MARÍA, LA MUJER CREYENTE
Por José María Martín OSA
1.- La promesa mesiánica de Dios se hace realidad. Estamos ya tocando la Navidad, tiempo de gracia en que se hacen realidad las promesas mesiánicas. Dios advierte a David por medio del profeta Natán que no urge en absoluto la construcción de un santuario de piedra, de un templo, y que nunca ha pedido tal cosa. Se subraya en este segundo libro de Samuel que lo característico de Yahvé es caminar delante de su pueblo, sacarlo una y otra vez de todas las esclavitudes y conducirlo a la verdadera tierra prometida en la que, al fin, habite la justicia. El Dios de los nómadas que no tienen ciudad permanente nunca podrá confundirse con los dioses que consagran un territorio y un orden establecido. Por eso no será David el que construya una casa, un templo, para Yahvé, sino que Yahvé construirá la casa de David; es decir, lo hará padre de una dinastía. El profeta Isaías precisará que el Mesías ha de nacer de la casa de David y anunciará la eternidad de su reinado. Pero este reinado será universal y para todos en el Mesías, Jesucristo, en quien el Hijo de Dios planta su tienda en medio de nosotros. Jesucristo será el descendiente de David y será también el verdadero templo de Dios no construido por manos de hombre.
2.- La fe, respuesta al Evangelio, compromete al hombre entero. Por eso la fe en la Carta a los Romanos es concebida como obediencia. Ella implica, efectivamente, que el hombre acepte libremente comprometer su vida y su persona al Dios que se revela a él como fiel y veraz y que, renovando al hombre, le permite y posibilita obedecer a su voluntad. Si la contemplación del misterio revelado ahora en Jesús no nos lleva a una acción solidaria en favor de los más desprovistos del pueblo, tal vez estemos vaciando de contenido lo más específico de nuestra fe. Esta es la verdadera obediencia: amar al hombre entero. Tal vez ésta sea la mejor manera de poder acercarse al misterio de Jesús entre nosotros.
3.- Fe y entrega sin condiciones de María. En la escena de la Anunciación se pone la última piedra de la casa prometida por Dios a David. Se pone, a su vez, la primera piedra del verdadero templo de Dios entre los hombres. El cielo se acerca a la tierra. La tierra escogida para levantar este santuario es María, una joven desconocida de Nazaret, un pueblo insignificante. Ahora las promesas hechas a David se cumplen: "El Señor Dios le dará el trono de David, su padre... y su reino no tendrá fin". Al oír las palabras del ángel María “se turbó..." Hay en ella pues, una primera reacción de desconcierto. En María, la esclava del Señor, tenemos una verdadera creyente. Al sentirse favorecida del Altísimo, no le responde que la deje pensar más despacio a fin de calcular mejor los riesgos. María reproduce el gesto de Abraham, padre de los creyentes, cuando deja su patria para irse hacia lo desconocido. La persona de fe se confía en Dios como el bebé en su madre. María-madre es a la vez María-niña, que no pone objeciones. Es la entrega sin buscar recompensa, la servidora a cualquier riesgo. María cierra la escena con unas palabras que son paradigma de la actitud del creyente: disponerse confiadamente a ser instrumento de la acción de Dios: “Hágase en mí según tu palabra”
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