20 de marzo
SAN MARTÍN DUMIENSE
(† 580)
San Martín Dumiense debe su sobrenombre a Dumio, lugar próximo a Braga, capital que era, ésta, del reino de los suevos. A él se atribuye la conversión al catolicismo de este pueblo bárbaro, establecido desde comienzos del siglo V en la parte noroeste de la Península, y como apóstol de los suevos es conocido en la historia por antiguos y modernos. Entre los antiguos aduzcamos ya el testimonio dé San Isidoro de Sevilla, su contemporáneo algo posterior. "Habían —dice San Isidoro— permanecido muchos reyes suevos en la herejía arriana, hasta que subió al trono Theudemiro. Este, por celo y esfuerzo de Martín, obispo del monasterio de Dumio, hombre esclarecido por su fe y su ciencia, volvió a los suevos a la fe católica". Al importante hecho se le asigna la fecha de 560.
Pero ni los suevos ni su apóstol son originariamente hispanos. ¿Cómo vinieron unos y otro a España? ¿Cómo se encontró el apóstol con los que, ante Dios y ante la historia, serían su gloria y su corona?
Si abrimos un mapa clásico de la antigua Germania, entre las mallas de las arterias que forman el Elba con las aguas venidas de los montes Sudetes, hallamos en grueso trazó el nombre de Suebi. El mapa mismo, con el confuso cruzarse y entrecruzarse de los nombres de pueblos, nos da la impresión de un hormiguero humano, aprisionado entre sus bosques, ríos y montañas por el límes romano, el Danubio aquí, el Rhin más allá, las legiones por dondequiera. Los suevos, en alguna de las ramas en que aparecen ya fraccionados a comienzos del siglo I, hubieron de ser más de una vez el terror de Roma. En los días de Marco Aurelio, cuados y marcomanos están frente a Roma (166-180), y fue tal el pánico de la urbe que el emperador estoico no halló en el Imperio adivinos bastantes a quienes consultar, ni víctimas suficientes que sacrificar para asegurar el éxito de la guerra. Pero a la larga, la frontera romana se resquebrajaba por todas partes. En lo que ahora nos interesa, los últimos días del año 406, bandas de vándalos, alanos, cuado-suevos y una fracción de vándalos silingos atraviesan, por Maguncia, el Rhin, que acaso estaba helado, e inician por tierras del Imperio la marcha que, a través de la Galia, había de llevarlos a nuestra Península. "De un solo empujón —dice, resumiendo penalidades infinitas, San Isidoro— alcanzaron el Pirineo, llevándose a los francos por delante (Francos proterunt directoque impetu ad Pyrenaeum usque perveniunt ("Hist. Goth." c.71 ). Pero no lo atraviesan entonces. Aún sufren una derrota romana y sólo el año 408 ó 409 irrumpen por las provincias de España. Hasta el año 411, estos pueblos devastan las tierras por donde pasan. El 411 hubo un reparto de tierras en nuestras provincias. "Los bárbaros —dice Idacio—, inclinados por la misericordia divina al camino de la paz, se reparten a la suerte las regiones de las provincias para habitarlas. Los vándalos y los suevos ocupan la Galecia, sita en la extremidad occidental del mar océano..." (Chronicon c.47).
Estos suevos que de un magnífico salto han venido de las orillas del Rhin a las del Miño, rompiendo por entre las lanzas de francos y romanos, eran paganos de religión. Todavía su rey Rékhila, que llevó sus armas victoriosas hasta la Bética y conquistó Sevilla, muere gentil el año 448. En este momento nos da Idacio esta noticia: "Al gentil Rékhila sucede inmediatamente en el reino su hijo Rekhiario, católico" (Chron., c.137). A la conversión del rey sigue la de su pueblo. A qué y a quién se debiera esta conversión de rey y pueblo, es punto oscuro en la historia —de la historia de este pueblo suevo, que tantos puntos oscuros tiene.
Lo cierto es que cuando, a los pocos años, otro rey suevo se hace arriano, el pueblo se pasa también al arrianismo (si no hay, más bien, que pensar que el pueblo fuera ajeno a estos cambios de decoración religiosa). Y es que estas conversiones religiosas nota bien un moderno historiador eran característicamente actos políticos. El nuevo rey arriano, Remismundo, de complicada historia política, aparece dueño único del reino suevo por el año 465. Está en relaciones con el poderoso rey godo Teodorico, con cuya hija se casa. La conversión, pues, fue también ahora acto político. El catequista fue un tal Ayax, gálata de nación, enviado, sin duda, por, Teodorico. Las palabras de Idacio respiran indignación: "Ayax, gálata de nación, que, viejo ya, se había hecho arriano, álzase entre los suevos a combatir, con el auxilio de su rey, la fe católica y la divina Trinidad, propagando el virus pestífero del enemigo del género humano, que había traído de la región de las Galias, habitada por los godos" (Chron. c.232). Si aceptamos para la conversión del pueblo suevo al catolicismo la fecha antes notada de 560, el arrianismo habría durado desde 465 a dicha fecha: un siglo aproximadamente. Y este siglo es justamente de total oscuridad histórica por silencio de las fuentes. Se duda, incluso, sobre el nombre del rey suevo que pasó con su pueblo al catolicismo: Kharriarico, según San Gregorio de Tours, o Theudemiro, según San Isidoro en texto anteriormente citado. Vamos a prescindir de la cuestión de nombres. Según San Gregorio de Tours (538-594), el rey suevo arriano habría enviado una embajada al sepulcro de San Martín, suplicando la curación de un hijo enfermo. La embajada fracasa. Envía otra con grandes ofrendas. Los enviados reciben ahora las reliquias del Santo, que, de paso, libera a los presos de la ciudad. Con próspero viento llegan, por mar, a Galicia. El hijo del rey, milagrosamente curado, sale a recibir aquel tesoro... "Entonces llegó también de lejanas regiones, movido de divina inspiración, un sacerdote llamado Martín... El rey con toda su casa confesó la unidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo y recibió el crisma. El pueblo quedó libre de la lepra hasta el día de hoy y todos los enfermos fueron sanos... Y aquel pueblo arde ahora tanto en el amor de Cristo, que todos irían gozosos al martirio si llegasen tiempos de persecución" (De rniraculis S. Martini, I,11).
