DIOS NOS INVITA A VIVIR LA RELIGIÓN COMO UNA FIESTA
Por Gabriel González del Estal
1.- El Reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo… he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda. Debemos acudir a nuestros actos religiosos como el que acude a una fiesta. Toda auténtica fiesta supone una cierta solemnidad, regocijo, encuentro fraterno, compartir, traje de fiesta. En el evangelio de este domingo, Jesús compara la vida en el Reino de los cielos con la boda del hijo del rey, a la que su padre invita a muchos comensales. Estos, por unas causas o por otras, se niegan a ir, por lo que el rey pide a los criados que salgan a los caminos e inviten a todos los que encuentren, sean buenos o malos. La sala del banquete se llenó de comensales; entre estos había entrado uno que no se había puesto el traje de fiesta. El rey montó en cólera y arrojó a las tinieblas, atado de pies y manos, a este comensal. ¿Qué enseñanza puede tener para nosotros, hoy, esta parábola que Jesús dice a los sumos sacerdotes y senadores del pueblo Judío? Es cierto que todas las parábolas que Jesús puso a los judíos de su tiempo sobre el Reino de Dios no podemos entenderlas hoy al pie de la letra, porque fueron dichas y escritas para un público y en un lenguaje que no es el nuestro. Pero también es cierto que todas las parábolas de Jesús tienen un mensaje que va más allá del tiempo y lugar en el que fueron dichas y escritas. Yo creo que, al reflexionar sobre esta parábola de este domingo las preguntas fundamentales que tenemos que hacernos cada uno de nosotros, hoy, son estas: ¿acudimos nosotros a nuestros actos religiosos, como el que acude a una fiesta a la que ha sido invitado? ¿Vivimos nuestra religión con auténtico espíritu de fraternidad cristiana, de regocijo, de agradecimiento a Dios, de deseo de compartir nuestro amor al Dios que nos invita y al prójimo que nos acompaña? O ¿ponemos excusas para no ir, o para ir sin deseo de participación, o sin la preparación y actitud debida? ¿Nos ponemos el traje de fiesta, interior y exterior, o vamos de cualquier manera, porque hay que cumplir un mandamiento de la Iglesia, por rutina, o por simple espíritu de cumplimiento? Sería bueno que ahora cada uno de nosotros nos hiciéramos estas preguntas u otras parecidas.
2.- Preparará el Señor de los Ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos. Y arrancará es este monte el velo que cubre a todos los pueblos. El profeta Isaías se refiere directamente al monte Sión, sobre el que está el Templo de Jerusalén, lugar donde los judíos sentían de una manera especial la presencia de Dios. Al Templo se iba a encontrarse con Dios, a vivir la alegría del encuentro con el Dios Altísimo. Dios convoca en su Templo a todas las naciones, prometiéndoles la salvación, la victoria definitiva sobre el mal y la muerte. También el profeta Isaías compara este encuentro con Dios con un festín “de manjares enjundiosos y suculentos, de vinos generosos, de solera”. ¿Es también para nosotros cuando nos encontramos con Dios en su templo un festín, una promesa de salvación, de triunfo sobre la muerte? ¿O salimos del templo como si no hubiera pasado nada, con el alma llena de turbulencias y preocupaciones materiales? Pidamos a Dios esto: que nuestro encuentro con él nos vivifique y nos conforte por dentro, que nos haga fuertes ante los problemas de cada día. “Lo santo” debe estar reñido con “lo triste”, porque sentir la santidad de Dios dentro de nosotros es sentir la fuerza de Dios superando todas nuestras flaquezas y enfermedades de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Y, recordando el salmo responsorial, digamos: ¡Que el Señor habite en mí, como en su casa, por años sin término!
3.- Sé vivir en pobreza y en abundancia… Todo lo puedo en aquel que me conforta. Estas palabras se las dirige Pablo a la primera comunidad europea –la comunidad de Filipos- a la que evangelizó. Es una comunidad a la que Pablo ama especialmente y por la que se ha sentido correspondido en más de una ocasión. Lo primero que Pablo les dice es que les agradece la ayuda, pero que quiere que sepan que él sabe vivir con poco y con mucho, porque todo lo puede con la ayudad de Cristo, que es el que verdaderamente siempre le conforta. Un buen ejemplo para todos nosotros. Debemos ser sobrios y austeros en la pobreza y en la abundancia, saber vivir con poco y no olvidarnos nunca de los que tienen menos que nosotros. Nuestra fuerza interior no debe dárnosla el dinero, sino el espíritu de Cristo, el vivir nuestro cristianismo con verdad y sinceridad. Una persona que vive en lo económico usando y abusando de bienes superfluos nunca podrá ser buen cristiano. No olvidemos nunca la famosa frase de san Agustín: los bienes superfluos de los ricos son los bienes necesarios de los pobres. Una persona que vive superfluamente, de alguna manera está robando a los pobres.
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