, que nunca ha vuelto a repetirse, y sobre el cual los estudiosos han hecho muchas conjeturas sobre su origen y composición. Tanto da. La cuestión es que el poder de Dios Padre da comer a su pueblo hambriento. Y ello es, igualmente, parecido, cuando Moisés, apaleando una roca, obtiene agua. Ya podemos nosotros “hinchar” a palos a un pedrusco de esos de granito que abundan en la sierra de Madrid que no sacaremos nada, salva romper el palo y hasta nuestra muñeca. Lo del maná es un bello antecedente para el discurso de Cristo de hoy, pero realmente el prodigio, total y enorme, es que el mismo Dios se quede en el pan para acompañarnos durante toda nuestra vida.
6.- Y Pablo de Tarso acierta del todo cuando dice en su Carta a los Efesios que no renovemos por el Espíritu de Jesús y que nos transformemos dentro de una nueva condición humana, a imagen de Dios. La Eucaristía nos ayuda a ello. Es una primicia de eternidad. Es la Comunión –la común unión—con Cristo. Es camino seguro de vida eterna. Por eso os decía que debemos meditar hoy sobre el Sacramento del Altar, dedicarle todo el tiempo que hayamos previsto para nuestra oración cotidiana. Sinceramente, merece la pena, porque es el Pan de nuestra Libertad.
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