14 ago 2021

Santo Evangelio 14 de Agosto 2021

 



 Texto del Evangelio (Mt 19,13-15): 

En aquel tiempo, le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Mas Jesús les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos». Y, después de imponerles las manos, se fue de allí.



«Le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían»


Rev. D. Antoni CAROL i Hostench

(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy nos es dado contemplar una escena que, desgraciadamente, es demasiado actual: «Le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían» (Mt 19,13). Jesús ama especialmente a los niños; nosotros, con los pobres razonamientos típicos de “gente mayor”, les impedimos acercarse a Jesús y al Padre: —¡Cuando sean mayores, si lo desean, ya escogerán...! Esto es un gran error.

Los pobres, es decir, los más carentes, los más necesitados, son objeto de particular predilección por parte del Señor. Y los niños, los pequeños son muy “pobres”. Son pobres de edad, son pobres de formación... Son indefensos. Por esto, la Iglesia —“Madre” nuestra— dispone que los padres lleven pronto a sus hijos a bautizar, para que el Espíritu Santo ponga morada en sus almas y entren en el calor de la comunidad de los creyentes. Así lo indican tanto el Catecismo de la Iglesia como el Código de Derecho Canónico, ordenamientos del máximo rango de la Iglesia (que, como toda comunidad, debe tener sus ordenamientos).

¡Pero no!: ¡cuando sean mayores! Es absurda esta manera de proceder. Y, si no, preguntémonos: —¿Qué comerá este niño? Lo que le ponga su madre, sin esperar a que el niño especifique qué es lo que prefiere. —¿Qué idioma hablará este niño? El que le hablen sus padres (de otra manera, el niño nunca podrá escoger ninguna lengua). —¿A qué escuela irá este niño? A la que sus padres le lleven, sin esperar que el chico defina los estudios que prefiere...

—¿Qué comió Jesús? Aquello que le puso su Madre, María. —¿Qué lengua habló Jesús? La de sus padres. —¿Qué religión aprendió y practicó el Niño Jesús? La de sus padres, la religión judía. Después, cuando ya fue mayor, pero gracias a la instrucción que había recibido de sus padres, fundó una nueva religión... Pero, primero, la de sus padres, como es natural.


«Le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían» (Mt 19,13-15)

 


«Le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían» (Mt 19,13-15)


Rev. D. Antoni CAROL i Hostench

(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy nos es dado contemplar una escena que, desgraciadamente, es demasiado actual: «Le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían» (Mt 19,13). Jesús ama especialmente a los niños; nosotros, con los pobres razonamientos típicos de “gente mayor”, les impedimos acercarse a Jesús y al Padre: —¡Cuando sean mayores, si lo desean, ya escogerán...! Esto es un gran error.

Los pobres, es decir, los más carentes, los más necesitados, son objeto de particular predilección por parte del Señor. Y los niños, los pequeños son muy “pobres”. Son pobres de edad, son pobres de formación... Son indefensos. Por esto, la Iglesia —“Madre” nuestra— dispone que los padres lleven pronto a sus hijos a bautizar, para que el Espíritu Santo ponga morada en sus almas y entren en el calor de la comunidad de los creyentes. Así lo indican tanto el Catecismo de la Iglesia como el Código de Derecho Canónico, ordenamientos del máximo rango de la Iglesia (que, como toda comunidad, debe tener sus ordenamientos).

¡Pero no!: ¡cuando sean mayores! Es absurda esta manera de proceder. Y, si no, preguntémonos: —¿Qué comerá este niño? Lo que le ponga su madre, sin esperar a que el niño especifique qué es lo que prefiere. —¿Qué idioma hablará este niño? El que le hablen sus padres (de otra manera, el niño nunca podrá escoger ninguna lengua). —¿A qué escuela irá este niño? A la que sus padres le lleven, sin esperar que el chico defina los estudios que prefiere...

