Santa María Micaela del Santísimo Sacramento
15 de junio
(† 1865)
La situación, en la pobrísima casita en que Santa María Micaela había acogido a un grupo de desgraciadas muchachas, era humanamente desesperada. Todas estaban enfermas, por haberse contagiado con la gripe. La fundadora, en un arranque de sobrehumana fortaleza, atendía, ayudada en ocasiones por los propios médicos que se sentían sobrecogidos ante tamaña grandeza, a las enfermas. Por otra parte, el dinero faltaba de manera angustiosa, y por si fuera poco, cuando la situación era más negra, uno de los mayores acreedores de la casa se había presentado a reclamar airadamente su dinero, y había amenazado con el embargo.
Entonces se veían aparecer a la puerta de la casa, y detenerse un momento, los coches señalados con el escudo de las más nobles casas de Madrid. Desde dentro, sin bajar, preguntaban sus ocupantes al portero:
—¿Vive la Superiora?
—Sí, señor. Vive aún.
—Pues dígale usted de mi parte que como ella se ha querido todo esto, y lo hace por su gusto, que lo sufra.
No es más que una anécdota. Pero como ésta, podrían contarse a centenares. El estampido que en la buena sociedad madrileña causó la decisión de Micaela Desmasiéres López de Dicastillo y Olmedo, vizcondesa de Jorbalán, de ponerse al servicio de las pobres mujeres caídas y consagrarse a la tarea de redimirlas, era tal que, usando frase ignaciana, podríamos decir que "el mundo no tenía oídos para escucharlo". Su familia, horrorizada, deja de tratarla; sus antiguas amistades, le vuelven la cara. Personas que le debían favores, le niegan la más mínima ayuda, porque aquello no tiene ni pies ni cabeza y se va a deshacer de un momento a otro. Por encima de todo esto, Micaela del Santísimo Sacramento se mantiene firme con una grandeza de ánimo, con un espíritu de fe tan colosal, que su figura, nos atrevemos a afirmarlo rotundamente, es una de las más colosales de todo el santoral cristiano.
En la flor de la edad, a sus cuarenta y tres años, muere inesperadamente el padre, teniendo Micaela que interrumpir la educación que venía recibiendo en las ursulinas de Pau. Poco después es su hermano Luis el que en un accidente, una caída de caballo, muere en Toulouse. Su hermana Engracia, a la que una niñera imprudente llevó a presenciar la ejecución de un reo, empieza a dar muestras de perturbación mental, y termina trastornándose por completo. Su hermana Manuela, que sobreviviría a tantas desgracias, hubo de marchar al destierro, a causa de las ideas legitimistas de su esposo.
En medio de todas estas tribulaciones, María Micaela recibe una educación excepcional. Se le enseña no sólo lo que es costumbre que aprendan las señoritas de buena sociedad en aquel tiempo, sino otras muchas cosas que le han de ser excepcionalmente útiles en su futura vida de fundadora. Aprende también a familiarizarse con el dolor y la humillación. Después de tres años de limpio noviazgo, pues ella "no entendía muy bien de bodas", con un joven piadosísimo, hijo de los marqueses de Villadarias, cuando iba a celebrarse la boda se rompe el compromiso por cuestiones de intereses. El paso humilla a Micaela y la lanza por vez primera a la maledicencia madrileña. Ella, en sus memorias, maravilloso documento de espontáneo y naturalísimo estilo, resumirá aquel noviazgo diciendo que "todo era tomarnos cuenta de los rezos... y quién hacía más oración".
Pero esta extraña escuela del noviazgo, para una fundadora, se va a hacer más extraña aún cuando, muerta su madre, María Micaela acompañe a su hermano primero a París y después a Bruselas. Durante su estancia en estas dos capitales europeas, Micaela se verá obligada a hacer una vida verdaderamente extraña. La dirección de un santo jesuita, el padre Carasa, a quien su madre la ha dejado encomendada, le servirá de seguridad en dificilísimos trances. El hecho es que ha de madrugar muchísimo para hacer su oración y recibir la comunión, que toda su vida fue cotidiana. Que ha de aprovechar la mañana para sus obras de caridad. Pero que luego ha de sentarse a la mesa, acompañando a sus hermanos, y con frecuencia invitados del cuerpo diplomático, ha de salir de paseo a caballo y ha de pasar la noche entre teatros, tertulias y bailes. Nadie podía sospechar que al dolor intensísimo que le causaba su enfermizo estómago (tuvo diagnosticado el cáncer por mucho tiempo) añadía ella la aspereza de un cilicio. Ni podían sospechar tampoco, quienes la veían en la platea, que los anteojos que ella llevaba estaban dispuestos de tal manera que, aun mirando fijamente al escenario, nada se alcanzara a ver.
Su vida en París y en Bruselas fue una siembra ininterrumpida de maravillosa caridad. Pobres, enfermos, necesitados, iglesias desmanteladas..., por doquiera hubiese una necesidad, encontraban inmediato remedio en la espléndida vizcondesa. Un anecdotario copiosísimo y edificante nos demuestra la extraordinaria capacidad, hasta humana, de una mujer que sin desatender en lo más mínimo a sus obligaciones (se obligó con voto a obedecer a su cuñada), desplegaba una pasmosa actividad al servicio del prójimo.
Un episodio extraño nos va a dar la medida de su extraordinaria figura. Volviendo hacia España, quiso su cuñada detenerse una temporada en Burdeos. También allí se significó María Micaela por su ejemplaridad. Un día reciben una extraña invitación: el cónsul de España les ruega que vayan a tomar el té a su casa. Ellas oponen algunos reparos, y el cónsul les explica que es el señor arzobispo quien se lo ha pedido porque quiere hablar con Micaela, y no le parece oportuno ni discreto acudir al hotel en que se hospedan. Dicho y hecho: se reúnen, comienzan a conversar y el arzobispo pide a Micaela... algo verdaderamente inaudito para una muchacha seglar.
María Micaela venía oyendo la misa que celebraba un canónigo español en la iglesia de unas religiosas, sin caer en cuenta de la situación en que se encontraban. El arzobispo le abrió los ojos: contagiadas por el jansenismo, las religiosas estaban en franca rebeldía contra él, y ésta era la razón de que allí no se celebrara misa. Pedía a Micaela que interviniera para que aquella situación cesase. Y Micaela intervino. Ella nos ha contado lo que sucedió, que llega a lindar con lo increíble. Recibida con frialdad, se gana primero el ánimo de la superiora, habla después a toda la comunidad reunida, entrando para ello en clausura, llega a convencerlas de que acepten hacer unos ejercicios espirituales, preside la comunión final, con su traje seglar, en medio del coro, en lugar de la superiora, convence a un pequeño grupo que aún se resistía, y marcha de Burdeos dejando a las religiosas enteramente reconciliadas con Dios, y despidiéndola con lágrimas.
El encuentro más decisivo de su existencia iba a tener lugar en forma inesperada y claramente providencial. El padre Carasa le había encomendado, al quedar sola en Madrid, que alternara con una señora de la que Micaela, extraordinariamente parca en alabanzas, nos dice que "era santa": María Ignacia Rico de Grande. Esa señora la llevó un día al hospital de San Juan de Dios, donde, según nos dice Micaela, "sufre el olfato, la vista, el tacto, los oídos". "Todo tiene allí su especial mortificación y es un jardín de muchas virtudes que practicar". En efecto, al hospital se acogían las pobres mujeres de la calle, al caer enfermas de sus más repugnantes enfermedades. Micaela nada sabía ni de la existencia de tales mujeres, ni mucho menos del trato vil que la sociedad culpable les daba después de haberlas corrompido.
Aquella visita fue para ella una revelación. Y cuando vio la situación, no sólo del hospital, sino, lo que era muchísimo más trágico, la que les esperaba a la salida del mismo, no pudo menos de pensar que había que hacer algo. En este o aquel caso concreto las dos amigas consiguieron hallar un remedio. Pero hacía falta más: una casa en la que poder acoger a aquellas pobres mujeres, prevenir en lo posible las caídas, remediarlas cuando ya habían ocurrido.
Y así se hizo. En una insignificante casita inició María Micaela su maravillosa obra de caridad. La Comisaría de Cruzada le ofreció alguna ayuda. Se formó una junta y se preparó un sencillísimo reglamento. Pero claramente se veía que aquello no podía seguir en manos mercenarias, y que únicamente quien lo hiciera por Dios podría soportar las dificultades, las humillaciones, los desprecios que el trato con aquellas mujeres aparejaba.
Se produjo entonces uno de los episodios más dolorosos de su vida: se hicieron cargo de la casa unas religiosas francesas. Pero, desgraciadamente, pronto se vio que no habían sido leales ni en los ofrecimientos, ni en las obligaciones que habían asumido. Contra lo que habían afirmado, no tenían práctica ninguna de aquella clase de apostolado. Por otra parte. en la vida económica de la casa había muchos aspectos obscuros, obedeciendo, al parecer, a compromisos con la casa central. Lo cierto es que la situación se hizo insostenible; Micaela, apoyada por la autoridad eclesiástica que le daba plena razón, hubo de recurrir a medios extremos, y mientras, en medio de un griterío espantoso, con la casa rodeada por la fuerza pública, salían las religiosas, Micaela se hacía cargo de nuevo de las muchachas allí acogidas.
Con sobrecogedora grandeza de ánimo hizo frente a la situación. Pensando seriamente las cosas vio que Dios la llamaba a aquella tarea. Dejó su casa, se quedó a vivir con ellas, e inició ya de lleno su espléndido apostolado.
Y empieza una vida en la que, sin paradoja alguna, sino con toda verdad, se puede decir que lo sobrenatural es enteramente natural. No hay una peseta en casa, y ni siquiera carbón para encender la lumbre. A media mañana llega un religioso filipino, visita el colegio, y, entusiasmado, regala tres onzas de oro. La comida de aquel día es espléndida, y las colegialas piensan que el encender tan tarde la cocina ha sido... una broma de la superiora.
Cuando la calumnia llega hasta el mismo arzobispo de Toledo, se presenta el cura de la parroquia para quitar el Santísimo de la casa. Micaela pide al Señor que no consienta en irse, y el ánimo del cura cambia por completo después de estar un rato de rodillas. Emocionado, se ofrece para todo lo que haga falta.
En una época de su vida un confesor duro de carácter, el padre Labarta, querrá poner coto a tantas maravillas, y le prohibirá hacer uso de lo que Dios Nuestro Señor a cada paso le revelaba. Imprudente medida que ocasiona conflictos curiosísimos. "Va a haber fuego en el altar", avisa el Señor. Y la Santa no puede hacer nada que no sea disponer con disimulo un poco de agua a mano. "Te van a envenenar", y ella, ante la prohibición del confesor, se ve obligada a empezar a tomar la taza que contenía el arsénico, hasta que, ante lo repugnante del gusto, piensa que también sin revelación habría dejado aquello, y lo deja. Pero la obediencia le costará una enfermedad gravísima, y quedar al borde de la muerte. Felizmente no todos los confesores eran como el padre Labarta, y la figura celestial de San Antonio María Claret vendría en su auxilio y le ayudaría maravillosamente en los últimos años de su vida.
No hay palabras para explicar el grandioso heroísmo de la caridad de la Santa. Tenía un carácter fuerte, por otra parte, verdaderamente necesario si había de sacar adelante una fundación en la que se encontraban unánimes a la hora de rechazarla todos, los buenos y los malos.
Tuvo la persecución de los malos. Era lógico. Con el puñal, con el veneno, con el incendio, con la calumnia, con el pasquín, con el periódico..., con todos los medios. Repetimos que era lógico. Hombres poderosos, que se veían privados por el bienhechor influjo de la Santa de las mujeres de quienes habían hecho objeto de su pasión, no dejaban piedra por mover a la hora de perseguirla. Temporadas enteras hubo de dormir vestida, pensando que de un momento a otro se vería asaltada la casa. Su valor fue, sin embargo, tan extraordinario que consta de alguna ocasión en que llegó a presentarse, sola e indefensa, en una casa pública, a trueque de arrebatar de allí una pobre mujer a la que retenían contra su voluntad, escena esta inmortalizada por Tomás Borrás.
Pero acaso le tuvo que doler muchísimo más, y sin acaso, la persecución de los buenos. Un día es su mismo confesor, el padre Carasa, que, dando oídos a una hipócrita, se muestra duro y desdeñoso con ella y se niega a atenderla. Otro día, un crédulo arzobispo, que organiza una inaudita escena, en la que insulta y rebaja hasta lo increíble a la Santa. Otra, su propio Ordinario que, dando oídos a las habladurías, intenta retirar el Santísimo Sacramento de la Casa. Ocasión hubo en que ella misma confesó tener enfrente prácticamente a todo el clero de Madrid.
Fue calumniada aun en las mismas cosas en que ni siquiera apariencia pudo haber de nada malo. Así, sus relaciones con Isabel II. Se obligó con voto a no pedir jamás a la reina absolutamente nada, ni para sí ni para los demás. Rehusó sistemáticamente hablar con ella de cosas que no fueran de Dios. Y a pesar de todo, se vio acusada de formar parte de la camarilla, de influir en la política, de fomentar aquellas relaciones, aceptadas por ella exclusivamente por obediencia y con una repugnancia grandísima.
Pero lo más maravilloso es y será siempre su trato con las pobres mujeres. El dominio de su naturaleza, en el cuidado de las llagas más purulentas, en la aceptación de los insultos más procaces, en la constancia y en la humillación, sobrepasa lo que puede explicarse. La pluma no encuentra palabras para ponderar la caridad admirable ejercitada por la Santa a lo largo de su vida. Pero cuando recogemos los testimonios de quienes presenciaron aquellas escenas, los ojos se nos llenan de lágrimas. Parece imposible, e imposible sería sin la acción de la divina gracia, que una mujer de alcurnia sirva en los más viles menesteres a tan pobres desgraciadas. Que acepte, sin una vacilación, el constante peligro del contagio. Que salga a recoger, por las calles de Madrid, el insulto y la befa para pedir una limosna. Alhajas vinculadas al recuerdo de su madre, recibidas de la familia real, cargadas de historia de España, pasaban a las sórdidas manos de los prestamistas, a un precio irrisorio..., porque las colegialas tenían que comer y no había en todo Madrid quien quisiera dar a Micaela una sola peseta.
"En 1850 me vine al colegio, a dirigirlo yo misma, pero me parecía que no había de poder hacer el gran sacrificio que me proponía. ¡Me hallaba tan sola..., tan triste..., tan despreciada de todos!"
Sola, triste y despreciada. ¡Qué tres adjetivos! Humanamente era imposible pensar que alguien quisiera compartir con ella aquella vida. Pero cuando las obras son de Dios se hace posible lo imposible, pues Él nos dijo que había venido a confundir la sabiduría de este mundo con la locura que El traía del cielo. En efecto, con vacilaciones, con deserciones dolorosísimas, pero con seguridad absoluta, el minúsculo grupo de personas que le ayudaban se fue ensanchando más y más y, quien nunca pensó en ser fundadora, se encontró un buen día al frente de una naciente congregación religiosa: las Adoratrices del Santísimo Sacramento y de la Caridad.
Durante mucho tiempo estuvieron viviendo sin regla escrita ni normas, pero con una observancia tal y un fervor tan grande que se traslucía al exterior y atraía las vocaciones. El 6 de enero de 1859, festividad de los Santos Reyes, hicieron los votos simples Micaela y sus siete primeras compañeras. El 15 de junio de 1860 emitió Micaela sus votos perpetuos. Poco a poco se fueron ordenando todas las cosas y se inició la expansión del instituto. Primero, a Zaragoza. Después a otras muchas poblaciones españolas que las llamaban con interés: Valencia, Barcelona, Burgos, etcétera.
También en estas fundaciones le esperaban episodios parecidos a los de Madrid. Hubo defecciones dolorosísimas, como la de la superiora de Valencia. Y embrollos humanamente insolubles. En cierta ocasión escribía a sus hijas de Madrid desde Zaragoza: "Dudo yo que haya superiora ni más acusada, ni más calumniada, ni más reconvenida. ¡Te aseguro que desmenuzan mis acciones!".
Pero entre tantas dificultades el instituto se había consolidado y la madre Sacramento podía entonar el Nunc dimittis. Por tres veces, en 1834, 1854 y 1855, había hecho frente a las epidemias, que la habían respetado.
Ahora, en 1865, el cólera había estallado en Valencia. Ella sabía que le esperaba la muerte, y mil indicios lo demostraron: su empeño en recorrer todas las casas, lo solemne y triste de las despedidas, el estilo de algunas cartas... y otros mil indicios no dejaban lugar a dudas. Y, en efecto, ella marchó serenamente hacia la muerte.
La casa de Valencia estaba en necesidad extrema. Pero al ver llegar a la madre todas se alegraron inmensamente. Una pena, sin embargo, le esperaba: una de las chicas del colegio acababa de cometer un sacrilegio cuando ella llegó. Deshecha en llanto, se postraba en la tribuna de la capilla exclamando:
—¿Cómo, Señor, has podido consentir tamaña ofensa en tu casa? De haber previsto tanta infamia, ¿hubiera abierto yo jamás el colegio?
Pronto se presentó la enfermedad. "Es la última", dijo a su confesor con entera seguridad. La última, y la más dolorosa. Calambres casi continuos, acompañados de dolores agudísimos. El médico declaraba, asombrado, que nunca había visto sufrir tanto con tan extraordinario ánimo. Por fin, suavemente, abrió sus ojos, los elevó hacia el cielo y murió. Eran las doce menos siete minutos del 24 de agosto de 1865.
A las cinco de la tarde del día siguiente, sin ningún aparato, fue depositada en el nicho número 2143 del cementerio de San Martín. Harto fue conseguir que no la enterraran en la fosa común, como a las demás víctimas de la epidemia. Veintiséis años más tarde el cuerpo fue llevado a la casa de la congregación en Valencia.
La heroicidad de sus virtudes fue proclamada en 1922. Su beatificación tuvo lugar en 1925 y su canonización en 1934.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA
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