LUCHAR CONTRA EL MAL, CON EL ESPÍRITU DE JESÚS
Por Gabriel González del Estal
1.- También los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús expulsaba a los demonios, al mal, con el poder del espíritu que le había dado su Padre, Dios, es decir, con el poder del Espíritu Santo. Jesús luchaba contra el mal, contra los malos espíritus, por amor a las personas, porque no podía ver sufrir a las personas sin hacer nada para liberarlas del sufrimiento y del dolor. Y esto es lo que tenemos que hacer los cristianos: ayudar a los enfermos, a los pecadores, a los marginados, a los que pasan hambre, defender la vida siempre y defender a los que la pierden injustamente; en definitiva, defender y ayudar a cualquier persona que sufre por culpa de la injusticia humana. Esto naturalmente nunca sale gratis, porque las personas a las que ayudamos son personas, en su mayor parte, que sufren por culpa de otras personas que se quieren aprovechar de ellas, que salen ganando, aprovechándose de su debilidad y vulnerabilidad. Hay pobres porque hay ricos injustos, hay marginados porque hay personas orgullosas y soberbias, hay miles de enfermos que padecen enfermedad, hay muertes injustas precisamente porque los que tienen el poder y el dinero no hacen nada para remediarlo, hay personas que pasan hambre y sed porque a muchas personas y a muchos Estados les interesa más gastar el dinero en provecho propio, que en remediar el hambre, la sed, la enfermedad, el mal, la muerte injusta, que podían combatir y remediar, al menos en gran parte. Esto debemos analizarlo a nivel de Estados, de empresas, y también de personas particulares. Cada uno de nosotros debemos analizar nuestra conducta y ver si realmente también nosotros estamos contribuyendo a aumentar el mal en el mundo en el que vivimos, o no hacemos todo los que podemos hacer para remediarlo. Jesús nunca se quedó indiferente ante el mal y la vida; tampoco los cristianos podemos, ni debemos hacerlo.
2. - “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Jesús vivió en familia muchos años de su vida, mientras crecía en gracia y santidad. Nunca despreció a su familia natural. Pero cuando le llegó el momento de dedicar toda su actividad y su vida a predicar el Reino, la Buena Nueva, abandonó su casa materna y a sus padres; su única casa y su única familia pasaron a ser desde entonces todos los que querían seguirle, todos los que querían hacer y cumplir la voluntad de Dios. Nosotros, los que queremos seguir a Cristo y hacer su voluntad, somos familia de Cristo, familia de Dios. Es evidente que debemos seguir amando a nuestra familia natural, pero, en el orden espiritual nuestra única familia es Cristo y todos los que hacen la voluntad de Dios. Esto no sólo es aplicable a las personas consagradas, sino a todos los seglares comprometidos con la defensa del Reino de Dios en este mundo.
3.- Aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva cada día… No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno. Por supuesto que san Pablo, en esta su carta a los Corintios, habla desde la fe, no desde la evidencia de los sentidos externos. Sin fe en la transcendencia, el mundo y la vida son puro materialismo. Tenemos que ser personas de fe, saber mirar la vida con ojos de fe, de lo contrario nunca podremos dar el salto desde este mundo material en el que vivimos hasta el mundo espiritual, el mundo de Dios. Los ojos corporales de nuestro cuerpo sólo ven realidades transitorias, sólo con los ojos de la fe podemos ver el mundo eterno. Todo es distinto para el hombre de fe, que para el hombre que no tiene fe. Por la fe sabemos que Dios está presente y vive en cada uno de nosotros, que lo divino que hay en cada uno de nosotros es Dios mismo. Cristo fue el principal testigo y anunciador de la presencia de Dios en nosotros. Los cristianos sabemos muy bien que comulgando con Cristo comulgamos con Dios y con todas las personas que viven en Dios y con Dios. Así lo han vivido todos los santos y personas religiosas que han vivido en este mundo. Así lo debemos de vivir también cada uno de nosotros. Defendamos los intereses de Dios, con el Espíritu de Jesús, por encima de nuestros mezquinos intereses, defendamos la verdad y el bien, defendamos, en definitiva, lo que Cristo defendió mientras vivió en nuestro mundo. Sólo así podremos llamarnos en verdad cristianos, discípulos de Cristo.
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