—¿Qué comió Jesús? Aquello que le puso su Madre, María. —¿Qué lengua habló Jesús? La de sus padres. —¿Qué religión aprendió y practicó el Niño Jesús? La de sus padres, la religión judía. Después, cuando ya fue mayor, pero gracias a la instrucción que había recibido de sus padres, fundó una nueva religión... Pero, primero, la de sus padres, como es natural.

13 ago 2021

Santo Evangelio 13 de Agosto 2021

  


Texto del Evangelio (Mt 19,3-12): 

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?». Él respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre».

Dícenle: «Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?». Díceles: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer -no por fornicación- y se case con otra, comete adulterio».

Dícenle sus discípulos: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse». Pero Él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda».



«Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre»


Fr. Roger J. LANDRY

(Hyannis, Massachusetts, Estados Unidos)

Hoy, Jesús contesta a las preguntas de sus contemporáneos acerca del verdadero significado del matrimonio, subrayando la indisolubilidad del mismo.

Su respuesta, sin embargo, también proporciona la base adecuada para que los cristianos podamos responder a aquellos que intentan buscar la ampliación de la definición de matrimonio para las parejas homosexuales.

Al hacer retroceder el matrimonio al plan original de Dios, Jesús subraya cuatro aspectos relevantes por los cuales sólo pueden ser unidos en matrimonio un hombre y una mujer:

1) «El Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra» (Mt 19,4). Jesús nos enseña que, en el plan divino, la masculinidad y la feminidad tienen un gran significado. Ignorarlo, pues, es ignorar lo que somos.

2) «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer» (Mt 19,5). El plan de Dios no es que el hombre abandone a sus padres y se vaya con quien desee, sino con una esposa.

3) «De manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19,6). Esta unión corporal va más allá de la poco duradera unión física que ocurre en el acto conyugal. Se refiere a la unión duradera que se presenta cuando un hombre y una mujer, a través de su amor, conciben una nueva vida que es el matrimonio perdurable o unión de sus cuerpos. Es obvio que un hombre con otro hombre, o una mujer con otra mujer, no pueden considerarse un único cuerpo de esa forma.

4) «Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (Mt 19,6). Dios mismo ha unido en matrimonio al hombre y a la mujer, y siempre que intentemos separar lo que Él ha unido, lo estaremos haciendo por nuestra cuenta y a expensas de la sociedad.

En su catequesis sobre el Génesis, el Papa San Juan Pablo II dijo: «En su respuesta a los fariseos, Jesucristo plantea a sus interlocutores la visión total del hombre, sin la cual no es posible ofrecer una respuesta adecuada a las preguntas relacionadas con el matrimonio».

Cada uno de nosotros está llamado a ser el “eco” de esta Palabra de Dios en nuestro momento.

12 ago 2021

Santo Evangelio 12 de Agosto 2021

 



 Texto del Evangelio (Mt 18,21—19,1): 

En aquel tiempo, Pedro preguntó a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: «Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré». Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.

»Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: «Paga lo que debes». Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: «Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré». Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: «Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?». Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano».

Y sucedió que, cuando acabó Jesús estos discursos, partió de Galilea y fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán.



«Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?»


Rev. D. Joan BLADÉ i Piñol

(Barcelona, España)

Hoy, preguntar «¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (Mt 18,21), puede significar: —Éstos a quienes tanto amo, los veo también con manías y caprichos que me molestan, me importunan cada dos por tres, no me hablan... Y esto un día y otro día. Señor, ¿hasta cuándo los he de aguantar?

Jesús contesta con la lección de la paciencia. En realidad, los dos colegas coinciden cuando dicen: «Ten paciencia conmigo» (Mt 18,26.29). Mientras la intemperancia del malvado, que ahogaba al otro por poca cosa, le ocasiona la ruina moral y económica, la paciencia del rey, a la vez que salva al deudor, a la familia y sus bienes, engrandece la personalidad del monarca y le genera la confianza de la corte. La reacción del rey, en labios de Jesús, nos recuerda aquello del libro de los Salmos: «Mas el perdón se halla junto a ti, para que seas temido» (Sal 130,4).

