21 de octubre
SAN HlLARION
(+ 371)
La primera edad de la Iglesia fue la de las persecuciones que se desataron contra ella, suscitadas principalmente por el Imperio romano durante tres siglos. A ésa sucedió una era de paz iniciada por el emperador Constantino, que en el año 313 declaró lícito el culto cristiano y él mismo se convirtió al cristianismo. Si en la primera floreció principalmente la fe heroica de los mártires, que ornaron a la Iglesia con la púrpura de su sangre, en la segunda viéronse pulular ejemplos de virtudes solidas y perfectas, como frutos propios del árbol de la Iglesia.
El día 21 de octubre celebra ésta la fiesta de San Hilarión, abad, nacido en Tabatha, cerca de la ciudad de Gaza, en Palestina, Su vida es admirable por resplandecer en ella la supremacía del espíritu y la fidelidad en seguir los movimientos de la gracia, que ora le lleva al desierto, viviendo largos años en la contemplación y desasimiento de todo lo que halaga a la carne y a las pasiones, ora le hace dedicarse a hacer el bien a aquellos que, subyugados por su ejemplo, le piden que les deje imitar su vida bajo su dirección, y a socorrer milagrosamente con actos de caridad espiritual y corporal a las gentes afligidas que acuden a él implorando su socorro.
La fecha de su nacimiento no consta abiertamente, pero podemos deducirla por el aserto de San Jerónimo, de que a la muerte de San Antonio (en el año 356), tenía Hilarión sesenta y cinco años de edad.
Llamó poderosamente la atención, en todos los países por donde discurrió, por sus grandes virtudes de abstinencia, recogimiento, oración, humildad, caridad y estupendos milagros, y liberación de espíritus impuros.
Algunos han negado su historicidad, creyéndolo un engendro de la imaginación de los primeros siglos cristianos; pero eso es insostenible ante el testimonio concorde de los escritores más autorizados. San Jerónimo, sobre todo, en su Vita Patrum (Migne, PL 3,29,54 ); San Atanasio, San Epifanio, Sozomeno (que dice que él mismo estaba emparentado con Hilarión), Surio, Metafrastes, Lipomano, Hesiquio (discípulo e íntimo de Hilarión), cuyas citas pueden verse en Acta Sanctorum, oct., t.9 pp. 37ss, compiladas por el padre Víctor van Bruck, S. I., el cual reproduce la Vita S. Hilarionis, de San Jerónimo, tomada de varios códices de Bruselas. Y últimamente el profesor Juan Pedro Kirsch, catedrático de Arqueología de la Universidad de Friburgo, da cuenta de un ejemplar descubierto por Papadopoulos-Kerameus, de una vida de San Hilarión, escrita en griego (The Catholic Encyclopedia [Nueva York 1920], t.7 pp.347,348).
Aunque era palestinense, no era judío, pues los israelitas tenían sus confines muy delimitados. Era, pues, la suya una familia pagana, de posición acomodada. Según lo describe San Jerónimo, cuando salió de su casa para ir a cursar los estudios a Alejandría, emporio entonces del saber humano, era un jovencito de quince años, rubio, de complexión delicada, pero dotado de un alma noble, una voluntad ferrea y hambriento de la verdad, cualidades todas que se adaptaban a maravilla para recibir la fe cristiana, la cual, de hecho, recibió en Alejandría. No tenemos pormenores de su conversión; podemos suponer que entre sus condiscípulos los había cristianos, que no serían los peores en su conducta ni los menos distinguidos por su aplicación y aprovechamiento en aquella sede fundada por San Marcos, ilustre por el martirio de Santa Catalina y cuna del gran doctor de la Iglesia San Atanasio.
Características de los grandes santos es el conformar su vida con su fe, yendo hasta las últimas consecuencias mientras que el vulgo se contenta con una medianía, no negando la fe y, en lo moral, cayendo y levantándose, gracias a la segunda tabla de salvación después del bautismo, el sacramento de la penitencia.
Hilarión oyó hablar de aquel anacoreta que en el desierto de Egipto llevaba una vida de ángel sobre la tierra, que lo había renunciado todo por imitar más de cerca a Cristo, y no por curiosidad, sino con sincero deseo de aprovecharse, se fue en busca del abad Antonio y lo halló en la Arcadia, extenso territorio desierto en el delta del Nilo. Dice San Jerónimo que, cuando San Antonio vió a San Hilarión, le dirigió este saludo: Bene venisti, Lucifer, qui mane oriris ("Bienvenido, Lucifer, que te levantas al amanacer" ), que es la frase quc en el profeta Isaías se refiere al ángel caído y que San Antonio la aplica en sentido contrario a Hilarión,
"Dos meses—dice el padre Van Bruck—permaneció con el santo anacoreta, para observar sus costumbres, guardar en su corazón sus palabras y conformar después su vida con aquélla."
Cuando a los visintiséis años volvió al hogar paterno se encontró con dos acontecimientos: habían muerto sus padres y quedaba constituido dueño de una pingüe herencia, Lo primero, claro está, le causó dolor; pero, en cuanto al propósito que llevaba en su corazón, le libraba de los lazos que pudieran impedírselo. Cuanto a lo segundo, al contrario, de suyo, era algo que podía aprisionarlo por el amor a las riquezas y a las comodidades. Pero tenía presente el ejemplo de San Antonio, que, joven como él, habia seguido el consejo divino: "Ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y ven y siqueme" (Mt. 10,21), y así lo realizó. Se estableció en el desierto de Majuma, cerca de Gaza, y allí observó un género de vida similar al de San Antonio. Vestía una camisa de pelo de camello; una túnica exterior tejida de lo mismo y una cogulla.
Es la de la abstinencia la virtud de que le convierte en uno de los más notables santos de la Iglesia, no porque no lo sea también en otras virtudes, ni porque sea esa virtud la que sobresalga entre las demás, sino porque él se señaló como nadie en dicha virtud.
He aquí cómo la puntualiza el padre Van Bruck, tomándolo de San Jerónimo: de los veintiuno a los veintitrés años tomó un plato de lentejas al día, de los veintitrés a los veinticinco, sólo pan con sal; de los veintisiete a los treinta inclusive se alimentó de hierbas; de los treinta y uno a los treinta y cinco tomó al día seis onzas de pan; de los treinta y seis a los sesenta y tres años añadió aceite a su alimento, y de los sesenta y cuatro a los ochenta se abstuvo del pan. Esto constituye ya un verdadero milagro, pues no lo pueden realizar las solas fuerzas naturales, emprendiendo, como emprendió, Iargas jornadas y conservando su claro juicio, por lo cual fue apreciado por gente conspicua como San Epifanio, obispo de Salamina (Chipre); Dracontius, obispo de Hermópolis; Philor, obispo cirenense, y Siderio, obispo de Palebiscenum. Además evangelizó el país de los nabateos, dejando muy bien dispuesto a su jefe Elusates para su ingreso en la Iglesia.
A un hombre que así castigaba su carne para rendirla al espíritu no es de admirar que Cristo le diese poder sobre los demonios y sobre la naturaleza, como en el milagro de las cuadrigas de las ciudades de Gaza y Majuma, donde haciendo rociar con un vaso de agua los carros, caballos y auriga de los de Majuma, hizo que vencieran en velocidad a aquellos. Ese poder estupendo fue lo que, no queriendo admitir escritores positivistas, optaron por negar su historicidad.
El deseo de huir del aura popular que lo admiraba, así por su virtud como por sus milagros en curar las dolencias del cuerpo y las posesiones del demonio, le hacía ansiar la soledad, y, finalmente, la amenaza de Juliano el Apóstata, que había ya destruido su monasterio de Majuma el año 362, le obligó a embarcarse en el puerto de Alejandría en la primera nave que partiera y que fue con rumbo a Sicilia. Sus milagros le delataban siempre, y así hubo de salir de Sicilia, desde donde pasó a la Dalmacia, estableciéndose en Epidaurum, con Hesiquio: allí le hizo célebre un gran milagro destruyendo por el fuego un dragón que hacia allí gran estrago. Deseoso de vivir desconocido, partió para Chipre juntamente con Hesiquio, al que envió a Palestina para visitar a los hermanos y ver las cenizas de su antiguo monasterio. Establecióse en un lugar fragoso llamado Bucolia, donde no había cristianos, sino gente feroz, pero los amansó su virtud y la curación de uno de sus jefes. Cinco años permaneció en aquella soledad, al cabo de los cuales, sintiéndose morir a sus ochenta años, dejó escrito brevemente a Hesiquio que le dejaba su Evangelio, su túnica, su cogulla y un pequeño manto. Corrió la voz de que moría el Santo y acudieron a él algunos cristianos de Pafos, que pudieron oírle: "Sal, sal, alma mia ¿Por qué temes? ¿Ya cerca de setenta años que sirves a Cristo y temes?" Y con esto expiró. Llegó la noticia a Hesiquio en Palestina, que partió al punto para Chipre, personándose en el lugar de la sepultura y, simulando querer vivir allí, trasladó ocultamente las reliquias del Santo, que con avidez fueron recibidas en Chipre, en Palestina y en toda el Asia Menor.
JOSÉ MÚNERA, S. I
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