Este texto de Gregorio de Tours, contemporáneo de los hechos que narra, siquiera sobre ellos deje indefectiblemente caer el polvillo irisado del oro de la leyenda, pone finalmente en contacto a San Martín Dumiense con el pueblo de que va a ser apóstol. No es inverosímil suponer que fue éste el momento en que, movido de divino impulso —divinis nutitibus actus, como dirá él mismo—, se determinó a dejar las Galias y pasar a la remota Galecia, dominada por un pueblo arriano, pero dispuesto a recobrar la fe ortodoxa. La perspectiva, para un alma de temple apostólico, no podía ser más halagüeña. Y también aquí pudo haber tenido parte la política. Los francos eran católicos desde fecha remota —Clodoveo se bautizó el 25 de diciembre de 498 ó 499— y, sin duda, se disputaban con los godos la influencia sobre el pueblo suevo. Por otra parte, Martín no era un desconocido en el reino franco. Venancio Fortunato, peregrino también del sepulcro de Martín de Tours, monje primero y obispo luego de Poitiers, inspirado poeta, fue amigo suyo y le exalta con alta inspiración en uno de sus poemas, que es bien citar aquí
Por el nuevo Martín salvada, Galicia aplaude,
de estirpe apostólica fue este varón para ti.
Por virtud a Pedro, por doctrina a Pablo, igualara. De Santiago y Juan la protección te trajo.
De Panonia vino, según dicen, de parte Quirinis.
Y fue más bien la salud la Galicia sueva.
Gregorio de Tours, amigo también de Venancio Fortunato, hace del Dumiense este lapidario elogio: Nulli secundus illis temporibus habebatur (Hist. Franc. V,38: PL 71, 352). Acaso conoció también el monasterio y la regla de San Cesáreo de Arlés. Estas estrechas relaciones con las grandes lumbreras eclesiásticas del reino franco suponen una estancia algo prolongada en él. Cabe, pues, imaginar que fue de Francia, acaso de la tumba misma del taumaturgo homónimo suyo, de donde San Martín Dumiense vino a España. Nada impide tampoco suponer que se agregara a la expedición regia que llevaba a Galecia las reliquias del Turonense. Ello sería por los años de 550-560.
Pero Martín no era franco ni galorroinano de nación, y si la embajada piadosa del rey suevo le halló junto a la tumba de San Martín de Tours era simplemente una de tantas estaciones en una vida de largo peregrinar por tierras extrañas. Sólo en Galecia justamente hallará reposo. El mismo nos dice en el epitafio que, con ejemplar previsión, se compuso para su tumba en hexámetros virgilianos: "Nacido en Panonia, atravesando los anchos mares y movido por impulso divino, llegué a esta tierra gallega, que me acogió en su seno...".
San Martín Dumiense es, consiguientemente, de la misma patria lejana, la actual Hungría, muy hacia el Oriente, que su glorioso homónimo San Martín de Tours, de reciente memoria (relativamente, reciente, pues San Martín muere el año 397) y cuyos milagros atraían a su tumba gentes de toda procedencia y categoría. El Dumiense hubo de nacer hacia el 510-520. De su juventud no se sabe nada. Apuntemos sólo que un siglo antes (después de 414) había muerto por sus tierras del Danubio un escritor notable, Nicetas de Remesiana cuyas obras hubo de leer antes de emprender sus peregrinaciones. Acaso la primera de éstas le llevó a Palestina, donde se hizo monje y aprendió el griego. El monacato era entonces algo muy móvil. Martín puede seguir peregrinando; pero de Palestina se trajo el espíritu monacal que instaurará en tierras de Galicia y dos preciosos opúsculos: Verba seniorum y Sententiae Patrum Aegyptiorum, que serán la regla de su futuro monasterio dumiense. La visita de Roma era inevitable. De Roma pasaría al reino franco, donde le hemos hallado junto al sepulcro de San Martín y hemos supuesto que, desde allí, por mar, se dirigió al reino, suevo, donde había de hallar término a su peregrinación y ancho campo a su celo apostólico. Este sería el momento de su grande obra: la conversión del rey y el Pueblo arriano a la ortodoxia católica. Ni San Isidoro ni San Gregorio de Tours nos dicen en qué consistió la acción del Dumiense en la conversión del rey y pueblo suevos. Acaso fue obra del prestigio de su fe y de su saber. El hecho es que en el primer concilio de Braga, el año 561, San Martín desempeñaba el mismo papel que San Leandro en el tercero de Toledo. La conversión había sido tan entera que no fue menester lanzar nuevo anatema contra el arrianismo y los ocho obispos que firman sus actas se limitaron a leer la decretal del papa Vigilio y extractar de ella su canon quinto, que manda administrar el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que la conversión hubo de estar relacionada con los milagros de San Martín de Tours lo prueban los versos del Dumiense que figuraban en la basílica de Dumio, consagrada al taumaturgo turonense "Admirando tus prodigios, el suevo ha conocido el verdadero camino, y, para sublimar tus méritos, ha levantado estos atrios, construyendo a Cristo un templo venerable, donde tú repartes tus gracias y él derrama sus plegarias".