Está claro que nos hemos de oponer a la injusticia, y, si es necesario, enérgicamente (soportar el mal sería un indicio de apatía o de cobardía). Pero la indignación es sana cuando en ella no hay egoísmo, ni ira, ni necedad, sino deseo recto de defender la verdad. La auténtica paciencia es la que nos lleva a soportar misericordiosamente la contradicción, la debilidad, las molestias, las faltas de oportunidad de las personas, de los acontecimientos o de las cosas. Ser paciente equivale a dominarse a uno mismo. Los seres susceptibles o violentos no pueden ser pacientes porque ni reflexionan ni son amos de sí mismos.

La paciencia es una virtud cristiana porque forma parte del mensaje del Reino de los cielos, y se forja en la experiencia de que todo el mundo tenemos defectos. Si Pablo nos exhorta a soportarnos los unos a los otros (cf. Col 3,12-13), Pedro nos recuerda que la paciencia del Señor nos da la oportunidad de salvarnos (cf. 2Pe 3,15).

Ciertamente, ¡cuántas veces la paciencia del buen Dios nos ha perdonado en el confesionario! ¿Siete veces? ¿Setenta veces siete? ¡Quizá más!


«Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (Mt 18,21—19,1)

 


«Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (Mt 18,21—19,1)


Rev. D. Joan BLADÉ i Piñol

(Barcelona, España)

Hoy, preguntar «¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (Mt 18,21), puede significar: —Éstos a quienes tanto amo, los veo también con manías y caprichos que me molestan, me importunan cada dos por tres, no me hablan... Y esto un día y otro día. Señor, ¿hasta cuándo los he de aguantar?

Jesús contesta con la lección de la paciencia. En realidad, los dos colegas coinciden cuando dicen: «Ten paciencia conmigo» (Mt 18,26.29). Mientras la intemperancia del malvado, que ahogaba al otro por poca cosa, le ocasiona la ruina moral y económica, la paciencia del rey, a la vez que salva al deudor, a la familia y sus bienes, engrandece la personalidad del monarca y le genera la confianza de la corte. La reacción del rey, en labios de Jesús, nos recuerda aquello del libro de los Salmos: «Mas el perdón se halla junto a ti, para que seas temido» (Sal 130,4).

Está claro que nos hemos de oponer a la injusticia, y, si es necesario, enérgicamente (soportar el mal sería un indicio de apatía o de cobardía). Pero la indignación es sana cuando en ella no hay egoísmo, ni ira, ni necedad, sino deseo recto de defender la verdad. La auténtica paciencia es la que nos lleva a soportar misericordiosamente la contradicción, la debilidad, las molestias, las faltas de oportunidad de las personas, de los acontecimientos o de las cosas. Ser paciente equivale a dominarse a uno mismo. Los seres susceptibles o violentos no pueden ser pacientes porque ni reflexionan ni son amos de sí mismos.

La paciencia es una virtud cristiana porque forma parte del mensaje del Reino de los cielos, y se forja en la experiencia de que todo el mundo tenemos defectos. Si Pablo nos exhorta a soportarnos los unos a los otros (cf. Col 3,12-13), Pedro nos recuerda que la paciencia del Señor nos da la oportunidad de salvarnos (cf. 2Pe 3,15).

Ciertamente, ¡cuántas veces la paciencia del buen Dios nos ha perdonado en el confesionario! ¿Siete veces? ¿Setenta veces siete? ¡Quizá más!


11 ago 2021

Santo Evangelio 11 de Agosto 2021

 



 Texto del Evangelio (Mt 18,15-20): 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano. Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».



«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él (...) donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»


Rev. D. Pedro-José YNARAJA i Díaz

(El Montanyà, Barcelona, España)

Hoy, en este breve fragmento evangélico, el Señor nos enseña tres importantes formas de proceder, que frecuentemente se ignoran.

