SEMBRADORES DE SONRISAS Y DE COMPRENSIÓN
Por Antonio García-Moreno
1.- LABRANTÍO DE DIOS.- El hombre de campo cuida la tierra con empeño y ternura. El buen labrador rotura la tierra, abriendo anchos surcos para que la semilla se arrope, ahonde sus raíces sanas y eche sus brotes verdes. El que planta y trasplanta, el que injerta y poda. Con una gran ilusión por el fruto que llegará. Con una larga paciencia espera confiadamente en el momento de la cosecha final.
Dios es un labrador bueno, un campesino experto que escoge una rama tierna de cedro alto y frondoso, para plantarla en la cima de un monte elevado. Con la gran ilusión de quien planta un árbol, soñando con el día en que crezca hasta hacerse un cedro grande y espeso. Y sea un recuerdo perenne de la mano que un día remoto lo plantó.
Cristo es la rama florecida del tronco añoso de Jesé. El alto cedro que creció en la casa de Israel, en el monte Sión. Cedro que une el cielo y la tierra, árbol noble que extiende sus ramas dando sombra y frescor ante el fuego del sol de verano, protección y abrigo en los fríos del duro invierno... Pájaros sedientos que se asfixian bajo un sol de justicia, pájaros sin nido que se estremecen en el frío de las noches largas. Eso somos muchas veces y sólo tenemos un árbol donde guarecernos, el de la Cruz. Cristo, verde retoño florido que llenará de esperanza el vacío de nuestro dolor desesperanzado.
Figura del labrador que Dios se aplica a sí mismo en repetidas ocasiones, dándole diversos sentidos, agotando toda la riqueza de su contenido. Dios ante ti como el labrador ante su viña, como el hortelano ante sus árboles frutales, como el jardinero ante sus flores. Eres un árbol plantado por Dios en su finca, en esta ancha tierra suya que es el mundo. Un árbol plantado con cariño, con mucha esperanza e ilusión.
Y Dios cuida cada día de sus árboles. Poniendo un especial esmero en los que son débiles y pequeños, cortando de raíz a los que van torcidos, sin crecer por las guías que Él mismo ha señalado. Y ese árbol seco lo riega hasta que de nuevo sus hojas sean verdes y sus frutos jugosos. Y a esos otros que sólo tienen hojas, sin acabar de dar fruto, los descuaja, los quema porque están podridos por dentro y sólo sirven para el fuego.
Deja que Dios haga las cosas a su modo, permítele que doblegue tu vida para encaminarla por la dirección que Él conoce mejor que tú. Déjale que corte, que raspe, que pode. Y serás un árbol que dé buenos frutos, el revés de ese árbol seco ennegrecido que eres sin Dios. No seas soberbio, no resistas la acción divina, no te empeñes en torcer tu vida por los vericuetos que te sugiere tu loca imaginación. Crece en el sentido de Dios, y serás, como Cristo, un árbol en forma de Cruz del que penda la salvación del mundo entero.
2.- LA MEJOR SIEMBRA.- Jesús se acomoda al hablarnos a nuestro modo de entender, usa las imágenes que constituyen el quehacer diario de nuestra vida ordinaria. Desea que comprendamos bien su doctrina para que así podamos más fácilmente llevarla a la práctica. Al fin y al cabo lo que el Señor pretende no es lucir su sabiduría ni deleitar a sus oyentes, sino sencillamente que mejoremos nuestra conducta cada día, que nos asemejemos más y más a Él.
Hoy nos habla de la semilla que se siembra y que día y noche va creciendo sin que se sepa cómo, en silencio y de forma casi desapercibida. Cuando llegue el momento, la espiga habrá granado y la cosecha será una feliz realidad. Así ha de ser también nuestra propia vida, una siembra continua de buenas obras y de buenas palabras. A veces puede ocurrir que nos parezca inútil hacer el bien, dar un consejo a los demás, o llevar a cabo un trabajo sin brillo, ocultos en el mayor de los anonimatos. Entonces hemos de pensar que ni un solo acto hecho por amor de Dios quedará sin recompensa. Hasta la más pequeña de las semillas alcanzará, si se siembra, el gozo de su propio fruto.
La más pequeña semilla, la actividad más insignificante, el papel más sencillo de la gran comedia, todo tiene su dinamismo interno que, día y noche, va creciendo a los ojos de Dios y preparando el fruto, si no estropeamos la sementera con la rutina, el cansancio o la mediocridad. Cuando llegue el momento de bajar el telón y suene el aplauso de Dios, entonces descubriremos el secreto maravilloso de la pequeña semilla que, sin darnos cuenta, creció y dio frutos de vida eterna.
Sembradores incansables que echan a manos llenas, en amplio y generoso abanico, la simiente divina que Dios nos ha entregado desde que, por medio del Bautismo, hemos comenzado a ser hijos suyos. Sembradores que creen en el valor divino de cada uno de los momentos, que viven unidos a Dios por la gracia santificante. Sembradores de sonrisas y de comprensión, de esfuerzos por un trabajo bien hecho. Alegres y esperanzados siempre, persuadidos de que, aunque no se vea, el grano que se siembra nunca se pierde, sino que dará al final su preciado fruto.
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