CRISTO ES EL CAMINO HACIA LA LUZ, LA VERDAD Y LA VIDA
El Señor dice: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Esta breve sentencia contiene un mandato y una promesa. Cumplamos, pues, lo que nos manda, y así tendremos derecho a esperar lo que nos promete. No sea que nos diga el día del juicio: «¿Ya hiciste lo que te mandaba, pues que esperas alcanzar lo que prometí?» «¿Qué es lo que mandaste, Señor, Dios nuestro?» Te dice: «Que me siguieras.» Has pedido un consejo de vida. ¿Y de qué vida sino de aquella acerca de la cual está escrito: En ti está la fuente viva?
Por consiguiente, ahora que es tiempo, sigamos al Señor; deshagámonos de las amarras que nos impiden seguirlo. Pero nadie es capaz de soltar estas amarras sin la ayuda de aquel de quien dice el salmo: Rompiste mis cadenas. Y como dice también otro salmo: El Señor liberta a los cautivos, el Señor endereza a los que ya se doblan.
Y nosotros, una vez libertados y enderezados, podemos seguir aquella luz de la que afirma: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Porque el Señor abre los ojos al ciego. Nuestros ojos, hermanos, son ahora iluminados por el colirio de la fe. Para iluminar al ciego de nacimiento, primero le untó los ojos con tierra mezclada con saliva. También nosotros somos ciegos desde nuestro nacimiento de Adán, y tenemos necesidad de que él nos ilumine. Mezcló saliva con tierra. La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Mezcló saliva con tierra; por eso estaba escrito: La verdad brota de la tierra; y él mismo dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Disfrutaremos de la posesión de la verdad cuando lo veamos cara a cara, ya que también esto se nos ha prometido. Pues, ¿cómo nos atreveríamos a esperar lo que Dios no se hubiera dignado prometernos o darnos?
Veremos cara a cara, como dice el Apóstol: Al presente conozco imperfectamente, como en un espejo y borrosamente; entonces lo veremos cara a cara. Y el apóstol Juan dice en su carta: Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
Se trata, en verdad, de una gran promesa; si lo amas, síguelo. «Lo amo -me respondes-, mas, ¿por dónde he de seguirlo?» Si el Señor, tu Dios, te hubiese dicho: «Yo soy la verdad y la vida», tú, deseoso de esta verdad y de esta vida, tendrías razón de decirte a ti mismo: «Gran cosa es la verdad, gran cosa es la vida; ¡si hubiese un camino para llegar a ellas!»
¿Preguntas cuál es el camino? Fíjate que el Señor dice en primer lugar: Yo soy el camino. Antes de decirte a donde, te indica por donde: Yo soy -dice- el camino. ¿El camino hacia dónde? La verdad y la vida. Primero dice por donde has de ir, luego a donde has de ir. Yo soy el camino, yo soy la verdad, yo soy la vida. Permaneciendo junto al Padre, es verdad y vida; haciéndose hombre, se hizo camino.
No se te dice: «Esfuérzate en hallar el camino, para que puedas llegar a la verdad y a la vida»; no, ciertamente. ¡Levántate, perezoso! El camino en persona vino a ti, te despertó del sueño, si es que ha llegado a despertarte; levántate, pues, y camina.
Quizá te esfuerzas en caminar y no puedes, porque te duelen los pies. ¿Por qué te duelen? ¿No será porque, movidos por la avaricia, han recorrido lugares escabrosos? Pero aquel que es la Palabra de Dios curó también a los cojos. «Resulta -dirás- que tengo sanos los pies, pero no acierto a ver el camino.» Piensa entonces que también abrió los ojos al ciego.
De los Tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan
(Tratado 34, 8-9: CCL 36, 315-316)
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