La fidelidad del Señor dura por siempre
Señor, tus juicios resuenan sobre mí con voz de trueno; el temor y el temblor agitan con violencia todos mis huesos, y mi alma está sobrecogida de espanto.
Me quedo atónito al considerar que ni aun el cielo es puro a tus ojos.
Y si en los ángeles hallaste maldad, y no fueron dignos de tu perdón, ¿qué será de mí? Cayeron las estrellas del cielo, y yo, que soy polvo, ¿qué puedo presumir?
Se precipitaron en la vorágine de los vicios aun aquellos cuyas obras parecían dignas de elogio; y a los que comían el pan de los ángeles los vi deleitarse con las bellotas de animales inmundos.
No es posible, pues, la santidad en el hombre, Señor, si retiras el apoyo de tu mano. No aprovecha sabiduría alguna, si tú dejas de gobernarlo. No hay fortaleza inquebrantable, capaz de sostenernos, si tú cesas de conservarla.
Porque, abandonados a nuestras propias fuerzas, nos hundimos y perecemos; mas, visitados por ti, salimos a flote y vivimos.
Y es que somos inestables, pero gracias a ti cobramos firmeza; somos tibios, pero tú nos inflamas de nuevo.
Toda vanagloria ha sido absorbida en la profundidad de tus juicios sobre mí.
¿Qué es toda carne en tu presencia? ¿Acaso podrá gloriarse el barro contra el que lo formó?
¿Cómo podrá la vana lisonja hacer que se engría el corazón de aquel que está verdaderamente sometido a Dios? No basta el mundo entero para hacer ensoberbecer a quien la verdad hizo que se humillara, ni la alabanza de todos los hombres juntos hará vacilar a quien puso toda su confianza en Dios.
Porque los mismos que alaban son nada, y pasarán con el sonido de sus palabras. En cambio, la fidelidad del Señor dura por siempre.
Del libro de la Imitación de Cristo
(Libro 3, 14)
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