La participacion del cuerpo y sangre de Cristo nos santifica
Cuando ofrecemos nuestro sacrificio realizamos aquello mismo que nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: Jesús, el Señor, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de pronunciar la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Éste es mi cuerpo, que se da por vosotros. Haced esto en memoria mía.» Lo mismo hizo con la copa después de la cena, diciendo: «Esta copa es la nueva alianza que se sella con Mi sangre. Cada vez que la bebáis hacedlo en memoria mía.» Porque cuantas veces coméis de este pan y bebéis de este cáliz, vais anunciando la muerte del Señor hasta que él venga.
Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para anunciar la muerte del Señor y para reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Y porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitando la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vida es vida para Dios, también nosotros vivamos una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado y la participación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando nuestra carne con sus concupiscencias y pecados.
Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.
Del Tratado de san Fulgencio de Ruspe, obispo, Contra Fabiano
(Cap. 28, 16-19: CCL 91 A, 813-814)
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