LA PURIFICACIÓN A TRAVÉS DEL SUFRIMIENTO
Por Gabriel González del Estal
1.- Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a su puerta. Jesús nunca fue indiferente ante el dolor y el sufrimiento, de sí mismo y de los demás. Cuando en el huerto de Getsemaní se sintió inundado de dolor, en un primer momento le pide al Padre que aleje de él el cáliz del dolor, pero inmediatamente se da cuenta de que él ha venido al mundo para cumplir la voluntad del Padre y le dice, lleno de amor, “hágase tu voluntad”. Y ante el dolor y el sufrimiento ajeno, su corazón compasivo y misericordioso le impulsa incluso a hacer milagros para aliviar el dolor de enfermos y endemoniados. El ejemplo de Jesús debe hacernos a todos sus discípulos compasivos y misericordiosos. Y, si no podemos remediar el sufrimiento propio o ajeno, hagamos que el sufrimiento purifique nuestro corazón. Se dice que el dolor es como el fuego que o nos quema y nos destruye, o nos purifica y salva. Los santos subieron hasta la santidad a través de peldaños de sufrimiento y mortificación. Si nosotros queremos de verdad seguir a Jesús sepamos sufrir y sepamos amar, o, mejor, sepamos sufrir amando y amar sufriendo.
2.- Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Sin oración no se puede pasar cristianamente el puente del dolor. En la oración abrimos el corazón a Dios, le mostramos nuestras debilidades y le pedimos ayuda y fuerza para seguir intentando ser fieles a su voluntad. La oración es reflexión, es contemplación y es, sobre todo, comunión con Dios. Dice santa Teresa que orar es hablar con Dios como el que habla con un amigo; un amigo que nos ama infinitamente y al que sabemos infinitamente superior a nosotros. Si queremos que el sufrimiento nos purifique y no nos destruya interiormente, intentemos siempre vivir en comunión con Dios. Cristo, el hijo de Dios, se retiraba con frecuencia a orar, y desde la oración, en comunión con su Padre, salía al mundo a predicar el evangelio, curando a los débiles, o rotos por el dolor, el sufrimiento, o la enfermedad.
3.- Mis días corren más que la lanzadera, y se consumen sin esperanza. El libro de Job no es un libro histórico, sino un libro poético y sapiencial. Como sabemos, tiene tres partes bien diferenciadas: cuando es rico y afortunado, cuando se encuentra pobre y abandonado, y cuando vuelve a ser bendecido por Dios y recupera el bienestar y la fortuna. No podemos juzgar al personaje atendiendo a un solo de estos periodos. El texto que hoy hemos leído pertenece al segundo periodo: cuando Job está totalmente desanimado y no encuentra sentido a la vida. Yo creo que muchos de nosotros, en mayor o menor medida, hemos pasado por alguna etapa semejante a la que describe el Job de la lectura de hoy. La actitud espiritual que debemos tener los cristianos en etapas semejantes es mirar a Jesucristo y darnos cuenta que, en esos momentos, nuestra única respuesta a Dios es abandonarnos a su voluntad y ofrecerle nuestros dolores y sufrimientos. El dolor y el sufrimiento aceptado y ofrecido a Dios nos purificarán y nos salvará. Ante todo, no perdamos nunca nuestra confianza en Dios.
4.- Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados. El Señor, como nos dice este salmo 146, “sostiene a los humildes y humilla hasta el polvo a los malvados”. No se refiere este salmo al bienestar material, sino al bienestar espiritual. Así actuó la Virgen María, los santos y así debemos actuar todos los discípulos de Cristo. Dios nunca nos va a abandonar, ni nos dejará desamparados.
5.- ¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!... Porque, siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar, sea como sea, a algunos. Y hago todo esto por el evangelio, para participar yo también de sus bienes. San Pablo nunca buscó sacar bienes materiales de su trabajo espiritual anunciando el evangelio. ¡Ojalá pudiéramos decir esto mismo de la Iglesia de Cristo, y de nuestro propio trabajo evangelizador, a lo largo de la historia! Porque, por desgracia, muchas veces ha estado unido el interés material al trabajo espiritual. Ni san Pablo, ni el mismo Cristo, buscaron nunca intereses materiales, cuando predicaron el evangelio y anunciaron el Reino de Dios. Hagamos nosotros lo mismo.
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