Pero Martín, que hubo de frecuentar la corte y mezclarse entre las muchedumbres populares y presidir un concilio para la obra de conversión, era en el fondo un monje que se había traído de Palestina la nostalgia de la soledad, del silencio y la quietud, de la gloria de la oración lejos de todo mundanal ruido, aun del que trae consigo toda obra de apostolado (y éste es acaso el brazo más pesado de su cruz). Así, y apoyado, sin duda, por el poder regio, pronto funda el monasterio de Dumio, cerca de Braga, el primero de Galicia y acaso también de toda la España visigótica. Luego seguirán otros, de los que quedan escasas noticias. Lo cual no era abandonar la obra de conversión, sino asegurarla. Acaso Martín comprendió que no hay medio de cristianizar un pueblo como esos focos de intensa vida sobrenatural, que, como el fuego su calor, la irradian luego en torno suyo, sin estruendos pero con infalible eficacia. No sabemos cómo se llevó a cabo la fundación y se formó en torno a Martín ese vasto mundo aparte que era una abadía medieval. Lo que sí sabemos es que muy pronto el abad de Dumio es creado obispo —Dumiensis monasterii sanctissimus pontífex, le llama San Isidoro—. Su jurisdicción debió de limitarse a la familia servorum del monasterio y acaso a la corte. Se supone que conoció la regla de San Cesáreo de Arlés († 27 de agosto de 543) y acaso también la de San Benito († h. 547). Pero en Dumio, Martín fue, sin duda, la regla viva. Y como fuente de inspiración para la formación de sus monjes, allí estaban los dos opúsculos que se trajera de Oriente: Las palabras de los ancianos y las sentencias de los padres egipcios. Este último, que nos parece menos interesante, lo tradujo por si mismo. Del primero encomendó la traducción a su discípulo Pascasio, quien antepone a su labor un breve prólogo dirigido "al señor venerable padre Martín, abad y presbítero". Este prólogo nos interesa, como todo rastro que de sí deje un alma, pues Pascasio, monje de Dumio, puede representar el ideal de cultura que San Martín señalaba a sus monjes. Pascasio emprende su trabajo, para él insólito, para obedecer a su padre santísimo. El sabe —y es un saber precioso— que nada puede jamás leerse, escribirse o imprimirse, si el ingenio o el corazón con su íntima voz lo prohiben. Se acuerda de Sócrates y, como él, sabe que no sabe nada. Ha leído muchos libros elocuentísimos, aun por incitación de su abad, y si su versión latina no lo es tanto, no se le inculpe a él, sino al mal manuscrito de que dispone. Le pide a su abad la ayuda de su oración y si halla, en fin, su trabajo digno de ser copiado, él se digne pulirlo con su buen estilo. El buen Pascasio termina: "No sabría que mi trabajo te ha agradado, si no veo algunas cosas que té hayan disgustado". La obrita es un tesoro de doctrina ascética, con la ventaja de ofrecérsenos no en tratados abstractos o en áridas sentencias, y menos en un código de imperativos, sino en narraciones, anécdotas y palabras vivas de los Padres del yermo. Son la flor de aquellas soledades en su mejor primavera de santidad. Son zumo sabroso de unos frutos de experiencia ya secular. Es difícil resistir a la tentación de transcribir aquí algunas de esas palabras de los viejos del yermo, no sólo por su perfume y su jugo, sino porque si no son obra de San Martín, por él llegaron a Occidente y él antes que nadie hubo de sentir su hechizo y modelar por ellas su espíritu y el de sus monjes. Tomemos el postrer capítulo. Se reúnen doce anacoretas y se conviene entre ellos que cada uno diga en qué piensa y medita. El primero dijo: He puesto un muro entre mí y el mundo exterior y sólo me miro a mí mismo y espero la esperanza de Dios. El segundo: Desde que renuncié a la tierra, me dije: Hoy has empezado a servir a Dios. El tercero: Por la mañana subo a Dios y le adoro... El cuarto: Yo me imagino estar en el monte Olivete con el Señor y sus discípulos y me digo a mí mismo: no conozcas a nadie según la carne. El quinto: Yo estoy continuamente esperando mi fin y le digo a Dios: Preparado está mi corazón... El sexto: Yo me imagino oír que el Señor me dice a la continua: Trabajad por mí y yo os daré el descanso... El séptimo: Yo pienso continuamente en la fe, la esperanza y la caridad. El octavo: Yo miro cómo el diablo está dando vueltas buscando a quién devorar... El noveno: Yo procuro vivir con mi mente en el cielo y cuanto hay en la tierra lo reputo ceniza y estiércol. El décimo: Yo miro continuamente al ángel que me acompaña... El undécimo: Yo hago de las virtudes personas y me las imagino acompañándome por todas partes... El duodécimo: Vosotros, padres, sois hombres celestes o ángeles terrenos y por ello pensáis en el cielo. Yo bajo todos los días al infierno y me digo a mí mismo: Estáte con los que mereces, pronto te contarás entre ellos...
Recojamos alguna deliciosa narracioncilla. San Martín recomendaba a sus monjes el desprendimiento de las cosas con este ejemplo: El abad Macario sale un día de su celda. A la vuelta halla a un ladrón que estaba cargando su jumento con los enseres del monje. Macario se hace el extranjero, le ayuda a cargar la bestia y le acompaña diciendo: "Nada trajimos al mundo y nada nos llevaremos de él".
Vaya esta otra por lo breve: Un viejo le dice a otro: "Yo estoy muerto al mundo". El compañero le responde: "No confíes en ti mismo hasta que hayas salido de tu cuerpo, pues si tú, estás muerto, el diablo no lo está, y sus artes son incontables".
Una sentencia de oro: "Todo trabajo sin humildad es vano ...".
Contra la fácil tentación de soberbia que acecha al monje como elegido y predestinado, San Martín contaba a los suyos: El abad Silvano fue arrebatado en éxtasis en su celda. Vuelto del éxtasis, lloraba. Importunado por su discípulo, dijo finalmente: "He sido arrebatado al juicio, hijo mío, y he visto a muchos con hábito de monjes ir a los suplicios y a muchos laicos subir al cielo". (Sententiae Patrum Aegyptiorum, 48). Y así fuera grato continuar.
Pero no eran sus monjes de Dumio la sola solicitud de San Martín. Para regular la vida del clero, recopiló, tradujo y ordenó una colección de cánones, tomados "de los sínodos de los antiguos Padres orientales", pero también de concilios españoles y africanos. Colección, sin duda, del mayor interés para el conocimiento de la organización y vida de la Iglesia y aun de las costumbres en general de aquellos tiempos. San Isidoro nos dice haber leído él mismo —ego ipse legi— un volumen de cartas en que "el obispo santísimo del monasterio dumiense exhortaba a la enmienda de la vida, al fervor en la oración, a la largueza en la limosna y, sobre todo, al culto de las virtudes y a la piedad". Estas cartas se han perdido y su pérdida es bien de lamentar, pues ellas nos hubieran acaso guardado lo mejor del alma del abad de Dumio.
Al rey Miro, sucesor de Theudemiro, le dirige San Martín el opúsculo Fórmula de la vida honesta, El tratado hubo de ser pedido al Santo por el rey mismo, que siente —dice Martín en el prólogo— sed ardentísima de la sabiduría y quiere ir a saciarla en las fuentes de donde manan los ríos de la ciencia moral. Si esta sed la suscitó, como es de suponer, el apóstol en sus conversos, ello sería gloria suya y de ellos. La Fórmula es un tratado de ética natural de corte e influencia senequista. San Martín Dumiense, de origen no hispano, es nuestro primer senequista. Hasta tal punto se penetra del estilo y pensamiento del cordobés, que la Edad Media nos ha transmitido la Formula vitae honestae bajo el nombre de Séneca. La nueva patria le prestó acaso también algo de su espíritu. A Séneca suena esta sentencia: "¿Qué importa que no estés en tu patria? Tu patria es el lugar donde has encontrado el bienestar, y la causa del bienestar no radica en el lugar, sino dentro ¿el hombre mismo". Lo mismo se diga del tratado De ira, que recuerda otro del mismo título de Séneca.
Objeto, en fin, de la solicitud del abad, obispo de Dumio era el pueblo humilde de los campos, imbuido aún de supersticiones paganas, célticas y germánicas. El tratado De correctione rusticorum, a par de un resumen de las verdades cristianas, da noticias de las supersticiones de las gentes del campo del reino suevo (y hay que suponer que de toda España). Para desacreditar la idolatría, San Martín apela a la teoría demónica. Muchos de los demonios expulsados del cielo presiden en el mar, en los ríos, fuentes y bosques, y los hombres que ignoran a Dios les dan culto como a dioses.
En el mar los llaman Neptuno, en los ríos Lamias, en las fuentes Ninfas, en los bosques Diana. En realidad, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno fueron hombres pésimos entre los griegos. Notable cruce, pues, de la teoría demónica y del evhemerismo (y notable también que aún haya quien crea hoy el aire poblado de démones...). San Martín no quiere que se den a los días de la semana los nombres de los dioses gentiles y es admirable que los portugueses le hayan obedecido. Citemos, en fin, por lo curioso, el culto a los ratones y a las polillas. Su hartazgo a principios de año era presagio de abundancia en la casa visitada por tan incómodos huéspedes.
Sólo podemos ya citar por su mero título otras obras del Santo: Pro repellenda iactancia, De superbia y Exhortatio humilitatis, que tienen más sabor evangélico. Los opúsculos sobre la Pascua y De trina mersione responden a cuestiones muy debatidas en su tiempo.
San Martín fue también poeta, o, por lo menos, sabía manejar diestramente los hexámetros virgilianos. Se le han señalado influencias del poeta galorromano Sidonio Apolinar († 480-90). En el refectorio del monasterio de Dumio había una inscripción tomada casi a la letra de San Apolinar (cf. PL 72,52 y PL 58,722). En exámetros virgilianos está compuesto por él mismo su epitafio, con que cerramos esta semblanza:
"Nacido en Panonia, atravesando los anchos mares y movido de impulso divino, llegué a esta tierra gallega, que me acogió en su seno. Fuí consagrado obispo en esta iglesia tuya, oh glorioso confesor San Martín, restauré la religión y las cosas sagradas y, habiéndome esforzado en seguir tus huellas, yo, tu servidor Martín, que tengo tu nombre, pero no tus méritos, descanso aquí en la paz de Cristo".
Este descanso lo alcanzó el año 580. Cinco años más tarde moría también, bajo las armas victoriosas de Leovigildo, el reino suevo. San Isidoro le puso el epitafio: Regnum autem suevorum deletum in Gothis transfertur, quod mansisse CLXXVII annis scribitur, "Fue borrado el reino suevo que pasó a los godos y se dice haber durado ciento setenta y siete años". La obra, sin embargo, de San Martín no quedó borrada. Sólo unos años más tarde, España entera será católica y esta fe católica de España entera será la gran fuerza que la salvará, en lucha secular, de la suprema prueba que la historia le reservaba.
DANIEL RUÍZ BUE
SAN MARTÍN DUMIENSE
(† 580)
San Martín Dumiense debe su sobrenombre a Dumio, lugar próximo a Braga, capital que era, ésta, del reino de los suevos. A él se atribuye la conversión al catolicismo de este pueblo bárbaro, establecido desde comienzos del siglo V en la parte noroeste de la Península, y como apóstol de los suevos es conocido en la historia por antiguos y modernos. Entre los antiguos aduzcamos ya el testimonio dé San Isidoro de Sevilla, su contemporáneo algo posterior. "Habían —dice San Isidoro— permanecido muchos reyes suevos en la herejía arriana, hasta que subió al trono Theudemiro. Este, por celo y esfuerzo de Martín, obispo del monasterio de Dumio, hombre esclarecido por su fe y su ciencia, volvió a los suevos a la fe católica". Al importante hecho se le asigna la fecha de 560.
Pero ni los suevos ni su apóstol son originariamente hispanos. ¿Cómo vinieron unos y otro a España? ¿Cómo se encontró el apóstol con los que, ante Dios y ante la historia, serían su gloria y su corona?
Si abrimos un mapa clásico de la antigua Germania, entre las mallas de las arterias que forman el Elba con las aguas venidas de los montes Sudetes, hallamos en grueso trazó el nombre de Suebi. El mapa mismo, con el confuso cruzarse y entrecruzarse de los nombres de pueblos, nos da la impresión de un hormiguero humano, aprisionado entre sus bosques, ríos y montañas por el límes romano, el Danubio aquí, el Rhin más allá, las legiones por dondequiera. Los suevos, en alguna de las ramas en que aparecen ya fraccionados a comienzos del siglo I, hubieron de ser más de una vez el terror de Roma. En los días de Marco Aurelio, cuados y marcomanos están frente a Roma (166-180), y fue tal el pánico de la urbe que el emperador estoico no halló en el Imperio adivinos bastantes a quienes consultar, ni víctimas suficientes que sacrificar para asegurar el éxito de la guerra. Pero a la larga, la frontera romana se resquebrajaba por todas partes. En lo que ahora nos interesa, los últimos días del año 406, bandas de vándalos, alanos, cuado-suevos y una fracción de vándalos silingos atraviesan, por Maguncia, el Rhin, que acaso estaba helado, e inician por tierras del Imperio la marcha que, a través de la Galia, había de llevarlos a nuestra Península. "De un solo empujón —dice, resumiendo penalidades infinitas, San Isidoro— alcanzaron el Pirineo, llevándose a los francos por delante (Francos proterunt directoque impetu ad Pyrenaeum usque perveniunt ("Hist. Goth." c.71 ). Pero no lo atraviesan entonces. Aún sufren una derrota romana y sólo el año 408 ó 409 irrumpen por las provincias de España. Hasta el año 411, estos pueblos devastan las tierras por donde pasan. El 411 hubo un reparto de tierras en nuestras provincias. "Los bárbaros —dice Idacio—, inclinados por la misericordia divina al camino de la paz, se reparten a la suerte las regiones de las provincias para habitarlas. Los vándalos y los suevos ocupan la Galecia, sita en la extremidad occidental del mar océano..." (Chronicon c.47).
Estos suevos que de un magnífico salto han venido de las orillas del Rhin a las del Miño, rompiendo por entre las lanzas de francos y romanos, eran paganos de religión. Todavía su rey Rékhila, que llevó sus armas victoriosas hasta la Bética y conquistó Sevilla, muere gentil el año 448. En este momento nos da Idacio esta noticia: "Al gentil Rékhila sucede inmediatamente en el reino su hijo Rekhiario, católico" (Chron., c.137). A la conversión del rey sigue la de su pueblo. A qué y a quién se debiera esta conversión de rey y pueblo, es punto oscuro en la historia —de la historia de este pueblo suevo, que tantos puntos oscuros tiene.
Lo cierto es que cuando, a los pocos años, otro rey suevo se hace arriano, el pueblo se pasa también al arrianismo (si no hay, más bien, que pensar que el pueblo fuera ajeno a estos cambios de decoración religiosa). Y es que estas conversiones religiosas nota bien un moderno historiador eran característicamente actos políticos. El nuevo rey arriano, Remismundo, de complicada historia política, aparece dueño único del reino suevo por el año 465. Está en relaciones con el poderoso rey godo Teodorico, con cuya hija se casa. La conversión, pues, fue también ahora acto político. El catequista fue un tal Ayax, gálata de nación, enviado, sin duda, por, Teodorico. Las palabras de Idacio respiran indignación: "Ayax, gálata de nación, que, viejo ya, se había hecho arriano, álzase entre los suevos a combatir, con el auxilio de su rey, la fe católica y la divina Trinidad, propagando el virus pestífero del enemigo del género humano, que había traído de la región de las Galias, habitada por los godos" (Chron. c.232). Si aceptamos para la conversión del pueblo suevo al catolicismo la fecha antes notada de 560, el arrianismo habría durado desde 465 a dicha fecha: un siglo aproximadamente. Y este siglo es justamente de total oscuridad histórica por silencio de las fuentes. Se duda, incluso, sobre el nombre del rey suevo que pasó con su pueblo al catolicismo: Kharriarico, según San Gregorio de Tours, o Theudemiro, según San Isidoro en texto anteriormente citado. Vamos a prescindir de la cuestión de nombres. Según San Gregorio de Tours (538-594), el rey suevo arriano habría enviado una embajada al sepulcro de San Martín, suplicando la curación de un hijo enfermo. La embajada fracasa. Envía otra con grandes ofrendas. Los enviados reciben ahora las reliquias del Santo, que, de paso, libera a los presos de la ciudad. Con próspero viento llegan, por mar, a Galicia. El hijo del rey, milagrosamente curado, sale a recibir aquel tesoro... "Entonces llegó también de lejanas regiones, movido de divina inspiración, un sacerdote llamado Martín... El rey con toda su casa confesó la unidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo y recibió el crisma. El pueblo quedó libre de la lepra hasta el día de hoy y todos los enfermos fueron sanos... Y aquel pueblo arde ahora tanto en el amor de Cristo, que todos irían gozosos al martirio si llegasen tiempos de persecución" (De rniraculis S. Martini, I,11).
Este texto de Gregorio de Tours, contemporáneo de los hechos que narra, siquiera sobre ellos deje indefectiblemente caer el polvillo irisado del oro de la leyenda, pone finalmente en contacto a San Martín Dumiense con el pueblo de que va a ser apóstol. No es inverosímil suponer que fue éste el momento en que, movido de divino impulso —divinis nutitibus actus, como dirá él mismo—, se determinó a dejar las Galias y pasar a la remota Galecia, dominada por un pueblo arriano, pero dispuesto a recobrar la fe ortodoxa. La perspectiva, para un alma de temple apostólico, no podía ser más halagüeña. Y también aquí pudo haber tenido parte la política. Los francos eran católicos desde fecha remota —Clodoveo se bautizó el 25 de diciembre de 498 ó 499— y, sin duda, se disputaban con los godos la influencia sobre el pueblo suevo. Por otra parte, Martín no era un desconocido en el reino franco. Venancio Fortunato, peregrino también del sepulcro de Martín de Tours, monje primero y obispo luego de Poitiers, inspirado poeta, fue amigo suyo y le exalta con alta inspiración en uno de sus poemas, que es bien citar aquí
Por el nuevo Martín salvada, Galicia aplaude,
de estirpe apostólica fue este varón para ti.
Por virtud a Pedro, por doctrina a Pablo, igualara. De Santiago y Juan la protección te trajo.
De Panonia vino, según dicen, de parte Quirinis.
Y fue más bien la salud la Galicia sueva.
Gregorio de Tours, amigo también de Venancio Fortunato, hace del Dumiense este lapidario elogio: Nulli secundus illis temporibus habebatur (Hist. Franc. V,38: PL 71, 352). Acaso conoció también el monasterio y la regla de San Cesáreo de Arlés. Estas estrechas relaciones con las grandes lumbreras eclesiásticas del reino franco suponen una estancia algo prolongada en él. Cabe, pues, imaginar que fue de Francia, acaso de la tumba misma del taumaturgo homónimo suyo, de donde San Martín Dumiense vino a España. Nada impide tampoco suponer que se agregara a la expedición regia que llevaba a Galecia las reliquias del Turonense. Ello sería por los años de 550-560.
Pero Martín no era franco ni galorroinano de nación, y si la embajada piadosa del rey suevo le halló junto a la tumba de San Martín de Tours era simplemente una de tantas estaciones en una vida de largo peregrinar por tierras extrañas. Sólo en Galecia justamente hallará reposo. El mismo nos dice en el epitafio que, con ejemplar previsión, se compuso para su tumba en hexámetros virgilianos: "Nacido en Panonia, atravesando los anchos mares y movido por impulso divino, llegué a esta tierra gallega, que me acogió en su seno...".
San Martín Dumiense es, consiguientemente, de la misma patria lejana, la actual Hungría, muy hacia el Oriente, que su glorioso homónimo San Martín de Tours, de reciente memoria (relativamente, reciente, pues San Martín muere el año 397) y cuyos milagros atraían a su tumba gentes de toda procedencia y categoría. El Dumiense hubo de nacer hacia el 510-520. De su juventud no se sabe nada. Apuntemos sólo que un siglo antes (después de 414) había muerto por sus tierras del Danubio un escritor notable, Nicetas de Remesiana cuyas obras hubo de leer antes de emprender sus peregrinaciones. Acaso la primera de éstas le llevó a Palestina, donde se hizo monje y aprendió el griego. El monacato era entonces algo muy móvil. Martín puede seguir peregrinando; pero de Palestina se trajo el espíritu monacal que instaurará en tierras de Galicia y dos preciosos opúsculos: Verba seniorum y Sententiae Patrum Aegyptiorum, que serán la regla de su futuro monasterio dumiense. La visita de Roma era inevitable. De Roma pasaría al reino franco, donde le hemos hallado junto al sepulcro de San Martín y hemos supuesto que, desde allí, por mar, se dirigió al reino, suevo, donde había de hallar término a su peregrinación y ancho campo a su celo apostólico. Este sería el momento de su grande obra: la conversión del rey y el Pueblo arriano a la ortodoxia católica. Ni San Isidoro ni San Gregorio de Tours nos dicen en qué consistió la acción del Dumiense en la conversión del rey y pueblo suevos. Acaso fue obra del prestigio de su fe y de su saber. El hecho es que en el primer concilio de Braga, el año 561, San Martín desempeñaba el mismo papel que San Leandro en el tercero de Toledo. La conversión había sido tan entera que no fue menester lanzar nuevo anatema contra el arrianismo y los ocho obispos que firman sus actas se limitaron a leer la decretal del papa Vigilio y extractar de ella su canon quinto, que manda administrar el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que la conversión hubo de estar relacionada con los milagros de San Martín de Tours lo prueban los versos del Dumiense que figuraban en la basílica de Dumio, consagrada al taumaturgo turonense "Admirando tus prodigios, el suevo ha conocido el verdadero camino, y, para sublimar tus méritos, ha levantado estos atrios, construyendo a Cristo un templo venerable, donde tú repartes tus gracias y él derrama sus plegarias".
Pero Martín, que hubo de frecuentar la corte y mezclarse entre las muchedumbres populares y presidir un concilio para la obra de conversión, era en el fondo un monje que se había traído de Palestina la nostalgia de la soledad, del silencio y la quietud, de la gloria de la oración lejos de todo mundanal ruido, aun del que trae consigo toda obra de apostolado (y éste es acaso el brazo más pesado de su cruz). Así, y apoyado, sin duda, por el poder regio, pronto funda el monasterio de Dumio, cerca de Braga, el primero de Galicia y acaso también de toda la España visigótica. Luego seguirán otros, de los que quedan escasas noticias. Lo cual no era abandonar la obra de conversión, sino asegurarla. Acaso Martín comprendió que no hay medio de cristianizar un pueblo como esos focos de intensa vida sobrenatural, que, como el fuego su calor, la irradian luego en torno suyo, sin estruendos pero con infalible eficacia. No sabemos cómo se llevó a cabo la fundación y se formó en torno a Martín ese vasto mundo aparte que era una abadía medieval. Lo que sí sabemos es que muy pronto el abad de Dumio es creado obispo —Dumiensis monasterii sanctissimus pontífex, le llama San Isidoro—. Su jurisdicción debió de limitarse a la familia servorum del monasterio y acaso a la corte. Se supone que conoció la regla de San Cesáreo de Arlés († 27 de agosto de 543) y acaso también la de San Benito († h. 547). Pero en Dumio, Martín fue, sin duda, la regla viva. Y como fuente de inspiración para la formación de sus monjes, allí estaban los dos opúsculos que se trajera de Oriente: Las palabras de los ancianos y las sentencias de los padres egipcios. Este último, que nos parece menos interesante, lo tradujo por si mismo. Del primero encomendó la traducción a su discípulo Pascasio, quien antepone a su labor un breve prólogo dirigido "al señor venerable padre Martín, abad y presbítero". Este prólogo nos interesa, como todo rastro que de sí deje un alma, pues Pascasio, monje de Dumio, puede representar el ideal de cultura que San Martín señalaba a sus monjes. Pascasio emprende su trabajo, para él insólito, para obedecer a su padre santísimo. El sabe —y es un saber precioso— que nada puede jamás leerse, escribirse o imprimirse, si el ingenio o el corazón con su íntima voz lo prohiben. Se acuerda de Sócrates y, como él, sabe que no sabe nada. Ha leído muchos libros elocuentísimos, aun por incitación de su abad, y si su versión latina no lo es tanto, no se le inculpe a él, sino al mal manuscrito de que dispone. Le pide a su abad la ayuda de su oración y si halla, en fin, su trabajo digno de ser copiado, él se digne pulirlo con su buen estilo. El buen Pascasio termina: "No sabría que mi trabajo te ha agradado, si no veo algunas cosas que té hayan disgustado". La obrita es un tesoro de doctrina ascética, con la ventaja de ofrecérsenos no en tratados abstractos o en áridas sentencias, y menos en un código de imperativos, sino en narraciones, anécdotas y palabras vivas de los Padres del yermo. Son la flor de aquellas soledades en su mejor primavera de santidad. Son zumo sabroso de unos frutos de experiencia ya secular. Es difícil resistir a la tentación de transcribir aquí algunas de esas palabras de los viejos del yermo, no sólo por su perfume y su jugo, sino porque si no son obra de San Martín, por él llegaron a Occidente y él antes que nadie hubo de sentir su hechizo y modelar por ellas su espíritu y el de sus monjes. Tomemos el postrer capítulo. Se reúnen doce anacoretas y se conviene entre ellos que cada uno diga en qué piensa y medita. El primero dijo: He puesto un muro entre mí y el mundo exterior y sólo me miro a mí mismo y espero la esperanza de Dios. El segundo: Desde que renuncié a la tierra, me dije: Hoy has empezado a servir a Dios. El tercero: Por la mañana subo a Dios y le adoro... El cuarto: Yo me imagino estar en el monte Olivete con el Señor y sus discípulos y me digo a mí mismo: no conozcas a nadie según la carne. El quinto: Yo estoy continuamente esperando mi fin y le digo a Dios: Preparado está mi corazón... El sexto: Yo me imagino oír que el Señor me dice a la continua: Trabajad por mí y yo os daré el descanso... El séptimo: Yo pienso continuamente en la fe, la esperanza y la caridad. El octavo: Yo miro cómo el diablo está dando vueltas buscando a quién devorar... El noveno: Yo procuro vivir con mi mente en el cielo y cuanto hay en la tierra lo reputo ceniza y estiércol. El décimo: Yo miro continuamente al ángel que me acompaña... El undécimo: Yo hago de las virtudes personas y me las imagino acompañándome por todas partes... El duodécimo: Vosotros, padres, sois hombres celestes o ángeles terrenos y por ello pensáis en el cielo. Yo bajo todos los días al infierno y me digo a mí mismo: Estáte con los que mereces, pronto te contarás entre ellos...
Recojamos alguna deliciosa narracioncilla. San Martín recomendaba a sus monjes el desprendimiento de las cosas con este ejemplo: El abad Macario sale un día de su celda. A la vuelta halla a un ladrón que estaba cargando su jumento con los enseres del monje. Macario se hace el extranjero, le ayuda a cargar la bestia y le acompaña diciendo: "Nada trajimos al mundo y nada nos llevaremos de él".
Vaya esta otra por lo breve: Un viejo le dice a otro: "Yo estoy muerto al mundo". El compañero le responde: "No confíes en ti mismo hasta que hayas salido de tu cuerpo, pues si tú, estás muerto, el diablo no lo está, y sus artes son incontables".
Una sentencia de oro: "Todo trabajo sin humildad es vano ...".
Contra la fácil tentación de soberbia que acecha al monje como elegido y predestinado, San Martín contaba a los suyos: El abad Silvano fue arrebatado en éxtasis en su celda. Vuelto del éxtasis, lloraba. Importunado por su discípulo, dijo finalmente: "He sido arrebatado al juicio, hijo mío, y he visto a muchos con hábito de monjes ir a los suplicios y a muchos laicos subir al cielo". (Sententiae Patrum Aegyptiorum, 48). Y así fuera grato continuar.
Pero no eran sus monjes de Dumio la sola solicitud de San Martín. Para regular la vida del clero, recopiló, tradujo y ordenó una colección de cánones, tomados "de los sínodos de los antiguos Padres orientales", pero también de concilios españoles y africanos. Colección, sin duda, del mayor interés para el conocimiento de la organización y vida de la Iglesia y aun de las costumbres en general de aquellos tiempos. San Isidoro nos dice haber leído él mismo —ego ipse legi— un volumen de cartas en que "el obispo santísimo del monasterio dumiense exhortaba a la enmienda de la vida, al fervor en la oración, a la largueza en la limosna y, sobre todo, al culto de las virtudes y a la piedad". Estas cartas se han perdido y su pérdida es bien de lamentar, pues ellas nos hubieran acaso guardado lo mejor del alma del abad de Dumio.
Al rey Miro, sucesor de Theudemiro, le dirige San Martín el opúsculo Fórmula de la vida honesta, El tratado hubo de ser pedido al Santo por el rey mismo, que siente —dice Martín en el prólogo— sed ardentísima de la sabiduría y quiere ir a saciarla en las fuentes de donde manan los ríos de la ciencia moral. Si esta sed la suscitó, como es de suponer, el apóstol en sus conversos, ello sería gloria suya y de ellos. La Fórmula es un tratado de ética natural de corte e influencia senequista. San Martín Dumiense, de origen no hispano, es nuestro primer senequista. Hasta tal punto se penetra del estilo y pensamiento del cordobés, que la Edad Media nos ha transmitido la Formula vitae honestae bajo el nombre de Séneca. La nueva patria le prestó acaso también algo de su espíritu. A Séneca suena esta sentencia: "¿Qué importa que no estés en tu patria? Tu patria es el lugar donde has encontrado el bienestar, y la causa del bienestar no radica en el lugar, sino dentro ¿el hombre mismo". Lo mismo se diga del tratado De ira, que recuerda otro del mismo título de Séneca.
Objeto, en fin, de la solicitud del abad, obispo de Dumio era el pueblo humilde de los campos, imbuido aún de supersticiones paganas, célticas y germánicas. El tratado De correctione rusticorum, a par de un resumen de las verdades cristianas, da noticias de las supersticiones de las gentes del campo del reino suevo (y hay que suponer que de toda España). Para desacreditar la idolatría, San Martín apela a la teoría demónica. Muchos de los demonios expulsados del cielo presiden en el mar, en los ríos, fuentes y bosques, y los hombres que ignoran a Dios les dan culto como a dioses.
En el mar los llaman Neptuno, en los ríos Lamias, en las fuentes Ninfas, en los bosques Diana. En realidad, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno fueron hombres pésimos entre los griegos. Notable cruce, pues, de la teoría demónica y del evhemerismo (y notable también que aún haya quien crea hoy el aire poblado de démones...). San Martín no quiere que se den a los días de la semana los nombres de los dioses gentiles y es admirable que los portugueses le hayan obedecido. Citemos, en fin, por lo curioso, el culto a los ratones y a las polillas. Su hartazgo a principios de año era presagio de abundancia en la casa visitada por tan incómodos huéspedes.
Sólo podemos ya citar por su mero título otras obras del Santo: Pro repellenda iactancia, De superbia y Exhortatio humilitatis, que tienen más sabor evangélico. Los opúsculos sobre la Pascua y De trina mersione responden a cuestiones muy debatidas en su tiempo.
San Martín fue también poeta, o, por lo menos, sabía manejar diestramente los hexámetros virgilianos. Se le han señalado influencias del poeta galorromano Sidonio Apolinar († 480-90). En el refectorio del monasterio de Dumio había una inscripción tomada casi a la letra de San Apolinar (cf. PL 72,52 y PL 58,722). En exámetros virgilianos está compuesto por él mismo su epitafio, con que cerramos esta semblanza:
"Nacido en Panonia, atravesando los anchos mares y movido de impulso divino, llegué a esta tierra gallega, que me acogió en su seno. Fuí consagrado obispo en esta iglesia tuya, oh glorioso confesor San Martín, restauré la religión y las cosas sagradas y, habiéndome esforzado en seguir tus huellas, yo, tu servidor Martín, que tengo tu nombre, pero no tus méritos, descanso aquí en la paz de Cristo".
Este descanso lo alcanzó el año 580. Cinco años más tarde moría también, bajo las armas victoriosas de Leovigildo, el reino suevo. San Isidoro le puso el epitafio: Regnum autem suevorum deletum in Gothis transfertur, quod mansisse CLXXVII annis scribitur, "Fue borrado el reino suevo que pasó a los godos y se dice haber durado ciento setenta y siete años". La obra, sin embargo, de San Martín no quedó borrada. Sólo unos años más tarde, España entera será católica y esta fe católica de España entera será la gran fuerza que la salvará, en lucha secular, de la suprema prueba que la historia le reservaba.
DANIEL RUÍZ BUE
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