Comprensión y advertencia al amigo o al colega. Hacerle ver, en discreta intimidad («a solas tú con él»), con claridad («repréndele»), su equivocado proceder para que enderece el camino de su vida. Acudir a la colaboración de un amigo, si la primera gestión no ha dado resultado. Si ni aun con este obrar se logra su conversión y si su pecar escandaliza, no hay que dudar en ejercer la denuncia profética y pública, que hoy puede ser una carta al director de una publicación, una manifestación, una pancarta. Esta manera de obrar deviene exigencia para el mismo que la practica, y frecuentemente es ingrata e incómoda. Por todo ello es más fácil escoger lo que llamamos equivocadamente “caridad cristiana”, que acostumbra a ser puro escapismo, comodidad, cobardía, falsa tolerancia. De hecho, «está reservada la misma pena para los que hacen el mal y para los que lo consienten» (San Bernardo).

Todo cristiano tiene el derecho a solicitar de nosotros los presbíteros el perdón de Dios y de su Iglesia. El psicólogo, en un momento determinado, puede apaciguar su estado de ánimo; el psiquiatra en acto médico puede conseguir vencer un trastorno endógeno. Ambas cosas son muy útiles, pero no suficientes en determinadas ocasiones. Sólo Dios es capaz de perdonar, borrar, olvidar, pulverizar destruyendo, el pecado personal. Y su Iglesia atar o desatar comportamientos, trascendiendo la sentencia en el Cielo. Y con ello gozar de la paz interior y empezar a ser feliz.

En las manos y palabras del presbítero está el privilegio de tomar el pan y que Jesús-Eucaristía realmente sea presencia y alimento. Cualquier discípulo del Reino puede unirse a otro, o mejor a muchos, y con fervor, Fe, coraje y Esperanza, sumergirse en el mundo y convertirlo en el verdadero cuerpo del Jesús-Místico. Y en su compañía acudir a Dios Padre que escuchará las súplicas, pues su Hijo se comprometió a ello, «porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).


Corrección fraterna

  


«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él (...) donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,15-20)


Rev. D. Pedro-José YNARAJA i Díaz

(El Montanyà, Barcelona, España)

Hoy, en este breve fragmento evangélico, el Señor nos enseña tres importantes formas de proceder, que frecuentemente se ignoran.

Comprensión y advertencia al amigo o al colega. Hacerle ver, en discreta intimidad («a solas tú con él»), con claridad («repréndele»), su equivocado proceder para que enderece el camino de su vida. Acudir a la colaboración de un amigo, si la primera gestión no ha dado resultado. Si ni aun con este obrar se logra su conversión y si su pecar escandaliza, no hay que dudar en ejercer la denuncia profética y pública, que hoy puede ser una carta al director de una publicación, una manifestación, una pancarta. Esta manera de obrar deviene exigencia para el mismo que la practica, y frecuentemente es ingrata e incómoda. Por todo ello es más fácil escoger lo que llamamos equivocadamente “caridad cristiana”, que acostumbra a ser puro escapismo, comodidad, cobardía, falsa tolerancia. De hecho, «está reservada la misma pena para los que hacen el mal y para los que lo consienten» (San Bernardo).

Todo cristiano tiene el derecho a solicitar de nosotros los presbíteros el perdón de Dios y de su Iglesia. El psicólogo, en un momento determinado, puede apaciguar su estado de ánimo; el psiquiatra en acto médico puede conseguir vencer un trastorno endógeno. Ambas cosas son muy útiles, pero no suficientes en determinadas ocasiones. Sólo Dios es capaz de perdonar, borrar, olvidar, pulverizar destruyendo, el pecado personal. Y su Iglesia atar o desatar comportamientos, trascendiendo la sentencia en el Cielo. Y con ello gozar de la paz interior y empezar a ser feliz.

En las manos y palabras del presbítero está el privilegio de tomar el pan y que Jesús-Eucaristía realmente sea presencia y alimento. Cualquier discípulo del Reino puede unirse a otro, o mejor a muchos, y con fervor, Fe, coraje y Esperanza, sumergirse en el mundo y convertirlo en el verdadero cuerpo del Jesús-Místico. Y en su compañía acudir a Dios Padre que escuchará las súplicas, pues su Hijo se comprometió a ello, «porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).


10 ago 2021

Santo Evangelio 10 de Agosto 2021

  


Texto del Evangelio (Jn 12,24-26): 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará».



«Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor»


Rev. D. Antoni CAROL i Hostench

(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy, la Iglesia —mediante la liturgia eucarística que celebra al mártir romano san Lorenzo— nos recuerda que «existe un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios» (San Juan Pablo II).

La ley moral es santa e inviolable. Esta afirmación, ciertamente, contrasta con el ambiente relativista que impera en nuestros días, donde con facilidad uno adapta las exigencias éticas a su personal comodidad o a sus propias debilidades. No encontraremos a nadie que nos diga: —Yo soy inmoral; —Yo soy inconsciente; —Yo soy una persona sin verdad... Cualquiera que dijera eso se descalificaría a sí mismo inmediatamente.

Pero la pregunta definitiva sería: ¿de qué moral, de qué conciencia y de qué verdad estamos hablando? Es evidente que la paz y la sana convivencia sociales no pueden basarse en una “moral a la carta”, donde cada uno tira por donde le parece, sin tener en cuenta las inclinaciones y las aspiraciones que el Creador ha dispuesto para nuestra naturaleza. Esta “moral”, lejos de conducirnos por «caminos seguros» hacia las «verdes praderas» que el Buen Pastor desea para nosotros (cf. Sal 23,1-3), nos abocaría irremediablemente a las arenas movedizas del “relativismo moral”, donde absolutamente todo se puede pactar y justificar.

Los mártires son testimonios inapelables de la santidad de la ley moral: hay exigencias de amor básicas que no admiten nunca excepciones ni adaptaciones. De hecho, «en la Nueva Alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo que (...) aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del Emperador» (San Juan Pablo II).

En el ambiente de la Roma del emperador Valeriano, el diácono «san Lorenzo amó a Cristo en la vida, imitó a Cristo en la muerte» (San Agustín). Y, una vez más, se ha cumplido que «el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna» (Jn 12,25). La memoria de san Lorenzo, afortunadamente para nosotros, quedará perpetuamente como señal de que el seguimiento de Cristo merece dar la vida, antes que admitir frívolas interpretaciones de su camino.


«Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor» (Jn 12,24-26)



 «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor»  (Jn 12,24-26)


Rev. D. Antoni CAROL i Hostench

(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy, la Iglesia —mediante la liturgia eucarística que celebra al mártir romano san Lorenzo— nos recuerda que «existe un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios» (San Juan Pablo II).

La ley moral es santa e inviolable. Esta afirmación, ciertamente, contrasta con el ambiente relativista que impera en nuestros días, donde con facilidad uno adapta las exigencias éticas a su personal comodidad o a sus propias debilidades. No encontraremos a nadie que nos diga: —Yo soy inmoral; —Yo soy inconsciente; —Yo soy una persona sin verdad... Cualquiera que dijera eso se descalificaría a sí mismo inmediatamente.

Pero la pregunta definitiva sería: ¿de qué moral, de qué conciencia y de qué verdad estamos hablando? Es evidente que la paz y la sana convivencia sociales no pueden basarse en una “moral a la carta”, donde cada uno tira por donde le parece, sin tener en cuenta las inclinaciones y las aspiraciones que el Creador ha dispuesto para nuestra naturaleza. Esta “moral”, lejos de conducirnos por «caminos seguros» hacia las «verdes praderas» que el Buen Pastor desea para nosotros (cf. Sal 23,1-3), nos abocaría irremediablemente a las arenas movedizas del “relativismo moral”, donde absolutamente todo se puede pactar y justificar.

9 ago 2021

Santo Evangelio 9 de Agosto 2021

 



 Texto del Evangelio (Mt 17,22-27): 

En aquel tiempo, yendo un día juntos por Galilea, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará». Y se entristecieron mucho.

Cuando entraron en Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los que cobraban el didracma y le dijeron: «¿No paga vuestro Maestro el didracma?». Dice él: «Sí». Y cuando llegó a casa, se anticipó Jesús a decirle: «¿Qué te parece, Simón?; los reyes de la tierra, ¿de quién cobran tasas o tributo, de sus hijos o de los extraños?». Al contestar él: «De los extraños», Jesús le dijo: «Por tanto, libres están los hijos. Sin embargo, para que no les sirvamos de escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga, cógelo, ábrele la boca y encontrarás un estárter. Tómalo y dáselo por mí y por ti».



«Yendo un día juntos por Galilea»


P. Joaquim PETIT Llimona, L.C.

(Barcelona, España)

Hoy, la liturgia nos ofrece diferentes posibilidades para nuestra consideración. Entre éstas podríamos detenernos en algo que está presente a lo largo de todo el texto: el trato familiar de Jesús con los suyos.

Dice san Mateo que Jesús y los discípulos iban «yendo un día juntos por Galilea» (Mt 17,22). Pudiera parecer algo evidente, pero el hecho de mencionar que iban juntos nos muestra cómo el evangelista quiere remarcar la cercanía de Cristo. Luego les abre su Corazón para confiarles el camino de su Pasión, Muerte y Resurrección, es decir, algo que Él lleva muy adentro y que no quiere que, aquellos a quienes tanto ama, ignoren. Posteriormente, el texto recoge el episodio del pago de los impuestos, y también aquí el evangelista nos deja entrever el trato de Jesús, poniéndose al mismo nivel que Pedro, contraponiendo a los hijos (Jesús y Pedro) exentos del pago y los extraños obligados al mismo. Cristo, finalmente, le muestra cómo conseguir el dinero necesario para pagar no sólo por Él, sino por los dos y no ser, así, motivo de escándalo.

En todos estos rasgos descubrimos una visión fundamental de la vida cristiana: es el afán de Jesús por estar con nosotros. Dice el Señor en el libro de los Proverbios: «Mi delicia es estar con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). ¡Cómo cambia, esta realidad, nuestro enfoque de la vida espiritual en la que a veces ponemos sólo la atención y el acento en lo que nosotros hacemos, como si eso fuera lo más importante! La vida interior ha de centrase en Cristo, en su amor por nosotros, en su entrega hasta la muerte por mí, en su constante búsqueda de nuestro corazón. Muy bien lo expresaba san Juan Pablo II en uno de sus encuentros con los jóvenes: el Papa exclamó con voz fuerte «¡Miradle a Él!».

«Yendo un día juntos por Galilea» (Mt 17,22-27)



 «Yendo un día juntos por Galilea»  (Mt 17,22-27)


P. Joaquim PETIT Llimona, L.C.

(Barcelona, España)

Hoy, la liturgia nos ofrece diferentes posibilidades para nuestra consideración. Entre éstas podríamos detenernos en algo que está presente a lo largo de todo el texto: el trato familiar de Jesús con los suyos.

Dice san Mateo que Jesús y los discípulos iban «yendo un día juntos por Galilea» (Mt 17,22). Pudiera parecer algo evidente, pero el hecho de mencionar que iban juntos nos muestra cómo el evangelista quiere remarcar la cercanía de Cristo. Luego les abre su Corazón para confiarles el camino de su Pasión, Muerte y Resurrección, es decir, algo que Él lleva muy adentro y que no quiere que, aquellos a quienes tanto ama, ignoren. Posteriormente, el texto recoge el episodio del pago de los impuestos, y también aquí el evangelista nos deja entrever el trato de Jesús, poniéndose al mismo nivel que Pedro, contraponiendo a los hijos (Jesús y Pedro) exentos del pago y los extraños obligados al mismo. Cristo, finalmente, le muestra cómo conseguir el dinero necesario para pagar no sólo por Él, sino por los dos y no ser, así, motivo de escándalo.

En todos estos rasgos descubrimos una visión fundamental de la vida cristiana: es el afán de Jesús por estar con nosotros. Dice el Señor en el libro de los Proverbios: «Mi delicia es estar con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). ¡Cómo cambia, esta realidad, nuestro enfoque de la vida espiritual en la que a veces ponemos sólo la atención y el acento en lo que nosotros hacemos, como si eso fuera lo más importante! La vida interior ha de centrase en Cristo, en su amor por nosotros, en su entrega hasta la muerte por mí, en su constante búsqueda de nuestro corazón. Muy bien lo expresaba san Juan Pablo II en uno de sus encuentros con los jóvenes: el Papa exclamó con voz fuerte «¡Miradle a Él!».

8 ago 2021

Santo Evangelio 8 de Agosto 2021

 



 Texto del Evangelio (Jn 6,41-51): 

En aquel tiempo, los judíos murmuraban de Él, porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo». Y decían: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?». Jesús les respondió: «No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: ‘Serán todos enseñados por Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre.

»En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo».



«Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae»

Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet

(Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)

Hoy, el Evangelio presenta el desconcierto en el que los connacionales de Jesús vivían en su presencia: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» (Jn 6,42). La vida de Jesús entre los suyos había sido tan normal que, el comenzar la proclamación del Reino, quienes le conocían se escandalizaban de lo que entonces les decía.

¿De qué Padre les hablaba Jesús, que nadie había visto? ¿Quién era este pan bajado del cielo que quienes lo comen vivirán para siempre? Él negaba que fuera el maná del desierto porque, quienes lo comieran, morirían. «El pan que yo (...) voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). ¿Su carne podía ser un alimento para nosotros? El desconcierto que sembraba Jesús entre los judíos podía extenderse entre nosotros si no respondemos a una pregunta central para nuestra vida cristiana: ¿Quién es Jesús?

Muchos hombres y mujeres antes que nosotros se han hecho esta pregunta, la han respondido personalmente, han ido a Jesús, lo han seguido y ahora gozan de una vida sin fin y llena de amor. Y a los que vayan a Jesús, Él los resucitará el último día (cf. Jn 6,44). Juan Casiano exhortaba a sus monjes diciéndoles: «‘Acercaos a Dios, y Dios se acercará a vosotros’, porque ‘nadie puede ir a Jesús si el Padre que lo ha enviado no lo atrae’ (...). En el Evangelio escuchamos al Señor que nos invita para que vayamos hacia Él: ‘Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré reposar’». Acojamos la Palabra del Evangelio que nos acerca a Jesús cada día; acojamos la invitación del mismo Evangelio a entrar en comunión con Él comiendo su carne, porque «éste es el verdadero alimento, la carne de Cristo, el cual, siendo la Palabra, se ha hecho carne para nosotros»

«Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,41-51)




 «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,41-51)


Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet

(Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)

Hoy, el Evangelio presenta el desconcierto en el que los connacionales de Jesús vivían en su presencia: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» (Jn 6,42). La vida de Jesús entre los suyos había sido tan normal que, el comenzar la proclamación del Reino, quienes le conocían se escandalizaban de lo que entonces les decía.

¿De qué Padre les hablaba Jesús, que nadie había visto? ¿Quién era este pan bajado del cielo que quienes lo comen vivirán para siempre? Él negaba que fuera el maná del desierto porque, quienes lo comieran, morirían. «El pan que yo (...) voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). ¿Su carne podía ser un alimento para nosotros? El desconcierto que sembraba Jesús entre los judíos podía extenderse entre nosotros si no respondemos a una pregunta central para nuestra vida cristiana: ¿Quién es Jesús?

Muchos hombres y mujeres antes que nosotros se han hecho esta pregunta, la han respondido personalmente, han ido a Jesús, lo han seguido y ahora gozan de una vida sin fin y llena de amor. Y a los que vayan a Jesús, Él los resucitará el último día (cf. Jn 6,44). Juan Casiano exhortaba a sus monjes diciéndoles: «‘Acercaos a Dios, y Dios se acercará a vosotros’, porque ‘nadie puede ir a Jesús si el Padre que lo ha enviado no lo atrae’ (...). En el Evangelio escuchamos al Señor que nos invita para que vayamos hacia Él: ‘Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré reposar’». Acojamos la Palabra del Evangelio que nos acerca a Jesús cada día; acojamos la invitación del mismo Evangelio a entrar en comunión con Él comiendo su carne, porque «éste es el verdadero alimento, la carne de Cristo, el cual, siendo la Palabra, se ha hecho carne para nosotros» (Orígenes).