Buscad al Señor con alegría
La oración no se hace sólo con la cabeza. Se hace sobre todo con el "corazón".
Por: Pedro Finkler | Fuente: www.abandono.com
Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando sus manos puras, sin ira ni discusiones (1 Tim 2,8).
Todo cuanto se lee o se oye respecto al Señor sólo puede comprenderse y servir de provecho en la medida en que se convierte en diálogo con el Señor. El único modo de sintonizar con la palabra de Dios es meditarla en lo íntimo del corazón. Aquí está el punto crucial que explica el hecho de que unos comprendan fácilmente lo que es orar mientras que otros no pueden entenderlo. La comprensión de las cosas del espíritu se hace posible en la medida en que se espiritualiza el sujeto. El saber es siempre de verdad el fruto de un descubrimiento. Este se lleva siempre a cabo a través de unas experiencias.
El problema de la oración no debe tratarse como algo abstracto. Es una cuestión de amor. Sólo puede comprenderse entonces en ese nivel. La disponibilidad para ese amor sin el que la oración es algo imposible puede muy bien aprenderse en la escuela de María. Nadie fue más generoso, más sencillo y más disponible que ella para dar un auténtico sí al Señor. Amar es la disponibilidad permanente para decir sí a las sucesivas invitaciones del Señor a su amor.
El sentido de la vida, como todas las demás cosas, se descubre por la experiencia. Si existo, es porque alguien me ama y me ha indicado el camino que tengo que seguir: realizarme en el amor y por el amor y construir la historia junto con los demás seres humanos. Nuestra vocación de cristianos y de religiosos consiste, por tanto, en insertarnos en el plan de salvación de Cristo. El sueño del Señor al llamarnos a la vida espiritual fue que nos transformásemos en una señal visible de su amor a los hombres.
Rezar no es solamente pensar cosas edificantes respecto a Dios, respecto a la Virgen...; no es tener sólo sentimientos piadosos y palabras bonitas; no es sólo reflexionar con atención sobre las verdades sagradas. Rezar es, sobre todo, vivir una realidad de la gracia; es estar consciente de la constante presencia del Señor en nuestra vida y abrirnos por completo a ella. Orar es creer en este misterio insondable.
Orar no es tampoco contemplar mentalmente una verdad teológica. Es vivir simplemente la presencia de alguien con un don precioso recibido gratuitamente. Con humildad y con modestia. Sin pretensiones. Sentir que pertenecemos a alguien que nos quiere sólo para él. Esta misteriosa presencia no es fantasía. Es una realidad sorprendente a la que nos adherimos con toda la fuerza de nuestra fe lúcida y encarnada como una convicción infantil ingenua e inocente.
La oración no se hace sólo con la cabeza. Se hace sobre todo con el "corazón". De la misma manera que el amor, la oración es más sentimiento que pensamiento. Pensamos generalmente en cosas del pasado o del futuro. La emoción y el sentimiento están más bien relacionados con el presente.
El tiempo pasado es para recordar. El tiempo futuro, para planear. Estas dos actividades pueden tener ocasionalmente su importancia. Pero la oración es vivencia. "Para tener éxito en la vida de oración es decisivo desarrollar la capacidad de entrar en contacto con el presente y permanecer en él". Por consiguiente, para orar es necesario dejar de pensar para darse cuenta o para vivenciar conscientemente los hechos de la vida presente.
Pensar es una actividad fatigosa. Es trabajo mental. La oración es vivencia que tiene lugar en el terreno de la emoción, del sentimiento, como el amor, la intuición, la sensación... El pensamiento, el raciocinio, el cálculo, etc., son actividades que sólo indirectamente influyen en el modo de ser humano. Generalmente, no cambian nada en el hombre. La calidad de nuestro ser no depende de lo que pensamos, sino de lo que sentimos. Únicamente por eso lo que sentimos, vivenciamos o experimentamos tiene el poder de transformarnos.
Orar no consiste en esforzarse por ir al encuentro del Señor. Es vivencia de apertura, de acogida y de espera... El Señor no está esperándonos; está siempre ahí, junto a nosotros. Pide y suplica que le prestemos atención, que le escuchemos, que no le demos la espalda, que lo acojamos... Nuestra respuesta a su incesante invitación es una acogida.
Empecé mi libro sobre la oración -Cuando el hombre ora . . . - afirmando que "cuando el hombre ora, algo cambia en él y en su ambiente". Esto es relativamente fácil de entender cuando recordamos que orar es estar en relación con Dios. Siempre que dos personas se relacionan de un modo más profundo tienen lugar ciertos cambios en la situación en que viven. Para que la comunicación sea constructiva para los protagonistas, es necesario que ambos acepten a priori las consecuencias de esa comunicación. Las más importantes de esas consecuencias son: los cambios que cualquier comunicación lleva consigo, la necesidad de aceptar el misterio que revela, la urgencia de respetar la libertad y el modo original de ser del otro, el descubrimiento del modo de ser de la propia libertad interna, la revelación de las características de su personalidad, de su propia ignorancia...
La oración vocal bien hecha nos puede revelar la realidad viva de Jesucristo. Realidad simultáneamente profunda y sublime que jamás llegamos a entender. Es misteriosa. Cuanto más profundamente conocemos a un amigo, tanto más misteriosa se hace a nuestros ojos. La palabra humana nos revela algo del misterio de las cosas. La palabra de Dios nos revela la inconmensurable grandeza de aquel que la pronunció.
Orar es esencialmente consentir en la gracia. Es responder a la invitación del Señor: "Aquí estoy, Señor, a tu disposición; haz de mí lo que quieras". Nadie llega a orar únicamente por el esfuerzo personal. Todo lo que hacemos por nosotros mismos para orar no pasa de ser una señal de buena voluntad, que siempre es muy bien acogida por Dios. El espera esta señal. Es la condición para que él pueda hacer algo que nos ayude a descubrir la oración.
El esfuerzo personal para rezar consiste esencialmente en una actitud voluntaria de silenciosa atención y escucha. Cuando nos disponemos para la oración personal, es aconsejable no escoger de antemano el tipo de oración que vamos a hacer. Es preferible empezar siempre por fijar silenciosamente la atención en la presencia del Señor que nos acoge amablemente. Una vez creado ese clima de amorosa presencia junto al Señor, seguir ocupándose de él de la forma más espontánea posible de acuerdo con la disposición y la inspiración del momento. Orientarse por aquello que se puede percibir en la intimidad de la conciencia. Allí es donde se manifiesta con mayor claridad aquello que el Señor espera de nosotros. Muchas veces el Señor no nos pide más que permanezcamos amorosamente en su presencia. Esto es ya contemplación, que, ciertamente, produce una mayor unión con Dios que muchos piadosos pensamientos respecto a él o que la recitación de textos hermosos. Sin embargo, la oración vocal también es, ciertamente, un precioso tipo de oración.
Para entrar en el clima de oración hay que servirse de los medios que más nos pueden ayudar. Esos medios pueden escogerse entre las diversas técnicas psicológicas más o menos especializadas de iniciación en esas prácticas tan útiles. Lo esencial de esas técnicas siempre consiste en la búsqueda de simplicidad y de autenticidad.
El grado de fidelidad a la oración indica el grado de autenticidad de vida de un religioso. Un elevado espíritu de oración es la actitud personal necesaria para que Dios pueda manifestarse al hombre. Y esa manifestación sólo puede realizarla el Señor por medio del amor. Únicamente un gran amor a Dios nos permite comprender y aceptar creativamente los grandes valores de la vida cristiana y religiosa.
Tan sólo la experiencia de un verdadero amor a Dios puede enseñar al hombre a descubrir el rostro del Señor en el corazón de los hermanos. La verdadera caridad fraterna nace del amor al Señor. Las dificultades de relación interpersonal encuentran su explicación más profunda en la relación defectuosa del hombre con Dios. El hombre de oración establece una excelente relación de diálogo con el Señor. En la vida práctica de esa persona, el aprendizaje de una buena relación con el Señor se transfiere espontáneamente a su relación interpersonal con los hombres. Por consiguiente, es innegable que el remedio de tantos conflictos humanos es la vuelta a la oración, a la contemplación. ¿No será esto precisamente lo que tantos jóvenes desilusionados de hoy andan buscando cuando corren detrás de gurús carismáticos que prometen una relación más profunda con el Absoluto? Un absoluto existencial y nada más. Pero el cristianismo ofrece la posibilidad de satisfacer mucho mejor ese deseo profundo del hombre a través de la experiencia de auténtica oración contemplativa. En ésta, el hombre entra en comunicación directa no con una entidad abstracta o con un simple absoluto existencial disfrutado de un modo más o menos egocéntrico. Al contrario, la auténtica oración profunda permite al hombre establecer una verdadera relación interpersonal con la persona de Jesucristo. De acuerdo con la revelación que Dios nos ha hecho de sí mismo, él está espiritualmente presente en la vida de cada uno de los hombres de modo concreto y real, aunque imperceptible a los sentidos exteriores. Comunicar con una persona realmente presente, aun cuando no pueda ser vista ni tocada, es algo que satisface el anhelo natural del hombre trascendental. Sin embargo, ese objetivo jamás podrá ser alcanzado por una supuesta comunicación con cualquier otra cosa distinta, llámenla lo absoluto de esto o de aquello. En realidad, no existe más que un Absoluto: Dios. Y Dios es una persona, no una cosa o un concepto filosófico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario