7 sept 2024

Santo Evangelio 7 de septiembre 2024

  


Texto del Evangelio (Lc 6,1-5):

 Sucedió que Jesús cruzaba en sábado por unos sembrados; sus discípulos arrancaban y comían espigas desgranándolas con las manos. Algunos de los fariseos dijeron: «¿Por qué hacéis lo que no es lícito en sábado?». Y Jesús les respondió: «¿Ni siquiera habéis leído lo que hizo David, cuando sintió hambre él y los que le acompañaban, cómo entró en la Casa de Dios, y tomando los panes de la presencia, que no es lícito comer sino sólo a los sacerdotes, comió él y dio a los que le acompañaban?». Y les dijo: «El Hijo del hombre es señor del sábado».



«El Hijo del hombre es señor del sábado»


Fr. Austin Chukwuemeka IHEKWEME

(Ikenanzizi, Nigeria)

Hoy, ante la acusación de los fariseos, Jesús explica el sentido correcto del descanso sabático, invocando un ejemplo del Antiguo Testamento (cf. Dt 23,26): «¿Ni siquiera habéis leído lo que hizo David, (...), y tomando los panes de la presencia, que no es lícito comer sino sólo a los sacerdotes, comió él y dio a los que le acompañaban?» (Lc 6,3-4).

La conducta de David anticipó la doctrina que Cristo enseña en este pasaje. Ya en el Antiguo Testamento, Dios había establecido un orden en los preceptos de la Ley, de modo que los de menor rango ceden ante los principales.

A la luz de esto, se explica que un precepto ceremonial (como el que comentamos) cediese ante un precepto de ley natural. Igualmente, el precepto del sábado no está por encima de las necesidades elementales de subsistencia.

En este pasaje, Cristo enseña cuál era el sentido de la institución divina del sábado: Dios lo había instituido en bien del hombre, para que pudiera descansar y dedicarse con paz y alegría al culto divino. La interpretación de los fariseos había convertido este día en ocasión de angustia y preocupación a causa de la multitud de prescripciones y prohibiciones.

El sábado había sido hecho no sólo para que el hombre descansara, sino también para que diera gloria a Dios: éste es el auténtico sentido de la expresión «el sábado fue hecho para el hombre» (Mc 2,27).

Además, al declararse “señor del sábado” (cf. Lc 6,5), manifiesta abiertamente que Él es el mismo Dios que dio el precepto al pueblo de Israel, afirmando así su divinidad y su poder universal. Por esta razón, puede establecer otras leyes, igual que Yahvé en el Antiguo Testamento. Jesús bien puede llamarse “señor del sábado”, porque es Dios.

Pidámosle ayuda a la Virgen para creer y entender que el sábado pertenece a Dios y es un modo —adaptado a la naturaleza humana— de rendir gloria y honor al Todopoderoso. Como ha escrito San Juan Pablo II, «el descanso es una cosa “sagrada”» y ocasión para «tomar conciencia de que todo es obra de Dios».


FELICIDAD DEL REINO DE CRISTO



 Del Sermón de san León Magno, papa, Sobre las bienaventuranzas

(Sermón 95, 4-6: PL 54, 462-464)


FELICIDAD DEL REINO DE CRISTO


Después de haber encomiado el Señor la bienaventuranza de la pobreza, prosiguió diciendo: Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. El llanto al que aquí se promete el consuelo eterno nada tiene que ver con la tristeza de este mundo, ni hay que creer que las lágrimas que derraman los hijos de los hombres, cuando en su tristeza lloran, a nadie hagan feliz. Es muy distinta la razón de las lágrimas de las que aquí se habla, muy otra la causa de este llanto de los santos. La tristeza religiosa es la que llora los pecados propios o bien las faltas ajenas; esta tristeza no es ni tan sólo la que se lamenta ante el castigo con que Dios nos amenaza, sino que se duele simplemente ante la iniquidad que los hombres cometen, pues sabe que es mucho más digno de compasión el que hace el mal que quien lo sufre, porque el inicuo, con su pecado, se hace reo de castigo, en cambio, el justo, con su paciencia, merece la gloria.


A continuación el Señor añadió: Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Aquí se promete la posesión de la tierra a los sufridos y mansos, a los humildes y modestos, y a los que están dispuestos a soportar toda clase de injurias. No se debe estimar pequeña o de baja calidad esta herencia, como si fuera algo diverso del reino de los cielos, pues, en realidad, aquí se trata de aquellos que van a entrar en el reino de Dios. En efecto, la tierra prometida a los sufridos, y cuya posesión se dará a los mansos, no es otra sino los propios cuerpos de los santos, los cuales, como premio de su humildad, serán transformados en la resurrección feliz y se verán revestidos de una gloriosa inmortalidad. Esta carne, revestida así de inmortalidad, en nada contrariará ya al espíritu, antes bien, vivirá siempre en unidad perfecta y en consentimiento pleno con el querer del alma. Entonces realmente el hombre exterior será la posesión pacífica e inmutable del hombre interior.


Esta tierra, pues, la poseerán los sufridos con una paz perfecta y sin que nada disminuya nunca el gozo de esta posesión, pues, entonces, esto corruptible se vestirá de incorrupción, y esto mortal se vestirá de inmortalidad; de este modo el castigo se habrá convertido en premio y lo que era carga se habrá tornado honor.

6 sept 2024

Santo Evangelio 6 de septiembre 2024

 



 Texto del Evangelio (Lc 5,33-39):

 En aquel tiempo, los fariseos y los maestros de la Ley dijeron a Jesús: «Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y recitan oraciones, igual que los de los fariseos, pero los tuyos comen y beben». Jesús les dijo: «¿Podéis acaso hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán en aquellos días».

Les dijo también una parábola: «Nadie rompe un vestido nuevo para echar un remiendo a uno viejo; de otro modo, desgarraría el nuevo, y al viejo no le iría el remiendo del nuevo. Nadie echa tampoco vino nuevo en pellejos viejos; de otro modo, el vino nuevo reventaría los pellejos, el vino se derramaría, y los pellejos se echarían a perder; sino que el vino nuevo debe echarse en pellejos nuevos. Nadie, después de beber el vino añejo, quiere del nuevo porque dice: ‘El añejo es el bueno’».



«¿Podéis acaso hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el novio está con ellos?»


Rev. D. Frederic RÀFOLS i Vidal

(Barcelona, España)

Hoy, en nuestra reflexión sobre el Evangelio, vemos la trampa que hacen los fariseos y los maestros de la Ley, cuando tergiversan una cuestión importante: sencillamente, ellos contraponen el ayunar y rezar de los discípulos de Juan y de los fariseos al comer y beber de los discípulos de Jesús.

Jesucristo nos dice que en la vida hay un tiempo para ayunar y rezar, y que hay un tiempo de comer y beber. Eso es: la misma persona que reza y ayuna es la que come y bebe. Lo vemos en la vida cotidiana: contemplamos la alegría sencilla de una familia, quizá de nuestra propia familia. Y vemos que, en otro momento, la tribulación visita aquella familia. Los sujetos son los mismos, pero cada cosa a su tiempo: «¿Podéis acaso hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Días vendrán...» (Lc 5,34).

Todo tiene su momento; bajo el cielo hay un tiempo para cada cosa: «Un tiempo de rasgar y un tiempo de coser» (Qo 3,7). Estas palabras dichas por un sabio del Antiguo Testamento, no precisamente de los más optimistas, casi coinciden con la sencilla parábola del vestido remendado. Y seguramente coinciden de alguna manera con nuestra propia experiencia. La equivocación es que en el tiempo de coser, rasguemos; y que durante el tiempo de rasgar, cosamos. Es entonces cuando nada sale bien.

Nosotros sabemos que como Jesucristo, por la pasión y muerte, llegaremos a la gloria de la Resurrección, y todo otro camino no es el camino de Dios. Precisamente, Simón Pedro es amonestado cuando quiere alejar al Señor del único camino: «¡Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23). Si podemos gozar de unos momentos de paz y de alegría, aprovechémoslos. Seguramente ya nos vendrán momentos de duro ayuno. La única diferencia es que, afortunadamente, siempre tendremos al novio con nosotros. Y es esto lo que no sabían los fariseos y, quizá por eso, en el Evangelio casi siempre se nos presentan como personas malhumoradas. Admirando la suave ironía del Señor que se trasluce en el Evangelio de hoy, sobre todo, procuremos no ser personas malhumoradas.


DICHOSOS LOS POBRES DE ESPÍRITU



 Del Sermón de san León Magno, papa, Sobre las bienaventuranzas

(Sermón 95, 2-3: PL 54, 462)


DICHOSOS LOS POBRES DE ESPÍRITU


No puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres en su indigencia se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ricos adornados de esta humildad y que de tal modo usan de sus riquezas que no se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de caridad, considerando que su mejor ganancia es emplear los bienes que poseen en aliviar la miseria de sus prójimos.


El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir, pues pueden ser iguales por el deseo incluso aquellos que por la fortuna son desiguales, y poco importan las diferencias en los bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas del espíritu. Bienaventurada es, pues, aquella pobreza que no se siente cautivada por el amor de bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar las riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bienes del cielo.


Después del Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos dieron ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino Maestro, dejando absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de pescadores de peces a pescadores de hombres y lograron además que muchos otros, imitando su fe, siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los primeros hijos de la Iglesia al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo corazón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y encontraban su alegría en seguir las enseñanzas de los apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo.


Por eso el bienaventurado apóstol Pedro, cuando al subir al templo se encontró con aquel cojo que le pedía limosna, le dijo: No tengo oro ni plata; pero lo que tengo te lo doy: En el nombre de Jesús Mesías, el Nazareno, camina. ¿Qué cosa más sublime podría encontrarse que esta humildad? ¿Qué más rico que esta pobreza? No tiene la ayuda del dinero, pero posee los dones de la naturaleza. Al que su madre dio a luz deforme, la palabra de Pedro lo hace sano; y el que no pudo dar la imagen del César grabada en una moneda a aquel hombre que le pedía limosna, le dio, en cambio, la imagen de Cristo al devolverle la salud.


Y este tesoro enriqueció no sólo al que recobró la facultad de andar, sino también a aquellos cinco mil hombres que, ante esta curación milagrosa, creyeron en la predicación de Pedro. Así aquel pobre apóstol, que no tenía nada que dar al que le pedía limosna, distribuyó tan abundantemente la gracia de Dios que dio no sólo el vigor a las piernas del cojo, sino también la salud del alma a aquella ingente multitud de creyentes, a los cuales había encontrado sin fuerzas y que ahora podían ya andar ligeros siguiendo a Cristo.


5 sept 2024

Santo Evangelio 5 de septiembre 2024

  


Texto del Evangelio (Lc 5,1-11):

 En aquel tiempo, estaba Jesús a la orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba sobre él para oír la Palabra de Dios, cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas, y lavaban las redes. Subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre.

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar». Simón le respondió: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes». Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador». Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres». Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron.



«Boga mar adentro»


Rev. D. Pedro IGLESIAS Martínez

(Rubí, Barcelona, España)

Hoy día todavía nos resulta sorprendente comprobar cómo aquellos pescadores fueron capaces de dejar su trabajo, sus familias, y seguir a Jesús («Dejándolo todo, le siguieron»: Lc 5,11), precisamente cuando Éste se manifiesta ante ellos como un colaborador excepcional para el negocio que les proporciona el sustento. Si Jesús de Nazaret nos hiciera la propuesta a nosotros, en nuestro siglo XXI..., ¿tendríamos el coraje de aquellos hombres?; ¿seríamos capaces de intuir cuál es la verdadera ganancia?.

Los cristianos creemos que Cristo es eterno presente; por lo tanto, ese Cristo que está resucitado nos pide, no ya a Pedro, a Juan o a Santiago, sino a Jorge, a José Manuel, a Paula, a todos y cada uno de quienes le confesamos como el Señor, repito, nos pide desde el texto de Lucas que le acojamos en la barca de nuestra vida, porque quiere descansar junto a nosotros; nos pide que le dejemos servirse de nosotros, que le permitamos mostrar hacia dónde orientar nuestra existencia para ser fecundos en medio de una sociedad cada vez más alejada y necesitada de la Buena Nueva. La propuesta es atrayente, sólo nos hace falta saber y querer despojarnos de nuestros miedos, de nuestros “qué dirán” y poner rumbo a aguas más profundas, o lo que es lo mismo, a horizontes más lejanos de aquellos que constriñen nuestra mediocre cotidianeidad de zozobras y desánimos. «Quien tropieza en el camino, por poco que avance, algo se acerca al término; quien corre fuera de él, cuanto más corra más se aleja del término» (Santo Tomás de Aquino).

«Duc in altum»; «Boga mar adentro» (Lc 5,4): ¡no nos quedemos en las costas de un mundo que vive mirándose el ombligo! Nuestra navegación por los mares de la vida nos ha de conducir hasta atracar en la tierra prometida, fin de nuestra singladura en ese Cielo esperado, que es regalo del Padre, pero indivisiblemente, también trabajo del hombre —tuyo, mío— al servicio de los demás en la barca de la Iglesia. Cristo conoce bien los caladeros, de nosotros depende: o en el puerto de nuestro egoísmo, o hacia sus horizontes.

4 sept 2024

Santo Evangelio 4 de septiembre 2024e

  


Texto del Evangelio (Lc 4,38-44):

 En aquel tiempo, saliendo de la sinagoga, Jesús entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella, conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso a servirles. A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salían también demonios de muchos, gritando y diciendo: «Tú eres el Hijo de Dios». Pero Él, conminaba y no les permitía hablar, porque sabían que él era el Cristo.

Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario. La gente le andaba buscando y, llegando donde Él, trataban de retenerle para que no les dejara. Pero Él les dijo: «También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado». E iba predicando por las sinagogas de Judea.



«Poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salían también demonios de muchos, gritando»


Rev. D. Antoni CAROL i Hostench

(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy nos encontramos ante un claro contraste: la gente que busca a Jesús y Él que cura toda “enfermedad” (comenzando por la suegra de Simón Pedro); a la vez, «salían también demonios de muchos, gritando» (Lc 4,41). Es decir: bien y paz, por un lado; mal y desesperación, por otro.

No es la primera ocasión que aparece el diablo “saliendo”, es decir, huyendo de la presencia de Dios entre gritos y exclamaciones. Recordemos también el endemoniado de Gerasa (cf. Lc 8,26-39). Sorprende que el propio diablo “reconozca” a Jesús y que, como en el caso del de Gerasa, es él mismo quien sale al encuentro de Jesús (eso sí, muy rabioso y molesto porque la presencia de Dios perturbaba su vergonzosa tranquilidad).

¡Tantas veces también nosotros pensamos que encontrarnos con Jesús es un estorbo! Nos estorba tener que ir a Misa el domingo; nos inquieta pensar que hace mucho que no dedicamos un tiempo a la oración; nos avergonzamos de nuestros errores, en lugar de ir al Médico de nuestra alma a pedirle sencillamente perdón... ¡Pensemos si no es el Señor quien tiene que venir a encontrarnos, pues nosotros nos hacemos rogar para dejar nuestra pequeña “cueva” y salir al encuentro de quien es el Pastor de nuestras vidas! A esto se le llama, sencillamente, tibieza.

Hay un diagnóstico para esto: atonía, falta de tensión en el alma, angustia, curiosidad desordenada, hiperactividad, pereza espiritual con las cosas de la fe, pusilanimidad, ganas de estar solo con uno mismo... Y hay también un antídoto: dejar de mirarse a uno mismo y ponerse manos a la obra. Hacer el pequeño compromiso de dedicar un rato cada día a mirar y a escuchar a Jesús (lo que se entiende por oración): Jesús lo hacía, ya que «al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario» (Lc 4,42). Hacer el pequeño compromiso de vencer el egoísmo en una pequeña cosa cada día por el bien de los otros (a eso se le llama amar). Hacer el pequeño-gran compromiso de vivir cada día en coherencia con nuestra vida cristiana.


De las Homilías de san Gregorio Magno, papa, sobre el profeta Ezequiel



 De las Homilías de san Gregorio Magno, papa, sobre el profeta Ezequiel

(Libro 1, 11, 4-6: CCL 142, 170-172)


POR AMOR A CRISTO, CUANDO HABLO DE ÉL, NI A Mi MISMO ME PERDONO


Hijo de hombre, te he puesto como atalaya en la casa de Israel. Fijémonos cómo el Señor compara sus predicadores a un atalaya. El atalaya está siempre en un lugar alto para ver desde lejos todo lo que se acerca. Y todo aquel que es puesto como atalaya del pueblo de Dios debe, por su conducta, estar siempre en alto, a fin de preverlo todo y ayudar así a los que tiene bajo su custodia.


Estas palabras que os dirijo resultan muy duras para mí, ya que con ellas me ataco a mí mismo, puesto que ni mis palabras ni mi conducta están a la altura de mi misión.


Me confieso culpable, reconozco mi tibieza y mi negligencia. Quizá esta confesión de mi culpabilidad me alcance el perdón del Juez piadoso. Porque, cuando estaba en el monasterio, podía guardar mi lengua de conversaciones ociosas y estar dedicado casi continuamente a la oración. Pero, desde que he cargado sobre mis hombros la responsabilidad pastoral, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría, solicitado como estoy por tantos asuntos.


Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los monasterios, y a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los individuos en particular; otras veces tengo que ocuparme de asuntos de orden civil, otras, de lamentarme de los estragos causados por las tropas de los bárbaros y de temer por causa de los lobos que acechan al rebaño que me ha sido confiado. Otras veces debo preocuparme de que no falte la ayuda necesaria a los que viven sometidos a una disciplina regular, a veces tengo que soportar con paciencia a algunos que usan de la violencia, otras, en atención a la misma caridad que les debo, he de salirles al encuentro.


Estando mi espíritu disperso y desgarrado con tan diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder reconcentrarme para dedicarme por entero a la predicación y al ministerio de la palabra? Además, muchas veces, obligado por las circunstancias, tengo que tratar con las personas del mundo, lo que hace que alguna vez se relaje la disciplina impuesta a mi lengua. Porque, si mantengo en esta materia una disciplina rigurosa, sé que ello me aparta de los más débiles, y así nunca podré atraerlos adonde yo quiero. y esto hace que, con frecuencia, escuche pacientemente sus palabras, aunque sean ociosas. Pero, como yo también soy débil, poco a poco me voy sintiendo atraído por aquellas palabras ociosas, y empiezo a hablar con gusto de aquello que había empezado a escuchar con paciencia, y resulta que me encuentro a gusto postrado allí mismo donde antes sentía repugnancia de caer.


¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de atalaya soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la montaña, sino que estoy postrado aún en la llanura de mi debilidad? Pero el Creador y Redentor del género humano es bastante poderoso para darme a mí, indigno, la necesaria altura de vida y eficacia de palabra, ya que por su amor, cuando hablo de él, ni a mí mismo me perdono.

2 sept 2024

Santo Evangelio 2 de septiembre 2024

 



 Texto del Evangelio (Lc 4,16-30):

 En aquel tiempo, Jesús se fue a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».

Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Y todos daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo: «Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».

Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.



«Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír»


Rev. D. David AMADO i Fernández

(Barcelona, España)

Hoy, «se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Con estas palabras, Jesús comenta en la sinagoga de Nazaret un texto del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido» (Lc 4,18). Estas palabras tienen un sentido que sobrepasa el concreto momento histórico en que fueron pronunciadas. El Espíritu Santo habita en plenitud en Jesucristo, y es Él quien lo envía a los creyentes.

Pero, además, todas las palabras del Evangelio tienen una actualidad eterna. Son eternas porque han sido pronunciadas por el Eterno, y son actuales porque Dios hace que se cumplan en todos los tiempos. Cuando escuchamos la Palabra de Dios, hemos de recibirla no como un discurso humano, sino como una Palabra que tiene un poder transformador en nosotros. Dios no habla a nuestros oídos, sino a nuestro corazón. Todo lo que dice está profundamente lleno de sentido y de amor. La Palabra de Dios es una fuente inextinguible de vida: «Es más lo que dejamos que lo que captamos, tal como ocurre con los sedientos que beben en una fuente» (San Efrén). Sus palabras salen del corazón de Dios. Y, de ese corazón, del seno de la Trinidad, vino Jesús —la Palabra del Padre— a los hombres.

Por eso, cada día, cuando escuchamos el Evangelio, hemos de poder decir como María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38); a lo que Dios nos responderá: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Ahora bien, para que la Palabra sea eficaz en nosotros hay que desprenderse de todo prejuicio. Los contemporáneos de Jesús no le comprendieron, porque lo miraban sólo con ojos humanos: «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4,22). Veían la humanidad de Cristo, pero no advirtieron su divinidad. Siempre que escuchemos la Palabra de Dios, más allá del estilo literario, de la belleza de las expresiones o de la singularidad de la situación, hemos de saber que es Dios quien nos habla.


1 sept 2024

Santo Evangelio 1 de septiembre 2024

 



 Texto del Evangelio (Mc 7,1-8.14-15.21-23):

 En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén, y vieron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir no lavadas. Es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas. Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?». Él les dijo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres’. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres».

Llamó otra vez a la gente y les dijo: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre».



«Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres»


Rev. D. Josep Lluís SOCÍAS i Bruguera

(Badalona, Barcelona, España)

Hoy, la Palabra del Señor nos ayuda a discernir que por encima de las costumbres humanas están los Mandamientos de Dios. De hecho, con el paso del tiempo, es fácil que distorsionemos los consejos evangélicos y, dándonos o no cuenta, substituimos los Mandamientos o bien los ahogamos con una exagerada meticulosidad: «Al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas...» (Mc 7,4). Es por esto que la gente sencilla, con un sentido común popular, no hicieron caso a los doctores de la Ley ni a los fariseos, que sobreponían especulaciones humanas a la Palabra de Dios. Jesús aplica la denuncia profética de Isaías contra los religiosamente hipócritas: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6).

Juan Pablo II, al pedir perdón en nombre de la Iglesia por todas las cosas negativas que sus hijos habían hecho a lo largo de la historia, lo manifestó en el sentido de que «nos habíamos separado del Evangelio».

«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre» (Mc 7,15), nos dice Jesús. Sólo lo que sale del corazón del hombre, desde la interioridad consciente de la persona humana, nos puede hacer malos. Esta malicia es la que daña a toda la Humanidad y a uno mismo. La religiosidad no consiste precisamente en lavarse las manos (¡recordemos a Pilatos que entrega a Jesucristo a la muerte!), sino mantener puro el corazón.

Dicho de una manera positiva, es lo que santa Teresa del Niño Jesús nos dice en sus Manuscritos biográficos: «Cuando contemplaba el cuerpo místico de Cristo (...) comprendí que la Iglesia tiene un corazón (...) encendido de amor». De un corazón que ama surgen las obras bien hechas que ayudan en concreto a quien lo necesita «Porque tuve hambre, y me disteis de comer...» (Mt 25,35).


AL ADORNAR EL TEMPLO, NO DESPRECIES AL HERMANO NECESITADO

 


De las Homilías de san Juan Crisóstomo, obispo, sobre el evangelio de san Mateo

(Homilía 50, 3-4: PG 58, 508-509)


AL ADORNAR EL TEMPLO, NO DESPRECIES AL HERMANO NECESITADO


¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: Tuve hambre y no me disteis de comer, y más adelante: Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer. El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos.


Reflexionemos, pues, y honremos a Cristo con aquel mismo honor con que él desea ser honrado; pues, cuando se quiere honrar a alguien, debemos pensar en el honor que a él le agrada, no en el que a nosotros nos place. También Pedro pretendió honrar al Señor cuando no quería dejarse lavar los pies, pero lo que él quería impedir no era el honor que el Señor deseaba, sino todo lo contrario. Así tú debes tributar al Señor el honor que él mismo te indicó, distribuyendo tus riquezas a los pobres. Pues Dios no tiene ciertamente necesidad de vasos de oro, pero sí, en cambio, desea almas semejantes al oro.


No digo esto con objeto de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos, pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de ellos, debe pensarse en la caridad para con los pobres. Porque si Dios acepta los dones para su templo, le agradan, con todo, mucho más las ofrendas que se dan a los pobres. En efecto, de la ofrenda hecha al templo sólo saca provecho quien la hizo; en cambio, de la limosna saca provecho tanto quien la hace como quien la recibe. El don dado para el templo puede ser motivo de vanagloria, la limosna, en cambio, sólo es signo de amor y de caridad.


¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? Y, ¿de qué serviría recubrir el altar con lienzos bordados de oro, cuando niegas al mismo Señor el vestido necesario para cubrir su desnudez? ¿Qué ganas con ello? Dime si no: Si ves a un hambriento falto del alimento indispensable y, sin preocuparte de su hambre, lo llevas a contemplar una mesa adornada con vajilla de oro, ¿te dará las gracias de ello? ¿No se indignará más bien contigo? O si, viéndolo vestido de andrajos y muerto de frío, sin acordarte de su desnudez, levantas en su honor monumentos de oro, afirmando que con esto pretendes honrarlo, ¿no pensará él que quieres burlarte de su indigencia con la más sarcástica de tus ironías?


Piensa, pues, que es esto lo que haces con Cristo, cuando lo contemplas errante, peregrino y sin techo y, sin recibirlo, te dedicas a adornar el pavimento, las paredes y las columnas del templo. Con cadenas de plata sujetas lámparas, y te niegas a visitarlo cuando él está encadenado en la cárcel. Con esto que estoy diciendo, no pretendo prohibir el uso de tales adornos, pero sí que quiero afirmar que es del todo necesario hacer lo uno sin descuidar lo otro; es más: os exhorto a que sintáis mayor preocupación por el hermano necesitado que por el adorno del templo. Nadie, en efecto, resultará condenado por omitir esto segundo, en cambio, los castigos del infierno, el fuego inextinguible y la compañía de los demonios están destinados para quienes descuiden lo primero. Por tanto, al adornar el templo, procurad no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro.